1.La Profecía de Sofonías (3,1-2.9-13) dice: «¡Ay de la ciudad rebelde, manchada y opresora! No obedeció ni escarmentó, no aceptaba la instrucción, no confiaba en el Señor, no se acercaba a su Dios. Entonces daré a los pueblos labios puros, para que invoquen todos el nombre del Señor, para que le sirvan unánimes. Desde más allá de los ríos de Etiopía, mis fieles dispersos me traerán ofrendas. Aquel día no te avergonzarás de las obras con que me ofendiste, porque arrancaré de tu interior tus soberbias bravatas, y no volverás a gloriarte sobre mi monte santo. Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor. El resto de Israel no cometerá maldades, ni dirá mentiras, ni se hallará en su boca una lengua embustera; pastarán y se tenderán sin sobresaltos.» Un siglo después de Isaías, y un poco antes de Jeremías, alza su voz el profeta Sofonías, recriminando al pueblo de Judá (el reino del Sur) y advirtiéndole que le pasará lo mismo que antes a Samaria (el reino del Norte): el castigo del destierro. Israel se cree una ciudad rica, poderosa, autosuficiente, y no acepta la voz de Dios. Aunque oficialmente es el pueblo de Dios, de hecho se rebela contra él y se fía sólo de sí misma. Se ha vuelto indiferente, increyente. Ya no cuenta con Dios en sus planes. El profeta les invita a convertirse, a cambiar el estilo de su vida, a abandonar las «soberbias bravatas», a volver a escuchar y alabar a Dios con labios puros, sin engaños: sin prometer una cosa y hacer otra, como va siendo su costumbre. Anuncia también que serán los pobres los que acojan esta invitación, y que Dios tiene planes de construir un nuevo pueblo a partir del «resto de Israel», el «pueblo pobre y humilde», sin maldad ni embustes, que no pondrá su confianza en sus propias fuerzas sino que tendrá la valentía de ponerla en Dios. Se repite la constante de la historia humana que cantará María en su Magnificat: Dios ensalza a los pobres y humildes, y derriba de sus seguridades a los que se creen ricos y poderosos.
2. Salmo (33,2-3.6-7.17-18.19.23). “Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias. Pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él”. Dios es siempre compasivo y misericordioso para con nosotros. Nuestra vida está en sus manos; esa es nuestra alegría y nuestra paz. Y hemos de esforzarnos en portarnos mejor y alabar a Dios, porque si con el corazón y los labios le damos gracias, nos vamos haciendo buenos.
3. El Evangelio (Mateo 21,28-32) recoge una parábola de Jesús, también de dos hijos, como la del pródigo: “Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’.’Y él respondió: ’No quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: ’Voy, Señor’, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» - «El primero» - le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en Él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en Él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en Él”. Lo importante no es decir “sí”, sino “obrar”. Hay un dicho: «obras son amores y no buenas razones». Jesús dirá: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial». Como escribió san Agustín, «existen dos voluntades. Tu voluntad debe ser corregida para identificarse con la voluntad de Dios; y no la de Dios torcida para acomodarse a la tuya». En lengua catalana decimos que un niño “creu” (“cree”), cuando obedece: ¡cree!, es decir, identificamos la obediencia con la fe, con la confianza en lo que nos dicen. Obediencia viene de “ob-audire”: escuchar con gran atención. En la oración procuramos no hacernos “sordos” a la voz del Amor. Cumplir la voluntad de Dios es ser santo; obedecer no es ser simplemente una marioneta en manos de otro, sino interiorizar lo que hay que cumplir: y así hacerlo porque “me da la gana”. Nuestra Madre la Virgen, maestra en la “obediencia de la fe”, nos enseñará el modo de aprender a obedecer la voluntad del Padre. La lectura y meditación del Evangelio nos facilitarán contemplar a Jesús Niño en la gruta de Belén, rodeado de María y José. Aprenderemos grandes lecciones de desprendimiento, de humildad y de preocupación por los demás. El Santo Evangelio nos ayudará a hacer de nuestra vida un reflejo de la vida de Jesús. Llucià Pou Sabaté
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