Solemnidad de la Santísima Trinidad
(C)
Dios vive en nosotros,
con nosotros: Jesús enviado por el Padre nos deja su Espíritu Santo y así las
Tres divinas Personas viven en nuestra alma de hijos de Dios y podemos gozar ya
del cielo en la esperanza
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga
él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no
hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha
de venir. El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a
vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo
mío y os lo anunciará a vosotros” (Juan 16,12–15).
1. Jesús nos revela la Santísima
Trinidad: -“Muchas cosas me quedan por
deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora: cuando venga él, el
Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena”. Jesús se despide abriendo su corazón,
dando a conocer los misterios de su divinidad, aunque les dice que más tarde
entenderán bien lo que ahora no llegan… de hecho el mismo Evangelio de san Juan
es como un esquema ya desarrollado por la primitiva Iglesia, donde algunas
palabras de Jesús se van desarrollando en la fe que va ilustrando el mismo
Espíritu.
“El
Espíritu Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará
lo que está por venir. El me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá
comunicando”. Esa
profundización en el conocimiento de la persona, del mensaje y de la obra del
Maestro será posible únicamente bajo el influjo del Espíritu Santo. Fruto de
esa comprensión interior son las cartas de Pablo, las demás Epístolas y el
mismo Evangelio según San Juan. Jesús es la misma Verdad o Palabra de Dios. Y
el Espíritu Santo es el espíritu de Cristo, el que Cristo envía desde el Padre;
por lo tanto, el Espíritu de la Verdad. De ahí que esta Verdad sólo pueden
comprenderla plenamente los que reciben su Espíritu. El Espíritu no enseñará
nuevas verdades, sino que conducirá al pleno conocimiento de la Verdad. Será un
Espíritu para recordar lo que el Padre reveló de una vez por todas en Cristo,
que es su Palabra; será también un Espíritu para anunciar lo que aún está por
ver, la manifestación de Jesús cuando vuelva sobre las nubes del cielo. Lo
mismo que Jesús glorificó al Padre dando a conocer a los hombres lo que él
había recibido del Padre, así el Espíritu glorificará a Cristo conduciendo a
los hombres al pleno conocimiento de la Verdad y comunicándoles lo que él
recibe de Cristo (“Eucaristía 1974”).
“-¡Dios es mi Padre! -Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora
consideración. / “-¡Jesús es mi Amigo
entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su
Corazón. / “-¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de
todo mi camino. / “Piénsalo bien. -Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo…
”Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 41,
2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de
agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro
venero de frescas linfas que saltan
hasta la vida eterna (cf Jn 4,14).
Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento
se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con
cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios,
a todas horas” (J. Escrivá).
Así, los santos van entrando en ese mundo que es tan interno a nosotros
y al mismo tiempo tan por encima. “Tú, Trinidad eterna, eres mar profundo, en
el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro, más te busco”
(Santa Catalina de Siena).
“Todo
lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo
anunciará”. San Agustín quería penetrar en ese misterio, el más
grande de nuestra vida, penetrar en la verdad que nos habla Jesús, que es ir de
Jesús a la Trinidad, y rezaba: “por compasión, te pido que me digas, Señor, mi
Dios, ¿quién eres tú para mí? Dile a mi alma: ‘yo soy tu salvación’. Dímelo,
deseo escucharlo, abre los oídos de mi corazón… yo quiero alcanzarte. No me
ocultes tu rostro: que muera o no muera, poco me importa; quiero verte”.
2. La Sabiduría de Dios que se nos
muestra hoy es Jesús, el Verbo, y también se aplica a la Virgen pues Jesús nos
llegó por ella: “Esto dice la Sabiduría
de Dios: El
Señor me estableció al principio de sus tareas, al
comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remotísimo fui formada, antes
de comenzar la tierra. Antes de los abismos fui engendrada, antes
de los manantiales de las aguas. Todavía no estaban aplomados los montes, antes
de las montañas fui engendrada”. La creación es obra de la generosidad y
sabiduría de Dios, de su vida que se desborda. Pero ya antes de ser creados Él
se complacía en nosotros y en todas las cosas, como los esposos que sueñan con
el hijo deseado. Y antes de todo, desde la eternidad, la Sabiduría jugaba en
presencia de Dios, y era su encanto cotidiano. Y del amor de Dios surgía un
gozo inexplicable que era el Espíritu. Dios es una comunidad de Espíritu.
“No
había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe.
Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la
faz del Abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes
abismales. Cuando ponía un límite al mar: y las aguas no traspasaban sus
mandatos; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él,
como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su
presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres”. Cristo será llamado por Pablo
"sabiduría de Dios". Echando imaginación y poniendo fantasía, estos
sabios bíblicos nos cantan las excelencias de la sabiduría como una hija de
Dios personificada. Es la primera en ser engendrada y acompaña a Dios en todas
sus obras. No sabían estos sabios hasta qué punto acertaban en sus imágenes
literarias. La Sabiduría de Dios llega a ser persona en el Hijo, engendrado
desde el principio. Diálogo gozoso con el Padre, colaborador en todas sus obras,
«su encanto cotidiano». Dios… es comunicación infinita y «juego» eterno. El
Padre y el Hijo juegan amorosamente, y esa relación, ese juego, ese encanto, es
el Espíritu. La creación es el desbordamiento de esta comunicación. Desde la
eternidad, Dios ya piensa en nosotros y juega con nosotros (Caritas).
“Señor,
dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Cuando
contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has
creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para
darle poder?” La Humanidad Santísima de Cristo es la maravilla de la
Creación. Con este salmo celebramos al Verbo Creador para concluir con una
visión de Cristo Resucitado, coronado de gloria y dignidad, segundo Adán. En la
Creación actúa ciertamente el amor, pero sobresale el poder. En la restauración
-segunda creación- brilla, por encima de todo, el amor.
Este salmo de alabanza a la
grandeza de Dios, se transforma a la larga en alabanza a la grandeza del
hombre. Proclamamos la grandeza de Dios en su Trinidad, que supera todas sus
obras, entre las que la más grande es la creación del hombre: “Lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus
manos. Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, y hasta las
bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por
el mar” (Salmo 8,4-9). Entre
todas las personas, Cristo aparece como enviado de Dios, hijo, la Segunda
Persona. No podemos entenderlo todo, pues si pensáramos que lo hemos
comprendido, nos habríamos hecho un ídolo, habríamos perdido a Dios.
Queremos por eso cantar su
grandeza: "A ti,
Señor, Padre nuestro, te aclaman cuantas criaturas reúne el plácido jardín del
Universo" (Himno en la fiesta de hoy). Como las madres convierten los
alimentos sólidos y sustanciosos en leche para que puedan aprovecharlos los
niños -de tal modo que si no fueran sustanciosos no servirían y si no fueran
asimilados en forma de leche, no podrían tomarlos-, así, el alimento solidísimo
de la Divinidad se hace para nosotros asimilable con imágenes que podemos
comprender (Félix Arocena).
3.
“Hermanos: Ya que hemos recibido la
justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor
Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que
estamos: y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los hijos de
Dios. ¡Estar en paz! Es un don del Espíritu Santo, es saberse salvado, no
por nuestros méritos, buscando una seguridad mágica por hacer determinadas
cosas: somos salvados en la esperanza, porque ésta, así como la fe, se apoya
solamente en la misericordia de Dios y en la fidelidad de sus promesas. Todo
esto no es el reino de “jauja”: conlleva muchas tribulaciones. Pero tampoco
somos masoquistas, nos gusta disfrutar de la vida, en Cristo y en el amor que
Dios nos tiene y del que nadie podrá separarnos. Así sigue san Pablo:
“Más aún, hasta
nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce
constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza
no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con
el Espíritu Santo que se nos ha dado”
(Rom 5,1-5).
Estamos
justificados, estamos salvados, estamos en paz con Dios, por Jesucristo. Con
vigor expresa S. Pablo esta realidad de gracia. Hay que repetir constantemente:
Gloria a Dios. Pero aún no vivimos
en la gloria. Es el tiempo de la esperanza. Vivimos en «la esperanza de la gloria de los hijos de Dios». Y esta esperanza
es inquebrantable. Incluso se crece en los trabajos, en los fracasos, en los
sufrimientos y en las tribulaciones. Y la razón última es que tenemos una
fuerza secreta y una garantía infalible: son las arras del Espíritu, «Amor de Dios derramado en nuestros
corazones». ¡Admirable revelación! (Caritas). Dice S. Agustín: “¿De dónde,
¡oh mendigo!, te llegó ese amor de Dios derramado en tu corazón? ¿Cómo ha
podido ser derramado en el corazón del hombre ese amor divino? Dice el Apóstol: Tenemos
este tesoro en vasos de barro. ¿A qué fin
en vasos de barro? Para que resalte la fuerza de
Dios (2
Cor 4,7). Por último, habiendo dicho: El amor de Dios se ha derramado en
nuestros corazones, y, al objeto
de que nadie se atribuya a sí mismo el amar a Dios, añadió: Por el Espíritu
Santo que nos ha sido dado (Rom 5,5).
Por tanto, para que tú ames a Dios, es necesario que Dios more en ti, que su
amor te venga de él y de ti vuelva a él; es decir, que él sea quien te mueva a
amarle, te encienda, te ilumine y te excite a su amor. Tenemos una lucha en
nuestro mismo cuerpo. Nuestra vida es un combate, y el combate un peligro. Y
nosotros no podemos vencer sino por merced de quien nos ama... Examina
primero si ya sabes amarte a ti mismo; luego te dejaré amar al prójimo como a
ti mismo. Pero si aún no sabes amarte a ti mismo, temo que engañes al prójimo
como te engañas a ti mismo. Si amas la maldad, no te amas a ti. "Testigo
es el salmo: Quien ama la maldad aborrece a su alma (Sal
10,6). Y si aborreces a tu alma, ¿qué te aprovecha el amar a tu carne?
Aborreciendo a tu alma y amando a tu carne, resucitará tu carne, mas para
tormento de ambos. Por tanto, lo primero ha de ser amar al alma y someterla a
Dios, para que haya orden de servicio: sirva el alma a Dios y la carne al alma.
¿Quieres que tu carne obedezca a tu alma? Sirva tu alma a Dios. Para gobernar,
debes dejarte gobernar, porque esta lucha es tan peligrosa, que, si deja las
riendas quien debe gobernar, la derrota es segura” (Sermón 128,4-5).
Es una lección de antropología: emociones sujetas a la mente, que dentro de la
persona se abre a un dejar hacer a Dios, que nos guía.
Llucià
Pou Sabaté
No hay comentarios:
Publicar un comentario