Domingo de la semana 12 de tiempo ordinario; ciclo C
«Y sucedió que, cuando estaba haciendo oración, se hallaban con él los discípulos y les preguntó: ¿Quién dicen las gentes que soy yo? Ellos respondieron: Juan el Bautista; otros que Elías, y otros que ha resucitado un profeta de los antiguos. Pero él les dijo: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro dijo: El Cristo de Dios. Pero él les amonestó y les ordenó que no dijeran esto a nadie. Y añadió: Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea condenado por los ancianos, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y que sea muerto y resucite al tercer día. Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; el que, en cambio, pierda su vida por mí ése la salvará.» (Lucas 9, 18-24)
1º. Jesús, estabas haciendo oración, hablando con tu Padre. ¿Qué le estarías diciendo? Seguramente le hablarías de la pregunta que ibas a hacer a los apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Le pedirías al Padre que tus apóstoles entendieran quién eras. Por eso, cuando Pedro te reconoce como el Cristo de Dios, le contestas: «Bienaventurado eres, Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mateo 16, 17-18).
Jesús, éste es un momento importante en tu vida pública: vas a nombrar a Pedro como cabeza visible de los apóstoles, como sucesor tuyo, roca firme sobre la que se apoyará para siempre la unidad de tu Iglesia.
Y como haces antes de los momentos importantes, te diriges a tu Padre, te recoges en oración. ¿Es ésta mi actitud cuando me enfrento a una circunstancia más especial? ¿Me apoyo en la oración a la hora de tomar una decisión importante o cuando algo me preocupa?
En esos momentos delicados, Tú me ayudas, me das la luz y la fortaleza que necesito, y me haces comprender el verdadero valor sobrenatural de las dificultades (Pablo Cardona). Descubres a los discípulos el programa de tu vida: "El hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día". Jesús, realizarás paso a paso, al pie de la letra, este programa, hasta el colmo de la cruz, en donde todo se habrá cumplido; más aún, lejos de apartarse de tu camino, dices claramente a tus discípulos que es preciso que cada uno tome su cruz y te siga, corriendo tu misma suerte: "El que quiera salvar su vida la perderá pero el que pierda su vida por mi causa la salvará". Vivir es elegir, optar y, consiguientemente, en todo momento un riesgo. Cuando uno no está dispuesto a poner en juego su vida es ya un hombre muerto para la libertad. No puede elegir. Su elección estará ya siempre condicionada por el temor a perder la vida. Inevitablemente, llegará un momento en que tendrá que hacer traición a sus mejores proyectos, a sus más sanas intenciones, a lo que él más desearía hacer. Su verdadera vocación quedará bloqueada por ese temor a perder la vida. Sólo el que está dispuesto a decir no, incluso cuando éste no puede costarle la vida, es realmente un hombre libre, es un hombre vivo. Así, pues, vivir es siempre estar dispuesto a dar la vida. Pero sólo dará la vida quien tiene esperanza en el más allá.
Para el creyente esta vida que se ejerce precisamente arriesgándola es una vida con esperanza, pues es una vida que se arriesga por la causa de Cristo. La causa de Cristo es la salvación del hombre porque esta es la voluntad del Padre, para esto vino Jesús al mundo, para que "tengamos vida y la tengamos abundante". Jesús no defendió su vida, es impresionante el silencio que guardó ante los tribunales y no lo es menos el que sostuvo en la cruz cuando le decían: "Si eres Hijo de Dios baja de la cruz y creeremos en ti". No era ésta la señal que Cristo quiso darnos sino muy otra.
Precisamente, quedándose en la cruz dando su vida por los hombres es como demostró que era no solamente más hombre que nadie, sino también el mismo Hijo de Dios, capaz de superar la muerte y entrar en la gloria de la Resurrección. Esta es nuestra esperanza. La vida cristiana sólo es vida cuando se entrega por los hombres, por la causa de Cristo y esto vale también para la Iglesia. También la Iglesia es para los hombres, amar a la Iglesia es transmitir la esperanza a los hombres. El Papa Francisco habla mucho de ese universalismo, de no encerrarnos en una salvación individual, pues la esperanza está precisamente en este continuo dar la vida siguiendo la suerte de Cristo (Eucaristía 1971/38).
"El Hijo del hombre tiene que padecer mucho": constituye un punto esencial en la revelación de la identidad y misión de Jesús. Las ideas de la gente al respecto son tan vagas e imperfectas que él no puede seguir callando; la afirmación de Pedro: tú eres «el Mesías de Dios», pero la verdadera misión del Mesías es ser desechado, morir, resucitar. Y para que todo esto no sea percibido como un acontecimiento incomprensible, en cierto modo mitológico, se saca enseguida la consecuencia para todo el que quiera ser su discípulo: que «cargue con su cruz cada día y se venga conmigo»; eso es seguir al Mesías. La fe exigida incluye la acción que implica: seguir a Jesús no por una especie de ganancia ventajosa, sino mediante la pérdida incondicional: «El que pierda su vida por mi causa...» (H. von Balthasar).
“¿No sabías que el Amor exige sacrificio? Lee despacio las palabras del Maestro: «quien no toma su Cruz «cotidie» cada día, no es digno de Mí». Y más adelante: «no os dejaré huérfanos...». El Señor permite esa aridez tuya, que tan dura se te hace, para que le ames más, para que confíes sólo en El, para que con la Cruz corredimas, para que le encuentres» (J. Escrivá, Surco 149). Jesús, a veces permites que experimente esa cruz de la aridez, esa falta de ganas para rezar. Que me acuerde entonces de tu oración y de tu cruz, y me decida, una vez más, a hacer la voluntad de Dios, y no la mía (Pablo Cardona).
2. «Harán llanto como llanto por el hijo único». Ciertamente la primera lectura (del profeta Zacarías), por su proximidad a la cruz de Cristo, seguirá estando siempre rodeada de misterio y nunca podrá explicarse del todo. Quizá ni siquiera el propio profeta sabe quién es este «hijo único», por el que se entona un lamento tan grande como el luto de los sirios paganos por su dios Hadad-Rimón, que muere y resucita; del que se dice que los mismos que se lamentan lo han matado, «traspasado». Además este gran llanto está suscitado por «un espíritu de gracia y de clemencia» que es derramado por Dios, y con motivo de tan gran lamentación se alumbrará en la ciudad santa «un manantial contra los pecados e impurezas». ¿Tuvo realmente el profeta un presentimiento de que todo esto sucedería: el Hijo de Dios traspasado, el manantial (que en último término brota de él mismo) y el espíritu de oración que por la muerte del traspasado se derrama sobre el pueblo? Resulta casi obligado suponer que aquí aparece un oscuro barrunto de lo que se dice claramente en el evangelio: el Mesías tendrá que padecer mucho y morir, y el espíritu de oración y purificación hará posible una com-pasión interior (H. von Balthasar).
El salmo sigue los anhelos de nuestro corazón, hasta el Señor, que fundamenta nuestra esperanza: “Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi carne, cual tierra seca, agotada, sin agua. Como cuando en el santuario te veía, al contemplar tu poder y tu gloria, -pues tu amor es mejor que la vida, mis labios te glorificaban-, así quiero en mi vida bendecirte, levantar mis manos en tu nombre; como de grasa y médula se empapará mi alma, y alabará mi boca con labios jubilosos. porque tú eres mi socorro, y yo exulto a la sombra de tus alas; mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene”.
3. «Hijos de Dios en Cristo Jesús». La segunda lectura cierra el abismo que parece abrirse entre el destino del Mesías traspasado y el llamamiento a seguirle que se hace en el evangelio a hombres completamente normales. Si éstos «pierden su vida por mi causa», entran en la esfera del que padece originariamente y por sustitución vicaria, se convierten en «Hijos de Dios» en él, no en el sentido de los misterios paganos de Hadad-Rimón, sino en el sentido que Pablo desvela cuando muestra cómo el creyente por el bautismo «se reviste de Cristo». Se sobrentiende que no se trata de algo externo como el vestido, que permanece fuera del cuerpo, sino de una realidad dentro de la cual el hombre se pierde (hacerse a su forma, meterse en su piel, participar de su vida y sus sentimientos). Por eso los cristianos no llevan cada uno su vestido personal, sino el vestido de Cristo, el Cristo vivo que acoge a todos en sí para que todos sean «uno» en él y puedan así participar interiormente en su destino único («cargar con su cruz cada día») (H. von Balthasar).
Llucià Pou Sabaté
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