Lunes de la semana 1 de tiempo ordinario; año impar
Llamada de los primeros dicípulos
“Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva». Bordeando el mar de Galilea, vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: «Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres». Al instante, dejando las redes, le siguieron. Caminando un poco más adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan; estaban también en la barca arreglando las redes; y al instante los llamó. Y ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras Él” (Marcos 1,14-20).
I. Después del Bautismo, con el que inaugura su ministerio público, Jesús busca a aquellos a quienes hará partícipes de su misión salvífica. Y los encuentra en su trabajo profesional. Son hombres habituados al esfuerzo, recios, sencillos de costumbres. Al pasar junto al mar de Galilea -se lee en el Evangelio de la Misa-, vio a Simón y a Andrés, que echaban las redes en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo Jesús: Seguidme, y os haré pescadores de hombres. Y cambia la vida de estos hombres.
Los Apóstoles fueron generosos ante la llamada de Dios. Estos cuatro discípulos -Pedro, Andrés, Juan y Santiago- conocían ya al Señor, pero es éste el momento preciso en el que, respondiendo a la llamada divina, deciden seguirle del todo, sin condiciones, sin cálculos, sin reservas. Así la siguen hoy muchos en medio del mundo, con entrega total en un celibato apostólico. Desde ahora, Cristo será el centro de sus vidas, y ejercerá en sus almas una indescriptible atracción. Jesucristo los busca en medio de su tarea ordinaria, como hizo Dios con los Magos -según hemos contemplado hace pocos días-: por aquello que les podía ser más familiar, el brillo de una estrella; como llamó el Angel a los pastores de Belén, mientras cumplen con su deber de guardar el ganado, para que fueran a adorar al Niño Dios y acompañaran aquella noche a María y a José...
En medio de nuestro trabajo, de nuestros quehaceres, nos invita Jesús a seguirle, para ponerle en el centro de la propia existencia, para servirle en la tarea de evangelizar el mundo. «Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés: Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum (Mt 4, 19), seguidme y yo os haré pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo ocupemos». Nos elige y nos deja -a la mayor parte de los cristianos, los laicos- allí donde estamos: en la familia, en el mismo trabajo, en la asociación cultural o deportiva a la que pertenecemos... para que en ese lugar y en ese ambiente le amemos y le demos a conocer a través de los vínculos familiares, o de las relaciones de trabajo, de amistad...
Desde el momento en que nos decidimos a poner a Cristo como centro de nuestra vida, todo cuanto hacemos queda afectado por esa decisión. Debemos preguntarnos si somos consecuentes ante lo que significa que el trabajo se convierta en el lugar para crecer en esa amistad con Jesucristo, mediante el desarrollo de las virtudes humanas y de las sobrenaturales.
II. El Señor nos busca y nos envía a nuestro ambiente y a nuestra profesión. Pero quiere que ese trabajo sea ya diferente. «Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña -la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana- pela patatas. Aparentemente -piensas- su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia!
»-Es verdad: antes "sólo" pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas».
Para santificarnos con los quehaceres del hogar, con las gasas y las pinzas del hospital (¡con esa sonrisa habitual ante los enfermos!), en la oficina, en la cátedra, conduciendo un tractor o delante de las mulas, limpiando la casa o pelando patatas..., nuestro trabajo debe asemejarse al de Cristo, a quien hemos contemplado en el taller de José hace unos días, y al trabajo de los apóstoles, a quienes hoy, en el Evangelio de la Misa, vemos pescando. Debemos fijar nuestra atención en el Hijo de Dios hecho Hombre mientras trabaja, y preguntarnos muchas veces: ¿qué haría Jesús en mi lugar?, ¿cómo realizaría mi tarea? El Evangelio nos dice que todo lo hizo bien, con perfección humana, sin chapuzas; y eso significa hacer el trabajo con espíritu de servicio a sus vecinos, con orden, con serenidad, con intensidad; entregaría los encargos en el plazo convenido, remataría su trabajo artesano con amor, pensando en la alegría de los clientes al recibir un trabajo sencillo, pero perfecto; se fatigaría... También realizó Jesús su quehacer con plena eficacia sobrenatural, pues a la vez, con ese mismo trabajo, estaba realizando la redención de la humanidad, unido a su Padre con amor y por amor, unido a los hombres también por amor a ellos. Y lo que se hace por amor, compromete.
Ningún cristiano puede pensar que, aunque su trabajo sea aparentemente de poca importancia -o así lo juzguen con ligereza algunos, con sus comentarios superficiales-, puede realizarlo de cualquier modo, con dejadez, sin cuidado y sin perfección. Ese trabajo lo ve Dios y tiene una importancia que nosotros no podemos sospechar «Me has preguntado qué puedes ofrecer al Señor. -No necesito pensar mi respuesta: lo mismo de siempre, pero mejor acabado, con un remate de amor, que te lleve a pensar más en Él y menos en ti».
III. Para un cristiano que vive cara a Dios, el trabajo debe ser oración -pues sería una gran pena que «sólo» pele patatas, en vez de santificarse mientras las pela bien-, una forma de estar a lo largo del día con el Señor, y una gran oportunidad de ejercitarse en las virtudes, sin las cuales no podría alcanzar la santidad a la que ha sido llamado; es, a la vez, un eficaz medio de apostolado.
Oración es conversar con el Señor, elevar el alma y el corazón hasta Él para alabarle, darle gracias, desagraviarle, pedirle nuevas ayudas. Esto se puede llevar a cabo por medio de pensamientos, de palabras, de afectos: es la llamada oración mental y la oración vocal; pero también se puede hacer por medio de acciones capaces de transmitir a Dios lo mucho que queremos amarle y lo mucho que lo necesitamos. Así pues, oración es también todo trabajo bien acabado y realizado con visión sobrenatural, es decir, con la conciencia de estar colaborando con Dios en la perfección de las cosas creadas y de estar impregnando todas ellas con el amor de Cristo, completando así su obra redentora, cumplida no sólo en el Calvario, sino también en el taller de Nazaret.
El cristiano que está unido a Cristo por la gracia convierte sus obras rectas en oración; por eso es tan importante la devoción del ofrecimiento de obras por las mañanas, al levantarnos, en la que, con pocas palabras, decimos al Señor que toda la jornada es para Él; renovarlo luego algunas veces durante el día, y principalmente en la Santa Misa, es de gran importancia para la vida interior. Pero el valor de esta oración que es el trabajo del cristiano dependerá del amor que se ponga al realizarlo, de la rectitud de intención, del ejercicio de la caridad, del esfuerzo para acabarlo con competencia profesional. Cuanto más actualicemos la intención de convertirlo en instrumento de redención, mejor lo realizaremos humanamente, y más ayuda estaremos prestando a toda la Iglesia. Por la naturaleza de algunos trabajos, que exijan una gran concentración de la atención, no será fácil tener la mente con frecuencia en Dios; pero, si nos hemos acostumbrado a tratarle, buscándole de modo esforzado, Él estará como «una música de fondo» de todo lo que hacemos. Desempeñando así nuestras tareas, trabajo y vida interior no se interrumpirán, «como el latir del corazón no interrumpe la atención a nuestras actividades de cualquier tipo que sean». Por el contrario, trabajo y oración se complementan, como se enlazan con armonía las voces y los instrumentos. El trabajo no sólo no entorpece la vida de oración, sino que se convierte en su vehículo. Se cumple entonces lo que le pedimos en esa hermosa oración al Señor: Actiones nostras, quaesumus, Domine, aspirando praeveni et adiuvando prosequere: ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur: que todo nuestro día, nuestra oración y nuestro trabajo, tomen su fuerza y empiecen siempre en Ti, Señor, y que todo lo que hemos comenzado por Ti llegue a su fin.
Si Jesucristo, a quien hemos constituido en centro de nuestra existencia, está en el trasfondo de todo lo que realizamos, nos resultará cada vez más natural aprovechar las pausas que hay en toda labor para que esa «música de fondo» se trasforme en auténtica canción. Al cambiar de actividad, al permanecer con el coche parado ante la luz roja de un semáforo, al acabar un tema de estudio, mientras se consigue una comunicación telefónica, al colocar las herramientas en su sitio..., vendrá esa jaculatoria, esa mirada a una imagen de Nuestra Señora o al Crucifijo, una petición sin palabras al Angel Custodio, que nos reconfortan por dentro y nos ayudan a seguir en nuestro quehacer.
Como el amor sabe encontrar recursos, es ingenioso, sabremos poner algunas «industrias humanas», algunos recordatorios, que nos ayuden a no olvidarnos de que a través de lo humano hemos de ir a Dios. «Pon en tu mesa de trabajo, en la habitación, en tu cartera..., una imagen de Nuestra Señora, y dirígele la mirada al comenzar tu tarea, mientras la realizas y al terminarla. Ella te alcanzará -¡te lo aseguro!- la fuerza para hacer, de tu ocupación, un diálogo amoroso con Dios».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Juan de Ribera, obispo
«Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea completo.
«Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando, que os améis los unos a los otros.» (Juan 15, 9-17)
1º. Jesús, me amas con amor infinito: «Como el Padre me amó, así os he amado yo.»
Me amas, Jesús, con amor de Dios, con amor divino.
¿Qué he hecho yo para merecer tanto amor?
¿Cómo no voy a estar seguro, sereno, lleno de paz y de alegría, cuando Tú me proteges y me mimas con mil cuidados, cuando eres capaz de dar tu vida por mí?
Esta combinación de confianza en tus conocimientos de Creador, y confianza en tus buenas intenciones de Padre, deberían dejarme bien claro que la mejor opción para mi decisión libre, la opción más inteligente, es la obediencia a tus mandatos, el seguimiento de tu voluntad.
«Permaneced en mi amor.»
Por eso, Jesús, sólo me pides que no te abandone, que no traicione a ese amor tan grande que me tienes, que te devuelva amor por Amor: que te quiera sobre todas las cosas.
Y ¿cómo?
Guardando tus mandamientos.
«Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor.»
Jesús, ayúdame a guardar tus mandamientos, a estar siempre en gracia, a permanecer en tu amor.
Es justo que te ame así, porque Tú me has amado primero.
Jesús, Tú quieres que mi alegría sea completa, máxima, y para eso me das este consejo: permanece en Mí, permanece en estado de gracia, porque entonces Yo estoy en tu alma y mi gozo está en Ti.
Que me dé cuenta de una vez, Jesús.
No vale la pena nada que pueda apartarme de Ti.
Ayúdame Tú, Jesús.
Yo, por mi parte, te prometo poner todos los medios a mi alcance: cuidar la vista; no ir a -o dejar de ver- ciertos espectáculos o películas; ser sobrio en las comidas; aprovechar bien el tiempo; trabajar con perfección; acudir con regularidad a los sacramentos; no dejar suelta la imaginación; aconsejarme sobre los libros que leo; ser sincero en la dirección espiritual; tener devoción a la Virgen, etc.
Si me ves empeñado en guardar tus mandamientos, te volcarás y me harás saborear -ya en este mundo y, después, en la vida eterna- esa alegría profunda que hoy me prometes: «para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea completo.»
2º. Jesús, me llamas amigo.
A mí, que te he vuelto tantas veces la espalda, o que he pasado de largo con indiferencia cuando me pedías algo.
Pagas bien por mal.
Gracias.
Que sepa responder a tu amistad tratando de cumplir tu voluntad, que está bien clara: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.»
Jesús, ¿cómo me has amado?
«Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos.»
Tú me has amado con el amor más grande posible: dando tu vida por mí; y ahora me pides que te imite.
Ayúdame a pensar en los demás, a servir a los que me rodean: mi familia, mis compañeros, mis amigos, mis vecinos.
«No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros.»
Jesús, me has elegido Tú: te has puesto a mi alcance, me has llenado de gracias.
No es mérito mío el ser cristiano; es un don tuyo, un talento valiosísimo que me has prestado para que lo haga rendir.
Porque no quieres que entierre mis talentos -los dones que me das-, sino que los haga fructificar: «el treinta por uno, el sesenta por uno, y el ciento por uno» (Mateo 4,8).
«Si el Señor te ha llamado «amigo», has de responder a la llamada, has de caminar a paso rápido, con la urgencia necesaria, ¡al paso de Dios! De otro modo, corres el riesgo de quedarte en simple espectador» (Surco.-629).
Jesús, eres Tú el que me has llamado, el que te has metido en mi vida, casi sin darme cuenta.
No soy yo el que te he elegido: Tú has querido contar conmigo.
Por eso, no tengo derecho a dejarte; no puedo quedarme en una posición cómoda, de simple espectador, cuando Tú me estás pidiendo más: «os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.»
Jesús, me pides que dé fruto.
¿Pero qué fruto?
Fruto de santidad, fruto de apostolado, fruto de trabajo bien hecho, fruto de servicio a los demás.
Este es el fruto que me pides después de decirme que has dado tu vida por mí y que ya no puedes mostrarme más el amor que me tienes; después de llamarme amigo «porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer.»
¿Cómo no voy a responder a tu llamada?
¿Cómo no voy a intentar ir a paso rápido, al paso de Dios?
Pero necesito ayuda, y por eso me aseguras que «todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá.»
Padre, te pido más corazón, para corresponder al amor que me tienes; te pido más fortaleza, para no conformarme con «ir tirando», sino que me ponga a luchar en serio en el camino de la santidad; te pido más generosidad, para saber dar la vida por Ti y por los demás como ha hecho Jesús; te pido más lealtad, para no traicionar la amistad que Jesús me ha dado, rechazando el pecado con todas mis fuerzas; te pido más vibración apostólica, para que sepa dar ejemplo y hablar de Ti a mis familiares y amigos: para dar fruto, y que ese fruto permanezca.
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