LUNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA: Dios viene al alma que le deja, que es humilde, que busca no la propia gloria sino la gloria de Dios, amar correspondiendo al amor de Dios
Hechos de los apóstoles 14, 1-17: “Estando en Iconio entraron Pablo y Bernabé en la sinagoga de los judíos, y hablaron de tal modo que muchos, judíos y paganos, creyeron. Pero los judíos que no aceptaron la palabra soliviantaron a los paganos contra ellos.
A pesar de todo, Pablo y Bernabé permanecieron allí bastante tiempo... Pero al correr de los días, la gente de la ciudad se dividió: unos a favor de los judíos, y otros a favor de los apóstoles... Como Pablo y Bernabé se dieron cuenta de lo que tramaban contra ellos, escaparon a Listra y Derbe, ciudades de Licaonia.., y allí también anunciaron la Buena Noticia.
Precisamente en Listra había un paralítico que les escuchaba... Y un día, cuando estaba oyendo hablar a Pablo,... éste le dijo en voz alta: amigo, levántate, ponte derecho. Él dio un salto y echó a andar... El gentío, al verlo, exclamó: ‘dioses en figura de hombres han bajado a visitarnos...’, y querían ofrecerles un sacrificio...”
Salmo 115/113b, 1-2.3-4.15-16: No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Por tu misericordia (bondad), por tu fidelidad (lealtad). ¿Por qué han de decir las naciones: “Dónde está tu Dios”? Nuestro Dios está en el cielo, lo que quiere lo hace. Sus ídolos, en cambio, son plata y oro, hechura de manos humanas. Benditos seáis del Señor que hizo el cielo y la tierra. El cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres».
Evangelio según san Juan 14, 21-26 (también el domingo 6º de Pascua C): “Un día dijo Jesús a sus discípulos: el que conoce mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y al que me ama lo amará mi Padre y lo amaré yo, y me mostraré a él.
Entonces Judas, no el Iscariote, le dijo: Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?
Respondió Jesús: el que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él...
Os he hablado esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que yo os he dicho”.
Comentario: 1. “El gran viaje misionero de Pablo y Bernabé entra en su etapa conclusiva. De la estancia en Derbe (vv 20-21) se nos dice, sin bajar a detalles, que fue un éxito. Por el contrario, tenemos información abundante sobre la misión en Listra (8-20) patria de Timoteo, que en esa ocasión se convertiría a la fe. Destaca la curación de un cojo de nacimiento, que provocó una gran conmoción religiosa entre el pueblo. Los habitantes de Listra toman a Bernabé y a Pablo por Zeus y Hermes, dioses viajeros de una leyenda pagana, y los apóstoles reaccionan a su pretensión idolátrica con una viva protesta y un discurso que es una síntesis de teodicea apropiada al caso. De vuelta a Antioquía de Siria (21-28), visitan de nuevo las comunidades evangelizadas de Asia Menor, las consolidan en la fe y establecen un ministerio local: los ancianos o presbíteros. Hch 15,1-4 es un relato de transición que nos dice cómo la admisión de los gentiles a la Iglesia, sin pasar por la sinagoga, provocó una enorme agitación y determinó la reunión del llamado Concilio de Jerusalén (Hch 15).
“La ciudad se dividió…” ante la palabra de Dios, que interpela, no hay indiferencia: “el que no está conmigo –dijo Jesús- está contra mí” (Mt 12,30). Aunque Lucas reserva el título de Apóstoles a los Doce, aquí se nombra también así a Pablo y Bernabé (por la singular vocación de Pablo, por su predicación a las gentes: cf. 1 Cor 15,9; 2 Cor 11,5).
Hoy todos conocen el gusto de Lucas por el ritmo binario y por los paralelismos en todos los niveles de su composición literaria. Al leer los Hechos de los Apóstoles, numerosos episodios hacen pensar en un intencionado paralelismo entre las dos figuras centrales, Pedro y Pablo. Para ilustrarlo a partir de nuestra perícopa, el "cojo de nacimiento" curado por Pablo en Listra (14,8) nos recuerda al otro «tullido de nacimiento» curado por Pedro a la puerta del templo (3,1) y los dos hechos provocan gran agitación. “Así como el hombre cojo curado por Pedro y Juan en la puerta del Templo prefigura la salvación de los judíos, también este tullido licaonio representa a los pueblos gentiles alejados de la religión de la Ley y del Templo, pero recogidos ahora por la predicación del apóstol Pablo” (San Beda). Pablo advierte en el tullido “fe para ser salvado”, Pablo hace como Jesús ante el paralítico de Cafarnaum (Mc 2,1), que endereza sus pies y limpia su alma de pecado (Biblia de Navarra). El intento idolátrico de Listra frente a Bernabé y Pablo que protestan, guarda alguna analogía con lo que pasó entre Pedro y Cornelio (cf. 14,11-18 y 10,25-26). Esto no excluye la historicidad de los hechos narrados, pero invita a tener en cuenta la posibilidad de retoques y de una estilización de alcance mayor o menor según los casos” (F. Casal).
De lo malo –ser atacados- sacan los apóstoles algo bueno –extender el Evangelio a otros lugares-. Todo es providencial. Viendo un hombre tullido, Pablo le dijo: «¡Levántate!...» El hombre dio un salto y echó a andar. Pablo realiza las mismas maravillas que Pedro y Jesús. Es el mismo tipo de milagro que Pedro había hecho en favor de un mendigo paralítico junto a la Puerta hermosa del Templo. Y con la misma palabra: «¡levántate!». Pero aquí el beneficio va destinado a un pagano. Señor, prodiga tus beneficios sobre los que no te conocen todavía. Y ensancha nuestros corazones.
-Los habitantes toman a Pablo y a Bernabé por «dioses», les llaman ya Zeus y Hermes, respectivamente, y se disponen a ofrecerles un sacrificio. Se trata de una antigua leyenda de la región frigia, según la cual los dioses Zeus y Hermes (Mercurio) habían visitado como caminantes aquella tierra y obrado prodigios en beneficio de quienes les habían acogido en sus casas. Piensan que se repite la situación… "Nosotros somos también hombres, de igual condición que vosotros". Pablo y Bernabé anuncian que deben abandonar todos esos ídolos vanos y volver hacia el Dios vivo que hizo el cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos. ¿Me inclino yo hacia Dios?, ¿o hacia unos ídolos? Ídolo es todo cuanto ocupa el lugar reservado a Dios. Incluso las cosas mejores pueden llegar a convertirse ídolos: el amor, el oficio o la carrera, el trabajo, las vacaciones, el descanso, la salud, la belleza, el confort, el coche, el objeto al cual se aficiona uno, las ideas o las opciones a las cuales se atribuye un valor «absoluto». Una característica del ídolo es ser «vano»... ¡vacío! y, a la larga, decepcionante... incapaz de dar realmente lo que se le pide. Cuando se pide lo absoluto, la plenitud, la felicidad perfecta, a cosas relativas, frágiles, mortales... un día llega forzosamente la decepción. Entonces el ídolo se revela vano, como dice san Pablo. Señor, ayúdanos a relativizar las cosas relativas, ¡a no darles mayor importancia de la que tienen! Ayúdanos, en lo esencial, a saber apoyarnos sólo en Ti... y en «todo lo restante» con relación a Ti, Señor Dios.
-El Dios vivo... Que os envía desde el cielo lluvias y estaciones fructíferas, que llena vuestros corazones de sustento y de alegría. Cuando de veras se ha relativizado las cosas terrenas en provecho del apoyo único en el Único que no puede decepcionar... entonces se encuentran de nuevo todas las «cosas» como un don de Dios: lluvia, estaciones, saciedad, alegría, felicidad. ¡Danos, Señor, esa concepción optimista de la creación! (Noel Quesson).
Tienen esos pueblos un sentido religioso, una “cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del Padre. Esta percepción y conocimiento penetra toda su vida con un íntimo sentido religioso” (Nostra aetate 2). Así los apóstoles les muestra cosas que ellos pueden percibir sobre su idea de Dios, para llevarlos a creer en el Dios vivo (personal, trascendente y providente) que vagamente conocen; y de esta fe surge el cambio de vida, pues la aceptación de Dios está cargada de consecuencias prácticas para la vida del hombre, abre la perspectiva de su vida espiritual, cambiando las pretensiones de autonomía moral y falsa independencia por los caminos de obediencia y humildad que componen la auténtica libertad, bajo la moción de la gracia.
Como vemos aquí con los Apóstoles, “en nuestra vida a veces experimentamos éxitos, y otras fracasos. Momentos de serenidad y momentos de tensión y zozobra. Deberíamos estar dispuestos a todo. Sin perder en ningún momento la paz y el equilibrio interior, y sobre todo sin permitir que nada ni nadie nos desvíe de nuestra fe y de nuestro propósito de dar testimonio de Jesús en el mundo de hoy. También hay otras direcciones en que nos interpela la escena de hoy. ¿Nos buscamos a nosotros mismos? Como Pablo y Bernabé, tendremos que luchar a veces contra la tentación de «endiosarnos» nosotros, recordando que «somos mortales igual que vosotros». Nuestra catequesis no debe atraer a las personas hacia nosotros, sino claramente hacia Cristo y hacia Dios. Como el Bautista, que orientaba a sus propios seguidores hacia el verdadero Mesías, Jesús: «no soy yo». Como dice el salmo de hoy: «no a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria». Otra lección que nos da Pablo es la de sabernos adaptar a la formación y la cultura de las personas que escuchan nuestro testimonio: el hombre de hoy, o el joven de hoy, frecuentemente desconcertados y en búsqueda, entienden unos valores, que serán incompletos tal vez, pero son valores que aprecian. A partir de ellos es como podemos anunciarles a Dios y su plan de salvación. Partiendo como Pablo del AT si se trataba de judíos, o de la naturaleza si eran paganos, lo importante es que podamos ayudar a nuestros contemporáneos a no adorar a dioses falsos, sino al Dios único y verdadero, el Creador y Padre, porque en él está la respuesta a todas nuestras búsquedas” (J. Aldazábal).
2. Sal. 115/113B. Los cristianos hemos heredado de Israel el oficio de testimoniar y dar gloria a Dios. Y el primer testimonio es que Cristo ha resucitado y ha sido glorificado. Por eso proclamamos: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria”. Se ensalza el único Dios creador, que sacó el pueblo de la esclavitud de Egipto. Comienza con el desprecio a los ídolos (S. Pablo hará referencia a ello en 1 Cor 10,19-20; 12,2; pero por desgracia los hombres siguen adorando las obras de sus manos: Ap 9,20, dando a esta salmo una perenne actualidad), y el fragmento de hoy acaba con el reconocimiento de Dios y la alabanza a Él.
Los ídolos de los gentiles, insensibles e inanimados son pura nulidad, no pueden actuar como sí hace el auténtico Dios (v. 2; todo esto está muy bien explicado en el Catecismo 269). Sean lo mismo los que confían en ellos. En cambio nosotros tenemos como nuestro Dios y Señor a Aquel que ha hecho el cielo y la tierra y todo lo que en ellos se contiene. Dios, nuestro Dios, se ha manifestado con todo su poder y con toda su grandeza, pues nos escogió para hacernos su Pueblo Santo. Él nos llena de bendiciones, especialmente por medio de su propio Hijo que, encarnado, ha cargado sobre sí nuestros pecados para redimirnos. ¿Habrá una prueba mayor de la existencia y del amor del Señor Dios nuestro? Dios nos ha entregado la tierra para que, pasando por ella y viviendo en un auténtico amor fraterno, nos encaminemos, unidos a su Hijo, a la posesión del cielo, de la Gloria que a Él le pertenece, pero que será nuestra, pues el Hijo unigénito del Padre, a quienes creemos en Él, nos hace partícipes de la herencia que como a Hijo le pertenece en la Gloria de su Padre celestial.
“Hace ya unos años, cuando se beatificó a San Josemaría Escrivá, tuve la oportunidad de asistir a una tertulia con un sacerdote que había elaborado parte de la “positio” que se presentó a la Santa Sede. Durante años se había dedicado a estudiar un breve período de la juventud del Santo, una época menos conocida de sus tiempos de juventud. Había leído mucho sobre la época histórica, el ambiente social y religioso, los testimonios de los testigos, los escritos que se conservaban; era en definitiva, en ese momento, el que más sabía de ese breve periodo de tiempo sobre el futuro beato. Elaboró el capítulo que le correspondía para presentarlo a la congregación para la causa de los santos. El entonces Prelado de la Obra leyó el capítulo y se lo devolvió pidiéndole que lo rehiciese, no estaba bien enfocado. El sacerdote contaba su enfado: ¿Quién podría enmendarle la plana a él, que conocía como nadie cada suceso de esos años? ¿Cómo podía el Prelado decirle que estaba mal cuando en esa época no conocía aún a San Josemaría? Él era el experto y nadie estaba autorizado para tirar por tierra su trabajo, tantas horas de estudio e investigación. Enfadadísimo, pero con la humildad que acompaña a los hombres de oración, volvió a leer su trabajo aunque fuese para dar más motivos que apoyasen su validez. Lo releyó y descubrió que, efectivamente, lo había enfocado mal y rehizo su trabajo quedando todos satisfechos. Su conclusión: Hasta que lo palpé no me di cuenta de lo peligrosa y dañina que es la soberbia intelectual que puso en peligro mi vocación.
“Dioses en figura de hombres han venido a visitarnos.” Sin duda tú y yo no esperamos que nos tomen por dioses, nos hagan sacrificios y nos eleven estatuas, pero sí puede existir la tentación sutil de que reconozcan nuestro trabajo, que nos valoren por nuestro esfuerzo, que nos agradezcan nuestra entrega, en el fondo una falta de rectitud de intención, pequeña pero que crece y crece sin que nos demos cuenta. Conozco a más sacerdotes secularizados y matrimonios rotos por esa soberbia intelectual que porque se les hayan encabritado las pasiones. “La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.” Hasta Cristo hace lo que tiene que hacer (“aprendió sufriendo a obedecer”), aunque su “premio” fuese la cruz.
“No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria.” A lo mejor, si eres sacerdote, tu párroco no te valora lo suficiente, tu vicario no se fija en ti, el Obispo te da destinos que nadie quiere, las madres de los niños de catequesis (en esta época de primeras comuniones) sólo piensan en el trajecillo de su niña, ese enfermo que visitas es un desagradecido. A lo mejor, si eres padre o madre, tu hijo parece que no te conoce ni te agradece ninguno de los desvelos que has tenido a lo largo de tu vida y la de cosas a las que has renunciado para que pueda vivir cómodamente, a lo mejor... Ten paz, toda la gloria a Dios, da gracias a Dios que te conoce y al que tú conoces (“Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo?), y sigue trabajando, orando, entregándote.
Hoy, día de San Juan de Ávila (que tanto tiempo fue beato), pedimos por todo el clero español y, si queremos premios, recordemos sus palabras que hoy leeremos en el oficio de lecturas. “Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hecho semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre.” María, con que tú mires mis trabajos y desvelos y se los muestres a tu Hijo eso me basta, no quiero más gloria humana” (Archidiócesis de Madrid).
3. Ahora comienza el período de su glorificación. ¿Por qué en esta etapa en la que Jesús ya está resucitado y constituido señor del mundo no se manifiesta de una manera sensacional a todos los hombres? Esta es la tentación del creyente en esta etapa de la vida de la Iglesia. Jesús afirma que, aun después de su muerte y durante el período de su glorificación, las cosas no ocurrirán como ellos las pensaban: él no se va a manifestar a los hombres con las fuerzas del poder de Dios para que los hombres tengan que aceptarlo sin remedio. La fe seguirá siendo invisible a sí misma. No aparecerá rodeada de milagros y sensacionalismos. Aunque Jesús ya esté resucitado y constituido Señor de toda la creación, aunque el Reino de Dios ya está presente en el mundo, las cosas parece que siguen igual que antes y la gloria de Dios solamente pueda vislumbrare a través de la fe. Dios sigue presente y actuando en la Iglesia y en el mundo. Pero esa idea de Jesús-Rey-glorioso que impone la Ley de Dios por la fuerza, no tiene lugar en este tiempo nuevo de la nueva relación del hombre con Dios. La manifestación de Jesús únicamente es posible en la obediencia y en el amor.
Toda esta semana meditaremos el "discurso después de la Cena". Esas palabras de Jesús, en el relato de san Juan, siguen inmediatamente el anuncio de la negación de Pedro, portavoz del grupo de los discípulos (Jn 13, 38). Un malestar profundo invade a estos hombres. Temen lo peor. Y es verdad que mañana Jesús será torturado. Jesús experimenta también esta turbación: Y he aquí lo que acierta a decir para reconfortarles... para reconfortarse a sí mismo.
-El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Amar a Jesús. Jesús quiere que se le ame. E indica el signo del verdadero amor: la sumisión al amado. Es una experiencia que comprenden todos los que aman. Cuando se ama a alguien, se es capaz de abandonar libremente el punto de vista personal para adaptarse al máximo a la voluntad y a los deseos de aquel que ama: se transforma en aquel a quien se ama. Se establece una especie de simbiosis mutua: tu deseo es también el mío, tu voluntad es la mía, tu pensamiento ha llegado a ser el mío... nuestras dos vidas forman una sola vida.
-El que me ama será amado de mi Padre y Yo le amaré. Todo comentario es inútil. Sencillamente, hay que ir repitiéndose esto a sí mismo. Una verdadera cascada de amistad. Yo... Jesús... El Padre... Es todo lo contrario a un Dios lejano y temible, es un Dios próximo y amoroso.
-"Señor, ¿por qué te manifiestas a nosotros, y no al mundo?" Esta es la pregunta de uno de los apóstoles. Llenos del Antiguo Testamento, los apóstoles piden a Jesús que se manifieste "pública y gloriosamente", en una especie de teofanía, en medio de relámpagos y truenos, como en el Sinaí... y como los profetas lo habían anunciado alguna vez. (Ez 43). Hoy, también, algunos cristianos... y quizá, yo... continúan buscando manifestaciones espectaculares. ¿Cuál será la respuesta de Jesús?
-Si alguno me ama guardará mi palabra; mi Padre le amará y vendremos a él y haremos en él nuestra "morada".
¡Esta es la manifestación que Dios nos hace! Hace su morada en el corazón de los que creen en El Dicho de otro modo: No se manifiesta más que en el corazón de los que le aman. Para todos los demás, Dios parece ausente.... No se manifiesta! Jesús habla de amor. Señor, Tú no te manifiestas más que a los que aceptan tu palabra, a los que libremente aceptan amarte. No fuerzas las puertas estruendosamente. No quieres hacer prodigios espectaculares que forzarían las muchedumbres a la adhesión. No vienes a habitar sino en aquellos que, por amor, ¡te abren su puerta! Señor, bien quisieras manifestarte a todos, pero respetas la libertad de cada uno: ¡No hay que forzar el amor! A nosotros, cristianos, tú nos encargas servir de intermediarios: es la calidad de nuestro amor por ti lo que debería revelarte, manifestarte a todos los que te ignoran. "La morada de Dios." ¡No es ante todo un Templo de piedras! El templo "soy yo" ¡si soy fiel a la Palabra de Jesús! La oración, la plegaria.... se trata de escuchar a este Dios presente en mí, y responderle. No hay que ir lejos a buscarle... Está aquí.
-El Espíritu Santo, el defensor que el Padre enviará en mi nombre, Ese os lo enseñará todo. Y os recordará todo lo que Yo os he dicho Jesús sabe que se va. Mañana, Viernes Santo, se marchará. Pero anuncia otra presencia, otro sí mismo: el Espíritu (Noel Quesson). Nos invita a permanecer atentos al Espíritu, nuestro verdadero Maestro interior, nuestra memoria: el que nos va revelando la profundidad de Dios, el que nos conecta con Cristo. El Catecismo de la Iglesia Católica dedica unos números sabrosos (1091-1112) al papel del Espíritu en nuestra vida de fe. Lo llama «pedagogo» de nuestra fe, porque él es quien nos prepara para el encuentro con Cristo y con el Padre, el que suscita nuestra fe y nuestro amor, y el que «recuerda a la asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros: él despierta la memoria de la Iglesia». La Pascua la estamos celebrando y viviendo bien si se nota que vamos entrando en esta comunión de vida con el Señor y nos dejamos animar por su Espíritu. Cuando celebramos la Eucaristía y recibimos a Cristo Resucitado como alimento de vida, se produce de un modo admirable esa «interpermanencia» de vida y de amor: «quien come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí y yo en él... Igual que yo vivo por el Padre, el que me coma vivirá por mi» (Jn 6, 56-57). En la Eucaristía se cumple, por tanto, el efecto central de la Pascua, con esta comunicación de vida entre Cristo y nosotros, y, a través de Cristo, con el Padre (J. Aldazábal). Pedimos en la Colecta: «¡Oh Dios!, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo; inspira a tu pueblo el amor a tus preceptos y la esperanza en tus promesas, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría». En la Eucaristía aletea este Espíritu, que nos entra en el amor divino: «Que nuestra oración, Señor, y nuestras ofrendas sean gratas en tu presencia, para que así, purificados por tu gracia, podamos participar más dignamente en los sacramentos de tu amor» (ofertorio). Y pedimos en la Postcomunión: «Dios todopoderoso y eterno, que en la resurrección de Jesucristo nos has hecho renacer a la vida eterna; haz que los sacramentos pascuales den en nosotros fruto abundante y que el alimento de salvación que acabamos de recibir fortalezca nuestras vidas». Incorporados al Espíritu, estamos en la fuente de vida divina que es la Santísima Trinidad. «Dios está contigo. En tu alma en gracia habita la Trinidad Beatísima. —Por eso, tú, a pesar de tus miserias, puedes y debes estar en continua conversación con el Señor» (San Josemaría). “Jesús asegura que estará presente en nosotros por la inhabitación divina en el alma en gracia. Así, los cristianos ya no somos huérfanos. Ya que nos ama tanto, a pesar de que no nos necesita, no quiere prescindir de nosotros. «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21). Este pensamiento nos ayuda a tener presencia de Dios. Entonces, no tienen lugar otros deseos o pensamientos que, por lo menos, a veces, nos hacen perder el tiempo y nos impiden cumplir la voluntad divina” (Norbert Estarriol). He aquí una recomendación de san Gregorio Magno: «Que no nos seduzca el halago de la prosperidad, porque es un caminante necio aquel que ve, durante su camino, prados deliciosos y se olvida de allá donde quería ir». La Madre de Dios intercederá —como madre nuestra que es— para que penetremos en este trato con la Santísima Trinidad.
San Gregorio Magno habla de la necesaria acción del Espíritu Santo en el entendimiento de los cristianos: «El Espíritu se llama también Paráclito –defensor–, porque a quienes se duelen de sus pecados cometidos, al tiempo que les dispone para la esperanza del perdón, libera sus mentes de la aflicción y de la tristeza. Por eso, con razón se hace esta promesa: “Él os enseñará todas las cosas” (Jn 14,26). En efecto, si el Espíritu no actúa en el corazón de los oyentes, resultan inútiles las palabras del que enseña. Que nadie, pues, atribuya al hombre que instruye a los demás aquello que desde la boca del maestro llega a la mente del que escucha, pues si el Espíritu no actúa internamente, en vano trabaja con su lengua aquél que está enseñando. Todos vosotros, en efecto, oís las palabras del que os habla, pero no todos percibís de igual modo lo que significan». Y decía también: “Porque si el Espíritu no toca el corazón de los que escuchan, la palabra de los que enseñan sería vana. Que nadie atribuya a un maestro humano la inteligencia que proviene de sus enseñanzas. Si no fuera por el Maestro interior, el maestro exterior se cansaría en vano hablando.
Vosotros todos que estáis aquí, oís mi voz de la misma manera; y no obstante, no todos comprendéis de la misma manera lo que oís. La palabra del predicador es inútil si no es capaz de encender el fuego del amor en los corazones. Aquellos que dijeron: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32) habían recibido este fuego de boca de la misma verdad. Cuando uno escucha una homilía, el corazón se enardece y el espíritu se enciende en el deseo de los bienes del reino de Dios. El auténtico amor que le colma, le provoca lágrimas y al mismo tiempo le llena de gozo. El que escucha así se siente feliz de oír estas enseñanzas que le vienen de arriba y se convierten dentro de nosotros en una antorcha luminosa, nos inspiran palabras enardecidas. El Espíritu Santo es el gran artífice de estas transformaciones en nosotros”.Llucià Pou Sabaté
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