Martes de la semana 7 de tiempo ordinario; año impar
La cruz tiene un sentido transformador
«Una vez que salieron de allí cruzaban Galilea, y no quería que nadie lo supiese; pues iba instruyendo a sus discípulos y les decía: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto, resucitará a los tres días. Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle. Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor Entonces se sentó y llamando a los doce, les dijo: Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos. Y tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me envió» (Marcos 9,30-37).
1. “-Jesús y sus discípulos atravesaban la Galilea, queriendo que no se supiese. Pues les enseñaba diciendo: "El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres."” Como Jesús no quiere que se utilice el titulo de "Hijo de Dios" utiliza constantemente el de "Hijo del hombre", que no está contaminado por interpretaciones judías, y en cambio recoge la profecía de la venida de Dios en Daniel,7-13-14… «Desde el comienzo de su vida pública, en su bautismo, Jesús es el «Siervo» enteramente consagrado a la obra redentora que llevará a cabo en el «bautismo» de su pasión» (Catecismo 565).
-“Le darán muerte y al cabo de tres días resucitará”. Es el segundo anuncio de la Pasión. Ni Buda, ni Mahoma ni ninguna ideología humanista han propuesto solución alguna a esta gran angustia del hombre que sabe que morirá. Solamente Jesús, serenamente, sencillamente dijo: le darán muerte y ¡tres días después resucitará! Jesús es aquel que se dirigía hacia la muerte en medio de una gran paz total... porque sabía que, detrás de la puerta sombría, le esperaba: no la nada desesperante, sino los brazos del Padre. La nueva liturgia de difuntos canta: "En el umbral de su casa, nuestro Padre te espera, y los brazos de Dios se abrirán para ti”.
-“Y los discípulos no entendían esas palabras y temían preguntarle”. Es una buena muestra de humanidad corriente, más bien mediana. Fueron transformados por un acontecimiento... fueron levantados por encima de sí mismos, e investidos de una fuerza y de una inteligencia que no venía de ellos. Siempre es así hoy en la Iglesia: no se la puede juzgar simplemente desde un punto de vista estrictamente humano.
-“¿Qué discutíais en el camino? Ellos se callaron porque habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor”. He aquí su nivel de reflexión y de ambición. ¡Humanidad corriente, mediana!
-“Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. En su Pasión, a la que alude, Jesús se hizo el último, el servidor. Así, el anuncio de la Cruz, no es sólo para El, sino también para nosotros. No hay otro camino para seguir a Jesús, que el de pasar por la muerte para llegar a la vida. ¿Es esto, desde ahora, mi vida cotidiana? (Noel Quesson).
Y pones el ejemplo de un niño… ayúdame, Señor, a ser niño, para entender tu Reino.
2. –“Hijo mío, si te dispones a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, permanece firme y valiente, no te atormentes cuando llegue la adversidad”. Vemos también nosotros los desórdenes e injusticias del mundo: millones de hombres que mueren de hambre, cataclismos colectivos, sufrimientos individuales, la enfermedad, la muerte. A diferencia de Job, Ben Sirac no plantea preguntas radicales sobre el mal. Hombre práctico, se contenta con dar consejos concretos sobre las actitudes a tomar cuando viene la prueba.
1º Tener paciencia, aceptar, esperar el final: -“Sé fiel, no te separes para que seas exaltado al fin de tu vida”. Todo lo que te sobrevenga, acéptalo; en los reveses de tu humillación, sé paciente. Es la sabiduría elemental de la mayoría de los pueblos: hay que acomodarse al dolor lo mejor posible. .. siempre que se presente. Pero no está prohibido pensar que las cosas se arreglarán, de ahí la invitación a «esperar», a «tener paciencia»; ver la prueba como algo temporal que un día terminará. Vieja filosofía de siempre. ¿Qué ponía Ben Sirac tras esas palabras «sé fiel para que seas exaltado al final"? ¿Veía una glorificación, una "exaltación" de los que han padecido? ¿Cómo, dónde, cuándo? Y nosotros, con las luces más precisas que la Pascua aporta al Viernes Santo, ¿qué ponemos detrás de esas palabras? Leo de nuevo, lentamente las exhortaciones del sabio, aplicándolas a Jesús en su misterio pascual... a mis propias pruebas... y a las pruebas del mundo.
2.° La prueba es fuente de purificación, de valores, «templa los caracteres": -“Porque en el fuego se purifica el oro, y los aceptos a Dios, en el crisol de la humillación”. Es mejor no usar a menudo ese argumento con los que vemos que sufren. No hay nada peor, a veces, que dar «buenos consejos» a los que están sufriendo. No obstante, convendría que nos aplicáramos ese argumento a nosotros mismos. Es un hecho de experiencia que si la prueba es a veces destructora, por lo menos aparentemente, también tiene, a menudo, un misterioso poder de valorización del hombre. Es un crisol. En él se decantan las impurezas y las gangas y aparece lo esencial del metal.
3.° Lo ideal sería vivir la prueba «en compañía» de Dios: -“Confiate a El y El te sostendrá... Espera en El”. Los que adoráis a Dios, contad con su misericordia... Confiaos a El y no os faltará la recompensa. Los que adoráis a Dios, esperad sus beneficios: gozo eterno y misericordia. El drama extremo es, precisamente, que el sufrimiento pueda hacernos dudar de Dios. Pero, aquí también, la experiencia corriente nos muestra que el hombre de Fe puede hallar en la "presencia" de Dios un reconfortante del cual suele verse privado el ateo. Pero no es algo automático. Ese "compañerismo" que Dios ofrece a los que sufren ha supuesto para El vivir personalmente la cruz del hombre, en Jesucristo (Noel Quesson).
La vida y la historia poseen una dimensión invisible a los ojos de la carne, un misterio "más allá interior". Lo mismo que la mirada del artista cuando contempla un cuadro penetra mucho más profundamente que la del hombre de la calle; o el enamorado cuando lee la carta de la novia ve mucho más allá de ese trozo de papel que tan fácilmente se arruga, así el cristiano frente al hombre, frente al mundo, y frente a su historia personal, "ve más allá" que los demás hombres. Es un vidente, San Pablo cuando escribe a Tito, llama a los cristianos los hombres del "superconocimiento".
Los hombres que carecen de ojos para ese "más allá interior" creen que Dios no existe; en cambio los hombres del "superconocimiento" lo descubren en las mismas realidades en que aquellos no vieron nada.
El evangelio nos dice que el discípulo de Cristo debe entrar generosamente -lo mismo que Jesús- en el plan del Padre, que no resulta nada agradable humanamente, sino que exige sacrificio.
Jesús camina con el deseo de encajar su vida en la voluntad del Padre: de muerte y resurrección. Nosotros caminamos con Cristo -pero haciendo el tonto- viendo quién va a ser tenido como más importante. Debemos pedir la sabiduría de Dios.
Pero las pruebas nos vienen bien: nos hacen madurar, nos acrisolan, como el fuego al oro. Las pruebas nos hacen pensar, nos invitan a relativizar tantas cosas y a dar importancia a las que valen la pena. Si nos desanimamos, es porque no confiamos suficientemente en Dios. Con su fuerza no hay dificultad insuperable. Con su luz vamos adquiriendo la verdadera sabiduría que nos trae también la felicidad (J. Almazábar).
3. Para no caer en la impaciencia y el pesimismo, que bloquean nuestra vida, tendremos que decirnos a nosotros mismos lo de Ben Sira: «Confía en Dios, que él te ayudará, espera en él y te allanará el camino». Y lo del salmo: «Confía en el Señor y haz el bien, porque el Señor ama la justicia y no abandona a sus fieles. Encomienda tu camino al Señor y él actuará». Hay momentos de oscuridad, sí, pero a la noche siempre le sigue la aurora. Hay crisis, pero los túneles llegan a su final y aparece la luz. Hay Viernes Santo, y es trágico, pero desemboca en el Domingo de la resurrección. Confiemos en Dios. Eso iluminará de sabiduría nuestra jornada.
Llucià Pou Sabaté
San Pedro Damiani, obispo y doctor de la Iglesia
Nació en Ravena, el año 1007; acabados los estudios, ejerció la docencia, pero se retiró en seguida al yermo de Fonte Avellana, donde fue elegido prior. Fue gran propagador de la vida religiosa allí y en otras regiones de Italia. En aquella dura época ayudó eficazmente a los papas, con sus escritos y legaciones, en la reforma de la Iglesia. Creado por Esteban IX cardenal y obispo de Ostia, murió el año 1072 y al poco tiempo era venerado como santo.
San Pedro Damián es una de esas figuras severas que, como San Juan Bautista, surgen en las épocas de relajamiento para apartar a los hombres del error y traerles de nuevo al estrecho sendero de la virtud. Pedro Damián nació en Ravena, el último hijo de una numerosa familia, Habiendo perdido a sus padres cuando era muy niño, quedó al cuidado de un hermano suyo, quien le trató como si fuera un esclavo, así le envió a cuidar los puercos en cuanto pudo andar. Otro de sus hermanos, que era arcipreste de Ravena, se compadeció de él y decidió encargarse de su educación. Viéndose tratado como un hijo, Pedro tomó de su hermano el nombre de Damián. Este le mandó a la escuela, primero a Faenza y después a Parma. Pedro fue un buen discípulo y, más tarde, un magnífico maestro. Desde joven se había acostumbrado a la oración, la vigilia y el ayuno. Llevaba debajo de la ropa una camisa de pelo para defenderse de los atractivos del placer y de los ataques del demonio. Hacía grandes limosnas, invitaba frecuentemente a los pobres a su mesa y les servía con sus propias manos.
Pedro decidió abandonar enteramente el mundo y abrazar la vida monacal en otra región. Un día en que se hallaba reflexionando sobre su proyecto, se presentaron en su casa dos benedictinos de la reforma de San Romualdo, que pertenecían al convento de Fonte Avellana. Pedro les hizo muchas preguntas sobre sus reglas y modo de vida. Sus respuestas le dejaron satisfecho, e ingresó en esa comunidad de ermitaños, que gozaba entonces de gran reputación. Los ermitaños habitaban en celdas separadas, consagraban la mayor parte del tiempo a la oración y lectura espiritual, y vivían con gran austeridad.
Pedro quiso morir al pecado cueste lo que cueste. Para lograr dominar sus pasiones sensuales, se colocó debajo de su camisa correas con espinas (cilicio), se daba azotes y se dedicó a ayunar a pan y agua. Pero sucedió que su cuerpo, que no estaba acostumbrado a tan duras penitencias, empezó a debilitarse y le llegó el insomnio, y pasaba las noches sin dormir, y le afectó una debilidad general que no le dejaba hacer nada. Entonces comprendió que las penitencias no deben ser tan excesivas. Mas bien, la mejor penitencia es tener paciencia con las penas que Dios permite que nos lleguen. Una muy buena penitencia es dedicarse a cumplir exactamente los deberes de cada día y a estudiar y trabajar con todo empeño
Esta experiencia personal le fue de gran utilidad para dirigir espiritualmente a otros y enseñarles que, en vez de hacer enfermar al cuerpo con penitencias exageradas, hay que hacerlo trabajar fuertemente en favor del reino de Dios y de la salvación de las almas.
Aleccionado por esa experiencia, se dedicó con mayor ahínco a los estudios sagrados, llegando a ser tan versado en la Sagrada Escritura, como antes lo había sido en las ciencias profanas. Los ermitaños le eligieron unánimemente para suceder al abad cuando este muriese; como Pedro se resistiera a aceptar, el propio abad se lo impuso por obediencia. Así pues, a la muerte del abad, hacia el año 1043, Pedro tomó la dirección de la comunidad, a la que gobernó con gran prudencia y piedad. Igualmente fundó otras cinco comunidades de ermitaños, al frente de las cuales puso a otros tantos priores bajo su propia dirección. Su principal cuidado era fomentar entre los monjes el espíritu de retiro, caridad y humildad. Muchos de los ermitaños llegaron a ser lumbreras de la Iglesia; entre otros, San Domingo Loricato y San Juan de Lodi, quien sucedió a San Pedro en la dirección del convento de la Santa Cruz, escribió su biografía y fue más tarde obispo de Gubio.
Varios Papas emplearon a San Pedro Damián en el servicio de la Iglesia. Esteban IX le nombró, en 1057, cardenal y obispo de Ostia, a pesar de la repugnancia del santo. Pedro rogó muchas veces al Papa Nicolás II que le permitiese renunciar al gobierno de la diócesis y volver a su vida de ermitaño, pero el Sumo Pontífice se negó a ello. Alejandro II, que amaba mucho al santo, accedió finalmente a sus súplicas, pero se reservó el poder de emplearle en el servicio de la Iglesia, en caso de necesidad. San Pedro Damián se consideró desde ese momento libre, no sólo del gobierno de su diócesis, sino también de la supervisión de las diversas comunidades, y volvió al convento como simple monje.
A los Pontífices y a muchos personajes les dirigió frecuentemente cartas pidiéndoles la erradicación de la simonía. En aquel siglo del año mil era muy frecuente que un hombre nada santo llegara a ser sacerdote y hasta obispo, porque compraba su nombramiento dando mucho dinero a los que lo elegían para ese cargo. Así se consagraban hombres indignos que hacían mucho daño. Afortunadamente, al año de la muerte de San Pedro Damián, su gran amigo, el monje Hildebrando fue nombrado Papa Gregorio VII y hizo una gran reforma.
Escribió el "libro Gomorriano", en contra de las costumbres impuras de su tiempo. (Gomorriano, en referencia a Gomorra, una de las ciudades que Dios destruyó por su impureza). Su estilo es vehemente. Todas sus obras llevan la huella de su espíritu estricto, particularmente cuando se trata de los deberes de los clérigos y monjes. El santo escribió un tratado al obispo de Besancon, en el que atacaba la costumbre que tenían los canónigos de esa diócesis de cantar sentados el oficio divino. San Pedro Damián recomendaba el uso de la disciplina más que los ayunos prolongados. Escribió cosas muy severas sobre las obligaciones de los monjes y protestó contra la costumbre de ciertas peregrinaciones, pues consideraba que el retiro era la condición esencial del estado monacal.
Decía: "Es imposible restaurar la disciplina una vez que ésta decae; si nosotros, por negligencia, dejamos caer en desuso las reglas, las generaciones futuras no podrán volver a la primitiva observancia. Guardémonos de incurrir en semejante culpa y transmitamos fielmente a nuestros sucesores el legado de nuestros predecesores".
Predicó a favor del celibato eclesiástico. Pedía que el clero diocesano viviese en comunidad. Su carácter vehemente se manifestaba en todos sus actos y palabras. Se ha dicho de él que "su genio consistía en exhortar y mover al heroísmo, en predicar acciones extraordinarias y recordar ejemplos conmovedores . . . ; en sus escritos arde el fuego de una extraordinaria fuerza moral".
A pesar de su severidad, San Pedro Damián sabía tratar a los pecadores con bondad e indulgencia, cuando la caridad y la prudencia lo pedían. Enrique IV de Alemania se había casado con Berta, la hija de Otón, marqués de las Marcas de Italia; pero dos años más tarde, había pedido el divorcio, alegando que el matrimonio no había sido consumado. Con promesas y amenazas logró ganar para su causa al arzobispo de Mainz, quien convocó un concilio para anular el matrimonio; pero el Papa Alejandro II le prohibió cometer semejante injusticia y envió a San Pedro Damián a presidir el sínodo. El anciano legado se reunió en Frankfurt con el rey y los obispos, les leyó las órdenes e instrucciones de la Santa Sede y exhortó al rey a guardar la ley de Dios, los cánones de la Iglesia y su propia reputación y también, a reflexionar sobre el escándalo y el mal ejemplo que daría, si no se sometiera. Los nobles se unieron al santo para rogar al joven monarca que no manchase su honor. Ante tal oposición, Enrique renunció a su proyecto de divorcio, aunque interiormente no cambiase de actitud.
Pedro retornó, en cuanto pudo, a su retiro en Fonte Avellana para vivir en profunda austeridad hasta el fin de su vida. En los ratos en que no se hallaba absorto en la oración o el trabajo, acostumbraba hacer cucharas de madera y otros utensilios para no estar ocioso.
El Papa Alejandro II envió a San Pedro Damián a arreglar el asunto del arzobispo de Ravena, que había sido excomulgado por las atrocidades que había cometido. Cuando San Pedro llegó, el arzobispo ya había muerto; pero el santo pudo convertir a sus cómplices, a los que impuso justa penitencia. Este fue el último servicio público que el santo prestó a la Iglesia. A su vuelta a Roma, se vio atacado por una aguda fiebre en un monasterio de las afueras de Faenza, donde murió al octavo día, el 22 de febrero de 1072, mientras los monjes recitaban los maitines alrededor de su lecho.
Dante Alighieri, en el canto XXI del Paraíso, coloca a san Pedro Damián en el cielo de Saturno, destinado en su Comedia a los espíritus contemplativos. El poeta pone en los labios del Santo una breve y eficaz narración autobiográfica: la predilección por los alimentos frugales y la vida contemplativa, y el abandono de la tranquila vida de convento por el cargo episcopal y cardenalicio.
Fue declarado doctor de la Iglesia en 1828.
Bibliografía
Butler, Vidas de los Santos.
Sálesman, P. Eliécer - Vidas de Santos # 1
Sgarbossa, Mario - Luigi Giovannini; Un Santo Para Cada Día
Sálesman, P. Eliécer - Vidas de Santos # 1
Sgarbossa, Mario - Luigi Giovannini; Un Santo Para Cada Día
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