Lectura de los Hechos de los Apóstoles 1,1-11. En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios. Una vez que comían juntos les recomendó: -No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo. Ellos lo rodearon preguntándole: -Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel? Jesús contestó: -No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo. Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: -Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse.
Salmo 46,2-3.6-7.8-9: R/. Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas
Pueblos todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo; / porque el Señor es sublime y terrible, / emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones, / el Señor, al son de trompetas; / tocad para Dios, tocad, / tocad para nuestro Rey, tocad.
Porque Dios es el rey del mundo; / tocad con maestría. / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 1,17-23. Hermanos: Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.
Lectura del santo Evangelio según San Marcos 16,15-20. En aquel tiempo se apareció Jesús a los Once, y les dijo: -Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.
Comentario: Enhorabuena, Señor, por tu triunfo. / Has ascendido y eres / lo más alto que existe. / Has batido el record absoluto / de amor a la humanidad. // También a mí me gusta el triunfo, / el hacer carrera y el éxito, / pero soy muy diferente a Ti. // Cuando yo gano, otros pierden. / Cuando ganas Tú, ganamos todos. / Lo mío suele ser un éxito / frente a otros hombres. / Lo tuyo es una victoria / para todos los hombres. // Enséñame, Señor, a no subir / a costa de los demás. / Enséñame a servir a todos / deportivamente.
Jesús subiendo hacia el cielo alude a las escenas de "la ascensión" de Elías, cuando Eliseo tuvo asegurado el espíritu de profecía del maestro, porque pudo "verle" cuando era arrebatado (2R 2,10). Así, la comunidad de los discípulos queda configurada, en la ascensión de Jesús, como la comunidad profética que hereda el Espíritu de Jesús para continuar su misión. En definitiva, pues, entre el final del Evangelio y el comienzo de los Hechos no hay diferencia del contenido. San Lucas explica, de este modo, lo mismo que explica Juan en la aparición del cenáculo... y la glorificación de la Cabeza es la esperanza del cuerpo. Lo acentúa sobre todo la colecta. Esta imagen es útil, sobre todo, para expresar esta dimensión de presencia y ausencia de Jesús en su Iglesia. La frase de Ef 4,15: "hagamos crecer todas las cosas hacia Él, que es la cabeza: Cristo", ayuda a explicar el sentido de esta fuerza de atracción que es la que hace crecer a la Iglesia. En efecto, la Iglesia no crece fundamentalmente porque los hombres la hagamos crecer, sino que crece por las energías que le vienen de Cristo: el don del Espíritu, la predicación de los Apóstoles, la acción sacramental, la gracia y la fidelidad en el corazón de los creyentes... Cuando, a veces, decimos sin más que "ya estamos en el cielo", o que "el cielo es la vida cristiana", estamos simplificando... El lenguaje bíblico y litúrgico es el más adecuado para una catequesis correcta de este punto. Véase, por ejemplo, el texto de la poscomunión: "mientras vivimos aún en la tierra, nos das parte en los bienes del cielo"; o el de la oración sobre las ofrendas: "... que la participación en este misterio eleve nuestro espíritu a los bienes del cielo". Estas frases se refieren básicamente a la Eucaristía. Ya que, ciertamente, es en la Eucaristía donde el cielo y la tierra hallan su punto de tangencia: la presencia de Cristo glorioso (cielo) mediante lo que parece pan y vino (tierra: Pere Tena).
«Mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo»: La Ascensión no es un acontecimiento dramático para Jesús y sus discípulos; es como la despedida de un fundador, que deja a sus hijos la tarea de continuar su obra, pero sin abandonarlos a su suerte, ya que sigue paso a paso las vicisitudes de su fundación en el mundo mediante su Espíritu. Cristo puede irse tranquilo, porque se han cumplido las Escrituras sobre Él, y los discípulos comienzan a comprenderlo. Puede irse tranquilo, no porque sus hombres sean unos héroes, sino porque su Espíritu los acompañará siempre y por doquier en su tarea evangelizadora. -Puedes irte tranquilo, Jesús, porque tu Iglesia, en medio de las contradicciones de este mundo, y a pesar de las debilidades y miserias de sus hijos, te será siempre fiel, hasta que vuelvas. Todo hombre siente en su interior, a la vista de la muerte, el deseo de quedarse en el mundo y dejar en él algo de sí mismo, de marcharse quedándose. Dejar unos hijos que prolonguen y recuerden su memoria, dejar una casa construida, un árbol plantado, una obra de carácter científico, literario o artístico... Jesucristo, en su condición de hombre y Dios, es el único que puede satisfacer plenamente este ansia. Él se va, como todo ser histórico. Pero también se queda, y no sólo en el recuerdo, no sólo en una obra, sino realmente. Él vive glorioso en el cielo, y permanece misterioso en la tierra. Vive por la gracia en el interior de cada cristiano, y la Eucaristía prolonga su presencia real y redentora. Vive y se ha quedado con nosotros en su Palabra, que resuena en los labios de los predicadores y en el interior de las conciencias. Se ha quedado y se hace presente en sus ministros, que lo representan ante los hombres y lo prolongan con sus labios y sus manos. Cristo es nuestro compañero, siempre está a nuestro lado, ¿pensamos de vez en cuando en esta magnífica presencia de Cristo amigo y Redentor?
Con la Ascensión, los cristianos asumimos la misma tarea del Salvador: consagrar el mundo a Dios en el altar de la historia. Para el cristiano cada día es una liturgia de alabanza y bendición de Dios. No hay ninguna actividad de la vida diaria de los hombres que no pueda convertirse en una ofrenda santa y agradable a Dios. Por el bautismo estamos llamados a confesar ante los hombres la fe que recibimos de Dios por medio de la Iglesia. Como discípulo de Cristo confieso mi fe en la familia, en las reuniones de amigos o de trabajo; pongo mi fe por encima de todo, y hago de ella la medida de mi decisión y comportamiento. ¿Es ya mi vida una liturgia santa y agradable a Dios? ¿Es éste mi deseo más íntimo y mi más firme propósito?
"Recibiréis fuerza para ser mis testigos". Este equilibrio entre el respeto a la libertad del otro y el amor al prójimo nos sitúan a los que tenemos la misión de "hacer discípulos" en una posición de desventaja y de debilidad. Dios quiso, nos dirá el apóstol Pablo, que la fe y la salvación llegasen por algo tan trivial como la predicación. No tenemos otro medio de persuasión que la palabra, aunque, eso sí, es la palabra de Dios y no las elucubraciones de los hombres. Esta situación de debilidad no es otra que la de la cruz, la que eligió Jesús. Al celebrar hoy su ascensión al cielo, celebramos el reconocimiento por parte de Dios del camino elegido y seguido por Jesús hasta sus últimas consecuencias: el camino de la predicación, del servicio, de la muerte en la cruz. La ascensión de Jesús nada tiene que ver con las estrategias y cálculos humanos para medrar y ascender aplastando y desplazando a los demás. La ascensión se inicia en la subida a la cruz, al colmo del amor a los demás, al límite del espíritu de servir, al extremo de la obediencia al Padre. Por eso el que sube a la cruz ascenderá hasta el cielo y se sentará a la derecha del Padre. Desde la cruz, que es el último lugar del mundo, pero el primero para subir al cielo, Jesús deja en nuestras manos la misión que le trajo a este mundo. Id, nos dice, y haced discípulos de todos los pueblos... Yo estoy con vosotros. En el nombre de Jesús recorreremos el mundo entero para que el Evangelio se escuche en toda la tierra y todos puedan ser discípulos de Jesús. Tal es la misión de la Iglesia, la de los bautizados, la nuestra (“Eucaristía 1987”). El relato de la ascensión de Jesús tiende a subrayar la responsabilidad de los creyentes, no ser absentistas en un mundo tan necesitado de nuestra actuación... “Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo?” les dirá el ángel a los discípulos… hay que trabajar, no estar en babia, o sólo pensando en el cielo… En este mundo presente, difícil y doloroso, la fiesta de hoy -la palabra de Dios que hemos escuchado- nos indica el verdadero camino, en el cumplimiento de nuestro deber de cristianos, ahora y aquí que es preciso seguir, a pesar de nuestras limitaciones. No podemos inhibirnos, porque Jesús esté en el cielo y "donde nos ha precedido Él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su Cuerpo". (Como si dijéramos: puesto que es imposible resolver los males del mundo, ¡vivamos la esperanza en el cielo!). Es la solución equivocada, fácil, de aquellos que se encierran en sí mismos, procuran resolver sus problemas personales, rozan sólo tangencialmente los de los demás... y su vida cristiana consiste en asegurar la propia salvación. Es el comportamiento de aquellos cristianos para los que la tierra y el tiempo en el que viven sólo tienen un valor relativo y su piedad, su salvación, lo es todo. Podríamos preguntarles: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?" Son muchos más de los que parece, porque son muchos los que dicen que aquí no se puede hacer nada, muchos los que actúan de modo que los problemas personales les hacen olvidar los deberes sociales. Tampoco es solución cristiana vivir los males de este mundo, olvidando que "no os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad" para establecer el Reino de Dios, que es justicia, libertad, paz y amor. Es la visión de aquellos para los que la vida futura no cuenta, y todos los males hay que resolverlos en el tiempo, y sólo con miras y medios humanos. Viven asfixiados por un presente sin trascendencia que, en la imposibilidad de solucionar los males, les conduce a un pesimismo, o a unos males tanto o más dolorosos que los que quieren remediar (R. Daumal).
Con el acontecimiento de la Ascensión se termina una serie de apariciones del Resucitado. ¿Dónde estaba Jesús durante los 40 días después de Pascua, cuando se aparecía a sus discípulos? ¿Estaba solitario, escondido, en algún lugar de Palestina, del que salía de cuando en cuando, para ver a sus discípulos? ¡No! Jesús estaba ya "junto al Padre" y "desde allí" se hacía visible y tangible a los suyos. Junto al Padre estaba ya desde su resurrección y con nosotros permanece aun después de subir al Padre. En la Ascensión no se da una partida que dé lugar a una despedida; es una desaparición que da lugar a una presencia distinta. Jesús no se va, deja de ser visible. En la Ascensión Cristo no nos dejó huérfanos, sino que se instaló más definitivamente entre nosotros con otras presencias. "Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos" (Mt 28, 20). Así lo había prometido y así lo cumplió. Por la Ascensión Cristo no se fue a otro lugar, sino que entró en la plenitud de su Padre como Dios y como hombre. Y precisamente por eso se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Por esto es muy importante entender qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús se fue al cielo o que está sentado a la derecha de Dios Padre. La única manera de convertir la Ascensión en una fiesta es comprender a fondo la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Una partida da lugar a una ausencia. Una desaparición inaugura una presencia oculta. Por la Ascensión Cristo se hizo invisible: entra en la participación de la omnipotencia del Padre, fue plenamente glorificado, exaltado, espiritualizado en su humanidad. Y debido a esto, se halla más que nunca en relación con cada uno de nosotros. Si la Ascensión fuera la partida de Cristo deberíamos entristecernos y echarlo de menos. Pero, afortunadamente, no es así. Cristo permanece con nosotros "siempre hasta la consumación del mundo". En la Biblia, la palabra cielo no designa propiamente un lugar: es un símbolo para expresar la grandeza de Dios. S. Pablo dice: "subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia" (Ef 4, 10), es decir, alcanzó una eficacia infinita que le permitía llenarlo todo con su presencia. "Encielar" a Cristo es como desterrarlo, es perderlo. Su ascensión es una ascensión en poder, en eficacia, y por tanto, una intensificación de su presencia, como así lo atestigua la eucaristía. No es una ascensión local, cuyo resultado sólo sería un alejamiento. No olvidemos que el relato de los Hechos de los apóstoles es mucho más el relato de la última aparición de Cristo que la fecha de su glorificación.
En la versión de los Hechos, la Ascensión aparecía ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los 40 días designa siempre en la Escritura un período de espera: no es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. A este respecto es muy significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al cielo (v. 11). Y la imagen de la nube es también signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo, mucho más allá de un fenómeno meteorológico: es un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.
Lucas da por último al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11; cf. Mc 16,19) o "llevado" (v. 9). Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Cristo sigue viviendo por el Espíritu en su Iglesia, Él es la fuerza que dominaba en la iglesia primitiva y capacitaba a los apóstoles a cumplir el encargo de Jesús… ante la pregunta sobre el momento de la restauración del reino de Israel, Jesús responde que no tienen por qué preocuparse de la intención de Dios; más bien tienen que pensar en la tarea que están a punto de comenzar con el impulso del Espíritu: como testigos de Jesús, llevar a los hombres la realidad de la salvación establecida por Él en la palabra y en la gracia. Hay que resaltar el significado fundamental de la palabra "testigo" en relación con el esquema del campo de misión ("Jerusalén-Judea-Samaría- confines de la tierra"), es decir, la tarea se orienta universalmente, a lo ancho del mundo; esquema que ya es repetición de Lc 24, 47s. En este sentido es importante ver que sólo el Jesús resucitado da esta misión ("confines de la tierra", "a todos los pueblos", "a toda criatura"), mientras que Jesús al principio (Mt 10,5s;15,24) se había limitado a Israel. Junto al testimonio de la real ascensión de Jesús al Padre, el consuelo de estas revelaciones se centra en la promesa de su retorno. Entre el Señor que marcha y el que ha de venir se halla el tiempo del testimonio de la iglesia. Aquí queda fundada la espera (esperanza) de los cristianos, que en el tiempo de los apóstoles estuvo impregnada de una fuerte convicción de la inmediata llegada de la parusía (Hch 3,20;1 Tes 4,15;1 Cor y,26;15,51: “Eucaristía 1988”).
Lucas hace alusión a su evangelio, cuyo relato se propone continuar ahora en los Hechos. Ambos libros están dedicados a un tal Teófilo, quien se encargaría de su difusión; pues, según costumbre de la época, el libro pasaba a ser propiedad de la persona a la que estaba dedicado, siempre que ésta se comprometiera a difundirlo. Todas las "apariciones" de Jesús son para Lucas "pruebas" de que ha resucitado y vive para siempre. Y la mayor de todas estas pruebas es la ascensión a los cielos. De esta manera confirma la fe de los que han de ser sus testigos en todo el mundo, de los apóstoles. Tenemos aquí la única información bíblica sobre el tiempo que duraron las apariciones del Señor; pero este dato no tiene demasiada importancia, entre otras cosas porque se trata evidentemente de un número simbólico igual que los cuarenta años de peregrinación de Israel por el desierto o los cuarenta días de ayuno de Jesús antes de comenzar su vida pública. Lo que sí es importante es la instrucción acerca del reino de Dios que reciben los apóstoles durante este tiempo primordial. Jesús no les instruye acerca de la organización de la iglesia, sino que les habla del reino de Dios. No debe confundirse el reino de Dios con la iglesia, que lo proclama en el mundo. Después de esta noticia global sobre las apariciones de Jesús, Lucas se refiere concretamente a una de ellas. Jesús ordena a sus discípulos que se queden en Jerusalén hasta que sean "bautizados con Espíritu Santo", esto es, hasta que descienda sobre ellos el Espíritu Santo, que es la fuerza de Dios. También Jesús, después de su bautismo en el Jordán y antes de comenzar a predicar el evangelio del reino de Dios, recibió el Espíritu Santo. El don del Espíritu había sido anunciado por los profetas como una señal de los tiempos mesiánicos. Esto y la enseñanza que reciben sobre el reino de Dios, hace pensar a los apóstoles que ha llegado el momento de restaurar la dinastía de David y reivindicar frente a los romanos la soberanía de Israel. Jesús deshace el malentendido. Les dice que el don del Espíritu lo van a necesitar para llevar el evangelio a todas las naciones comenzando por Jerusalén. Por otra parte, rechaza la pretensión humana de conocer los tiempos y las fechas en que Dios cumplirá las promesas a Israel. Y en cualquier caso, el reino de Dios, que ha de anunciarse a todas las naciones, desborda los intereses particulares de un mesianismo concebido a ras de tierra en beneficio de los judíos. La ascensión de Jesús es un misterio, un acontecimiento para la fe. Lo que importa no es su descripción a manera de un acontecimiento visible sino la realidad significada en esa descripción. La ascensión del Señor es el éxodo por antonomasia (cfr. Lc 9,31), el retorno de Jesús al Padre (cfr. Jn 13,1; 14,28; 16,28; 17,13; 20,17) y su entrada en la gloria (Jn 13,31s; 17,1) la condición requerida para que el Señor envíe el Espíritu (Jn 16,7; 15,26) y el anuncio de la segunda venida del Señor sobre las nubes (1,11). En ella aparece la dimensión cósmica del triunfo de Jesús, que ha sido constituido como Señor, y se proclama el advenimiento del reinado de Dios que trasciende los límites y fronteras y acoge a todos los hombres sin discriminación (10,34sg; 17,30; Lc 24,47). Ha terminado la obra de Jesús y debe comenzar ahora la misión en el mundo la comunidad de Jesús. Se abre un paréntesis para la responsabilidad de los creyentes. Entre la primera y la segunda venida del Señor, se extiende la misión de la iglesia. No podemos quedarnos con la boca abierta viendo visiones (“Eucaristía 1982”).
2. Salmo 46: Este salmo aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente, este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca. Nosotros con este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo (Pedro Farnés). El triunfo supremo de Cristo, el que abarca todos los demás, consiste en haber vencido a la muerte por medio de su gloriosa Resurrección, adentrándose en una senda sublime que es la senda de la vida gloriosa de Dios. Así triunfa de sus acusadores: Satanás, la muerte y el pecado. Con ella se ha realizado una inversión de todo hacia la luz. Como quiera que, de una manera misteriosa, Él involucra a todos los hombres, todos nosotros estamos arrancados, en principio, del poder de esos mismos enemigos, mientras nos mantengamos unidos a su Persona por la fe, el Bautismo y la gracia. No veamos un simple favor en nuestra resurrección. El designio divino consistió en nuestra incorporación a Cristo. Era necesario que "le hubiésemos sido dados". Ahora -una vez injertados a Cristo-, resucita Él y, en consecuencia, resucitaremos también nosotros, sus miembros, análogamente a como, juntamente con Lázaro, resucitaron todos sus miembros. Sólo que, en nuestro caso, para nunca más morir. La Resurrección del Señor es nuestra resurrección. Sólo hay un Cristo y una Resurrección: la del "Cristo total": Cabeza y miembros. He aquí el motivo -este triunfo de extensión universal que se incoa en la Resurrección-, por el que todos los pueblos aclaman y baten palmas a Dios y le alaban en tono encomiástico como Rey de reyes y Señor de señores.
El salmo 46 tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida. El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación. Ellas muestran hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la sustancia corpórea de Cristo (cf. San León Magno, Sermón 72). Tocad con maestría (en la Vulgata, 'Psállite sapienter', maestría -'sapienter'- propia de los Santos, que son los que poseen un exquisito conocimiento del Misterio de Cristo; incluye la comprensión espiritual de aquello que se canta… y Benito concluye con la regla de oro de la oración litúrgica: Salmodiemos de modo que nuestra mente sea concorde con nuestras voces: F. Arocena).
Uno de los días de la "fiesta de los Tabernáculos", Jerusalén festejaba a "su rey" Dios. Se partía de la parte baja, de la fuente de Sión en el fondo del valle del Cedrón, luego la procesión subía, "se elevaba" hasta la colina de Sión dominada por el Templo. En una especie de "mimo" simbólico, se hacía el simulacro de entronizar a Dios en su realeza, "en su trono sagrado". Dios, estaba allí, en medio de su pueblo regocijado que lo aclamaba: esta dinámica realizaba lo que ella significaba, la ceremonia no daba la realeza a Dios porque Yahvé es Dios desde siempre... Pero sí actualizaba esta realeza, ya que, por la celebración misma, Dios reinaba, de hecho, sobre este pueblo. Como en toda ideología real, se veía a Dios como "el gran rey" (término babilónico), "el Altísimo", "sentado sobre un trono"... Vencedor de sus enemigos, (Él somete las naciones)... Y se imaginaba cómo todos los reyes y príncipes de la tierra venían a rendirle pleitesía. Esta "subida" del rey a su trono se hacía entre las aclamaciones entusiastas de la muchedumbre: "¡Terouah!" que era a la vez ovación y grito de guerra. Siete verbos en imperativo invitan a la asamblea a hacer más ruido, a gritar más fuerte: "¡Aplaudid!"..."¡Aclamad con vuestros gritos!"... "¡Tocad la trompeta!"... "¡Cantad!"... Cuando la muchedumbre llegaba al templo, los goznes de las puertas debían temblar... Tal como lo consignó Isaías, en los repetidos "Sanctus" - "Santo". Audacia de este pequeño pueblo, que no tuvo jamás ni poder político ni militar, frente a sus poderosos vecinos, Egipto y Babilonia... ¡Audacia para pensar y decir que su rey, su Dios... era el rey de toda la tierra! Audacia para "gritar" que su rey era victorioso, cuando toda la historia de Israel nos muestra un pueblo "ocupado" y "sometido" a vecinos que le exigen rescate.
¡Era un anuncio profético! Lo que jamás se había realizado humanamente, llegó a ser realidad misteriosa con Jesucristo. El verbo "Dios se eleva", Dios sube, presente en el corazón de este salmo esperaba su plena realización. La Iglesia desde el comienzo, tomó este verbo "subir" para aplicarlo a la Ascensión de Jesús resucitado en la gloria del Padre. Más allá de la palabra, es "la realeza universal de Dios" que quería celebrar este salmo, y que también canta la fiesta de la Ascensión. Humillado por un tiempo, en su "condición de esclavo", Jesús, en su Pascua, es soberanamente elevado y recibe el "Nombre que está sobre todo nombre". Entonces toma posesión de su Reino, "sentado a la diestra de Dios aclamado por los espíritus celestiales"... Vencedor ya, simbólicamente de todos los enemigos, esperando este día en que volverán a su Padre todas las naciones "reunidas ante Él" (Fil 2,5-11; 1 Co15,24).
La ascensión, alegría de la humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Un hermoso himno canta así: "la tierra está feliz. Ha dado su primer fruto de gloria: ¡Jesús ha subido cerca del Padre! Feliz, lleva la promesa. Recogida en su humildad, atrae la luz de lo alto." Sí, el triunfo real de Dios, es también el triunfo pleno de un hombre "nacido de mujer" (Gal 4,4). Dios ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin todo bajo sus pies" (1 Co 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal, que obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de la plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que Él nos participará un día esta misma gloria, porque Él es el "primogénito" de toda la creación: lo que se realizó en Él, también se realizará en nosotros. Cuando el hombre moderno se desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio "de elevación", de "ascensión"? Allí encuentra justificación profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los pobres hay un "rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre arruinado, el ser salpicado de manchas... están destinados a la condición "real y divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la "promoción" de mis hermanos? No hay necesidad de ser cristiano para actuar en este sentido, dirán algunos. Y otros añadirán, que los cristianos no trabajan suficientemente en este sentido, mientras los ateos se entregan con generosidad. Esto es cierto, desgraciadamente. Sin embargo, quien conoce el sentido de la historia, quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad, debería encontrar en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta empresa. Pueblo elegido... Pueblo escogido... Pueblos de la tierra... Todos los pueblos... En este salmo, surge una vez más la dialéctica entre un polo "particularista" (la convicción de ser un pueblo separado, "preferido" de Dios, pueblo de Jacob, pueblo de Abraham), y un polo universalista (el llamado a todos los hombres a adorar el verdadero Dios). No se trata aquí de dar una imagen de una sumisión impuesta por la fuerza: "Gritad de alegría" no es cosa de pueblos vencidos... "Aplaudir" no es un gesto de sumisión, "reunirse" no es fruto de una opresión tiránica. Pese a las apariencias del vocabulario ("¡es el que somete a las naciones!"), se trata de una reunión libre, de una "fiesta". El cielo no es una dictadura ni un presidio, es una inmensa celebración festiva. La realeza de Jesucristo poca cosa tiene que ver con las realezas de la tierra: "los reyes de la tierra dominan como señores... que no sea lo mismo entre vosotros" (Mc 10,42). Gritos de alegría... aplausos... participar alegremente en esta aclamación de Dios. La liturgia nos invita a ello a menudo. Pero nosotros permanecemos terriblemente mudos y fríos. Debemos ser de aquellos que invitan a los demás a esta fiesta divina. El apostolado no es una invitación regañona y suficiente dirigida a los demás para que se conviertan, sino una invitación alegre a participar en la alegría de los hijos del rey... ¡Venid a las bodas! (Mc 2,19-Lc 14,17). Dios, el gran rey... el Altísimo... El adorable... Un día, un día escatológico seremos deslumbrados por esta grandeza divina. Ahora, Dios es extrañamente discreto e invisible. Pero nada impide que anticipemos este día... Desde hoy (Noel Quesson).
3. Ver tb. sabado de la 28ª semana. Dentro de un contexto de acción de gracias al Padre, el autor pide a Dios que conceda a los efesios "espíritu de sabiduría y revelación" para conocerlo, pues el "Padre de la gloria" es el principio de la salvación operada en Cristo y de la luz que se requiere para conocerlo. No se trata de dotes intelectuales para conocer una verdad abstracta, sino del don de sabiduría que lleva al conocimiento y a la aceptación de los designios amorosos de la voluntad de Dios. Conocer es también amar, es ver a Dios con los ojos del corazón por una fe eminentemente práctica. Concretamente, pide el autor que los efesios conozcan: a) la esperanza a la que fueron llamados, b) la herencia que todavía esperan, y c) el poder de Dios que se manifestó en la exaltación de Jesús resucitado y ahora actúa en los creyentes hasta que también ellos resuciten como nuestro Señor. La experiencia cristiana del dinamismo de la salvación sustenta la actitud esperanzada de los creyentes que se manifiesta en la acción de gracias por lo que ya han recibido y en la petición confiada de lo que está por venir. v 21: El judaísmo tardío participaba en la creencia común del mundo helenista en los poderes cósmicos que dominan los destinos del hombre. Pablo confiesa que Cristo es Señor sin limitaciones espaciales o temporales, que domina sobre todos los poderes cósmicos. Dejando a un lado la visión mitológica del universo, Pablo afirma a su manera, mejor, según la manera de ver de los hombres de su tiempo, que es posible superar por la fe en Cristo cualquier tipo de opresión.
v. 22: A la pequeña comunidad de creyentes, numérica y sociológicamente insignificante, le ha sido dada como cabeza nada menos que el único Señor del universo. La perspectiva cósmica en la que se confiesa el señorío de Cristo ha de librar a la Iglesia de todos los sectarismos y de cualquier derrotismo.
Y ahora se hacen de la Iglesia dos afirmaciones. La primera: que es cuerpo de Cristo. Por tanto, de la misma manera que la cabeza de un cuerpo recapitula todos los miembros dándoles vida y unidad, así también Cristo reúne a los fieles en un solo cuerpo y les da la nueva vida.
La segunda afirmación sobre la Iglesia la define como "plenitud" de Cristo. No que la Iglesia dé a Cristo lo que le falta, sino que Cristo es Señor y origen de la plenitud de la Iglesia. Pues Él es el que lo acaba todo en todos. La Iglesia es el espacio en el que irrumpe el amor de Cristo en el mundo y para todo el mundo (cf. 3.18s). Cristo ejerce su poder mediante el amor, con el mismo amor con el que se entregó por todos hasta la muerte (5.2). Cristo quiere ejercer este señorío del amor en el mundo a través de la Iglesia. En este texto se muestra una conciencia de la Iglesia que nos compromete: ¿hasta qué punto estamos dispuestos los cristianos a ser el vehículo del amor de Cristo que se entrega para que todo el universo llegue a una plenitud significativa? (“Eucaristía 1981”).
Pablo suspira porque los creyentes tengan luz en su mente y en su corazón para que comprendan, en primer lugar, qué maravillosa esperanza pueden albergar por el hecho de que Dios los haya llamado; en segundo lugar, qué riqueza supone la herencia que les ha sido destinada, una vez que ahora pueden contarse entre la comunidad de los santos y justos que configuran el gran pueblo de Dios; en tercer lugar, qué admirable actuación lleva a cabo Dios en ellos con su poder y, además, la que ha de llevar a cabo cuando los resucite y los conduzca a una vida eterna. Estas actuaciones de Dios no están aún palmariamente claras para nuestros sentidos corporales. Por eso Pablo, en los versos 20-23, las señala como subordinadas a cuatro grandes hechos que Dios ya ha realizado en Cristo. Pero las consecuencias de todas estas cosas realizadas en Cristo llegan ya a los creyentes como miembros del cuerpo de aquél (cf.2,5s). La exaltación de Cristo es contemplada en una doble perspectiva: cósmica y eclesiológica. Cristo es la cabeza del universo entero y, como tal, ha sido dado a la Iglesia. La comunidad cristiana, numérica y sociológicamente insignificante en el Asia Menor, debe saber que tiene por cabeza al que es la cabeza del universo, al Señor (“Eucaristía 1989”).
El apóstol ruega para que los suyos alcancen el conocimiento: la experiencia de la fe y del amor, a fin de que comprendan la grandeza de su vocación. La oración de Pablo se convierte en una gran afirmación acerca del poder y la riqueza de Dios, que se ha mostrado en Cristo y al que ha revelado, como Dios que también es, mayor que todos los poderes imaginables (principados, potestades, dominaciones, etc., que, según la creencia del judaísmo tardío, eran los poderes cósmicos que dominaban los destinos de los hombres; creencia de la que supone Pablo, pero de la que no afirma nada, sino sólo que -sobre esa hipótesis- Cristo es el más fuerte, por encima de todo lo que pueda esclavizar al hombre...). Dios ha resucitado de la muerte a este Cristo, le ha dado la gloria celestial y lo ha hecho cabeza de la iglesia y de todo (Col 1,18). El sentido de "cabeza" está en su relación al "cuerpo", no es simplemente una colocación de poder sin más. La idea "Cristo-cabeza" e "iglesia, su cuerpo" -diremos "cuerpo místico"- expresa que la iglesia está en todo dirigida y sometida a Cristo; ambos forman una real unidad; la iglesia vive y se desarrolla por la fuerza que procede de Cristo (Ef 4,16; Col 2,19). Esta misma idea se expone en la imagen de "la vid y los sarmientos" (Jn 15,1-8). La iglesia, comunidad de creyentes, es, pues, su "cuerpo"; inseparablemente unida a Él, partícipe de la vida (celestial) divina. La iglesia es también el lugar o espacio de la presencia de Jesucristo en el mundo, su expresión terrenal... De ahí se comprende, o se ha de comprender, que, junto a su Señor glorificado, los creyentes hayan comenzado a vivir en una nueva creación, en un nuevo mundo, en una nueva vida. Esto deben saberlo y realizarlo. Por eso hace Pablo hincapié en el conocimiento de la esperanza que de ahí se desprende, de la riqueza de la herencia, etc.; conocimiento que deben alcanzar los creyentes con la fuerza de Jesucristo y por los que Pablo ora al Padre (“Eucaristía 1988”).
Cristo escapa a nuestra mirada carnal para que, más allá de las apariencias, veamos en la fe las cosas tal como ellas son. Es necesario ver la vida a través de Cristo. Sin Él, la vida es un fuego fatuo; cuanto más se la quiere coger, tanto más se nos escapa, como los granos de arena en un puño cerrado. Pero Cristo resucitado nos dice: "Miradme a mí. La vida es una fuerza imparable que rompe todas las barreras del tiempo, del ser y de la muerte" (cfr v. 18). Hay que ver al hombre a través de Cristo. Desde Cristo, el hombre es más majestuoso que los astros, más valioso que todo el cosmos: es un dios (cfr. vs. 20-21). Hay que ver a la Iglesia a través de Cristo. Sociedad simpática para unos, retrasadilla pero moralmente útil para otros. Cristo resucitado nos dice: "La Iglesia es mi cuerpo. Yo lo hago crecer a lo largo de los siglos para inmortalizar las penas y las alegrías de los hombres" (cfr. vs. 22-23: Dabar 1978).
Así nos animaba S. Agustín: “Habiéndose convertido Cristo en nuestro camino, ¿desesperaremos de llegar? Este camino no puede ni acabarse, ni interrumpirse, ni borrarse por lluvias o tormentas, ni ser asediado por ladrones. Camina seguro en Cristo; camina; no tropieces, no caigas, no mires atrás, no te quedes parado en el camino, no te apartes de él. Si te cuidas de todo esto, llegarás. Una vez que hayas llegado, gloríate ya de ello, pero no en ti. Pues, quien se alaba a sí mismo, no alaba a Dios, sino que se aparta de Él. Sucede como a quien se aparta del fuego: el fuego permanece caliente, pero él se enfría; o como al que quiere alejarse de la luz; si lo hiciere, la luz permanece resplandeciente en sí misma, pero él queda en tinieblas. No nos alejemos del calor del Espíritu ni de la luz de la Verdad. Ahora hemos escuchado su voz; entonces, en cambio, lo veremos cara a cara. Que nadie se complazca en sí mismo ni nadie insulte a los demás. Que nuestro deseo común de progresar no nos conduzca a envidiar a los avanzados ni a insultar a los retardados, y se cumplirá en nosotros, con gozo, lo prometido en el evangelio: Y yo los resucitaré en el último día (Jn 6,39)”.
4. Es el “final canónico de Marcos", dicen que proveniente de relatos pascuales de los otros evangelios: terminada la misión de Jesús en el mundo, ha de comenzar la misión de sus discípulos. Estos han de predicar y hacer lo mismo que su Maestro. Aparece aquí la fórmula "Señor Jesús", que constituye el núcleo más originario del símbolo de la fe cristiana. En esta fórmula se confiesa que Jesús, el hijo de María, que padeció bajo Poncio Pilato, es el Señor resucitado. Ese Jesús es, pues, Dios, igual al Padre, pero también de un modo diferente, porque todo lo recibe del que todo lo tiene. Por eso, también está escrito que su nombre es el Hijo (Heb 1,4). Y cuando los creyentes nos dirigimos al Padre en nombre de Jesús, esto es mucho más que ampararnos en sus méritos (Heb 5,9) o valernos de su poderosa intercesión (Heb 7,25): en el nombre de Jesús nos presentamos como hijos, sabiendo que Dios nos abraza en el mismo amor paterno que tiene a su muy amado (Ef 1,6: “Eucaristía 1988”).
S. Agustín comenta: “Hoy celebramos la Ascensión del Señor al cielo. No escuchemos en vano las palabras: «Levantemos el corazón», y subamos con Él, con corazón íntegro, según lo que enseña el Apóstol: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba donde está sentado Cristo a la derecha del Padre; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra (Col 3,1-2). La necesidad de obrar seguirá en la tierra; pero el deseo de la ascensión ha de estar en el cielo. Aquí la esperanza, allí la realidad. Cuando tengamos la realidad allí, no habrá esperanza ni aquí ni allí; no porque la esperanza carezca de sentido, sino porque dejará de existir ante la presencia de la realidad. Oíd también lo que dijo el Apóstol acerca de la esperanza: Hemos sido salvados en esperanza. Mas la esperanza que se ve no es esperanza, pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Pero si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25). Prestad atención a los mismos asuntos humanos y considerad que si alguien espera tomar mujer es porque aún no la tiene. Pues si ya la tiene, ¿qué espera? Se casa efectivamente con la mujer con la que esperaba hacerlo y no esperará ya más tal cosa. La esperanza llega a su término felizmente, cuando se hace presente la realidad. Todo peregrino espera llegar a su patria; hasta que no se vea en ella, seguirá esperándolo; mas una vez que haya llegado, dejará de esperarlo. A la esperanza le sucede la realidad. La esperanza llega felizmente a su término cuando se posee lo que se esperaba. Por tanto, amadísimos, acabáis de oír la invitación a levantar el corazón; al mismo corazón se debe el que pensemos en la vida futura. Vivamos santamente aquí para vivir allí. Ved cuán grande fue la condescendencia de nuestro Señor. Quien nos hizo descendió hasta nosotros, puesto que habíamos caído de Él. Mas, para venir a nosotros, Él no cayó, sino que descendió. Por tanto, si descendió hasta nosotros, nos elevó. Nuestra Cabeza nos ha elevado ya en su cuerpo; adonde está Él le siguen también los miembros, puesto que adonde se ha dirigido antes la Cabeza han de seguirle también los miembros. Él es la Cabeza, nosotros los miembros. Él está en el cielo, nosotros en la tierra. ¿Tan lejos está de nosotros? De ningún modo. Si te fijas en el espacio está lejos; si te fijas en el amor está con nosotros. En efecto, si Él no estuviese con nosotros, no hubiese dicho en el evangelio: Ved que estoy con vosotros hasta la consumación del mundo (Mt 28,28). Si Él no está con nosotros mentimos cuando decimos: «El Señor esté con vosotros». Tampoco hubiese gritado desde el cielo cuando Saulo perseguía, no a Él, sino a sus santos, a sus siervos... Caminemos confiados hacia esa esperanza porque es veraz quien ha hecho la promesa; pero vivamos de tal manera que podamos decirle con la frente bien alta: «Cumplimos lo que nos mandaste, danos lo que nos prometiste»”.
El Señor ha ascendido a los cielos. Mientras tanto ¿qué hacer? Esta es la cuestión fundamental: ¿Y ahora, qué? -Vivir la certeza de que Él «está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo». Que la Encarnación es un gesto de Dios irreversible. Está, pero de otro modo. Y los apóstoles necesitaron semanas para comprender y hacerse a la idea. Es el sentido de lo sorprendente de cada «aparición». Reconocerle en tantas mediaciones: Iglesia, comunidad, sacramentos, eucaristía, hermanos... Encontrar al Señor en todo y de tantas maneras. La Ascensión es la plenitud de la Encarnación. Cuando se hizo carne no se pudo encarnar más que en un solo hombre, el que asumió personalmente el Verbo de Dios. Pero mediante la Ascensión, por la fuerza del Espíritu que lo resucitó de entre los muertos, se hace «más íntimo a nosotros que nosotros mismos», de tal modo que Pablo pudo decir «vivo yo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí». Durante su vida mortal Jesús vivió la condición corporal y sus limitaciones en espacio y tiempo. Cuando estaba sentado en casa de Lázaro y de sus hermanas, no estaba en otra parte. Y cuando dormía, envuelto en su manto, cerca de sus discípulos al borde del lago, no estaba en ellos, como lo estuvo después. Por ello, la Ascensión aparece no como una ausencia de Jesús que haría legítima su tristeza, sino como una modificación de su presencia: la presencia corporal, sin dejar de ser corporal, muere a cierta manera de ser, para realizarse totalmente, es decir, para llegar a ser más interior y más universal. Podríamos decir que en el cuerpo glorificado de Jesús se realizan las promesas al cuerpo humano. Lo que prometía, en el encuentro personal, deja de impedirlo. Este es el verdadero cuerpo humano. Para nosotros, el cuerpo es lo que nos hace presentes, pero al mismo tiempo limita y sabotea esta presencia de la persona. Con razón escribía Blondel: «Es una extraña soledad el que los cuerpos y todo lo que se ha podido decir de la unión no es nada para el precio de la separación que causan». Pero en el cuerpo glorificado de Jesús se realiza lo que no nos habríamos atrevido a esperar. Jesús se hace inmediatamente presente a los que ama, y se une a ellos allí donde ellos son justamente ellos mismos, se hace interior a ellos. Y, por otra parte, se hace simultáneamente presente a todos, sin limitaciones espacio-temporales. Así, el misterio de Jesús aboliendo ciertas formas de presencia corporal para tener junto a nosotros una presencia más interior y más universal, es a la vez el sentido de una experiencia humana vivida y la promesa de que esta experiencia será salvada y colmada para los que la vivan en la fe. El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.
Como dice el Catecismo, “sólo el que "salió del Padre" puede "volver al Padre": Cristo (cf Jn 16,28). "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre" (Jn 3,13; cf, Ef 4,8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la "Casa del Padre" (Jn 14,2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, "ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino" (MR, Prefacio de la Ascensión).
"Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no "penetró en un Santuario hecho por mano de hombre..., sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9,24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7,25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros" (Hb 9,11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf Ap 4,6-11).
Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" (San Juan Damasceno).
Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A Él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del "Reino que no tendrá fin" (Símbolo de Nicea-Constantinopla).
Confesión de fe en el cielo son, al menos desde un punto de vista sociológico (¡también teológico!), todas esas expresiones al uso en las que reconocemos el cielo en las experiencias felices de la vida. Desde la enamorada confesión "mi cielo", cantada como "cielito lindo", hasta la rotunda aseveración "esto es el cielo", o "esto es la gloria", pasando por las innumerables y cariñosas confidencias "eres un cielo", o "un sol", que viene a ser lo mismo. De manera que en la vida de cada cual, pienso que en la de todos, hay alguna experiencia, alguna señal, suficiente para hacerse una idea del cielo. No se trata, pues, de una palabra vacía ni de un recurso clerical ni de una afirmación sin fundamento. El lenguaje, en la medida que nace de la vida y codifica lo vivido, resulta demasiado explícito, como para menospreciarlo o no tenerlo en cuenta. Otra cosa es cuando pretendemos -¡siempre la misma pretensión!- meter el cielo en razón. No cabe. La razón es solo una capacidad humana (no la única), instrumentalizada en nuestra cultura para fabricar artefactos, aunque sean de alta tecnología. Y eso muy poco tiene que ver con la vida humana que, aunque los necesita, sólo los utiliza para proyectarse en aras del espíritu (“Eucaristía 1993”).
¿Qué otra cosa es el cielo, qué puede ser el cielo si no es el mismo Dios? Decir que Jesús se fue al cielo es decir que fue al Padre de donde había venido. Jesucristo, uno de nosotros, se ha llevado consigo un pedazo de nuestro mundo: su cuerpo glorioso. Y por Jesucristo y en Jesucristo nuestro mundo es una realidad entrañable y entrañada en el seno del Padre. La Ascensión significa que Dios ama al mundo, a todo el mundo. Y significa, consiguientemente, que todo el mundo siente el impacto del amor de Dios y que las criaturas suspiran esperando que un día se manifieste la gloria de los hijos de Dios y aparezca la nueva tierra y el nuevo cielo. A partir de la Ascensión del Señor, la esperanza trabaja la historia de los hombres que son hijos del Futuro. El cristiano no puede ser un hombre que pase por el mundo con indiferencia, creyendo que lo importante es escapar de él y salvar su alma. El cristiano ha de sacar adelante la esperanza del mundo. La Ascensión de Jesús significa que ha llegado el momento de nuestra responsabilidad: "un poco de tiempo". El espacio necesario para responder nosotros. Jesús pronunció la Palabra. Si ahora calla, es porque espera nuestra respuesta (“Eucaristía 1974”).
Te damos gracias, Señor y Dios nuestro, / porque has resucitado a tu Hijo / y lo has encumbrado hasta tu diestra en el cielo. / De este modo has suscitado en nosotros una gran esperanza / y has abierto camino a las aspiraciones de nuestro corazón. // Te pedimos, Señor y Padre nuestro, / que sepamos ver tu claridad en los acontecimientos, / que podamos ver tu huella en todas las cosas, / para que no se apegue a ellas nuestro corazón / y se vea libre para remontarse hasta Ti. // Ayúdanos, Dios y Padre nuestro / a buscarte en el dolor y en la adversidad / a descubrirte en el gozo y en los placeres, / a sentirte cercano en los que sufren y tienen hambre, / a mirarte con amor en el pobre y el marginado. // Danos tu Espíritu, ¡oh Dios!, / para construir una vida y un mundo más hermoso, / donde todos puedan vivir en armonía como hermanos, / donde todos puedan llegar a conocerte / y en todos viva la esperanza de tu gloria (“Eucaristía 1993”).
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