viernes, 21 de enero de 2011

2ª semana, domingo: Jesús, “Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo” es de quien nos habla las Escrituras, que viene a salvarnos, a tomar nue

Lectura del Profeta Isaías 49,3.5-6. «Tú eres mi siervo (Israel) / de quien estoy orgulloso.»

Y ahora habla el Señor, / que desde el vientre me formó siervo suyo,
para que le trajese a Jacob, / para que le reuniese a Israel,
-tanto me honró el Señor / y mi Dios fue mi fuerza-.

Es poco que seas mi siervo / y restablezcas las tribus de Jacob
y conviertas a los supervivientes de Israel; / te hago luz de las naciones,
para que mi salvación alcance / hasta el confín de la tierra.

Sal 39,2 y 4ab. 7-8a. 8b-9. 10. R/. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
Yo esperaba con ansia al Señor; / El se inclinó y escuchó mi grito; / me puso en la boca un cántico nuevo, / un himno a nuestro Dios.
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, / y en cambio me abriste el oído; / no pides sacrificio expiatorio, / entonces yo digo: «Aquí estoy / -como está escrito en mi libro-/ para hacer tu voluntad.
Dios mío, lo quiero, / y llevo tu ley en las entrañas. / He proclamado tu salvación
ante la gran asamblea; / no he cerrado los labios: / Señor, tú lo sabes.

Comienza la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 1,1-3. Yo Pablo llamado a ser apóstol de Jesucristo, por voluntad de Dios, y Sóstenes, nuestro hermano, escribimos a la Iglesia de Dios en Corinto, a los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo Señor nuestro y de ellos. La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo, sea con vosotros.

Evangelio, según San Juan 1,29-34. En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: -Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquél de quien yo dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo.» Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.
Y Juan dio testimonio diciendo: -He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: -Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.

Comentario: 1. Is 49,3.5-6: Después de celebrar la Epifanía y el Bautismo del Señor, el evangelio más típico de este domingo es el de la tercera manifestación: las bodas de Cana (que escuchamos en el ciclo C). No hubiera extrañado, pues, que este domingo tuviese siempre este evangelio. Pero, para ampliar el contexto de esta lectura, para los ciclos A y B se ha optado por el texto del evangelio de Juan que precede inmediatamente al de la manifestación en Caná. Por eso, Juan, el profeta más próximo a Jesús, nos presenta al Mesías como "el Cordero de Dios" y da testimonio de que "es el Hijo de Dios". Invocamos así a Cristo, en el "Gloria", reconociéndolo como Señor, como Dios y como Hijo del Padre; es también como Cordero de Dios que le dirigimos repetidamente nuestra súplica en la letanía que acompaña a la fracción del pan eucarístico; y es como Cordero de Dios que nos es presentado Cristo cuando se nos invita a acercarnos a la mesa eucarística para recibir su Cuerpo como verdadero alimento. Deberemos tener presente, después, las referencias bíblicas que nos acercan a la comprensión del título de Cristo como "Cordero de Dios". Las encontramos en el libro del Éxodo (12,11-13) en el cordero de la Pascua antigua: su carne es alimento y su sangre salva de la muerte. También las encontramos en el Cántico del Siervo de Yahvé (Is 53,4-7.12), donde nos es presentado como el cordero inocente que carga con nuestras culpas. Un texto paralelo a este último es el de la primera lectura de hoy, donde el Siervo amado de Dios es reconocido como "luz de las naciones" y, así, el texto bíblico se adecua a la situación epifánica de este domingo. En el Nuevo Testamento tenemos la referencia de 1 Cor 5,7-8 (Cristo es nuestro cordero pascual inmolado). También en el Apocalipsis, especialmente en el himno de los redimidos (5,8-13), donde el Cordero inmolado es aclamado por la multitud celestial como digno de toda alabanza, y en el pasaje (Ap 22,23) donde el Cordero es considerado como luz del nuevo templo (Josep Urdeix).
Tiempos verdes, domingos normales, color de la esperanza…
El profeta del Antiguo Testamento pudo captar en el acontecimiento presente (en la circunstancia, la intervención de Ciro en la historia de Israel) las posibilidades de comunión y de alianza entre Dios y los hombres. Cristo mereció el título de profeta porque El, a su vez, reveló la salvación de Dios en los acontecimientos y en su propia persona. La Iglesia, a su vez, es profética en el sentido de que sitúa los acontecimientos del mundo actual dentro de la perspectiva del Reino futuro. Defiende su libertad de critica frente a todo sistema social, revolucionario o conservador, y les aplica sus criterios de apreciación: su capacidad para preparar la unidad fundamental de la humanidad en Jesucristo. La Iglesia no conoce la naturaleza del nexo que existe entre este mundo y el Reino. Pero sabe, al menos -y así lo proclama-, que el mundo tal como lo hagamos, infierno de odio y de sufrimiento o tierra habitable, será el material con el que Cristo tendrá que realizar su Reino.
Por consiguiente, dentro de esta perspectiva desempeñará, por su parte, el cristiano un papel profético en el mundo y en la Iglesia a la vez para leer en el mundo todo lo que prepara y obstaculiza al Reino y para someter a crítica dentro de la Iglesia todas las instituciones que están en contra de su carácter profético. Centro de la proclamación profética de la Palabra, la Eucaristía es, dentro de la Iglesia, la institución por excelencia que debería atraer incluso a quienes más vivamente critican algunas otras instituciones eclesiales y debería convencer a cada uno de su misión profética en el mundo (Maertens-Frisque).
El libro de la "Consolación de Israel" (Is 40-55) trata de abrir nuevos horizontes al pueblo abatido. Uno de los encargados será ese misterioso personaje que se llama "el siervo de Yahvé". Este siervo no es idéntico en cada uno de los cuatro cantos. En este segundo canto parece identificarse de una forma bastante clara a un solo personaje. La versión del texto hebreo no es muy clara. El sentido parece ser éste: Israel llegará a poseer la gloria del Señor en la persona del siervo. Por medio del siervo, Dios se sentirá orgulloso de Israel. De una cierta manera, el siervo se identifica o, mejor, representa en su persona a Israel como canalizador de la liberación que van a recibir todos los pueblos para gloria de Dios. Este "mediador" por excelencia lo será después Jesús.
Este tema del ser escogido desde el vientre de la madre es muy bíblico y signo de consagración profética (aparece ya en el v. 1; ver Jr 1; Lc 1). El creyente también está amorosamente destinado en los planes de Dios a que sea el encargado de ir haciendo camino a los hombres hasta que definitivamente lleguen a Dios.
Vuelve a aparecer el tema del nuevo éxodo, tan querido por los profetas del exilio. Ante el Dios que dispersa (cf. Ez 5,10, 6.9, 20,23), está el Dios que reúne (cf. Ez 11,17 34,13, 36, 24). Israel diezmado podrá regresar a Jerusalén, reconstruir el pueblo de Dios y volver a ser la luz de las naciones. Profecías que se han cumplido en la muerte de Jesús y que ahora hay que hacerlas vida en la tarea cristiana.
Esta proximidad del siervo para con Yahvé es la garantía de que los oráculos se cumplirán. De algún modo, el siervo queda constituido en prenda de salvación. Así ocurre con Jesús: en él tenemos la seguridad de que las promesas se cumplirán, de que su reino tiene sentido.
La progresión y distancia que hay entre los términos "desde el seno de la madre - hasta el confín de la tierra" es lo que se llama una fórmula de totalidad. Al siervo se le encomienda toda la tarea de llevar adelante la alianza que Dios ha hecho con su pueblo. A la luz de la resurrección, estas palabras adquieren verdadero sentido. En Jesús se ha cumplido todo esto con perfecta exactitud. Continuar la obra es tarea del cristiano (“Eucaristía 1993”).
2. Salmo 39: el orante acaba de ofrecer un sacrificio "ritual" en el templo, rodeado por una gran muchedumbre... pero ¿dónde está la víctima?" se preguntan. La respuesta es inaudita: Dios no quiere ya sacrificios de animales... Io que agrada a Dios es la docilidad de cada instante a su voluntad... El "don de sí por amor". La Epístola a los Hebreos, comentando el sacrificio que Jesús hizo de sí mismo, toma las palabras de este salmo. "Por eso Cristo al entrar en el mundo, dijo: no quieres sacrificio ni ofrendas, sino que me has dado un cuerpo. No te agradan los holocaustos ni las ofrendas, para quitar los pecados. Entonces dije: aquí estoy, tal como está escrito de Mí en el libro (precisamente en este salmo 39), para hacer tu voluntad, oh Dios..." (Hebreos 10, 5-10). En esta forma un texto inspirado por Dios nos revela que Jesús recitaba este salmo con predilección, encontrando en él una de las más claras expresiones del don de sí permanente al Padre y a sus hermanos, hasta la hora del don total "de sí mismo en la cruz." Y añadió: "mi alimento es hacer la voluntad del Padre... (Juan 4,34). Y en la hora misma de definir su sacrificio, repitió haciendo eco a este salmo: "¡Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya!" (Mateo 26,39). Y "por su obediencia somos salvados". (Romanos 5,19).
Este salmo, como lo hemos visto, es ante todo la "oración misma de Jesús". Pero también es la nuestra, a condición de no caer en el ritualismo: lo que Dios espera de nosotros, no son los sacrificios externos, las oraciones ajenas a nosotros... Sino, el ofrecimiento de nuestra carne y sangre, de nuestra vida cotidiana, del "sacrificio espiritual" (1P 2,5; Rm 12,1). Podemos decir, ampliando la afirmaci6n central de este salmo, que Dios espera más nuestros comportamientos cotidianos, que nuestras oraciones dominicales. Mi "acción de gracias" (Eucaristía) consiste en: -Estar feliz de mi fe. -Maravillarme de Dios. -Hacer su voluntad en lo profundo de mi vida. -Anunciar el evangelio, la buena nueva de su justicia, de su salvación, de su amor y de su verdad.
Una forma de recitar este salmo, sería dejarnos empapar por el ambiente de oración que respira, tal como se ha resaltado más arriba, para luego concretarlo en actitudes de "mi propia vida". Heme aquí, Señor, para hacer Tu voluntad (Noel Quesson).
Abre mis oídos, Señor, para que pueda oír tu palabra, obedecer tu voluntad y cumplir tu ley. Hazme prestar atención a tu voz, estar a tono con tu acento, para que pueda reconocer al instante tus mensajes de amor en medio de la selva de ruidos que rodea mi vida.
Abre mis oídos para que oigan tu palabra, tus escrituras, tu revelación en voz y sonido a la humanidad y a mí. Haz que yo ame la lectura de la escritura santa, me alegre de oír su sonido y disfrute con su repetición. Que sea música en mis oídos, descanso en mi mente y alegría en mi corazón. Que despierte en mí el eco instantáneo de la familiaridad, el recuerdo, la amistad. Que descubra yo nuevos sentidos en ella cada vez que la lea, porque tu voz es nueva y tu mensaje acaba de salir de tus labios. Que tu palabra sea revelación para mí, que sea fuerza y alegría en mi peregrinar por la vida. Dame oídos para captar, escuchar, entender. Hazme estar siempre atento a tu palabra en las escrituras.
Abre mis oídos también a tu palabra en la naturaleza. Tu palabra en los cielos y en las nubes, en el viento y en la lluvia, en las montañas heladas y en las entrañas de fuego de esta tierra que tú has creado para que yo viva en ella. Tu voz que es poder y es ternura, tu sonrisa en la flor y tu ira en la tempestad, tu caricia en la brisa y tus amenazas en el rugido del trueno. Tú hablas en tus obras, Señor, y yo quiero tener oídos de fe para entender su sentido y vivir su mensaje. Toda tu creación habla, y quiero ser oyente devoto de las ondas íntimas de tu lenguaje cósmico. La gramática de las galaxias, la sintaxis de las estrellas. Tu palabra, que asentó él universo, tiene que asentar ahora mi corazón con su bendición y su gracia. Llena mis oídos con los sonidos de tu creación y de tu presencia en ella, Señor.
Abre también mis oídos a tu palabra en mi corazón. El mensaje secreto, el roce íntimo, la presencia silenciosa. Divino «telex" de noticias de familia. Que funcione, que transmita, que me traiga minuto a minuto el vivo recuerdo de tu amor constante. Que pueda yo escuchar tu silencio en mi alma, adivinar tu sonrisa cuando frunces el ceño, anticipar tus sentimientos y responder a ellos con la delicadeza de la fe y del amor. Mantengamos el diálogo, Señor, sin interrupción, sin sospechas, sin malentendidos. Tu palabra eterna en mi corazón abierto.
Abre por fin mis oídos, Señor, y muy especialmente a tu palabra presente en mis hermanos para mí. Tú me hablas a través de ellos, de su presencia, de sus necesidades, de sus sufrimientos y sus gozos. Que escuche yo ahora por mi parte el concierto humano de mi propia raza a mi alrededor, las notas que me agradan y las que me desagradan, las melodías en contraste, los acordes valientes, el contrapunto exacto. Que me llegue cada una de las voces, que no me pierda ni uno de los acentos. Es tu voz, Señor. Quiero estar a tono con la armonía global de la historia y la sociedad, unirme a ella y dejar que mi vida también suene en el conjunto en acorde perfecto.
Abre mis oídos, Señor. Gracia de gracias en un mundo de sonidos (Carlos G. Vallés).
3. 1 Co 1, 1-3. La segunda lectura de este domingo es el saludo de la primera carta de Pablo a los Corintios, de la que escucharemos los dos primeros capítulos los domingos antes de Cuaresma. El texto de hoy nos lleva a hacer dos consideraciones. La primera es la definición que encontramos de lo que es la Iglesia: todos los consagrados por Cristo y que en cualquier lugar invocamos su nombre. Aquí encontramos nuestra identificación cristiana y nuestra vocación a la santidad, así como el hacer de nuestra vida un himno de alabanza al Cordero que nos ha redimido. La segunda es que, este mismo texto, nos urge (tanto como la semana que empieza mañana, día 18) a orar por la unidad de los cristianos, para que todos los que confesamos a Jesús como Señor y en todo lugar -desde cada una de las confesiones cristianas- le invocamos como redentor, lleguemos a conseguir vivir en la unidad que ha de llevar al mundo a creer que Jesús es el Mesías enviado por el Padre (cf. Jn 17,21), el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Josep Urdeix).
"Iglesia" significa asamblea, porque es la asamblea constituyente del pueblo de Dios. La Iglesia es "de Dios", porque Dios la convoca y la funda con su palabra. Dondequiera haya una asamblea que escucha el Evangelio, hay "Iglesia". La Iglesia en sentido pleno es siempre local: la Iglesia. En Corinto, en Éfeso, en Murcia... Y, sin embargo, no hay más que una sola Iglesia aquí y ahora, situada en el mundo. La Iglesia es una comunión de comuniones. Por eso, en la eucaristía se hace memoria de todos los hermanos en la fe (Comunicantes, Memento). En la Iglesia somos hermanos "consagrados por Jesucristo" y "pueblo santo". Esta santidad objetiva (esto es, esta elección de que hemos sido objeto por parte de Dios en el bautismo) es la razón y fundamento de una santidad moral y subjetiva.
v. 3: Se trata probablemente de una fórmula litúrgica para saludar a los hermanos. Hoy se escucha de nuevo en nuestras celebraciones. La paz que aquí se desea no es la tranquilidad que el mundo quiere, sino la paz de Dios en la justicia de Cristo. La paz de Dios, la que viene de Dios, puede traernos la guerra (“Eucaristía 1987”).
La primera carta a los corintios, que se lee durante los domingos después de Epifanía, fue redactada hacia el año 57. Enfoca los grandes problemas de vida cristiana en el seno del mundo pagano y de la sociedad particularmente decadente de Corinto.
a) El encabezamiento de la carta contiene ya los temas fundamentales de la epístola. Pablo comienza por revalorizar su misión de apóstol (v. 1): la autoridad que va a necesitar para disciplinar a los cristianos de Corinto no se fundamenta en el hecho de que sea fundador de una secta o pensador filósofo, sino en un llamamiento de Dios y sobre una tradición: las palabras que dirá no serán suyas, sino Palabras de Dios lealmente retransmitidas.
b) Los cristianos de Corinto tienen igualmente títulos particulares que han de tomar en consideración en la manera de resolver sus problemas. El primero de esos títulos es la santidad (v.2). La Iglesia de Corinto sucede así al antiguo Israel que había de mantenerse en santa asamblea ante su Dios (Ex. 19, 6-15; cf. 1 Cor 6, 2-4, 6, 11): la santidad obliga, pues, a los corintios a rechazar el amoralismo de su sociedad y a hacerse los representantes de la trascendencia divina en el corazón del mundo pagano.
c) La segunda situación a que deben atender los cristianos de Corinto es su solidaridad con aquellos que, a través del mundo, invocan el nombre del Señor. Esta invocación del nombre de Jahvé era el privilegio de Israel en el seno de las naciones (Jer. 10,25; cf. Is. 43, 7). Invocando el nombre de Jesús, los cristianos cargan con la responsabilidad de la salvación del mundo, puesto que, mediante su oración y su conducta, garantizan la realización de esa salvación en ellos y a su alrededor (Maertens-Frisque).
El gran problema de la carta a los Corintios, que comenzamos a leer en este domingo, es el que se llama de "la distancia cultural": Cómo enraizar el cristianismo en una cultura totalmente diferente a aquella que históricamente rodea al nacimiento del hecho cristiano. El peligro es que la cultura nueva absorba sólo elementos similares de la cultura primera y así se desvirtúe el mensaje cristiano.
Pablo luchará denodadamente contra esto. Ya, de primeras, invoca el título de apóstol. Pablo se sabe con un mensaje que transmitir (Rom 1), e incluso los creyentes también se encuentran en esa misma situación (Rom 1,7). Por eso, la fidelidad a esta gracia se pide de todo el que se siente llamado a difundir la fe.
"La Iglesia de Dios en Corinto" (= "la asamblea del Señor") es una expresión inspirada en el AT (Dt 23, 2-9). Era la reunión del pueblo convocado por Dios. Designa en este caso la Iglesia local en la que se hace la reunión. Pero la unión con la Iglesia universal está muy afirmada aquí. La comunidad eclesial es más amplia que las cuatro paredes de un templo. "Salvación para quienes invocan el nombre del Señor". Encontramos esto también en el AT (Jl 3,5), sólo que transfiriendo "Jesús" a "Dios" (también en Hch 2,21; Rom 10,13). Es una expresión que llegó a convertirse en algo característico de los cristianos. La obra de la nueva humanidad la hace el creyente confiando en la salvación que Jesús trae (“Eucaristía 1993”).
4. Jn 1,29-34. La secularización también ha hecho mella en el alma. Ahora ya no hay pecados, decía una ilustre entrevistada en la no menos ilustre televisión. Incluso se pretende hacer gracia utilizando la expresión "está de pecado" como variante del modo superlativo. Se ha perdido la conciencia de pecado. Lo que no se ha perdido es la mala conciencia. Y mucho me temo que sea ésta la que traiciona a los que más interés manifiestan en banalizar el pecado. Aunque también pudiera suceder que lo hagan para aliviar la conciencia, para disculparse. Pero, reconozcámoslo, somos culpables. Al menos, no somos inocentes en un mundo dividido, en una sociedad injusta, en un sistema deshumanizado. Vivimos en un mundo de pecado. Y en este caso "de pecado" no es un superlativo para designar un mundo fabuloso, sino una acusación de inhumano, de fratricida, de insolidario y de insensible... para los pobres, o mejor dicho, para con los empobrecidos. Porque la pobreza no es fruto del azar, sino del sistema elegido y protegido por la ley. El pecado del mundo está en sus estructuras, o sea, en el modelo de organización que hemos elegido y sostenemos, cueste lo que cueste, entre todos. El precio de este modelo, también llamado "sociedad del bienestar", es el pecado, es decir, la injusticia y la explotación o marginación (ahora se dice "exclusión") de un largo veinte por ciento de pobres del bienestar, amén de miles de millones de pobres del tercer mundo, el del "mal-estar". Pero culpar a las estructuras no es más que un modo de hablar y, por cierto, es también un bonito modo de querer lavarse las manos. Bien claramente lo decía Juan Pablo II en 1984: "Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo para evitar, eliminar o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, por miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en una presunta imposibilidad de cambiar el mundo, y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior". De manera que, por complicidad o por inhibición, por pasotismo o por angelicalismo, todos estamos metidos hasta el gorro en el pecado del mundo. Y, siendo esto así, nada tiene de extraño que el bosque -el pecado del mundo- no nos deje ver el árbol de nuestras propias culpas.
Pero no somos inocentes, aunque nos las demos de cándidos. Trivializar el pecado no nos puede servir de coartada frente al hambre, la miseria y la pobreza de los demás. Es muy cómodo confundir el pecado con los "pecadillos", identificándolos con ciertos excesos de celo tan clericales ayer, cuando recalaban en los aledaños de la honestidad en el vestir. Para recuperar el sentido del pecado hay que empezar por recuperar la conciencia de seres humanos, la conciencia de la igualdad de todos al nacer, la conciencia de la responsabilidad humana y de la solidaridad entre los hombres. Para desenmascarar nuestros pecados, celosamente camuflados en el pecado del mundo, no hay más que recorrer las tablas de la Ley de Moisés, ayer, o de la Declaración de los Derechos Humanos, hoy. La repetitiva, miserable e impune violación de todos y cada uno de los derechos y libertades, proclamados y aceptados por la totalidad de los países, son los pecados, nuestros vicios de hoy y de siempre.
Y el más grave de todos los pecados es la indiferencia con que vemos y la superficial inhibición con que se informa de la violación de los más elementales derechos allende nuestras fronteras, o sea, nuestros prejuicios. Porque un prejuicio es, y es culpable, el pretextado nacionalismo que nos exime de responsabilidades ante el hermano. ¿O acaso las fronteras valen más que la unidad del género humano? Mundo miserable, hipócrita y pecador, que celebra la apertura del muro de Berlín -el que levantaron "los otros"- y refuerza más cada día sus muros frente al Tercer Mundo, frente a los pobres y excluidos del desarrollo. ¡Cómo decir que ya no hay pecado!
En el evangelio que hoy se proclama aparece Juan Bautista dando testimonio de Jesús. La imagen de Juan con el brazo extendido y el dedo apuntando a Cristo ("Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo") es teológicamente más expresiva que aquella en que aparece con la concha en la mano, bautizando en las riberas del Jordán. Aquí encontramos ya un primer tema sugerente: a ejemplo de Juan, el creyente ha de ser para todos una mano amiga y un dedo indicador de lo trascendente en un mundo de tantos desorientados, donde la increencia va ganando adeptos. Juan identificó a Cristo; los bautizados tendremos que ser en medio de la masa identificadores y testimonio de fe cristiana. Juan, porque conoció antes a Cristo, lo anunció; los cristianos hemos de tener experiencia profunda de quién es Jesús, para testimoniarlo. Para poder conocer a Cristo, antes hay que haberlo visto desde la fe.
Jesús es el Cordero, el Siervo de Dios, que quita y borra el pecado del mundo. Es todo un símbolo de paz; de silencio, de docilidad, de obediencia. Isaías define al Mesías como cordero que no abre la boca cuando lo llevan al matadero y que herido soporta el castigo que nos trae la paz. Con la muerte del Cordero inocente, que puso su vida a disposición de Dios para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado, se inaugura la única y definitiva ofrenda grata al Padre del cielo. A imitación de Jesús, el cristiano debe ser portador de salvación y liberador de esclavitudes que matan. En la pizarra de la sociedad actual, en la que se escriben y dibujan a diario con trazos desiguales tantas situaciones injustas y violentas, la fe y el amor del creyente han de ser borrados de los pecados de los hombres. Esta capacidad de limpieza religiosa purifica los borrones de la increencia estéril, que achata la óptica existencial (Andrés Pardo).
“Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. / Él es el verdadero Cordero / que quitó el pecado del mundo; / muriendo destruyó nuestra muerte, / y resucitando restauró la vida” (Prefacio Pascual I).
Cristo no es el cordero que eligen los hombres y ofrecen en el Templo para que Dios perdone sus pecados, sino el Cordero que Dios elige para quitar el pecado del mundo. En el salmo responsorial de hoy se contrapone el culto exterior, los sacrificios y las ofrendas, al culto interior que compromete la persona del oferente como víctima de su propio sacrificio; es decir, en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Y éste es el culto que Dios desea. Por eso Cristo que es el Cordero de Dios, el Sacrificio que Dios acepta, es también el Siervo de Yavé que Dios elige para que cumpla toda su divina voluntad. El autor de la carta a los Hebreos ve la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre todo otro sacerdocio vétero-testamentario, precisamente en la identidad que en él se da entre el Sacerdocio y la Víctima. En esta misma carta se pone en boca de Cristo, apenas llegado a este mundo, las palabras de nuestro salmo responsorial: Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo a hacer, ¡Oh Dios!, tu voluntad (Hb10,6-7). La obediencia de Cristo, el Siervo de Yavé, se consuma en el sacrificio de Cristo, el Cordero de Dios (“Eucaristía 1972”).
Desde Jn. 1, 29 a Jn. 2, 11 nos encontramos ante una especie de tratado de la iniciación a la fe, que vale tanto como reflexión doctrinal sobre el catecumenado o sobre el nacimiento de una vocación. En efecto, todo gira en torno a la palabra "ver". Hay que "ver" los sucesos, a las personas que nos rodean y hay que aprender a conocerlas. La verdad es que no se las conoce, están entre nosotros y no las vemos, o nos equivocamos respecto a lo que son (1, 32; 2, 9). Las vemos, pero no las miramos. La primera condición de cualquier paso hacia la fe es ese sentido de observación de la gente y de las cosas: "Tú, ¿quién eres, qué dices de ti mismo?" (1, 19, 22). Pero una vez considerada esta pregunta no se le da una respuesta más que al final de una lenta conversión de la mirada, conseguida gracias a Dios. Este es el itinerario de la fe de Bautista que, al principio, no conoce (1, 31, 33); después descubre a Jesús como Mesías, Cordero o servidor (1, 29, 32), y por fin lo descubre en su personalidad humana-divina (1, 34). También es este el camino que siguen Juan y Andrés (/Jn/01/33-39, Evang. 2 ciclo), que empiezan viendo a Jesús-Cordero (1, 36) y terminan por ver dónde mora (1, 39), es decir, por comulgar con su intimidad, con sus relaciones con el Padre. La vocación de Natanael tiene el mismo desarrollo: ve a Jesús como simple hijo de José, únicamente en la dimensión humana de su existencia (1, 43), después lo que ve como Mesías (1, 49), pero el camino no llegará a su fin hasta el día en que le vea en la cruz, Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, ensalzado y destrozado. Finalmente, María pasa por las mismas etapas: ve a su Hijo como un simple taumaturgo (Jn. 2, 1-11, Evang. 3er. ciclo) capaz de ayudar a sus amigos y percibe la gran distancia que la separa todavía de la fe en el Hijo muerto y resucitado en la hora de su gloria.
La fe del bautizado y la vocación del militante o del ministro arrancan, pues, del análisis de los sucesos y de las situaciones concretas y humanas. Pero tienden a interpretar estos hechos y a descubrir en el misterio pascual del Hombre-Dios el mejor significado que hay que dar a las cosas. Queda entonces penetrar "tras" (1, 37; 1, 43) este Hombre-Dios, o "atestiguarlo" (1, 34).
Encaminarse así, no obstante, no puede hacerse más que en el diálogo con Dios y abriéndose a su influencia. Juan lo subraya en varias ocasiones, mostrando cómo la mirada de Cristo sobre sus discípulos transforma la mirada de estos. Es esa mirada que cambia a Simón en Pedro (1, 42), que cambia de doctor de la ley en creyente a Natanael (1, 47-48). Progresar en la fe y en la vocación no se puede hacer, pues, más que recibiendo las cosas y las personas como dones de Dios; la vocación no es cosa nuestra, surge del encuentro y de la acogida (Maertens-Frisque).
"El pecado del mundo", en singular. Ese singular es significativo. Jesús carga sobre él y hace desaparecer el conjunto de los pecados del mundo, la totalidad del pecado de la humanidad. Gracias, Jesús. ¿Cómo podría yo ayudarte, Señor, en esa gran labor? En primer lugar luchando contra el mal en mí... Y luego luchando contra el mal donde quiera que este se encuentre y yo pueda hacerlo... Me siento pobre y débil para hacerlo; Ven en mi ayuda. Ayúdame, Señor, a ser salvador contigo, en mi ambiente, en mi familia, en mis responsabilidades.
-Detrás de mí viene uno que es antes de mí, porque era primero que yo. Históricamente, humanamente, Juan ha sido concebido y ha nacido antes que Jesús. Pero hay que superar las apariencias, las evidencias. De hecho Juan Bautista percibe el origen divino de Jesús: ¡"era primero que yo"! El nacimiento "según la carne" en Belén, no es sino el eco de otro nacimiento eterno, "El es Dios, nacido del Padre, antes de todos los siglos". Quiero entretenerme contemplando, cuanto sea posible, la "Persona" de Cristo, que es divina, eterna, que preexistía desde siempre. Es en verdad el Verbo de Dios, el Hijo, engendrado, "no creado", que aparece humanamente en el tiempo, un día de la historia humana, en un lugar del planeta. "Eterno se inscribe en la evolución, y lo sucesivo, y lo pasajero... Te veremos, pues, nacer, crecer, morir. El omnipresente se limita a un solo lugar y acepta no pisar sino una parcela de la Tierra, un pequeño país del Oriente Medio. Pero fundará una Iglesia para representarle, en todos los tiempos y en todos los lugares. La Iglesia es la continuación de la Encarnación.
-Yo vi el Espíritu descender del cielo y posarse sobre Él. Jesús está investido, lleno, desbordante... del Espíritu. Es el Hijo de Dios. Detrás de las particularidades banales de ese "ciudadano de Nazaret", se esconde todo un misterio. Su persona no se limita a lo que aparenta. "Creéis conocerle, pero hay en El un secreto: su personalidad está sumergida en Dios... En medio de vosotros está Aquel a quien vosotros no conocéis".
-Es aquel que bautiza (sumerge) en el Espíritu Santo. No olvidemos que la palabra griega "baptizo" significa "yo sumerjo". Los primeros cristianos, como Juan Bautista, bautizaban sumergiendo totalmente al candidato al bautismo en el agua de un río. ¡Espíritu, sumérgeme en ti! (Noel Quesson).
Es muy probable que el Bautista conociera personalmente a Jesús, con el que (según Lucas) estaba emparentado como hombre. Por eso cuando dice: «Yo no lo conocía», en realidad quiere decir: Yo no sabía que este hijo de un humilde carpintero era el esperado de Israel. El no lo sabe, pero tiene una triple presciencia para su propia misión. En primer lugar sabe que el que viene después de él es el importante, incluso el único importante, pues «existía antes que él», es decir: procede de la eternidad de Dios. Por eso es consciente también de la provisionalidad de su misión. (Que él, que es anterior, ha recibido su misión, ya en el seno materno, del que viene detrás de él, tampoco lo sabe). En segundo lugar conoce el contenido de su misión: dar a conocer a Israel, mediante su bautismo con agua, al que viene detrás de él. Con lo que conoce también el contenido de su tarea, aunque no conozca la meta y el cumplimiento de la misma. Y en tercer lugar ha tenido un punto de referencia para percibir el instante en que comienza dicho cumplimiento: cuando el Espíritu Santo en forma de paloma descienda y se pose sobre el elegido. Gracias a estas tres premoniciones puede Juan dar su testimonio total: si el que viene detrás de mí «existía antes que yo», debe venir de arriba, debe proceder de Dios: «Doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios». Si él ha de bautizar con el Espíritu Santo, entonces «éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Sacar semejantes conclusiones de tales indicios es, junto con la gracia de Dios, la obra suprema del Bautista. Juan retoma la profecía de Isaías: «Yo te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra».
El Bautista es el modelo del testimonio de los cristianos que, de otra manera, deben ser también precursores y testigos del que viene detrás de ellos (cfr. Lc lO,1). Por eso Pablo los bendice en la segunda lectura. Ellos saben más de Jesús que lo que sabía el Bautista, pero también ellos tienen que conformarse con los indicios que se les dan y que son al mismo tiempo promesas. Al principio también ellos están lejos de conocer a aquel del que dan testimonio como lo conocerán en su día gracias a la ejecución de su tarea: cuanto mejor cumplen su tarea, tanto más descollará aquél sobre su pequeña acción como el "semper maior". Entonces reconocerán su insignificancia y provisionalidad, pero al mismo tiempo experimentarán el gozo de haber podido cooperar por la gracia al cumplimiento de la tarea principal del Cristo: «Por eso mi alegría ha llegado a su colmo» (Jn 3,29) (Hans Urs von Balthasar). Llucià Pou Sabaté, con textos tomados de mercaba.org.

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