Viernes de la semana 6 de tiempo ordinario; año impar
«Toda la tierra hablaba una sola lengua» pero se desbarató, con el afán de éxito y poder. Y Jesús nos dice que hemos de subir al cielo con la escalera de la Cruz, de su mano, a la resurrección
«Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida? O, ¿qué dará el hombre a cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles» (Marcos 8, 34-38).
1. Marcos nos dice que Jesús, llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Seguir a Cristo comporta consecuencias. Por ejemplo, tomar la cruz e ir tras él. Después de la reprimenda que Jesús tuvo que dirigir a Pedro, como leíamos ayer, porque no entendía el dolor y el sacrificio, hoy anuncia Jesús con claridad, para que nadie se lleve a engaño, que el que quiera seguirle tiene que negarse a sí mismo y tomar la cruz.
¿Qué es negarme a mí mismo?; ¿negarme qué? Negar todo aquello que signifique buscar mi comodidad, mi gusto, mi afirmación por encima de todo. Negarse, perder la vida, parecen términos negativos. Parece que es fastidiarse continuamente, fiado en que, al final, obtendré el Cielo. Pero no es así. Señor, veo que negarme a mí es afirmar que Tú eres Dios, que Tú sabes mejor que yo lo que me hace feliz. Negarme es el camino de la verdadera alegría. Pero hay que probarlo de verdad: es decir; he de intentar que mi regla de conducta sea: Señor, ¿Tú lo quieres? Entonces yo también lo quiero.
Negarme a mí mismo es aprender a contar con los demás: con las necesidades de los demás, con lo que le gusta a los demás; es desaparecer de todo lo que sea recibir honores y enhorabuenas; es servir silenciosamente a los que me rodean. La vida ordinaria ofrece muchas ocasiones de renunciar a uno mismo y tomar con alegría la cruz: el dolor de cabeza o de muelas; las extravagancias del marido o de la mujer; el quebrarse un brazo; aquel desprecio o gesto; el perderse los guantes, la sortija o el pañuelo; aquella tal cual incomodidad de recogerse temprano y madrugar para la oración o para ir a comulgar; aquella vergüenza que causa hacer en público ciertos actos de devoción; en suma, todas estas pequeñas molestias, sufridas y abrazadas con amor, son agradabilísimas a la divina Bondad, que por solo un vaso de agua ha prometido a sus fieles el mar inagotable de una bienaventuranza cumplida (Pablo Cardona).
Nos pides, Señor, «perder su vida» y no avergonzarnos de ti ante este mundo: “porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”. Jesús, ayúdame a ver que si entierro mi vida bajo tierra, si busco sólo tu gloria y no la mía, entonces viviré. Viviré una vida dichosísima aquí en la tierra, con una alegría que nadie me podrá arrebatar; y después, no te avergonzarás de mí cuando te pida entrar «en la gloria de tu Padre, acompañado de tus santos ángeles». Porque el Cielo está reservado para aquellos que han aprendido a amar, a darse y a ser felices en la tierra.
“Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” San Ignacio guiaba a san Francisco Javier con estas palabras. Hay que estar atentos para que no sea que por vivir preocupados por tener, acumular y enriquecernos, nos empobrezcamos en el ser, perdiendo así la capacidad dar y recibir la vida. Esta exigencia pide una fe a toda prueba, una fe que no se avergüence ni de Jesús ni de su Palabra. Seguir a Jesús y su proyecto del Reino se convierten en el único camino que conduce con certeza a la casa del padre. La escena del juicio nos presenta a un Hijo del Hombre identificado plenamente con Jesús, el Hijo de Dios, que participa totalmente de su gloria. Los otros actores en este juicio son los ángeles, que tienen como tarea reunir a los elegidos de Dios, que según el evangelio de hoy, son los que siguen a Jesús, por caminos de pasión y muerte, con la convicción que estamos apoyados por el Dios de la vida.
“Pues ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.» Es una opción radical la que pide el ser discípulos de Jesús. Creer en él es algo más que saber cosas o responder a las preguntas del catecismo o de la teología. Es seguirle existencialmente. Jesús no nos promete éxitos ni seguridades. Nos advierte que su Reino exigirá un estilo de vida difícil, con renuncias, con cruz. Igual que él no busca el prestigio social o las riquezas o el propio gusto, sino la solidaridad con la humanidad para salvarla, lo que le llevará a la cruz, del mismo modo tendrán que programar su vida los que le sigan. Si uno intenta seguir a Jesús con cálculos humanos y comerciales se llevará un desengaño. Porque los valores que nos ofrece Jesús son como el tesoro escondido, por el que vale la pena venderlo todo para adquirirlo. Pero es un tesoro que no es de este mundo. Las actitudes que nos anuncia Jesús como verdaderamente sabias y productivas a la larga son más bien paradójicas: «que se niegue a sí mismo... que cargue con su cruz... que pierda su vida». ¡Paradoja del evangelio! Quien "gana" pierde. Quien "pierde" gana. Verdaderamente lo que hay aquí es la cruz para Jesús. Y lo evocado es la persecución para los cristianos. "Perder su vida"… no es una vida fácil. "Salvar su vida". Quiero confiar en ti y creer en tu palabra, Señor. Mis renuncias, mis opciones, mis fidelidades, y mis cobardías... comprometen mi vida eterna: esto es algo muy grande, muy serio, algo que vale la pena. Les decía también: «Yo os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el Reino de Dios.ᄏ”
2. La página de la torre de Babel, como todas las páginas de los once primeros capítulos del Génesis en sentido estricto no es historia. Pero ¡qué sorprendente página profética! ¡Qué profunda visión de la humanidad! a nivel de símbolos, naturalmente: “Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Al desplazarse la humanidad desde oriente, hallaron una vega en el país de Senaar y allí se establecieron. Entonces se dijeron el uno al otro: «Ea, vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego.» Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Después dijeron: «Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra.» Hoy queremos fabricar obras que lleguen hasta el cielo, jugamos a ser dioses, Babel es hoy...
Aparecen con esa ansia de poder los problemas de comunicación, que en una concepción antigua se ven como castigo divino: “Bajó Yahveh a ver la ciudad y la torre que habían edificado los humanos (…) confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo.» Y desde aquel punto los desperdigó Yahveh por toda la haz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel; porque allí embrolló Yahveh el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahveh por toda la haz de la tierra”. Vemos hoy esta falta de comunicación entre esposos, entre colegas, ciertos silencios que comienzan y duran, con signo de que no se tiene ya nada que decir, que para nada serviría hablarse, que se es incapaz de comprender... como si se viviera en dos universos diferentes. Entre miembros de una misma Iglesia, la corriente fraterna no circula... como si se perteneciera a Iglesias diferentes. ¿De dónde procede ese trágico mal entendido?
¡El orgullo es la causa de las incomunicabilidades entre nosotros! Conquistar el cielo. Con otra forma, se trata del mito de Prometeo. Es siempre el mismo sueño de «hacerse dios», de «prescindir de Dios». ¿Cuáles son mis formas personales de orgullo que bloquean la comunicación con mis semejantes?, ¿que suscitan su agresividad consciente o inconsciente?
El fenómeno inverso se llamará «Pentecostés»: aquél en que hombres de todo país y de toda lengua pasarán a ser capaces de entenderse. Se llamará "Iglesia", -Ecclesia, en griego, significa «asamblea»- el lugar en el cual hombres muy diferentes y muy diversos, movidos por el mismo Espíritu, llegarán a crear entre ellos una «comunión» real. Cuando la Iglesia insiste sobre el «pluralismo», que desea ver aumentar entre los cristianos, afirma una condición esencial de la supervivencia de la humanidad: la unidad verdadera no se logra por uniformidad o coerción, sino por unanimidad, en el respeto a las diferencias y a las variadas riquezas de cada uno sin pretender nivelarlas todas (Noel Quesson).
3. Siempre ha despertado curiosidad el fenómeno de que en el mundo se hablen lenguas tan numerosas. «Babel» significa «confusión». Como decimos en el salmo, «el Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos». A los orgullosos los confunde el Señor. A los humildes los ensalza. Siempre es el pecado el que, según la Biblia, trastorna los equilibrios y las armonías: Adán y Eva, Caín y Abel, corrupción y diluvio. El pecado más común, entonces y ahora, es el orgullo y el egoísmo. Es este pecado el que hace imposible la comunicación y nos aísla a unos de otros, a un pueblo de otro pueblo. El orgullo y la intolerancia levantan torres, y muros también entre los de una misma lengua. La humildad, por el contrario, y la fraternidad, nos hacen construir puentes, no torres ni muros, y tender la mano a todos. También para corregir, como el último canon del Código de Derecho Canónico dice que se hará «teniendo en cuenta la salvación de las almas, que ha de ser siempre la ley suprema de la Iglesia» (n. 1752). San Agustín tiene la famosa lección: «Animam salvasti tuam predestinasti», que el adagio popular ha traducido así: «Quien la salvación de un alma procura, ya tiene la suya segura». Sabiendo que “a veces, perder es ganar”. En Pentecostés, con María, hay comunicación perfecta.
Llucià Pou Sabaté
Los siete santos Fundadores de la Orden de los Siervos de la Virgen María
LOS SIETE FUNDADORES SERVITAS
(Alejo de Falconieri, Bonfiglio, Bonajunta, Amideo, Sosteneo, Lotoringo, Ugocio)
(Alejo de Falconieri, Bonfiglio, Bonajunta, Amideo, Sosteneo, Lotoringo, Ugocio)
Se ha hablado alguna vez de "constelaciones de santos". En efecto; en el cielo de la Iglesia, como en el cielo astronómico, los astros no se suelen presentar aislados, sino formando parte de "constelaciones": grupos de santos que se influyen entre sí, se prestan mutuamente sus luces, se ayudan y se estimulan. Sin embargo, aunque esto sea verdad, no es menos cierto que cada uno de esos santos es luego, salvo el caso de los mártires, objeto de un culto individual, al que han precedido una beatificación y una canonización también individuales. Hay, sin embargo, una excepción: el caso singularísimo de los siete fundadores servitas cuya fiesta celebra la Iglesia el 12 de febrero. Este grupo de siete almas, llegó a fundirse en el único ideal de "servir" a su Señora, y servirla de manera tan perfecta que las notas personales apenas tuvieran un valor relativo. Después de su muerte, su memoria y su culto fueron y siguen siendo algo esencialmente colectivo, y así sus nombres son prácticamente desconocidos, porque siempre se habla de ellos bajo la apelación de los siete fundadores servitas".
Por eso, cuando las más antiguas crónicas tratan de la vida de fray Alejo de Florencia, el último en morir, y el que por estas circunstancias pudo ofrecer a los biógrafos alguna mayor ocasión de ser considerado individualmente, esos mismos biógrafos se apresuran a asegurarnos que la santidad de él mostraba la de sus seis compañeros. Oigámosles:
"Hubo siete hombres de tanta perfección, que Nuestra Señora estimó cosa digna dar origen a su Orden por medio de ellos. No encontré que ninguno sobreviviera de ellos, cuando ingresé en la Orden, a excepción de uno que se llamaba fray Alejo... La vida de dicho fray Alejo, como yo mismo pude comprobar con mis ojos, era tal, que no sólo, conmovía con su ejemplo, sino que también demostraba la perfección de sus compañeros y su santidad."
Es éste el único caso que se da culto colectivo a varios santos confesores, y la misma liturgia, en el oficio divino y en la misa de este día, se ve forzada a modificar sus esquemas habituales para poder adaptarlos a una fiesta tan singular. Caso hermosísimo, que alienta a cuantos lo contemplamos a ir por el camino de la imitación. Llegar a la santidad, es muy hermoso, pero todavía sería más hermoso aún que lográsemos esa santidad dentro de un grupo, ayudándonos unos a otros, estimulándonos con nuestro buen ejemplo, siguiendo las huellas de este hermoso caso de santidad colectiva.
Nos encontramos en el siglo XIII. Y he aquí que entonces va a producirse un fenómeno que ya antes se había producido muchas veces en la Iglesia, que hemos visto repetirse ante nuestros propios ojos en los días que vivimos, y que, sin duda, ha de continuar produciéndose también hasta el fin de los siglos. La fundación de una Orden o Congregación religiosa sin que, quienes intervienen en ella, tuvieran al principio la más remota idea de emprenderla.
No sabemos si fueron estos siete jóvenes nobles de Florencia quienes, por sus relaciones comerciales, trajeron a la ciudad toscana la idea de aquella nueva cofradía. Acaso estuviera ya fundada y llevase unos años funcionando. Poco importa para nuestro intento. Lo cierto es que en Florencia, al comienzo del siglo XIII, encontramos una hermandad, llamada oficialmente sociedad de Santa María, pero más conocida por su nombre vulgar de los laudesi, o alabadores de la Santísima Virgen, a la que pertenecían siete mercaderes de las mejores familias de Toscana. Las crónicas nos han conservado su nombre: Bonfilio Monaldi, Bonayunto Manetti, Manetto de l´Antella, Amidio Amidei, Ugoccio Ugoccioni, Sostenio de Sostegni y Alejo Falconieri. Tengamos, sin embargo, en cuenta que algunos de ellos cambiaron su nombre al hacer la profesión religiosa. Los siete formaban parte de lo que hoy llamaríamos la junta directiva, es decir, el elemento más vivo y entusiasta de la cofradía. No sabemos la fecha de su nacimiento, pero ciertamente eran todavía jóvenes cuando, en 1233, comenzaron los acontecimientos que vamos a narrar.
Fue el día 15 de agosto, ese día que, además de estar consagrado a la Asunción de la Santísima Virgen, ha sido también señalado para tantos y tantos acontecimientos importantes de la historia eclesiástica. Los siete gentileshombres florentinos sintieron aquel día una común inspiración. Oigamos, una vez más, al cronista clásico: "Teniendo su propia imperfección, pensaron rectamente ponerse a sí mismos y a sus propios corazones, con toda devoción, a los pies de la Reina del cielo, la gloriosísima Virgen María, a fin de que, como mediadora y abogada, les reconciliara y les recomendase a su Hijo, y supliendo con su plenísima caridad sus propias imperfecciones, impetrase misericordiosamente para ellos la fecundidad de los méritos. Por eso, para honor de Dios, poniéndose al servicio de la Virgen Madre, quisieron, desde entonces, ser llamados siervos de María."
Pidieron para eso la bendición de su obispo, que se la otorgó contento; se despidieron de sus familias, y el 8 de septiembre del mismo año 1233 se recogieron en una casita, Villa Camarzia, en un suburbio de Florencia, no lejos del convento de los franciscanos, y en las inmediaciones de la antigua iglesia de Santa Cruz. Sin embargo, la casita, que ni siquiera era propiedad de ellos, sino de otro miembro de la cofradía, resultó pronto excesivamente céntrica para sus deseos de oscuridad, olvido y renunciamiento. Pasaron a otra casa que la cofradía tenía en el Cafaggio, en la que transcurrió bien poco tiempo, y pronto se planteó la cuestión de encontrar una sede que en cierto modo pudiera llamarse definitiva.
Pero antes un milagro vino a señalar cuán grata era a Dios la empresa que habían acometido. Alrededor de la fiesta de Epifanía del siguiente año, 1234, iban de dos en dos recorriendo las calles de Florencia y solicitando humildemente la caridad por amor de Dios, cuando se oyó exclamar a los niños, incluso los que aún no hablaban, señalándoles con el dedo: "He ahí los servidores de la Virgen: dadles una limosna". Entre aquellos inocentes niños que sirvieron para proclamar el agrado de Dios sobre la nueva Orden estaba uno que todavía no había cumplido los cinco meses, y que con el tiempo habría de ser una de sus más preciadas joyas: San Felipe Benicio.
El milagro vino a agravar la situación: las gentes empezaron a fijarse más en aquel humilde grupo y se hizo también más urgente la necesidad de alejarse de la ciudad. Por eso recurrieron ellos al obispo de Florencia, que tan acogedor se había mostrado desde el primer momento. Él, con el generoso consentimiento del cabildo catedral, les ofreció una porción de terreno en el monte Senario. Y allí se instalaron el día de la Ascensión del año 1234.
Es aquí, en el monte Senario, donde se inicia propiamente la vida religiosa. Hasta entonces sólo había habido una especie de tentativa. En el monte Senario construyen una iglesia, edifican unos míseros eremitorios de madera, separados unos de otros, e inician observancia con todo rigor. Reciben la visita del cardenal de Chatillon, legado del papa Gregorio IX en la Toscana y la Lombardía, quien les anima a continuar su vida, si bien moderando sus excesivas austeridades.
Pero la mejor y más preciada confirmación la tuvieron el Viernes Santo de 1239: la Santísima Virgen se apareció para encargarles que llevaran un hábito negro, en memoria de la pasión de su Hijo, y para presentarles la regla de San Agustín. Después de esta aparición, ya no había lugar a dudas. Acudieron al obispo de Florencia para regularizar, por decirlo así, su situación canónica.
Y, en efecto, el obispo impuso a los siete el hábito que les había mostrado la Virgen, recibió sus votos y les dio las sagradas órdenes. Fue precisamente en esta ocasión cuando algunos de ellos cambiaron de nombre. Y fue también en esta ocasión cuando San Alejo Falconieri mostró sus deseos de no ser ordenado sacerdote, lo que consiguió, muriendo como hermano.
La obra estaba ya, en cierto modo, encauzada. Quienes sólo habían pensado en vivir con mayor entusiasmo los ideales de su piadosa confraternidad, encontraban ya ordenados sacerdotes, con unos votos emitidos y con una regla, la de San Agustín, recibida al par de la Santísima Virgen y de la autoridad eclesiástica. Faltaba, sin embargo, dar un último paso para que naciera una nueva Orden religiosa: la admisión de novicios. Hubo sus discusiones, y mientras unos se inclinaban a admitirlos, contando con el favor del obispo, siempre inclinado en este sentido, otros preferían mantener su vida en el cuadro de la primitiva sencillez.
El hecho es que en el huerto en el que trabajaban para huir del demonio de la ociosidad, se habían producido, en la noche que precedió al tercer domingo de Cuaresma del año 1239, un significativo milagro. Una viña, mientras todo el resto del terreno estaba endurecido por la helada, se cubrió de frutos sin haber tenido previamente flores, y extendió de manera maravillosa sus brazos fecundos. Ya no cabía duda: todos vieron en el prodigio una señal de la voluntad de Dios y un presagio de los futuros destinos de la naciente familia religiosa.
Y, en efecto, los novicios empezaron a llegar en gran número. El fervor se mantuvo y atrajo las simpatías de toda la región. No faltaron tampoco insignes aprobaciones. San Pedro de Verona visita el monte Senario y alienta a los servitas en su vida religiosa. Poco después, en 1249, el cardenal Capocci, legado del Papa en Toscana, aprueba la Orden y la coloca bajo la jurisdicción de la Santa Sede. Dos años más tarde, el 2 de octubre de 1251, el papa Inocencio IV nombra al cardenal Fiechi primer protector de los servitas. En 1255 un rescripto del papa Alejandro IV daba la aprobación definitiva a la Orden y la autorización para nombrar un superior general. Nuevas aprobaciones llegaron de los papas Urbano IV y Clemente IV.
¿Será necesario decir algo de cada uno? En realidad las vidas corren casi paralelas y resulta difícil separarlas. El más anciano de ellos, Bonfilio Monaldi, fue el primer superior que gobernó la comunidad durante los dieciséis primeros años de tentativas. En 1251 fue nombrado superior general de la Orden, de manera provisional. Cuando en 1225, Alejandro IV aprueba solemnemente la Orden, convocó un capítulo general y dimitió su cargo. Ya desde entonces sólo se dedicó a la oración y a la penitencia en el retiro. En 1262, volviendo de visitar los conventos de la Orden, acompañando a San Felipe Benicio, devolvió dulcemente su alma a Dios después de maitines, encontrándose en el oratorio.
Le había sucedido, como general de la Orden, primero en el sentido canónico, Juan Magnetti. Pero por poco tiempo. De los siete, fue éste el primero en volar a Dios el 31 de agosto de 1257. Con una muerte hermosísima: celebró la santa misa en presencia de sus hermanos, anunció su próximo fin, dio a conocer algunos detalles de la vida futura de la Orden que le habían sido revelados por Dios, Después, como era viernes, quiso, según era uso entre ellos, comentar la narración de la Pasión. Y al llegar a las palabras: "En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu", expiró.
También al tercero de los tres compañeros le correspondió gobernar toda la Orden. Elegido superior general en 1265, contribuyó extraordinariamente al desenvolvimiento de la Orden por su actividad y el resplandor de su virtud. Dos años después renunció a su oficio y consiguió que fuera elegido para sucederle San Felipe Benicio. A los pocos meses, el 20 de agosto de 1268, moría asistido por su propio sucesor.
Mucho más sencilla es la vida del cuarto, Amideo Amidei. Había nacido en 1204 en el seno de una familia dividida por violentas enemistades. Era de un candor tal, que su misma familia evitó siempre mezclarle para nada en aquellas animosidades. Su vida religiosa fue también sencilla, limpia, retirada, humilde. Fue elegido prior de Monte Senario y después, de Cafaggio. Pero no pudo decirse que tales dignidades llegasen a cambiar el humilde curso de su vida. El 18 de abril de 1266 entregaba su alma a Dios. Todo el convento se sintió envuelto por un perfume celestial, mientras una resplandeciente llama volaba desde su celda hasta el cielo.
Pero acaso sea todavía más encantadora la vida de otros dos de los siete compañeros: Ugoccio Ugoccioni y Sostenio de Sostegni. Eran amigos desde su misma juventud. Juntos entraron a formar parte del grupo. Juntos se santificaron en los largos años de preparación de la Orden. Cuando ésta empezó a extenderse, les fue, sin embargo, forzoso separarse. Sostegni fue elegido vicario general de Francia; Ugoccini, de Alemania. Los dos trabajaron con todas sus fuerzas en la difusión de la Orden en sus respectivas provincias. Ya ancianos, San Felipe Benicio les llamó a Viterbo para la celebración de un capítulo general que habría de reunirse en mayo de 1282. En Monte Senario, al que tantos y tan dulces recuerdos les ligaban, se encontraron los dos ancianos, y allí hablaron largamente de todas las cosas que habían ocurrido en los últimos cincuenta años, y de lo que habían hecho por la propagación de la Orden. Hablando estaban cuando se dejó oír una voz que decía: "Servidores de Dios y de María, no lloréis más la prolongación de vuestro destierro: vuestros trabajos tocan ya a su fin". En efecto, llegados al convento, el agotamiento y la fatiga les obligaron a acostarse. Y al mismo tiempo murieron, el 3 de mayo de 1282. San Felipe Benicio vio aquella noche dos lirios de una blancura deslumbrante que eran cortados en la tierra e inmediatamente presentados a la Virgen en el cielo. Comprendió que los dos ancianos habían dejado este mundo, y así se lo anunció a los religiosos que estaban con él en Viterbo.
Nos queda San Alejo Falconieri. Es el que más vivió, pues alcanzó los ciento diez años de edad. Nacido en Florencia en 1200, murió el 17 de febrero de 1310. Entró el más joven de todos en la Orden, rehusó siempre ser sacerdote y vivió con gran humildad, dedicado, como hermano lego, a recoger limosnas y a trabajar en las más humildes tareas. Fue el instrumento de que Dios se sirvió para la santificación de su sobrina, Santa Juliana Falconieri, y quien le animó a abrazar la vida religiosa. Su larga vida le hizo presenciar un episodio harto doloroso que se produjo en 1276... y su feliz solución.
En efecto, en ese año 1276 el papa Beato Inocencio V comunicó a la Orden de los servitas que la Iglesia la consideraba como extinguida, a causa del canon 223 del segundo concilio de Lyon. Habían desaparecido ya de la tierra cuatro de los siete fundadores. Otros dos de ellos estaban ausentes de Italia. La tempestad parecía amenazante y hubo momentos en que todo estuvo a punto de perderse. Hay quien dice que de hecho se hubiese perdido si no hubiera mediado la fortaleza y el ánimo de San Felipe Benicio.
Fue él quien levantó la bandera mariana y alegó que la Orden había sido aprobada repetidas veces por los Romanos Pontífices. Sólo San Alejo llegó a ver la victoria. San Felipe Benicio, y los otros dos fundadores supervivientes murieron antes de que el 11 de febrero de 1304 el papa Benedicto XI la confirmara de nuevo. Todavía había de vivir seis años gozando de la admirable expansión que tras esta confirmación tuvo la Orden.
En efecto, como si el triunfo después de tan deshecha tempestad hubiera sido la señal que se esperaba para lanzarse por todo el mundo, la Orden se extendió desde entonces con particular fuerza, y en el siglo XIV contaba con más de cien conventos y con misiones en Creta y en las Indias. La reforma protestante le hizo perder un buen número de conventos en Alemania, pero la Orden prosperó en el mediodía de Francia. El final del siglo XVIII le fue funesto, como a todas las Ordenes religiosas. Pero en el siglo XIX se extendió a Inglaterra, y después a América. Muy recientemente se ha implantado también en España. En la actualidad consta de 1.550 religiosos.
Como hemos dicho, desde el primer momento, al poco tiempo de muerto San Alejo, la historia nos habla del culto colectivo a los siete fundadores. Sin embargo, habría de pasar mucho tiempo antes de que este culto obtuviera la plena aprobación canónica. Todos ellos habían muerto en el Monte Senario, salvo San Alejo, cuyo cadáver fue prontamente transportado allí. Benedicto XIV atestiguaba que en sus tiempos los cuerpos estaban conservados en la iglesia de Monte Senario, bajo el altar de la capilla situado bajo el coro. Sin embargo, este Papa creó una seria dificultad para su posible canonización, exigiendo que para cada uno de los siete fueran presentados cuatro milagros, y que, por consiguiente, las siete causas se vieran independientemente. De hecho, los primeros bolandistas no los mencionaban, con la única excepción de San Alejo.
En 1717, Clemente XI aprobaba el culto del Beato Alejo, y en 1725, el de los otros seis. Sólo en tiempo de León XIII, como consecuencia de un clamoroso milagro ocurrido en Viareggio como consecuencia de la invocación colectiva a los siete fundadores, se pudo volver al primitivo procedimiento: estudiar simultáneamente y en una sola causa la santidad de los siete. La causa tuvo éxito feliz, y el 15 de enero de 1888 fueron solemnísimamente canonizados. El 28 de diciembre del mismo año se fijaba su fiesta para el 11 de febrero. Años después, la fiesta fue pasada al 12, para dar lugar a la celebración de la aparición de la Inmaculada en Lourdes. Así sus fieles siervos cedieron, por medio de la Orden por ellos fundada, a la Santísima Virgen el lugar que venían ocupando en el calendario.
LAMBERTO DE ECHEVERRíA
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