Solemnidad
del Domingo de Pentecostés; ciclo C.
Jesús se queda con nosotros, por el Espíritu Santo que nos envía el Padre
“Al anochecer de aquel día, el día primero de
la semana, estaban los discípulos en una
casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les
dijo: «Paz a vosotros.» Y diciendo esto,
les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús
repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre
me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis
los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»” (Juan 20,
19-23)
1. La misma tarde del domingo de Resurrección, Jesús apareció ante los
Apóstoles y les mandó el Espíritu Santo,
con el perdón que la Iglesia puede administrar en su nombre. Fue el regalo pascual del Espíritu
Santo y la reconciliación como
Sacramento. Para ayudar a esta acción del Espíritu Santo en nuestra alma,
que es el camino de santificación,
podemos dirigirnos a Él con la secuencia que hoy nos trae la Iglesia, así aprendemos a tratar al que han llamado
“El gran Desconocido”, y lo conoceremos
mejor al tratarlo: “Ven, Espíritu divino, / manda tu luz desde el cielo. / Padre amoroso del pobre; / don, en tus
dones, espléndido; / luz que penetra las
almas; / fuente del mayor consuelo. / Ven, dulce huésped del alma, /
descanso de nuestro esfuerzo, / tregua
en el duro trabajo, / brisa en las horas de fuego, / gozo que enjuga las lágrimas / y reconforta en los
duelos. / Entra hasta el fondo del alma,
/ divina luz, y enriquécenos. / Mira el vacío del hombre, / si Tú le faltas
por dentro; / mira el poder del pecado,
/ cuando no envías tu aliento. / Riega la tierra en sequía, / sana el corazón enfermo, / lava
las manchas, / infunde calor de vida en
el hielo, / doma el espíritu indómito, / guía al que tuerce el sendero.
/ Reparte tus siete dones, / según la fe
de tus siervos; / por tu bondad y tu gracia, / dale al esfuerzo su mérito; / salva al que busca
salvarse / y danos tu gozo eterno. Amén.”
Los dones que los Padres de la
Iglesia han explicado a partir de las palabras de Isaías que Jesús leyó en la
sinagoga son: inteligencia que nos descubre con mayor claridad las
riquezas de la fe; ciencia que nos lleva a juzgar con rectitud de
las cosas creadas y a mantener nuestro corazón en Dios y en lo creado en la
medida en que nos lleve a Él; sabiduría que nos hace comprender la
maravilla insondable de Dios y nos impulsa a buscarle sobre todas las cosas y
en medio de nuestro trabajo y de nuestras obligaciones; el consejo nos
señala los caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria,
nos anima a seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el
bien de los demás; la piedad nos mueve a tratar a Dios con la
confianza con la que un hijo trata a su Padre; fortaleza que nos
alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda
encontramos en nuestro caminar hacia Dios; y temor que nos induce a
huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo mal, a
temer radicalmente separarnos de Aquel a quien amamos y constituye nuestra
razón de ser y de vivir.
2. Los Hechos de los Apóstoles cuentan que “todos los discípulos estaban juntos el
día de Pentecostés”, el día de la fiesta judía de la siega. Los
judíos celebraban esta fiesta para dar
gracias por las cosechas, 50 días después de la pascua, y esto significa Pentecostés. Luego, el sentido de
la celebración cambió por el dar gracias por la Ley (la Antigua Alianza):
cuando subió al Monte Sinaí y recibió las tablas de la Ley y le enseñó al pueblo de Israel lo que
Dios quería de ellos: vivir según sus
mandamientos, y Dios se comprometió a estar con ellos siempre. La gente
venía de muchos lugares al Templo de
Jerusalén, a celebrar la fiesta de Pentecostés. A los 50 días de que Jesús, grano de trigo caído en
tierra, muriera y fuera sepultado, ha
dado mucho fruto y este fruto es el Espíritu Santo: “De repente un ruido del cielo, como de un fuerte viento, resonó en toda la
casa donde se encontraban”. Queremos
tratarte, Espíritu Santo, pues eres mucho más que la zarza ardiente de Moisés, o la columna de fuego en el desierto
o la tempestad que mostraba la cercanía
de Dios. Queremos aprender a tratarte, y contemplar hoy como fuego, así como en el Sinaí te manifestaste, y como los
Apóstoles “vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían,
posándose encima de cada uno”.
Pentecostés es lo contrario de lo que pasó en Babel, donde los hombres
que intentaron escalar el cielo
terminaron sin entenderse los unos a los otros. ¡Ayúdanos, Santo Espíritu,
porque los hombres sólo podemos entendernos entre sí cuando cada uno nos abrimos a tu gracia y no
cuando luchamos para alzarnos sobre las
nubes!
El otro día un niño me preguntó: así como para recibir la comunión tenemos
la comunión espiritual, para recibir al
Espíritu Santo, ¿qué podemos rezar? Le invité a leer el Salmo de hoy: “Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra: Bendice, alma mía, al Señor. / ¡Dios mío, qué grande
eres! / Cuántas son tus obras, Señor; /
la tierra está llena de tus criaturas. / Les retiras el aliento, y
expiran, / y vuelven a ser polvo; /
envías tu aliento y los creas, / y repueblas la faz de la tierra”.
Llénanos de tu amor, oh Espíritu Santo,
para que tengamos el don de lenguas, para poder
llegar al corazón de las personas a las que tratamos. ¡Ven, oh Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en
ellos el fuego de tu amor. Envía tu
Espíritu y serán recreadas todas las cosas, para llenar de tu amor la
faz de la tierra!(oración litúrgica).
La vida parece débil como un soplo, como el amor que depende de la voluntad
del amante al que se pregunta: “me
quieres, sí o no?” Pero estas cosas importantes
de la vida no son tan débiles cuando el protagonista es el Espíritu
Santo, fuerza de Dios, el Amor en
persona, que nos une a Cristo como a su cuerpo que es su familia (Iglesia). Jesús nos dijo: “morará con vosotros y estará dentro de
vosotros”. Así lo explicaba S.
Pablo: El amor de Dios se ha difundido
en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que se nos ha dado. Vamos a rezar con san Josemaría rezaba:
"Ven ¡oh Santo Espíritu!: ilumina
mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las
insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir,
diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el
mañana me falte. / ¡Oh, Espíritu de verdad y
de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y
de paz!: quiero lo que quieras, quiero
porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras…”
De joven preguntó a un sacerdote: -¿cómo hacer para aprender a
tratar al Espíritu Santo? Y este le
contestó: -no hables, escúchalo dentro de ti. Y así fue sintiendo ese Amor dentro. Santo Espíritu,
ayúdame a saber tratarte más, ser tu
amigo, facilitarte el trabajo dentro de mí, de pulir, de arrancar, de
encender...: “Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y
escuchar tus lecciones, y encenderme, y
seguirte y amarte"… “quémame con el fuego de tu Espíritu!”, ayúdame a “que cuanto antes
empiece de nuevo mi pobre alma el
vuelo..., y que no deje de volar” hasta descansar en Ti. Que presidas y
des tono sobrenatural a todas mis
“acciones, palabras, pensamientos y afanes"... Que no olvide que soy “templo de Dios”, que estás en
el centro de mi alma: que te oiga y
atienda dócilmente tus inspiraciones: “Ven, Espíritu Santo, a morar en
mi alma!”, como dice S. Pablo: somos
templos del Espíritu Santo. "¿No
sabéis que sois templo de Dios y que el
Espíritu Santo habita en vosotros?". Pero para oírle hemos de silenciar nuestro "bullicio
interior" y mantener un diálogo con el Señor. Escuchar, porque Dios habla bajito, sugiere, invita,
nunca coacciona. Santo Espíritu, que sepa
decir que sí a tus mociones, para crecer en la vida de la gracia, corresponder
a tu Amor. Que no diga nunca que no, que
no me enfríe, que me comporte como buen
hijo de Dios.
3. Nos habla san Pablo de la acción del Espíritu Santo, que es causa de
todo lo bueno que tenemos. Tenemos un solo Espíritu..., un solo Señor..., un
solo Dios. Dios está en nosotros como el alma en nuestro cuerpo, y nos da vida
junto a lo más íntimo de nuestro yo. Todos somos un solo cuerpo en Cristo, la
Iglesia se compone de miembros de un cuerpo, cada uno, enriquecidos con el don
del Espíritu por el que podemos llamar a Dios Padre, y a Jesús el Señor.
El mismo Espíritu Santo nos da los "carismas" o gracias que recibimos
cada uno para edificar la comunidad.
Hemos visto estos días cómo Jesús envió su Espíritu, y esta venida solemne
que celebramos hoy “no fue un hecho aislado. Apenas hay una página de los
Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la
que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad
cristiana”, decía san Josemaría, que concretaba el trato con el divino Espíritu
en tres palabras: docilidad a sus
divinas inspiraciones, para eso vivir una vida
de oración, unión con Jesús en la
Cruz para participar del don de su Espíritu.
Jesús, que por tu Espíritu te sienta dentro de mí, guíame, como cuando un niño aprende a ir en bici y
necesita que le guíen. Tu fuerza, divino Espíritu, es como un GPS que no sólo
nos ayuda a llegar a destino, sino que también nos da la fuerza para llegar. Te
pedimos, Virgen María, Madre mía, así como sobre ti descendió el Espíritu Santo en la concepción
de Jesús, ayúdame para que también yo
sepa acoger hoy, en esta fiesta, al Espíritu Santo, como lo acogiste tú en ese
día que nació la Iglesia, ahí en el Cenáculo,
donde Jesús se nos dio en la Eucaristía. Virgen Santísima, si tú guías mi bicicleta, aunque pase por un sitio
difícil contigo no caeré porque contigo
voy seguro. Tú eres mi esperanza, y con esta confianza tengo paz… Los apóstoles
reunidos contigo recibieron al Espíritu, te pido que sepa yo también
seguir sus inspiraciones para llevar el amor de Dios a este mundo tan necesitado de la ternura de Dios.
Llucià Pou Sabaté
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