MIÉRCOLES DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA: por amor Jesús se nos entrega, y nos ofrece participar de este amor, que es la luz para iluminar la vida, y fuerza para caminar
Hechos de los apóstoles 5, 27-33: “En aquellos días el sumo sacerdote y los de su partido –los saduceos- mandaron prender a los apóstoles y meterlos en la cárcel común. Y así lo hicieron. Pero por la noche un ángel del Señor les abrió las puertas de la cárcel y los sacó fuera, diciéndoles: “Id al templo y explicad allí al pueblo este modo de vida”.
Al amanecer, ellos entraron en el templo y se pusieron a enseñar... El comisario salió con los guardias y se los trajo de nuevo a la cárcel, sin emplear la fuerza, por miedo a que el pueblo los apedrease”.
Salmo 34/33: «Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor, ensalcemos juntos su nombre. Yo consulté al Señor y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias. El ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a Él».
Evangelio según san Juan 3, 31-36: Continuando su conversación con Nicodemo, Jesús le dijo: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna.
Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
Quien cree en el Hijo no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras son malas...”
Comentario: 1. a) Los apóstoles han sido detenidos ya una vez por su predicación (Hch 4,1-21). Su detención es decretada de nuevo (v. 18) y no cabe esperar sino que esta vez la condena será pesada. En los Hechos, cada detención de los apóstoles va seguida inmediatamente de una liberación providencial: así, por ejemplo, la de Pedro (Hch 12,7-10), la de Pablo (Hch 16, 25-26) y la que es objeto de la lectura de este día (v. 19). Esta liberación milagrosa se produce, ante todo, para dar ánimos (v. 20) a los perseguidos y convencerles de que viven realmente los tiempos mesiánicos caracterizados por la apertura de las prisiones (Is 42,7; Sal 106/107,10; Is 49, 9). Tras su primera detención, los apóstoles habían pedido precisamente a Dios que les hiciera patente su presencia mediante algunos signos, para darles fuerza y valor (Hch 4, 23-31): he aquí que han sido escuchados. El misterio de la liberación pascual no se les presenta ya a los apóstoles tan solo como un acontecimiento de la vida de Cristo de la que han de dar testimonio: se convierte en una experiencia religiosa personal, un hecho de vida concreto. Sólo en ese momento alcanza la fe su culminación. La Eucaristía conmemora precisamente los hechos antiguos para que aprendamos a encontrarlos en nuestra vida personal, y especialmente en todo acontecimiento que libera y promociona al hombre. La amnistía de los prisioneros y la asistencia a los condenados incluso por delitos de derecho común han sido siempre signos de la fe cristiana en las estructuras del mundo (Maertens-Frisque).
b) -El que cree en Él, no es juzgado. El que no quiere creer, ya está condenado. Es "la opción" radical: por... o contra... Jesús; creer... no creer en... Jesús. Hay pues una responsabilidad del hombre. ¡Qué misterio! Dios quiere salvar. Pero algunos "rehúsan" esta salvación y se condenan a sí mismos.
-Cuando vino la luz al mundo, los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Todo el que obra mal aborrece la luz... Pero el que obra según la verdad viene a la luz.
"Hacer el bien"... "Hacer el mal"... Suele ser de esta manera práctica que se hace la división. Cualquiera que hace el bien aun si no conoce a Cristo -está ya en una cierta comunión con Dios” (Noel Quesson).
Así pedimos en las oraciones de hoy: «Que el misterio pascual que celebramos se actualice siempre en el amor» (oración). Damos gracias al Señor: «Jesucristo, nos amaste y lavaste nuestros pecados con tu sangre» (aleluya), y a la disposición del Padre: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único» (evangelio). Y queremos corresponder: «Que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos» (ofrendas). Con la confianza que nos muestran los apóstoles, sin miedo, por la gracia del Espíritu Santo, como recuerda San Juan Crisóstomo: «Muchas son las olas que nos ponen en peligro y una gran tempestad nos amenaza; sin embargo, no tememos ser sumergidos, porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al mundo, de modo que nada podemos llevarnos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir si no es para vuestro bien espiritual. Por eso os hablo de lo que ahora sucede, exhortando vuestra caridad a la confianza».
2. Sal. 33. Dios está cerca de aquellos que le temen y en su bondad confían; los libra de la mano de sus enemigos. Hagamos la prueba y veremos qué bueno es el Señor. Sintiéndonos amados y protegidos por Dios, vivamos con fidelidad en su presencia, de tal forma que toda nuestra vida se convierta en una continua alabanza de su santo Nombre. Él jamás abandonará a los suyos, pues es nuestro Dios y Padre. Él sabe que somos frágiles e inclinados a la maldad desde muy temprana edad; por eso envió a nuestros corazones su Espíritu Santo, para que nos fortalezca y desde nosotros dé testimonio de la Verdad, del Amor y de la rectitud que se espera de quienes ya no se dejan guiar por los propios caprichos y pasiones, sino por Aquel que habita en nuestros corazones como en un templo (www.homiliacatolica.com).
La acción de Dios en el interior del hombre está vista con profundidad por el salmista, que la canta, todo ello es mucho más rico desde la fe cristiana. Según san Agustín, «el que medita día y noche la Palabra del Señor, es como si rumiase y encontrase deleite en el sabor de esa Palabra divina dentro del que podría llamarse paladar del corazón».
3. a) “Hoy, el Evangelio nos vuelve a invitar a recorrer el camino del apóstol Tomás, que va de la duda a la fe. Nosotros, como Tomás, nos presentamos ante el Señor con nuestras dudas, pero Él viene igualmente a buscarnos: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). La mañana del día de Pascua, en la primera aparición, Tomás no estaba. «Pasados ocho días», no obstante su rechazo a creer, Tomás se une a los otros discípulos. La indicación está clara: lejos de la comunidad no se conserva la fe. Lejos de los hermanos, la fe no crece, no madura. En la Eucaristía de cada domingo reconocemos su Presencia. Si Tomás muestra la honestidad de su duda es porque el Señor no le concedió inicialmente lo que sí tuvo María Magdalena: no sólo escuchar y ver al Señor, sino tocarlo con sus propias manos. Cristo viene a nuestro encuentro, sobre todo, cuando nos reencontramos con los hermanos y cuando con ellos celebramos la fracción del Pan, es decir, la Eucaristía. Entonces nos invita a “meter la mano en su costado”, es decir, a penetrar en el misterio insondable de su vida. El paso de la incredulidad a la fe tiene sus etapas. Nuestra conversión a Jesucristo —el paso de la oscuridad a la luz— es un proceso personal, pero necesitamos de la comunidad. En los pasados días de Semana Santa, todos nos sentimos urgidos a seguir a Jesús en su camino hacia la Cruz. Ahora, en pleno tiempo pascual, la Iglesia nos invita a entrar con Él a la vida nueva, con obras hechas según la luz de Dios (cf. Jn 3,21). También nosotros hemos de sentir hoy personalmente la invitación de Jesús a Tomás: «No seas incrédulo, sino fiel» (Jn 3,21). Nos va la vida en ello, ya que «el que cree en Él, no es juzgado» (Jn 3,18), sino que va a la luz” (Manuel Valls).
El proyecto de Dios no es de condenación, ni de juicio, sino de vida eterna y salvación. El juicio se concreta en la adhesión a Cristo, la luz que vino al mundo, y en el rechazo de la tiniebla, de las obras malas. La motivación y la finalidad del don o del envío por Dios del Hijo único es el amor («tanto amó Dios al mundo»), «para que tengan vida eterna», «para que el mundo se salve por Él». Aunque existe la triste posibilidad de escoger las tinieblas, como comenta San Agustín: «Amaron las tinieblas más que la luz... Muchos hay que aman sus pecados y muchos también que los confiesan. Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados... Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios. Cuando empiezas a desterrar lo que hiciste, entonces empiezan tus obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. El principio de las obras buenas es la confesión de las malas. Practicas la verdad y vienes a la luz. ¿Qué es practicar la verdad? No halagarte, ni acariciarte, ni adularte tú a ti mismo, ni decir que eres justo, cuando eres inicuo. Así es como tú empiezas a practicar la verdad, así es como vienes a la Luz».
La oscuridad nos inquieta. La luz, en cambio, nos da seguridad. En la oscuridad no sabemos dónde estamos. En la luz podemos encontrar un camino. En pocas líneas, el Evangelio nos presenta los dos grandes misterios de nuestra historia. Por un lado, “tanto amó Dios al mundo”. Sin que lo mereciéramos, nos entregó lo más amado. Aún más, se entregó a sí mismo para darnos la vida. Cristo vino al mundo para iluminar nuestra existencia. Y en contraste, “vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz”. No acabamos de darnos cuenta de lo que significa este amor de Dios, inmenso, gratuito, desinteresado, un amor hasta el extremo.
El infinito amor de Dios se encuentra con el drama de nuestra libertad que a veces elige el mal, la oscuridad, aun a pesar de desear ardientemente estar en la luz. Pero precisamente, Cristo no ha venido para condenar sino para salvarnos. Viene a ser luz en un mundo entenebrecido por el pecado, quiere dar sentido a nuestro caminar.
Obrar en la verdad es la mejor manera de vivir en la luz. Y obrar en la verdad es vivir en el amor. Dejarnos penetrar por el amor de Dios “que entregó a su Hijo unigénito”, y buscar corresponderle con nuestra entrega.
San Pablo en su carta a los Romanos no sale del asombro en cuanto al desmedido amor de Dios, pues dice: “Por un hombre bueno alguien estaría dispuesto a dar su vida, pero Dios probó que nos ama, dando a su Hijo por nosotros que somos malos”. ¿Quién puede entender un amor como este, un amor que no reclama sino que se goza en dar, y en dar incluso lo que más ama? Esta es la locura del amor de Dios: amarnos a nosotros, pobres pecadores. Pero si esto es asombroso lo es más el hecho de que no sólo nos amó y se entregó por nosotros, sino que junto con esto nos regaló el poder ser “hijos de Dios”, nos dio la vida y la Vida en Abundancia. Es triste que haya todavía quien no acepta este regalo y que sigue creyendo en el Dios vengativo y castigador. Jesús murió y resucitó para que no sigamos viviendo en el temor. Su resurrección nos abrió las puertas a la alegría y al gozo, a la confianza infinita en el amor y el perdón del Padre que nos ha amado, nos ama y no dejará jamás de amarnos. Y lo mejor es que no puede hacer otra cosa que amarnos de manera infinita. Te invito a hacerte consciente del gran amor de Dios en tu vida (Ernesto María Caro).
b) La Pasión y Muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por los hombres. Él tomó la iniciativa en el amor entregándonos a su propio Hijo. Dios es amor, amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran verdad que todo lo explica y lo ilumina. Es necesario ver la historia de Jesús bajo esta luz. Él me ha amado, escribe San Pablo, y cada uno de nosotros puede y debe repetírselo a sí mismo: Él me ha amado y sacrificado por mí (Ga 2,20)”. El amor de Dios por nosotros culmina en el Sacrificio del Calvario. La entrega de Cristo constituye una llamada apremiante para corresponder a ese amor: amor con amor se paga. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Ge 1,27), y Dios es Amor (1 Jn 4,8). Por eso el corazón del hombre está hecho para amar, y cuanto más ama, más se identifica con Dios; sólo cuando ama puede ser feliz. La santificación personal está centrada en el amor a Cristo, en un amor de mutua amistad. Para amar al Señor es necesario tratarle, hablarle, conocerle. Le conocemos en el Evangelio, en la oración y en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.
Cuanto el Señor ha hecho por nosotros es un derroche de amor. Nunca nos debe parecer suficiente nuestra correspondencia a tanto amor. La prueba más grande de esta correspondencia es la fidelidad, la lealtad, la adhesión incondicional a la Voluntad de Dios. La Voluntad de Dios se nos muestra principalmente en el cumplimiento fiel de los Mandamientos y de las demás enseñanzas que nos propone la Iglesia. El amor a Dios no consiste en sentimientos sensibles. Consiste esencialmente en la plena identificación de nuestro querer con el de Dios. “Amor con amor se paga”, pero amor efectivo, que se manifiesta en realizaciones concretas, en cumplir nuestros deberes para con Dios y para con los demás, aunque esté ausente el sentimiento, y hayamos de ir “cuesta arriba”, incluso con una aridez total, si el Señor permitiera esta situación.
El verdadero amor, sensible o no, incluye todos los aspectos de la existencia, en una verdadera unidad de vida. Una persona verdaderamente piadosa procura cumplir su deber de cada día con pleno abandono, abrazando siempre la Voluntad del Señor. La falsa piedad carece de consecuencias en la vida ordinaria del cristiano: no se traduce en el mejoramiento de la conducta, en una ayuda a los demás. La Santísima Virgen, que pronunció y llevó a la práctica aquel ‘hágase en mí según tu palabra’ (Lucas 1, 38), nos ayudará a cumplir en todo la Voluntad de Dios (Francisco Fernández Carvajal). Lluciá Pou Sabaté
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