Viernes 3º del tiempo ordinario: el Reino de Dios es algo del corazón, que va creciendo, y hay que tener paciencia como en la espera de que la simiente fructifique
Segundo Libro de Samuel 11,1-10.13-17. Al comienzo del año, en la época en que los reyes salen de campaña, David envió a Joab con sus servidores y todo Israel, y ellos arrasaron a los amonitas y sitiaron Rabá. Mientras tanto, David permanecía en Jerusalén. Una tarde, después que se levantó de la siesta, David se puso a caminar por la azotea del palacio real, y desde allí vio a una mujer que se estaba bañando. La mujer era muy hermosa. David mandó a averiguar quién era esa mujer, y le dijeron: "¡Pero si es Betsabé, hija de Eliám, la mujer de Urías, el hitita!". Entonces David mandó unos mensajeros para que se la trajeran. La mujer vino, y David se acostó con ella, que acababa de purificarse de su menstruación. Después ella volvió a su casa. La mujer quedó embarazada y envió a David este mensaje: "Estoy embarazada". Entonces David mandó decir a Joab: "Envíame a Urías, el hitita". Joab se lo envió, y cuando Urías se presentó ante el rey, David le preguntó cómo estaban Joab y la tropa y cómo iba la guerra. Luego David dijo a Urías: "Baja a tu casa y lávate los pies". Urías salió de la casa del rey y le mandaron detrás un obsequio de la mesa real. Pero Urías se acostó a la puerta de la casa del rey junto a todos los servidores de su señor, y no bajó a su casa. Cuando informaron a David que Urías no había bajado a su casa, el rey le dijo: "Tú acabas de llegar de viaje. ¿Por qué no has bajado a tu casa?". David lo invitó a comer y a beber en su presencia y lo embriagó. A la noche, Urías salió y se acostó junto a los servidores de su señor, pero no bajó a su casa. A la mañana siguiente, David escribió una carta a Joab y se la mandó por intermedio de Urías. En esa carta, había escrito lo siguiente: "Pongan a Urías en primera línea, donde el combate sea más encarnizado, y después déjenlo solo, para que sea herido y muera". Joab, que tenía cercada la ciudad, puso a Urías en el sitio donde sabía que estaban los soldados más aguerridos. Los hombres de la ciudad hicieron una salida y atacaron a Joab. Así cayeron unos cuantos servidores de David, y también murió Urías, el hitita.
Salmo 51,3-7.10-11. ¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado! Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí.
Contra ti, contra ti solo pequé e hice lo que es malo a tus ojos. Por eso, será justa tu sentencia y tu juicio será irreprochable; yo soy culpable desde que nací; pecador me concibió mi madre. Anúnciame el gozo y la alegría: que se alegren los huesos quebrantados. Aparta tu vista de mis pecados y borra todas mis culpas.
Evangelio (Mc 4,26-34): En aquel tiempo, Jesús decía a la gente: «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega».
Decía también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra». Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado.
Comentario: 1. 2Sam 11,1-4.5-10.13-17. Hoy leemos una página bochornosa de la vida de David: su doble y vil pecado de adulterio y de asesinato. Ciertamente el episodio es una mancha vergonzosa en la imagen de este gran rey. La Biblia no nos narra sólo las páginas edificantes, sino también las impresentables. En el camino de David hacia el trono hubo muchos muertos, no justificados ni siquiera por el contexto de la guerra. Pero nada de lo anterior es comparable con la manera tan traicionera, llena de sangre fría y cálculo interesado, como se deshizo del marido de la mujer con la que había pecado.
Los personajes del AT que vamos encontrando en nuestras lecturas (como los del NT) son pecadores y débiles. Pero también desde su pecado nos resultan instructivos. Nos vemos retratados en ellos porque también nosotros somos débiles y tenemos fallos. También los puntos negativos de la Historia de Salvación nos ayudan a entender los planes de Dios y a ponernos en guardia sobre los peligros que también a nosotros nos acechan. Por otra parte esto nos resulta consolador. Aun los grandes hombres, como ahora David y luego Pedro, le fallan a Dios en cosas muy graves. Y no por ello les abandona Dios, y ellos saben recibir con gratitud el perdón, se rehacen en su vida y siguen sirviéndole en la misión que les ha encomendado. En la lista genealógica de Jesús aparecen algunas personas nada recomendables. Pero son su familia. Se ha encarnado en una humanidad no ideal o angélica, sino normal y débil. Entre estos antepasados de Jesús no falta Betsabé, con la que pecó David, la madre de Salomón. «No he venido para los justos, sino para los pecadores».
Hemos visto la fe de David y la calidad de su oración. Eso no impide que sea un pobre hombre, y un gran pecador, en sus horas malas. La Biblia nos relata la historia de un pueblo de pecadores, de pecadores-salvados. Y ésta es una de las páginas más bellas. Una vez más y por adelantado, oímos en ella "la buena nueva" del evangelio anunciado a los pobres. Es ya la página de la samaritana, de la pecadora en casa de Simón el fariseo, de la mujer adúltera. "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" .
-El pecado de David. David ve a una mujer que se estaba bañando. "Era una mujer muy hermosa" añade el texto sagrado. La desea y la seduce. Pero es la mujer de otro. Es pues un adulterio: a la falta de dominio propio en su sexualidad se añade una injusticia hacia esa mujer y su legítimo marido. Betsabé, la mujer de Urías, será la madre de Salomón. La citará Mateo en su genealogía, entre los antepasados de Jesús. Por ella está inserto Jesús en la dinastía de David. "Hosanna al hijo de David" gritarán las muchedumbres... y por ella se inserta en un linaje de pecadores, a los que viene a salvar. Señor, a través de ese pecado, pienso en mis propios pecados. ¡Qué misterio, Señor, que nos hayas creado con una libertad capaz de pecar! Cuando se piensa en la inmensa marea del mal que irrumpe sobre la humanidad, pensamos que si la has permitido, Señor, debe de ser porque esperas de ella un mayor bien.
-Un pecado no viene solo jamás. Hemos apuntado ya "la falta de dominio propio"... y "la injusticia". Veremos ahora todo lo que de ellos se sigue. "La hipocresía". David quisiera quizá descargarse de su responsabilidad y endosar el embarazo al marido legítimo. ¡Cuán humano y cuán repugnante a la vez es esto! Pero no lo logra. El tosco hitita Urías, tiene sus principios y los respeta: existía entonces la norma de la abstención sexual durante una guerra. Incluso estando borracho, Urías la recuerda. Y David que lo ha instigado a beber en demasía para hacerle perder la cabeza se siente libre para proseguir en su crimen. «El homicidio" premeditado. Sombría y lamentable historia, en verdad. «Poned a Urías en lo más recio del combate... que caiga herido y muera.» El pecado es un ataque a la Ley de Dios. Es una infidelidad a ese Dios que ha favorecido tanto a David, y ¡a quien ha hecho tan hermosas promesas! Pero la cara innoble del pecado aparece muy especialmente, cuando, como en este caso, ¡todo el cálculo de un hombre inteligente se ha puesto en el provecho personal aplastando a los demás! Para la Biblia, con el pecado de Adán, será éste el pecado-tipo (Noel Quesson).
Ayer leímos una de las más bellas manifestaciones de la religiosidad de David y el momento más sublime de su vida, cuando Dios le firma la alianza mesiánica. Hoy asistimos al momento más vergonzoso de su vida, y en la lectura de mañana el mismo profeta Natán, que le había comunicado los favores divinos, le transmitirá la reprensión por su pecado. Nada más lejos de las crónicas oficiales de otros reinos antiguos -¡y modernos!-, triunfalistas y aduladoras, que esta historia, que con todo realismo y lujo de detalles subraya lo odioso y la malicia del adulterio y del homicidio a que la pasión ha empujado a David. No sólo peca contra los mandamientos del decálogo, que prohíben el adulterio y la codicia de la mujer del prójimo, sino que abusa, en personal beneficio, de la autoridad que Dios le ha dado para procurar el bien de su pueblo. Además, el marido perjudicado es un soldado valiente y fiel, que se halla en aquel momento luchando con el ejército de Israel; tan fiel que, cuando David, para tapar su pecado, le hace venir a Jerusalén ni embriagándolo puede conseguir que entre en su casa: si todo el ejército está en campaña y acampa al raso, ¡él no ha de ir a su casa a banquetear y a yacer con su mujer! Y es tan valiente que David, conociéndolo, ordena a Joab -esta vez David es tan sanguinario y traidor como su general- que aproveche un ataque en el que, según costumbre, vaya Urías en vanguardia, lo dejen solo y serán los enemigos quienes lo maten. Y así ocurre. David se encuentra atrapado por la dialéctica de su propio pecado. Para disimular un adulterio ha de cometer un homicidio. El pecado es simiente de pecados, si no tenemos la sinceridad de reconocer la culpa y el coraje de rectificar. Una mentira nos obliga a decir otras mayores para tapar la primera. Un vicio puede empujar a robar para pagar su costo, y el hurto o el robo pueden llevar hasta el homicidio. De esta manera podríamos decir que todos cometemos «pecados originales», que inauguran una espiral cada vez más ancha y vertiginosa de pecados, de la que no saldremos si no es por el camino de una gran sinceridad y de una radical conversión. Que es lo que hizo David.
La historia de David que vamos leyendo es muy sobria en comentarios y reflexiones piadosas. Especialmente la historia de su sucesión, que va desde 2 Sm 9 hasta 1 Re 2. Se trata de un documento humanístico, en el que la intervención de Dios no se manifiesta en prodigios exteriores, sino tocando al corazón del hombre, donde se juega el drama del bien y del mal, del pecado y la gracia. En toda esta historia el nombre de Yahvé sólo es citado explícitamente en tres momentos, el primero de los cuales es justamente éste: "Pero Yahvé reprobó lo que había hecho David" (11,27; H. Raguer).
De lo que son capaces los poderosos para apropiarse de lo que no es suyo, y para evitar ser descubiertos en sus desórdenes y desequilibrios personales. Ante los hombres parecerán justos, pero no ante Dios, pues Él conoce hasta lo más profundo de nuestros corazones. Cuesta permanecer fieles a Dios, especialmente cuando el corazón del hombre se encuentra inclinado hacia el mal desde su más tierna adolescencia. Por eso no podemos buscar nosotros mismos el peligro; y si el peligro sale a nuestro paso debemos centrarnos en Dios para que Él sea nuestra fortaleza, nuestra defensa, nuestra roca de salvación. Pero si cometemos algún error no tratemos de lavarlo a nuestro modo; no tratemos de justificarnos a costa de la destrucción de los inocentes, pues eso, en lugar de manifestarnos como salvadores nos manifestaría como sanguinarios, desequilibrados por el poder e incapaces de enfrentar nuestra propia vida. Que Dios nos conceda luz para saber reconocernos pecadores y nos dé sabiduría para saber confiar nuestra vida a Aquel que es el único que nos puede mantener firmes en el bien: nuestro Dios y Padre.
2. Sal 50. Puestos de rodillas, humillados en la presencia de Dios golpeemos nuestro pecho diciéndole: Apiádate de mí, Señor, porque soy un pecador. Y Dios tendrá compasión de nosotros. Pues ¿quién de nosotros puede decir que no tiene pecado, si hasta el justo peca siete veces al día? Dios es rico en misericordia para cuantos lo invocan. Volvamos a Él; y sabiendo que lo hemos ofendido pidámosle que nos perdone, pues pecamos contra el cielo y contra Él y ya no merecemos llamarnos hijos suyos. Dios, por medio de la sangre de su Hijo, purificará nuestros corazones de todo pecado; nos revestirá de Cristo y nos hará nuevamente hijos suyos. No nos quedemos instalados en nuestras maldades. Si tenemos la esperanza de disfrutar de un mundo más fraterno, más justo, más en paz esforcémonos por hacerlo realidad entre nosotros. No importa lo que hayamos sido antes; lo único que importa es lo que haremos en el futuro de nuestra vida. Y Dios está dispuesto a ponerse de nuestro lado, pues Él, por darnos una vida nueva nos entregó a su propio Hijo. ¿Acaso necesitamos una prueba mayor para entender que Dios no quiere que nos sigamos destruyendo, sino que alcancemos en Él la plenitud de la vida?
3. Mc 4,26-34. Otras dos parábolas tomadas de la vida del campo y, de nuevo, con el protagonismo de la semilla, que es el Reino de Dios. La primera es la de la semilla que crece sola, sin que el labrador sepa cómo. El Reino de Dios, su Palabra, tiene dentro una fuerza misteriosa, que a pesar de los obstáculos que pueda encontrar, logra germinar y dar fruto. Se supone que el campesino realiza todos los trabajos que se esperan de él, arando, limpiando, regando. Pero aquí Jesús quiere subrayar la fuerza intrínseca de la gracia y de la intervención de Dios. El protagonista de la parábola no es el labrador ni el terreno bueno o malo, sino la semilla.
La otra comparación es la de la mostaza, la más pequeña de las simientes, pero que llega a ser un arbusto notable. De nuevo, la desproporción entre los medios humanos y la fuerza de Dios.
El evangelio de hoy nos ayuda a entender cómo conduce Dios nuestra historia. Si olvidamos su protagonismo y la fuerza intrínseca que tienen su Evangelio, sus Sacramentos y su Gracia, nos pueden pasar dos cosas: si nos va bien, pensamos que es mérito nuestro, y si mal, nos hundimos.
No tendríamos que enorgullecernos nunca, como si el mundo se salvara por nuestras técnicas y esfuerzos. San Pablo dijo que él sembraba, que Apolo regaba, pero era Dios el que hacia crecer. Dios a veces se dedica a darnos la lección de que los medios más pequeños producen frutos inesperados, no proporcionados ni a nuestra organización ni a nuestros métodos e instrumentos. La semilla no germina porque lo digan los sabios botánicos, ni la primavera espera a que los calendarios señalen su inicio. Así, la fuerza de la Palabra de Dios viene del mismo Dios, no de nuestras técnicas.
Por otra parte, tampoco tendríamos que desanimarnos cuando no conseguimos a corto plazo los efectos que deseábamos. El protagonismo lo tiene Dios. Por malas que nos parezcan las circunstancias de la vida de la Iglesia o de la sociedad o de una comunidad, la semilla de Dios se abrirá paso y producirá su fruto. Aunque no sepamos cómo ni cuándo. La semilla tiene su ritmo. Hay que tener paciencia, como la tiene el labrador.
Cuando en nuestra vida hay una fuerza interior (el amor, la ilusión, el interés), la eficacia del trabajo crece notablemente. Pero cuando esa fuerza interior es el amor que Dios nos tiene, o su Espíritu, o la gracia salvadora de Cristo Resucitado, entonces el Reino germina y crece poderosamente.
Nosotros lo que debemos hacer es colaborar con nuestra libertad. Pero el protagonista es Dios. El Reino crece desde dentro, por la energía del Espíritu.
No es que seamos invitados a no hacer nada, pero si a trabajar con la mirada puesta en Dios, sin impaciencia, sin exigir frutos a corto plazo, sin absolutizar nuestros méritos y sin demasiado miedo al fracaso. Cristo nos dijo: «Sin mí no podéis hacer nada». Sí, tenemos que trabajar. Pero nuestro trabajo no es lo principal (J. Aldazábal).
* El Reino de Dios no es un programa político o de acción social, consiste en «la santidad y la gracia, la Verdad y la Vida, la justicia, el amor y la paz» (Prefacio de la Solemnidad de Cristo Rey), que Jesucristo nos ha venido a traer. Es en primer lugar una realidad interior, en el “alma de cada cristiano, Jesús ha sembrado —por el Bautismo— la gracia, la santidad, la Verdad... Hemos de hacer crecer esta semilla para que fructifique en multitud de buenas obras: de servicio y caridad, de amabilidad y generosidad, de sacrificio para cumplir bien nuestro deber de cada instante y para hacer felices a los que nos rodean, de oración constante, de perdón y comprensión, de esfuerzo por conseguir crecer en virtudes, de alegría...” (Jordi Pascual).
Así, este Reino de Dios —que comienza dentro de cada uno— se extenderá a nuestra familia, a nuestro pueblo, a nuestra sociedad, a nuestro mundo. Porque quien vive así, «¿qué hace sino preparar el camino del Señor (...), a fin de que penetre en él la fuerza de la gracia, que le ilumine la luz de la verdad, que haga rectos los caminos que conducen a Dios?» (San Gregorio Magno). La fuerza de Dios se difunde y crece con un vigor sorprendente. Como en los primeros tiempos del cristianismo, Jesús nos pide hoy que difundamos su Reino por todo el mundo.
** Benedicto XVI reflexionaba sobre la comprensión de este Reinado en el pueblo de Israel: “Salmos de entronización, que proclaman la soberanía de Dios (YHWH), una soberanía entendida en sentido cósmico-universal y que Israel acepta con actitud de adoración (cf. Sal 47; 93; 96; 97; 98; 99). A partir del siglo VI, dadas las catástrofes de la historia de Israel, la realeza de Dios se convierte en expresión de la esperanza en el futuro. En el Libro de Daniel —estamos en el siglo II antes de Cristo— se habla del ser soberano de Dios en el presente, pero sobre todo nos anuncia una esperanza para el futuro, para la cual resulta ahora importante la figura del «hijo del hombre», que es quien debe establecer la soberanía. En el judaísmo de la época de Jesús encontramos el concepto de soberanía de Dios en el culto del templo de Jerusalén y en la liturgia de las sinagogas; lo encontramos en los escritos rabínicos y también en los manuscritos de Qumrán. El judío devoto reza diariamente el Shemá Israel: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.» (Dt 6, 4; 11, 13; cf. Nm 15, 37-41). El rezo de esta oración se interpretaba como el cargar con el yugo de la soberanía de Dios: no se trata sólo de palabras; quien la recita acepta el señorío de Dios que, de este modo, a través de la acción del orante, entra en el mundo, llevado también por él y determinando a través de la oración su modo de vivir, su vida diaria; es decir, se hace presente en ese lugar del mundo. Vemos así que la señoría de Dios, su soberanía sobre el mundo y la historia, sobrepasa el momento, va más allá de la historia entera y la trasciende; su dinámica intrínseca lleva a la historia más allá de sí misma. Pero al mismo tiempo es algo absolutamente presente, presente en la liturgia, en el templo y en la sinagoga como anticipación del mundo venidero; presente como fuerza que da forma a la vida mediante la oración y la existencia del creyente, que carga con el yugo de Dios y así participa anticipadamente en el mundo futuro.
Precisamente en este punto se puede comprobar que Jesús fue un «israelita de verdad» (cf. Jn 1,47) y, al mismo tiempo, que fue más allá del judaísmo, en el sentido de la dinámica interna de sus promesas. Nada se ha perdido de los contenidos que acabamos de ver. Sin embargo, hay algo nuevo que se expresa sobre todo en las palabras «está cerca el Reino de Dios» (Mc 1, 15), «ha llegado a vosotros» (Mt 12, 28), está «dentro de vosotros» (Lc 17, 21). Se hace referencia aquí a un proceso de «llegar» que se está actuando ahora y afecta a toda la historia”. Hay muchas teorías sobre la venida de Jesús definitiva, unos decían que era inminente, de hecho estas formulaciones se intensifican en los fines de milenios (por eso se llama “mileranismo” a esta manera de pensar), y grupos de magia o líderes de sectas nos siguen hablando, como algunas películas apocalípticas, de ese final. El miedo, el afán de lo extraordinario, y algunos fenómenos físicos como el actual fenómeno atmosférico del calentamiento global pueden alimentarlos, porque está latente en la conciencia el afán de las cosas extraordinarias. También hay otra visión del Reino: un reino temporal, donde la expresión “Cristo Rey” tenga expresiones sociales y políticas. El mensaje de Jesús acerca del reino recoge afirmaciones “que expresan la escasa importancia de este reino en la historia: es como un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas. Es como la levadura, una parte muy pequeña en comparación con toda la masa, pero determinante para el resultado final. Se compara repetidamente con la simiente que se echa en la tierra y allí sufre distintas suertes: la picotean los pájaros, la ahogan las zarzas o madura y da mucho fruto. Otra parábola habla de que la semilla del reino crece, pero un enemigo sembró en medio de ella cizaña que creció junto al trigo y sólo al final se la aparta (cf. Mt 13, 24-30)”.
*** Por último, la idea de paciente espera, de no perder los nervios hasta que haya fruto, también está presente en el Evangelio de hoy. De algún modo es un aprender a poner objetivos a largo plazo. Hay gente inconstante, que siguen siendo niños que se cansan de los proyectos que comienzan y cambian de rumbo constantemente. Ahora que el fracaso escolar es tan grande, nos puede servir las palabras que se recogen en el libro “Siempre alegres para hacer felices a los demás”, de Jesús Urteaga, provenientes de un personaje norteamericano que cuenta con muchos fracasos en su infancia: “no podré olvidar jamás tres palabras de mi padre que cambiaron mi vida. Las dijo en un tranvía, entre dos campanadas del conductor. Tres palabras para ayudar y alentar a un chico”. Su padre era herrero, y trabajaba en una cochera de tranvías de Boston. El chico tenía entonces 17 años, y el resultado de los exámenes trimestrales fue catastrófico: “desilusionado con los resultados de mis exámenes, el padre director había concertado a toda prisa una entrevista con mi padre. La cita tenía que ser a última hora. Las luces de las calles estaban encendidas antes de que regresara a casa. Mi padre trabajaba diez horas diarias.
Recuerdo muy bien aquella noche fatídica. Cincuenta y tres años después puedo recordar perfectamente lo que ocurrió. A las ocho de la noche estábamos en el Seminario. Yo me temía lo peor y así fue. El rector le dijo a mi padre: ‘después de todo, Dios llama a sus hijos por caminos muy distintos, son pocos los llamados a la vida intelectual, y menos todavía los que alcanzan la vida sacerdotal; porque, no lo he dicho todavía, yo quería ser sacerdote.
Mi padre trató de defenderme por el fracaso de los exámenes, pero el rector le cortó en seco: ‘no debe usted aflijirse. San José era carpintero. Dios encontrará trabajo para ese hijo suyo’. Nos despedimos. No había nada que hacer. Estaba claro que me expulsaban del colegio.
Como si fuera ayer, recuerdo aquella noche fría, oscura, húmeda. Fuimos a casa en silencio, cada uno dando vueltas a sus propios pensamientos. Los míos eran tristes. Al fin, demostrando indiferencia como suelen hacer los chicos, dije: ‘que se queden con su título. Conseguiré un empleo y te ayudaré en el trabajo, padre’.
Mi padre puso su mano sobre mi hombro y me dijo estas pocas palabras, que hoy las escribo por si pueden alentar a otros: ‘sigue adelante, hijo’. Y yo seguí”. Y a continuación iba la firma del que tenía ya setenta años cumplidos y que a los 17 expulsaron del colegio, porque no valía para estudiar para sacerdote. La firma decía: “Richard, Cardenal Cushing. Arzobispo de Boston”.
Vemos ahí la disponibilidad del padre, como la de Dios, por no juzgar por adelantado al niño, no perder la confianza en él.
Pienso que también Juan Bautista Maria Vianney iba a dejar sus estudios para sacerdote por no saber latín, y también fue alentado pues él soñaba con salvar almas, y le dijo para animarle el rector: “piensa que si te vas, adiós almas”, y él se quedó. Y es el patrón de los sacerdotes. La perseverancia puede ser difícil a veces. Por ejemplo, los estudiantes a principios de año comienzan con "buenos propósitos", reflexiones sobre mejorar en nuestras virtudes y quitar defectos, tomar resoluciones firmes, cambiar. Todos hacemos propósitos, como hacer gimnasia o seguir una dieta o dejar de fumar... y ni siquiera un par de semanas pasan a veces, antes de que se olviden. La perseverancia es hermana de la fortaleza, para continuar por encima de las dificultades, más allá de las flaquezas o desánimos. Puede ser una verdadera lucha. A veces veo un chico en una escuela con cara de pena: “¿qué tal?” le pregunto. “Aburrido”, es la respuesta. Me entran ganas de decirle que por eso hemos pasado todos, que era muy cansado escuchar profesores que hablan y hablan... y no digamos luego, cuando ya en el trabajo les toca a algunos un jefe con neuras o paraonias, o una novia o un novio absorventes, o un marido o esposa celosos de cualquier relación humana que tenga su cónyuge, o tantas cosas que pueden hacernos romper los nervios, y muchos momentos de la vida difíciles.... pequeñas crisis o grandes huracanes, que nos muestran la cara oculta de esta vida que es hermosa, pero también es luchay si somos como un churro nos lleva la corriente como un barquito de papel, la menor llovizna nos hunde irremediablemente. Hace falta la fortaleza.
La perseverancia, ese esfuerzo continuado, es muy importante en la formación de una persona. Hay gente inconstante, que siguen siendo niños que se cansan de los proyectos que comienzan y cambian de rumbo constantemente. Recuerdo cómo unos niños se ofrecían para elevar unas persianas, yo les dejaba las manivelas y comenzaban ilusionados; como era tarea larga, si dejaba de mirarles e iba un momento a otro sitio, al volver a veces estaban las manivela pero no los niños: necesitaban alguien que les mirara, para sentirse útiles. Esta es una realidad psicológica que ha de tener en cuenta toda pedagogía: los padres no han de dejar su función motivadora, por inconstancia. Así muchos necesitan la gratificación inmediata, y no saben trabajar como en las tareas de campo, que el fruto llega después de mucho tiempo, sin que desfallezca la ilusión se van realizando los trabajos de arado y siembra..., mientras se sueña con la esperanza de recolectar. Es un reclamo para que nuestra educación a los niños, desde edad temprana (en la familia y la escuela) se dé esta educación en objetivos a largo plazo, para que haya menos “agujeros” y no se meta el autoengaño, tan sutil. El valor de la perseverancia es muy necesario en un mundo cambiante, y da como fruto el gozo de poseer lo que aspirábamos, que a veces no llega sino al cabo del tiempo, pero disfrutamos en el camino por la esperanza de tenerlo, y mientras va madurando el carácter, con la estabilidad emocional, la confianza en uno mismo. El que persevera alcanza. El Evangelio de hoy es una referencia para poder marcar unos objetivos en la vida y cuando te ves desfallecer pensar en las consecuencias que acarrea, para seguir (o dejar de hacerlo).
Las dos parábolas de hoy tienen en común el "símbolo" de la germinación, de la potencia de la "vida naciente". Jesús ve así su obra.
-El "Reino de Dios" es como un hombre que arroja la semilla en la tierra. Contemplo a Jesús sembrando. Es un gesto absolutamente natural, apasionante, misterioso. Un gesto de esperanza y de aventura. ¿Crecerá? ¿Habrá buena cosecha, o no habrá nada? ¿Helará en invierno y destruirá las tiernas plantas? o bien, ¿quemará el sol lo que estoy sembrando? No lo sé. Pero lo que sí sé es que hay que sembrar y arriesgarse. Gracias, Jesús. Tú eras de aquella raza, campesina, que estaba en contacto con la naturaleza, en contacto con la vida... tú eras de los que creen en la vida, que tienen confianza en el porvenir, de los que siembran a manos llenas ¡para que la "vida" se multiplique! Pero esta imagen es válida para cualquier vida humana: para los empresarios, médicos, profesores, programadores, artesanos, madres de familia, asistentas, artistas, sacerdotes, etc... hay que sembrar, hay que invertir sobre el porvenir. Jesús es consciente de estar haciendo esto: siembra. Emprende una gran obra que tiene porvenir. El "Reino de Dios" comienza; como un gran tiempo de siembra.
-De noche y de día, duerma o vele, la semilla germina y crece sin que él sepa cómo. Por sí misma la tierra da fruto, primero la hierba, luego la espiga, enseguida el fruto que llena la espiga, y cuando el fruto está maduro, se mete allí la hoz, porque la mies está en sazón. Marcos es el único que nos relata esta maravillosa, corta y optimista parábola del "grano-que-crece-solo" ¡Releedla! Dejaos llevar por su alegre movimiento. Sí, todo reside en la vitalidad de la semilla: el germen es una potencia concentrada, formidable, invencible... pero menuda, escondida y aparentemente frágil. Desde que la semilla ha sido arrojada a la tierra, comienzan en lo secreto, una serie de maravillas. Poco importa que el campesino se preocupe o no, por ello; en último término, la cosa no depende ya de él. De esa manera, dijo Jesús, el Reino de Dios es como una semilla viva. Sembrada en un alma, sembrada en el mundo, crece con un lento, imperceptible, pero continuo crecimiento. Incluso inapercibida, y no verificable aún, la vida progresa y no abdica jamás. ¿Qué quieres decirme, Señor, a mí, hoy, a través de estas palabras de esperanza? ¿A qué me invitas?
-¿A qué podemos comparar el "Reino de Dios"? A un "grano de mostaza ... que cuando se siembra en la tierra es la más pequeña de todas las semillas del mundo. Pero sembrado, crece y se hace más grande que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden abrigarse a su sombra. Basta releer y repetir estas palabras y estas imágenes para hacer una auténtica oración. Imaginar que salen de la mente, del corazón, de los labios de Jesús. Aplicarlo a la Historia: en ese momento, Jesús estaba solo, a orillas del lago, con doce hombres y algunos oyentes galileos... y la "pequeña semilla" de ese día ha llegado a ser un árbol grande, ha llegado hasta los extremos de la tierra. Pienso en la Iglesia, en su pequeñez y fragilidad. Pienso en mi propia vida espiritual, tan débil y "pequeña". ¡Releo tu promesa, Señor! Aplico eso también a mis empresas humanas o apostólicas, a mis desalientos, a mis riesgos de abandono. Y vuelvo a leer su parábola de esperanza. ¡Gracias, Señor! Gracias Marcos, por habérnosla relatado (Noel Quesson).
El sembrador sabe que la semilla que cayó en tierra fértil necesitará de un tiempo para germinar. Es todo un proceso. Esa semilla irá creciendo poco a poco, nos toca a nosotros tener paciencia sin dudar, en ningún momento, que es una relación que está creciendo y que por más pequeña y frágil que parezca, será tan fuerte como ese árbol de mostaza. Dará, a su tiempo, los frutos necesarios para que se consolide el reino de Dios (Miosotis).
Hoy Jesús habla a la gente de una experiencia muy cercana a sus vidas: «Un hombre echa el grano en la tierra (...); el grano brota y crece (...). La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga» (Mc 4,26-28). Con estas palabras se refiere al Reino de Dios, que consiste en «la santidad y la gracia, la Verdad y la Vida, la justicia, el amor y la paz» (Prefacio de la Solemnidad de Cristo Rey), que Jesucristo nos ha venido a traer. Este Reino ha de ser una realidad, en primer lugar, dentro de cada uno de nosotros; después en nuestro mundo.
En el alma de cada cristiano, Jesús ha sembrado —por el Bautismo— la gracia, la santidad, la Verdad... Hemos de hacer crecer esta semilla para que fructifique en multitud de buenas obras: de servicio y caridad, de amabilidad y generosidad, de sacrificio para cumplir bien nuestro deber de cada instante y para hacer felices a los que nos rodean, de oración constante, de perdón y comprensión, de esfuerzo por conseguir crecer en virtudes, de alegría...
Así, este Reino de Dios —que comienza dentro de cada uno— se extenderá a nuestra familia, a nuestro pueblo, a nuestra sociedad, a nuestro mundo. Porque quien vive así, «¿qué hace sino preparar el camino del Señor (...), a fin de que penetre en él la fuerza de la gracia, que le ilumine la luz de la verdad, que haga rectos los caminos que conducen a Dios? (San Gregorio Magno).
La semilla comienza pequeña, como «un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas» (Mc 4,31-32). Pero la fuerza de Dios se difunde y crece con un vigor sorprendente. Como en los primeros tiempos del cristianismo, Jesús nos pide hoy que difundamos su Reino por todo el mundo (Jordi Pascual i Bancells España).
La fidelidad a la gracia. La semilla, una vez sembrada, crece con independencia de que el dueño del campo duerma o vele, y sin que sepa cómo se produce. Así es la semilla de la gracia que cae en las almas; si no se le ponen obstáculos, si se le permite crecer, da su fruto sin falta, no dependiendo de quien siembra o de quien riega, sino de Dios que da el incremento (1 Cor 3,5-9). Así es el apostolado: “la doctrina, el mensaje que hemos de propagar, tiene una fecundidad propia e infinita, que no es nuestra, sino de Cristo” (J. Escrivá, Es Cristo que pasa). El Señor nos ofrece constantemente su gracia para ayudarnos a ser fieles, cumpliendo el pequeño deber de cada momento, en que se nos manifiesta su voluntad y en el que está nuestra santificación. De nuestra parte está aceptar Su ayuda y cooperar con generosidad y docilidad.
La docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo es necesaria para conservar la vida de la gracia y para tener frutos sobrenaturales. “Las oportunidades de Dios nos esperan: llegan y pasan. La palabra de vida no aguarda; si no nos la apropiamos, se la llevará el demonio” (J. H. Newman, Sermón para el Domingo de Sexagésima: Llamadas de la gracia). La resistencia a la gracia produce sobre el alma el mismo efecto que “el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundantes frutos; las flores quedan agostadas y el fruto no llega a sazón” (R. Garrigou Lagrange, La tres edades de la vida interior). Una gracia lleva consigo otra: -al que tiene se le dará-, y el alma se fortalece en el bien en la medida en que lo practica, cuanto más trecho se recorre. Cada día es un regalo que nos hace el Señor para que lo llenemos de amor en una correspondencia alegre, contando con las dificultades y obstáculos y con el impulso divino para superarlos y convertirlos en motivo de santidad y apostolado. Todo es bien distinto cuando lo realizamos por amor y para el Amor.
La vida interior necesita tiempo, crece y madura como el trigo en el campo. “Hay que tener paciencia con todo el mundo –señala San Francisco de Sales-, pero en primer lugar con uno mismo” (Cartas) Nada es irremediable para quien espera en el Señor; nada está totalmente perdido; siempre hay posibilidad de perdón: humildad, sinceridad y arrepentimiento... y volver a empezar, correspondiendo al Señor, que está empeñado en que superemos los obstáculos. Pidamos a Nuestra Madre la paciencia necesaria para nosotros y para los demás, y continuidad humilde en nuestra lucha (Francisco Fernández Carvajal).
¿No es ésta la más pequeña de entre todas las semillas? Y aún así es el más grande de todos los arbustos. Así es la vida interior, y Cristo nos la ha dado ha conocer de esa misma manera. Lo único que se tiene que hacer para poseer ese magnifico arbusto es cultivar esa pequeña semillita hasta que crezca totalmente. Así la vida interior, en un principio es como una pequeña semilla, posteriormente, dentro de nuestro corazón, crece tanto que llena todo el corazón. Es como el amor que da verdadera felicidad, es tan pequeño al inicio que hay que irlo cultivando para que crezca y se fortalezca. Poco a poco éste se hace más fuerte hasta que se mantiene en pie por sí solo, pero sigue siendo frágil, porque cualquier hachazo puede derribarlo, por lo tanto necesita un cuidado continuo. Quizá este fin de semana podría ser una buena idea echarse un clavado y bucear en el océano de nuestro interior.
Muchas veces nos sentamos a planear nuestro trabajo de evangelización. Armamos pláticas; adjuntamos dinámicas; ponemos un horario de trabajo apostólico; ponemos momentos fuertes de oración con quienes nos escucharán. Tal vez invitamos a vivir un encierro para encontrarnos con el Señor. Al paso del tiempo podemos angustiarnos porque vemos que el tiempo programado de trabajo está llegando a su fin y no se logran los frutos que, según nuestros planes, deberían darse con grandes conversiones, pues todo el teatro que armamos le debería haber movido el tapete a cualquiera. Tal vez algunos, más sensibles, respondan acercándose a Dios, y al rato los veamos nuevamente perdidos y desorientados en su vida. Hoy el Señor nos invita a sembrar; a sembrar con la humildad de quien sabe que la Semilla, que es la Palabra, hará su obra por la fuerza divina que posee, y no por la eficacia humana que nosotros queramos darle. Por eso el Evangelizador debe ser consciente de que es un colaborador de Dios y no el dueño que pueda manipular a su arbitrio la salvación. A pesar de que pareciera muy poco lo que pudiéramos hacer a favor del Reino, el Señor hará que germine, que crezca y que llene, incluso, toda la tierra para dar cobijo, resguardo, salvación, perdón, a todas las personas. Aprendamos a trabajar por el Evangelio sin querer violentar los caminos de Dios. Aprendamos a escuchar al Señor y a llevar su mensaje de salvación orando para que el Señor haga que su Palabra rinda abundantes frutos de salvación en aquellos que sean evangelizados. Entonces nosotros desapareceremos, y sólo el Señor recibirá la gloria que merece por el gran amor que nos ha tenido.
El Señor nos ha convocado en torno a Él en esta celebración Eucarística. Dios nos quiere a nosotros, quiere que entremos en Alianza de amor con Él. Antes que nada nosotros debemos ser los primeros en apropiarnos la conversión y la salvación que Dios nos ofrece. Si queremos que la Palabra de Dios llegue a los demás no sólo como información, sino como testimonio de vida, debemos tener la apertura suficiente al Don de Dios en nosotros. Al entrar en comunión de vida con el Señor Él quiere hacernos signos de su amor para cuantos nos traten. Es verdad que somos pecadores, pues ante Dios ¿quién podría mantenerse en pie? Pero Dios jamás ha dejado de amarnos. Por librarnos del pecado y de la muerte nos envió a su propio Hijo que murió clavado en una cruz para que fuésemos recibidos como hijos en la casa del Padre; y mediante su gloriosa resurrección nos dio nueva vida para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que por nosotros murió y resucitó.
Vivamos plenamente nuestra comunión de vida con Cristo para que ya no seamos signos de maldad ni de muerte, sino de amor, de gracia y de vida. No importa lo que hayamos sido en el pasado. Por muy pecadores que hayamos sido Dios siempre está dispuesto a perdonar a quien vuelva a Él arrepentido, no sólo a pedirle perdón sino con la disposición de iniciar un nuevo camino a impulsos del Espíritu Santo que Dios ha derramado en nuestros corazones. No cerremos nuestro corazón a este día de gracia que Dios nos concede. Esforcémonos por conocer al Señor, experimentemos su amor misericordioso en nosotros y permitamos que su vida, la que Él sembró mediante su Misterio Pascual en nosotros, produzca abundancia de frutos de buenas obras. Por eso las esperanzas de los hombres no pueden verse truncadas por aquellos que esperan de la Iglesia un poco más de paz, de alegría, de seguridad para sus vidas. Seamos el signo de Cristo que sale al encuentro del hombre para perdonarlo, para tenderle la mano en sus necesidades y para guiarle por el camino del bien hasta encontrarse con Dios como Padre.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber escuchar con fidelidad la Palabra de Dios para que, haciéndola nuestra, podamos cumplirla con gran amor manifestando así que la Palabra de Dios es fecunda en quien la recibe con fe, con amor y con una gran esperanza de darle un nuevo rumbo a la vida. Amén (www.homiliacatolica.com).
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