Domingo 3º de Pascua (A): Jesús es nuestra protección, con Él vamos seguros, y al final será nuestra heredad (que se aplica también a quien lo deja todo por Jesús)
1ª lectura. Hechos de los Apóstoles 2,14.22-28: El día de Pentecostés, se presentó Pedro con los once, levantó la voz y dirigió la palabra:
Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús Nazareno, el hombre que Dios acreditó ante vosotros realizando por su medio los milagros, signos y prodigios que conocéis. Conforme al plan previsto y sancionado por Dios, os lo entregaron, y vosotros por mano de paganos, lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio, pues David dice:
Tengo siempre presente al Señor, / con él a mi derecha no vacilaré. / Por eso se me alegra el corazón, / exulta mi lengua / y mi carne descansa esperanzada. / Porque no me entregarás a la muerte / ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. / Me has enseñado el sendero de la vida, / me saciarás de gozo en tu presencia.
Salmo 16/15,1-2,5.7-11: Señor, me enseñarás el sendero de la vida.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; / yo digo al Señor: «Tú eres mi bien.» / El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, / mi suerte está en tu mano. / Bendeciré al Señor que me aconseja; / hasta de noche me instruye internamente. / Tengo siempre presente al Señor, / con él a mi derecha no vacilaré. / Por eso se me alegra el corazón, / se gozan mis entrañas, / y mi carne descansa serena: / porque no me entregarás a la muerte / ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida, / me saciarás de gozo en tu presencia, / de alegría perpetua a tu derecha.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pedro 1,17-21: Queridos hermanos:
Si llamáis Padre al que juzga a cada uno, según sus obras, sin parcialidad, tomad en serio vuestro proceder en esta vida.
Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil recibido de vuestros padres: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos por nuestro bien.
Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza.
Evangelio (Lc 24,13-35): Aquel mismo día, el domingo, iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran.
Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?». Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado, Cleofás le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?». Él les dijo: «¿Qué cosas?». Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería Él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que Él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a Él no le vieron».
Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado».
Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero Él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.
Comentario: 1. Pedro habla en nombre de la Iglesia con audacia, sin los miedos que antes tenía; recuerda los milagros de Jesús y su muerte y resurrección. Pedro habla con la fuerza del "Espíritu de verdad". “Su discurso se centra en la proclamación de la Resurrección que ellos, los apóstoles, han vivido como un hecho de su propia experiencia, pero que lo han interpretado como el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. Que la resurrección del Señor fuera "según las Escrituras", como dice el símbolo nicenocostantinopolitano, fue desde el principio una de las convicciones más arraigadas en la Iglesia (Hch 13.32-37; 1 Co 15.3)”. El salmo que cita san Pedro, y que leeremos hoy, “expresa la confianza inquebrantable del justo que se apoya en Dios y que no teme ni tan siquiera la muerte. Ahora bien, el autor de este salmo, David, cuya tumba se muestra hoy en Jerusalén, no escapó al poder de la muerte. Por eso cree san Pablo que David hablaba proféticamente en nombre del Mesías, su descendiente, que había de resucitar (cf. 13.32-37) como el primer nacido de entre los muertos. La resurrección es comparada a un nacimiento desde el seno de la muerte, incapaz de retener a Jesús en la corrupción” (“Eucaristía” 1981).
“Las primeras lecturas de este domingo están tomadas de los discursos misioneros pronunciados por los apóstoles ante los judíos. El libro de los Hechos ha recogido ocho discursos: seis van dirigidos a miembros del pueblo elegido (Act 2, 14-35; 3, 12-26; 4, 9-12; 5, 29-32; 10, 34-43; 13, 17-41) y dos a paganos (Act 14, 15-17; 17, 22-31). Los primeros recurren a los mismos argumentos y se inspiran en un fondo escriturístico común, sin que siempre sea posible determinar si esas semejanzas son fruto de la redacción de San Lucas o de la catequesis primitiva. De hecho, todos contienen un exordio que recuerda el contexto del discurso, un relato generalmente idéntico de la muerte y de la resurrección de Cristo, apoyado en las Escrituras, una proclamación de la soberanía de Cristo sobre el mundo y un llamamiento a la conversión”. La liturgia de este día presenta, en primer lugar, un fragmento del primer discurso pronunciado por Pedro el día de Pentecostés (Maertens-Frisque).
2. En la Entrada decimos: «Aclamad al Señor tierra entera, tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria. Aleluya» (Sal 65,1-2). Es un tiempo de paciencia y esperanza: “la paciencia todo lo alcanza”, como diría Teresa de Jesús y recordamos en el Salmo: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti… «Tú eres mi bien.» / El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, / mi suerte está en tu mano… Me enseñarás el sendero de la vida, / me saciarás de gozo en tu presencia, / de alegría perpetua”...
Junto a Él, estamos seguros. Sabe que todo tiene una razón de bien, que Dios es padre y que reconduce todo hacia el bien, que al final todo serán alegrías, por encima de las tormentas de la tierra, de las cosas que no entendemos… “porque no me entregarás a la muerte / ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción”. “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; / yo digo al Señor: «Tú eres mi bien»” (v. 1-2). Este arranque constituye el tema principal de toda la oración del salmista. Proclama la relación personal entre el Señor y quien le sirven en exclusividad (cf. 16,4-6), y ante los que dicen “no hay Dios” (Sal 14,1) proclama la esperanza, como también el 23 y recogió bien es espíritu Teresa de Jesús cuando dijo: “quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”. “Con él a mi derecha no vacilaré. / Por eso se me alegra el corazón, / se gozan mis entrañas, / y mi carne descansa serena (v. 8-9). “Me ha tocado un lote hermoso, / me encanta mi heredad” (v. 6).
“Un salmo de una fuerte tensión espiritual”, le llamó Juan Pablo II; dentro de las “dificultades del texto”, en el original hebreo, se trata de “un luminoso cántico místico, como sugiere la profesión de fe del inicio: «yo digo al Señor: "Tú eres mi bien"» (v. 2). Dios es visto como el único bien… Nuestro salmo desarrolla dos temas que son expresados a través de tres símbolos. Ante todo, el símbolo de la «heredad», término que cimienta los versículos 5 y 6: se habla de «lote de mi heredad», «mi copa»; «suerte». Se usaban estos términos para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Nosotros sabemos ahora que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, pues el Señor mismo constituía su heredad. El salmista declara: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa... me encanta mi heredad» (v. 5-6). Por tanto, da la impresión de ser un sacerdote que está proclamando la alegría de estar totalmente entregado al servicio de Dios”. San Agustín comenta: «El salmista no dice: "Dios, ¡dame una heredad! ¿Qué me darás como heredad?". Dice por el contrario: todo lo que me des fuera de ti no vale nada. Sé tu mismo mi heredad. Eres tú a quien yo amo... Buscar a Dios en Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar».
“El segundo tema es el de la comunión perfecta y continua con el Señor. El salmista expresa la firme esperanza de se preservado de la muerte para poder permanecer en la intimidad de Dios… en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios.
El orante utiliza dos símbolos. Ante todo, evoca el cuerpo: los exegetas nos dicen que en el original hebreo (vv. 7-10) se habla de «riñones», símbolo de las pasiones y de la interioridad más escondida; de «derecha», signo de fuerza; de «corazón», sede de la conciencia; incluso de «hígado», que expresa emotividad; de «carne», que indica la existencia frágil del hombre; y por último de «aliento de vida».
Se trata por tanto de la representación de todo el ser de la persona, que no es absorbido ni aniquilado en la corrupción del sepulcro (v. 10), sino que es mantenido en una vida plena y feliz con Dios.
Aparece, así, el segundo símbolo del Salmo 15, el del «camino»: «Me enseñarás el sendero de la vida» (v. 11). Es el camino que conduce al «gozo en tu presencia» divina, a la «alegría perpetua a tu derecha». Estas palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que amplía la perspectiva a la esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna.
De este modo, es fácil comprender por qué el Salmo ha sido tomado por el Nuevo Testamento para hacer referencia a la resurrección de Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda parte del himno con una luminosa aplicación pascual y cristológica: «Dios le resucitó [a Cristo] librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio» (Hch 2, 24).
San Pablo hace referencia al Salmo 15 en el anuncio de la Pascua de Cristo durante su discurso en la sinagoga de Antioquia de Pisidia. También nosotros lo proclamamos desde esta perspectiva: «No permitirás que tu santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio aquel a quien Dios resucitó [Jesucristo], no experimentó la corrupción» (Hch 13, 35-37)”.
También hay aquí “una intuición psicológica de la seguridad de uno que ama y por eso «siente» que la muerte no puede separarle de esa persona amada. Y como Dios es esta persona amada su omnipotencia puede extenderse sobre la vida y sobre la muerte. Estamos en la lógica del amor. El amor que desarma a la muerte: un tema vivo en cierta literatura contemporánea. Un novelista pone en boca de Cristo estas palabras: ‘Sí; esto es el milagro. Quien ame a los demás como yo he amado, después de la muerte vivirá... Y el ángel del sepulcro dice: él no puede permanecer en la muerte; la muerte es el castigo del egoísmo, se apodera sólo de quien elige existir para si solo’ (L. Santucci)”.
Los que se dedican especialmente a Dios, reciben una cercanía, confianza: “Me enseñarás el sendero de la vida, / me saciarás de gozo en tu presencia, / de alegría perpetua a tu derecha” (v. 10-11). El hecho es que, quizá, nos estamos avergonzando de hablar de la alegría. Afirmaba Bertrand Russel: «Lo único que necesita hay el hombre para elevarse es abrir el corazón a la alegría y dejar que el miedo continúe rechinando los dientes como un fantasma entre las sombras del pasado olvidado». ¿Qué es la alegría? Algo misterioso. Saliendo del colegio me asaltó un niño: “-¡mossèn!” –“¿Qué quieres?” –“nada, quería saludarte, estar contigo” Pensé que ese hablar sencillo de los niños me daba buena definición de amistad, estar con alguien de quien no necesitamos nada más que estar con él. Otra persona, por e-mail, me decía sobre algún texto que le mandé: “Ayer, estaba desmotivado, había discutido con unos compañeros del trabajo y no podía dormir. Me sentía mal, no estaba contento conmigo mismo, ni con ellos y menos con lo que había pasado. Empecé algunos de esos escritos guardados, y me hicieron sentir bien. Me ayudo mucho, me reconfortaron, recobre mi paz y pude dormir. Te lo quería comentar, para que sepas lo mucho que te agradezco que me los envíes y sobretodo que los escribas”.
Ahora, anoto lo que escribe otro: “Alegría de quien puede proclamar una palabra. Una palabra que le molesta y le serena, le inquieta y le conforta, le hace daño y le cura, le amedrenta y le da valor. Alegría de quien puede partir el pan todos los días entre los hermanos. Alegría de quien para no citar más que un ejemplo ha podido celebrar la eucaristía entre unos centenares de presidiarios, unidos alrededor de un altar improvisado en un oscuro corredor de la cárcel, custodiado por una implacable fila de rejas. Era el 11 de mayo de 1969. Porto Azzurro, Isla de Elba. Una fecha fundamental de mi sacerdocio. La acción de gracias se ha convertido en lágrimas. Y he sido capaz de balbucir: «Aunque sólo me hubiese hecho sacerdote para esta hora, valía realmente la pena... Gracias, Señor». Podría aún continuar... Pero que nadie crea que mi vida es coser y cantar y que mi camino está siempre iluminado por un haz de luz. Conozco momentos de equivocaciones, de desilusión, de desánimo. Alguna vez me sorprendo incluso mirando de reojo «el trozo de tierra» de los otros. Pero después, al hacer el inventario de lo que he recibido, me veo obligado a reconocer que «me ha tocado un lote hermoso» y a gritar que «me encanta mi heredad» (v. 6).
Es un lote que exteriormente puede parecer modesto y limitado. Pero me sobra. Es suficiente. Tengo mi cruz. Y también la de muchos otros. Puedo cultivar mis esperanzas y mis alegrías. Pero también las esperanzas y alegrías de los demás. Contiene mis afanes. Pero también las penas, los sufrimientos y las angustias de tantos otros hermanos. En definitiva estoy seguro de no mentir cuando exclamo: Me ha tocado un lote hermoso, / me encanta mi heredad (v. 6).
Me viene a la mente el título de un libro del sacerdote escritor J. Montaurier: «La alegría de ser verdadero». Pienso que se aplica especialmente al sacerdote. El sacerdote es verdadero cuando desaparece. Cuando detrás de sí deja adivinar, trasparentar a Alguien. Nuestro papel es el de ser «signos». «Significar» es ciertamente un papel ingrato porque deja subsistir la inquietud, la duda de la propia opacidad. Además nunca se sabe si se llega a hacer algo en el corazón del hombre.
Cuando se es «signo» no es posible jamás hablar de éxito, de conquistas, y ni quisiera tener una contabilidad que tranquilice en los momentos de desaliento. El éxito es siempre el éxito de otro.
Sin embargo es ésta precisamente la fuente más segura de la alegría de un sacerdote. Desaparecer la gloria del «siervo inútil», hacerse trasparente, para dejar entrever la presencia de otro. Con esta clave creo que hemos de leer el v. 1 del salmo: «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti».
Este «refugiarse» no es una evasión, una solución cómoda impuesta por el miedo. Es simplemente la «verdad» del sacerdote. De quien puede gritar la propia alegría de ser verdadero… Yo digo al Señor: «Tu eres mi bien» (v. 2)… Por tanto, no hemos de admirarnos de que nuestra alegría haya sido hecha pedazos. Y que los pedazos que fatigosamente recogemos nos hieren las manos...” (Alessandro Pronzato).
Este salmo es Cristológico, por Él y por nosotros, y toca el tema de la felicidad, como dice una traducción de P. Claudel: "Permitidme medir maravillado esta herencia que me cayó del cielo... Tú me has saciado con tu rostro... Escucha lo que te digo muy quedo para que solamente Tú lo oigas: Oh, el Señor que no he merecido de ninguna manera... ¡Magnífico! ¡La porción que me tocó es algo del otro mundo! ¡La parte que me tocó no hay cómo ponderarla, es algo bello!... Tú has embriagado mi corazón, Tú has desatado mi lengua... Lléname de las delicias de tu rostro, lugar en que todos los caminos terminan..."
«¡No hay dicha para mí fuera de ti!» Cuando el salmo habla de heredad y tierra, Dios ha venido a ser, por consiguiente, la «Tierra» del orante. Dios “está siempre a mi diestra”. Este “caminar con Dios, saberlo siempre cercano, tratar con él, mirarle y dejarse examinar por El, he ahí lo que constituye el centro de esta prerrogativa de los levitas. De esta suerte, Dios se hace verdaderamente una tierra, el territorio de nuestra vida. Y así vivimos y «moramos» en su casa. El salmo enlaza aquí con todo lo que hemos encontrado en Juan. En consecuencia, ser sacerdote significa: ir a su casa y de este modo aprender a ver, permanecer en su morada... Este salmo se halla construido en torno a la afirmación fundamental de la existencia del levita: «El Señor es mi porción»... Este salmo representara para la Iglesia antigua la gran profecía de la Resurrección, la descripción del nuevo David y del Sacerdote definitivo, Jesucristo. Conocer la vida no significa dominar una técnica cualquiera, sino superar los límites de la muerte. El misterio de Jesucristo, su muerte y su resurrección resplandecen allí donde la pasión de la palabra y su indestructible fuerza vital se hacen experiencia viva.
Para que esto se haga realidad no es preciso llevar a cabo grandes transposiciones en nuestra propia espiritualidad. Pertenecen a la esencia misma del sacerdocio aspectos tales como el estar expuesto del levita, la carencia de una tierra, el vivir proyectado hacia Dios. El relato de la vocación de Lucas (5,1-11), que consideramos al principio, concluye lógicamente con estas palabras: «Ellos lo dejaron todo y le siguieron» (v.11). Sin ese despojarse de todas nuestras posesiones no hay sacerdocio. La llamada al seguimiento de Cristo no es posible sin ese gesto de libertad y de renuncia ante cualquier compromiso. Creo que, bajo esta luz, adquiere todo su profundo significado el celibato como renuncia a un futuro afincamiento terreno y a un ámbito propio de vida familiar; más aún, se hace indispensable para asegurar el carácter fundamental y la realización concreta de la entrega a Dios. Esto significa, claro está, que el celibato impone sus exigencias respecto a toda forma de plantearse la existencia. No puede alcanzar su pleno significado si nos plegamos a las reglas de la propiedad y del juego de la vida, tal como hoy se aceptan comúnmente. Sobre todo, no puede consolidarse si no hacemos de ese nuestro habitar en la presencia de Dios el centro de nuestra existencia. El salmo 16, como el salmo 119, acentúa vigorosamente la necesidad de una continua familiaridad meditativa con la palabra de Dios; únicamente así puede esta palabra convertirse en morada nuestra. El aspecto comunitario de la piedad litúrgica, que esta plegaria sálmica necesariamente implica, queda de manifiesto cuando el salmo habla del Señor como «mi cáliz» (v.5). Según el lenguaje habitual del Antiguo Testamento, esta alusión se refiere al cáliz festivo que se hacía pasar de mano en mano durante la cena cultual, o al cáliz fatídico, al cáliz de la ira o al de la salvación. El orante sacerdotal del Nuevo Testamento puede encontrar aquí indicado, de un modo particular, aquel cáliz por medio del cual el Señor, en el más profundo de los sentidos, se ha hecho nuestra tierra, el Cáliz eucarístico, en el que él se entrega como vida nuestra. La vida sacerdotal en la presencia de Dios viene de este modo a realizarse de una manera concreta como vida que vive en virtud del misterio eucarístico. La Eucaristía, en su más profunda significación, es la tierra que se ha hecho nuestra heredad y de la que podemos decir: «Cayó para mí la suerte en parajes amenos y es mi heredad muy agradable para mí» (v.6)” (Joseph Ratzinger). Así pedimos en la postcomunión: «Mira, Señor, con bondad a tu pueblo y, ya que has querido renovarlo con estos sacramentos de vida eterna, concédele también la resurrección gloriosa».
3. Hemos sido redimidos con la sangre de Cristo, el Cordero de Dios, y Melitón dice: «Este es el Cordero que enmudecía y que fue inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa Cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado al atardecer y sepultado por la noche; aquél que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro» (Homilía sobre la Pascua 71).
4. San León Magno explica el profundo cambio que experimentan los discípulos, en sus mentes y corazones: «Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y les reprendió por su resistencia en creer, a ellos que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por Él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con Él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada». La Pascua de Jesús devuelve su belleza a todo lo creado; es como si el mundo fuese creado nuevamente. Dice al respecto San Ambrosio: "en ella (en la Pascua) resucitó el mundo, el cielo y la tierra; en adelante habrá un cielo nuevo y una tierra nueva".
“Quédate con nosotros, / la tarde está cayendo. / ¿Cómo te encontraremos / al declinar el día, / si tu camino no es nuestro camino? // Detente con nosotros; / la mesa está servida, / caliente el pan y envejecido el vino. // ¿Cómo sabremos que eres / un hombre entre los hombres, / si no compartes nuestra mesa humilde? / Repártenos tu cuerpo, / y el gozo irá alejando / la oscuridad que pesa sobre el hombre. // Vimos romper el día / sobre tu hermoso rostro, / y al sol abrirse paso por tu frente. / Que el viento de la noche / no apague el fuego vivo / que nos dejó tu paso en la mañana. // Arroja en nuestras manos, / tendidas en tu busca, / las ascuas encendidas del Espíritu; / y limpia, en lo más hondo / del corazón del hombre, / tu imagen empañada por la culpa…
Porque anochece ya, / porque es tarde, Dios mío, / porque temo perder / las huellas del camino, / no me dejes tan solo / y quédate conmigo. / Porque he sido rebelde / y he buscado el peligro / y escudriñé curioso / las cumbres y el abismo, / perdóname, Señor, / y quédate conmigo. // Porque ardo en sed de ti / en hambre de tu trigo, / ven, siéntate a mi mesa, / bendice el pan y el vino. / ¡Qué aprisa cae la tarde! / ¡Quédate al fin conmigo! Amén (himno de Vísperas).
«Pues bien, hermanos, ¿cuándo se dejó reconocer el Señor? En la fracción del pan. En nosotros no hay ninguna sorpresa: partimos el pan y reconocemos al Señor. (...) Tú, que crees en El, que no llevas en vano el nombre de cristiano; tú, que no entras en la Iglesia por azar; tú, que escuchas la palabra de Dios con temor y esperanza, hallas consuelo en la fracción del pan. La ausencia de Dios no es una ausencia. Ten fe, y El estará contigo, aunque no lo veas. Estos discípulos durante su conversación con el Señor no tenían fe. No creían que hubiese resucitado y no sabían que podía resucitar. Caminaban, muertos, junto a un viviente; caminaban, muertos, junto a la vida. Junto a ellos caminaba la vida. Pero en sus corazones no había renacido vida alguna.
Si tú quieres la vida, imita a los discípulos y reconocerás al Señor. Le ofrecieron su hospitalidad. El Señor parecía decidido a seguir camino, pero lo retuvieron. Cuando llegaron al término de su viaje, le dijeron: «Quédate con nosotros, porque es tarde y el día se acaba» Retened con vosotros al extranjero, si queréis reconocer al Señor. La hospitalidad les devolvió lo que la duda les había quitado. El Señor se manifestó en la fracción del pan. Aprended a buscar al Señor, a poseerlo, a reconocerlo cuando coméis. Instruidos en esta verdad, los fieles entienden el sentido de este texto mejor que aquéllos que no son iniciados” (San Agustín).
“Te glorificamos, Padre santo, / porque estás siempre con nosotros en el camino de la vida; / sobre todo cuando Cristo, tu Hijo, nos congrega / para el banquete pascual de su amor. / Como hizo en otro tiempo con los discípulos de Emaús, / él nos explica las Escrituras y parte para nosotros el pan” (Plegaria Eucarística V).
“«Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de caída» (cf.Lc 24,29). Ésta fue la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección, los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo largo del trayecto se había unido a ellos. Abrumados por tristes pensamientos, no se imaginaban que aquel desconocido fuera precisamente su Maestro, ya resucitado. No obstante, habían experimentado cómo «ardía» su corazón (cf. ibíd. 32) mientras él les hablaba «explicando» las Escrituras. La luz de la Palabra ablandaba la dureza de su corazón y «se les abrieron los ojos» (cf. ibíd. 31). Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz. «Quédate con nosotros», suplicaron, y Él aceptó. Poco después el rostro de Jesús desaparecería, pero el Maestro se había quedado veladamente en el «pan partido», ante el cual se habían abierto sus ojos.
El icono de los discípulos de Emaús viene bien para orientar un Año en que la Iglesia estará dedicada especialmente a vivir el misterio de la Santísima Eucaristía. En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del «Pan de vida», con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de «estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20).
La «fracción del pan» —como al principio se llamaba a la Eucaristía— ha estado siempre en el centro de la vida de la Iglesia. Por ella, Cristo hace presente a lo largo de los siglos el misterio de su muerte y resurrección. En ella se le recibe a Él en persona, como «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, merced a la cual se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén celeste. Varias veces, y recientemente en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, siguiendo la enseñanza de los Padres, de los Concilios Ecuménicos y también de mis Predecesores, he invitado a la Iglesia a reflexionar sobre la Eucaristía. Por tanto, en este documento no pretendo repetir las enseñanzas ya expuestas, a las que me remito para que se profundicen y asimilen. No obstante, he considerado que sería de gran ayuda, precisamente para lograr este objetivo, un Año entero dedicado a este admirable Sacramento” (Juan Pablo II).
"Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia. Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria" (San Josemaría Escrivá). Es el encuentro de cada día con Jesús que pasa, que nos sale al encuentro en las mil circunstancias de cada día, si ponemos los medios para verle, para hablarle, para escucharle... Es el trato con Jesús, que “deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto" (id.). "Se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor del Dios hecho Hombre, siente que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante. No se impone nunca, este Señor nuestro. Quiere que le llamemos libremente, desde que hemos entrevisto la pureza del Amor, que nos ha metido en el alma. Hemos de detenerlo por fuerza y rogarle: continúa con nosotros, porque es tarde, y va ya el día de caída, se hace de noche (...) Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque El vuelva a desaparecer de nuestra vista , seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de El, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo. Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra" (id.).
El salmo se aplicaba a Jesús y al sacerdote, y también aquí la escena de Emaús se aplica a la eucaristía, como recordaba Juan Pablo II: «Desde hace más de medio siglo, cada día, desde ese 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera misa en la cripta de San Leonardo, en la catedral del Wawel de Cracovia, mis ojos se han recogido sobre la hostia y el cáliz en los que el tiempo y el espacio parecen haberse “contraído” y el drama del Gólgota vuelve a presentarse vivo, desvelando su misteriosa “contemporaneidad”. Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y el vino consagrados al divino Viajero que un día se acercó a los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (cfr. Lc 24,13-35)». Es un testimonio “de la manera en que ha educado sus ojos a ver lo invisible en la escuela de la fe enamorada del Dios hecho carne, hallado cada día en la celebración eucarística, y a partir de ella le ha enseñado a su corazón a latir al unísono con el del amor divino, a su boca a ser un vehículo de verdad evangélica, a sus manos a realizar obras de caridad y paz, a sus pies a llevar la buena nueva al mayor número posible de hombres y mujeres. Este testimonio, tan personal y cautivante, demuestra, mucho mejor que cualquier razonamiento abstracto, el carácter esencial de la eucaristía para la vida y la identidad del presbítero, cumbre y fuente verdadera de todo lo que éste es y hace. Y este ejemplo me alienta a reflexionar sobre la relación entre el sacerdote y el sacramento eucarístico, memorial de la pascua del Señor, de manera directa y discursiva, dirigiéndome como hermano a mis hermanos presbíteros, no sólo bajo la luz de la fe pensada, sino también bajo la del misterio celebrado y vivido como cita fiel en la sucesión de los días. Escribo así una suerte de carta que dirigida a los amigos sacerdotes, reflexionando con ellos en voz alta, en presencia de nuestro Dios, sobre el mayor don colocado en nuestras manos y sobre las razones que hacen de la eucaristía el acontecimiento que da sentido, fuerza y belleza a cada uno de nuestros días...” (Bruno Forte, dejamos la reflexión que sigue para otro día, que hoy ya ha salido larga).
Llucià Pou Sabaté
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