domingo, 25 de marzo de 2012

Domingo de la 5ª semana de Cuaresma (B): Jesús anuncia que su muerte es causa de salvación, y también nuestros sufrimientos unidos a su Cruz

Domingo de la 5ª semana de Cuaresma (B): Jesús anuncia que su muerte es causa de salvación, y también nuestros sufrimientos unidos a su Cruz

Lectura del Profeta Jeremías 31, 31-34: Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la que hice con vuestros padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: Ellos, aunque yo era su Señor, quebrantaron mi alianza -oráculo del Señor-. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días -oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: Reconoce al Señor. Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande-oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes, y no recuerde sus pecados.

Salmo 50, 3-4. 12-13. 14-15. 18-19: R/. Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad; / por tu inmensa compasión borra mi culpa, / lava del todo mi delito, / limpia mi pecado.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, / renuévame por dentro con espíritu firme; / no me arrojes lejos de tu rostro, / no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, / afiánzame con espíritu generoso. / Enseñaré a los malvados tus caminos, / los pecadores volverán a ti.
Los sacrificios no te satisfacen, / si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, / un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias.

Carta a los Hebreos 5, 7-9: Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.

Lectura del santo Evangelio según San Juan 12, 20-33: En aquel tiempo entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: -Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: -Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del cielo: -Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: -Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

Comentario: 1. Jr 31, 31-34:
Este trozo del llamado "Libro de la Consolación" de Jeremías (cap. 30-33) es un canto de esperanza. El pueblo de Israel no es fiel a sus promesas con Dios. La verdadera raíz de la amistad, de la fidelidad... no radica en promesas hechas con la boca solamente sino que nace del interior humano (=tablilla del corazón: cfr. 2, 21; 17,1). La alianza no puede consistir en el cumplimiento de una serie de leyes sino que exige una relación entre las partes sincera, nacida del interior. Por eso la novedad de esta alianza consiste en la interiorización del compromiso, en la vivencia de una religión personal, interior, por todos y cada uno de los miembros de la comunidad. El pecado humano es siempre el gran obstáculo que impide la unión con el Señor, pero el perdón va a ser el fundamento y base del nuevo pacto (Dios lava la mancha: 2, 22 y crea un corazón y espíritus nuevos: Ez. 18, 31; 36,26). Esto no quiere decir que el pueblo de ahora en adelante sea inmune a la caída, no; pero el pacto de la venganza ha dejado paso al pacto de la misericordia divina. En la Última Cena, Jesús repite estas palabras de Jeremías para indicarnos que nos hallamos ante la última y plena alianza (Lc. 22, 20; I Cor. 11, 25). Y este nuevo pacto nunca podrá ser roto por la infidelidad humana porque el Señor siempre permanece fiel y nos perdona. Lo único que nos exige es la conversión (A. Gil Modrego). La antigua alianza ha sido un fracaso y ahora se trata de alcanzar el mismo objetivo por otro camino: No se escribirá la Ley en tablas de piedra sino en el corazón (2 Cor 3,3). Cada uno, bajo la influencia de la gracia de Dios, conocerá rectamente las exigencias de su Ley (cfr. Is 54, 23; Jn 6, 45). Todos, desde el pequeño al grande, conocerán al Señor, esto es, lo reconocerán como a tal Señor y cumplirán lo que Él manda (22, 16; Os 4, 1;5,4; 6,6). Esta interiorización de alianza con todo el pueblo, sitúa al individuo en relación inmediata con Dios y da origen a una comunidad espiritual; de manera que, superando los vínculos de la sangre y las fronteras nacionales será posible a la vez el individualismo y el universalismo religioso característico de los tiempos venideros a partir del exilio en Babilonia. Con todo, este ideal se cumpliría únicamente por Cristo, el mediador de la nueva alianza (Lc 22, 20; Heb 8, 6-13). Entonces ya no será necesaria la intervención de aquellos profetas que tuvieron tan poco éxito con sus amonestaciones (5, 4s). Pero esta alianza nueva, escrita en el corazón, sólo será posible si el mismo Dios purifica antes los corazones y perdona el pecado que en ellos está grabado (17, 1). La profecía de Jeremías adquiere todo su significado en la situación crítica en la que fue pronunciada. Recordemos que eran tiempos de ruina nacional, en los que el templo con todos sus símbolos se vino abajo (“Eucaristía 1988”).
Dice la Plegaria eucarística IV: "Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación". Eso es lo que expresa el fragmento del profeta Jeremías que leemos hoy como primera lectura. Todas las alianzas históricas que Dios ha ido pactando con los hombres y, de manera especial, con el pueblo de Israel, iban orientadas a establecer, en la plenitud de los tiempos, una "nueva Alianza", no escrita en tablas de piedra, sino "escrita en los corazones". Esta interiorización y universalización de la Alianza y de la Ley ha sido posible gracias a la obra de Cristo: "Y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo". La salvación traída por Cristo posibilita que cada hombre y cada mujer pueda establecer una relación personal con Dios hecha de perdón por parte de Dios ("y no recuerde sus pecados"), y de "conocimiento o reconocimiento" por parte de los hombres ("porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande": J. Llopis).
2. Salmo 50. «Contra ti, contra ti sólo pequé». Ese es mi dolor y mi vergüenza, Señor. Sé cómo ser bueno con los demás; soy una persona atenta y amable, y me precio de serlo; soy educado y servicial, me llevo bien con todos y soy fiel a mis amigos. No hago daño a nadie, no me gusta molestar o causar pena. Y, sin embargo, a ti, y a ti sólo, sí que te he causado pena. He traicionado tu amistad y he herido tus sentimientos. «Contra ti, contra ti sólo pequé». Si les preguntas a mis amigos, a la gente que vive conmigo y trabaja a mis órdenes, si tienen algo contra mí, dirán que no, que soy una buena persona; y sí, tengo mis defectos (¿quién no los tiene?), pero en general soy fácil de tratar, no levanto la voz y soy incapaz de jugarle una mala pasada a nadie; soy persona seria y de fiar, y mis amigos saben que pueden confiar en mí en todo momento. Nadie tiene ninguna queja seria contra mí. Pero Tú sí que la tienes, Señor. He faltado a tu ley, he desobedecido tu voluntad, te he ofendido. He llegado a desconocer tu sangre y deshonrar tu muerte. Yo, que nunca le falto a nadie, te he faltado a Ti. Esa es mi triste distinción. «Contra ti, contra ti sólo pequé». Fue pasión o fue orgullo, fue envidia o fue desprecio, fue avaricia o fue egoísmo...; en cualquier caso, era yo contra Ti, porque era yo contra tu ley, tu voluntad y tu creación. He sido ingrato y he sido rebelde. He despreciado el amor de mi Padre y las órdenes de mi Creador. No tengo excusa ante Ti, Señor. «Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el tribunal me condenarás justamente». Condena justa que acepto, ya que no puedo negar la acusación ni rechazar la sentencia. «En la culpa nací; pecador me concibió mi madre: Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Confieso mi pecado y, yendo más adentro, me confieso pecador. Lo soy por nacimiento, por naturaleza, por definición. Me cuesta decirlo, pero el hecho es que yo, tal y como soy en este momento, alma y cuerpo y mente y corazón, me sé y me reconozco pecador ante Ti y ante mi conciencia. Hago el mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero. He sido concebido en pecado y llevo el peso de mi culpa a lo largo de la cuesta de mi existencia. Pero, si soy pecador, Tú eres Padre. Tú perdonas y olvidas y aceptas. A Ti vengo con fe y confianza, sabiendo que nunca rechazas a tus hijos cuando vuelven a Ti con dolor en el corazón. «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Rocíame con el hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa». Hazme sentirme limpio. Hazme sentirme perdonado, aceptado, querido. Si mi pecado ha sido contra Ti, mi reconciliación ha de venir de Ti. Dame tu paz, tu pureza y tu firmeza. Dame tu Espíritu. «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso». Dame la alegría de tu perdón para que yo pueda hablarles a otros de Ti y de tu misericordia y de tu bondad. «Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Que mi caída sea ocasión para que me levante con más fuerza; que mi alejamiento de Ti me lleve a acercarme más a Ti. Me conozco ahora mejor a mí mismo, ya que conozco mi debilidad y mi miseria; y te conozco a Ti mejor en la experiencia de tu perdón y de tu amor. Quiero contarles a otros la amargura de mi pecado y la bendición de tu perdón. Quiero proclamar ante todo el mundo la grandeza de tu misericordia. «Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a Ti». Que la dolorosa experiencia del pecado nos haga bien a todos los pecadores, Señor, a tu Iglesia entera, formada por seres sinceros que quieren acercarse a unos y a otros, y a Ti en todos, y que encuentran el negro obstáculo de la presencia del pecado sobre la tierra. Bendice a tu Pueblo, Señor. «Señor, por tu bondad, favorece a Sión; reconstruye las murallas de Jerusalén» (Carlos G. Vallés).
El salmo 50 es el salmo cuaresmal por excelencia. Merece la pena que nos detengamos en él para captar el simbolismo que lo impregna y la teología que transmite. Se le sitúa entre los salmos de súplica individual y data del final de la época monárquica. Habría sido compuesto para una liturgia penitencial presidida por el rey. Pero es obvio que ha servido de sustento a la oración de innumerables personas lo suficientemente religiosas para reconocerse en él. Desde el primer versículo es notable la orientación de esta oración. Lejos de querer declarar inocente al salmista, como hacen tantas "endechas", la súplica se dirige de entrada a Dios para pedir su misericordia, su amor. La salvación del pecador está por completo en las manos de ese Dios que el amor define radicalmente. Por supuesto, no se ignora que Dios es justo, que quiere la verdad y la sabiduría en el corazón del hombre, pero precisamente esta "justicia" de Dios se manifestará, ante todo, en el perdón concedido al pecador. Se podría decir que se trata nada menos que de su honor, ya que el pecador perdonado se convertirá en testigo de Dios: podrá mostrar a los pecadores el camino de la verdad, y "hacia Dios volverán los extraviados". El reconocimiento del pecado tiene, pues, también una dimensión profética. Forma parte de la "confesión" de las obras de Dios. Además, el salmista reconoce su falta sin rodeos. No teme contemplar ese pecado que siempre "está ante él". ¿Culpabilidad exagerada? ¿Énfasis literario? No, ya que el sentido profundo del pecado sólo existe para poder captar mejor la dimensión del perdón divino. El hombre ha pecado "contra Dios" y sólo contra Él... Sin duda, conoce las repercusiones sociales de su falta, pero en el acto litúrgico de la confesión pone el acento sobre Dios, que está en el origen de todas las cosas, tanto del perdón como del sentido último de todo pecado. ¡No se puede expresar mejor hasta qué punto está de acuerdo Dios con la vida humana y su condición existencial! La conciencia del salmista es tan viva que se reconoce "nacido en la culpa", "pecador desde el vientre de su madre". No parece que sea necesario buscar en estas expresiones una teología explícita del pecado original, y menos aún del modo como se transmite, ya que el que ora se sitúa aquí a un nivel existencial; tiene conciencia de pertenecer a una humanidad pecadora, a un pueblo pecador en el que ninguna existencia podría escapar al peso de la miseria. Lo veremos mejor cuando apele al Dios creador para que le salve de su culpa. La conciencia de pecado supera absolutamente la dosificación aparentemente justa que un juez podría hacer de las responsabilidades y las circunstancias atenuantes. Se trata nada menos que de la existencia "frente a Dios". Israel es un pueblo santo, y el pecado obstaculiza al mismo Dios. Son importantes los versículos 4, 9, 12 y 14. Si los dos primeros hacen probablemente alusión a un baño ritual de purificación, los otros interiorizan el proceso e indican que el rito es la cara visible de una profunda renovación del ser. De esta manera, el salmo se inscribe en una gran corriente de pensamiento que va desde los discípulos de Isaías hasta los evangelistas, para definir en términos de bautismo la restauración del hombre y del cosmos. Recordemos las grandes etapas de esta corriente de pensamiento. El tercer Isaías (65, 17) había anunciado la "creación de unos cielos nuevos y una tierra nueva". Jeremías había hablado de la restauración del pueblo y del individuo. Proclamaba una nueva era en la que la ley sería grabada en el corazón del hombre, subrayando así la comunión profunda que uniría a la humanidad nueva con Dios (32, 39). Ezequiel retoma la idea para hablar de una creación nueva y un espíritu nuevo (36, 25-27). Es él quien explicita mejor los lazos temáticos entre el agua y la vida. En su predicación debía de acordarse del río que, según el Génesis, ascendía del subsuelo para regar toda la superficie de la tierra. Según el profeta, llegará un día en que en la nueva Jerusalén manará una fuente que fecundará el desierto, y de la fuente brotará un torrente impetuoso en cuyas orillas nacerán árboles frutales maravillosos (cap. 47). De este modo, la vuelta de Yahvé estará marcada por la abundancia, simbolizada en los torrentes. Más tarde, el cuarto evangelio retomará este tema aplicándolo al cuerpo de Cristo, el nuevo templo. El agua es, pues, fuente de vida. Cuando el salmista suplica a Dios que le lave, lanza una llamada a la vida y a la renovación. Consiguientemente, puede imaginar el perdón como una danza de resurrección y un himno de alabanza (cfr. Ez. 37).
Interesante. Desde el versículo 10 comienza a desaparecer el concepto
y la palabra pecado y, en su sustitución, aparece y resplandece la
alegría.

Y no podía ser de otra manera. Los complejos de culpa pueblan de
tristeza el alma, una tristeza salada y amarga. Pero al despuntar la
Misericordia sobre el alma, al enterarse el hombre de que, a pesar de
sus excesos y demasías, no obstante está cercado por los brazos de la
predilección, y de que la ternura, una ternura enteramente gratuita,
inunda de perfume su casa, eran previsibles las consecuencias: la
tristeza desaparece igual que desaparecen las aves nocturnas a la
aclarada, y todo, los muros y los recintos interiores, se visten de un
aire primaveral, perfumado de gozo y alegría. Si Dios recrea el corazón del hombre borrando su pecado, hay que ver en el perdón una reanudación de toda la obra creadora. Los tiempos nuevos, manifestados por el don del Espíritu, son tiempos de resurrección y fiesta. La "confesión" es un acto en el que se manifiesta el Dios de la vida. Ante esto, ¿qué puede hacer el hombre sino maravillarse y dar gracias? ¡Proclamar la justicia de Dios! ¿Lo hará con sacrificios al modo antiguo? El salmo previene contra los cultos hipócritas en los que el corazón del hombre no queda totalmente comprometido. El hombre debe saber que el perdón de Dios no se compra, ya que supera toda medida humana. La única ofrenda que agrada a Dios es un espíritu convertido, roto y triturado: es decir, consciente de lo que es, sin pretensión de hacerse valer ante el Creador (“Dios cada día”,de Sal Terrae).
San Agustin comenta así ese espíritu quebrantado: “Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate Tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón… / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado; tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mi un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro. / Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a Él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.
Juan Pablo II comentaba: “La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50, 1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el Salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50, 12; Jr 31, 31-34; Ez 11, 19; 36, 24-28).
El salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.
El primer vocablo, hattá, significa literalmente "no dar en el blanco": el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo. El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de "torcer", "doblar". Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías: "¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!" (Is 5, 20). Precisamente por este motivo, en la Biblia la conversión se indica como un "regreso" (en hebreo shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo. La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.
Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios. Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo: "Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de Sí mismo: "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad"… algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal: "Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces" (v. 6). Luego se aprecia en el salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13). Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que "borra, lava y limpia" al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). "Aunque nuestros pecados -afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia acaba".
Seguía diciendo Juan Pablo II que en ese salmo “se entra en la región tenebrosa del pecado para infundirle la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (cf. vv. 3-11). Luego se pasa a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del pecador arrepentido. Ese arrepentimiento es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: "Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y en cuyo interior se entabla una lucha continua, puede decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37, 4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados"”. Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios…
Es significativo, ante todo, notar que, en el original hebreo, resuena tres veces la palabra "espíritu", invocado de Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: "Renuévame por dentro con espíritu firme; (...) no me quites tu santo espíritu; (...) afiánzame con espíritu generoso" (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido, utilizando un término litúrgico, podríamos hablar de una "epíclesis", es decir, una triple invocación del Espíritu que, como en la creación aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1, 2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.
Los Padres de la Iglesia ven en el "espíritu" invocado por el salmista la presencia eficaz del Espíritu Santo. Así, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo "que ardió con fervor en los profetas, fue insuflado (por Cristo) a los Apóstoles, y se unió al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo". Esa misma convicción manifiestan otros Padres, como Dídimo el Ciego de Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo.
También san Ambrosio, observando que el salmista habla de la alegría que invade su alma una vez recibido el Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: "La alegría y el gozo son frutos del Espíritu y nosotros nos fundamos sobre todo en el Espíritu Soberano. Por eso, los que son renovados con el Espíritu Soberano no están sujetos a la esclavitud, no son esclavos del pecado, no son indecisos, no vagan de un lado a otro, no titubean en sus opciones, sino que, cimentados sobre roca, están firmes y no vacilan".
Después de experimentar este nuevo nacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios "enseñar a los malvados los caminos" del bien (cf. Sal 50, 15), de forma que, como el hijo pródigo, puedan regresar a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, tras recorrer las sendas tenebrosas del pecado, había sentido la necesidad de atestiguar en sus Confesiones la libertad y la alegría de la salvación.
Los que han experimentado el amor misericordioso de Dios se convierten en sus testigos ardientes, sobre todo con respecto a quienes aún se hallan atrapados en las redes del pecado. Pensamos en la figura de san Pablo, que, deslumbrado por Cristo en el camino de Damasco, se transforma en un misionero incansable de la gracia divina.
El salmo al meditarlo hace que “se convierta en un oasis de meditación, donde se pueda descubrir el mal que anida en la conciencia e implorar del Señor la purificación y el perdón. En efecto, como confiesa el salmista en otra súplica, "ningún hombre vivo es inocente frente a ti" (Sal 142, 2). En el libro de Job se lee: "¿Cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo será puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!" (Jb 25, 4-6). Frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia, impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es este: Dios puede "borrar, lavar y limpiar" la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50, 2-3). Dice el Señor por boca de Isaías: "Aunque fueren vuestros pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque fueren rojos como la púrpura, como la lana quedarán" (Is 1, 18)…Es bonito también el final del salmo 50, un final lleno de esperanza, porque el orante es consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17-21). Sus labios ya están a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por eso, liberada del remordimiento (cf. v. 17). El orante testimonia de modo claro otra convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los profetas (cf. Is 1, 10-17; Am 5, 21-25; Os 6, 6): el sacrificio más agradable que sube al Señor como perfume y suave fragancia (cf. Gn 8, 21) no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el "corazón quebrantado y humillado" (Sal 50, 19).
La Imitación de Cristo, libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la misma afirmación del salmista: "La humilde contrición de los pecados es para Ti el sacrificio agradable, un perfume mucho más suave que el humo del incienso... Allí se purifica y se lava toda iniquidad".
3. En la segunda gran sección de Hebreos (1-5, 10) se desarrollan dos temas: Jesús fiel (3, 1-4, 14) y Jesús sumo sacerdote misericordioso (4, 14-5,10). Los dos subrayan la manera de ser de Jesús que le hace llevar a cabo la salvación humana. En esta forma de ser destaca un tema que aparece varias veces en la "carta": Jesús es mediador de salvación por ser semejante, igual, a los hombres. Este primer sentido del sacerdocio de Cristo no es algo cúltico, sino existencial. Es sacerdote porque es mediador, no por otra razón. Y es mediador porque es como los demás hombres. Eso es uno de los rasgos más típicos de Hebreos y que suele pasarse por alto ante la terminología sacerdotal que nos sugiere hoy día otras connotaciones, más bien de personas diferentes de las normales. Pero no es así en ese escrito. Y se subraya más porque en el momento histórico la aceptación de Jesús como Hijo de Dios era más aceptada que su dimensión humana. Era ésta la que había que destacar. En esta corta perícopa se dice una vez más que Cristo aprende a obedecer, que sufre, que clama ser salvado... es decir, dimensiones profundamente humanas. De este modo es "llevado a la consumación. Eso es expresión técnica para "ordenación sacerdotal", o sea, que Jesús es ordenado sacerdote, es constituido mediador, por su semejanza con los demás hombres. El momento cumbre de esa semejanza es la muerte. Y por la muerte salva a sus hermanos. Habla el texto de la oración con gritos y lágrimas. Muy verosímilmente se refiere a la oración del Huerto, por tanto, a cuando Jesús pide ser librado de la muerte. Curiosamente afirma el texto que fue escuchado. Y, sin embargo, sabemos que de hecho Jesús no fue liberado de la muerte. ¿Cómo puede afirmarse, entonces, esa audición de la plegaria de Cristo, de una clara oración de petición en un caso concreto? La respuesta, con toda probabilidad es que la oración de petición es escuchada no porque se concede lo que se pide sin más, sino porque Dios hace aceptar su voluntad referida al caso concreto, a quien pide algo, aunque esa voluntad no coincida con lo que se pide. Por este camino se puede reflexionar para entender en qué consiste la oración de petición, tan usada, pero tan poco entendida verdaderamente (F. Pastor).
El autor describe con palabras conmovedoras y llenas de realismo la oración y la angustia de Jesús. Evidentemente se refiere al trance de Getsemaní, cuando Jesús tuvo que experimentar en su propia carne la repugnancia natural ante una muerte que se acercaba. El que iba a ser constituido mediador y sacerdote de la nueva alianza se acercó a los hombres y bajó hasta lo más profundo de nuestro dolor. Aunque los tres evangelistas sinópticos parecen suponer que Jesús oró en Getsemaní "con gritos y lágrimas" (Mc 14, 32-42; Mt 26, 36-46; Lc 22, 40-46), es posible que el autor se haya inspirado también en otros textos bíblicos, sobre todo en los salmos. Sabemos que Jesús padeció y murió en la cruz después de su oración en Getsemaní. Si, no obstante, se dice aquí que fue escuchado, esto sólo puede tener dos sentidos igualmente válidos: que Jesús venció su repugnancia natural a la muerte y aceptó la voluntad del Padre y/o que el Padre lo libró de la muerte resucitándole al tercer día. Frecuentemente se habla en el NT de la obediencia de Jesús, pero ésta es la obediencia del Padre, que se muestra muchas veces como desobediencia a los hombres y a las leyes humanas. Por su obediencia al Padre hasta la muerte, y muerte de cruz, Jesús alcanzó una vida cumplida, perfecta, gloriosa, y fue constituido en Señor que ahora da la vida a todos cuantos le obedecen (“Eucaristía 1988”).
El cap. quinto de la carta a los hebreos, al que pertenece el texto, desarrolla una confrontación entre el ministerio del sumo sacerdote del AT y la acción salvífica de Cristo. La comparación se centra en dos elementos; la pertenencia a la humanidad y la elección. El texto tiene un parecido grande con Flp 2,6ss. Presenta a Jesús como verdadero hombre. Para ello escoge el día más oscuro de su vida. Aquél en el que con gritos y con lágrimas presentó oraciones y súplicas: la oración de Getsemaní. El objeto de este himno abarca no sólo la angustia mortal de Cristo en Getsemaní sino todo el arco de la Pasión. Desde la misión que el Padre le ha confiado se puede entender que Cristo, en cuanto hombre, haya debido aprender la obediencia a través del sufrimiento llegando hasta la muerte. Presenta una imagen de Jesús en todo igual a nosotros. Ha conocido el sufrimiento y la tentación, ha experimentado la condición humana. Desde esta imagen de Cristo sabemos cuál es el recorrido de nuestro caminar. Va del pecado a la salvación, pero pasa por el sufrimiento. Jesús fue escuchado no en orden a ser liberado de la muerte sino en orden a la superación de la muerte por la resurrección. Esa fue su perfección y por su entrada en la gloria es causa de salvación para todos los que le prestan obediencia. Ahora el camino hacia Dios es posible. Él nos ha abierto el acceso al Padre (P. Franquesa).
4. Jn 12, 20-33: Como también pasaba los dos domingos anteriores, el texto de hoy se sitúa en el marco de la Pascua, la fiesta judía por excelencia, que congregaba a gentes de los más variados países. El autor deja constancia de este hecho introduciendo a unos griegos (la traducción litúrgica ha empleado el término genérico de gentil). Pero al hacer esto, el autor nos remite a Jn. 7, 35, donde los judíos han hablado de griegos: "¿Querrá irse a la diáspora griega y enseñar a los griegos?" De la mano de esta referencia llegamos a esta otra en Jn. 10, 16: "Tengo otras ovejas que no son de este recinto; también a ésas tengo que conducirlas; escucharán mi voz y se hará un solo rebaño con un solo pastor". Los intermediarios son Felipe y Andrés, exactamente los mismos de los que se ha servido el autor para constatar la dificultad de dar de comer a la gran cantidad de gente que acudía a Jesús (Jn. 6, 5-9). La llegada de griegos para ver a Jesús es identificada con la hora de la glorificación del Hijo del Hombre. El domingo pasado escuchábamos que "lo mismo que Moisés elevó la serpiente, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre". Esta imagen es recogida explícitamente al final del texto de hoy: "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (v. 32). El comentario final del autor disipa toda duda sobre el sentido de la imagen: "Esto lo decía significando (dando a entender) la muerte de que iba a morir" (v. 33). El autor emplea el verbo "significar". La referencia al signo por el que los judíos preguntaban a Jesús hace dos domingos es indudable: "¿Qué signo nos muestras para obrar así?" (Jn. 2, 18). El signo era el siguiente: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré" (Jn. 2, 19). También entonces el comentario del autor disipaba toda duda sobre el sentido del signo: "Él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn.2, 21). La muerte de Jesús en cruz es, pues, el punto de mira del texto de hoy. De ella se habla empleando un símbolo espacial: elevación sobre la tierra. Y de ella se habla también empleando un símbolo agrícola: proceso de germinación de la simiente. Esta muerte es interpretada como triunfo, como glorificación de Jesús y del Padre que lo ha enviado. Una vez más aflora espontánea la referencia intertextual: "Cuando elevéis al Hijo del Hombre, entonces comprenderéis que Yo soy y que no hago nada por mí, sino que esto que digo me lo ha enseñado el Padre. Además, el que me envió está conmigo; nunca me ha dejado solo" (Jn. 8, 28-29). El texto de hoy quiere ser también reflejo de la comunión Hijo-Padre. Esta comunión puede, sin embargo, pasar desapercibida dentro del recinto (v.29). Desde fuera del recinto, en cambio, unos griegos han venido a ver a Jesús. Ellos son las otras ovejas que vienen a escuchar la voz del pastor Jesús. Desde este momento la muerte de Jesús en cruz es el triunfo, la glorificación del Hijo y del Padre. Un orden de cosas tan viejo como el mundo está siendo juzgado y condenado. El diablo, separador de hermanos (Caín contra Abel), "homicida desde el principio" (Jn. 8, 44), no tiene ya nada que hacer. Con Jesús levantado en alto empieza a dominar el sentido humano de la fraternidad (A. Benito).
Hoy estamos en el capítulo doce de una obra en la que el domingo pasado leíamos el capítulo tres. Si entre semana no hemos leído los capítulos intermedios nos será más difícil entender la situación de la que parte el texto de hoy. Esta ha sido preparada en Jn. 7, 35 (los judíos comentaban: ¿adonde querrá irse éste que no podamos nosotros encontrarlo? ¿Querrá irse con los emigrados a países griegos para enseñar a los griegos?) y en Jn. 10, 16 (Tengo otras ovejas que no son de este recinto; también a éstas tengo que conducirlas; escucharán mi voz y se hará un solo rebaño con un solo pastor). Los emigrados a países griegos, las otras ovejas están hoy aquí. Han venido a Jerusalén a celebrar la Pascua. Pero la Pascua no se celebra ya en el Templo sino donde está Jesús. El autor ha operado la eliminación-sustitución del Templo de la que hablaba hace dos domingos (cfr. Jn. 2, 13-25). Jesús es ahora el Templo. "Queremos ver a Jesús" lleva como contrapartida no querer ver el Templo. Esta situación provoca el comentario de Jesús, que comienza así: "Ha llegado la hora". En Jn/02/04 leemos: "Todavía no ha llegado mi hora". En Jn 4,23 leemos: "Pero se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad". El verbo adorar de este último texto es el mismo que aparece en el versículo inicial de hoy, aunque la traducción litúrgica no lo refleje. Estamos, pues, ante una fiesta. Esta tiene un templo: Jesús. A él acuden las gentes, sean o no judíos. Un único rebaño con un solo pastor. En esta fiesta ya no corre el agua ritual, sino el vino del banquete (cfr. bodas de Caná). Es una exaltación, una glorificación. Pero es una fiesta paradójica. Y aquí la visión interpretativa de Juan adquiere cotas grandiosas. "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Retorna el tema y el poder curativo de la serpiente levantada en alto del domingo pasado. "Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto". La imagen médica deja paso ahora a la imagen agrícola. Pero ambas expresan la misma realidad salvadora, simbolizada en el grupo de griegos reunidos para ver a Jesús, es decir, para festejar a Jesús. Ellos son el fruto, ellos son los atraídos, los verdaderos adoradores. En la pluma de Juan, el momento adquiere contornos fantásticos, como de escena cósmica. Es una construcción grandiosa, que sin embargo no niega ni escamotea el realismo y la crudeza de la situación: la muerte de Jesús. Por eso se trata de una fiesta paradójica. ¿Cómo puede ser festiva la crucifixión de un condenado? CZ/FT: Y, sin embargo, la construcción de Juan no es una broma sádica. Al contrario. Es un maravilloso canto épico, con la diferencia respecto a la épica clásica de que en Juan el canto nace del realismo de la situación, realismo que el autor promete a todos los seguidores del héroe: "El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor". Pero este mismo realismo da consciencia a la construcción. Por eso la esperanza que genera es tanto más segura: "Ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera". La muerte y todo poder mortal van a dejar de tener la última palabra (A. Benito).
Se llamaba "prosélitos de la puerta" o "temerosos de Dios" (cfr. Hech 10, 2; 13, 16; 16, 14; etc) a los gentiles que aceptaban la fe de Israel, pero no habían sido circuncidados. Podemos presumir que muchos de estos prosélitos se encontraban en Jerusalén con ocasión de la Pascua y que algunos, impresionados por lo que habían visto y oído del Nazareno, quisieron conocer más de cerca al famoso Maestro. Estos gentiles piensan que lo mejor para conseguir lo que desean es acudir primero a los discípulos de Jesús, concretamente a los que estuvieran familiarizados con su lenguaje o costumbres helenas. Felipe y Andrés (ambos llevan nombres griegos y el primero es de Betsaida, en la Decápolis, que era una región helenizada) parecen ser los más indicados.
Este episodio, que no tiene conexión alguna con lo que sigue en el relato sirve como explicación del enfado de los fariseos, que, llenos de envidia, cuchichean entre sí ante el éxito de Jesús: "Todo el mundo va detrás de él" (v. 19). Por otra parte, es como un anticipo de la propagación que tendría el evangelio entre los gentiles gracias a la misión de los Apóstoles.
Todo el clamor de la multitud y el triunfo que le acompaña no puede impedir que Jesús vaya en su interior profundamente preocupado; pues ha llegado la "hora" de su "exaltación", de su muerte y también de su verdadera glorificación en la cruz.
Es la hora señalada por el Padre para realizar la siembra necesaria, sin la que no es posible la cosecha. Y Jesús es el grano. Es preciso que muera para que se extienda por todo el mundo su obra de salvación. La cosecha que Jesús espera no es otra que la salvación del mundo por la fe en su evangelio.
Juan utiliza siempre la expresión "dar fruto" en este sentido misionero. La eficacia de la muerte de Jesús para la extensión del reino de Dios entre los hombres y los pueblos no es una eficacia automática: por lo tanto no ahorra a nadie la opción libre por el evangelio. Por eso Jesús, que ha cumplido en su vida y en su muerte la ley de la siembra, de la generosidad y la entrega, nos advierte que todos debemos hacer lo mismo que El si queremos entrar con El en la vida eterna. Pues el que sólo se cuida de sí mismo y no tiene más preocupaciones que la de salvar su vida, la pierde; en cambio, gana la vida eterna el que vive y muere por los demás.
Jesús obedeció al Padre cuando llegó su "hora". Jesús recuerda a sus discípulos que deben servirle y servir al evangelio siguiendo su camino hasta el final. Entonces también ellos llegarán al Padre, como Jesús, y el Padre les recompensará con la vida eterna. El corazón humano de Jesús se espanta y atemoriza ante la muerte: ¿qué puede hacer?, ¿acaso pedir al Padre que le libre de esa "hora" y aparte el cáliz amargo que le da a beber? Jesús pide tan sólo que se cumpla la voluntad del Padre, pues para eso ha venido al mundo. Pide que sea glorificado el nombre de Dios; es decir, que se manifieste a los hombres lo que Dios es y quiere ser para todos: el Amor. Pero esto no es posible sin la última prueba: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios entregó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él" (1 Jn 4, 9); "pues tanto amó Dios al mundo que entregó a la muerte a su Unigénito" (Jn 3, 16). Es voluntad de Dios darnos la última prueba para que creamos que es Amor, para que glorifiquemos su nombre y alcancemos la vida por Jesucristo, el Señor.
Jesús sabe que el Padre siempre le escucha, pero es preciso que los hombres sepan que el Padre está siempre con Él. Por eso vino la voz del cielo.
Todo este pasaje (versillos 25-30) recuerda la agonía de Jesús en Getsemaní y su transfiguración en el Tabor. Juan, uno de los tres testigos en ambos casos, no dice nada expresamente al respecto; pero aquí recoge veladamente la misma experiencia.
La "hora de Jesús" es también la hora del mundo. En ella se manifiesta que Dios es Amor, pero también queda al descubierto el pecado del mundo. Es la hora de la exaltación de Jesús, de su muerte y de su gloria. Es la hora del juicio contra Satanás y su ralea, pero también la hora del perdón para cuantos creen en Él. Es la hora en la que Dios convoca a todos los elegidos en torno al que es "exaltado". Pues todo lo que podemos esperar y temer es fruto y consecuencia de la victoria y del juicio que acontece en la cruz de Cristo (“Eucaristía 1988”).
La utilización del fantasma de la muerte contra la vida estaba muy lejos del genuino sentido cristiano de la vida y de la muerte. Y desde luego difícilmente podía conseguir la aceptación de la muerte, cuando más bien provocaba miedo y rechazo. Y es que no se puede aceptar cristianamente la muerte si no se acepta cristianamente la vida, es decir, si no se toma en serio la vida y el compromiso que nos une indisolublemente a la suerte de todos los hermanos. La aceptación de la muerte, como punto final de la vida, cuando se vive "fuera de este mundo", no puede tener otro sentido que un simulacro de suicidio egoísta y cicatero.
Ese sentido fantasmal de la muerte no puede nacer de la esperanza cristiana. Aunque muy bien ha podido originarse en una mala interpretación de la pasión y muerte de Jesús, que ha enfatizado los aspectos trágicos y tremendistas de la crucifixión, olvidando los sentimientos profundos del Crucificado. Jesús, en efecto, aceptó la muerte, no precisamente en cuanto fin de la vida, sino en el colmo de su amor y obediencia al Padre y de su amor y servicio a los hombres. De manera que lo que acepta es la vida, el amor, la obediencia a Dios antes que a los hombres, el servicio a los hombres antes que su propio deseo.
Sólo así puede tener sentido cristiano la aceptación de la muerte. Aceptando la vida y su compromiso. No haciendo de la vida un botín o un sálvese el que pueda y menos aún tratando de sobrevivir a costa de lo que sea y de quien sea. Sino aceptando la vida como responsabilidad y solidaridad con todos, de suerte que la vida sea un acto de servicio al prójimo.
Aceptar la muerte no es retorcerse las meninges para comprender lo incomprensible o tratar de justificar lo injustificable. No es, pues, aceptar la muerte de los otros o la muerte contra los otros. Es vivir con tal generosidad y amor a los demás que se esté dispuesto a no cejar en el empeño hasta llegar al límite, al colmo de dar la vida, minuto a minuto y toda entera, en la lucha por la justicia, por la paz y por la fraternidad universal (“Eucaristía 1982”).
Hoy resuena el grito esperado de Jesús: «Ya ha llegado la hora.» Sí, ha llegado la hora, y estamos viviendo en ella, en que la antigua alianza cede el paso a la nueva, la alianza por la sangre de Cristo. En esta nueva alianza vivimos hoy los cristianos. Pero, ¿en qué consiste realmente? ¿Cuál es su esencia? ¿En qué se distingue de la antigua? Para que todo no quede en buenas palabras, una vez más la liturgia nos urge a una profunda reflexión a partir de los textos bíblicos, para que la realidad de la alianza sea lo mismo que fue para Cristo: filial obediencia al Padre y generosa ofrenda por la liberación de los hombres (Santos Benetti).

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