Libro de Ezequiel 37,21-28: Entonces les dirás: Así habla el Señor: Yo voy a tomar a los israelitas de entre las naciones adonde habían ido; los reuniré de todas partes y los llevaré a su propio suelo. Haré de ellos una sola nación en la tierra, en las montañas de Israel, y todos tendrán un solo rey: ya no formarán dos naciones ni estarán más divididos en dos reinos. Ya no volverán a contaminarse con sus ídolos, con sus abominaciones y con todas sus rebeldías. Los salvaré de sus pecados de apostasía y los purificaré: ellos serán mi Pueblo y yo seré su Dios. Mi servidor David reinará sobre ellos y todos ellos tendrán un solo pastor. Observarán mis leyes, cumplirán mis preceptos y los pondrán en práctica. Habitarán en la tierra que di a mi servidor Jacob, donde habitaron sus padres. Allí habitarán para siempre, ellos, sus hijos y sus nietos; y mi servidor David será su príncipe eternamente. Estableceré para ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna. Los instalaré, los multiplicaré y pondré mi Santuario en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos: yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y cuando mi Santuario esté en medio de ellos para siempre, las naciones sabrán que yo soy el Señor, el que santifico a Israel.
Jeremías 31,10-13: ¡Escuchen, naciones, la palabra del Señor, anúncienla en las costas más lejanas! Digan: "El que dispersó a Israel lo reunirá, y lo cuidará como un pastor a su rebaño".
Porque el Señor ha rescatado a Jacob, lo redimió de una mano más fuerte que él.
Llegarán gritando de alegría a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor, hacia el trigo, el vino nuevo y el aceite, hacia las crías de ovejas y de vacas. Sus almas serán como un jardín bien regado y no volverán a desfallecer.
Entonces la joven danzará alegremente, los jóvenes y los viejos se regocijarán; yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su aflicción.
Evangelio según San Juan 11,45-57: Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él. Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación". Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: "Ustedes no comprenden nada. ¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?". No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación, y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos. A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús. Por eso Él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos. Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse. Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: "¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?". Los sumos sacerdotes y los fariseos habían dado orden de que si alguno conocía el lugar donde Él se encontraba, lo hiciera saber para detenerlo.
Comentario: 1. Ez 37, 21-28: En la primera lectura el profeta anuncia la restauración mesiánica de Israel después de los sufrimientos del Exilio. Es la continuidad de la promesa hecha a los patriarcas, a Moisés, a David. Dios establecerá una Alianza nueva y definitiva de paz y de bienestar con su pueblo (Misa dominical 1990). En el evangelio de hoy, Jesús es presentado como el que da su vida «para reunir en la unidad a los hijos de Dios dispersos». El profeta había ya desarrollado ese tema de la «reunión de los dispersados», cuando el exilio en Babilonia. Palabra del Señor: recogeré los hijos de Israel de entre las naciones a las que marcharon... Los congregaré de todas partes. Los hombres aspiran a la unidad. Estar juntos. Estar de acuerdo. Amar y ser amados. Sin embargo, la humanidad siempre ha sido desgarrada, y los conflictos de hoy son, sin duda, más profundos que nunca. Pero la aspiración subsiste como un anhelo de felicidad. ¿Cuál es el hombre que no prefiere la "caricia" al «puñetazo»? ¿Cuál es el niño que no prefiere la paz familiar a la discordia entre sus padres? ¿Cuál es la empresa en la que los trabajadores no preferirían la concordia y solidaridad a la atmósfera de suspicacia y de dominio? Cooperación y diálogo, en vez de rivalidad y blocaje. Dios se presenta como «el que procura la unión». «Voy a congregarlos...» Él mismo es, en sí mismo, un misterio de unidad: Tres constituidos en uno. Dios hizo la humanidad, cada hombre, a su imagen. Evoco en mi memoria los esfuerzos de los hombres para vivir más solidarios unos de los otros, para ayudarse mutuamente, para dialogar. Dios está obrando en ello... Evoco también las situaciones contrarias: racismos, separatismos, conflictos, silencios, no querer dar el primer paso, espíritu partidista, orgullo... Perdón, Señor.
-“No volverán a formar dos naciones, ni volverán a estar divididos en dos reinos”. Piensa el profeta en una situación histórica muy precisa: el cisma entre el Reino de Judá al sur y el Reino de Israel, al norte. Pero tal situación es símbolo de todas las rupturas entre hermanos, entre esposos, entre naciones, entre grupos sociales, entre Iglesias. Hijos del mismo Padre, amados del mismo Dios. Toda ruptura entre hermanos comienza por desgarrar el corazón de Dios. Toda división entre hombres, hechos para entenderse, comienza por ser contraria al proyecto de Dios. Y, para la Iglesia, es un escándalo: "¡que todos sean uno para que el mundo crea!", «os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros.» «Felices los constructores de paz, serán llamados hijos de Dios.»
¿Qué llamada es oída más intensamente por mí a través de esas Palabras de Dios? ¿En qué punto de la humanidad he de ser «constructor de unidad», lazo de unión, elemento de diálogo?
-“Yo seré su Dios... y ellos serán mi pueblo... Y las naciones sabrán que yo soy el Señor, el que santifica a Israel”. La reputación de Dios está comprometida con el testimonio de unidad que da, o que no da, una «comunidad cristiana». La desunión de los cristianos, el rechazo del diálogo y de la búsqueda en común... impiden reconocer a Dios. Las «naciones no sabrán que Él es el Señor» si no se hace ese esfuerzo de unidad (Noel Quesson).
La lectura del profeta parece más un pregón de fiesta que una página propia de la Cuaresma. Y es que la Pascua, aunque es seria, porque pasa por la muerte, es un anuncio de vida: para Jesús hace dos mil años y para la Iglesia y para cada uno de nosotros ahora. Dios nos tiene destinados a la vida y a la fiesta. Los que no sólo oímos a Ezequiel o Jeremías, sino que conocemos ya a Cristo Jesús, tenemos todavía más razones para mirar con optimismo esta primavera de la Pascua que Dios nos concede. Porque es más importante lo que Él quiere hacer que lo que nosotros hayamos podido realizar a lo largo de la Cuaresma. La Pascua de Jesús tiene una finalidad: Dios quiere, también este año, restañar nuestras heridas, desterrar nuestras tristezas y depresiones, perdonar nuestras faltas, corregir nuestras divisiones. ¿Estamos dispuestos a una Pascua así? En nuestra vida personal y en la comunitaria, ¿nos damos cuenta de que es Dios quien quiere «celebrar» una Pascua plena en nosotros, poniendo en marcha de nuevo su energía salvadora, por la que resucitó a Jesús del sepulcro y nos quiere resucitar a nosotros? ¿Se notará que le hemos dejado restañar heridas y unificar a los separados y perdonar a los arrepentidos y llenar de vida lo que estaba árido y raquítico? «Tú concedes a tu pueblo, en los días de Cuaresma, gracias más abundantes» (oración; J. Aldazábal). Y en la Postcomunión añadiremos: «Humildemente te pedimos, Señor, que así como nos alimentas con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, nos des también parte en su naturaleza divina»…
Purificación, pactar una alianza eterna... Todo ello se realiza en Cristo, verdadera presencia de Dios en su pueblo. Todo es nuevo y eterno en Cristo, lo que muestra su trascendencia mesiánica. Los judíos no lo ven. No quieren verlo. De momento tampoco lo ven los Apóstoles. Lo verán más tarde. San Teófilo de Antioquía dice: «Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen bañados de tinieblas y no pueden ver la luz del sol». Y San Agustín: «Que tus obras tengan por fundamento la fe, porque creyendo en Dios, te harás fiel». Mientras tanto, cuidemos el sentido cuaresmal que los profetas nos recuerdan de conversión de nuestros corazones, ayuno, estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Él espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar “servir a dos señores” y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado, como señalaba Juan Pablo II: “El cristiano, llamado por la Iglesia a la oración, a la penitencia y al ayuno, al despojarse interior y exteriormente de sí mismo, se sitúa ante Dios, reconociéndose tal como realmente es, se redescubre”. Se trata, por tanto, de un tiempo de verdad profunda, verdad que convierte, infunde de nuevo esperanza, y, poniendo todo en su debido sitio, reconcilia y mueve al optimismo, no queremos perder la ocasión (Bar 3,2 dice: “enmendémonos y mejoremos en aquello en que por ignorancia hemos faltado; no sea que, sorprendidos por el día de la muerte, busquemos tiempo para la penitencia, y no podamos encontrarlo”), y aunque Dios es bueno y tiene siempre para nosotros lo que llamaríamos “un plan B”, es bueno que reaccionemos cuando valoramos que no fuimos fieles, como David al proclamar aquel “contra Ti solo he pecado; y he cometido la maldad delante de tus ojos. Mira, pues, que fui concebido en iniquidad, y que mi madre me concibió en pecado” (Salmo 50) que le llevó a una gran correspondencia. Al notar la fuerza de Dios: “Ecce nunc dies salutis! –¡He aquí el día de la salvación!” vamos a responder al Señor, como nos animaba san Josemaría: “Estoy decidido a que no pase este tiempo de Cuaresma como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro. Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como Él desea ser querido”. Cuaresma que ahora nos pone delante de estas preguntas fundamentales: ¿avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión? “El cristianismo no es camino cómodo: no basta estar en la Iglesia y dejar que pasen los años”. Procuremos aguzar el ingenio –el amor es agudo- para descubrir que nuestro Padre del Cielo –que tiene como propio perdonar y tener misericordia- está siempre esperándonos pues desea perdonar cualquier ofensa para ofrecernos su casa, está feliz cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, se siente realizado cuando el hijo se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia. San León Magno nos anima a descubrir nuestro mejor yo en ese amor que Dios nos ha puesto, esas semillas divinas, así decía: “Que cada uno de los fieles se examine, pues, a sí mismo, esforzándose en discernir sus más íntimos afectos”.
Y de ahí saldrán propósitos de más sacrificio pues el amor se muestra ahí, en cosas pequeñas, y ahí también se estropea, con la rutina y dejadez… “Hemos de convencernos de que el mayor enemigo de la roca no es el pico o el hacha, ni el golpe de cualquier otro instrumento, por contundente que sea: es esa agua menuda, que se mete gota a gota, entre las grietas de la peña, hasta arruinar su estructura. El peligro más fuerte para el cristiano es desperdiciar la pelea en esas escaramuzas sobrenaturales, que calan poco a poco en el alma, hasta volverla blanda, quebradiza e indiferente, insensible a las voces de Dios” (san Josemaría); esto significa hacer la voluntad de Dios y no la nuestra, como indica San Juan de la Cruz: “quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará”; hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas, una conciencia despierta, sensibilidad que no esté atrofiada por la rutina o el atolondramiento frívolo (que pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas, señalaba san Josemaría). La llamada que recibimos se inserta en Cristo, a la salvación no sólo de un grupo, un pueblo, sino de la humanidad entera, de todos los tiempos y lugares. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, ha venido para reunir a todos los hijos de Dios que había dispersado el pecado. Dios ha levantado su templo en nuestros corazones. Él es nuestro único Pastor y Rey, que nos une no sólo como a su Pueblo Santo, sino que nos reconoce como a hijos suyos por nuestra unión a su Hijo único. En la historia, que arranca de Cristo y jalona hasta la Parusía, la Iglesia es el Sacramento de Salvación y de unidad para toda la humanidad, pues por medio de ella el Señor continúa su obra salvadora en el mundo y su historia. Dios nos quiere a todos fraternalmente unidos en torno a Él, reconocido como Padre nuestro. Nosotros no debemos romper más esa unidad, sino que hemos de trabajar para que el Reino de amor, de santidad, de justicia y de paz se vaya haciendo realidad ya desde ahora entre nosotros.
2. –Jer. 31, 10-13 Dios se conmueve ante el grito de sus hijos, que claman ante Él después de haber sido despojados de su tierra y llevados al destierro. Dios jamás da marcha atrás en su amor por los suyos. A pesar de los grandes pecados de su pueblo, el Señor lo sigue amando y mimando como a un niño sumamente querido. Por eso levanta el castigo de su pueblo y, entre gritos de júbilo y ante la admiración de todos los pueblos, lo hace volver a la posesión de la tierra que prometió, con juramento, dar a sus antiguos padres y a su descendencia. Dios, por medio de su Hijo nos ha manifestado su amor hasta el extremo. Él quiere perdonarnos porque nos ama; y por ese amor que nos tiene, nos ha elevado a la dignidad de hijos suyos haciéndonos partícipes de su vida y de su Espíritu, para que seamos capaces de escuchar su Palabra y de ponerla en práctica, de tal forma que, reconocidos como sus hijos, podamos, finalmente estar con Él para siempre. Alabemos y glorifiquemos al Señor por su misericordia y por el amor que nos tiene. El canto de Jeremías 31,10-13 es un anuncio de libertad y de unidad para el pueblo de Dios disgregado en Babilonia: Dios dará la libertad a Israel. Si antes del cautiverio el pueblo de Dios conoció la división en dos reinos, ahora, el que dispersó a Israel lo reunirá. Fue el pecado y la infidelidad lo que dividió al pueblo de Israel, lo que disgregó ya en los días de Babel a la humanidad entera. Pero Dios reunirá definitivamente a su pueblo. Así lo ha prometido por los profetas y con ese fin envió a su Hijo Unigénito: «Escuchad, pueblos, la palabra del Señor, anunciadla en las islas remotas; El que dispersó a Israel lo reunirá, lo guardará como pastor a su rebaño. Porque el Señor redimió a Jacob, lo rescató de una mano más fuerte. Vendrán con aclamaciones a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor». “El mundo tiene corazón de lobo / y es el rencor su garra y su cadena. / Doble fulgor de aullidos y clamores / llena su historia: páginas inmensas / de destrucción, de muerte, de congoja: / negra nube que azota las alas de la tierra / y no la deja levantar el vuelo / hacia tu amor, hacia tu luz serena. / Esta es la dura suerte del hombre, sus afanes. / Lo sabes bien, Jesús, por experiencia. / Y mandas sin cesar, heroicamente, / entre lobos, las tímidas ovejas. / Si es éste siempre, mi Señor, tu modo / de proceder, hazme paloma, sella / en dulce paz mi corazón. No existe / otra razón de gloria en esta tierra / más que el amor sencillamente puro / que opone al mal pasiva resistencia. / Dame, Señor, un alma de cordero / como la tuya. Frena / en lo más hondo de mi ser el lobo, / impaciente y feroz, / y extingue su violencia” (Jesús Bermejo).
3. Jn. 11, 45-56. «Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos». Hoy, de camino hacia Jerusalén, Jesús se sabe perseguido, vigilado, sentenciado, porque cuanto más grande y novedosa ha sido su revelación - “el anuncio del Reino”- más amplia y más clara ha sido la división y la oposición que ha encontrado en los oyentes (cf. Jn 11,45-46). Las palabras negativas de Caifás, «os conviene que muera uno sólo por el pueblo y no perezca toda la nación» (Jn 11,50), Jesús las asumirá positivamente en la redención obrada por nosotros. Jesús, el Hijo Unigénito de Dios, ¡en la Cruz muere por amor a todos! Muere para hacer realidad el plan del Padre, es decir, «reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). ¡Y ésta es la maravilla y la creatividad de nuestro Dios! Caifás, con su sentencia («Os conviene que muera uno solo...») no hace más que, por odio, eliminar a un idealista; en cambio, Dios Padre, enviando a su Hijo por amor hacia nosotros, hace algo maravilloso: convertir aquella sentencia malévola en una obra de amor redentora, porque para Dios Padre, ¡cada hombre vale toda la sangre derramada por Jesucristo! De aquí a una semana cantaremos “en solemne vigilia” el Pregón pascual. A través de esta maravillosa oración, la Iglesia hace alabanza del pecado original. Y no lo hace porque desconozca su gravedad, sino porque Dios “en su bondad infinita” ha obrado proezas como respuesta al pecado del hombre. Es decir, ante el “disgusto original”, Él ha respondido con la Encarnación, con la inmolación personal y con la institución de la Eucaristía. Por esto, la liturgia cantará el próximo sábado: «¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Oh feliz culpa que mereció tal Redentor!». Ojalá que nuestras sentencias, palabras y acciones no sean impedimentos para la evangelización, ya que de Cristo recibimos el encargo, también nosotros, de reunir los hijos de Dios dispersos: «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt 28,19; Xavier Romero Galdeano).
Conviene que muera uno sólo por el pueblo y no perezca toda la nación. He aquí la frase que envuelve el misterio de la cruz de Cristo, el misterio de nuestra salvación. Caifás presentaba con esta profecía al nuevo Cordero de la Pascua, Aquel que quitaría el pecado del mundo. Jesucristo ya había dicho que daría su vida en rescate por muchos, y por ello probó el sufrimiento para alcanzarnos la salvación. Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación (Hebr). Jesús nos ha dejado su cruz, para que ante la pena podamos alzar la vista ante ella y arrostrar las dificultades, elevar una mirada de fe y balbucear “hágase tu voluntad, Padre”. La cruz no sólo se presenta en la sangre fecunda que derraman los mártires, sino cuando viene un dolor físico, moral, espiritual... Y así como hay ejemplos de grandes mártires que abrazaron la cruz de Cristo, hay tantos cristianos que se clavan en su dolor viendo el rostro de Cristo, viendo su mano amorosa que viene a modelarlos y fraguar su amor con el dolor. Ven a Aquél que dio su vida por muchos. Pero también puede suceder que en algunos corazones se siembre la actitud de los fariseos que era la tortura de no reconocer a Cristo como su Redentor ¿Por qué tenía que morir el Mesías? ¡Si eres el Mesías, baja de esa cruz!, aún hay signo de rebeldía, es paradoja, hay quien la acepta y quien la rechaza... El Card. Nguyen van Thuan decía: “Mira la cruz y encontrarás la solución a todos los problemas que te preocupan” Los mártires le han mirado a Él... (Marco Antonio Lome).
Nos encontramos a las puertas de la Semana Santa. Como se suele decir, el tiempo ha pasado “volando”. Durante estas semanas nos hemos ido situando frente a ese misterio central de nuestra fe, que dará comienzo con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Resultan, por otra parte, alentadoras y firmes las palabras del profeta Ezequiel que nos brinda la lectura de hoy: “Caminarán según mis mandatos y cumplirán mis preceptos, poniéndolos por obra”. Sin embargo, si hemos de ser sinceros, y a la vista de las antífonas de las misas de todos estos días de Cuaresma, en donde se nos ha invitado a la conversión, a la penitencia, a la penitencia… y a más penitencia, nos hemos de preguntar: ¿en qué ha consistido esa reparación, sacrificio o desagravio diario? Y no vale aquí decir que “¡bastante penitencia tenemos con lo que nos ‘cae’ cada día por culpa de los demás”. La penitencia a la que me invita la Iglesia no es otra sino aquélla a la que positivamente contribuyo con mi mortificación personal. ¿Cosas del medioevo?… Ríete de las penitencias que realizaban nuestros antepasados, comparadas con las que nos “presta” esta modernidad contemporánea nuestra (regímenes alimenticios, horas extraordinarias, entrenamientos deportivos, “puestas a punto” de actrices, cirugías estéticas…). Sería bueno recordar, por otra parte, que la penitencia para el cristiano es la manera más eficaz de ejercitar el deporte que necesita nuestra alma. ¡Mirad esos rostros cansinos y tristes!, no son otra cosa sino el fruto de haber olvidado la gimnasia que hemos de realizar en nuestro interior. Y lo realmente gratificante, es que esas pequeñas negaciones a nosotros mismos, se transforman en afirmaciones al amor y a la libertad. El “señorío” humano, de esta manera, es capaz de romper las cadenas de la esclavitud y de la muerte, volviendo el rostro, sereno y paciente, ante la contradicción, la contrariedad y el sufrimiento.
“Y aquel día decidieron darle muerte”. ¡“Pobrecitos” aquellos que piensan que tienen en sus manos el destino de Dios! Cristo entregará su vida cuando vea llegada la hora y, desde luego, que no se ahorrará ninguna penitencia… quizás veamos en su Pasión las huellas de aquellos momentos que, tú y yo, renunciamos a padecer. En cambio, para el cristiano que vive con fidelidad su penitencia, ese “destino” del que tanto habla el mundo, se transforma en abundante Providencia divina. Se escandalizaba el Sanedrín por la cantidad de milagros que hacía Jesús y, sin embargo, eso no les valió para su conversión, sino para incrementar su odio… ¿Aún eres capaz de decirle a Dios que si realizara un signo en tu vida (ese “milagrito” que tanto ansías), sólo entonces cambiarías? El único milagro que da frutos es el de la generosidad de nuestra penitencia, porque entonces se manifiestan las obras de Dios, y no los caprichos de los hombres.
“Se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos”. El Señor se reúne con sus íntimos en vísperas de lo que ha de acontecer. La oración, es la antesala de la penitencia, y ésta la mesa del sacrificio. Pero Jesús, además de acompañarse de sus discípulos, cuenta contigo y conmigo, y en ese altar de la Eucaristía se encuentra toda la humanidad, esperando, una vez más, la pequeña penitencia que hoy hayamos podido realizar. Sólo así, ganaremos almas para Dios (Archidiócesis Madrid).
La cercanía a la Semana Santa va haciendo que la Iglesia nos vaya presentando a Jesucristo en contraposición con sus enemigos. En el Evangelio de hoy se nos presenta la auténtica razón, la razón profunda que lleva a los enemigos de Cristo a buscar su muerte. Esta razón es que Cristo se presenta ante los judíos como el Enviado, el Hijo de Dios. Este conflicto permanente entre los dirigentes judíos y nuestro Señor, se convierte también para nosotros en una interrogación, para ver si somos o no capaces de corresponder a la llamada que Cristo hace a nuestra vida. Cristo llega a nosotros, y llega exigiendo su verdad; queriendo mostrarnos la verdad y exigiéndonos que nos comportemos con Él como corresponde a la verdad. La verdad de Cristo es su dignidad, y nosotros tenemos que reflexionar si estamos aceptando o no esta dignidad de nuestro Señor. Tenemos que llegar a reflexionar si en nuestra vida estamos realizando, acogiendo, teniendo o no, esta verdad de nuestro Señor. Cristo es el que nos muestra, por encima de todo, el camino de la verdad. Cristo es el que, por encima de todo, exige de los cristianos, de los que queremos seguirle, de los que hemos sido redimidos por su sangre, el camino de la verdad. Nuestro comportamiento hacia Cristo tiene que respetar esa exigencia del Señor; no podemos tergiversar a Cristo. No podemos modificar a Cristo según nuestros criterios, según nuestros juicios. Tenemos necesariamente que aceptar a Cristo. Pero, a la alternativa de aceptar a Cristo, se presenta otra alternativa —la que tomaron los judíos—: recoger piedras para arrojárselas. O aceptamos a Cristo, o ejecutamos a Cristo. O aceptamos a Cristo en nuestra vida tal y como Él es en la verdad, o estamos ejecutando a Cristo. Esto podría ser para nosotros una especie de reticencia, de miedo de no abrirnos totalmente a nuestro Señor Jesucristo, porque sabemos que Él nos va a reclamar la verdad completa. Jesucristo no va a reclamar verdades a medias, ni entregas a medias, ni donaciones a medias, porque Jesucristo no nos va a reclamar amores a medias. Jesucristo nos va a reclamar el amor completo, que no es otra cosa sino el aceptar el camino concreto que el Señor ha trazado en nuestra vida. Cada uno tiene el suyo, pero cada uno puede ser infiel al suyo. Solamente el que es fiel a Cristo tiene en su posesión, tiene en su alma la garantía de la vida verdadera, porque tiene la garantía de la Verdad. “El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre”. Nosotros constantemente deberíamos entrar en nuestro interior para revisar qué aspectos de mentira, o qué aspectos de muerte estamos dejando entrar en nuestro corazón a través de nuestro egoísmo, de nuestras reticencias, de nuestro cálculo; a través de nuestra entrega a medias a la vocación a la cual el Señor nos ha llamado. Porque solamente cuando somos capaces de reconocer esto, estamos en la Verdad. Debemos comenzar a caminar en un camino que nos saque de la mentira y de la falsedad en la que podemos estar viviendo. Una falsedad que puede ser incluso, a veces, el ropaje que nos reviste constantemente y, por lo tanto, nos hemos convencido de que esa falsedad es la verdad. Porque sólo cuando permitimos que Cristo toque el corazón, que Cristo llegue a nuestra alma y nos diga por dónde tenemos que ir, es cuando todas nuestras reticencias de tipo psicológico, todos nuestros miedos de tipo sentimental, todas nuestras debilidades y cálculos desaparecen. Cuando dejamos que la Verdad, que es Cristo, toque el corazón, todas las debilidades exteriores —debilidades en las personas, debilidades en las situaciones, debilidades en las instituciones—, y que nosotros tomamos como excusas para no entregar nuestro corazón a Dios, caen por tierra. Nos podemos acomodar muchas cosas, muchas situaciones, muchas personas; pero a Cristo no nos lo podemos acomodar. Cristo se nos da auténtico, o simplemente no se nos da. “Se ocultó y salió de entre ellos”. En el momento en que los judíos se dieron cuenta de que no podían acomodarse a Cristo, que tenían que ser ellos los que tenían que acomodarse al Señor, toman la decisión de matarlo. A veces en el alma puede suceder algo semejante: tomamos la decisión de eliminar a Cristo, porque no nos convence el modo con el que Él nos está guiando. Y la pregunta que nace en nuestra alma es la misma que le hacen los judíos: “¿Quién pretendes ser?”. Y Cristo siempre responde: “Yo soy el Hijo de Dios”. Sin embargo, Cristo podría devolvernos esa pregunta: ¿Y tú quién pretendes ser? ¿Quién pretendes ser, que no aceptas plenamente mi amor en tu corazón? ¿Quién pretendes ser, que calculas una y otra vez la entrega de tu corazón a tu vocación cristiana en tu familia, en la sociedad? ¿Por qué no terminar de entregarnos? ¿Por qué estar siempre con la piedra en la mano para que cuando el Señor no me convenza pueda tirársela? Cristo, ante nuestro reclamo, siempre nos va a responder igual: con su entrega total, con su promesa total, con su fidelidad total. Las ceremonias que la Iglesia nos va a ofrecer esta Semana Santa no pueden ser simplemente momentos de ir a Misa, momentos de rezar un poco más o momentos de dedicar un tiempo más grande a la oración. La Semana Santa es un encuentro con el misterio de un Cristo que se ofrece por nosotros para decirnos Quién es. El encuentro, la presencia de Cristo que se me da totalmente en la cruz y que se muestra victorioso en la resurrección, tenemos que realizarla en nuestro interior. Tenemos que enfrentarnos cara a cara con Él. Es muy serio y muy exigente el camino del Señor, pero no podemos ser reticentes ante este camino, no podemos ir con mediocridad en este camino. Siempre podremos escondernos, pero en nuestro corazón, si somos sinceros, si somos auténticos, siempre quedará la certeza de que ante Cristo, nos escondimos. Que no fuiste fiel ante la verdad de Cristo, que no fuiste fiel a tu compromiso de oración, que no fuiste fiel en tu compromiso de entrega en el apostolado, que no fuiste fiel, sobre todo, en ese corazón que se abre plenamente al Señor y que no deja nada sin darle a Él. Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a dar totalmente. Cada Eucaristía es el signo de la fidelidad de la promesa de Dios: “Yo estaré contigo todos los días hasta el fin del mundo”. Dios no se olvida de sus promesas. Y cuando vemos a un Dios que se entrega de esta manera, no nos queda otro camino sino buscarlo sin descanso. Buscarlo sin descanso a través de la oración y, sobre todo, a través de la voluntad, que una vez que se ha optado por Dios nuestro Señor, así se mueva la tierra, no se altera, no varía; así no entienda qué es lo que está pasando ni sepa por dónde le está llevando el Señor, no cambia. Dios promete, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento, nos mantengamos fieles a la palabra dada pase lo que pase. Romper esto es romper la verdad y la fidelidad de nuestra entrega a Cristo. Que la Eucaristía abra en nuestro corazón una opción decidida por nuestro Señor. Una opción decidida por vivir el camino que Él nos pone delante, con una gran fidelidad, con un gran amor, con una gran gratitud ante un Dios que por mí se hace hombre; ante un Dios que tolera el que yo muchas veces haya podido tener una piedra en la mano y me haya permitido, incluso, intentar arrojársela. Y sobre todo, una gratitud profunda porque permitió que mi vida, una vez más, lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar, consciente de que el Señor nunca olvida sus promesas.
"He aquí mi Cuerpo entregado. He aquí mi Sangre derramada". Jesús se da para enrolar en su movimiento de amor a toda la humanidad. "Humildemente, te suplicamos que, participando al Cuerpo y a la Sangre de Cristo, seamos reunidos en un solo cuerpo". La fraternidad universal de la familia humana -familia de Dios- es un don del Padre, que la sangre de Jesús nos ha merecido. La humanidad desgarrada de hoy tiene siempre la misma necesidad de sacrificio. Racismos. Oposiciones. Luchas y violencia. La humanidad es un gran cuerpo descuartizado. Cristo ha dado su vida para que, en Él, la humanidad llegue a ser un Cuerpo único. ¿Y yo? ¿Trabajo en esa gran obra de Dios?
Dentro de una semana estaremos ya en el corazón de la Pascua: estaremos meditando junto al sepulcro de Jesús.
Pero el sepulcro no es la última palabra. Hoy el profeta nos pregona el programa de Dios, que es todo salvación y alegría:
- Dios quiere restaurar a su pueblo haciéndole volver del destierro,
- quiere unificar a los dos pueblos (Norte y Sur, Israel y Judá) en uno solo: como cuando reinaban David y Salomón,
- lo purificará y le perdonará sus faltas,
- les enviará un pastor único, un buen pastor, para que los conduzca por los caminos que Dios quiere,
- les hará vivir en la tierra prometida,
- sellará de nuevo con ellos su alianza de paz
- y pondrá su morada en medio de ellos.
¿Cabe un proyecto mejor?
Es también lo que dice Jeremías, haciendo eco a Ezequiel, en el pasaje que nos sirve de canto de meditación: «el Señor nos guardará como pastor a su rebaño... el que dispersó a Israel lo reunirá... convertiré su tristeza en gozo».
El desenlace del drama ya se acerca. Se ha reunido el Sanedrín. Asustados por el eco que ha tenido la resurrección de Lázaro, deliberan sobre lo que han de hacer para deshacerse de Jesús.
Caifás acierta sin saberlo con el sentido que va a tener la muerte de Jesús: «iba a morir, no sólo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios dispersos». Así se cumplía plenamente lo que anunciaban los profetas sobre la reunificación de los pueblos. La Pascua de Cristo va a ser salvadora para toda la humanidad.
Jesús debía morir para reunir a los hijos de Dios dispersos. La resurrección de Lázaro acrecienta el número de los que creen en Jesús, pero provoca la conjura de los sacerdotes y fariseos contra Él. El Sumo Sacerdote, sin caer en la cuenta, profetiza la muerte de Jesús por el pueblo y esto será el signo de la reunión de los hijos de Dios dispersos por el mundo. Comenta San Agustín: «También por boca de hombres malos el espíritu de profecía predice las cosas futuras, lo cual, sin embargo, el evangelista lo atribuye al divino ministerio que como pontífice ejercía... Caifás sólo profetizó acerca del pueblo judío, donde estaban las ovejas de las cuales dijo el Señor: No he venido sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel. Pero el evangelista sabía que había otras ovejas que no pertenecían a este redil, a las cuales convenía atraer, para que hubiese un solo redil y un solo pastor. Todas estas cosas han sido dichas según la predestinación, porque entonces los que aún no habían creído no eran ovejas suyas ni hijos de Dios». A pesar de tantos signos, muchos prefirieron las tinieblas a la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo: Cristo Jesús. Él vino para salvar, no sólo a la nación judía, sino a toda la humanidad; vino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así, unidos a Cristo, formamos con Él un sólo Cuerpo y un sólo Espíritu. Nadie puede llegar a ser hijo de Dios, sino sólo en Cristo Jesús. A Jesús se le condena para evitar que continúe haciendo señales milagrosas y que la gente se vaya tras Él. Pero quien no tome su cruz y vaya tras las huellas de Cristo no podrá dirigirse al Padre, para estar con Él eternamente, pues sin Cristo nada podemos hacer; Él es el único Camino, Verdad y Vida, y nadie va al Padre sino por Él. Aquel que es la vida nos ha dado vida a nosotros por medio de su muerte. Él no ha muerto inútilmente. Él, levantado en alto, ha atraído a la humanidad entera hacia Él para llenarla de su Amor, de su Paz, de su Luz, de su Vida. Quien hace suya la Redención de Cristo, lleno de su Ser Divino, debe irradiar ante el mundo toda la Verdad del mismo Cristo. No podemos venir a la Eucaristía para después retirarnos igual que vinimos. Llegamos ante el Señor para convertirnos nosotros mismos en una ofrenda que se consagra a Dios y que recibe de Él, no sólo su vida, sino la Misión de continuar su obra de salvación en el mundo. La Eucaristía nos hace entrar en comunión de vida con el Señor y nos compromete a ser sus testigos, siendo luz y no tinieblas, para nuestros hermanos. Dios quiera que su Iglesia sea realmente un signo de Verdad y de Amor para la humanidad de todos los tiempos y lugares. Sólo entonces también nosotros seremos un signo de la Pascua de Cristo para todos. Nosotros estamos llamados a hacer el bien a todos. No podemos ocultar la Luz que Dios mismo ha encendido en nosotros. A pesar de que seamos criticados, perseguidos o amenazados de muerte, no podemos, cobardemente, dejar de dar testimonio de nuestro ser de hijos de Dios. Es verdad que debemos ser prudentes, pero la prudencia no puede confundirse con la cobardía; y el no ser cobardes no puede confundirse con lo temerario. Dios sabe el día y la hora en que deberemos partir de este mundo hacia Él. Mientras llega esa hora seamos testigos de la verdad. Amemos y hagamos el bien a todos. Trabajemos constantemente para que quienes viven adormilados, o muertos a causa de sus pecados, vuelvan a la luz y, libres de sus ataduras, inicien un camino nuevo en la Vida según el Espíritu de Dios. Nosotros hemos de ser los primeros en ir por este nuevo camino, pues no podemos convertirnos en sólo predicadores del Evangelio; hemos de ser testigos de la vida nueva que Dios ha infundido en nosotros. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de que este tiempo Pascual, que estamos por celebrar, sea realmente para nosotros un tiempo especial de gracia, para que, vueltos de nuestros pecados, podamos participar de la Vida que Dios nos ofrece en Cristo Jesús, y podamos, así, convertirnos en luz que ilumine el camino de la humanidad hacia la unión plena con Dios. Amén (www.homiliacatolica.com)
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