domingo, 28 de febrero de 2010
Febrero, 22: La Cátedra de san Pedro, apóstol: Pedro, presbítero, testigo de los sufrimientos de Cristo, se convierte en el buen pastor que da la vida
Febrero, 22: La Cátedra de san Pedro, apóstol: Pedro, presbítero, testigo de los sufrimientos de Cristo, se convierte en el buen pastor que da la vida por las ovejas de Cristo, confiesa su fe en Jesús como Dios, movido por el Espíritu Santo, y le confía su rebaño
Primera carta del apóstol san Pedro 5, 1-4. Queridos hermanos: A los presbíteros en esa comunidad, yo, presbítero como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y participe de la gloria que va a manifestarse, os exhorto: Sed pastores del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, gobernándolo no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño. Y cuando aparezca el supremo Pastor, recibiréis la corona de gloría que no se marchita.
Salmo 22,1-3.4.5.6. R. El Señor es mi pastor, nada me falta.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara, mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras, nada terno, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Evangelio (Mt 16,13-19): En aquel tiempo, llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles Él: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».
Comentario: 1. Recuerdo un día de mi época romana, cuando un amigo sacerdote alemán, entonces seminarista, me invitó a acompañarle en su visita a las siete basílicas romanas, comenzando por la celebración de la Misa en la tumba de San Pedro, en el altar de debajo del altar mayor que se le llama también "altar de la confesión" por estar encima del lugar conocido como "Confesión de San Pedro", lugar donde está enterrado el Apóstol y encima del cual está el altar donde tuvimos la Misa. (Se llama al lugar “de confesión” de S. Pedro pues en ese lugar sufrió martirio, "confesando" su fe. En el ábside un enorme trono de bronce representa "la Cátedra de Pedro", relicario que contiene restos de una silla antigua que tiene el símbolo de ser la de San Pedro aunque quizá la tradición arranca de época de Constantino). Nos dice la liturgia que se llama cathedra (de καθεδρα, sedes) la silla eminente reservada al obispo cuando preside la asamblea. Sabemos que las cátedras usadas por los apóstoles y por los primeros obispos eran conservadas celosamente en las iglesias, y por una fácil deducción habían llegado a ser símbolo perenne de una autoridad y de un magisterio superior. “Percurre ecclesias apostólicas — decía ya Tertuliano — apad quas ipsae avhuc cathedrae apostolorum sais locis praesident”. En Roma, en efecto, la cátedra de San Pedro fue en seguida objeto de culto litúrgico dirigido a su suprema paternidad espiritual. Un objeto que desde final del siglo II se presenta frecuentemente en el arte cristiano es el Cristo sentado en la cátedra, como Maestro que enseña a los apóstoles, colocados alrededor de él; más aún, más tarde la sola cátedra, vacía o coronada por una cruz, se convierte en el símbolo de la divinidad.
En ese día, que celebramos la Cátedra de san Pedro, la Misa tenía ahí un sabor particular, recuerda que «es escogido sólo Pedro para ser antepuesto a la vocación de todas las naciones, a todos los Apóstoles y a todos los padres de la Iglesia» (San León Magno).
2. Pero seguiremos el comentario de Benedicto XVI al Evangelio de hoy que muestra la confesión de Pedro y la proclamación de su “cátedra” por parte de Jesús, es decir de su magisterio como primado. “En los tres Evangelios sinópticos, aparece como un hito importante en el camino de Jesús el momento en que pregunta a los discípulos acerca de lo que la gente dice y lo que ellos mismos piensan de Él (cf. Mc 8, 27-30; Mt 16, 13-20; Lc 9, 18-21). En los tres Evangelios Pedro contesta en nombre de los Doce con una declaración que se aleja claramente de la opinión de la «gente». En los tres Evangelios, Jesús anuncia inmediatamente después su pasión y resurrección, y añade a este anuncio de su destino personal una enseñanza sobre el camino de los discípulos, que es un seguirle a Él, al Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la cruz se explica también de un modo esencialmente antropológico, como el camino del «perderse a sí mismo», que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo (cf. Mc 8, 31-9.1; Mt 16, 21-28; Lc 9, 22-27). Y, finalmente, en los tres Evangelios sigue el relato de la transfiguración de Jesús, que explica de nuevo la confesión de Pedro profundizándola y poniéndola al mismo tiempo en relación con el misterio de la muerte y resurrección de Jesús (cf. Mc 9,2-13; Mt 17, 1-13; Le 9, 28-36).
Sólo en Mateo aparece, inmediatamente después de la confesión de Pedro, la concesión del poder de las llaves del reino —el poder de atar y desatar— unida a la promesa de que Jesús edificará sobre él —Pedro— su Iglesia como sobre una piedra. Relatos de contenido paralelo a este encargo y a esta promesa se encuentran también en Lucas 22,3ls, en el contexto de la Ultima Cena, y en Juan 21, 15-19, después de la resurrección de Jesús.
Por lo demás, en Juan se encuentra también una confesión de Pedro que se coloca igualmente en un hito importante del camino de Jesús, y que sólo entonces le da al círculo de los Doce toda su importancia y su fisonomía (cf. Jn 6, 68s). Al tratar la confesión de Pedro según los sinópticos tendremos que considerar también este texto que, a pesar de todas las diferencias, muestra elementos fundamentales comunes con la tradición sinóptica”.
Estas explicaciones quieren dejar claro que la confesión de Pedro sólo se puede entender correctamente en “el contexto en que aparece, en relación con el anuncio de la pasión y las palabras sobre el seguimiento: estos tres elementos —las palabras de Pedro y la doble respuesta de Jesús— van indisolublemente unidos. Para comprender dicha confesión es igualmente indispensable tener en cuenta la confirmación por parte del Padre mismo, y a través de la Ley y los Profetas, después de la escena de la transfiguración”. Al comentar las escenas de los otros Evangelistas se explicará con más detalle. Este gran entramado de sucesos y palabras, en Mateo y Marcos se sitúan en el escenario de Cesárea de Felipe (hoy Banyás), el santuario de Pan erigido por Herodes el Grande junto a las fuentes del Jordán. “La tradición ha ambientado la escena en un lugar en el que un empinado risco sobre las aguas del Jordán simboliza de forma sugestiva las palabras acerca de la roca.
La doble pregunta de Jesús sobre la opinión de la gente y la convicción de los discípulos “presupone que existe, por un lado, un conocimiento exterior de Jesús que no es necesariamente equivocado aunque resulta ciertamente insuficiente, y por otro lado, frente a él, un conocimiento más profundo vinculado al discipulado, al acompañar en el camino, y que sólo puede crecer en él. Los tres sinópticos coinciden en afirmar que, según la gente, Jesús era Juan el Bautista, o Elías o uno de los profetas que había resucitado; Lucas había contado con anterioridad que Herodes había oído tales interpretaciones sobre la persona y la actividad de Jesús, sintiendo por eso deseos de verlo. Mateo añade como variante la idea manifestada por algunos de que Jesús era Jeremías. Todas estas opiniones tienen algo en común: sitúan a Jesús en la categoría de los profetas, una categoría que estaba disponible como clave interpretativa a partir de la tradición de Israel. En todos los nombres que se mencionan para explicar la figura de Jesús se refleja de algún modo la dimensión escatológica, la expectativa de un cambio que puede ir acompañada tanto de esperanza como de temor. Mientras Elías personifica más bien la esperanza en la restauración de Israel, Jeremías es una figura de pasión, el que anuncia el fracaso de la forma de la Alianza hasta entonces vigente y del santuario, y que era, por así decirlo, la garantía concreta de la Alianza; no obstante, es también portador de la promesa de una Nueva Alianza que surgirá después de la caída. Jeremías, en su padecimiento, en su desaparición en la oscuridad de la contradicción, es portador vivo de ese doble destino de caída y de renovación”.
Estas “aproximaciones” al misterio de Jesús son también camino hacia el núcleo esencial, pero no llegan a la naturaleza de Jesús ni a su novedad. “Se aproximan a él desde el pasado, o desde lo que generalmente ocurre y es posible; no desde sí mismo, no desde su ser único, que impide el que se le pueda incluir en cualquier otra categoría. En este sentido, también hoy existe evidentemente la opinión de la «gente», que ha conocido a Cristo de algún modo, que quizás hasta lo ha estudiado científicamente, pero que no lo ha encontrado personalmente en su especificidad ni en su total alteridad. Karl Jaspers ha considerado a Jesús como una de las cuatro personas determinantes, junto a Sócrates, Buda y Confucio, reconociéndole así una importancia fundamental en la búsqueda del modo recto de ser hombres; pero de esa manera resulta que Jesús es uno entre tantos, dentro de una categoría común a partir de la cual se les puede explicar, pero también delimitar”.
Hoy se considera a Jesús como uno de los grandes fundadores de una religión en el mundo, con una gran experiencia de Dios: «experiencia» hace referencia a un contacto real con lo divino, “pero al mismo tiempo comporta la limitación del sujeto que la recibe”. Esto va bien para nosotros, pero no para la “experiencia” de Jesús. Nosotros captamos sólo fragmentos de la verdad, la realidad es perceptible, y la interpretamos según lo que vemos. Siempre tenemos algo relativo, que deberá ser sucesivamente completado con otros fragmentos percibidos por otros. Pero ¿Jesús es sólo esto?
La confesión de fe de Pedro adquiere aquí una relevancia particular. “¿Cómo se expresa? En cada uno de los tres sinópticos está formulado de manera distinta, y de manera aún más diversa en Juan”. Según Marcos, Pedro le dice simplemente a Jesús: «Tú eres [el Cristo] el Mesías» (8, 29). Según Lucas, Pedro lo llama «el Cristo [el Ungido] de Dios» (9,20) y, según Mateo, dice: «Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios vivo» (16,16). Finalmente, en Juan la confesión de Pedro reza así: «Tú eres el Santo de Dios» (6, 69). “Puede surgir la tentación de elaborar una historia de la evolución de la confesión de fe cristiana a partir de estas diferentes versiones. Sin duda, la diversidad de los textos refleja también un proceso de desarrollo en el que poco a poco se clarifica plenamente lo que al principio, en los primeros intentos, como a tientas, se indicaba de un modo todavía vago”. Es una confesión ligada a lo que recibirá de Jesús: “Este encargo especial de Pedro aparece no sólo en Mateo, sino —de un modo diferente, aunque análogo en lo sustancial— también en Lucas y Juan, e incluso en Pablo mismo. Precisamente en la apasionada apología de la Carta a los Gálatas se presupone muy claramente el encargo especial de Pedro; este primado está documentado realmente mediante la tradición en toda su amplitud y en todos sus más diversos filones”.
3. Vamos a la confesión que Pedro hace de Cristo. “La investigación habla, en relación con el cristianismo de los orígenes, de dos tipos de fórmulas de confesión: la «sustantiva» y la «verbal»; para entenderlo mejor podríamos hablar de tipos de confesión de orientación «ontológica» y otros orientados a la historia de la salvación. Las tres formas de la confesión de Pedro que nos transmiten los sinópticos son «sustantivas»: Tú eres el Cristo; el Cristo de Dios; el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El Señor pone siempre al lado de estas afirmaciones sustantivas la confesión «verbal»: el anuncio anticipado del misterio pascual de cruz y resurrección. Ambos tipos de confesión van unidos, y cada uno queda incompleto y en el fondo incomprensible sin el otro. Sin la historia concreta de la salvación, los títulos resultan ambiguos: no sólo la palabra «Mesías», sino también la expresión «Hijo del Dios vivo». También este título se puede entender como totalmente opuesto al misterio de la cruz. Y viceversa, la mera afirmación de lo que ha ocurrido en la historia de la salvación queda sin su profunda esencia, si no queda claro que Aquel que allí ha sufrido es el Hijo del Dios vivo, es igual a Dios (cf. Flp 2, 6), pero que se despojó a sí mismo y tomó la condición de siervo rebajándose hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2, 7s). En este sentido, sólo la estrecha relación de la confesión de Pedro y de las enseñanzas de Jesús a los discípulos nos ofrece la totalidad y lo esencial de la fe cristiana. Por eso, también los grandes símbolos de fe de la Iglesia han unido siempre entre sí estos dos elementos.
Y sabemos que los cristianos —en posesión de la confesión justa— tienen que ser instruidos continuamente, a lo largo de los siglos, y también hoy, por el Señor, para que sean conscientes de que su camino a lo largo de todas las generaciones no es el camino de la gloria y el poder terrenales, sino el camino de la cruz. Sabemos y vemos que, también hoy, los cristianos —nosotros mismos—llevan aparte al Señor para decirle: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte» (Mi 16,22). Y como dudamos de que Dios lo quiera impedir, tratamos de evitarlo nosotros mismos con todas nuestras artes. Y así, el Señor tiene que decirnos siempre de nuevo también a nosotros: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mc 8, 33). En este sentido, toda la escena muestra una inquietante actualidad. Ya que, en definitiva, seguimos pensando según «la carne y la sangre» y no según la revelación que podemos recibir en la fe”. El nombre y la misión siempre van unidos, tanto en Jesús “el Hijo-que salva” expresado en las dos cosas unidas: “Jesús-Cristo” y también en nosotros la condición de “hijo de Dios-corredentor” no se pueden separar.
Los títulos de Cristo que se encuentran en las confesiones se comprenden mejor “dentro del conjunto de cada uno de los Evangelios y de su particular forma de tradición”: “los tres textos juntos manifiestan la singular pertenencia del «Ungido» a Dios”. La reacción de Pedro y los demás, y los elementos de estos textos, ha de ponerse en relación con los episodios de la pesca milagrosa (narrado por Lucas) y Pedro que camina encima de las aguas. Ahí aparecen confesiones de Pedro que encuadran la de hoy, y también otro aspecto: “En Jesús, los discípulos sintieron muchas veces y de distintas formas la presencia misma del Dios vivo”. Para ahondar en la confesión de Pedro recordemos la que hizo cuando la desbandada del discurso eucarístico de Cafarnaúm (de Jn 6), y situar su exclamación “a quién iremos… tú eres el santo de Dios”. Esta versión de la confesión de Pedro se ha de poner en relación con el contexto de la Última Cena, pues se perfila el misterio sacerdotal de Jesús: “en el Salmo 106,16 se llama a Aarón «el santo de Dios». El título remite retrospectivamente al discurso eucarístico y, con ello, se proyecta hacia el misterio de la cruz de Jesús”; Pedro, como en la pesca ante la cercanía del Santo siente la miseria de su condición de pecador... “Así pues, nos encontramos absolutamente en el contexto de la experiencia de Jesús que tuvieron los discípulos”, y que se aprecia en muchos momentos de su camino de comunión con Jesús. Las confesiones de los discípulos, teniendo presente todo este mosaico de textos, nos hacen ver algo: “los discípulos reconocen que Jesús no tiene cabida en ninguna de las categorías habituales, que El era mucho más que «uno de los profetas», alguien diferente. Que era más que uno de los profetas lo reconocieron a partir del Sermón de la Montaña y a la vista de sus acciones portentosas, de su potestad para perdonar los pecados, de la autoridad de su mensaje y de su modo de tratar las tradiciones de la Ley. Era ese «profeta» que, al igual que Moisés, hablaba con Dios como con un amigo, cara a cara; era el Mesías, pero no en el sentido de un simple encargado de Dios.
En Él se cumplían las grandes palabras mesiánicas de un modo sorprendente e inesperado: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal2, 7). En los momentos significativos, los discípulos percibían atónitos: «Éste es Dios mismo». Pero no conseguían articular todos los aspectos en una respuesta perfecta.
Utilizaron —justamente— las palabras de promesa de la Antigua Alianza: Cristo, Ungido, Hijo de Dios, Señor. Son las palabras clave en las que se concentró su confesión que, sin embargo, estaba todavía en fase de búsqueda, como a tientas. Sólo adquirió su forma completa en el momento en el que Tomás tocó las heridas del Resucitado y exclamó conmovido: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Pero, en definitiva, siempre estaremos intentando comprender estas palabras. Son tan sublimes que nunca conseguiremos entenderlas del todo, siempre nos sobrepasarán. Durante toda su historia, la Iglesia está siempre en peregrinación intentando penetrar en estas palabras, que sólo se nos pueden hacer comprensibles en el contacto con las heridas de Jesús y en el encuentro con su resurrección, convirtiéndose después para nosotros en una misión”.
Espontaneidad, franqueza, confianza. Tres rasgos que hacen del Simón que se encuentra con Cristo, el Pedro de la fe. Tres actitudes que tienen que acompañar mi proceso de profundización en el descubrimiento-encuentro con el “Hijo de Dios vivo”. Tres cualidades que ayudan a crecer a la Iglesia cimentada en la roca del Apóstol.
La confesión de Pedro, espontánea- franca- confiada, construye Iglesia. Y, de buena gana, podemos hacerla crecer con esa misma frescura que viene del Espíritu y que no nos revela nadie de carne y hueso (Luis Ángel de las Heras).
A la luz del evangelio siempre volvemos a encontrarnos: celebrando a Pedro como apóstol (29 de junio) y celebrando a Pedro como roca (22 de febrero). No son dos perspectivas opuestas, pero sí diferentes. La figura de Pedro da pie para ello.
¿Quién no conoce la historia de Pedro? Debió de ser un hombre decidido, entusiasta, generoso, fiel a su maestro y amigo, desde el día en que lo miró Jesús y le cambió el nombre de Simón por el de Cefas, piedra sobre la que iba a edificar su Iglesia. Tenía, no obstante, sus debilidades. Es el que puede ir andando sobre las aguas. Pero es el que luego comienza a hundirse. Es el que alardea de que, aunque todos los discípulos negasen a Jesús, él nunca lo haría. Después lo hizo. Negó a Jesús, pero sintió sobre sí la mirada de amor de su maestro y "lloró amargamente". Por eso, más tarde, después de la resurrección, ya no presumirá de amar a Jesús más que sus compañeros. Se limitará a decir esa bella frase con la cual nos sentimos tan identificados: "Tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero".
Tras la resurrección de Jesús, el rudo pescador se convierte en un apasionado predicador y padre de nuevas comunidades. "No hay Iglesia sin Pedro", el que tiene el poder de atar y desatar, el que tiene también la función de "confirmar a sus hermanos". "No hay Iglesia sin Pedro"; o lo que es lo mismo: no hay Iglesia sin referencia a aquel que simboliza la unidad y la firmeza de una fe que se funda en Jesucristo. "No hay Iglesia sin Pedro"; o, dicho de otra forma, prescindiendo de aquellos que en la historia hacen las veces de Pedro.
Es esencial que los hombres y mujeres de hoy, todo los creyentes, sigamos mirando a ese Pedro que es piedra y que da firmeza, coherencia y serenidad a nuestra fe. Y hasta que cantemos con entusiasmo aquel viejo "Tu es Petrus" (Tú eres Pedro) (Patricio García Barriuso).
Cesarea de Filipo, hoy día Banías, situada en el extremo norte de Palestina, cerca de una de las fuentes del Jordán. Pedro (Piedra) es, como lo dice su nombre, el primer fundamento de la Iglesia de Jesucristo (véase Ef. 2, 20), que los poderes infernales nunca lograrán destruir. Las llaves significan la potestad espiritual. Los santos Padres y toda la Tradición ven en este texto el argumento más fuerte en pro del primado de S. Pedro y de la infalible autoridad de la Sede Apostólica. "Entretanto, grito a quien quiera oírme: estoy unido a quienquiera lo esté a la Cátedra de Pedro" (S. Jerónimo).
Como señala Fillion, las palabras de este pasaje marcan "un nuevo punto de partida en la enseñanza del Maestro". Cf. Juan 17,11; 18,36. Desconocido por Israel (v. 14), que lo rechaza como Mesías - Rey para confundirlo con un simple profeta, Jesús termina entonces con esa predicación que Juan había iniciado según "la Ley y los Profetas" (Luc. 16, 16; Mat. 3, 10; Is. 35, 5 y notas) y empieza desde entonces (v. 21) a anunciar a los que creyeron en El (v. 15 s.) la fundación de su Iglesia (v. 18) que se formará a raíz de su Pasión, muerte y resurrección (v. 21) sobre la fe de Pedro (v. 16 ss.; Juan 21, 15 ss.; Ef. 2, 20), y que reunirá a todos los hijos de Dios dispersos (Juan 11, 52; 1, 11 - 13), tomando también de entre los gentiles un pueblo para su nombre (Hech. 15, 14); y promete El mismo las llaves del Reino a Pedro (v. 19). Este es, en efecto, quien abre las puertas de la fe cristiana a los judíos (Hech. 2, 38 - 42) y luego a los gentiles (Hech. 10, 34 - 46). Cf. 10, 6.
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