JUEVES DE LA SÉPTIMA SEMANA DE PASCUA: Jesús ruega por la unidad de los cristianos, en Él
recibimos la felicidad: aquí la vida de la gracia y luego la gloria.
Hch 22, 30; 23,
6-11: 30Al día
siguiente, deseando saber con exactitud de qué le acusaban los judíos, le quitó
las cadenas, mandó reunir a los príncipes de los sacerdotes y a todo el
Sanedrín, llevó a Pablo y le puso ante ellos.
23,
6Sabiendo Pablo que unos eran saduceos y otros fariseos, gritó en medio del
Sanedrín: Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos, y se me juzga por la
esperanza en la resurrección de los muertos. 7Al decir esto se produjo un
enfrentamiento entre fariseos y saduceos, y se dividió la multitud. 8Porque los
saduceos dicen que no hay resurrección ni ángel ni espíritu; los fariseos en
cambio confiesan una y otra cosa. 9Se produjo un enorme griterío y puestos en
pie algunos escribas del grupo de los fariseos discutían diciendo: Nada malo
hallamos en este hombre; ¿y si le ha hablado algún espíritu o ángel? 10Como
creciera gran alboroto, temeroso el tribuno de que despedazaran a Pablo, ordenó
a los soldados bajar, arrancarles a Pablo y conducirlo al cuartel. 11En esa
noche se le apareció el Señor y le dijo: Mantén el ánimo, pues igual que has
dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma.
Salmo
responsorial: 16/15,1-2a.5.7-8.9-10.11: 1 Canto de David. Guárdame, Dios mío, pues
me refugio en ti. 2 Yo digo al Señor: «Tú eres mi Señor, mi bien sólo está en
ti». 5 Señor, Tú eres mi copa y mi porción de herencia, Tú eres quien mi suerte
garantiza. 7 Yo bendigo al Señor, que me aconseja, hasta de noche mi conciencia
me advierte; 8 tengo siempre al Señor en mi presencia, lo tengo a mi derecha y
así nunca tropiezo. 9 Por eso se alegra mi corazón, se gozan mis entrañas, todo
mi ser descansa bien seguro, 10 pues Tú no me entregarás a la muerte ni dejarás
que tu amigo fiel baje a la tumba. 11 Me enseñarás el camino de la vida,
plenitud de gozo en tu presencia, alegría perpetua a tu derecha.
Evangelio según Juan
17, 20-26 (se lee también el 7º Domingo de Pascua C): No ruego sólo por éstos, sino
por los que han de creer en mí por su palabra: que todos sean uno; como Tú,
Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo
crea que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que
sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean
consumados en la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado y los has
amado como me amaste a mí. Padre, quiero que donde yo estoy también estén
conmigo los que Tú me has confiado, para que vean mi gloria, la que me has dado
porque me amaste antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te
conoció; pero yo te conocí, y éstos han conocido que Tú me enviaste. Les he
dado a conocer tu nombre y lo daré a conocer, para que el amor con que Tú me
amaste esté en ellos y yo en ellos.
Comentario: 1. En Pentecostés, del año 57,
Pablo ha llegado a Jerusalén, para la fiesta de Pentecostés o de las semanas,
Shavuot, la última de las peregrinaciones del año para los judíos. El conflicto
con las autoridades no se hizo esperar. Algunos judíos le acusan de
"incitar" a la defección (Hch 2,21). De hecho Pablo, estando en el
Templo de Jerusalén donde había ido a orar, es perseguido. La policía romana
interviene, y conduce a Pablo a la fortaleza. Su cautiverio durará varios años,
en Jerusalén, en Cesarea, capital romana de Palestina y después en Roma. -El
oficial romano, queriendo saber con certeza de qué acusaban a Pablo, convocó el
«Gran Consejo» e interrogó a Pablo. Como Jesús…
-«Yo soy Fariseo, hijo de
Fariseo... se me juzga por mi esperanza en la
Resurrección »: "disputaron Fariseos y Saduceos y la asamblea se dividió...
entre un gran clamor..." Sufrir la injusticia por Jesús, es una de las
bienaventuranzas… En una de sus epístolas, Pablo cuenta el número de golpes
recibidos y los arrestos sufridos... (2 Cor, 11,23-24). Ayúdanos, Señor, para
que sepamos verte en cualquier situación humana, incluso la más desfavorable en
apariencia.
-“A la noche siguiente, se
apareció el Señor a Pablo y le dijo... «¡Ánimo!»” Pablo debió de tener también
sus horas de angustia, sus horas negras. Jesús siente la necesidad de ir a
reconfortarle, de remontarle la moral: "¡ánimo!" le dijo. El tema de
la «aflicción» es uno de los temas dominantes de las epístolas de san Pablo.
Era una experiencia vivida. La "valentía", «fe», tiene ante las
injusticias y contrariedades sus “noches oscuras” que sin embargo se pasan con
Jesús. Jesús está con él. No hay nada que temer. Hay que dejarse conducir,
abandonarse… (Noel Quesson). De todo se sirve el Señor para hacer su obra, y
así la semilla cristiana va al centro del imperio, que era un sueño personal y
también apostólico. Por eso apela al César, y por eso hace lo posible para
salir ileso del tumulto de Jerusalén contra él. Una cosa es dar testimonio de
Cristo, y otra, aceptar la muerte segura en manos de los judíos. Más tarde, ya
en Roma, en su segundo cautiverio, sí será detenido y llevado a la muerte, al
final de su dilatada y fecunda carrera de apóstol. Esto conecta con su fe en la
resurrección, que es lo que hoy está en la discusión de sectas judías. También
en nuestro tiempo, como entonces, muchos judíos han perdido la fe en la
resurrección, por eso la madre de Edith Stein se enfada mucho con su hija
cuando entra al Carmelo, pues piensa que sólo hay esta vida y no se puede
malbaratar recluyéndose (luego, cercana su muerte, hubo una reconciliación);
también esta santa dio su vida, en el holocausto judío. Hemos de saber defender
la justicia de Dios, tratando de superar los obstáculos que se oponen, para que
la Palabra no quede encadenada y pueda
seguir dilatándose en el mundo. El mismo Jesús nos enseñó a conjugar la
inocencia y la astucia para conseguir que el bien triunfe sobre el mal. Pablo
nos da ejemplo de audacia (J. Aldazábal). Hemos de pedirlo en esta nueva
Pentecostés: “Ven, Espíritu divino... / Entra hasta el fondo del alma, / divina
luz, y enriquécenos. / Mira el vacío del hombre, / si tú le faltas por dentro;
/ mira el poder del pecado, / cuando no envías tu aliento”. El Espíritu Santo
nos ayuda para ir en el camino del Señor, en fidelidad, no es camino de rosas.
Supone sacrificios. Quien, como Pablo, lo arriesga todo para ser testigo del
Señor al que sirve, ha de saber que acepta pisar sobre espinas. ¡Punzantes,
pero dichosas espinas que hieren con amor! Para ello, Pablo contaba con el eco
profundo de la oración de Jesús al Padre. ¿No había presentado Jesús al Padre a
cuantos creyeran en Él, a cuantos se jugaran por Él la vida, a cuantos
anunciaran que Dios Padre y su Hijo encarnado, Jesús, nos llaman a todos a la
unidad de fe y a vivir unidos a Cristo, como sarmiento a la Vid ? Vivamos nuestra unión con
Cristo. Sólo a partir de nuestra experiencia personal de su amor por nosotros
podremos colaborar para que la salvación se haga realidad en el momento
histórico que nos ha tocado vivir.
2. Sal. 15. Dios, nuestro Padre, es la parte
que nos ha tocado en herencia. ¿Querremos algo mejor? Nuestra vida está en sus
manos. ¿Quién podrá algo en contra de nosotros? Ni siquiera la muerte podrá
retenernos para sí, pues Dios no nos abandonará a ella, ni dejará que suframos
la corrupción. El punto de partida es la petición de la protección del Señor
(v. 1), sigue la confesión de Dios como único bien (vv. 2-6) y la proclamación de
las consecuencias que tiene en su vida personal (vv. 7-9) para terminar con la
reafirmación ante Dios de esperar de Él la salvación (vv. 10-11). Al rezar este
salmo, renovamos la alegría de haber sido consagrados a Dios por el bautismo, y
manifestamos el deseo de vivir plenamente la comunión con los demás bautizados.
El autor de la composición se ha unido a Dios con toda su vida en exclusividad
(v. 1). Su situación (vv. 5) es como la de los hijos de Leví, sin tierra prometida
porque su “heredad” está en el servicio del Templo y la parte que les
correspondía de las ofrendas (cf. Nm 18,20; Dt 10,9; Jos 13,14; Sal 73,26): se
manifiesta la aceptación gozosa de esta condición. Con una alabanza-bendición a
Dios (vv. 7-9) se comienza a expresar los bienes que de Él recibe quien le
sirve con exclusividad: ser guiado por Él en todo momento, hallar en Él la
seguridad, la alegría y la salud. Entendieron los Padres que de Jesús hablaba
el v. 9: “ya que algunos sostienen de varias maneras que, como el Señor entró
con las puertas cerradas (Jn 20,19), no resucitó con el mismo cuerpo que había
muerto, escuchemos que el Señor mismo en el salmo recuerda: hasta mi carne habitará en la esperanza (Sal
16,9). Sin duda, tras la muerte y la resurrección del Salvador, aquel
cuerpo que estuvo vivo fue depositado en el sepulcro; en consecuencia resucitó
el mismo cuerpo que había sido puesto exánime y sin vida en el sepulcro. Pero
si resucitó el cuerpo idéntico, ¿cómo es que algunos sostienen que el Señor ha
resucitado en una especie de cuerpo espiritual y poderoso, pero no en el
nuestro? Nosotros no pensamos esto; sería como negar que el cuerpo de Cristo se
ha revestido de aquella gloria que, como creemos, también un día recibirán los
santos” (S. Jerónimo). Esta experiencia personal de Dios (v. 9) lleva a
manifestarle la esperanza de ser librado de la muerte y colmado de alegría por
el cumplimiento de la Ley y dedicación a su servicio (vv.
10-11). Las palabras del v. 10 son interpretadas en la versión de los LXX como
liberación de la corrupción del sepulcro tras la muerte, es decir, en sentido
de resurrección. Como David estaba muerto, habían de ser palabras dirigidas a
otro, Jesucristo: “hermanos, permitidme que os diga con claridad que el
patriarca David murió y fue sepultado, y su sepulcro se conserva hasta el día
de hoy. Pero como era profeta, y sabía que Dios le había jurado solemnemente
que sobre su trono se sentaría un fruto de sus entrañas, lo vio con
anticipación y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en los
infiernos ni su carne vio la corrupción” (Hch 2,29-31; cf. 13,35); y Orígenes
comenta: “no abandonarás mi alma en el seol” (v. 10) que se refiere al descenso
de Cristo a los infiernos y a su resurrección. Y resumía Santa Teresa de Jesús:
“quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”. Desde la resurrección de
Cristo nuestra existencia ha cobrado una nueva esperanza; sabemos que nuestro
destino final es la gloria junto al Hijo amado del Padre. Por eso aprendamos a
caminar con fidelidad por el camino de la vida que Jesús nos ha enseñado. Si
vamos así tendremos la seguridad de alegrarnos eternamente en el gozo del
Señor. Él sea bendito por siempre.
3. Jn. 17, 20-26. He aquí las últimas palabras
de la plegaria de Jesús... Benedicto XVI, cuando el asesinato del
fundador de la Comunidad de Taizé, el Hermano Roger
Schutz, decía: “precisamente ayer recibí una carta del Hermano Roger muy
conmovedora, muy afectuosa. En ella, escribe que en el fondo de su corazón
quiere decirme que ‘estamos en comunión con usted y con los que se han reunido
en Colonia’”; y que tiene el deseo de venir cuanto antes a Roma "para
encontrarse conmigo y para decirme que ‘nuestra Comunidad de Taizé quiere
caminar en comunión con el Santo Padre’”.
«El Señor de los tiempos, que
prosigue sabia y pacientemente el plan de su gracia para con nosotros
pecadores, últimamente ha comenzado a infundir con mayor abundancia en los
cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión.
Muchísimos hombres, en todo el mundo, han sido movidos por esta gracia y
también entre nuestros hermanos separados ha surgido un movimiento cada día más
amplio, con ayuda de la gracia del Espíritu Santo, para restaurar la unidad de
los cristianos. Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los
que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador; y no sólo
individualmente, sino también reunidos en grupos, en los que han oído el
Evangelio y a los que consideran como su Iglesia y de Dios. No obstante, casi
todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios única y
visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de
que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios»
(Unitatis redintegratrio)… El Concilio Vaticano II expresa la decisión de la
Iglesia de emprender la acción ecuménica en favor de la unidad de los
cristianos y de proponerla con convicción y fuerza… La
Iglesia católica asume con esperanza la acción ecuménica como un imperativo
de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad. También
aquí se puede aplicar la palabra de san Pablo a los primeros cristianos de
Roma: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo»; así nuestra «esperanza... no defrauda» (Rm 5,5). Esta es la esperanza
de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad
Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Jesús mismo antes de su Pasión
rogó para «que todos sean uno» (Jn 17,21). Esta unidad, que el Señor dio a su
Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en
el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la
comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad.
Dios quiere la Iglesia , porque quiere la unidad y en
la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape.
En efecto, la unidad dada por el
Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas
que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos de la
profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica. Los fieles
son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en Él, en su
comunión con el Padre: «Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su
Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1,3). Así pues, para la
Iglesia católica, la comunión de los cristianos no es más que la
manifestación en ellos de la gracia por medio de la cual Dios los hace
partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna. Las palabras de Cristo
«que todos sean uno» son pues la oración dirigida al Padre para que su designio
se cumpla plenamente, de modo que brille a los ojos de todos «cómo se ha
dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las
cosas» (Ef 3,9). Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad
significa querer la Iglesia ; querer la
Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio
del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de
Cristo: «Ut unum sint»…” (Juan Pablo II; luego señala con el Concilio que «la
Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica gobernada por el
sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» y al mismo tiempo
reconoce que «fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos
elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la
Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica», y explica estos puntos
del ecumenismo).
"Que sean una sola cosa, así como nosotros lo somos (Jn
17,11), clama Cristo a su Padre; que todos sean una misma cosa y que, como Tú,
¡oh Padre!, estás en mí y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros
(Jn 17,21). Brota constante de los labios de Jesucristo esta exhortación a la unidad,
porque todo reino dividido en facciones contrarias será desolado; y cualquier
ciudad o casa, dividida en bandos, no subsistirá (Mt 12,25). Una predicación
que se convierte en deseo vehemente: tengo también otras ovejas, que no son de
este aprisco, a las que debo recoger; y oirán mi voz y se hará un solo rebaño y
un solo pastor (Jn 10, 16).
¡Con qué acentos maravillosos ha hablado Nuestro Señor de
esta doctrina! Multiplica las palabras y las imágenes, para que lo entendamos,
para que quede grabada en nuestra alma esa pasión por la unidad. Yo soy la
verdadera vid y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no lleva
fruto, lo cortará; y a todo aquel que diere fruto, lo podará para que dé más
fruto... Permaneced en mí, que yo permaneceré en vosotros. Al modo que el
sarmiento no puede de suyo producir fruto si no está unido con la vid, así
tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo. Yo soy la vid, vosotros los
sarmientos; quien está unido conmigo y yo con él, ése da mucho fruto, porque
sin mí nada podéis hacer (Jn 15, 1-5).
¿No veis cómo los que se separan de la Iglesia , a veces estando llenos de frondosidad, no tardan
en secarse y sus mismos frutos se convierten en gusanera viviente? Amad a la Iglesia Santa , Apostólica, Romana, ¡Una! Porque, como escribe
San Cipriano, quien recoge en otra parte, fuera de la Iglesia , disipa la Iglesia de Cristo (san Cipriano). Y San Juan Crisóstomo
insiste: no te separes de la Iglesia. Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia ; tu salud es la Iglesia ; tu refugio es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la tierra;
no envejece jamás, su vigor es eterno.
Defender la unidad de la Iglesia se traduce en vivir muy unidos a Jesucristo, que
es nuestra vid. ¿Cómo? Aumentando nuestra fidelidad al Magisterio perenne de la Iglesia : pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el
Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina,
sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran
la revelación transmitida por los Apóstoles o depósito de la fe. Así
conservaremos la unidad: venerando a esta Madre Nuestra sin mancha; amando al
Romano Pontífice” (san Josemaría Escrivà).
-“Pero no ruego sólo por éstos,
sino por cuantos crean en mí por su palabra”. Jesús, Tú has rogado por mí... Ha vislumbrado todo el inmenso desarrollo de su
obra... las multitudes humanas que creerían en Él... preveía la Iglesia. Corazón inmenso de Jesús, corazón
universal... Esta es la última plegaria de
Jesús antes de entrar en su Pasión: es la intención principal por la que
ofrecerá el sacrificio de su vida... es la que lleva más en el corazón... es,
por así decir, su testamento. –“Que todos sean
uno”... Ser uno. Entre
muchos, no hacer más que uno.
-“Como Tú estas en mi y Yo en ti…” Nada más profundo que este amor... el de Dios. El amor de los cristianos tiene por modelo el amor
mismo de Dios. Esta es la unidad por la que Jesús dio su vida. ¡Cuán lejos estamos de ella tantas veces!
-“Para que el mundo crea...” Es
la unidad, es el amor el que es misionero y el que conduce a la
Fe. Es la unidad la que evangeliza. Ved como se aman, debería poder decirse
de todos los que tienen fe, de tal manera que esta fe llegara a ser atrayente. ¡Haz que seamos "uno", Señor! Esto supone
muchas renuncias a nuestras suficiencias, nuestros orgullos, nuestros egoísmos. En mi vida tal como es, con las personas, tal como
son, ¿qué sacrificio estoy dispuesto a hacer, con Jesús, para que esta plegaria
suya se realice?
-“Así conocerá el mundo que Tú
me enviaste y que los amaste como me amaste a mí. El mundo no te ha conocido,
oh Padre; pero Yo te conocí, les di a conocer tu nombre y se lo haré conocer
todavía”. Palabras inolvidables. Participación misteriosa. Comunicación, por
parte de Jesús de todo lo que de mejor tiene.
-“Para que el amor con que Tú me
has amado, esté en ellos y Yo en ellos...” Con estas palabras se extingue la
plegaria de Jesús, por lo menos en el relato de san Juan. Podemos pensar que
Jesús mantuvo pensamientos semejantes durante las últimas horas de su vida
humana. Podemos pensar que continúa en el cielo, esta intercesión. Es la gran
cumbre del evangelio, es la gran "buena nueva": el amor mismo de
Dios, el amor trinitario, con el que el Padre ama al Hijo, el amor absoluto e
infinito de Dios, participado a los creyentes. Lo que está trabajando en el corazón
de la humanidad es esto: la relación de amor perfecto que une a las personas
divinas (Noel Quesson).
Hoy, encontramos en el Evangelio
un sólido fundamento para la confianza: «Padre santo, no ruego sólo por éstos,
sino también por aquellos que (...) creerán en mí...» (Jn 17,20). Ahí estamos
todos, en esta despedida está comprendida la fe en la vida eterna, más allá de
la incertidumbre de los paganos está la esperanza de encontrar la glorificación
de todo sentimiento, de toda verdad, de todo sacrificio. Es el Corazón de Jesús
que, en la intimidad con los suyos, les abre los tesoros inagotables de su
Amor. Quiere afianzar sus corazones apesadumbrados por el aire de despedida que
tienen las palabras y gestos del Maestro durante la Última Cena. Es la oración
indefectible de Jesús que sube al Padre pidiendo por ellos. ¡Cuánta seguridad y
fortaleza encontrarán después en esta oración a lo largo de su misión
apostólica! En medio de todas las dificultades y peligros que tuvieron que
afrontar, esa oración les acompañará y será la fuente en la que encontrarán la
fuerza y arrojo para dar testimonio de su fe con la entrega de la propia vida.
La contemplación de esta
realidad, de esa oración de Jesús por los suyos, tiene que llegar también a
nuestras vidas: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...)
creerán en mí...». Esas palabras atraviesan los siglos y llegan, con la misma
intensidad con que fueron pronunciadas, hasta el corazón de todos y cada uno de
los creyentes… (Joaquín Petit). Sólo por Cristo, con Él y en Él podremos llegar
a la perfecta unión con Dios. No tenemos otro camino, ni se nos ha dado otro
nombre en el cual podamos alcanzar la salvación. Nadie conoce al Padre, sino el
Hijo; y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Jesús nos ha dado a conocer
al Padre; pero lo ha hecho no sólo con sus palabras, sino con su inhabitación
en nosotros. Así no sólo hemos oído hablar de Dios, sino que lo experimentamos
en nuestra propia vida como Aquel que no sólo nos ama, sino que infunde su amor
en nosotros. A partir de ese estar Cristo en nosotros y nosotros en Él,
podremos hacer que desde nosotros el mundo conozca y experimente el amor que
Dios les tiene a todos. Anunciamos la muerte del Señor y proclamamos su
resurrección, hasta que Él vuelva glorioso para juzgar a los vivos y a los
muertos. El Memorial de su Misterio Pascual, que estamos celebrando en esta
Eucaristía, es para nosotros el mejor signo de unidad que Él nos ha confiado. Por
eso venimos ante Él para llevar a efecto esa unidad, que nos haga vivir como
testigos suyos en medio de las realidades de nuestra vida diaria. Al entrar en
comunión de vida con Él, su Palabra nos santifica en la verdad para que podamos
proclamar el Nombre del Señor, no desde inventos nuestros, no desde
interpretaciones equivocadas de su Palabra, sino desde una auténtica fidelidad
al Espíritu Santo, que Él ha infundido en nosotros. Por eso la participación de
la Eucaristía no puede verse como un signo de
piedad, sino como un auténtico compromiso de fe. Quienes hemos experimentado el
amor de Dios debemos ir al mundo unidos por la misma fe, por el mismo amor e
impulsados por el mismo Espíritu. Mientras haya divisiones entre quienes
creemos en Cristo ¿quién se animará a seguir sus huellas? No es el
apasionamiento lo que hará que las personas se encuentren con Cristo, pues una
fe nacida desde esos sentimientos terminará por derrumbarse fácilmente. El
Señor nos pide aceptarlo a Él en nuestro propio interior para que sea Él quien
continúe su obra de salvación por medio de la
Iglesia , en cuyos miembros actúa el Espíritu Santo con una diversidad de
dones para el bien de todos. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la
gracia de sabernos amar y respetar como hermanos; pues sólo a partir de esa
unidad el mundo creerá que realmente Cristo ha venido como salvador de toda la
humanidad. Entonces será realmente nuestra la herencia que Dios ha prometido a
todos lo que lo aman.
www.homiliacatolica.com
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