JUEVES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA: “cantemos al Señor”, que se manifiesta por su misericordia sobre toda la tierra, y nos invita a unirnos a Él por el amor, y vivir en la libertad de los hijos de Dios.
Hechos de los apóstoles 15, 7-21: “En la asamblea de Jerusalén, después de una larga discusión, se levantó Pedro y dijo a los apóstoles y a los ancianos: Hermanos, desde los primeros días, como sabéis, Dios me escogió para que los gentiles oyeran de mi boca el mensaje del Evangelio, y creyeran... Pero Dios no hizo distinción entre ellos (gentiles) y nosotros... Creemos que tanto ellos como nosotros nos salvamos por la gracia del Señor Jesús.
Luego, toda la asamblea hizo silencio para escuchar a Bernabé y a Pablo, que les contaron los signos y prodigios que habían hecho entre los gentiles con la ayuda de Dios. Cuando terminaron, Santiago resumió la discusión... y añadió: a mi parecer no hay que molestar a los gentiles que se convierten; basta escribirles que no se contaminen con la idolatría...”
Salmo responsorial: 95, 1-2a.2b-3.10 Contad a los pueblos la gloria del Señor. «Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre. Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos: “El Señor es Rey. Él afianzó el orbe y no se moverá. Él gobierna a los pueblos rectamente”».
Evangelio según san Juan 15, 9-11 (15, 9-17 se lee en el domingo 6º de Pascua B): “Jesús continuó hablando a sus discípulos: Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.
Comentario: 1. Se reúne la Iglesia jeràrquica (pues todos somos Iglesia, pero aquí vemos a los pastores reunidos) para estudiar si están obligados los nuevos cristianos a los ritos de la Antigua Ley. Vemos aquí las características de lo que llamaremos Concilios: a) reunión universal, no sólo local; b) promulga normas de caràcter preceptivo y vinculante; c) abarca temas tanto de fe como costumbres; d) se promulga por escrito; e) Pedro preside la asamblea. Pedro dirá que la Ley antigua es irrelevante y superflua para la salvación (Biblia de Navarra. Como comentará S. Efrén: “todo lo que Dios nos ha dado mediante la fe y la Ley lo ha concedido Cristo a los gentiles mediante la fe y sin la observancia de la Ley”). Todo esto, después de una larga discusión. Pedro aparece claramente como el jefe del Colegio Apostólico. Jesús confió a Pedro ese papel: ser el garante de la fe de sus hermanos (Lc 22, 32). -«Dios me ha escogido entre vosotros para que de mi boca oigan los gentiles la Palabra de la Buena Nueva y abracen la fe..» Pedro alude aquí a la conversión del Centurión romano, Cornelio (Hechos 10). El discurso de Pedro es breve como un decreto de Concilio. Cierra el debate. Toma partido por Pablo y Bernabé: La Iglesia es para el mundo... la puerta de la Iglesia está abierta de par en par a los Gentiles.
-Cuando Pablo y Bernabé terminaron de hablar tomó la palabra Santiago y dijo... La discusión conciliar continúa. Porque si el problema teórico está zanjado, lo que ahora se trata es de «la convivencia». No queda todo regulado por la decisión del Concilio. Santiago es el representante cualificado de la «tendencia opuesta»: es obispo de Jerusalén... los judíos son mayoritarios en su comunidad... cree conveniente mantener algunas costumbres judías. ¡Está de acuerdo con que se abandone la «circuncisión»! Pero propone que se pida a los gentiles que adopten algunas prácticas de la Ley de Moisés, las que parecen más importantes. Con el fin de asegurar una fraternidad real entre todos, Santiago propone que los «cristianos venidos del paganismo» se abstengan, no obstante, de aquello que más repugna a los «cristianos venidos del judaísmo». Es un compromiso. La delicadeza hacia los demás debe ir por delante de los derechos personales. “Ayuda, Señor, a tu Iglesia, HOY, también a aceptar plenamente - tanto la discusión franca y libre de búsqueda donde todos expongan su opinión. - como la autoridad y jerarquía del Papa, que zanja definitivamente la cuestión... ¡Ayúdanos, Señor, a encontrar puntos de conciliación! Que tu Iglesia sea «diálogo». Ayúdame, Señor, a escuchar los puntos de vista de los demás, sobre todo cuando no piensan como yo” (Noel Quesson).
El motivo de la convocatoria, recordamos, fue: en Antioquía y en Jerusalén «algunos de la facción farisea que se habían hecho creyentes» se oponen violentamente a la opción de liberar el evangelio de la sinagoga. La decisión favorable del Concilio tiene tres fases culminantes. El discurso de Pedro (6-12) invoca tres hechos: la conversión de Cornelio, el yugo insoportable de la ley y la salvación de todos por la gracia de Jesús. El discurso de Santiago (13-21), jefe respetado e indiscutible de la comunidad judía de Jerusalén, invoca un texto universalista de la Escritura, pero pide que se observen las llamadas «cláusulas de Santiago». El decreto del Concilio (22-29) se limita a imponer esas cláusulas, al tiempo que alaba la obra de Pablo y Bernabé y censura a sus adversarios. La promulgación del decreto apostólico en Antioquía (30-35), donde había surgido la disensión, es el epílogo del relato. Así quedaba solemnemente avalada la misión universal de Pablo. Parece que en Gál 2,1-10 tenemos una información paralela de nuestro acontecimiento eclesial. Puede ayudar a verificar críticamente y leer con mayor provecho la narración de los Hechos. Las versiones de Pablo y de Lucas coinciden en los hechos sustanciales, pero presentan diferencias importantes. La de Pablo, que es protagonista de los sucesos narrados y escribe todavía en plena lucha, es más polémica y no se aviene a los compromisos: ignora las cláusulas de Santiago (quizá superadas en este tiempo en el que se va descubriendo el mensaje incluido en la Buena Nueva, como sigue pasando a lo largo de la historia). La de Lucas, que escribe a finales de siglo, con la batalla bien ganada, es más conciliadora y parece suavizar las polarizaciones del pasado. Este acontecimiento crucial de la época apostólica es una lección permanente para la Iglesia en el tiempo y en el espacio. Si el mensaje evangélico debe abrazar todas las culturas para que llegue a todos con eficacia la buena nueva de Jesucristo, la Iglesia tiene que considerar como una especie de infidelidad a la misión el hecho de quedar prisionera de una cultura determinada. Por eso podríamos decir que el Vaticano II, al optar por un mayor pluralismo y por una actualización de acuerdo con los signos de los tiempos, ha tomado una decisión histórica en el campo misionero. Como la de Pablo en el corazón de la época apostólica (F. Casal).
La experiencia del Espíritu llevó a las primeras comunidades a liberarse de los yugos insoportables e inútiles que imponía el legalismo judío. La tensión creciente entre la tendencia "helenista" y la judaizante se resolvió a favor de la libertad. Toda la predicación de Jesús se encaminó a liberar a las personas de las trabas inútiles. La ley, el sistema de pureza, los signos exteriores (circuncisión, uniformes, etiquetas) fueron puestos a la luz de la Palabra de Jesús. Las comunidades encontraron en el camino liberador de Jesús un derrotero para vencer los temores y las inhibiciones. El resucitado los convoca a una vida nueva. El discurso de Pedro es una clara defensa de la libertad cristiana. Las diferencias de raza, cultura... son un valor que enriquece al cristianismo. Este es universal precisamente porque acepta todas las particularidades y no por uniformar al resto de la humanidad (servicio biblico latinoamericano). Y todo ello, obra del Espíritu Santo, como dice Orígenes: «Pienso que no pueden explicarse las riquezas de estos inmensos acontecimientos si no es con ayuda del mismo Espíritu que fue autor de ellas».
2. –El anuncio de las maravillas que ha hecho Dios tiene una proyección universal. Está destinado a todos los pueblos. A todos tiene que llegar ese anuncio. De ahí la vocación misionera del cristiano: contar a todas las naciones las maravillas del Señor. El Salmo 96/95 clama que todos somos llamados e invitados a celebrar la soberanía y la grandeza de Dios. Él nos ama a todos, sin distinción de razas ni culturas. Él nos ha creado porque nos quiere con Él, junto con su Hijo, participando de su Vida y de su Gloria eternas. Por eso alabemos y bendigamos al Señor y proclamemos sus maravillas a todos los pueblos, para que todos conozcan el amor que Él nos ofrece y para que, reconociéndolo ellos también como su Dios y Padre, junto con nosotros alcancen los bienes eternos, de los que el Señor quiere hacernos partícipes. La invitación de toda la tierra a alabar a Dios es el “cántico nuevo” de alegría de toda la creación, en relación con una salvación ofrecida a todos, como señalaba Juan Pablo II: “«Decid a los pueblos: "el Señor es rey"». Esta exhortación del Salmo 95 (v. 10), que acabamos de proclamar, presenta por así decir el tono con el que se modula todo el himno. Se trata de uno de los así llamados «Salmos del Señor rey», que comprenden los Salmos 95 a 98, además del 46 y el 92… estos cánticos se centran en la grandiosa figura de Dios, que rige todo el universo y gobierna la historia de la humanidad.
También el Salmo 96 exalta tanto al Creador de los seres, como al Salvador de los pueblos: Dios «afianzó el orbe, y no se moverá; juzga a los pueblos rectamente» (v. 10). Es más, en el original hebreo el verbo traducido por «juzgar» significa, en realidad, «gobernar»: de este modo se tiene la certeza de que no quedamos abandonados a las oscuras fuerzas del caos o de la casualidad, sino que estamos siempre en manos de un Soberano justo y misericordioso.
El Salmo comienza con una invitación festiva a alabar a Dios, invitación que se abre inmediatamente a una perspectiva universal: «Cantad al Señor, toda la tierra » (v. 1). Los fieles son invitados a contar la gloria de Dios «a los pueblos» y después a dirigirse a «todas las naciones» para proclamar «sus maravillas» (v. 3)… pide a los fieles que digan «a los pueblos: el Señor es rey» (v. 10), y precisa que el Señor «juzga a los pueblos» (v. 10). Es muy significativa esta apertura universal por parte de un pueblo pequeño aplastado entre grandes imperios... El gesto fundamental frente al Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación es, por tanto, el canto de adoración, de alabanza y de bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia cotidiana y en nuestra oración personal”. Hoy se acaba el fragmento del salmo “con la proclamación de la realeza del Señor (cf. vv. 10-13). Ahora se dirige al universo… Como dirá san Pablo, incluso la naturaleza, junto con el hombre «espera impacientemente... ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Romanos 8,19.21). Al llegar a este momento, quisiéramos dejar espacio a la relectura cristiana de este Salmo, realizada por los Padres de la Iglesia, que en él han visto una prefiguración de la Encarnación y de la Crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo.
De este modo, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del año 380, san Gregorio Nacianceno retoma algunas expresiones del Salmo 95: «Cristo nace, ¡glorificadle! Cristo baja del cielo, ¡salid a recibirle! Cristo está sobre la tierra, ¡lavaos! "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1), y para unir los dos conceptos, "que se alegre el cielo y exulte la tierra" (v. 11) con aquél que es celestial, pero que se ha hecho terrestre».
De este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Es más, aquel que reina, «haciéndose terrestre», reina precisamente en la humillación de la Cruz. Es significativo el que muchos en tiempos antiguos leyeran el v. 10 de este Salmo con una sugerente asociación cristológica: «El Señor reinó desde el madero».
Por este motivo, ya la Carta de Bernabé enseñaba que «el reino de Jesús está sobre el madero» y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a exultar porque «el Señor reinó desde el madero» de la Cruz.
En este ambiente floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, «Vexilla regis», en el que exalta a Cristo que reina desde lo alto de la Cruz, trono de amor, no de dominio: «Regnavit a ligno Deus». Jesús, de hecho, en su existencia terrena ya había advertido: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,43-45)”. La reflexión sobre la cruz es oportuna en consonancia con algunos manuscritos de la versión de los Setenta y de la Vulgata latina que añaden a “el Señor reina” la expresión “desde el árbol”, aplicando el salmo a Jesús.
3. La seguridad de que Dios nos ama en Jesús es la base de toda alegría cristiana, y lleva a una correspondencia. Con la metáfora de la vid y los sarmientos Jesús invitaba a «permanecer en Él», para poder dar fruto. Hoy continúa el mismo tema, pero avanzando cíclicamente y concretando en qué consiste este «permanecer» en Cristo: se trata de «permanecer en su amor, guardando sus mandamientos». Se establece una misteriosa y admirable relación triple. La fuente de todo es el Padre. El Padre ama a Jesús y Jesús al Padre. Jesús, a su vez, ama a los discípulos, y éstos deben amar a Jesús y permanecer en su amor, guardando sus mandamientos, lo mismo que Jesús permanece en el amor al Padre, cumpliendo su voluntad. Y esto lleva a la alegría plena: «que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud». La alegría brota del amor y de la fidelidad con que se guardan en la vida concreta las leyes del amor.
-“Como mi Padre me amó, Yo también os he amado”. ¡Es inversosímil! ¡Es maravilloso! El amor con que Jesús nos ama es el mismo con el que Él es amado por el Padre. Nuestra unión con Jesús es comparable a la de Jesús con el Padre. La frase siguiente nos lo dirá de manera inaudita.
-“Permaneced en mi amor... Y Yo permanezco en su amor. Si guardáis mis mandamientos, como Yo he guardado los mandamientos del Padre. Permaneceréis en mi amor”. Fijémonos en la estructura de la frase. A un lado están las relaciones de los discípulos con Jesús... y al otro, las relaciones del Hijo con el Padre... y ¡son las mismas! Los discípulos permanecen en el amor de Jesús =Jesús permanece en el amor del Padre. Hay que guardar los mandamientos de Jesús. =Jesús guarda los mandamientos del Padre.
-“Como Yo guardé fielmente los preceptos de mi Padre... Y como Yo permanezco en su amor”. Este es el modelo. ¡La fidelidad de Jesús a su Padre! ¡Como quien no dice nada! A través del evangelio, evoco esta fidelidad... que le ha conducido hasta la Pasión. "Si es posible que se aleje de mí este cáliz" dirá Jesús dentro de pocas horas, en el huerto de los olivos. Su fidelidad tampoco fue fácil para Él. "Pero, Padre, no lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieres"
-“Si guardáis mis mandamientos”... Este "si" ¡es inquietante para nosotros! Es la responsabilidad de nuestra libertad. La relación con Dios no es algo automático.
-“Permaneceréis en mi amor”... Hay que dejarse introducir en todas las delicadezas de este pensamiento. Dios está presente en todas partes. Dios ama a todos los seres, incluso a los peores malvados. Sí; Dios ama a los pecadores, y no les está ausente! Pero hay diferentes modos de presencia de Dios y diversos modos de relación. Hay una presencia particular, una relación privilegiada, de Dios con "aquel que le ama y guarda sus mandamientos"... más que con "aquel que no le ama". Es una cuestión de amor. ¡El que ama lo comprende! ¡Señor! Ayúdame a guardar fielmente tus mandamientos. Ayúdame a permanecer en tu amor. Como Tú has guardado fielmente los mandamientos de tu Padre. Y como Tú permaneces en su amor.
“-Os he dicho estas cosas a fin de que os gocéis con el gozo mío, y vuestro gozo sea completo”. Tú ya nos has dado tu paz. Tú nos das también el gozo tuyo. Tu gozo = permanecer en el amor del Padre. El gozo de Jesús es ser amado y amar. Dios es la fuente de su gozo. ¿Y yo? El gozo cruza el evangelio desde el comienzo hasta el fin, desde Navidad a la Pascua. De mi vida, ¿brota también el gozo? Uno de los frutos más característicos de la Pascua debe ser la alegría. Y es la que Cristo Jesús quiere para los suyos. Una alegría plena. Una alegría recia, no superficial ni blanda. La misma alegría que llena el corazón de Jesús, porque se siente amado por el Padre, cuya voluntad está cumpliendo, aunque no sea nada fácil, para la salvación del mundo. Ahora nos quiere comunicar esta alegría a nosotros. Esta alegría la sentiremos en la medida en que «permanecemos en el amor» a Jesús, «guardando sus mandamientos», siguiendo su estilo de vida, aunque resulte contra corriente. Es como la alegría de los amigos o de los esposos, que muchas veces supone renuncias y sacrificios. O la alegría de una mujer que da a luz: lo hace en el dolor, pero siente una alegría insuperable por haber traído una nueva vida al mundo (es la comparación que pronto leeremos que trae el mismo Jesús, explicando qué alegría promete a sus seguidores). Popularmente decimos que «obras son amores», y es lo que Jesús nos recuerda. La Pascua que estamos celebrando nos hará crecer en alegría si la celebramos no meramente como una conmemoración histórica -en tal primavera como esta resucitó Jesús- sino como una sintonía con el amor y la fidelidad del Resucitado. Entonces podremos cantar Aleluyas no sólo con los labios, sino desde dentro de nuestra vida (Noel Quesson/J. Aldazábal). «Cristo, sabemos que estás vivo. Rey vencedor, míranos compasivo» (aleluya), ayúdanos a «permaneced en tu amor», para «que tu alegría esté en nosotros, y nuestra alegría llegue a plenitud».
"Donde hay caridad y amor, allí está Dios", lo cual también es exacto porque ambos amores –a Dios y al prójimo- son inseparables (v. 23), y Jesús dijo también que Él está en medio de los que se reúnen en su Nombre (Mat. 18, 20). Fácil es por lo demás explicarse la indivisibilidad de ambos amores si se piensa que yo no puedo dejar de tener sentimientos de caridad y misericordia en mi corazón mientras estoy creyendo que Dios me ama hasta perdonarme toda mi vida y dar por mí su Hijo para que yo pueda ser tan glorioso como Él. No puede existir para el hombre mayor gozo que el de saberse amado así (en 16,24; 17,13; 1 Juan 1,4, etc., vemos que todo el Evangelio es un mensaje de gozo fundado en el amor). «Cantemos al Señor, sublime es su victoria. Mi fuerza y mi poder es el Señor; Él fue mi salvación. Aleluya» (Ex 15,1-2; ant. de entrada). «Señor Dios Todopoderoso, que, sin mérito alguno de nuestra parte, nos has hecho pasar de la muerte a la vida y de la tristeza al gozo; no pongas fin a tus dones, ni ceses de realizar tus maravillas en nosotros, y concede a quienes ya hemos sido justificados por la fe la fuerza necesaria para perseverar siempre en ella» (colecta). Y seguimos en el Ofertorio: «¡Oh Dios!, que por el admirable trueque de este sacrificio nos haces partícipes de tu divinidad; concédenos que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos».
Comenta San Agustín: «Ahí tenéis la razón de la bondad de nuestras obras. ¿De dónde había de venir esa bondad a nuestras obras sino de la fe que obra por el amor? ¿Cómo podríamos nosotros amar si antes no fuéramos amados? Ciertamente lo dice este mismo evangelista en su carta: “Amemos a Dios porque Él nos amó primero... Permaneced en mi amor”. ¿De qué modo? Escuchad lo que sigue: “Si observareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor”. «¿Es el amor el que hace observar los preceptos o es la observancia de los preceptos la que hace el amor? Pero, ¿quién duda de que precede el amor? El que no ama no tiene motivos para observar los preceptos. Luego, al decir: “Si guardareis mis preceptos, permaneceréis en mi amor”, quiere indicar no la causa del amor, sino cómo el amor se manifiesta. Como si dijere: “No os imaginéis que permanecéis en mi amor si no guardáis mis preceptos; pero, si los observareis, permaneceréis”, es decir, “se conocerá que permanecéis en mi amor si guardáis mis mandatos” a fin de que nadie se engañe diciendo que le ama si no guarda sus preceptos, porque en tanto le amamos en cuanto guardamos sus mandamientos».
Entramos en esa corriente de amor trinitario: “El Padre ama al Hijo, y Jesús no deja de decírnoslo: «El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él» (Jn 8,29). El Padre lo ha proclamado bien alto en el Jordán, cuando escuchamos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido» (Mc 1,11) y, más tarde, en el Tabor: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle» (Mc 9,7). Jesús ha respondido, «Abbá», ¡papá! Ahora nos revela, «como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros». Y, ¿qué haremos nosotros? Pues mantenernos en su amor, observar sus mandamientos, amar la Voluntad del Padre. ¿No es éste el ejemplo que Él nos da?: «Yo hago siempre lo que le agrada a Él». Pero nosotros, que somos débiles, inconstantes, cobardes y —por qué no decirlo— incluso, malos, ¿perderemos, pues, para siempre su amistad? ¡No, Él no permitirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas! Pero si alguna vez nos apartásemos de sus mandamientos, pidámosle la gracia de volver corriendo como el hijo pródigo a la casa del Padre y de acudir al sacramento de la Penitencia para recibir el perdón de nuestros pecados. «Yo también os he amado —nos dice Jesús—. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,9.11)” (Lluís Raventós).
“Quien se deje amar por Cristo no sólo tendrá consigo la salvación y la manifestación más grande del amor que el Padre Dios nos tiene, sino que estará llamado a vivir en fidelidad a la Palabra que Dios ha pronunciado sobre nosotros para que, dejándonos transformar por ella, vivamos en verdad como hijos de Dios. Sólo entonces podremos decir que en verdad permanecemos en Dios, pues no nos alejaremos de Él a causa de nuestras rebeldías. Ciertamente, a pesar de sentirnos amados y protegidos por Dios, no dejaremos de ser acosados por una serie de diversas tentaciones, ni dejaremos de ser perseguidos y calumniados. Pero en medio de las diversas pruebas por las que debamos pasar no podemos perder ni la paz, ni la alegría, pues el Señor jamás se olvidará de nosotros, ya que Él vela y camina siempre con los que le aman y le viven fieles. Alegrémonos en el Señor, pues Él nos ha amado, nos ha perdonado nuestros pecados y nos ha hecho hijos de Dios. El Señor ha pronunciado sobre nosotros su Palabra en esta celebración del Memorial de su Misterio Pascual. Él quiere que vayamos tras sus huellas, siguiéndolo hasta entrar, junto con Él, en la gloria del Padre. Sabemos que, si Él padeció por nosotros, nosotros debemos, como Él, dar la vida por nuestros hermanos. Si queremos que nuestra vida tenga la misma fecundidad que la de Cristo, debemos morir a nosotros mismos, no buscar nuestros propios intereses, sino abrir nuestros ojos y nuestro corazón para saber buscar el bien de todos; pues sólo el que ama a su prójimo, como Cristo nos ha amado a nosotros, puede decir que en verdad tiene consigo a Dios. Entrar en comunión de Vida con Cristo, por tanto, es todo un compromiso de amor fiel a Dios, amor que no se nos quede en vana palabrería, sino que nos impulse a pasar haciendo el bien a todos, como Cristo lo hizo para con nosotros. ¿En verdad amamos a nuestro prójimo como Jesús nos ha amado a nosotros? Unidos a Cristo debemos de preocuparnos del bien de todos. Junto a nosotros hay mucho dolor, pobreza y enfermedad; hay muchos ánimos decaídos y puestos a merced de cualquier viento. Nuestro amor por nuestro prójimo nos ha de llevar a procurar el bien de todos, a fortalecer las manos cansadas y las rodillas vacilantes. Mientras en lugar de procurar la alegría y la paz de los demás seamos para ellos ocasión de tristeza, de dolor o de sufrimiento, no podemos, en verdad, decir que vivimos unidos a Cristo y que su Vida es nuestra vida, y que su Espíritu habita en nosotros. Ante un mundo que se enfrenta con nuevas realidades que muchas veces no alcanza a interpretar adecuadamente, la Iglesia de Cristo debe saber poner al servicio de la humanidad de nuestro tiempo, la voz del Señor, su Evangelio, para que se convierta en Luz que ilumine el camino del hombre y oriente sus pasos, para que no pierda el rumbo ni el sentido de la bondad, del amor, de la alegría y de la paz. Sólo viviendo con la máxima responsabilidad nuestra capacidad de hacer siempre el bien a todos podremos manifestar a los demás, con las obras, que Dios permanece en nosotros y nosotros en Él. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber permanecer unidos a Él, de tal forma que, dando testimonio de su amor en medio de nuestros hermanos, colaboremos para que a todos llegue la salvación que Dios ofrece a la humanidad entera. Amén” Llucià Pou Sabaté(www.homiliacatolica.com).
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