Martes
de la semana 10ª del tiempo ordinario: Dios nos llama a ser la sal de la
tierra, luz del mundo, al participar en la vida y misión de Cristo
“Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si
la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para
ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad
situada en la cima de un monte. Ni
tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el
candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los
hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que
está en los cielos” (Mateo 5,13 – 16).
1. Hoy
nos muestras, Jesús, sucesivamente, las enseñanzas sobre las parábolas de la
sal, de la luz y de la ciudad. A diferencia de otros evangelistas, en Mateo la imagen
de la sal se convierte en una alegoría misionera: "vosotros sois la sal de la tierra..." y la sal representa a
los discípulos. Señor, te pido ser la sal de la tierra, que tu Iglesia sea la
sal: sin la sal, la tierra no tiene ya razón de ser; con la sal, si no pierde
sus cualidades, la tierra puede proseguir su vocación y su historia. Entiendo
aquí la tierra como comida, que precisa ser salada. Si la Iglesia, si yo, no
fuera fiel nos perderíamos, y dejaríamos al mundo sin salvador. Si somos fieles,
como la sal aumenta el sabor del mundo. Ayúdame, Señor, a ser sal, para que
crezca y se desarrolle a mi alrededor ese clima de bondad, amor, el sabor de
Dios, que apague toda amargura, mezquindad... banalidad.
Me gustaría entender, Señor, qué significa que el
que ha perdido el sabor de Dios es "echado fuera", como el invitado
al banquete que no llevaba puesto su traje de fiesta (Mt 22, 12), como el mal
servidor que enterró su talento -su millón- (Mt 25. 30). "El
evangelio es sal. Algunos cristianos lo han hecho azúcar" (Paul Claudel).
-“Vosotros
sois la Luz del Mundo”. Es tu segunda parábola de hoy; ser como
el "sol" del mundo es ser como tú, Jesús, que con tu mirada abarcas
un amplio horizonte, contigo aprendo a ver mejor las cosas de la tierra,
especialmente las que me cuestan, las que no me gustan. Contigo encuentran un
sentido. La luz es sacada de debajo del celemín para iluminar todo alrededor,
pues tu enseñanza, Jesús, desvela la luz de la verdad. Aquí añades: "vosotros sois la luz del mundo...";
como la sal, cada uno puede participar de tu misión, Señor.
Hace poco me decía una persona: “me siento vacía,
presa de la envidia, con necesidad de algo mejor, de un sentido de la vida…” Te pido, Señor, que ese “anhelo interior”
que me hace buscar algo grande, más allá de las mentiras del mundo, encuentre
en ti descanso: ¡llenarnos de la verdad, Jesús!, ¡que sepa descubrir la
vida como don para los demás! Cuando me dejo llevar por el afán de seguridad,
no vivo ya tranquilo, con el miedo del mañana. Bendito el día en que se quede
libre de todas esas "verdades a medias", que acepte el riesgo de la
fe, de recibir y dar, de pedir perdón y perdonar y compartir (Maertens-Frisque).
-“No se
puede ocultar una ciudad situada en lo alto de un monte: ni se enciende un
candil para meterlo debajo del perol, sino para ponerlo en el candelero y que
alumbre a todos los de la casa”. Añades también, Jesús, la
imagen de la ciudad elevada, cada
uno puede ser signo de Dios para el mundo. No
podemos salvarnos solos, sino que estamos comprometidos con los demás, formando
Iglesia, en el mundo (Noel Quesson).
El día de nuestro Bautismo se encendió una vela del
Cirio pascual de Cristo. Cada año, en la Vigilia Pascual, tomamos esa vela
encendida en la mano. Es la luz que debe brillar en nuestra vida de cristianos,
la luz del testimonio, de la palabra oportuna, de la entrega generosa. No se
nos ha dicho que seamos lumbreras, sino luz. No se espera de nosotros que
deslumbremos, sino que alumbremos. Hay personas que lucen mucho e iluminan
poco. Se nos dice, finalmente, que seamos como una ciudad puesta en lo alto de
un monte, como punto de referencia que guía y ofrece cobijo. Te lo pedimos,
Señor, con la Plegaria Eucarística II de la Reconciliación: «que la Iglesia resplandezca en medio de los
hombres como signo de unidad e instrumento de tu paz»; y la Plegaria V b: «que tu Iglesia sea un recinto de verdad y
de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella
un motivo para seguir esperando». También te pedimos eso mismo para las
familias y las comunidades cristianas. Qué hermoso el testimonio de aquellas
casas que están siempre abiertas, disponibles, para niños y mayores, parientes
o vecinos. No sólo para invitar a comer, sino sobre todo con las caras
acogedoras y una mano tendida. ¿Somos de
verdad sal que da sabor en medio de un mundo soso, luz que alumbra el camino a
los que andan a oscuras, ciudad que ofrece casa y refugio a los que se
encuentran perdidos? (J. Aldazábal).
La gente
que ama mucho sonríe fácilmente, porque la sonrisa es, ante todo, una gran
fidelidad a sí mismo. Y atención
porque se habla de sonrisa y no de risa. “Mayor
felicidad hay en dar que en recibir” (Hch 20,35). Esos a quienes llamamos
santos lograron la nota más alta en su vida porque se dedicaron a servir.
Porque se entregaron sin límites a sus hermanos. La alegría del cristiano es
una alegría verdadera, profunda que está llamada a ser sal de la tierra. No
puede quedarse oculta. Siendo lo que es, debe calar y debe motivarnos a
transmitirla, a darla a conocer a los demás. Esta felicidad se halla en el
encuentro personal con Cristo. Sí, antes de salir a predicar, los santos se
encontraron con Jesús. Por ello, tan sólo les bastaba una sonrisa para
trasmitir a Dios, lo irradiaban, estaban rebosantes de Él. Cuentan que un día,
san Francisco de Asís le pidió a uno de los frailes cofundadores que se
preparara para salir a predicar con él. Salieron y estuvieron caminando y dando
vueltas por todo Asís, durante una hora y media. En un cierto momento, el fraile
que lo acompañaba le dijo a san Francisco: “Padre Francisco, usted me dijo que
saldríamos a predicar. Hasta ahora, sólo hemos caminado y recorrido todo el
pueblo”. San Francisco le respondió: “Hermano, llevamos una hora y media de
predicación. No hay mejor predicación
que la sonrisa y el testimonio de una vida auténticamente cristiana”. Ojalá que también nosotros prediquemos el
mensaje de la felicidad, de la sonrisa, de la plenitud cristiana. Que
seamos sal y luz para nuestros familiares y amigos. Quien verdaderamente se ha
encontrado con Jesús no puede callar, no puede encerrarse en sí mismo, debe
compartirlo con todo el mundo (Xavier Caballero).
Un antiguo texto cristiano, la “Carta a Diogneto”,
habla sobre la misión de los cristianos en el mundo. Dice así: “Los cristianos
no se distinguen de los demás hombres ni por el lugar en que viven, ni por su
lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias,
ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su
sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de
hombres estudiosos; ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad
de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte; siguen las costumbres de los habitantes del
país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida; y, sin embargo, dan
muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble.
Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como
ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es
patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que
todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que
conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su
ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de
vivir superan esas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se les condena
sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y
enriquecen a muchos; carecen de todo, pero abundan en todo. Sufren la deshonra,
y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su
justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a
cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y,
al ser castigados con la muerte, se alegran como si se les diera la vida.
Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen; y, sin
embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su
enemistad. Para decirlo en pocas palabras: los
cristianos son en el mundo lo que el alma en el cuerpo. El alma, en efecto,
se halla esparcida por todos los miembros el cuerpo; así también los cristianos
se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el
cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no
son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo
visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es
invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella
agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el
mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos porque se
oponen a sus placeres. El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que
éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está
encerrada en el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo
como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El
alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como
peregrinos en moradas corruptibles mientras esperan la incorrupción celestial.
El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los
cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan
importante es el puesto que Dios les ha asignado del que no les es lícito
desertar” (cap. 5-6).
2. Pablo se defiende ante
los ataques de Corinto. Su única fidelidad no es a los partidos humanos sino a
Dios. Se apoya en Dios: "tan
verdadero como Dios es fiel" he tratado de ser sincero con vosotros.
El mundo moderno va descubriendo las leyes de la comunicación entre las personas.
Nada hay más difícil que «comunicarse». Se hiere sin quererlo. ¡Señor, ayuda a
los hombres a comprenderse! Ayúdame a que mi lenguaje sea «sí» y
"no", claro y neto.
-“El Hijo de Dios, Jesucristo, que os hemos
anunciado nunca ha sido a la vez "sí" y "no". Siempre ha
sido un "sí"”. Cristo es un "sí".
Sí, es decir, "lo positivo"; "la claridad", «la
simplicidad», "la franqueza". "la acogida", "la
aquiescencia", «la disponibilidad». Sí es la palabra del matrimonio, del
amor, del consentimiento del otro. Sí, es el símbolo de un «ser que no está
vuelto en sí mismo» sino «que se vuelve hacia el otro». Sí es una
"respuesta". Que sea yo también un «sí».
-“Todas las promesas hechas por Dios han
tenido su «sí» en Jesucristo”. Jesucristo es el «sí» de Dios. En
Jesús, Dios ha dicho «sí» al hombre. La alianza. ¡Qué misterio! Dios se ha
comprometido conmigo, como el esposo se compromete con su esposa. Ahora bien,
Dios es fiel. Y ¡yo lo soy tan poco! -“Es también por Cristo que decimos
"amén" a Dios, nuestro "sí" para su gloria”. El
término «amén» en hebreo es el equivalente a nuestro «sí». Trataré de
pronunciarlo pensando en lo que digo. Decir «sí» a Dios.
-“Dios nos marcó con su sello” -nos
ha consagrado- y, en avance a sus dones nos ha dado: al Espíritu Santo que
habita en nosotros. ¡La inhabitación del Espíritu en el corazón del hombre!
Pablo era un hombre consciente de llevar a Dios consigo. Señor, ¿es esto
verdad? Y es sólo un «a cuenta», un «primer avance», ¡un comienzo de lo que
será un día total y definitivo! ¡Gracias! (Noel Quesson).
3. Confiamos en la fidelidad de Dios: «vuélvete a mí y ten misericordia, como es tu norma con los que aman tu
nombre», a la vez que manifestamos nuestro compromiso de respuesta
afirmativa: «enséñame tus leyes... tus
preceptos son admirables, por eso los guarda mi alma». Quizá nos pueda
servir para meditar este salmo de hoy las siguientes palabras de S. Roberto
Belarmino: “Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia; ¿quién, que
haya empezado a gustar, por poco que sea, la dulzura de tu dominio paternal,
dejará de servirte con todo el corazón? ¿Qué es, Señor, lo que mandas a tus
siervos? Cargad –nos dices– con mi yugo. ¿Y
cómo es este yugo tuyo? Mi yugo –añades– es llevadero y mi carga ligera.
¿Quién no llevará de buena gana un yugo que no oprime, sino que halaga, y una
carga que no pesa, sino que da nueva fuerza? Con razón añades: Y encontraréis vuestro descanso.
¿Y cuál es este yugo tuyo que no fatiga, sino que da reposo? Por supuesto aquel
mandamiento, el primero y el más grande: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón. ¿Qué más
fácil, más suave, más dulce que amar la bondad, la belleza y el amor, todo lo
cual eres tú, Señor, Dios mío? ¿Acaso no prometes además un premio a los que
guardan tus mandamientos, más preciosos que el oro fino, más dulces que la miel
de un panal? Por cierto que sí, y un premio grandioso, como dice
Santiago: La corona de la vida
que el Señor ha prometido a los que lo aman. ¿Y qué es esta corona de
la vida? Un bien superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice san
Pablo, citando al profeta Isaías: Ni
el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado
para los que lo aman. En verdad es muy grande el premio que proporciona
la observancia de tus mandamientos. Y no sólo aquel mandamiento, el primero y
el más grande, es provechoso para el hombre que lo cumple, no para Dios que lo
impone, sino que también los demás mandamientos de Dios perfeccionan al que los
cumple, lo embellecen, lo instruyen, lo ilustran, lo hacen en definitiva bueno
y feliz. Por esto, si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para
la gloria de Dios y para tu eterna salvación, comprenderás que éste es tu fin,
que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este
fin, serás dichoso; si no lo alcanzas, serás un desdichado. Por consiguiente,
debes considerar como realmente bueno lo que te lleva a tu fin, y como
realmente malo lo que te aparta del mismo. Para el auténtico sabio, lo próspero
y lo adverso, la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, los honores y
los desprecios, la vida y la muerte son cosas que, de por sí, no son ni
deseables ni aborrecibles. Si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad
eterna, son cosas buenas y deseables; de lo contrario, son malas y
aborrecibles.”
Llucià Pou Sabaté
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