sábado, 12 de enero de 2019

Homilias El Bautismo del Señor

El Bautismo del Señor


(Is 42,1-4.6-7) "No vacilará ni se quebrará hasta que establezca la justicia"
(Hch 10,34-38) "Dios no es aceptador de personas"
(Mc 1,6-11) "Tú eres mi Hijo el amado, en Ti me he complacido"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor (12-I-1997)
--- El bautismo de penitencia de Juan
--- El bautismo libera de la culpa original y perdona los pecados
--- Revelación de la Santísima Trinidad
--- El bautismo de penitencia de Juan
“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19).
La Iglesia celebra hoy el bautismo de Cristo, y también este año tengo la alegría de administrar, en esta circunstancia, el sacramento del bautismo a algunos recién nacidos.
Antes de administrar el sacramento a estos niños recién nacidos quisiera detenerme a reflexionar con vosotros en la palabra de Dios que acabamos de escuchar. El Evangelio de San Marcos, como los demás sinópticos, narra el bautismo de Jesús en el río Jordán. La liturgia de la Epifanía recuerda este acontecimiento, presentándolo en un tríptico que comprende también la adoración de los Magos de Oriente y las bodas de Caná. Cada uno de estos tres momentos de la vida de Jesús de Nazaret constituye una revelación particular de su filiación divina.
Lo que Juan el Bautista confería a orillas del Jordán era un bautismo de penitencia, para la conversión y el perdón de los pecados. Pero anunciaba: “Detrás de mí viene el que puede más que yo (...). Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,7-8). Anunciaba esto a una multitud de penitentes, que se le acercaban confesando sus pecados, arrepentidos y dispuestos a enmendar su vida.
--- El bautismo libera de la culpa original y perdona los pecados
De muy diferente naturaleza es el bautismo que imparte Jesús y que la Iglesia, fiel a su mandato, no deja de administrar. Este bautismo libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata de la esclavitud del mal y marca su renacimiento en el Espíritu Santo; le comunica una nueva vida que es participación de la vida de Dios Padre y que nos ofrece su Hijo unigénito, hecho hombre, muerto y resucitado.
--- Revelación de la Santísima Trinidad
Cuando Jesús sale del agua, el Espíritu Santo desciende sobre él como una paloma y tras abrirse el cielo, desde lo alto se oye la voz del Padre: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,11). Por tanto, el acontecimiento del bautismo de Cristo no es sólo revelación de su filiación divina, sino también, al mismo tiempo, revelación de toda la Santísima Trinidad: el Padre −la voz de lo alto− revela en Jesús al Hijo unigénito consustancial con él, y todo esto se realiza por virtud del Espíritu Santo que bajo la forma de paloma desciende sobre Cristo, el consagrado del Señor.
Los Hechos de los Apóstoles nos hablan del bautismo que el apóstol Pedro administró al centurión Cornelio y a sus familiares. De este modo, Pedro realiza el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). El bautismo con el agua y el Espíritu Santo es el sacramento primero y fundamental de la Iglesia, sacramento de la vida nueva en Cristo.
También estos niños dentro de poco recibirán ese mismo bautismo y se convertirán en miembros vivos de la Iglesia. Serán ungidos con el óleo de los catecúmenos, signo de la suave fortaleza de Cristo, que se les da para luchar contra el mal. El agua bendita que se les derrama es signo de la purificación interior mediante el don del Espíritu Santo, que Jesús nos hizo al morir en la cruz. Después se recibe una segunda y más importante unción con el “crisma”, para indicar que son consagrados a imagen de Jesús, el ungido del Padre. La vela encendida que se les entrega es símbolo de la luz de la fe que los padres y padrinos deberán custodiar y alimentar continuamente con la gracia vivificante del Espíritu.
DP-5 1997
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”. En el Bautismo, que representa nuestro nacimiento a la vida cristiana, cada uno “vuelve a escuchar la voz que un día resonó a orillas del Jordán: Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco (Lc 3,22); y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto. Se cumple así en la historia de cada uno el designio del Padre: a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29)” (Juan Pablo II).
Saboreemos esta verdad al pensar en nuestro Bautismo y procuremos no olvidarla, sobre todo, cuando la vida presente su cara menos simpática. Quien ha creado todo lo que vemos y no vemos, al que adoran millones y millones de ángeles con enorme respeto y una profunda veneración, quien tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa, es mi Padre. Mi Padre. No un ser lejano que vive el margen de mis temores y esperanzas, sino Alguien a quien puedo acudir con la confianza con la que un pequeño acude a su madre o a su padre en sus apuros.
Desde el día de nuestro Bautismo, el Espíritu Santo que descendió también a nuestro corazón va labrando en él la imagen de Jesús. Pero “no como un artista, dice S. Cirilo de Alejandría, que dibujara en nosotros la divina sustancia como si Él fuera ajeno a ella. No es de esta forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios”.
Si somos dóciles a esa acción del Espíritu Santo y que se manifiesta en impulsos de una mayor generosidad con Dios y con quienes nos rodean, en una lucha más seria contra nuestras inclinaciones torcidas, iremos poco a poco pareciéndonos cada vez más a Jesucristo, haciéndonos una sola cosa con Él, sin dejar de ser nosotros mismos, como ese hierro que metido en la fragua va progresivamente llenándose de luz y energía. Nuestra vida se convierte entonces, en cierto sentido, en una prolongación de la vida terrena de Jesús, porque Él vive verdaderamente en nosotros como el fuego en el hierro.
S. Francisco de Sales solía decir que entre Jesucristo y los buenos cristianos no existe más diferencia que la que se da entre una partitura y su interpretación por diversos músicos. La partitura es la misma, pero la interpretación suena con una modalidad distinta, personal; y es el Espíritu Santo quien la dirige contando con las distintas maneras de ser de esos instrumentos que somos nosotros. ¡Qué inmenso valor adquiere entonces todo lo que hacemos: el trabajo, las contrariedades diarias bien llevadas, los pequeños y grandes servicios, el dolor! Sí, Dios se complace en nosotros, porque en cada uno ve la imagen de su Hijo preferido.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica 
«El hijo amado del Padre es el Hijo-siervo»
I. LA PALABRA DE DIOS
Is 42,1-4.6-7: «Mirad a mi siervo a quien prefiero»
Sal 28,1-4.9-10: «El Señor bendice a su pueblo con la paz»
Hch 10,34-38: «Dios ungió a Jesús con la fuerza del Espíritu Santo»
Mt 3,13-17: «Apenas se bautizó Jesús, vio que el Espíritu de Dios bajaba sobre él»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
El «Siervo» es presentado por Isaías como alguien excepcional y desconcertante. Su misión de renovar a Israel, haciendo retornar a los exilados, es presentada por S. Mateo, tan amigo de citar el AT, como el que toma nuestras flaquezas y carga con nuestras enfermedades.
A las comunidades cristianas les preocupaba por qué Cristo se hizo bautizar. La razón de que «cumplamos así todo lo que Dios quiere», parece expresar la plena solidaridad con la humanidad pecadora a la que había venido a salvar. La presentación como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» invita a pensar así. La salvación la llevará a cabo como «siervo paciente de Dios», según Isaías.
III. SITUACIÓN HUMANA
La vida es un reto permanente para el que quiere tomársela en serio. Una cosa es dejar pasar los días y otra vivirlos. El hombre hace fructífera su existencia cuando afronta el afán de cada día.
Hay hombres que entienden su vida como una apuesta en beneficio de los demás, y pueden encontrarse en el camino con quienes han hecho lo mismo que ellos.
Jesús, al comienzo de su vida pública, tiene delante el proyecto salvador del Padre y le va a costar la vida. Pero esa es precisamente la razón de su vivir: «Dar la vida en rescate por muchos».
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– El Bautismo de Jesús: "El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente...anticipa ya el «bautismo» de su muerte sangrienta... por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados. A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo. El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a «posarse» sobre él. De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, «se abrieron los cielos» (Mt 3,16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación" (536).
– El Bautismo en la economía de la salvación: 1224. 1225.
La respuesta
– Por el Bautismo, somos incorporados a la Iglesia y a su misión: "El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12,13)" (1267; cf 1268-1270).
– El Bautismo, remisión de los pecados: 1263. 1264.
El testimonio cristiano
– «Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con él; descendamos con él para ser ascendidos con él; ascendamos con él, para ser glorificados con él (San Gregorio Nacianceno, Or. 40,9)» (537).
– «Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño del agua, el Espíritu Santo desciende sobre nosotros desde lo alto del cielo y que, adoptados por la voz del Padre, llegaremos a ser hijos de Dios (San Hilario, Mat. 2)» (537).
La escena del Jordán, manifestación trinitaria, nos muestra el amor íntimo de Dios revelándose en el Hijo amado a los hombres.
Homilía IV: Homilías pronunciadas por S.S. Benedicto XVI
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
Capilla Sixtina, Domingo 8 de enero de 2012 
Queridos hermanos y hermanas:
Es siempre una alegría celebrar esta santa misa con los bautizos de los niños, en la fiesta del Bautismo del Señor. Os saludo a todos con afecto, queridos padres, padrinos y madrinas, y a todos vosotros, familiares y amigos. Habéis venido —lo habéis dicho en voz alta— para que vuestros hijos recién nacidos reciban el don de la gracia de Dios, la semilla de la vida eterna. Vosotros, los padres, lo habéis querido. Habéis pensado en el bautismo incluso antes de que vuestro niño o vuestra niña fuera dado a luz. Vuestra responsabilidad de padres cristianos os hizo pensar enseguida en el sacramento que marca la entrada en la vida divina, en la comunidad de la Iglesia. Podemos decir que esta ha sido vuestra primera elección educativa como testigos de la fe respecto a vuestros hijos: ¡la elección es fundamental!
La misión de los padres, ayudados por el padrino y la madrina, es educar al hijo o la hija. Educar es comprometedor; a veces es arduo para nuestras capacidades humanas, siempre limitadas. Pero educar se convierte en una maravillosa misión si se la realiza en colaboración con Dios, que es el primer y verdadero educador de cada ser humano.
En la primera lectura que hemos escuchado, tomada del libro del profeta Isaías, Dios se dirige a su pueblo precisamente como un educador. Advierte a los israelitas del peligro de buscar calmar su sed y su hambre en las fuentes equivocadas: «¿Por qué —dice— gastar dinero en lo que no alimenta, y el salario en lo que no da hartura?» (Is 55, 2). Dios quiere darnos cosas buenas para beber y comer, cosas que nos beneficien; mientras que a veces nosotros usamos mal nuestros recursos, los usamos para cosas que no sirven o que, incluso, son nocivas. Dios quiere darnos sobre todo a sí mismo y su Palabra: sabe que, alejándonos de él, muy pronto nos encontraremos en dificultades, como el hijo pródigo de la parábola, y sobre todo perderemos nuestra dignidad humana. Y por esto nos asegura que él es misericordia infinita, que sus pensamientos y sus caminos no son como los nuestros —¡para suerte nuestra!— y que siempre podemos volver a él, a la casa del Padre. Nos asegura, además, que si acogemos su Palabra, esta traerá buenos frutos a nuestra vida, como la lluvia que riega la tierra (cf. Is 55, 10-11).
A esta palabra que el Señor nos ha dirigido mediante el profeta Isaías, hemos respondido con el estribillo del Salmo: «Sacaremos agua con gozo de las fuentes de la salvación». Como personas adultas, nos hemos comprometido a acudir a las fuentes buenas, por nuestro bien y el de aquellos que han sido confiados a nuestra responsabilidad, en especial vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, por el bien de estos niños. ¿Y cuáles son «las fuentes de la salvación»? Son la Palabra de Dios y los sacramentos. Los adultos son los primeros que deben alimentarse de estas fuentes, para poder guiar a los más jóvenes en su crecimiento. Los padres deben dar mucho, pero para poder dar necesitan a su vez recibir; de lo contrario, se vacían, se secan. Los padres no son la fuente, como tampoco nosotros los sacerdotes somos la fuente: somos más bien como canales, a través de los cuales debe pasar la savia vital del amor de Dios. Si nos separamos de la fuente, seremos los primeros en resentirnos negativamente y ya no seremos capaces de educar a otros. Por esto nos hemos comprometido diciendo: «Sacaremos agua con gozo de las fuentes de la salvación».
Pasemos ahora a la segunda lectura y al Evangelio. Nos dicen que la primera y principal educación se da mediante el testimonio. El Evangelio nos habla de Juan el Bautista. Juan fue un gran educador de sus discípulos, porque los condujo al encuentro con Jesús, del cual dio testimonio. No se exaltó a sí mismo, no quiso tener a sus discípulos vinculados a sí mismo. Y sin embargo Juan era un gran profeta, y su fama era muy grande. Cuando llegó Jesús, retrocedió y lo señaló: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo... Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 7-8). El verdadero educador no vincula a las personas a sí, no es posesivo. Quiere que su hijo, o su discípulo, aprenda a conocer la verdad, y entable con ella una relación personal. El educador cumple su deber a fondo, mantiene una presencia atenta y fiel; pero su objetivo es que el educando escuche la voz de la verdad que habla a su corazón y la siga en un camino personal.
Volvamos ahora al testimonio. En la segunda lectura, el apóstol san Juan escribe: «El Espíritu es quien da testimonio» (1 Jn 5, 6). Se refiere al Espíritu Santo, al Espíritu de Dios, que da testimonio de Jesús, atestiguando que es el Cristo, el Hijo de Dios. Esto se ve también en la escena del bautismo en el río Jordán: el Espíritu Santo desciende sobre Jesús como una paloma para revelar que él es el Hijo Unigénito del Padre eterno (cf. Mc 1, 10). También en su Evangelio, san Juan subraya este aspecto, allí donde Jesús dice a los discípulos: «Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (Jn 15, 26-27). Para nosotros esto es confortante en el compromiso de educar en la fe, porque sabemos que no estamos solos y que nuestro testimonio está sostenido por el Espíritu Santo.
Es muy importante para vosotros, padres, y también para los padrinos y las madrinas, creer fuertemente en la presencia y en la acción del Espíritu Santo, invocarlo y acogerlo en vosotros, mediante la oración y los sacramentos. De hecho, es él quien ilumina la mente, caldea el corazón del educador para que sepa transmitir el conocimiento y el amor de Jesús. La oración es la primera condición para educar, porque orando nos ponemos en disposición de dejar a Dios la iniciativa, de confiarle los hijos, a los que conoce antes y mejor que nosotros, y sabe perfectamente cuál es su verdadero bien. Y, al mismo tiempo, cuando oramos nos ponemos a la escucha de las inspiraciones de Dios para hacer bien nuestra parte, que en cualquier caso nos corresponde y debemos realizar. Los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia, nos permiten realizar la acción educativa en unión con Cristo, en comunión con él y renovados continuamente por su perdón. La oración y los sacramentos nos obtienen aquella luz de verdad gracias a la cual podemos ser al mismo tiempo suaves y fuertes, usar dulzura y firmeza, callar y hablar en el momento adecuado, reprender y corregir de modo justo.
Queridos amigos, invoquemos, por tanto, todos juntos al Espíritu Santo para que descienda en abundancia sobre estos niños, los consagre a imagen de Jesucristo y los acompañe siempre en el camino de su vida. Los confiamos a la guía materna de María santísima, para que crezcan en edad, sabiduría y gracia y se conviertan en verdaderos cristianos, testigos fieles y gozosos del amor de Dios. Amén.
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FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR 
Capilla Sixtina, Domingo 10 de enero de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En la fiesta del Bautismo del Señor, también este año tengo la alegría de administrar el sacramento del Bautismo a algunos recién nacidos, cuyos padres presentan a la Iglesia. Bienvenidos, queridos padres y madres de estos niños, padrinos y madrinas, amigos y familiares que los acompañáis. Damos gracias a Dios que hoy llama a estas siete niñas y a estos siete niños a convertirse en sus hijos en Cristo. Los rodeamos con la oración y con el afecto, y los acogemos con alegría en la comunidad cristiana, que desde hoy se transforma también en su familia.
Con la fiesta del Bautismo de Jesús continúa el ciclo de las manifestaciones del Señor, que comenzó en Navidad con el nacimiento del Verbo encarnado en Belén, contemplado por María, José y los pastores en la humildad del pesebre, y que tuvo una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías, a través de los Magos, se manifestó a todos los pueblos. Hoy Jesús se revela, en la orillas del Jordán, a Juan y al pueblo de Israel. Es la primera ocasión en la que, ya hombre maduro, entra en el escenario público, después de haber dejado Nazaret. Lo encontramos junto al Bautista, a quien acude gran número de personas, en una escena insólita. En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas observa ante todo que el pueblo estaba "a la espera" (Lc 3, 15). Así subraya la espera de Israel; en esas personas, que habían dejado sus casas y sus compromisos habituales, percibe el profundo deseo de un mundo diferente y de palabras nuevas, que parecen encontrar respuesta precisamente en las palabras severas, comprometedoras, pero llenas de esperanza, del Precursor. Su bautismo es un bautismo de penitencia, un signo que invita a la conversión, a cambiar de vida, pues se acerca Aquel que "bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3, 16). De hecho, no se puede aspirar a un mundo nuevo permaneciendo sumergidos en el egoísmo y en las costumbres vinculadas al pecado. También Jesús deja su casa y sus ocupaciones habituales para ir al Jordán. Llega en medio de la muchedumbre que está escuchando al Bautista y se pone en la fila, como todos, en espera de ser bautizado. Al verlo acercarse, Juan intuye que en ese Hombre hay algo único, que es el Otro misterioso que esperaba y hacia el que había orientado toda su vida. Comprende que se encuentra ante Alguien más grande que él, y que no es digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias.
En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad extraordinaria, que recuerda la pobreza y la sencillez del Niño recostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los que, al final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, comienza su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz.
Cuando, recogido en oración, tras el bautismo, sale del agua, se abren los cielos. Es el momento esperado por tantos profetas: "Si rompieses los cielos y descendieses", había invocado Isaías (Is 63, 19). En ese momento —parece sugerir san Lucas— esa oración es escuchada. De hecho, "se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo" (Lc 3, 21-22); se escucharon palabras nunca antes oídas: "Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco" (Lc 3, 22). Al salir de las aguas, como afirma san Gregorio Nacianceno, "ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia" (Discurso 39 en el Bautismo del Señor: PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los ángeles llevaron a los pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella guió a los Magos llegados de Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia de su Hijo en el mundo e invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
El alegre anuncio del Evangelio es el eco de esta voz que baja del cielo. Por eso, con razón, san Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe a Tito: "Hijo mío, se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres" (Tt 2, 11). De hecho, el Evangelio es para nosotros gracia que da alegría y sentido a la vida. Esa gracia, sigue diciendo el apóstol san Pablo, "nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad" (v. 12); es decir, nos conduce a una vida más feliz, más hermosa, más solidaria, a una vida según Dios. Podemos decir que también para estos niños hoy se abren los cielos. Recibirán el don de la gracia del Bautismo y el Espíritu Santo habitará en ellos como en un templo, transformando en profundidad su corazón. Desde este momento, la voz del Padre los llamará también a ellos a ser sus hijos en Cristo y, en su familia que es la Iglesia, dará a cada uno de ellos el don sublime de la fe. Este don, ahora que no tienen la posibilidad de comprenderlo plenamente, se depositará en su corazón como una semilla llena de vida, que espera desarrollarse y dar fruto. Hoy son bautizados en la fe de la Iglesia, profesada por sus padres, padrinos y madrinas, y por los cristianos presentes, que después los llevarán de la mano en el seguimiento de Cristo. El rito del Bautismo recuerda con insistencia el tema de la fe ya desde el inicio, cuando el celebrante recuerda a los padres que, al pedir el bautismo para sus hijos, asumen el compromiso de "educarlos en la fe". Esta tarea se exige de manera aún más fuerte a los padres y padrinos en la tercera parte de la celebración, que comienza dirigiéndoles estas palabras: "Tenéis la tarea de educarlos en la fe para que la vida divina que reciben como don sea preservada del pecado y crezca cada día. Por tanto, si en virtud de vuestra fe estáis dispuestos a asumir este compromiso (...), profesad vuestra fe en Jesucristo. Es la fe de la Iglesia, en la que son bautizados vuestros hijos". Estas palabras del rito sugieren que, en cierto sentido, la profesión de fe y la renuncia al pecado de padres, padrinos y madrinas representan la premisa necesaria para que la Iglesia confiera el Bautismo a sus hijos.
Inmediatamente antes de derramar el agua en la cabeza del recién nacido, se alude nuevamente a la fe. El celebrante dirige una última pregunta: "¿Queréis que este niño reciba el Bautismo en la fe de la Iglesia, que todos juntos hemos profesado?". Sólo después de la respuesta afirmativa se administra el sacramento. También en los ritos explicativos —unción con el crisma, entrega del vestido blanco y de la vela encendida, gesto del "effetá"— la fe representa el tema central. "Prestad atención —dice la fórmula que acompaña la entrega de la vela— para que vuestros niños (...) vivan siempre como hijos de la luz; y, perseverando en la fe, salgan al encuentro del Señor que viene"; "Que el Señor Jesús —sigue diciendo el celebrante en el rito del "effetá"— te conceda la gracia de escuchar pronto su palabra y de profesar tu fe, para alabanza y gloria de Dios Padre". Todo concluye, después, con la bendición final, que recuerda una vez más a los padres su compromiso de ser para sus hijos "los primeros testigos de la fe".
Queridos amigos, para estos niños hoy es un gran día. Con el Bautismo, al participar en la muerte y resurrección de Cristo, comienzan con él la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo. La liturgia la presenta como una experiencia de luz. De hecho, al entregar a cada uno la vela encendida en el cirio pascual, la Iglesia afirma: "Recibid la luz de Cristo". El Bautismo ilumina con la luz de Cristo, abre los ojos a su resplandor e introduce en el misterio de Dios a través de la luz divina de la fe. En esta luz los niños que van a ser bautizados tendrán que caminar durante toda la vida, con la ayuda de las palabras y el ejemplo de los padres, de los padrinos y madrinas. Estos tendrán que esforzarse por alimentar con palabras y con el testimonio de su vida las antorchas de la fe de los niños para que pueda resplandecer en este mundo, que con frecuencia camina a tientas en las tinieblas de la duda, y llevar la luz del Evangelio que es vida y esperanza. Sólo así, ya adultos, podrán pronunciar con plena conciencia la fórmula que aparece al final de la profesión de fe de este rito: "Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Y nosotros nos gloriamos de profesarla en Cristo Jesús, nuestro Señor".
También en nuestros días la fe es un don que hay que volver a descubrir, cultivar y testimoniar. Que en esta celebración del Bautismo el Señor nos conceda a todos la gracia de vivir la belleza y la alegría de ser cristianos para que podamos introducir a los niños bautizados en la plenitud de la adhesión a Cristo. Encomendemos a estos pequeños a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos con el vestido blanco, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean durante toda su vida fieles discípulos de Cristo y valientes testigos del Evangelio. Amén.

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