Tiempo ordinario, I semana,
lunes: Jesús
llama a la conversión y a seguirle
“Después que Juan fue entregado,
marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: «El tiempo se ha
cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva».
Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón,
largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: «Venid
conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres». Al instante, dejando
las redes, le siguieron. Caminando un poco más adelante, vio a Santiago, el de
Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca arreglando las redes;
y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con
los jornaleros, se fueron tras Él”
(Marcos 1,14-20).
1. Hoy
comienza el “tiempo ordinario” que abarca 34 semanas, ocupa el año litúrgico
cuando no es tiempo de Adviento, Navidad, Cuaresma o Pascua. Fue la primera
manera de organizar las misas que tuvo la Iglesia desde el comienzo.
Señor,
lo primero que nos dices es: «Convertíos
y creed en la Buena Nueva». Convertirse, ¿a qué?; mejor sería decir, ¿a
quién? ¡A Cristo! Pues solo él es digno de una entrega total, como la que hizo
por nosotros en Navidad al encarnarse. Y nuestra felicidad está en corresponder
a ese amor. Así lo expresó: «El que ama
a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37).
Convertirse
significa acoger agradecidos el don de la fe y hacerlo operativo por la
caridad.
Convertirse
quiere decir reconocer a Cristo como único señor y rey de nuestros corazones,
de los que puede disponer.
Convertirse
implica descubrir a Cristo en todos los acontecimientos de la historia humana,
también de la nuestra personal, a sabiendas de que Él es el origen, el centro y
el fin de toda la historia, y que por Él todo ha sido redimido y en Él alcanza
su plenitud.
Convertirse
supone vivir de esperanza, porque Él ha vencido el pecado, al maligno y la
muerte, y la Eucaristía
es la garantía.
Convertirse
comporta amar a Nuestro Señor por encima de todo aquí en la tierra, con todo
nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas.
Convertirse
presupone entregarle nuestro entendimiento y nuestra voluntad, de tal manera
que nuestro comportamiento haga realidad el lema episcopal de Juan Pablo II, Totus tuus, es decir, Todo tuyo, Dios mío; y todo es: tiempo,
cualidades, bienes, ilusiones, proyectos, salud, familia, trabajo, descanso,
todo.
Convertirse
requiere, entonces, amar la voluntad de Dios en Cristo por encima de todo y
gozar, agradecidos, de todo lo que acontece de parte de Dios, incluso
contradicciones, humillaciones, enfermedades, y descubrirlas como tesoros que
nos permiten manifestar más plenamente nuestro amor a Dios: ¡si Tú lo quieres
así, yo también lo quiero!
Convertirse
pide, así, como los apóstoles Simón, Andrés, Jaime y Juan, dejar «inmediatamente las redes» e irse con
Él, una vez oída su voz. Convertirse es que Cristo lo sea todo en nosotros
(Joan Costa).
Caridad,
oración y ayuno, son las armas espirituales para combatir el mal, que se nos recuerdan
en Cuaresma, pero quiere la
Iglesia proponernos ya en la primera semana del tiempo
ordinario este Evangelio de llamada a la conversión, para que empecemos con
buen pie. Es fácil de intuir que hay algo dentro de nosotros que lo necesita, y
nos anima a creer siguiendo la revelación. El pecado existe, es un mal: ofensa
a Dios y destrucción de la vocación del hombre. ¿Es capaz de hacer daño a Dios
lo que nosotros hacemos de malo? Parece que no, porque Dios es omnipotente,
pero ama, y la gloria de Dios es la felicidad del hombre, y Dios “sufre” cuando
nos hacemos daño, cuando estamos tristes porque le hemos abandonado, es
vulnerable. Estamos hechos para el amor de Dios, y no encontramos la plenitud
fuera del amor, que es caer en el pecado, que es egoísmo. El pecado es ofensa a
Dios, nos desvía de Él y por tanto nos “pierde”, maltrata nuestra dignidad y
perturba la convivencia.
Después
de alzar el puño contra Dios con la soberbia del primer pecado de Adán, la
rebelión contra Dios, el segundo pecado del mundo es Caín que mata a Abel:
cuando no hay padre, los hermanos se matan (Catecismo, 1849-1850). Pero después
del primer pecado (Gen 3, 15) Dios promete la salvación. Más tarde, el Señor
suscita en Abraham un paso más en su plan redentor, luego la liberación de la
esclavitud de Egipto, elección de Israel y alianzas, cuidado amoroso y envío de
los Patriarcas y Profetas, hasta Jesús, pues el hombre no puede salvarse solo,
y la situación de pecado personal genera el pecado social con sus estructuras
de pecado como vemos en la historia.
La
llamada primera es a la conversión. La santidad no es una cuestión mágica, sin
implicarnos en el amor y correspondencia, como dándole a un botón, mirar hacia
oriente y decir una formulita… Jesús nos dice que ha venido a salvar a los
pecadores, y que prefiere un corazón contrito y humillado. Esto significa
reconocer nuestra situación de pecado, y dejarnos conquistar por el divino
alfarero que para hacer su obra maestra necesita que seamos dúctiles, que nos
dejemos transformar, convertir. Y para esto, necesitamos oración: «En la
oración tiene lugar la conversión del alma hacia Dios, y la purificación del
corazón» (San Agustín). Te pido, Señor, ir descubriendo las cosas que he de
mejorar en el campo de mi alma: defectos que arrancar, virtudes que sembrar… Jesús, en la oración te has metido en
mi vida casi sin darme cuenta, desde el bautismo (que ayer hemos recordado).
Ahora quiero verte en la oración, y así sentir cómo me invitas a seguirte:
-“Caminando a orillas del mar de Galilea vio
a Simón y a su hermano Andrés”... se irá formando el grupo de los que
siguen a Jesús.
-“Venid... Seguidme... Yo os haré pescadores
de hombres. Es la segunda llamada de Jesús a los discípulos (la primera, la
leímos la semana pasada, cuando estaban con Juan Bautista Juan y Andrés, que
luego irán a buscar a sus respectivos hermanos), esta es quizá más personal,
para ser de los discípulos que le siguen más de cerca. Habrá también una
tercera, la llamada a los que formarán el colegio apostólico. Toda la vida es una
continua llamada, donde hay momentos especiales, más relevantes.
-«Lo dejaron todo y le siguieron». Jesús,
no eres un maestro que enseña sentado en su cátedra y manda a la gente a
misiones. Vas por delante. Tus discípulos son los que te siguen, los que
caminan contigo. Es más importante la persona que la doctrina o moral. Ser
cristiano no es seguir una doctrina principalmente, sino seguirte, Jesús.
2.
La Epístola a los Hebreos, que leeremos durante cuatro semanas, fue antes
atribuida a san Pablo. Hoy los exegetas, como los Padres de la Iglesia latina primitiva,
piensan que lo escribió uno de sus discípulos. Y que más que una «carta» es un
«sermón», quizá Pablo lo acogió como suyo y le añade su autoridad mediante una
salutación personal (Hebreos 13,22) al enviarlo a las iglesias.
Tiene
una gran densidad humana y teológica. Destinada sin duda a judíos conversos, es
necesario conocer los ritos de sacrificio de animales para entender la interpretación
simbólica de la Biblia que se hace.
-“Muchas veces y de diversas formas habló
Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. Pero en estos
últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo”. Un Dios que no cesa
de "hablar", un Dios que se «comunica» con los hombres, ¡tal es
nuestro Dios! Vemos que el Antiguo Testamento anuncia y prefigura a Cristo.
Jesús es la palabra última de Dios, su Palabra definitiva.
-“El Hijo a quien instituyó heredero de todo
y por quien creó los mundos”, como dice el prólogo de san Juan: «todo fue hecho por El, y sin él nada se
hizo» (Juan 1, 3). Qué pena, cuando han querido despojar a Jesús de su
divinidad… ¡nuestra fe es que Jesús es Dios y hombre!
-“Reflejo esplendente de la Gloria del Padre,
impronta perfecta de su ser”. El hijo de María, el muchacho carpintero de
Nazaret, el hombre sensible a los sufrimientos del pueblo sencillo, el amigo
fiel que llora la muerte de los que ama... ¡sí! Pero también el Hijo de Dios,
Luz de luz, Resplandor de la Gloria de Dios, impronta perfecta del Ser de Dios.
-“El Hijo que sostiene todo con su palabra
poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a
la diestra de la Majestad divina, en las alturas”. Las imágenes se acumulan
para afirmar la divinidad de Jesús:
a.
Como Dios, es Creador, y mantiene en la existencia a todas las cosas. En
efecto, la creación no está terminada. La palabra todopoderosa de Jesús está
terminando la humanidad.
b.
Es salvador y purificador, como sólo Dios puede ser. «¿Quién puede perdonar los
pecados?» (Mc 2, 7).
c.
Está asociado a la Gloria, a la Majestad. Con una superioridad sobre los
ángeles (Noel Quesson).
3.
El salmo responsorial nos invita a decir: «adorad
a Dios, todos sus ángeles», y a alegrarnos de la grandeza y del poder de
Dios sobre el cosmos y sobre la humanidad: “el Señor reina”. Vemos a Dios Creador de todo: “los cielos pregonan su justicia”.
Muchas veces, por desgracia, nos hemos creado falsos dioses y les hemos
entregado nuestro corazón. Así, hemos pensado que nuestra paz, nuestra
seguridad y nuestra plena realización se basarían en cosas pasajeras, o en
vernos protegidos por amuletos, o en la acumulación de bienes pasajeros. O verse
protegido por los poderosos de este mundo. Te pedimos, Señor y Rey nuestro, Jesús,
Dios encarnado, que sigamos tu Camino que nos conduzca al Padre, y a nuestra
plena realización en Él.
Llucià
Pou Sabaté
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