Jueves de la 29ª semana (par).
Jesús no quieres una falsa
tranquilidad, sino la paz consecuencia de la lucha por vivir como hijos de Dios
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«He venido a prender
fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un
bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer
al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará
dividida: tres Contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra
el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la
madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra»” (Lucas 12,49-53).
1.
Jesús, hoy nos pones unas imágenes poéticas, fuertes:
-“He venido a traer fuego a la tierra”...
Reconsiderando esa hermosa imagen de Jesús, un himno de comunión canta:
"Mendigo del fuego yo te tomo en mis manos como en la mano se toma la tea
para el invierno... Y Tú pasas a ser el incendio que abrasa el mundo..." En
toda la Biblia, el fuego es símbolo de Dios; en la zarza ardiendo encontrada
por Moisés, en el fuego o rayo de la tempestad en el Sinaí, en los sacrificios
del Templo, donde las víctimas eran pasadas por el fuego, como símbolo del
juicio final que purificará todas las cosas. Pero no es un fuego que destruye,
pues tú rehúsas dejar que pidan que caiga fuego del cielo sobre los samaritanos
(Lc 9,54). Tu fuego es el "fuego del Espíritu", que ardía en el
corazón de los peregrinos de Emaús cuando escuchaban al Resucitado sin
reconocerlo... (Lc 24,32), que descenderá en Pentecostés...
-“¡Y otra cosa no quiero sino que baya
prendido!” Es tu ardiente deseo de llevar a cabo la misión que te ha dado
el Padre, Señor: y comunicar a toda la humanidad el amor, la alegría, tu
Espíritu.
El gran pecado
de muchos países que han progresado es la banalidad de la existencia, y tú
Señor nos dices que hay que "arder"... en las cosas cotidianas, que
se vuelven interesantes por el amor.
-“Tengo que recibir un bautismo, y ¡cuán
angustiado estoy hasta que se cumpla!” Vemos que tienes pasiones, Señor, y
la angustia también. Este pensamiento que nos viene antes de que llegue un mal,
y que es más fuerte que el mal que vendrá, si llega… Ves que la salvación del
mundo requiere tu sufrimiento... dará frutos de Purificación, de redención de
los hombres... Señor, danos la gracia de participar a tu bautismo.
-“¿Pensáis que he venido a traer paz a la
tierra? Os digo que no, sino división”. El Mesías era esperado como
Príncipe de la Paz, uno de los más grandes beneficios que el hombre desea es la
paz; y se saludaban deseándose la paz: "Shalom". Jesús despedía a los
pecadores y pecadoras con esa frase llena de sentido: "Vete en paz" (Lc 7,50; 8,48; 10,5-9).
Y sus discípulos tenían que desear la "paz" a las casas donde
entraban. Pero... Ese saludo, esa paz nueva, viene a trastornar la paz de este
mundo. No es una paz fácil, sin dificultades: es una paz que hay que construir
en la dificultad (Noel Quesson).
-“Porque de ahora en adelante una familia de
cinco estará dividida: Tres contra dos, y dos contra tres... El padre contra el
hijo, y el hijo contra el padre... La madre contra la hija, y la hija contra la
madre”...
La paz no
puede identificarse con una tranquilidad a cualquier precio. Cristo es -ya lo
dijo el anciano Simeón en el Templo- "signo de contradicción": optar
por él puede traer división en una familia o en un grupo humano. Es algo que
parece contradictorio, pero a veces son las paradojas las que mejor nos
transmiten un pensamiento, precisamente por su exageración y por su sentido
sorprendente a primera vista. El fuego con el que Jesús quiere incendiar el
mundo es su luz, su vida, su Espíritu. Ése es el Bautismo al que aquí se
refiere: pasar, a través de la muerte, a la nueva existencia e inaugurar así definitivamente
el Reino. Ésa es también la "división", quizá quieres indicarnos,
Señor, que la opción que cada uno haga, aceptándole o no, crea situaciones de
contradicción en una familia o en un grupo. Decir que no has venido a traer la
paz indica que no quieres una falsa paz: ánimos demasiado tranquilos y
mortecinos, banalidad.
Si el Papa o
los Obispos o un cristiano cualquiera sólo hablara de lo que gusta a la gente,
les dejarían en paz. Serían aplaudidos por todos. ¿Pero es ése el fuego que
Jesús ha venido a traer a la tierra, la evangelización que nos ha encargado?
Jesús aparece manso y humilde de corazón, pero lleva dentro un fuego que le
hace caminar hacia el cumplimiento de su misión y quiere que todos se enteren y
se decidan a seguirle. Jesús es humilde, pero apasionado. No es el Cristo
acaramelado y dulzón que a veces nos han presentado. Ama al Padre y a la
humanidad, y por eso sube decidido a Jerusalén, a entregarse por el bien de
todos. ¿Nos hemos dejado nosotros contagiar ese fuego? Cuando los dos
discípulos de Emaús reconocieron finalmente a Jesús, en la fracción del pan, se
decían: "¿no ardía nuestro corazón
cuando nos explicaba las Escrituras?". La Eucaristía que celebramos y
la Palabra que escuchamos, ¿nos calientan en ese amor que consume a Cristo, o
nos dejan apáticos y perezosos, en la rutina y frialdad de siempre? Su
evangelio, que a veces compara con la semilla o con la luz o la vida, es
también fuego (J. Aldazábal).
Jesús, ayúdame
a ser fiel a tu fuego del Espíritu, para decir como tú: «Pero tengo que ser sumergido por las aguas y no veo la hora de que eso
se cumpla» (Lc 12,50). La sociedad reaccionará dándole muerte («ser sumergido por las aguas»), pero tú lo deseas, porque por ese sufrir nos salvas.
Por eso, Jesús, vienes a romper la falsa paz del orden establecido (cf. Miq
7,6).
La paz que
Jesús da no es la paz del cementerio, sino de la lucha por instaurar el Reino
de Dios, y muchas veces los detentores del poder enmascaran y ocultan las
graves tensiones en que una sociedad está inmersa. Llamar paz a tal realidad es
continuar la práctica de los falsos profetas que aplauden lo que a Dios
desagrada. Por ello los seguidores de Jesús deben prepararse para tomar sobre
sí los conflictos y aceptar la carga dolorosa de la división que la misión
produce y que ellos deben cargar sobre sus débiles hombros (Josep Rius-Camps).
El anciano
Simeón ya profetizó que “este niño está puesto para caída y elevación de muchos
en Israel, como signo de contradicción, quedando al descubierto las intenciones
de muchos corazones”.
2. La carta a
los Efesios nos propone hoy nuestra filiación divina: -“Doblo mis rodillas ante el Padre, que es la fuente de toda paternidad”.
«Doblar las rodillas» para prosternarse: los judíos podían orar de pie,
sentados, y se arrodillan -con todo el cuerpo inclinado hasta el suelo- para
adorar. Por eso, no es cierto lo que dicen los que quitan reclinatorios de las
iglesias diciendo que los primeros cristianos no se arrodillaran. Además, a los
orientales les es grato siempre este gesto profundo para expresar una intensa
adoración.
…«Dios fuente de toda paternidad en el cielo
y en la tierra»: gracias, oh Padre de habernos hecho partícipes de tu
propia alegría de ser «padre», de ser «madre». En todo hombre, en toda mujer
que ama y da la vida Dios está presente. Toda paternidad (biológica, espiritual)
va unida a esa paternidad escondida de Dios.
-“Que seáis fortalecidos por la acción de su
Espíritu en el hombre interior”. Potencia, fuerza. Dones divinos. ¡Haznos
fuertes con tu fuerza, Señor! «El hombre interior» es esta parte de nosotros
mismos que está bajo la influencia del Espíritu... y que se renueva de día en
día, aun cuando «el hombre exterior» vaya «decayendo» (2 Corintios,4-16)
"En "mi interior" ciertamente me complazco en la Ley de Dios,
pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me
esclaviza a la ley del pecado" (Romanos,7-22)
¡Oh Señor!
Afianza en mí a «ese hombre», a ese hombre que ama, que es generoso y acogedor,
a ese hombre casto, comprometido en el servicio de todos, a ese hombre
conducido por tu Espíritu... a pesar del «otro hombre» que bulle también en el
fondo de mí mismo, el hombre egoísta, mezquino, cerrado, impuro, perezoso,
indócil...
-“Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones”.
He ahí el verdadero hombre: «el hombre interior», en mí, es cierta
reproducción, cierta connivencia... un Cristo que se desarrolla en el hondón de
mi vida. ¡Qué sea así verdaderamente, Señor!
-“Permaneced arraigados en el amor...
Cimentados en el amor...” "El hombre interior", el Cristo
interior es, concretamente, el amor. Dios es amor. Ser amado por el Espíritu de
Dios es amar.
-“Así seréis capaces de comprender cual es
«la anchura» y «la longitud», «la altura» y «la profundidad»...” Conoceréis
el amor de Cristo que excede a todo conocimiento. ¡Entonces seréis colmados
hasta la total Plenitud de Dios! Un amor infinito, que nunca se acaba. Un amor
inmenso, inconmensurable. Un amor «amplio». Un amor «extenso». Un amor
«elevado». Un amor «profundo». Me dejo impregnar por esas imágenes.
«¡Conoceréis... lo que excede a todo
conocimiento!» Conocer afectivamente, con el corazón. Conocer el amor de
Cristo: saborear, adivinar intuitivamente, pasando largos momentos con aquel a
quien se quiere conocer (Noel Quesson).
San Agustín
nos explica su propia piedad uniendo este texto a san Juan (Ef 3,18 y Jn 14,9):
«El que ha conocido cuál sea la altura y
anchura, lo largo y profundo de la caridad de Cristo que sobrepuja todo
conocimiento, ése ve a Cristo y ve también al Padre.» Y dice: «Yo suelo
entender así las palabras del apóstol Pablo: la anchura significa las buenas
obras de amor al prójimo, la largura es la perseverancia hasta el fin, la
altura la esperanza de la recompensa celeste, la profundidad el designio
inescrutable de Dios por el que esta gracia llega a los hombres». La existencia
cristiana abarca estas cuatro dimensiones representadas en la cruz, que así se
convierte realmente en fórmula fundamental de la vida cristiana. La anchura es
el palo transversal, en que están extendidas las manos del Señor en un gesto en
que son una sola cosa inseparable la adoración y el amor a los hombres. La
largura es la parte del palo vertical que corre hacia abajo desde el palo
transversal, en que cuelga el cuerpo como símbolo de la perseverancia paciente
y generosa. La altura es la parte del palo vertical que lleva hacia arriba
desde el palo transversal, en que se apoya la cabeza como signo de la esperanza
que apunta hacia arriba. La profundidad, finalmente, significa la parte de la
cruz hundida en la tierra, que lo sostiene todo; así indica el libre designio
de Dios, único que funda en absoluto la posibilidad de que el hombre se salve. Y
en la Cruz está la Virgen: solo va al Padre en unidad con la madre, que es la
santa Iglesia de Jesucristo (Joseph Ratzinger).
3. Con el
salmo queremos aclamar al Señor, “que
merece la alabanza de los buenos. / Dad gracias al Señor” cantando y
tocando, pues “la palabra del Señor es
sincera, / y todas sus acciones son leales; / él ama la justicia y el derecho,
/ y su misericordia llena la tierra”. Gracias, Señor, por tu amor por siempre, nos quieres como un Padre
amoroso quiere a sus hijos.
Llucià Pou Sabaté
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