VIERNES DE LA TERCERA SEMANA DE PASCUA: la vida de Jesús se nos transmite por la fe y la Eucaristía, y esta experiencia de Vida podemos comunicarla a otros.
1ª Lectura Hechos 9,1-20: 1 Saulo, por su parte, respirando aún amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote 2 y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, con el fin de que si encontraba algunos que siguieran este camino, hombres o mujeres, pudiera llevarlos presos a Jerusalén. 3 En el camino, cerca ya de Damasco, de repente le envolvió un resplandor del cielo; 4 cayó a tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». 5 Él preguntó: «¿Quién eres, Señor?». Y Él: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. 6 Levántate y entra en la ciudad; allí te dirán lo que debes hacer». 7 Los que lo acompañaban se quedaron atónitos, oyendo la voz, pero sin ver a nadie. 8 Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada; lo llevaron de la mano a Damasco, 9 donde estuvo tres días sin ver y sin comer ni beber. 10 Había en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor llamó en una visión: «¡Ananías!». Y él respondió: «Aquí estoy, Señor». 11 El Señor le dijo: «Vete rápidamente a la casa de Judas, en la calle Recta, y pregunta por un tal Saulo de Tarso, que está allí en oración 12 y ha tenido una visión: un hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos para devolverle la vista». 13 Ananías respondió: «Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y decir todo el mal que ha hecho a tus fieles en Jerusalén. 14 Y está aquí con plenos poderes de los sumos sacerdotes para prender a todos los que te invocan». 15 El Señor le dijo: «Anda, que éste es un instrumento que he elegido yo para llevar mi nombre a los paganos, a los reyes y a los israelitas. 16 Yo le mostraré cuánto debe padecer por mí». 17 Ananías partió inmediatamente y entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: «Saulo, hermano mío, vengo de parte de Jesús, el Señor, el que se te apareció en el camino por el que venías, para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu Santo». 18 En el acto se le cayeron de los ojos como escamas, y recobró la vista; se levantó y fue bautizado. 19 Comió y recobró fuerzas. Y se quedó unos días con los discípulos que había en Damasco. 20 Y en seguida se puso a predicar en las sinagogas proclamando que Jesús es el Hijo de Dios.
Salmo Responsorial 117,1-2: 1 ¡Aleluya! Alabad al Señor, todos los pueblos, aclamadlo, todas las naciones, 2 pues su amor por nosotros es muy grande y su lealtad dura por siempre.
Evangelio Jn 6,52-59 (también Jn 6, 51-59 se lee en el DOMINGO 20B): 52 Los judíos discutían entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». 53 Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. 54 El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. 55 Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. 56 El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. 57 Como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así el que me come vivirá por mí. 58 Éste es el pan que ha bajado del cielo; no como el que comieron los padres, y murieron. El que come este pan vivirá eternamente». 59 Dijo todo esto enseñando en la sinagoga de Cafarnaum.
Comentario: 1. a) La conversión de Pablo es un acontecimiento muy recordado en el Nuevo Testamento (Hch 9,1-20; 22,6.21; Gl 1,11-17; 1 Cor 15,3-8); impresiona que el perseguidor pase a ser el apóstol más audaz: ¡Señor, transfórmanos! ¡Señor, mira los países perseguidos! ¡Señor, cambia nuestros corazones! Señor, ayúdanos a ver cómo tu designio puede ir progresando misteriosamente en todas las situaciones aparentemente opuestas al evangelio.
-“Yendo de camino y cerca ya de Damasco, de repente le rodeó la claridad de una luz venida del cielo”; la capital de Siria estaba a 230-250 km de distancia. Hay una persecución, como hoy, quizá por ideas equivocadas, por miserias y resentimientos… En nuestro camino, podemos ir contra Jesús, sin verle: “son también nuestras miserias las que ahora nos impiden contemplar al Señor, y nos presentan opaca y contrahecha su figura. Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos se nublan, necesitamos ir a la luz. Y Cristo ha dicho: ego sum lux mundi! (Jn 8,12), yo soy la luz del mundo. Y añade: el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida” (S. Josemaría Escrivá).
Cayó en tierra y oyó una voz que le decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Decía uno: “De muchacho oí predicar que para convertirse el hombre necesita ‘agere contra’, luchar contra sus propias tendencias, ir contra corriente de su alma, cambiarse como un guante al que se da la vuelta. Así si eras impetuoso tenías que volverte apocado; si tímido, en atrevido; si impulsivo, en sereno… Pensando, no encontraba respuesta ¿es posible que si Dios me quería rápido, me haya creado lento? ¿por qué no empezó por ahí?” Es verdad, más que cambiar hemos de aceptarnos como somos. La felicidad no está en cambiar. Dice una historia: “Durante años fui un neurótico (aquí cada uno puede poner sus defectos: impuntual, desordenado, caótico…). Era un ser angustiado, deprimido y egoísta. Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara. No dejaban de recordarme lo neurótico que yo era. Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos, y deseaba cambiar, pero no acababa de conseguirlo por mucho que lo intentara. Lo peor era que en mi familia tampoco dejaban de recordarme lo neurótico que yo estaba. Y también insistían en la necesidad de que yo cambiara. También con ellos estaba de acuerdo, y no podía sentirme ofendido. De manera que me sentía impotente y como atrapado. Pero un día me dijo un amigo: «No cambies. Sigue siendo tal como eres. En realidad no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte». Aquellas palabras sonaron en mis oídos como música: «No cambies. No cambies. No cambies... Te quiero...». Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh, maravilla!, cambié. Ahora sé que en realidad no podía cambiar hasta encontrar a alguien que me quisiera, prescindiendo de que cambiara o dejara de cambiar”. El cambio de vida comienza por ese aceptarse a uno mismo y a los demás, respetar su libertad y no perseguir a nadie para que cambie…
Ya vimos cuando el pueblo de Israel va por el desierto y llegan las “serpientes venenosas”, símbolos de espanto: animal sinuoso y deslizante, difícil de atrapar, que ataca siempre por sorpresa y cuya mordedura es venenosa, de potencia maléfica, casi mágica. En este mundo, podemos ser felices y tocar el paraíso con los dedos cuando nos elevamos de puntillas y alargamos las manos con la esperanza, y para ello hay que esquivar el hechizo de esas serpientes del amor desordenado a las cosas que hace envidiar y odiar a las personas, cuando el amor es sólo para las personas. Y, como consecuencia, la falta de amor a uno mismo, querer ser de otra manera, ansiar salir de cómo somos. El paraíso tiene en el centro el árbol de la vida, al que no podemos llegar por la técnica y el poder: la sabiduría de la vida auténtica se consigue de otro modo, por el amor, como cuenta también otra historia sobre “el secreto para ser feliz”.
Hace muchísimos años, vivió en la India un sabio de quien se decía guardaba en un cofre encantado un gran secreto que lo hacía el hombre más feliz del mundo. Muchos reyes, envidiosos, le ofrecían poder y dinero, y hasta intentaron robarlo para obtener el cofre, pero todo era en vano. Cuanto más lo intentaban, más infelices eran, pues la envidia no los dejaba vivir. Así pasaban los años. Un día llegó ante el sabio un niño y le dijo: “Señor, al igual que tú, también quiero ser inmensamente feliz. ¿Por qué no me enseñas qué debo hacer para conseguirlo?” El sabio, al ver la sencillez y la pureza del niño, le dijo: “A ti te enseñaré el secreto para ser feliz. Ven conmigo y presta mucha atención: En realidad son dos cofres en donde guardo el secreto para ser feliz y estos son mi mente y mi corazón y, el gran secreto no es otro que una serie de pasos que debes seguir a lo largo de la vida: El primero es saber ver a Dios en todas las cosas, amarlo y darle gracias por todo lo que tienes y lo que te pasa. El segundo, es que debes quererte a ti mismo, y todos los días al levantarte y al acostarte debes afirmar: Yo soy importante, yo valgo, soy capaz, soy inteligente, soy cariñoso, espero mucho de mí, no hay obstáculo que no pueda vencer. El tercer paso es que debes poner en práctica todo lo que dices que eres, es decir, si piensas que eres inteligente, actúa inteligentemente; si piensas que eres capaz, haz lo que te propones; si piensas que eres cariñoso, expresa tu cariño; si piensas que no hay obstáculos que no puedas vencer, entonces proponte metas en tu vida y lucha por ellas hasta lograrlas: se llama motivación. El cuarto, es que no debes envidiar a nadie por lo que tiene o por lo que es, ellos alcanzaron su meta, logra tú las tuyas. El quinto, es que no debes albergar en tu corazón rencor hacia nadie; ese sentimiento no te dejará ser feliz; deja que las leyes de Dios hagan justicia, y tú... Perdona y olvida. El sexto es que no debes tomar las cosas que no te pertenecen, recuerda que de acuerdo a las leyes de la naturaleza, mañana te quitarán algo de más valor. El séptimo, es que no debes maltratar a nadie; todos los seres del mundo tenemos derecho a que se nos respete y se nos quiera. Y por ultimo, levántate siempre con una sonrisa en los labios, observa a tu alrededor y descubre en todas las cosas el lado bueno y bonito; piensa en lo afortunado que eres al tener todo lo que tienes; ayuda a los demás, sin pensar que vas a recibir nada a cambio; mira a las personas y descubre en ellas sus cualidades.
Volvemos a Saulo. Los hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto; oían la voz, pero no veían a nadie… Saulo está a punto de sufrir una transformación, y tendrá que pasar por la soledad que pasó Jesús en la Pasión.
La verdad no está en ser “perfecto” mirándose sólo a sí mismo. Pasarse la vida luchando ‘contra’ los propios defectos, es tiempo perdido. ‘Cuando deje de ser egoísta, podré empezar a amar’, así no empezaré a amar nunca. Si me digo: ‘voy a empezar a amar…’ entonces el amor irá pulverizando el egoísmo que me corroe. No es que tengamos muchos defectos; en realidad practicamos pocas virtudes, y así el horno interior está apagado. Y, claro, en un alma semivacía pronto empieza a multiplicarse la hojarasca.
-“Cayó en tierra y oyó una voz que le decía: "Saulo, Saulo, ¿por qué «me» persigues?"” Todos buscan a Jesús, se preguntan: ¿Qué hago con la vida?; ¿de donde vengo…? ¿A donde voy? ¿Me salvaré? Cristo revela el hombre al hombre y le manifiesta la grandeza de su vocación (Gaudium et spes), en su caminar terreno decían de él: “porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos”; y resucitado también. La humanidad de Cristo sigue viva, y funda la iglesia, por eso entiende Pablo que perseguir a los cristianos es perseguir a Jesús, que Jesús está presente en los cristianos, en la Iglesia: estar en ella es estar con Jesús, en ella encontramos a Jesús. Quienes desprecian la Iglesia como Saulo reciben estas palabras: “yo soy Jesús, a quien tú persigues”. “No dice –S. Beda- ¿por qué persigues a mis miembros? Sino ¿por qué me persigues? Porque Él todavía padece afrentas en su Cuerpo, que es la iglesia”, perseguir a la Iglesia es perseguir a Jesús. Llevamos la gente a Jesús cuando les invitamos a una charla de formación, a visitar el Sagrario, a rezar el Rosario o asistir a un retiro, a rezar (hablar con Dios): por la piedad, Dios dice de cada uno (imagen de su Hijo): “este es mi hijo amado, escuchadle”. Toda persona lleva dentro inquietudes, como la cierva que tiene sed se pregunta: ¿por dónde voy a beber? Como las ovejas que van a buen pasto… y necesitan un pastor, el buen pastor es el Papa, buen pastor son los fieles a Jesús.
Saulo creía perseguir a discípulos, hombres y mujeres. Encuentra a «Jesús». Es sorprendido por Cristo viviente, resucitado, presente en sus discípulos. «Lo que hiciereis al más pequeño de los míos, había dicho, me lo habréis hecho a mí.» Pablo encuentra a Jesús, en esos hombres y esas mujeres a quienes está persiguiendo: "¿por qué «me» persigues?" Desde el primer día de su encuentro con Jesús, se encuentra con el Cuerpo total de Jesús: los cristianos son el Cuerpo de Cristo, como dirá más tarde a los Romanos (12,5) «Vosotros sois el Cuerpo de Cristo... miembros de su Cuerpo...». Al comer el «Cuerpo de Cristo» en la eucaristía, los cristianos pasan a ser «cuerpo de Cristo». Gran responsabilidad la nuestra: en nosotros hacemos visible a Cristo, somos el cuerpo de Cristo... Ayúdame, Señor, a sacar las consecuencias concretas de este descubrimiento.
-“¿Quién eres, Señor? Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero, levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer”. Allí pasó tres días sin ver, sin comer y sin beber… Bernardino Herrando dice: “La conversión es mucho más que un arrepentimiento o un clara conciencia de un mal hecho. La conversión es emprender un nuevo camino bajo la misericordia de Dios. Y sin dejar de ser uno mismo. Convertirse no es haber sido impetuoso y ser ahora una malva. Es ser ahora impetuoso bajo la misericordia de Dios. Por fortuna, San Pablo se convirtió de verdad; es decir, siguió siendo él mismo. Cambió de camino, pero no de alma”. A San Pablo un día Dios le tiró (los pintores lo ponen cayendo del caballo) y le explicó que toda esa violencia era agua desbocada. Pero no le convirtió en un muchachito bueno, dulce y pacífico. No le cambió el alma de fuego por otra de mantequilla. Su amor a la ley judaica se transmutó por unas ansias por la Ley de Cristo. Efectivamente, había cambiado de camino, pero no de alma. Este es el cambio que Dios espera del hombre: que luchemos por el espíritu, como hasta ahora hemos peleado por dominar; que nos empeñemos en ayudar a los demás, como deseábamos que todos nos sirvieran. No que echemos agua al moscatel de nuestro espíritu, sino que se convierta en vino que conforte y no emborrache. A veces parece que esto quita libertad, que ata. “¡Cadenas de Jesús! Cadenas, que voluntariamente se dejó Él poner, atadme, hacedme sufrir con mi Señor, para que este cuerpo de muerte se humille... Porque -no hay término medio- o le aniquilo o me envilece. Más vale ser esclavo de mi Dios que esclavo de mi carne” (san Josemaría).
La resurreción es, como dice Bessiere, “un fuego que corre por la sangre de nuestra humanidad. Un fuego que nada ni nadie puede apagar”. Salvo nuestra propia mediocridad y aburrimiento. Los resucitados son los que tienen un “plus” de vida que les sale por los ojos y se convierte enseguida en algo contagioso. Algo que demuestra que el espíritu es más fuerte que el cuerpo.
Ahora entra en escena el bueno de Ananías, que recibe el encargo de ir a curar a Saulo: «Señor, he oído a muchos hablar de ese hombre y de los muchos males que ha causado a tus santos en Jerusalén y que está aquí con poderes de los sumos sacerdotes para apresar a todos los que invocan tu nombre.» El Señor le contestó: «Vete, pues éste me es un instrumento de elección que lleve mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre.»
Decía uno: “Yo conozco mucha gente que sin ir a médicos especialistas viven resucitados: una ciega que reparte alegría en un hospital de cancerosos; un pianista ciego que toca para asilos de ancianos; jóvenes que gastan el tiempo que no tienen en despertar minusválidos…” Pues eso: Dedícate a repartir resurrección… basta con chapuzarse en el río de tus propias esperanzas para salir de él chorreando amor a los demás.
“Pero levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer”… es la llamada al apostolado, como decía Pablo VI: “el apostolado es… una voz interior inquietante y tranquilizante a un tiempo, una voz dulce e imperiosa, una voz molesta y a la vez amorosa, una voz que, coincidiendo con circunstancias imprevistas y con grandes acontecimientos, se convierte en un determinado momento en atrayente, determinante, casi reveladora de nuestra vida y nuestro destino, incluso profética y casi victoriosa, que al fin hace huir toda incertidumbre, toda timidez y todo temor y simplifica –hasta hacerla fácil, deseable y feliz- la respuesta de nuestro ser, en la expresión de esa sílaba que desvela el supremo secreto del amor: sí, sí, Señor, dime lo que tengo que hacer y lo intentaré, lo haré. Como san Pablo, derribado a las puertas de Damasco: ¿Qué quieres que haga?
La raíz del apostolado se hunde en esta profundidad: el apostolado es vocación, es elección, es encuentro interior con Cristo, es abandono de la propia y personal autonomía a su voluntad, a su invisible presencia; es una cierta sustitución de nuestro pobre corazón inquieto, voluble y a veces infiel pero ávido de amor, por el suyo, por el corazón de Cristo que comienza a latir en la criatura que ha elegido. Entonces se desarrolla el segundo acto del drama psicológico del apostolado: la necesidad de expandirse, la necesidad de hacer, la necesidad de dar, la necesidad de hablar, la necesidad de transmitir a los demás el propio tesoro, el propio fuego (…). El apostolado se convierte en expansión continua de un alma, en exuberancia de una personalidad poseída de Cristo y animada por su Espíritu; se convierte en la necesidad de correr, de trabajar, de intentar todo lo posible para la difusión del Reino de Dios, para la salvación de los otros, de todos”.
Tomó alimento y recobró las fuerzas. Estuvo algunos días con los discípulos de Damasco, y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que Él era el Hijo de Dios.
Todo comenzó con aquel encuentro luminoso. Esta es una de las maneras de afirmar el «hecho» de la resurrección. En aquel día, Jesús es para Pablo un ser vivo. Ese diálogo de hoy lo seguirá cada día a lo largo de toda su vida, en una oración incesante. «¿Quién eres? -Yo soy Jesús.» Todas las epístolas de san Pablo serán fruto de ese diálogo. Desde ahora, Pablo y Jesús vivirán juntos, como dos compañeros, uno «visible» que hace el trabajo y toma la palabra... el otro «invisible» que anima el trabajo desde el interior, que sugiere la palabra... Pablo, lugarteniente de Cristo, teniendo-el-lugar de Cristo, otro Cristo.
-“Este hombre es el instrumento que he elegido para que lleve mi nombre ante las naciones, los reyes y los hijos de Israel”. Señor, haz de mí también un instrumento de tu salvación, de tu alegría (Noel Quesson).
b) Pablo es modelo. Hoy los jóvenes se preguntan: “¿Qué personaje admiro? ¿Quién es mi mujer/hombre impacto? ¿Con qué fotos forro la carpeta del colegio? Saulo corría, pero fuera del camino, como aquel hombre en trineo que iba hacia el norte sobre el hielo, sin saber que estaba en un iceberg, y que se dirigía hacia el sur en realidad, perdido en medio del océano: cuanto más corre, más lejos está. Jesús nos interpela también a nosotros: ¿por qué me persigues? Ananías ayudó en ese camino nuevo… "En materia de religión hay dos tipos de personas dignas de elogio: los que han encontrado a Dios y a éstos hay que suponerlos plenamente felices, y los que lo buscan ardorosa y sinceramente. En cambio, hay tres tipos de hombres a los que hay que censurar y condenar sin ambages: primero, los que tienen un prejuicio, es decir, creen saber lo que no saben; luego, los que teniendo conciencia de no saber, buscan de tal manera que no pueden encontrar; y finalmente los que ni piensan saber ni quieren buscar" (S. Agustín).
El Señor llamó en una visión a «Ananías.» Caso parecido al de Pedro (Hch 10,1) cuando en Cesarea había un hombre, llamado Cornelio, centurión de la cohorte Itálica, piadoso y temeroso de Dios, como toda su familia, daba muchas limosnas al pueblo y continuamente oraba a Dios. Vio claramente en visión, hacia la hora nona del día, que el Ángel de Dios entraba en su casa y le decía: «Cornelio.» Él le miró fijamente y lleno de espanto dijo: «¿Qué pasa, señor?» Le respondió: “Tus oraciones y tus limosnas han subido como memorial ante la presencia de Dios. Ahora envía hombres a Joppe (hoy Jaffa, que forma el núcleo antiguo de Tel-Aviv) y haz venir a un tal Simón, a quien llaman Pedro. Este se hospeda en casa de un tal Simón, curtidor, que tiene la casa junto al mar…”
El Señor es tan fino y delicado que nunca nos manifestará sus deseos directamente. Prefiere nuestra libertad a sus preferencias. Tanto en lo humano, como en lo sobrenatural, necesitamos una ayuda, quizá un “entrenador” o director espiritual. Sólo se vive una vez, y hay que aprovechar los “cartuchos” de cada día de la existencia, no echarlos a perder, vivir con sensatez, en un clima de confianza. La Lituania comunista estaba plagada de caras desconfiadas, con el alma repleta de cicatrices por seguir a tantos líderes que les han engañado. Necesitamos en la vida un clima de confianza, desde el cielo viene la voz de Dios y por la confianza se nos concreta: Oración, ayuda de esa confianza personal… "Saulo, ¿por qué me persigues?" (Hch 9,04). «¿Desde dónde grita? Desde el cielo. Luego está arriba, ¿Por qué me persigues? Luego está abajo» (San Agustín). A la cabeza y al cuerpo, al Señor glorificado y a la comunidad de los creyentes, que forman juntos el Cristo uno.
2. –Por eso lo mejor que podemos hacer es cantar con el Salmo 117/116: «Alabad al Señor todas las naciones, celebradlo todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad permanece por siempre». Glorifiquemos a Dios y démosle gracias, pues Él ha hecho que su salvación no se quede como privilegio de una raza o de un sólo pueblo, sino que llegue a todas las naciones, de todos los tiempos, lugares y culturas. Efectivamente Dios quiere que todos los hombres se salven. Y aquel pueblo que era considerado un olivo silvestre ha sido injertado en el olivo verdadero, en Cristo Jesús, pues la salvación, conforme al plan previsto y sancionado por Dios, nos ha llegado por medio de los judíos. Así, por medio de Cristo Jesús, Señor nuestro, todo aquel que lo acepte en su propia vida podrá convertirse en una oblación pura y en una continua alabanza del Nombre de Dios, nuestro Padre. Dios, en Adán, prometió enviarnos un salvador. Y en Adán no estaba simbolizado un pueblo, sino la humanidad entera. Y Dios ha cumplido sus promesas, dando así a conocer su amor por nosotros y que su fidelidad es eterna. Aprovechemos la oportunidad de ser renovados en Cristo, pues no tendremos ya otro nombre en el cual podamos alcanzar el perdón de los pecados y la salvación eterna.
3. a) -Discutían entre sí los judíos: "¿Cómo puede este darnos a comer su carne? Ellos lo interpretan de la manera más realista; y les choca.
-Jesús dijo entonces: "Sí, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros." Lejos de atenuar el choque, Jesús repite lo que ya ha dicho; lo enlaza explícitamente con el "sacrificio del caIvario"... "el pan que yo daré, es mi carne... que habré dado antes en la Pasión, para la vida del mundo". La alusión a la "sangre", en el pensamiento de Jesús, remite también a la cruz y a la muerte que da la vida. No olvidemos que cuando San Juan puso por escrito este discurso había estado celebrando la eucaristía durante más de 60 años. ¿Cómo podría admitirse que sus lectores de entonces no hubiesen aplicado inmediatamente estas frases a la eucaristía: cuerpo entregado y sangre vertida? Por otra parte, si Jesús no hubiese nunca hablado así, ¿cómo los apóstoles, la tarde de la Cena, hubiesen podido comprender algo de lo que Jesús estaba haciendo? La institución de la eucaristía, la tarde del jueves santo, hubiera sido ininteligible para los Doce, si Jesús no les hubiera jamás preparado anteriormente.
-“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día. En efecto, mi carne es la verdadera comida, y mi sangre es la verdadera bebida… Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Tomad y bebed, esta es mi sangre..."
El discurso de Jesús ha sido intenso, y nos invita a pensar si nuestra celebración de la Eucaristía produce en nosotros esos efectos que Él anunciaba en Cafarnaum. Lo de «tener vida» puede ser una frase hecha que no significa gran cosa si la entendemos en la esfera meramente teórica. ¿Se nota que, a medida que celebramos la Eucaristía y en ella participamos de la Carne y Sangre de Cristo, estamos más fuertes en nuestro camino de fe, en nuestra lucha contra el mal? ¿o seguimos débiles, enfermos, apáticos? Lo que dice Jesús: «el que me come permanece en mí y yo en él», ¿es verdad para nosotros sólo durante el momento de la comunión o también a lo largo de la jornada? Después de la comunión -en esos breves pero intensos momentos de silencio y oración personal- le podemos pedir al Señor, a quien hemos recibido como alimento, que en verdad nos dé su vida, su salud, su fortaleza, y que nos la dé para toda la jornada. Porque la necesitamos para vivir como seguidores suyos día tras día (J. Aldazábal): «El Señor crucificado resucitó de entre los muertos y nos rescató. Aleluya» (Comunión).
c) Àngel Caldas: “Hoy, Jesús hace tres afirmaciones capitales, como son: que se ha de comer la carne del Hijo del hombre y beber su sangre; que si no se comulga no se puede tener vida; y que esta vida es la vida eterna y es la condición para la resurrección (cf. Jn 6,53.58). No hay nada en el Evangelio tan claro, tan rotundo y tan definitivo como estas afirmaciones de Jesús. No siempre los católicos estamos a la altura de lo que merece la Eucaristía: a veces se pretende “vivir” sin las condiciones de vida señaladas por Jesús y, sin embargo, como ha escrito Juan Pablo II, «la Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones». “Comer para vivir”: comer la carne del Hijo del hombre para vivir como el Hijo del hombre. Este comer se llama “comunión”. Es un “comer”, y decimos “comer” para que quede clara la necesidad de la asimilación, de la identificación con Jesús. Se comulga para mantener la unión: para pensar como Él, para hablar como Él, para amar como Él. A los cristianos nos hacía falta la encíclica eucarística de Juan Pablo II, La Iglesia vive de la Eucaristía. Es una encíclica apasionada: es “fuego” porque la Eucaristía es ardiente. «Vivamente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15), decía Jesús al atardecer del Jueves Santo. Hemos de recuperar el fervor eucarístico. Ninguna otra religión tiene una iniciativa semejante. Es Dios que baja hasta el corazón del hombre para establecer ahí una relación misteriosa de amor. Y desde ahí se construye la Iglesia y se toma parte en el dinamismo apostólico y eclesial de la Eucaristía. Estamos tocando la entraña misma del misterio, como Tomás, que palpaba las heridas de Cristo resucitado. Los cristianos tendremos que revisar nuestra fidelidad al hecho eucarístico, tal como Cristo lo ha revelado y la Iglesia nos lo propone. Y tenemos que volver a vivir la “ternura” hacia la Eucaristía: genuflexiones pausadas y bien hechas, incremento del número de comuniones espirituales... Y, a partir de la Eucaristía, los hombres nos aparecerán sagrados, tal como son. Y les serviremos con una renovada ternura”.
d) Apéndice, especialmente para sacerdotes; es un largo comentario, pero estos días estoy pensando que lo propio de la persona, de su espiritualidad, es lo sublime: sólo la belleza es divina (porque de ahí surge todo crecimiento espiritual, en el entender, sentirse amado y amar, y vivir la libertad en una apertura a la esperanza); perseguimos la sublimidad, como opuesto a lo muerto, lo banal: queremos optar por la vida y la tenemos en la Vida, y como la experiencia que sigue es universal pongo el nombre de su autor al final, pues puede ser también de cada uno: “Comienzo por la pregunta que me han planteado muchas veces: ¿por qué celebrar la eucaristía cada día? ¿No es suficiente el encuentro dominical en el que se reúne toda la comunidad cristiana? ¿Y por qué celebrar la Misa estando solo o ante «dos gatos»? ¿No se vacía así del sentido comunitario que tiene la celebración de la muerte y la resurrección de Jesús? Quisiera responder a estas preguntas no sólo a partir de mis convicciones teológicas (que, por otra parte, son las de la Iglesia, explicitadas, en especial, desde el principio del segundo milenio), sino bajo la luz de la experiencia espiritual… que son un testimonio luminoso y convincente. Voy pronto al grano: ¿por qué somos sacerdotes? ¿Quién nos ha impulsado a dar nuestra vida por este ministerio del Evangelio de la reconciliación, la eucaristía y la caridad? Hay sólo una respuesta posible: Jesús. Somos sacerdotes porque así lo ha querido Él, porque para ello nos ha llamado y nos ha amado, y aún sigue queriéndonos y amándonos por ello, Él que es siempre fiel en el amor. El sentido de nuestra vida, la razón verdadera de nuestra vocación, no consiste en algo, aunque fuera lo más hermoso del mundo, sino en Alguien: y ese Alguien es Él, Cristo el Señor. Somos sacerdotes porque un día Él nos alcanzó (cada cual sabe cómo: en la palabra de un testigo, en un gesto de caridad que nos ha tocado el corazón, en el silencio de un camino de escucha y oración, tal vez en el dolor de una vida que de repente nos pareció desperdiciada sin Él...).
A Él que nos llamaba le dijimos que sí: y desde entonces en nosotros se encendió una llama de amor vivo, que con su gracia nunca se ha apagado. Una llama que nos hace arder por Él, nos hace desearlo, querer lo que Él quiere para nosotros. No creo estar exagerando, ni usando palabras demasiado aladas. En realidad, no hubiéramos podido ser sacerdotes, y serlo, a pesar de todo, en la fidelidad, si no hubiéramos recibido de Él, si Él no hubiera vivido en nosotros, si Él no nos hiciera siempre enamorarnos de Él. Este amor nos ha impulsado a todas las obras que hemos hecho por los demás: desde la simple y mera acogida del corazón, hasta la escucha perseverante y paciente de los demás y el esfuerzo de transmitirles el sentido y la belleza de la vida vivida por Dios y su Evangelio, hasta las obras de caridad y el compromiso por la justicia, compartiendo en especial la angustia del pobre y tratando de ser la voz de quien no tiene voz. Por supuesto, siempre nos parece poco lo que hemos podido hacer: pero lo cierto es que, si hemos hecho algo verdadero y bello por los demás, lo hemos hecho porque Jesús nos ha brindado la posibilidad de hacerlo, Él es quien se nos ha donado y nos ha vuelto capaces de gestos gratuitos que nosotros solo no hubiéramos podido siquiera pensar o soñar.
Este prólogo (que no es más que el testimonio humilde de nuestra vida de llamados y amados por Cristo) me ayuda a explicar la razón por la que considero justo y necesario celebrar cada día la eucaristía: no se trata de un precepto, sino de una real necesidad, no sólo emotiva (es más, pues a veces la emotividad parece quedar totalmente de lado), sino profunda e ineludible. Es la necesidad de colmar mi vida cada día con Su persona: es Jesús quien nos ha dicho que cada día tiene bastante con su mal (cfr. Mt 6,34), es decir, cada día es lo suficientemente largo como para sostener la lucha por conservar la fe. Cada día el sol se levanta para nosotros y cada día nuestro corazón, sediento de amor, necesita que el sol del Amado lo alcance y vuelva a calentarlo: si Él es nuestra vida, su sentido y su belleza, no podemos dejar de encontrarlo allí, donde Él, vivo y verdadero, se ofrece por nosotros. ¿Qué diríamos de un enamorado que, pudiendo hacerlo, no sintiera la necesidad de encontrar hasta todos los días a la persona amada? Y si así es para el amor humano, que a menudo es tan frágil y voluble, ¿cómo podría ser distinto para el amor que no desilusiona ni traiciona, el amor que hace vivir en el tiempo y por la eternidad, el amor de Dios en Cristo Jesús, nuestra vida?
Es ésta la razón por la que tenemos la necesidad de encontrarlo cada día y siempre nuevamente: y, ¿dónde podríamos encontrarlo sino allí en donde Él nos ha prometido y garantizado el don de Su presencia? «Éste es mi cuerpo, éste es el cáliz de la nueva y eterna alianza, derramado por vosotros y por todos para remisión de los pecados». Sí, todos los días tenemos necesidad de Ti, Jesús: y si el domingo Te encontramos en la fiesta del día primero y último, el día octavo de Tu resurrección y de la nueva vida que Tú das a Tu Iglesia y al mundo, la gracia que Tú nos ofreces, con generosidad infinita, de poder celebrar cada día el memorial de Tu pascua, nos llena de alegría y paz. Verdaderamente, no estamos solos en el camino de nuestro ministerio: Tú eres quien llega siempre hasta nosotros con Tu Palabra de vida; Tú eres quien nos visita en los hermanos y hermanas que envías en nuestro camino; Tú eres el que nos pide amor en el pobre y en todo el que tiene necesidad del amor, que nos llamas a brindar; Tú eres, en la cima de todo esto y como fuente viva de este río de vida y amor, quien se hace presente en la eucaristía, para que podamos alimentarnos de Ti, vivir de Ti, amarte, hoy y para la eternidad.
Pues, ¿por qué celebrar la eucaristía cada día y hacer lo posible para que nunca falte? ¿Por qué celebrarla cuando junto conmigo, el celebrante, la viven sólo la Virgen Madre María, los ángeles y los santos y algún que otro fiel (y, a veces, sucede que ni siquiera él o ella)? Para encontrarte a Ti, Jesús, amor que a todo confieres sentido y todo lo transformas, único amor que nos hace capaces de gracia y perdón. Celebrar cada día significa volver a pedirte siempre, en la novedad del tiempo, que todos puedan conocerte y amarte de la manera en que sólo Tú puedes capacitar a cada uno. Celebrar cada día quiere decir ser conscientes de que, así como cada día tenemos necesidad del pan para vivir, también cada día tenemos necesidad de Ti para vivir la vida que no se acaba: en este doble sentido le decimos al Padre, por nosotros y por nuestros hermanos, las palabras que Tú nos enseñaste: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Celebrar cada día es encontrarte, Señor Jesús, para que nos alcances y transformes cada vez más con Tu belleza que libera y salva, para que seamos, a pesar de nosotros mismos, un reflejo pobre y enamorado de Ti, el Pastor hermoso. Claro está que todo esto puede convertirse en una costumbre: por eso es necesario vigilar para que el encuentro con Cristo sea nuevo y verdadero cada día. Sin embargo, también la costumbre, si es signo de fidelidad, es algo verdadero y bello. Al encontrarte, podemos decir verdaderamente que celebramos para los demás y con ellos, aunque no estén visiblemente presentes, porque en Ti encontramos al pueblo que nos has confiado, a Ti confiamos su amor y su dolor, aunque muchos nunca lo sepan. Éste es el misterio de intercesión al que nos has llamado, de oración por los demás y en su lugar, también por quienes no hemos conocido ni conoceremos nunca, esa oración que sólo podemos vivir verdaderamente unidos a Ti, en Ti y por Ti, porque Tú eres el Sacerdote de la nueva y eterna alianza, entregado por la vida, la alegría y la belleza de cada una de tus criaturas.
Sí, porque Tú, Señor Jesucristo, no eres sólo verdad y bondad: eres la belleza, la belleza que salva. Eres el pastor hermoso que nos guía por los prados de la vida, donde tu belleza no tiene ocaso. Celebrando cada día, esperamos volvernos también nosotros un poco más verdaderos, mejores, más hermosos, en Ti que en tu Iglesia llegas hasta nosotros como el único bien, la bondad perfecta, la belleza que todo lo transfigura. No es temerario pensar que en el fondo del corazón de cada presbítero, siervo de la reconciliación, testigo del evangelio, unido a Ti, Cabeza del Cuerpo eclesial, exista la misma necesidad. Es, pues, verdaderamente una gracia el que podamos encontrarnos todos cada día en el altar de la vida: cada uno de nosotros llevará a los demás, y todos a cada uno, y, al mismo tiempo, Cristo nos llevará a nosotros, llevará nuestra cruz y también la de los que nos han sido confiados, nos dará Su vida de Resucitado, que ha vencido el pecado y la muerte para vencerlos en nosotros y en nuestros compañeros de camino, en el tiempo y por la eternidad. Verdaderamente —como afirma Juan Pablo II concluyendo su encíclica— «en el humilde signo del pan y el vino, transustanciados en su cuerpo y sangre, Cristo camina con nosotros, es nuestra fuerza y nuestro viático, convirtiéndonos en testigos de la esperanza para todos. Si, ante este Misterio, la razón siente sus límites, el corazón iluminado por la gracia del Espíritu Santo intuye plenamente qué actitud tomar, sumergiéndose en la adoración y en un amor sin límites. Hagamos nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino, sumo teólogo y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que también nuestra alma se abra en la esperanza a la contemplación de la meta hacia la que aspira el cuerpo, pues está sediento de gozo y paz: “Bone pastor, panis vere, Iesu, nostri miserere...”. “Buen pastor, pan verdadero, oh Jesús, ten piedad de nosotros: aliméntanos y defiéndenos, condúcenos a los bienes eternos en la tierra de los vivos. Tú que todo lo sabes y puedes, que nos alimentas en la tierra, guía a tus hermanos al banquete del cielo en el gozo de tus santos. Amén”» (Ecclesia de Eucharistia, n° 62)” (Bruno Forte).
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