Libro de Génesis 17,3-9: Abrám cayó con el rostro en tierra, mientras Dios le seguía diciendo: "Esta será mi alianza contigo: tú serás el padre de una multitud de naciones. Y ya no te llamarás más Abrám: en adelante tu nombre será Abraham, para indicar que Yo te he constituido padre de una multitud de naciones. Te haré extraordinariamente fecundo: de ti suscitaré naciones, y de ti nacerán reyes. Estableceré mi alianza contigo y con tu descendencia a través de las generaciones. Mi alianza será una alianza eterna, y así yo seré tu Dios y el de tus descendientes. Yo te daré en posesión perpetua, a ti y a tus descendientes, toda la tierra de Canaán, esa tierra donde ahora resides como extranjero, y yo seré su Dios". Después, Dios dijo a Abraham: "Tú, por tu parte, serás fiel a mi alianza; tú, y también tus descendientes, a lo largo de las generaciones.
Salmo 105,4-9: ¡Recurran al Señor y a su poder, busquen constantemente su rostro; / recuerden las maravillas que Él obró, sus portentos y los juicios de su boca! / Descendientes de Abraham, su servidor, hijos de Jacob, su elegido: / el Señor es nuestro Dios, en toda la tierra rigen sus decretos. / Él se acuerda eternamente de su alianza, de la palabra que dio por mil generaciones, / del pacto que selló con Abraham, del juramento que hizo a Isaac.
Evangelio según San Juan 8,51-59: En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: «En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi Palabra, no verá la muerte jamás». Le dijeron los judíos: «Ahora estamos seguros de que tienes un demonio. Abraham murió, y también los profetas; y tú dices: “Si alguno guarda mi Palabra, no probará la muerte jamás”. ¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?». Jesús respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: “Él es nuestro Dios”, y sin embargo no le conocéis, yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco, y guardo su Palabra. Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró». Entonces los judíos le dijeron: «¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?». Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy». Entonces tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del Templo.
Comentario: En el evangelio de hoy, Jesús se vincula a la gran historia que comienza en Abraham: «Abraham exultó esperando ver mi día. Lo vio y se alegró... Antes que naciera Abraham, “¡Yo soy!”». Es siempre ese “yo soy con vosotros”, una presencia divina en nuestra vida, por la Encarnación. Dirá Clemente de Alejandría: “ésta es la única manera de mantenerse sin tropiezo: tener presente que Dios está siempre a nuestro lado”.
1. Abraham rostro en tierra habla con Dios (se le llama “El-Saday”, que puede significar “Dios omnipotente”, “Dios de las montañas”, “Dios de la abundancia”). Nosotros también podemos hablar con Dios. Y Dios le habla: -“Esta es mi alianza contigo: Serás padre de una multitud de pueblos. Te haré fecundo sobremanera”. No era fecundo, y le es anunciada una fecundidad sobrehumana. Es su inmensa fecundidad espiritual: él es el «padre de los creyentes»: es el primero en haber creído... puso su fe en Dios... se lanzó a la mayor aventura espiritual de todos los tiempos, renunciando a apoyarse en sus propias luces y en sus propias fuerzas, para únicamente apoyarse en Dios; que le dice –por primera vez en la Biblia-: “sé perfecto”, llamada a la santidad que Jesús extiende a todos (cf. Mt 4,48). Es el hermoso riesgo de la Fe. La aventura de la Fe. Abandonar su país. Sus seguridades humanas. Entregarlo todo. Esperarlo todo de otro. Renunciar a sus aparentes certezas naturales, para confiarse a la Palabra y a la Promesa de otro.
-“Estableceré mi alianza entre nosotros dos, una alianza perpetua...” (Jesús dirá: «Si alguien guarda mi Palabra, no verá jamás la muerte»). Una alianza eterna entre Dios y el hombre. El hombre que no quiere morir, el hombre que se agarra excesivamente a la vida... es ridículo y loco. Hay quien lo tiene todo atado, y una enfermedad… y se descontrola todo, basta tener un accidente y todo se derrumba, si no se ve la mano de Dios. Abram cree. Dios –por primera vez también- cambia su nombre: se llamará “Abraham”, le hace padre de un linaje. Si no queremos morir, tenemos sólo un medio a nuestra disposición; se trata de un famoso salto a lo desconocido: aceptar un contrato con Dios, hacer «Alianza con Él», perpetuarnos –personalmente, en el cielo, y crear un linaje-: «En verdad, yo os digo: si alguien guarda mi Palabra, no verá jamás la muerte.» ¡Esa fue la apuesta de Abraham! La Fe. Abraham hizo esa apuesta, fue el primero entre esa categoría de hombres que juegan toda su vida a una carta: Dios. San Pablo dirá que Abraham apostó sobre «aquel que es capaz de resucitar a los muertos» (Rm 4, 18). Esperando contra toda esperanza, creyó, y pasó a ser padre de una multitud: “Yo seré tu Dios... y tú, guardarás mi alianza...” Dios, por su parte, es fiel. Pero nosotros, ¿somos fieles a la alianza? ¿De veras hemos apostado todo a Dios? ¿Confiamos, realmente, en su Palabra? Nuestra vida diaria, nuestros gustos y decisiones cotidianas no ponen de manifiesto, a menudo, que sólo nos fiamos de nosotros mismos? Señor, creo, pero haz que crezca mi Fe (Noel Quesson). Dios le da a Isaac, que significa: “Dios, sonríe”. Y la sonrisa de Dios llena de alegría el corazón del viejo patriarca. Jesús se declara el verdadero objeto de la promesa hecha a Abraham, la verdadera causa de su alegría, el Isaac espiritual, el hijo de Dios.
2. El salmo nos muestra a Dios, siempre fiel a pesar de las infidelidades de su Pueblo. Pero aun cuando Dios siempre está dispuesto a perdonar nuestras culpas, no podemos pensar que ha quedado sin efecto lo que le corresponde al Pueblo. El Salmo concluirá diciendo que si Dios ha sido fiel, al Pueblo corresponde obedecer sus mandamientos y practicar sus leyes. Dios siempre está a nuestro lado como Padre y como poderoso defensor. Busquémoslo sin descanso para vivir totalmente comprometidos con Él y no sólo para recibir sus beneficios. El mismo Cristo nos invita a buscar primero el Reino de Dios y su justicia, sabiendo que todo lo demás llegará a nosotros por añadidura.
3. Los judíos han entendido perfectamente la pretensión que hay en la afirmación de Jesús: que Él confiere la vida eterna, no es una persona "normal", sólo a Dios compete eso, y le llaman endemoniado. Sin fe, Jesús y los que lo siguen se valoran excesivamente, son “fanáticos”, piensan demasiado en Dios: "¿Pero tú, por quién te tienes?", será siempre la tentación, los del entorno nos dirán: procura ser “simplemente” una persona “normal”, no te creas “especial”. Jesús contesta: “si dijera "no lo conozco" sería, como vosotros, un embustero, pero yo lo conozco y guardo su palabra”. Jesús les dijo: “os aseguro –lo dice en fórmula solemne- que antes que naciera Abraham existo yo". Convivir con mil años antes es decir: “Yo existo desde siempre”, es asumir la manifestación del nombre que Dios hizo a Moisés, y éste es el tema de las lecturas que leemos desde el lunes: “yo soy el que está con nosotros”, “Dios con nosotros, el Emmanuel”, Jesús. El nombre de Dios era “impronunciable” para los judíos, como comenta Ratzinger: “No obstante, sigue siendo cierto que Dios no rechazó simplemente la petición de Moisés y, para entender este singular entrelazarse de nombre y no-nombre, hemos de tener claro lo que significa realmente un nombre. Podríamos decir sencillamente: el nombre crea la posibilidad de dirigirse a alguien, de invocarle. Establece una relación. Cuando Adán da nombre a los animales no significa que describa su naturaleza, sino que los incluye en su mundo humano, les da la posibilidad que ser llamados por él. A partir de ahí podemos entender de manera positiva lo que se quiere decir al hablar del nombre de Dios: Dios establece una relación entre Él y nosotros. Hace que lo podamos invocar. Él entra en relación con nosotros y da la posibilidad de que nosotros nos relacionemos con Él. Pero eso comporta que de algún modo se entrega a nuestro mundo humano. Se ha hecho accesible y, por ello, también vulnerable. Asume el riesgo de la relación, del estar con nosotros.
Lo que llega a su cumplimiento con la encarnación ha comenzado con la entrega del nombre. De hecho, al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús veremos que allí Él se presenta como el nuevo Moisés: «He manifestado tu nombre a los hombres.» (Jn 17, 6). Lo que comenzó en la zarza que ardía en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora Dios se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. Él forma parte de nuestro mundo, se ha puesto, por decirlo así, en nuestras manos.
De esto podemos entender lo que significa la exigencia de santificar el nombre de Dios. Ahora se puede abusar del nombre de Dios y, con ello, manchar a Dios mismo. Podemos apoderarnos del nombre de Dios para nuestros fines y desfigurar así la imagen de Dios. Cuanto más se entrega Él en nuestras manos, tanto más podemos oscurecer nosotros su luz; cuanto más cercano sea, tanto más nuestro abuso puede hacerlo irreconocible”. Martin Buber dijo en cierta ocasión que, con tanto abuso infame como se ha hecho del nombre de Dios, podríamos perder el valor de pronunciarlo. Pero silenciarlo sería un rechazo todavía mayor del amor que viene a nuestro encuentro. Buber dice entonces que sólo con gran respeto se podrían recoger de nuevo los fragmentos del nombre enfangado e intentar limpiarlos. Pero no podemos hacerlo solos. Únicamente podemos pedirle a Él mismo que no deje que la luz de su nombre se apague en este mundo.
“Y esta súplica de que sea Él mismo quien tome en sus manos la santificación de su nombre, de que proteja el maravilloso misterio de ser accesible para nosotros y de que, una y otra vez, aparezca en su verdadera identidad librándose de las deformaciones que le causamos, es una súplica que comporta siempre para nosotros un gran examen de conciencia: ¿cómo trato yo el santo nombre de Dios? ¿Me sitúo con respeto ante el misterio de la zarza que arde, ante lo inexplicable de su cercanía y ante su presencia en la Eucaristía, en la que se entrega totalmente en nuestras manos? ¿Me preocupo de que la santa cohabitación de Dios con nosotros no lo arrastre a la inmundicia, sino que nos eleve a su pureza y santidad?”
Las palabras de Jesús hoy nos recuerdan: "En el principio ya existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios" (Jn 1). Dirá el Bautista: "vino después que yo, pero existía antes que yo" (Jn 1,30).
"Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo". Jesús sale huyendo del templo. Y dice un comentarista: la shekina de Yavhé, la gloria de Dios, la presencia de Dios, se retiró para siempre del templo judío. Conducta lógica, cuando falta la fe. Hostilidad. Ambiente de homicidio. No se trata solamente de propósitos violentos: se busca camorra... llegarán a las manos... se pelearán. “Pero Jesús se ocultó y salió del Templo”. ¿Qué es lo que habías dicho, Señor, para suscitar un odio tal? ¿Qué papel pinta el demonio en la Historia? No sabemos, pero sí conocemos lo que “Jesús decía a los judíos: "En verdad os digo: si alguno guardare mi palabra, jamás verá la muerte."” Está invitando a no tener juicio, ir directos a la gloria, a los que quieren matarle…: la victoria de la vida sobre la muerte es difícil de entender, para nuestro corazón con restos de venganza. Jesús, te toman por loco, por poseso: me fío de Ti, hazme también loco de amor, dar el gran salto en lo desconocido. Ayúdanos a confiar en Ti, hasta en la muerte, hasta el último punto imaginable... hasta no reservar nada para sí. El núcleo del gran problema de la humanidad es éste: entregar o no la vida a Jesús, creer o no que es Dios, el único, en el fondo, escoger entre la vida como camino al "agujero negro" (a la nada) o al misterio del cielo (el todo), entre el abandono a la desesperanza o la alegría de vivir, entre conformarse con la derrota o quererlo todo (Noel Quesson, con adaptaciones mías): «Mira con amor, Señor, a los que han puesto su esperanza en tu misericordia» (oración), para vivir tus mandatos: «Guardad mi alianza, tú y tus descendientes» (1ª lectura), confiando en Ti: «El Señor se acuerda de su alianza eternamente» (salmo), pues dices: «Quien guarda mi palabra no sabrá qué es morir para siempre» (evangelio).
Esta alianza sellada próximamente con la sangre de Cristo nos da fuerzas para vivir la fidelidad, en un mundo de cambios (de marca, de automóvil, de trabajo, etc., que se extiende a la vida matrimonial). La Eucaristía es el memorial de esta alianza, de la fidelidad, de arriesgarlo todo, de sostener la palabra dada aun a costa de la propia vida, como reafirmamos en las promesas bautismales de la vigilia de Pascua. Con el Rosario, Via crucis, y principalmente la liturgia de estos días, nos acercamos al misterio de la Resurrección del Señor; pero no podremos participar de Ella, si no nos unimos a su Pasión y Muerte. Por eso, durante estos días, acompañemos a Jesús, con nuestra oración, en su vía dolorosa y en su muerte en la Cruz. Nosotros estamos ahí implicados, como protagonistas de aquellos horrores, porque Jesús cargó con nuestros pecados (1 Pedro 2, 24), con cada uno de ellos. Somos rescatados de las manos del demonio y de la muerte a gran precio (1 Corintios 6, 20), el de la Sangre de Cristo. Santo Tomás de Aquino decía: “La Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida”. Al preguntarle a San Buenaventura de donde sacaba tan buena doctrina para sus obras, le contestó presentándole un Crucifijo, ennegrecido por los muchos besos que le había dado: “Este es el libro que me dicta todo lo que escribo; lo poco que sé aquí lo he aprendido”. Nos hace mucho bien contemplar la Pasión de Cristo... nos imaginamos presentes como espectadores, testigos, contemplar desde el corazón de la Virgen que antes se celebraba mañana en la advocación de la Virgen de los Dolores, porque el mejor ángulo de visión, la mejor perspectiva, el mejor encuadre para la semana santa, para contemplar a Cristo en la Cruz, es desde el corazón de su Madre, a su lado, al pie de la cruz, que lo tiene en brazos, que lo espera en su corazón, donde se le aparece en primer lugar resucitado. San León Magno añade: “el que quiera de verdad venerar la pasión del Señor debe contemplar de tal manera a Jesús crucificado con los ojos del alma, que reconozca su propia carne en la carne de Jesús”.
La alianza con Abraham tiene tres puntos: una descendencia, una tierra y sobre todo, una relación: "yo seré el Dios de tus descendientes". Aunque ciertamente lo más inmediato y visible es la tierra y la descendencia, es sobre todo ese modo de relación lo que va a resultar más durable y decisivo en la alianza cuyo comienzo presenciamos en esta primera lectura. La descendencia de Abraham es sobre todo Jesús. Todo miraba desde el principio a Jesús, aunque el mismo Abraham no lo tuviese del todo claro.
Pienso que hay como tres coordenadas en los textos de hoy: a) la tierra es:“yo soy con vosotros”, la presencia de Dios, se realiza plenamente en Cristo, ya no hacen falta signos, está Él, y por la Pascua se nos da como regalo en la Eucaristía: “estaré siempre con vosotros, cada día, hasta la consumación de los siglos”; b) la descendencia: la alianza fiel forma en la fecundidad de Jesús, por su amor, una nueva familia que estaba en Abraham anunciada; c) la relación: el núcleo de esta pertenencia a la familia, la perfección mejor dicho en su “vivencia”, es la ley del amor que Jesús instaura con su entrega y de modo especial su pasión.
La meditación de la Pasión de Cristo nos consigue innumerables frutos. En primer lugar nos ayuda a tener una aversión grande a todo pecado, pues Él fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados (Isaías 53, 5). Los padecimientos nos animan a huir de todo lo que pueda significar aburguesamiento y pereza; avivan nuestro amor y alejan la tibieza. Hacen nuestra alma mortificada, guardando mejor los sentidos. Y si alguna vez, el Señor permite el dolor, nos será de gran ayuda y alivio considerar los dolores de Cristo en su Pasión. Hagamos el propósito de estar más cerca de la Virgen estos días que preceden a la Pasión de su Hijo, y pidámosle que nos enseñe a contemplarle en esos momentos en los que tanto sufrió por nosotros (Francisco Fernández Carvajal).
Sí, Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a dar totalmente. Cada Eucaristía es el signo de la fidelidad de la promesa de Dios: “Yo estaré contigo todos los días hasta el fin del mundo”. Dios no se olvida de sus promesas. Y cuando vemos a un Dios que se entrega de esta manera, no nos queda otro camino sino buscarlo sin descanso. Buscarlo sin descanso a través de la oración y, sobre todo, a través de la voluntad, que una vez que ha optado por Dios nuestro Señor, así se le mueva la tierra, no se altera, no varía; así no entienda qué es lo que está pasando ni sepa por dónde le está llevando el Señor, no cambia. Dios promete su presencia, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento, nos mantengamos fieles a la palabra dada pase lo que pase. Romper esto es romper la verdad y la fidelidad de nuestra entrega a Cristo. Que la Eucaristía abra en nuestro corazón una opción decidida por nuestro Señor. Una opción decidida por vivir el camino que Él nos pone delante, con una gran fidelidad, con un gran amor, con una gran gratitud ante un Dios que por mí se hace hombre; ante un Dios que tolera el que yo muchas veces haya podido tener una piedra en la mano y me haya permitido, incluso, intentar arrojársela. Y sobre todo, una gratitud profunda porque permitió que mi vida, una vez más, lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar, consciente de que el Señor nunca olvida sus promesas. El Señor nos comunica su misma Vida para que nosotros seamos signos de vida en el mundo. A través del tiempo la Iglesia se esfuerza por hacer llegar la vida de Dios a todos los hombres, muchas veces deteriorados a causa del pecado. No podemos cerrar los ojos ante las injusticias, ante los crímenes que conmueven al mundo entero. ¿Cuál es la voz de la Iglesia ante estas angustias de la humanidad? Y la Iglesia no son sólo los pastores de la misma; lo somos todos los bautizados. Si no somos una luz que clarifique el camino del hombre en medio de tantas incertidumbres e interrogantes, si no somos motivo de esperanza para los decaídos ¿de qué nos sirve confesarnos como hombres de fe en Cristo? No podemos, por tanto, quedarnos sólo como aquellos que escuchan a su maestro y se olvidan de sus enseñanzas. Si hemos venido ante el Señor es porque nos queremos comprometer a trabajar para darle un nuevo rumbo a nuestra historia desde la fe que profesamos (www.homiliacatolica.com). Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de unir nuestra existencia a Jesucristo, con tal lealtad que en verdad podamos convertirnos en un signo de la vida nueva que Dios ofrece a la humanidad, hasta lograr alcanzar la plenitud de esa vida en la eternidad. Amén.
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