sábado, 5 de enero de 2019

Homilías Epifanía del Señor

Solemn. de la Epifanía del Señor


(Is 60,1-6) "La gloria del Señor ha nacido sobre ti"
(Ef 3,2-3.5-6) "Los gentiles son coherederos y participante de su promesa en Jesucristo"
(Mt 2,1-12) "¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la consagración de nueve Obispos (6-I-1984)
--- Los Magos de Oriente
--- Manifestación del Redentor
--- Reconocer al Mesías
--- Los Magos de Oriente
Hoy, en el horizonte de la Navidad, aparecen tres nuevas figuras: los Magos de Oriente.
Vienen de lejos siguiendo la luz de la estrella que se les ha aparecido. Se dirigen a Jerusalén, llegan a la corte de Herodes. Preguntan: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo” (Mt 2,2).
En la liturgia de la Iglesia la solemnidad de hoy se llama Epifanía del Señor. Epifanía quiere decir manifestación.
Esta expresión nos invita a pensar no sólo en la estrella que apareció a los ojos de los Magos, no sólo en el camino que estos hombres de oriente hacen, siguiendo el signo de la estrella. La Epifanía nos invita a pensar en el camino interior, del que nace el misterioso encuentro del entendimiento y del corazón humano con la luz de Dios mismo.
“La luz... que alumbraba a todo hombre, cuando viene al mundo” (cfr. Jn 1,9).
Los tres personajes de Oriente seguían con certeza esta luz antes aún de que apareciera esta estrella.
Dios les hablaba con la elocuencia de toda la creación: decía que es, que existe; que es Creador y Señor del mundo.
En cierto momento, por encima del velo de las criaturas, los acercó todavía más a Sí mismo. Y a la vez, ha comenzado a confiarles la verdad de su Venida al mundo. De algún modo, los introdujo en el conocimiento del designio divino de la salvación.
--- Manifestación del Redentor
Los Magos respondieron con la fe a esa Epifanía interior de Dios.
Esta fe les permitió reconocer el significado de la estrella. Esta fe les mandó también ponerse en camino. Iban a Jerusalén, capital de Israel, donde se transmitía de generación en generación la verdad sobre la venida del Mesías. La habían predicado los profetas y habían escrito de ella los libros santos.
Dios, que habló al corazón de los Magos con la Epifanía interior, había hablado a lo largo de los siglos al Pueblo elegido y les había predicado la misma verdad sobre su venida.
Esta verdad se cumplió la noche del nacimiento de Dios en Belén. Ya esta noche es la Epifanía de Dios, que ha venido: Dios que nació de la Virgen y fue colocado en el pobre pesebre, Dios que ocultó su venida en la pobreza del nacimiento en Belén: he ahí la Epifanía del divino ocultamiento.
Sólo un grupo de pastores se apresuró para ir a su encuentro...
Pero mirad que ahora vienen los Magos. Dios, que se oculta a los ojos de los hombres que viven cerca de Él, se revela a los hombres que vienen de lejos.
--- Reconocer al Mesías
Dice el profeta a Jerusalén: 
“Caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora. Levanta la vista en torno, mira: todos ésos se han reunido, vienen a ti: tus hijos llegan de lejos” (Is 60,3-4).
Los guía la fe. Los guía la fuerza interior de la Epifanía.
De esta fuerza habla así el Concilio:
“Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cfr. Ef 1,9); por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cfr. Col 1,15; 1Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres como amigos (cfr. Ex 33,11; Jn 15,14-15), trata con ellos (cfr. Bar 3,38) para invitarlos y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum, 2).
Los Magos de Oriente llevan en sí esa fuerza interior de la Epifanía. Les permite reconocer al Mesías en el Niño que yace en el pesebre. Esta fuerza les manda postrarse ante Él y ofrecerle los dones: oro, incienso y mirra (cfr. Mt 2,11).
Los Magos son, al mismo tiempo, un anuncio de que la fuerza interior de la Epifanía se difundirá ampliamente entre los pueblos de la tierra.
Dice el Profeta:
“Entonces lo verás, radiante de alegría;/ tu corazón se asombrará, se ensanchará,/ cuando vuelquen sobre ti los tesoros del mar,/ y te traigan las riquezas de los pueblos” (Is 60,5).
Permitid a esta fuerza divina irradiarse en vuestro corazón como en una Jerusalén interior, a la que dice la liturgia de hoy:
“Levántate, brilla,/ que llega tu luz;/ la gloria del Señor amanece sobre ti” (Is 60,1).
Permitid a la fuerza salvífica de la divina Epifanía irradiarse entre los hombres y los pueblos, a los que sois enviados, como testimonio de la verdad y de la misericordia.
Verdaderamente: “Volcarán sobre ti las riquezas de los pueblos” (cfr. Is 60,5).
Y responded al don de la solemnidad de hoy con un incesante, continuo don: ofreced oro, incienso y mirra.
De este modo la abundancia de la Epifanía divina permanecerá en vosotros y se renovará en el camino del servicio apostólico.
DP-5 1984
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”. Ésta es la razón que dan aquellos Magos para justificar el largo y penoso camino que emprendieron abandonando la serena ocupación de todos los días. La misma razón que conduce a tantas y tantos a dejarlo todo por el Señor. Y es igualmente la razón del caminar cristiano abandonando la tranquilidad burguesa que una sociedad permisiva está constantemente proponiendo.
Pero a veces la estrella, como a los Magos, se oculta, y las sombras de la noche se enseñorean de todo ocultando el camino y suprimiendo sus perfiles orientadores. En esas horas, siempre hay quien puede ayudarnos porque el camino está ahí. Pero también hay quienes, aprovechando la oscuridad, engañan al viajero, como Herodes con su información interesada. Lo que hoy sucede, por lo que se refiere a ese haz de verdades elementales que están a la base de la armónica convivencia entre los pueblos, es objetivamente grave. Hay un ataque organizado y sin tregua a la Verdad revelada por Dios y a las instituciones naturales queridas por Él.
¡Cuántas veces, y por diversos motivos, la estrella que guiaba nuestros pasos se oculta y la oscuridad nos envuelve. La ilusión y el entusiasmo con que se inició un proyecto se esfuman. Un ejemplo. Se casaron. Él y ella decían que no había en el firmamento una estrella más hermosa. Todos decían que parecía que habían nacido el uno para el otro. Hubo años de intensa felicidad. Hoy arrastran una existencia lánguida y piensan que se equivocaron de pareja. ¿Cómo puede ser que lo que ayer era luz y entusiasmo hoy sea oscuridad y decepción? Y otro tanto sucede con la profesión, las aficiones preferidas, los compromisos adquiridos, y también en la vida espiritual. Somos así. Al amanecer vemos claro, al mediodía dudamos y al atardecer todo parece oscuro.
Es preciso contar con la eventualidad de que la estrella del entusiasmo se apague porque Dios desea que no nos movamos por puro entusiasmo sino por la luz de su Palabra. No debemos tolerar que las oscuras luces del capricho o del cansancio desplacen la luminaria del Evangelio. En esos momentos, particularmente críticos, en que se pueden tomar decisiones lamentables, malogrando fidelidades de años, hay que hacer como los Magos: preguntar a quien conoce el camino y puede orientarnos. “Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino. Disponemos de un tesoro infinito de ciencia: la Palabra de Dios, custodiada en la Iglesia; la gracia de Cristo, que se administra en los Sacramentos; el testimonio y el ejemplo de quienes viven rectamente junto a nosotros, y que han sabido construir con sus vidas un camino de fidelidad a Dios” (S. Josemaría Escrivá).
Si nos dejamos guiar por la estrella que brilló al comienzo del camino cristiano emprendido y no por el resplandor pasajero del entusiasmo, encontraremos al final a María, José y a Jesucristo, Luz y Esperanza de las naciones. “Mientras los Magos -dice S. Juan Crisóstomo- estaban en Persia, no veían sino una estrella; pero cuando dejaron su patria, vieron al mismo Sol de Justicia”.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica 
«Amanece el Señor, y los pueblos caminan a su luz»
I. LA PALABRA DE DIOS
Is 60,1-6: «La gloria del Señor amanece sobre ti»
Sal 71,2.7-8.10-13: «Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra»
Ef 3,2-3a; 5-6: «Ahora ha sido revelado que también los gentiles son coherederos»
Mt 2,1-12: «Venimos de Oriente para adorar al Rey»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
La intención de S. Mateo era dejar bien sentada la universalidad de la salvación de Cristo, y más teniendo en cuenta que los destinatarios principales de su evangelio eran judíos, marcados aún por el particularismo. En el momento de redactar su mensaje, la ruptura de fronteras y razas era ya una realidad. El encuentro de Jesús con culturas y personas supera aquel nacionalismo a ultranza.
Isaías ha previsto un universalismo centrado en torno a la ciudad de Jerusalén. Pero desde ahora, la referencia para el creyente no será una ciudad; será una Persona: Jesucristo. Noticia de que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo por el Evangelio, es la motivación principal de la misión de S. Pablo.
III. SITUACIÓN HUMANA
La búsqueda de la verdad parece un «leit motiv» permanente en la vida humana. Pero en su lucha por encontrarla, se topa a veces con los manipuladores de la verdad. De otra parte, hay otro tipo de personas: aquellas para quienes la verdad ha de venir sin buscarla, o los que saben dónde está y no se molestan en hallarla. Al igual que aquellos notables del Templo ¿llamaríamos buscadores de la verdad a quienes no se molestan en recorrer el camino hacia el sitio que tan bien se creen conocer?
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– Dios ha enviado a su Hijo para salvarnos: "«Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). He aquí «la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1): Dios ha visitado a su pueblo, ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia; lo ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su «Hijo amado» (Mc 1,11)" (422).
– La Epifanía, manifestación de Jesús al mundo: 528; cf 535. 555.
– La salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia: 846. 848.
La respuesta
– "La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación», por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador, se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres (AG 1)" (849; cf 850).
– La fidelidad de los bautizados, condición primordial para la misión: "El mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. «El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios»" (2044).
El testimonio cristiano
– «Para la evangelización del mundo hacen falta, sobre todo, evangelizadores. Por eso, todos, comenzando desde las familias cristianas, debemos sentir la responsabilidad de favorecer el surgir y madurar de vocaciones específicamente misioneras, ya sacerdotales y religiosas, ya laicales, recurriendo a todo medio oportuno, sin abandonar jamás el medio privilegiado de la oración, según las mismas palabras del Señor Jesús: «La mies es mucha y los obreros pocos. Pues, ¡rogad al dueño de la mies que envie obreros a su míes!» (Mt 9,37-38)» (Juan Pablo II, ChL 35).
Los notables del Templo sabían dónde nacería Jesús. Pero no buscaron el sitio. Los Reyes no sabían el sitio, pero lo buscaron. Los caminos de Dios no se abren a los entendidos de este mundo, sino a los que se dejan iluminar por su estrella.
Homilía IV: Homilías pronunciadas por S.S. Benedicto XVI
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
Basílica Vaticana, Viernes 6 de enero de 2012
Queridos hermanos y hermanas
La Epifanía es una fiesta de la luz. «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (Is 60,1). Con estas palabras del profeta Isaías, la Iglesia describe el contenido de la fiesta. Sí, ha venido al mundo aquel que es la luz verdadera, aquel que hace que los hombres sean luz. Él les da el poder de ser hijos de Dios (cf. Jn 1,9.12). Para la liturgia, el camino de los Magos de Oriente es solo el comienzo de una gran procesión que continúa en la historia. Con estos hombres comienza la peregrinación de la humanidad hacia Jesucristo, hacia ese Dios que nació en un pesebre, que murió en la cruz y que, resucitado, está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20). La Iglesia lee la narración del evangelio de Mateo junto con la visión del profeta Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: el camino de estos hombres es solo un comienzo. Antes habían llegado los pastores, las almas sencillas que estaban más cerca del Dios que se ha hecho niño y que con más facilidad podían «ir allí» (cf. Lc 2,15) hacia él y reconocerlo como Señor. Ahora, en cambio, también se acercan los sabios de este mundo. Vienen grandes y pequeños, reyes y siervos, hombres de todas las culturas y pueblos. Los hombres de Oriente son los primeros, a través de los siglos los seguirán muchos más. Después de la gran visión de Isaías, la lectura de la carta a los Efesios expresa lo mismo con sobriedad y sencillez: que también los gentiles son coherederos (cf. Ef 3,6). El Salmo 2 lo formula así: «Te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra» (Sal 2,8).
Los Magos de Oriente van delante. Inauguran el camino de los pueblos hacia Cristo. Durante esta santa Misa conferiré a dos sacerdotes la ordenación episcopal, los consagraré pastores del pueblo de Dios. Según las palabras de Jesús, ir delante del rebaño pertenece a la misión del pastor (cf. Jn 10,4). Por tanto, en estos personajes que, como los primeros de entre los paganos, encontraron el camino hacia Cristo, podemos encontrar tal vez algunas indicaciones para la misión de los obispos, a pesar de las diferencias en las vocaciones y en las tareas. ¿Qué tipo de hombres eran ellos? Los expertos nos dicen que pertenecían a la gran tradición astronómica que se había desarrollado en Mesopotamia a lo largo de los siglos y que todavía era floreciente. Pero esta información no basta por sí sola. Es probable que hubiera muchos astrónomos en la antigua Babilonia, pero sólo estos pocos se encaminaron y siguieron la estrella que habían reconocido como la de la promesa, que muestra el camino hacia el verdadero Rey y Salvador. Podemos decir que eran hombres de ciencia, pero no solo en el sentido de que querían saber muchas cosas: querían algo más. Querían saber cuál es la importancia de ser hombre. Posiblemente habían oído hablar de la profecía del profeta pagano Balaán: «Avanza la constelación de Jacob, y sube el cetro de Israel» (Nm 24,17). Ellos profundizaron en esa promesa. Eran personas con un corazón inquieto, que no se conformaban con lo que es aparente o habitual. Eran hombres en busca de la promesa, en busca de Dios. Y eran hombres vigilantes, capaces de percibir los signos de Dios, su lenguaje callado y perseverante. Pero eran también hombres valientes a la vez que humildes: podemos imaginar las burlas que debieron sufrir por encaminarse hacia el Rey de los Judíos, enfrentándose por eso a grandes dificultades. No consideraban decisivo lo que algunos, incluso personas influyentes e inteligentes, pudieran pensar o decir de ellos. Lo que les importaba era la verdad misma, no la opinión de los hombres. Por eso afrontaron las renuncias y fatigas de un camino largo e inseguro. Su humilde valentía fue la que les permitió postrarse ante un niño de pobre familia y descubrir en él al Rey prometido, cuya búsqueda y reconocimiento había sido el objetivo de su camino exterior e interior.
Queridos amigos, en todo esto podemos ver algunas características esenciales del ministerio episcopal. El Obispo debe de ser también un hombre de corazón inquieto, que no se conforma con las cosas habituales de este mundo sino que sigue la inquietud del corazón que lo empuja a acercarse interiormente a Dios, a buscar su rostro, a conocerlo mejor para poder amarlo cada vez más. El Obispo debe de ser también un hombre de corazón vigilante que perciba el lenguaje callado de Dios y sepa discernir lo verdadero de lo aparente. El Obispo debe de estar lleno también de una valiente humildad, que no se interese por lo que la opinión dominante diga de él, sino que sigua como criterio la verdad de Dios, comprometiéndose por ella: «opportune – importune». Debe de ser capaz de ir por delante y señalar el camino. Ha de ir por delante siguiendo a aquel que nos ha precedido a todos, porque es el verdadero pastor, la verdadera estrella de la promesa: Jesucristo. Y debe de tener la humildad de postrarse ante ese Dios que haciéndose tan concreto y sencillo contradice la necedad de nuestro orgullo, que no quiere ver a Dios tan cerca y tan pequeño. Debe de vivir la adoración del Hijo de Dios hecho hombre, aquella adoración que siempre le muestra el camino.
La liturgia de la ordenación episcopal recoge lo esencial de este ministerio con ocho preguntas dirigidas a los que van a ser consagrados, y que comienzan siempre con la palabra: «Vultis? – ¿queréis?». Las preguntas orientan a la voluntad mostrándole el camino a seguir. Quisiera aquí mencionar brevemente algunas de las palabras clave de esa orientación, y en las que se concreta lo que poco antes hemos reflexionado sobre los Magos en la fiesta de hoy. La misión de los obispos es «predicare Evangelium Christi», «custodire» y «dirigere», «pauperibus se misericordes praebere» e «indesinenter orare». El anuncio del evangelio de Jesucristo, el ir delante y dirigir, custodiar el patrimonio sagrado de nuestra fe, la misericordia y la caridad hacia los necesitados y pobres, en la que se refleja el amor misericordioso de Dios por nosotros y, en fin, la oración constante son características fundamentales del ministerio episcopal. La oración constante significa no perder nunca el contacto con Dios; sentirlo en la intimidad del corazón y ser así inundados por su luz. Solo el que conoce personalmente a Dios puede guiar a los demás hacia él. Solo el que guía a los hombres hacia Dios, los lleva por el camino de la vida.
El corazón inquieto, del que hemos hablado evocando a san Agustín, es el corazón que no se conforma en definitiva con nada que no sea Dios, convirtiéndose así en un corazón que ama. Nuestro corazón está inquieto con relación a Dios y no deja de estarlo aun cuando hoy se busque, con «narcóticos» muy eficaces, liberar al hombre de esta inquietud. Pero no solo estamos inquietos nosotros, los seres humanos, con relación a Dios. El corazón de Dios está inquieto con relación al hombre. Dios nos aguarda. Nos busca. Tampoco él descansa hasta dar con nosotros. El corazón de Dios está inquieto, y por eso se ha puesto en camino hacia nosotros, hacia Belén, hacia el Calvario, desde Jerusalén a Galilea y hasta los confines de la tierra. Dios está inquieto por nosotros, busca personas que se dejen contagiar de su misma inquietud, de su pasión por nosotros. Personas que lleven consigo esa búsqueda que hay en sus corazones y, al mismo tiempo, que dejan que sus corazones sean tocados por la búsqueda de Dios por nosotros. Queridos amigos, esta era la misión de los apóstoles: acoger la inquietud de Dios por el hombre y llevar a Dios mismo a los hombres. Y esta es vuestra misión siguiendo las huellas de los apóstoles: dejaros tocar por la inquietud de Dios, para que el deseo de Dios por el hombre se satisfaga.
Los Magos siguieron la estrella. A través del lenguaje de la creación encontraron al Dios de la historia. Ciertamente, el lenguaje de la creación no es suficiente por sí mismo. Solo la palabra de Dios, que encontramos en la sagrada Escritura, les podía mostrar definitivamente el camino. Creación y Escritura, razón y fe han de ir juntas para conducirnos al Dios vivo. Se ha discutido mucho sobre qué clase de estrella fue la que guió a los Magos. Se piensa en una conjunción de planetas, en una Super nova, es decir, una de esas estrellas muy débiles al principio pero que debido a una explosión interna produce durante un tiempo un inmenso resplandor; en un cometa, y así sucesivamente. Que los científicos sigan discutiéndolo. La gran estrella, la verdadera Super nova que nos guía es el mismo Cristo. Él es, por decirlo así, la explosión del amor de Dios, que hace brillar en el mundo el enorme resplandor de su corazón. Y podemos añadir: los Magos de Oriente, de los que habla el evangelio de hoy, así como generalmente los santos, se han convertido ellos mismos poco a poco en constelaciones de Dios, que nos muestran el camino. En todas estas personas, el contacto con la palabra de Dios ha provocado, por decirlo así, una explosión de luz, a través de la cual el resplandor de Dios ilumina nuestro mundo y nos muestra el camino. Los santos son estrellas de Dios, que dejamos que nos guíen hacia aquel que anhela nuestro ser. Queridos amigos, cuando habéis dado vuestro «sí» al sacerdocio y al ministerio episcopal, habéis seguido la estrella Jesucristo. Y ciertamente han brillado también para vosotros estrellas menores, que os han ayudado a no perder el camino. En las letanías de los santos invocamos a todas estas estrellas de Dios, para que brillen siempre para vosotros y os muestren el camino. Al ser ordenados obispos estáis llamados a ser vosotros mismos estrellas de Dios para los hombres, a guiarlos en el camino hacia la verdadera luz, hacia Cristo. Recemos por tanto en este momento a todos los santos para que siempre podáis cumplir vuestra misión mostrando a los hombres la luz de Dios. Amén.
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
Basílica Vaticana, Jueves 6 de enero de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En la solemnidad de la Epifanía la Iglesia sigue contemplando y celebrando el misterio del nacimiento de Jesús salvador. En particular, la fiesta de hoy subraya el destino y el significado universales de este nacimiento. Al hacerse hombre en el seno de María, el Hijo de Dios vino no sólo para el pueblo de Israel, representado por los pastores de Belén, sino también para toda la humanidad, representada por los Magos. Y la Iglesia nos invita hoy a meditar y orar precisamente sobre los Magos y sobre su camino en busca del Mesías (cf. Mt 2, 1-12). En el Evangelio hemos escuchado que los Magos, habiendo llegado a Jerusalén desde el Oriente, preguntan: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo» (v. 2). ¿Qué clase de personas eran y qué tipo de estrella era esa? Probablemente eran sabios que escrutaban el cielo, pero no para tratar de «leer» en los astros el futuro, quizá para obtener así algún beneficio; más bien, eran hombres «en busca» de algo más, en busca de la verdadera luz, una luz capaz de indicar el camino que es preciso recorrer en la vida. Eran personas que tenían la certeza de que en la creación existe lo que podríamos definir la «firma» de Dios, una firma que el hombre puede y debe intentar descubrir y descifrar. Tal vez el modo para conocer mejor a estos Magos y entender su deseo de dejarse guiar por los signos de Dios es detenernos a considerar lo que encontraron, en su camino, en la gran ciudad de Jerusalén.
Ante todo encontraron al rey Herodes. Ciertamente, Herodes estaba interesado en el niño del que hablaban los Magos, pero no con el fin de adorarlo, como quiere dar a entender mintiendo, sino para eliminarlo. Herodes es un hombre de poder, que en el otro sólo ve un rival contra el cual luchar. En el fondo, si reflexionamos bien, también Dios le parece un rival, más aún, un rival especialmente peligroso, que querría privar a los hombres de su espacio vital, de su autonomía, de su poder; un rival que señala el camino que hay que recorrer en la vida y así impide hacer todo lo que se quiere. Herodes escucha de sus expertos en las Sagradas Escrituras las palabras del profeta Miqueas (5, 1), pero sólo piensa en el trono. Entonces Dios mismo debe ser ofuscado y las personas deben limitarse a ser simples peones para mover en el gran tablero de ajedrez del poder. Herodes es un personaje que no nos cae simpático y que instintivamente juzgamos de modo negativo por su brutalidad. Pero deberíamos preguntarnos: ¿Hay algo de Herodes también en nosotros? ¿También nosotros, a veces, vemos a Dios como una especie de rival? ¿También nosotros somos ciegos ante sus signos, sordos a sus palabras, porque pensamos que pone límites a nuestra vida y no nos permite disponer de nuestra existencia como nos plazca? Queridos hermanos y hermanas, cuando vemos a Dios de este modo acabamos por sentirnos insatisfechos y descontentos, porque no nos dejamos guiar por Aquel que está en el fundamento de todas las cosas. Debemos alejar de nuestra mente y de nuestro corazón la idea de la rivalidad, la idea de que dar espacio a Dios es un límite para nosotros mismos; debemos abrirnos a la certeza de que Dios es el amor omnipotente que no quita nada, no amenaza; más aún, es el único capaz de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud, de experimentar la verdadera alegría.
Los Magos, luego, se encuentran con los estudiosos, los teólogos, los expertos que lo saben todo sobre las Sagradas Escrituras, que conocen las posibles interpretaciones, que son capaces de citar de memoria cualquier pasaje y que, por tanto, son una valiosa ayuda para quienes quieren recorrer el camino de Dios. Pero, afirma san Agustín, les gusta ser guías para los demás, indican el camino, pero no caminan, se quedan inmóviles. Para ellos las Escrituras son una especie de atlas que leen con curiosidad, un conjunto de palabras y conceptos que examinar y sobre los cuales discutir doctamente. Pero podemos preguntarnos de nuevo: ¿no existe también en nosotros la tentación de considerar las Sagradas Escrituras, este tesoro riquísimo y vital para la fe la Iglesia, más como un objeto de estudio y de debate de especialistas que como el Libro que nos señala el camino para llegar a la vida? Creo que, como indiqué en la exhortación apostólica Verbum Domini, debería surgir siempre de nuevo en nosotros la disposición profunda a ver la palabra de la Biblia, leída en la Tradición viva de la Iglesia (n. 18), como la verdad que nos dice qué es el hombre y cómo puede realizarse plenamente, la verdad que es el camino a recorrer diariamente, junto a los demás, si queremos construir nuestra existencia sobre la roca y no sobre la arena.
Pasemos ahora a la estrella. ¿Qué clase de estrella era la que los Magos vieron y siguieron? A lo largo de los siglos esta pregunta ha sido objeto de debate entre los astrónomos. Kepler, por ejemplo, creía que se trataba de una «nova» o una «supernova», es decir, una de las estrellas que normalmente emiten una luz débil, pero que pueden tener improvisamente una violenta explosión interna que produce una luz excepcional. Ciertamente, son cosas interesantes, pero que no nos llevan a lo que es esencial para entender esa estrella. Debemos volver al hecho de que esos hombres buscaban las huellas de Dios; trataban de leer su «firma» en la creación; sabían que «el cielo proclama la gloria de Dios» (Sal 19, 2); es decir, tenían la certeza de que es posible vislumbrar a Dios en la creación. Pero, al ser hombres sabios, sabían también que no es con un telescopio cualquiera, sino con los ojos profundos de la razón en busca del sentido último de la realidad y con el deseo de Dios, suscitado por la fe, como es posible encontrarlo, más aún, como resulta posible que Dios se acerque a nosotros. El universo no es el resultado de la casualidad, como algunos quieren hacernos creer. Al contemplarlo, se nos invita a leer en él algo profundo: la sabiduría del Creador, la inagotable fantasía de Dios, su infinito amor a nosotros. No deberíamos permitir que limiten nuestra mente teorías que siempre llegan sólo hasta cierto punto y que —si las miramos bien— de ningún modo están en conflicto con la fe, pero no logran explicar el sentido último de la realidad. En la belleza del mundo, en su misterio, en su grandeza y en su racionalidad no podemos menos de leer la racionalidad eterna, y no podemos menos de dejarnos guiar por ella hasta el único Dios, creador del cielo y de la tierra. Si tenemos esta mirada, veremos que el que creó el mundo y el que nació en una cueva en Belén y sigue habitando entre nosotros en la Eucaristía son el mismo Dios vivo, que nos interpela, nos ama y quiere llevarnos a la vida eterna.
Herodes, los expertos en las Escrituras, la estrella. Sigamos el camino de los Magos que llegan a Jerusalén. Sobre la gran ciudad la estrella desaparece, ya no se ve. ¿Qué significa eso? También en este caso debemos leer el signo en profundidad. Para aquellos hombres era lógico buscar al nuevo rey en el palacio real, donde se encontraban los sabios consejeros de la corte. Pero, probablemente con asombro, tuvieron que constatar que aquel recién nacido no se encontraba en los lugares del poder y de la cultura, aunque en esos lugares se daban valiosas informaciones sobre él. En cambio, se dieron cuenta de que a veces el poder, incluso el del conocimiento, obstaculiza el camino hacia el encuentro con aquel Niño. Entonces la estrella los guió a Belén, una pequeña ciudad; los guió hasta los pobres, hasta los humildes, para encontrar al Rey del mundo. Los criterios de Dios son distintos de los de los hombres. Dios no se manifiesta en el poder de este mundo, sino en la humildad de su amor, un amor que pide a nuestra libertad acogerlo para transformarnos y ser capaces de llegar a Aquel que es el Amor. Pero incluso para nosotros las cosas no son tan diferentes de como lo eran para los Magos. Si se nos pidiera nuestro parecer sobre cómo Dios habría debido salvar al mundo, tal vez responderíamos que habría debido manifestar todo su poder para dar al mundo un sistema económico más justo, en el que cada uno pudiera tener todo lo que quisiera. En realidad, esto sería una especie de violencia contra el hombre, porque lo privaría de elementos fundamentales que lo caracterizan. De hecho, no se verían involucrados ni nuestra libertad ni nuestro amor. El poder de Dios se manifiesta de un modo muy distinto: en Belén, donde encontramos la aparente impotencia de su amor. Y es allí a donde debemos ir y es allí donde encontramos la estrella de Dios.
Así resulta muy claro también un último elemento importante del episodio de los Magos: el lenguaje de la creación nos permite recorrer un buen tramo del camino hacia Dios, pero no nos da la luz definitiva. Al final, para los Magos fue indispensable escuchar la voz de las Sagradas Escrituras: sólo ellas podían indicarles el camino. La Palabra de Dios es la verdadera estrella que, en la incertidumbre de los discursos humanos, nos ofrece el inmenso esplendor de la verdad divina. Queridos hermanos y hermanas, dejémonos guiar por la estrella, que es la Palabra de Dios; sigámosla en nuestra vida, caminando con la Iglesia, donde la Palabra ha plantado su tienda. Nuestro camino estará siempre iluminado por una luz que ningún otro signo puede darnos. Y también nosotros podremos convertirnos en estrellas para los demás, reflejo de la luz que Cristo ha hecho brillar sobre nosotros. Amén.

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