Lectura de los Hechos de los Apóstoles 2,1-11. Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: -¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.
Salmo 103,1ab y 24ac.29bc-30.31 y 34. R/. Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
Bendice, alma mía, al Señor. / ¡Dios mío, qué grande eres! / Cuántas son tus obras, Señor; / la tierra está llena de tus criaturas. / Les retiras el aliento, y expiran, / y vuelven a ser polvo; / envías tu aliento y los creas, / y repueblas la faz de la tierra.
Gloria a Dios para siempre, / goce el Señor con sus obras. / Que le sea agradable mi poema, / y yo me alegraré con el Señor.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 12,3b-7.12-13. Hermanos: Nadie puede decir «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 20,19-23. Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Comentario: 1. Se trata de una descripción que utiliza esquemas y elementos de la literatura escatológica. El viento, el fuego, el ruido los utiliza el AT para describir la irrupción súbita de Dios, pero en esta descripción hay algo nuevo. Como en la mañana de la creación, pero en un estadio más avanzado de la historia de la salvación, Dios establece un nuevo principio, una nueva creación. En este texto hay frecuentes alusiones a la alianza y a la asamblea del Sinaí. Pentecostés, inauguración de la nueva alianza entre Dios y su pueblo reunido en asamblea. La fiesta judía de Pentecostés, Shavuot o Fiesta de las semanas, celebraba el don de la Ley recibida en el Sinaí cincuenta días después de la Pascua. Y también era la última de las tres fiestas judías anuales con peregrinación al Templo, tras Sucot (Tabernáculos) y Pesach (Pascua). Los judíos llamaban "pentecostés" a todo el tiempo festivo de la pascua, pero sobre todo a la conclusión solemne de este tiempo que culminaba a los cincuenta días de haber comenzado. Entonces se celebraba una de las tres grandes festividades ordenadas por la Ley (Ex 23,16). Esta era la "fiesta de la siega" o de la cosecha de los cereales (Lv 23,15-21; Dt 16, 9-12 El día de Pentecostés, precisamente a los cincuenta días de la resurrección del Señor, descendió sobre los apóstoles el Espíritu Santo que les había sido prometido (Jn 14,16). El grano de trigo caído en tierra, Jesús muerto y sepultado, ha dado mucho fruto y este fruto es el Espíritu Santo. En la actualidad, igual que entonces, el pueblo judío ha celebrado Shavuot el pasado viernes, al término de la cosecha de cebada y el comienzo de la de trigo. Esta fiesta es observada por los judíos ortodoxos con un estudio religioso maratoniano y, en Jerusalén, con una convocatoria masiva a la oración festiva ante el Muro. La fiesta de Shavuot, en los kibutzim, marca el clímax de la nueva cosecha de cereales y la maduración de los primeros frutos, incluidas las siete especies mencionadas en la Biblia (trigo, cebada, vid, higo, granada, olivo y dátil).
Ahora, cincuenta días después de la inmolación de Cristo y de su resurrección, se derrama el Espíritu sobre los apóstoles. El primer elemento de esta escena es el viento que en la tradición bíblica indicaba la presencia y la acción de Dios (Gn 1,2; 2.7) y era símbolo del Espíritu de Dios (1 R 19,11s) y lo asume Jesús en Jn 3,5-8. Las lenguas de fuego indican también el Espíritu de Dios (Mt 3,11) o la presencia eficaz de Dios (Ex 3,2; 19,18; Is 6,6; Ez 1,4). También aquí hay una relación con el Sinaí. Hablar lenguas. El fenómeno puede ser la glosolalia. Los apóstoles empiezan a expresarse al modo de los antiguos profetas (Nm 11,25-29; 1 S 10,5-6). Hablan en estado extático como en Hch 10,46; 19,6 y 1 Co 10-14. Puede también referirse a la capacidad que el Espíritu comunica a la comunidad de entenderse, de formar comunidad, a pesar de las diferencias personales. Según una tradición judía la voz de Dios en el Sinaí la oyeron todos los pueblos de la tierra. También ahora todos los pueblos son testigos de la acción del Espíritu en Pentecostés. La enumeración que nos ofrece Lucas va de este a oeste, con Judá-Jerusalén en el centro. Así Lucas simboliza la totalidad del mundo habitado y la universalidad del mensaje (Pere Franquesa).
Una primitiva tradición eclesial caracterizó al escritor Lucas como "pintor entre los evangelistas". Acertó en un rasgo esencial: muchas afirmaciones que los demás escritores neotestamentarios expresan sólo formalmente, en un lenguaje nada intuitivo, los presenta Lucas en cuadros impresionantes. La afirmación central "se llenaron todos del Espíritu Santo" no se nos da escuetamente, sino descrita con fenómenos sensibles que acompañan al acontecimiento. Un ruido, como de un viento fuerte, y lenguas de fuego sirven para presentarnos -al igual que lo hace el Antiguo Testamento con la zarza ardiente, la columna de fuego o la tempestad la cercanía de Dios. Un texto rabínico cuenta que la voz de Dios se dividió en el Sinaí en setenta lenguas, de suerte que la ley fue proclamada a todos los pueblos en sus propios idiomas. Lucas se sirve de los medios literarios que le ofrece el ambiente cultural de su tiempo para exponer de forma gráfica e intuitiva la venida del Espíritu Santo que no está al alcance de los sentidos.
Lucas piensa en un prodigio, no de oír, sino de hablar (v.4). No parece que se trate aquí de la "glosolalia" que se nos describe como ininteligible y necesitada de interpretación. El efecto del vino que hace actuar al borracho de una forma que normalmente no haría (no lo hace él, sino el vino que lleva dentro) puede servir para comprender la realidad del Espíritu Santo que hace obrar y hablar a los que lo poseen de forma diferente (v.15). Lucas mantiene en los Hechos que la misión entre los no judíos se impuso poco a poco en la comunidad primitiva. Previamente, ha puesto en boca del Resucitado el esquema de todo su libro: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo... y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,8). De donde resulta, para la adecuada inteligencia del relato de Pentecostés, que el Espíritu Santo es, sí, el principio básico de la Iglesia y de su misión universal, pero esta misión universal no comienza a realizarse de hecho el mismo día de Pentecostés. Aunque Lucas nombra grupos de todas las naciones, dice que se trata solamente de judíos de la diáspora. El texto no pretende constatar detalles históricos ocurridos en un lugar y día determinados ante millares de ojos, sino, sobre todo, hacer una afirmación teológica sobre la presencia del Espíritu Santo en la comunidad. Pedro, que es el único que toma la palabra, explica que el plan de Dios se ha cumplido en Jesucristo y en la infusión de su Espíritu. El éxito está en el bautismo de tres mil judíos (v.41), que prueba que la Iglesia crece por dentro y por fuera gracias al Espíritu Santo. En la medida que la Iglesia cumple su tarea, lo hace por virtud de este mismo Espíritu que es el motor y la fuerza de la Nueva Ley de cada discípulo de Jesús (“Eucaristía 1990”).
La venida del Espíritu fue un acontecimiento en la historia de la salvación, que es una historia de la fe y para la fe. Los signos externos con los que se describe aquí este misterio nos muestran la irrupción de la fuerza de Dios, el Espíritu, en el mundo de los hombres y presagian la expansión del evangelio entre todos los pueblos. Las "lenguas de fuego" que se distribuyen sobre las cabezas de los discípulos de Jesús revelan que todos participan en la comunión de un mismo Espíritu e interpretan el sentido de esa comunicación. Recordemos que ese mismo Espíritu descendió sobre la cabeza de Jesús en el Jordán y que, después, comenzó su vida pública. Ahora va a comenzar la misión de los apóstoles. El Espíritu hizo que aquellos hombres medrosos y asustados salieran a la calle y predicaran desde las azoteas y en las plazas lo que apenas se atrevían a decir al oído. Mejor que lenguas extranjeras, es decir, lenguas humanas conocidas, se trata aquí de lenguas extrañas o de un modo nuevo de hablar (cfr. Mc 16,17). Probablemente es una alusión a lo que Pablo llama "don de lenguas" (1 Cor 14,2;14-17). Esta manera de hablar bajo la acción del Espíritu sólo pueden comprenderla aquellos que reciben también el mismo Espíritu. Porque el que da capacidad de hablar a los testigos es el que da a los creyentes la posibilidad de escucharles. De ahí que muchos griegos y gentiles entendieran a Pedro no obstante la diversidad de idiomas, mientras que otros, incluidos muchos judíos, que se expresaban en el mismo idioma que Pedro, no comprendieran nada y fuera para ellos como si hablara en chino o estuviera borracho. En Pentecostés sucedió lo contrario de lo que se dice de Babel, donde los hombres que intentaron escalar el cielo terminaron sin entenderse los unos a los otros. Y es que los hombres sólo pueden entenderse entre sí cuando cada uno se abre a la sorprendente gracia de Dios y no cuando luchan como titanes para alzarse sobre las nubes. Si en Babel se dispersó la humanidad, el adviento del Espíritu y su acogida por los hombres significa el principio de una nueva y definitiva reunión. Sobre la diversidad conflictiva, sobre el caos lingüístico, se cierne el Espíritu de Dios. Cuando lo recibamos de verdad, cuando todos tengamos un mismo Espíritu, nos entenderemos aunque hablemos diferentes idiomas. Y surgirá la nueva creación. Porque el problema está en la división de los espíritus, en las mentalidades opuestas y en el enfrentamiento de los intereses (“Eucaristía 1986”).
La Pascua de Pentecostés es un nuevo matiz de la gran Pascua de Cristo resucitado. No hay más que una Pascua, que se prolonga durante cincuenta días. Un día festivo extraordinariamente grande: doce horas son muy pocas para tanta alegría; por eso, nuestro «gran Domingo» (San Atanasio) tiene mil doscientas horas. Un milenario exultante, anticipado. Pentecostés es el cumplimiento de todas las promesas. Se prendió por fin la hoguera que Cristo tanto deseaba. Se abrieron los surtidores y las fuentes inagotables que se habían anunciado. Ya pueden bañarse todos y bautizarse en las aguas del Espíritu. El vino bueno que sobriamente embriaga, ya se sirve en todas las mesas. Dones abundantes, frutos sabrosos y tesoros escondidos, se ofrecen gratuitamente para aquellos que los quieran. Ya todo es posible. Las visiones y los sueños de los profetas se hacen realidad. Es la era de la paz y del Espíritu. Los hombres han aprendido a hablar la misma lengua. Así comenta S. Agustín: “Hoy celebramos la llegada del Espíritu Santo. En efecto, el Señor envió desde el cielo el Espíritu Santo prometido ya en la tierra. De esta manera había prometido ya enviarlo desde el cielo: Él no puede venir en tanto no me vaya yo; mas, una vez que yo me haya ido, os lo enviaré (Jn 16,7). Por eso padeció, murió, resucitó y ascendió; sólo le quedaba cumplir la promesa. Era lo que esperaban sus discípulos, ciento veinte personas, según está escrito; es decir, diez veces el número de los apóstoles. Eligió, en efecto, a doce y envió el Espíritu sobre ciento veinte. A la espera de esta promesa, estaban reunidos en oración en una casa, puesto que deseaban ya con la fe lo mismo que con la oración y anhelo espiritual. Eran odres nuevos a la espera del vino nuevo del cielo, que llegó. Aquel gran racimo había sido ya pisado y glorificado. Leemos, en efecto, en el evangelio: Aún no se había dado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado (Jn 7,39). Ya habéis escuchado cuál fue su respuesta: un gran milagro. Ninguno de los presentes había aprendido más de una lengua. Vino el Espíritu Santo, los llenó a todos, y comenzaron a hablar en las distintas lenguas de todos los pueblos, que ni conocían ni habían aprendido. Se las enseñaba, el que había venido; entró a ellos y los llenó hasta rebosar. Y ésta era entonces la señal: todo el que recibía el Espíritu, nada más sentirse lleno de él, hablaba en las lenguas de todos. Y esto no sólo los ciento veinte. Las mismas Escrituras nos informan de que luego creyeron otros hombres, que fueron bautizados, recibieron el Espíritu Santo y hablaron en las lenguas de todos los pueblos. Los presentes se asustaron, unos admirándose, otros burlándose, hasta el punto de decir: Esos están borrachos y llenos de vino (Hch 2,1-13). Lo decían en plan de burla, pero algo cierto decían: eran odres llenos de vino nuevo. Cuando se leyó el evangelio oísteis: Nadie echa el vino nuevo en odres viejos (Mt 9,17). El hombre carnal no comprende las cosas del Espíritu. La carne es vetustez, la gracia novedad. Cuanto más se renueve el hombre para mejor, tanto más comprenderá, porque gustará de lo verdadero. Borbotaba el mosto, y de este borboteo fluían las lenguas de los pueblos. ¿Acaso, hermanos, no se otorga ahora el Espíritu Santo? Quien así piense, no es digno de recibirlo. También ahora se da. «¿Por qué, entonces, nadie habla en las lenguas de todos los pueblos, como las hablaban los que entonces estaban llenos del Espíritu Santo? ¿Por qué? Porque se ha cumplido lo significado mediante aquel hecho. ¿Qué cosa? Recordad que cuando celebramos el día cuarenta después de Pascua, os indiqué que nuestro Señor Jesucristo nos confió la Iglesia, y luego ascendió a los cielos. Le preguntaron los discípulos cuándo tendría lugar el fin del mundo. Él les respondió: No os corresponde a vosotros conocer el tiempo, que el Padre se reservó en su poder. Entonces aún hacía la promesa que se cumplió hoy: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, y en toda Judea, y Samaria, y hasta los confines de la tierra (Hch 1,7-8). La Iglesia, reunida entonces en una casa, recibió el Espíritu Santo: constaba de pocos hombres, pero estaba presente en las lenguas del mundo entero. He aquí lo que se buscaba entonces. En efecto, el que aquella minúscula Iglesia hablase las lenguas de todos los hombres, ¿qué significaba sino que esta gran Iglesia habla las lenguas de todos los hombres desde la salida del sol hasta su ocaso? Ahora se cumple lo que entonces era una promesa. Escuchamos la promesa y vemos su cumplimiento. Escucha, hija, mira. A la reina misma se dijo: Escucha, hija; mira (Sal 44,11). Escucha la promesa, mírala realizada. No te ha engañado Dios, no te ha engañado tu esposo, no te ha engañado quien dio como dote su propia sangre, no te ha engañado quien de fea te hizo hermosa, y de ramera, virgen. Tú has recibido una promesa que eres tú misma; promesa recibida cuando constabas de pocos y cumplida ahora que posees a tantos. Que nadie diga, pues: «He recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablo las lenguas de todos los pueblos?». Si queréis poseer el Espíritu Santo, prestad atención, hermanos míos. Nuestro espíritu, gracias al cual vive todo hombre, se llama alma. Y ya veis cuál es la función del alma respecto al cuerpo. Da vigor a todos los miembros; ella ve por los ojos, oye por los oídos, huele por las narices, habla por la lengua, obra mediante las manos y camina sirviéndose de los pies; está presente en todos los miembros al mismo tiempo para mantenerlos en vida; da vida a todos y a cada uno su función. No oye el ojo, ni ve el oído ni la lengua, ni habla el oído o el ojo; pero, en todo caso, viven: vive el oído, vive la lengua: son diversas las funciones, pero una misma la vida. Así es la Iglesia de Dios: en unos santos hace milagros, en otros proclama la verdad, en otros guarda la virginidad, en otros la castidad conyugal; en unos una cosa y en otros otra; cada uno realiza su función propia, pero todos tienen la misma vida. Lo que es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo mismo que el alma en todos los miembros de un único cuerpo. Mas ved de qué debéis guardaros, qué tenéis que cumplir y qué habéis de temer. Acontece que en un cuerpo humano, mejor, de un cuerpo humano, hay que amputar un miembro: una mano, un dedo, un pie. ¿Acaso el alma va tras el miembro cortado? Mientras estaba en el cuerpo vivía; una vez cortado, perdió la vida. De idéntica manera el cristiano es católico mientras vive en el cuerpo; el hacerse hereje equivale a ser amputado, y el alma no sigue a un miembro amputado. Por tanto, si queréis recibir la vida del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad y desead la unidad para llegar a la eternidad. Amén”.
2. Salmo 103. Hay similitud con un himno egipcio en honor de Aton-Ra, el dios sol, compuesto por Amenofis IV. Vació, grosso modo, su lenguaje en el molde de los seis días del Génesis, introduciendo un gran optimismo ante la naturaleza... Poniendo en guardia finalmente ante el "mal" que la libertad humana puede hacer, y que finalmente debe desaparecer. Imaginemos a Jesús. "El hombre-Dios, que vino a vivir en medio de los seres que había creado, paseándose en sus dominios, en su obra maestra, mirando el mar, el sol, los animales, los seres vivientes. ¡Las parábolas nos hablan de muchos de ellos! La alusión al "pan" y al "vino", en la obra del hombre, nos recuerda la Cena, en la cual Jesús tomó en sus manos estos dos elementos para que lo representaran. La evocación del "soplo" de Dios que da vida, hizo que se seleccionara este salmo para la fiesta de Pentecostés: "Oh Señor, envía tu Espíritu para que renueve la faz de la tierra". Jesús, la tarde de Pascua, "sopló sobre sus apóstoles y les dijo: recibid el Espíritu Santo" (Juan 20,22).
La "creación" es un acto siempre actual "de Dios": Dios mantiene permanentemente el ser a cuanto existe... ¡Crea sin cesar, en este instante! Y el Génesis afirma que Dios no hace nada sin nosotros, claro está, bajo su dependencia: "¡dominad la tierra y sometedla!" Todas estas maravillas evocadas por el salmo, pueden ser destruidas por el hombre; de allí la petición final: "que desaparezcan de la tierra los malvados". El pensamiento cristiano es fundamentalmente optimista (la creación es buena: "ella alegra a Dios", ¡dice el salmo!... No se trata de un optimismo beato e ingenuo: el perfeccionamiento de la creación es un combate: "contra el mal".
Nada tan tenue como el aliento. Pero la fragilidad es inseparable de la condición de los vivientes. Es su manera —extrema— de hacerse presentes. Lo extremadamente tenue es lo extremadamente presente. Sin duda, lo sólido e inmóvil posee también la calidad de presente, como las grandes masas del cosmos. Quien dice «vida», dice «precariedad sostenida y mantenida», el «ahora» que es la «persistencia de un instante»: “escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo (vv. 27-29). Nuestra fugacidad, nuestra misma mortalidad queda exactamente vinculada de este modo a lo íntimo de nuestra condición de imagen de Dios, que es su contrario. Dios hace su imagen como un presente fugaz, pues Dios es Dios y su imagen no puede subsistir sino en la medida en que se recibe a sí misma de Dios. No habrá imagen de Dios si ésta se recibe de sí misma; la imagen de Dios no pasa de ser una mentira si Dios no le está presente, si Dios no le ama. Vivir como precariedad mantenida es la única condición posible de la imagen. Porque eso es vivir del amor de Dios, pues no puede haber imagen de Dios sin el amor ni imagen de Dios aparte de Dios. Este nexo entre la precariedad y la esencia de la imagen se expresa en el hecho de que el aliento, que es la precariedad misma, es también lo divino esencial, si es verdad que la vida es aliento de Dios: “Envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra” (v. 30). En virtud del aliento, rostro de Dios e imagen de Dios (el ser vivo) hacen algo más que asemejarse: se tocan. Que la faz de la tierra «se renueva» significa, en el horizonte de nuestro salmo, esto: los vivientes pueden ser segados casi cada día, pero Dios no dejará de enviar a otros su aliento. La «creación» se manifiesta en el hecho de que hay incesantemente seres vivos, pues la vida tiene el poder de renovarse. Crear es aquí el término reservado (único caso en que aparece) a ese poder de mantener sobre la tierra la novedad de la vida, las jornadas siempre nuevas, los vivientes siempre nuevos (Paul Beauchand).
El salmo canta la grandeza de Dios en las obras maravillosas de la creación. Es un himno celebrativo que brota de un corazón ardiente de fe que sabe reconocer la presencia del creador en la naturaleza y su providencia en la asistencia que presta a las diferentes criaturas. Hay otros salmos que comparten con éste la labor de alabar al creador a partir de sus obras: 8,18 (v.2-7), 28 y 148. Pero este salmo, a diferencia de los demás, hace una presentación amplia y sistemática de las maravillas de la creación, lo que motiva que algún comentarista lo haya situado al lado de Gn 1 y Gn 2, como una tercera relación de la obra creadora de Dios. La liturgia le da un carácter marcadamente pascual. El domingo es el día de la resurrección pero lo es también de la creación; y en este marco lo reza la comunidad cristiana. En el v.30 la liturgia descubre una alusión al aliento de la nueva creación: el Espíritu pentecostal. Una clave de lectura y de interpretación cristiana del salmo la puede aportar Pablo en su carta a los Romanos: "Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (8,19-21). La visión de Pablo complementa la del salmista: el hombre nuevo, del que Jesucristo resucitado es ya la primicia, libre del pecado, aportará una nueva relación con la naturaleza (Jordi Latorre).
3. 1 Cor 12. Un solo Espíritu..., un solo Señor..., un solo Dios. Dios es la fuente de los diversos dones que tienen los creyentes, y es además el modelo de cómo la diversidad se compagina con la unidad. Una larga comparación con el cuerpo viviente permite entender lo que es la Iglesia y, al mismo tiempo, nos muestra cómo tenemos que complementarnos y respetarnos unos a otros. No hay comunidad auténtica, si cada uno no participa activamente en la vida de esa comunidad, poniendo su talento al servicio de todos. Hasta el cristiano más humilde, o más pobre, puede tener riquezas de orden moral, artístico, etc., con que puede servir a los demás. Cuando uno se compromete en la vida cristiana, el Espíritu despierta en él nuevas capacidades, muchas veces inesperadas. Si sabemos demostrar más atención a las riquezas propias de cada uno, y despertarle la conciencia de su dignidad y de su responsabilidad, veremos brotar en la Iglesia una multitud de iniciativas, fruto del Espíritu (“Eucaristía 1989”).
Pablo recuerda a los corintios los fenómenos religiosos del paganismo en su culto a los "ídolos mudos" (v.2). Para que aprendan a distinguir entre estos fenómenos y lo que es un verdadero don del Espíritu, les da este criterio: la confesión de que Jesús es el Señor. Porque ésta es la señal y el símbolo de la nueva vida, de la fe que nos salva (cfr. Rm 10,0; Hech 2,36; Flp 2,6-11). Donde se verifica esta fe actúa el Espíritu. Porque hace falta toda la fuerza de Dios para confesar, sobre todo en un mundo en el que los emperadores se hacían llamar "Dominus et Deus", que Jesús es el único Señor.
El autor pasa a hablar ahora de los "carismas" o gracias que edifican la comunidad. Siendo el amor que Dios nos tiene un amor personal es un amor que distingue a cada uno con su favor. Todos tienen su carisma, aunque todos lo tienen para bien de la comunidad. Por eso nadie debe ser marginado, o marginarse, de la comunidad de Jesús. Los que desprecian el carisma del hermano atentan contra la integridad del cuerpo de Cristo. Puede ocurrir que los carismáticos -y todos lo son en el sentido expuesto- se vean tentados a valorar cada cual sus propias dotes o dones, poniendo así en peligro la unidad. Pablo recuerda por eso que todos los carismas tienen un mismo destino, la comunidad, y un mismo principio. El Espíritu, el Señor (Jesús) y Dios (el Padre, en este contexto) no son tres causas independientes, son "uno" en la diversidad de personas. El misterio de Dios, uno y trino, está por encima de nuestras divisiones y de nuestras unidades. Lo que más se asemeja a este misterio es la unidad del amor, en la que todos somos "nosotros". Con esta imagen del cuerpo, usada ya en la literatura clásica de los estoicos para explicar tanto la unidad política como la del universo, se nos enseña que todos somos miembros vivos y, por lo tanto, activos de la iglesia, cuya cabeza es Cristo. Por encima de todas las diferencias nacionales, religiosas y sociales (Gá 3,28), el Espíritu construye y anima la unidad de la iglesia. En ese Espíritu hemos sido sumergidos (alusión al bautismo) y de ese Espíritu bebemos todos (alusión a la eucaristía) (“Eucaristía 1986”).
S. Agustín comenta: “Cuando se leyó el evangelio, oímos estas palabras del Señor: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente: el Espíritu de Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conoceréis porque morará con vosotros y estará dentro de vosotros (Jn 14,15-17). Muchas son las cosas que es preciso indagar en estas breves palabras del Señor; pero es mucho para nosotros buscar todo lo que hay que buscar en ellas o hallar todo lo que en ellas buscamos. No obstante, prestando atención a lo que yo debo decir y vosotros debéis oír, según lo que el Señor se digna concedernos y de acuerdo con mi capacidad y la vuestra, recibid, amadísimos, lo que yo os puedo decir, y pedidle a él lo que no puedo daros. Cristo prometió el Espíritu Santo a los apóstoles, pero debemos advertir de qué modo se lo prometió. Dice: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, que es el Espíritu de verdad, para que permanezca con vosotros eternamente. Éste es, sin duda, el Espíritu Santo de la Trinidad, al que la fe católica confiesa coeterno y consustancial al Padre y al Hijo, y el mismo de quien dice el Apóstol: El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,5).
¿Por qué, pues, dice el Señor: Si me amáis, guardad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, si afirma que, si no tenemos el Espíritu Santo, no podemos amar a Dios ni guardar sus mandamientos? ¿Cómo hemos de amar para recibirlo, si no podemos amar sin tenerlo? ¿O cómo guardaremos los mandamientos para recibirlo, si no es posible observarlos sin tenerle con nosotros? ¿Acaso debe preceder en nosotros el amor que tenemos a Cristo, para que, amándolo y observando sus preceptos, merezcamos recibir al Espíritu Santo, a fin de que no ya la caridad de Cristo, que ha precedido, sino la caridad del Padre se derrame en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado? Esta afirmación es perversa. Quien cree amar al Hijo y no ama al Padre, no ama verdaderamente al Hijo, sino lo que él se ha imaginado. Porque nadie -dice el Apóstol- dice Señor Jesús si no es en el Espíritu Santo (1 Cor 12,3). ¿Y quién dice «Jesús es el Señor» del modo que lo dio a entender el Apóstol sino aquel que le ama? Muchos lo pronuncian con la lengua y lo arrojan del corazón y de sus obras, según lo que afirma de ellos el Apóstol: Confiesan conocer a Dios, pero lo niegan con sus hechos (Tit 1,16). Por tanto, si con los hechos se puede negar, también con ellos se puede afirmar. Nadie, pues, puede decir Señor Jesús de forma provechosa con la mente, con la palabra, con la obra, con el corazón, con la boca, con los hechos, si no es en el Espíritu Santo; y de este modo sólo lo puede decir el que ama. De este modo decían ya los apóstoles: Señor Jesús. Y si lo decían sin fingimiento, confesándolo con su voz, con su corazón y con sus hechos, es decir, si lo decían con verdad, era porque amaban ciertamente. Y ¿cómo podían amar, sino por el Espíritu Santo? Con todo, a ellos se les mandaba amarle y guardar sus mandamientos para recibir al Espíritu Santo, sin cuya presencia en sus almas no podrían amar ni guardar sus mandamientos. No queda más que decir que quien ama tiene consigo al Espíritu Santo y que teniéndole, merece tenerle más abundantemente, y que teniéndole con mayor abundancia es más intenso su amor. Los discípulos tenían ya consigo el Espíritu Santo prometido por el Señor, sin el cual no podían llamarle «Señor»; pero no lo tenían aún con la plenitud que el Señor prometía. Lo tenían y no lo tenían, porque aún no lo tenían con la plenitud con que debían tenerlo. Lo tenían en pequeña cantidad, y había de serles dado con mayor abundancia. Lo tenían ocultamente, y debían recibirlo manifiestamente, porque es un don mayor del Espíritu Santo hacer que ellos se diesen cuenta de que lo tenían. De este don dice el Apóstol: Nosotros no hemos recibido el Espíritu de este mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para conocer los dones que Dios nos ha dado (1 Cor 2,12). Y el Señor les infundió el Espíritu manifiestamente no una, sino dos veces. Poco después de haber resucitado, dijo soplando sobre ellos: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20,22). ¿Acaso por habérselo dado entonces no les envió después también al que les había prometido? ¿O no es el mismo Espíritu Santo el que entonces les insufló y el que después les envió desde el cielo? De aquí nace otra cuestión: ¿Por qué esa donación manifiesta fue doble? Quizá en atención a los dos preceptos del amor: el amor de Dios y el amor del prójimo. Y para que entendamos que el amor pertenece al Espíritu hizo esa doble manifestación de su don. Y, si hay que buscar otra causa, no por eso hemos de alargar este sermón más de lo conveniente, con tal que tengamos bien presente que, sin el Espíritu Santo, nosotros no podemos amar a Cristo ni guardar sus mandamientos, y que tanto menos podremos hacerlo cuanto menor participación tengamos de él, y que lo haremos con tanta mayor plenitud cuanto más participemos de él. No sin motivo, por consiguiente, se promete, no sólo al que no lo tiene, sino también al que ya lo tiene: al que no lo tiene, para que lo tenga, y al que ya lo tiene, para que lo tenga con mayor abundancia. Porque si no pudiera uno tenerle más abundantemente que otro, no hubiera dicho Eliseo al santo profeta Elías: Duplíquese en mí el Espíritu que mora en ti (2 Re 2,9).
4. Jn 20,19-23. La resurrección señala el inicio de una nueva creación, se pasa del tiempo de Cristo al tiempo del Espíritu. El resucitado actúa en la comunidad con el poder y la actividad del Espíritu. En Pentecostés el Espíritu hace que el pequeño núcleo de discípulos se presente en público, asuma el lugar que le toca en la historia de la salvación y que no lo abandone hasta el retorno del Señor. La misión de los discípulos es anunciar el don de la reconciliación y de la paz. Hay cuatro hechos principales:
1. El saludo, el don de la paz, que ahora es la paz mesiánica prometida para los tiempos escatológicos. Paz que, para los discípulos reunidos, quiere decir perdón por la infidelidad durante la pasión, superación de la incredulidad y victoria sobre el miedo.
2. La identificación de Cristo. Es aquel con quien convivieron, al que crucificaron... sus manos y sus pies...
3. La misión. La paz y el perdón que ellos reciben deben transmitirlo a todos los hombres.
4. El "aliento" que indica la realidad y la naturaleza del don que se les ha hecho. "Recibid el Espíritu". Al principio de la creación el espíritu planeaba sobre las aguas -Gn 1. 2-, es el soplo de Dios que ha dado vida al hombre (Gn 2. 7). Así ahora el Espíritu plasma el hombre nuevo e inaugura la nueva creación (Pere Franquesa).
Viernes Santo, pascua de resurrección, ascensión y pentecostés: en esta secuencia temporal celebra la fe el único misterio pascual de la exaltación de Jesús y de la salvación del hombre. También el envío del Espíritu pertenece al acontecimiento pascual y se proclama en el evangelio de Juan el domingo de pascua. El saludo pascual del resucitado es "¡Paz!"; su don es la alegría. Ambas cosas son frutos del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22); él es el gran don pascual que encierra en sí todos los demás dones. El Espíritu une para siempre a todos los discípulos con su Maestro, con su Señor resucitado; reúne a todos entre sí e inaugura un mundo nuevo por medio del perdón de los pecados. Lo dicho anteriormente se expresa en la narración de Juan con un gesto: el soplo de Jesús sobre sus discípulos. Esto evoca el episodio del Génesis (2,7), donde se dice que Dios exhaló su aliento sobre Adán y éste comenzó a vivir. Aquí también se trata de una creación, una nueva vida, que es posible al hombre después de la resurrección. La conversión y el perdón de los pecados aparecen siempre en la primera predicación apostólica impulsada por el Espíritu Santo (“Eucaristía 1989”).
Los discípulos tienen miedo a los judíos y se encierran a cal y canto en una casa. Allí permanecen hasta que la fuerza del Espíritu, como un viento impetuoso, los eche a la calle y los disperse por toda la tierra. También nosotros, no obstante creer que Jesús ha resucitado, seguimos teniendo miedo. Sobre todo, miedo a la vida y a la libertad. Se nos ha educado en el miedo. Se nos ha dicho muchas veces que la vida es un peligro, y nos hemos olvidado que el mayor peligro es renunciar a la vida... por miedo. Contra el miedo que guarda la ropa e inventa sistemas de seguridad, Jesús nos ofrece la paz verdadera en medio de los peligros del camino y aun en medio de las persecuciones. Nos ofrece la paz de los testigos, la paz y el coraje del que predica el evangelio y confiesa que el mundo no puede dar. Jesús les muestra las llagas para que comprueben que es Él mismo, el que fue crucificado y ahora sigue viviendo. Todo el evangelio es la gozosa proclamación de esa identidad: Jesús, el que padeció bajo Poncio Pilato y no otro, es el Señor. En esta alegría se cumple lo que Jesús les había prometido (Jn 16,20-22;17,13). Con esta alegría deberán anunciar a todo el mundo que han visto al Señor y que el Señor vive. Evangelizar es anunciar la buena noticia, la mejor de todas. Y esto sólo puede hacerse con inmensa alegría. Jesús los envía al mundo lo mismo que Él fue enviado por el Padre. La misión de los discípulos, la evangelización, no será posible sin la fuerza del Espíritu Santo. El gesto de Jesús encuentra su antecedente en Gn 2.7. donde se dice que Dios exhaló su aliento sobre el rostro de Adán y éste comenzó a vivir. También ahora comienza una nueva vida, una nueva creación. Esta nueva creación proclamada por el evangelio es obra del Espíritu. Pero la vida nueva no es posible sin el perdón de Dios como base de reconciliación entre todos los hombres. Predicar el evangelio es reconciliar con la fuerza del Espíritu Santo, es recrear todas las cosas (“Eucaristía 1986”).
S. Agustín comenta: “Grata es para Dios esta solemnidad en que la piedad recobra vigor y el amor ardor, como efecto de la presencia del Espíritu Santo, según enseña el Apóstol al decir: El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom, 5,5). La llegada del Espíritu Santo significó que los ciento veinte hombres reunidos en el lugar se vieron llenos de él. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles escuchamos que estaban reunidos en una sala ciento veinte personas a la espera de la promesa de Cristo. Se les había dicho que permaneciesen en la ciudad hasta que fuesen revestidos del poder de lo alto. Pues yo -les dijo el Señor- os enviaré mi promesa. Él es fiel prometiendo y bondadoso cumpliendo. Lo que prometió en la tierra, lo envió después de ascendido al cielo. Tenemos una prenda de la vida eterna futura y del reino de los cielos. Si no nos engañó en esta primera promesa, ¿va a defraudarnos en lo que esperamos para el futuro? Todos los hombres, cuando hacen un negocio y difieren el pagar, la mayor parte de las veces reciben o dan unas arras, que dan fe de que luego llegará aquello a lo que anteceden como garantía. Cristo nos dio las arras del Espíritu Santo; Él, que no podía engañarnos, nos otorgó la plena seguridad cuando nos entregó esas arras, aunque cumpliría lo prometido, aun sin habérnoslas dejado. ¿Qué prometió? La vida eterna, dejándonos las arras del Espíritu. La vida eterna es la posesión de los moradores, mientras que las arras son un consuelo para los peregrinos. Es más apropiado hablar de arras que de prenda. Estas dos cosas parecen idénticas, pero entre ellas hay diferencia no despreciable. Si se dan las arras o una prenda es con vistas a cumplir lo prometido; mas cuando se da una prenda, el hombre devuelve lo que se le dio; en cambio, cuando se dan las arras, no se las recupera, sino que se les añade lo necesario hasta llegar a lo convenido. Tenemos, pues, las arras; tengamos sed de la fuente misma de donde manan las arras. Tenemos como arras cierta rociada del Espíritu Santo en nuestros corazones, para que si alguien advierte este rocío, desee llegar hasta la fuente. ¿Para qué tenemos, pues, las arras sino para no desfallecer de hambre y sed en esta peregrinación? Si reconocemos ser peregrinos, sin duda sentiremos hambre y sed. Quien es peregrino y tiene conciencia de ello desea la patria y, mientras dura ese deseo, la peregrinación le resulta molesta. Si ama la peregrinación, olvida la patria y no quiere regresar a ella. Nuestra patria no es tal que pueda anteponérsele alguna otra cosa. Sucede a veces que los hombres se hacen ricos en el tiempo de la peregrinación. Quienes sufrían necesidad en su patria, se hacen ricos en el destierro y no quieren regresar. Nosotros hemos nacido como peregrinos lejos de nuestro Señor que inspiró el aliento de vida al primer hombre. Nuestra patria está en el cielo, donde los ciudadanos son los ángeles. Desde nuestra patria nos han llegado cartas invitándonos a regresar, cartas que se leen a diario en todos los pueblos. Resulte despreciable el mundo y ámese al autor del mundo.
Si sobre María desciende el Espíritu Santo y nace Cristo, por obra y gracia del Espíritu Santo, sobre el Cenáculo desciende el Espíritu Santo con los apóstoles reunidos con María y nace la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. Pentecostés nos recuerda que, cuando la Iglesia vive en el Cenáculo y se abre a la acción del Espíritu Santo, Señor y dador de vida, es una permanente primavera donde florece la santidad. Pentecostés nos recuerda que es en el Cenáculo donde Cristo instituye la Eucaristía, donde nos lava los pies, donde se nos da el mandamiento nuevo del amor, donde la Iglesia vive unida por la paz y la gracia del Espíritu Santo, unida a María, desde donde se lanza la Iglesia sin miedo a evangelizar. Es el trampolín desde donde mirar al mundo tan necesitado de la ternura de Dios. En Pentecostés se realiza la perenne primavera de vivir en el amor de la Iglesia, porque se habla el lenguaje del amor, que es el lenguaje que todo el mundo entiende y que es el lenguaje que, cuando lo hablan los cristianos, florece una nueva vida. Hoy existen en la Iglesia muchos signos de que sigue siendo Pentecostés y primavera en la Iglesia. Se repite Pentecostés cuando vivimos desde Cristo, muerto y resucitado, y entregamos nuestra vida para que los hombres conozcan el amor de Dios. Pentecostés nos recuerda que toda la fecundidad de nuestra vida en la Iglesia nace del Cenáculo. Cuando vivimos en la docilidad al Espíritu Santo. Esto nos lleva a la verdadera evangelización. Si los apóstoles se hubieran dedicado a teorizar, a tratar de hacer sólo planes pastorales, seguramente que estarían todavía reunidos. Es necesario mirar al Señor de la vida. Con María, amar profundamente a la Iglesia y, sobre todo, la comunión se realiza cuando nos unimos todos en el mismo Corazón de Cristo y vivimos con sus sentimientos. No hay evangelización sin Cenáculo, es decir, sin la Iglesia, sin María, sin la Eucaristía, sin la oración, sin el Papa y los obispos reunidos en el Cenáculo, sin caridad. Hoy queremos evangelizar sin Cenáculo, y ocurre que no sólo no evangelizamos, es decir, no transmitimos a Cristo, sino que muchas veces transmitimos ideologías religiosas, que no salvan, porque sólo nos salva Cristo. ¿No será ésta una de las dificultades que tenemos hoy en la Iglesia? Queremos evangelizar sin la conversión que se realiza en el Cenáculo, y nos quedamos en palabras y no salimos al mundo a dar la vida para que nuestro mundo no se pierda a Cristo, que es lo mejor de la vida. Enfrentados en temas intraeclesiales, y el mundo se muere de sed, de frío, de amor. Pentecostés es la fiesta de la cosecha, como lo celebraba el pueblo de Israel. Nuestro fruto es Cristo y nos recuerda que hay que unir Cenáculo y Pentecostés, oración y vida, fe y obras, interioridad y evangelización, y entonces, de pronto, vuelve a estallar la vida, es siempre Pentecostés en la Iglesia (Francisco Cerro Chaves).
Ven, Espíritu divino, / manda tu luz desde el cielo. / Padre amoroso del pobre; / don, en tus dones, espléndido; / luz que penetra las almas; / fuente del mayor consuelo. / Ven, dulce huésped del alma, / descanso de nuestro esfuerzo, / tregua en el duro trabajo, / brisa en las horas de fuego, / gozo que enjuga las lágrimas / y reconforta en los duelos. / Entra hasta el fondo del alma, / divina luz, y enriquécenos. / Mira el vacío del hombre, / si Tú le faltas por dentro; / mira el poder del pecado, / cuando no envías tu aliento. / Riega la tierra en sequía, / sana el corazón enfermo, / lava las manchas, / infunde calor de vida en el hielo, / doma el espíritu indómito, / guía al que tuerce el sendero. / Reparte tus siete dones, / según la fe de tus siervos; / por tu bondad y tu gracia, / dale al esfuerzo su mérito; / salva al que busca salvarse / y danos tu gozo eterno. Amén
Hoy acabamos el himno pascual Aleluya, compuesto de dos voces hebreas: “Hallelu” (que significa “alabad”) y “Yah” (uno de los 10 nombres del Dios inefable). Es una palabra de fiesta que no se quiso traducir, sino conservarla como cantaban los primeros cristianos, con el sabor original de alabanza a Dios. Ya no era con motivo de la milagrosa liberación judía de Pesach, que conmemoraban la liberación de la servidumbre y angustia de la muerte, en que los hijos de Israel sacrificaban el cordero pascual y celebraban un banquete de acción de gracias durante el que cantaban el grande y pequeño hallel, ahora terminamos la fiesta por la que Jesús nos ha salvado y hecho hijos de Dios, nos da su Espíritu y nos espera en el cielo (Diethild Eickhoff). Esta es la paz anunciada una vez más hoy: "Con esto —comenta san Cirilo de Alejandría— quiere decir: os daré el Pneuma y estaré presente en los que por mí lo reciban. Que la paz de Cristo sea su Pneuma, no hacen falta largos discursos para probarlo" "Ahora, después que en la Pascua de Cristo se ha rasgado el velo de la carne, podemos ver con toda claridad la realidad de la promesa, la paz del Señor es su Pneuma, su vida divina, Él mismo en cuanto exaltado a Kyrios y convertido ya, incluso por lo que se refiere a su naturaleza humana, en Pneuma. En este saludo de paz de la Pascua, esa fuerza de vida divina se derrama sobre los Apóstoles. No sin profundo motivo narra el Evangelista: "Habiendo Jesús dicho esto (es decir, "la paz sea con vosotros"), sopló sobre ellos y dijo: Recibid el Pneuma Santo" (Juan, 20,22). Palabra y aliento, Logos y Pneuma, son, según la tradición de la Escritura, los instrumentos generadores y vivificantes de Dios. Dijo Dios —y el cosmos fue hecho. Y al hombre "le inspiró en el rostro aliento de vida, y así fue el hombre un ser viviente" (Génesis, 2,7). Lo que sucedió entonces en la creación primera, se repite ahora: tiene lugar una nueva creación. Los Padres dicen: "Adán debía ser convertido en nueva criatura, de igual modo que fue creado y formado en el paraíso". Al soplo vital del Cristo de Pascua, florece la nueva creación, la Ecclesia de Dios” (Diethild Eickhoff). Ha terminado el tiempo en que estuvo con los discípulos y comió con ellos, y mientras no caiga el velo de nuestra corporalidad ya no le vemos… pero está aquí, tenemos su Espíritu…
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