Primera lectura: Éxodo 32, 7-14 (también el domingo 24-C): “En aquellos días dijo el Señor a Moisés: Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo... Se han desviado del camino que yo les había señalado, y se han hecho un toro de metal, y se postran ante él, y le ofrecen sacrificios... Veo que es un pueblo de dura cerviz..., y mi ira se va a encender contra ellos...
¡Señor!, dijo Moisés, ¿se va a encender tu ira contra tu pueblo que sacaste de Egipto con gran poder? ¿Tendrán que decir los egipcios que ‘con mala intención los sacaste para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos’...? Por favor, acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac.... Y el Señor se arrepintió de su amenaza...”
Salmo responsorial: 105, 19-20.21-22.23: «En Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba. Se olvidaron de Dios, su salvador, que había hecho prodigios en Egipto, maravillas en el país de Cam, portentos en el Mar Rojo. Dios hablaba de aniquilarlos; pero Moisés, su elegido, se puso en la brecha frente a Él, para apartar su cólera del exterminio. Acuérdate de nosotros por amor a tu pueblo».
Evangelio: Juan 5, 31-47: 31«Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros mandasteis enviados donde Juan, y él dio testimonio de la verdad. No es que yo busque testimonio de un hombre, sino que digo esto para que os salvéis. El era la lámpara que arde y alumbra y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz.
Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro, ni habita su palabra en vosotros, porque no creéis al que Él ha enviado.
Vosotros investigáis las escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida. La gloria no la recibo de los hombres. Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése le recibiréis. ¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que os voy a acusar yo delante del Padre. Vuestro acusador es Moisés, en quién habéis puesto vuestra esperanza. Porque, si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí.
Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?»
Comentario: Jesús aporta testimonios según las leyes judías, que sirvan para avalar una verdad: las obras divinas que realiza, y las Escrituras. Para creer, es necesario dejar que su Palabra habite en nosotros. Jesús reprocha a sus contemporáneos no haber escuchado realmente a Moisés: «si creyerais en Moisés, creeríais también en mí». “Jesús, está claro que no puedo amarte si primero no creo. La fe es muy importante, porque es el paso previo a la caridad, al amor. Por eso, he de fomentarla y cuidarla; no puedo jugar con la fe, ponerla en peligro. En otros tiempos se incitaba a los cristianos a renegar de Cristo; en nuestra época se enseña a los mismos a negar a Cristo. Entonces se impelía, ahora se enseña; entonces se usaba de la violencia, ahora de insidias; entonces se oía rugir al enemigo, ahora, presentándose con mansedumbre insinuante y rondando, difícilmente se le advierte” (San Agustín, Comentario al salmo 39).
1-2) La primera lectura (y el salmo que la glosa) nos da «precisamente» una actitud de Moisés. Al bajar de la Montaña del Sinaí, donde había estado hablando con Dios, encuentra al pueblo en adoración ante una estatua de metal, ¡un becerro! Todas las épocas, los hombres han tenido esta tentación: las «cosas de la tierra»... los «alimentos terrestres»... los «bienes temporales»... el dinero. Bienes necesarios, pero tentadores, porque pueden adueñarse como un ídolo.
-“Se han apartado de mí... Se han postrado ante un becerro”... En “El Señor de los Anillos” un protagonista, Gollum, tiene en su poder “el anillo” que da poderes, pero quien se lo pone corre un gran peligro, pues queda por él dominado. No es fácil sustraerse a esos poderes y a ese dominio, pues la codicia lleva a ponerse el anillo, hay una especial atracción en ello. Es entonces cuando el hombre, imagen de Dios, que se posee a sí mismo, es decir es libre, se rebaja hasta convertirse en esclavo de un ídolo o de los demás, alienado. La adoración al verdadero Dios es la única que no envilece ni rebaja. Sólo Tú, Señor, mereces nuestras sumisiones y nuestros sacrificios.
-“Mi ira se encenderá”. La «ira» de Dios es una imagen también, una manera de hablar: para poderlo entender, lo imaginaron como nosotros, prestamos a Dios sentimientos humanos para significar que Dios no puede pactar con el mal. Dios toma la defensa del hombre, contra sí mismo, para indicar “¡no os rebajéis de ese modo!” ¿Qué conversiones son urgentes en mi vida?
Moisés en solidaridad con sus hermanos, rezando por los pecadores, es imagen de Jesús, que intercede por todos los pecadores... Cuaresma es un tiempo en el que la plegaria de los fieles tiene una oración específica por los pecadores, pues nosotros también nos identificamos con Jesús en este punto. Es, como siempre, el tercer sentido de las lecturas: el protagonista histórico (Moisés), el típico (Cristo), el espiritual (nosotros cuando leemos la Palabra, lo hacemos en el Espíritu y nos hacemos protagonistas). En la Postcomunión pedimos: «Que esta comunión, Señor, nos purifique de todas nuestras culpas, para que se gocen en la plenitud de tu auxilio quienes están agobiados por el peso de su conciencia». ¿Cómo va el espíritu de reparación? ¿Desagravio a Dios por los que veo que se portan mal? ¿Intento ayudar a los demás, a salir de las esclavitudes en las que se encuentran? O bien ¿busco solamente la compañía de los justos? “Te ruego, Señor, en nombre de todos los hombres pecadores. Yo soy uno de ellos, me conozco. Sé también muy bien que muchos están como pegados, ligados a sus hábitos de injusticia, de egoísmo, de impureza, de orgullo, de desprecio, de violencia... ¡nuestros ídolos! y Tú, Señor, quieres liberarnos de todo esto, darnos la auténtica libertad: ¡de tal manera quieres el bien de la humanidad! Sé que Tú perdonas. Que esperas nuestras intercesiones, nuestras plegarias. Ten piedad de nosotros” (Noel Quesson).
El diálogo entre Yahvé y Moisés es entrañable. Después del pecado del pueblo, que se ha hecho un becerro de oro y le adora como si fuera su dios (pecado que describe muy bien el salmo de hoy), Yahvé habla a Moisés, que intercede ante Dios en defensa de su pueblo. Es una llamada a hacer oración, a que nosotros también hablemos con Dios, como Moisés, que es imagen de Jesús, el único que conoce al Padre, que habla cara a cara con Él.
3. Sigue el comentario de Jesús después del milagro de la piscina y de la reacción de sus enemigos; Él será el nuevo Moisés, que se sacrifica hasta el final por la humanidad, por nosotros pecadores: «Que esta comunión nos purifique de todas nuestras culpas» (comunión). Hoy vemos que se trata de aceptar a Cristo, para tener parte con Él en la vida, para sentir como Él la urgencia de la evangelización de nuestros hermanos de todo el mundo (J. Aldazábal).
"Padre, he venido a este mundo para glorificar tu nombre. He llevado a término tu obra; glorifícame". Hemos visto estos días cómo Jesús es la Luz que ilumina, da vida, refleja un Dios que es amor, que resucita y salva. En la cruz, el Enviado será objeto de burla. “Pues he aquí "la obra" que autentifica su misión: una vida entregada hasta el final. La cruz derriba los pedestales de los falsos dioses. Los dioses de los justos, de los ricos, de los satisfechos; los dioses cuyas gracias se compran y cuyos favores hay que ganarse...; esos dioses sólo sirven para ser derribados, pues no son más que becerros de oro de pacotilla, imágenes deformadas de quienes las han fabricado. Dios tendrá para siempre el rostro de un crucificado, expulsado fuera de las murallas de la ciudad, ridiculizado, injustamente condenado.
"El Padre que me ha enviado es el que da testimonio de mí". En el desierto, los hombres se habían unido a dioses conformes a sus deseos. También en el desierto, Moisés erigió otra señal, un bastón coronado por una serpiente de bronce. Señal desconcertante e irrisoria. Sin embargo, dice la Escritura que los que la miraban eran salvados. Dios, por su parte, ha erigido en el universo la única señal en la que se reconoce: una cruz plantada en el corazón del mundo. Los que la miran quedan salvados” (Dios cada día, Sal Terrae).
Los testimonios de Jesús vienen en primer lugar de Juan Bautista y de los profetas, "pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado". Estos "signos" son particularmente vivos en el evangelio de Juan; "para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo tengáis vida en su nombre" (20, 30-31): comunican vida al hombre, son de Dios (5, 17-21) (anteayer). Escuchar la voz de Dios. San Agustín dice: «¿Por qué creéis que en las Escrituras está la vida eterna? Preguntadle a ellas de quién dan testimonio y veréis cuál es la vida eterna. Por defender a Moisés ellos quieren repudiar a Cristo, diciendo que se opone a las instituciones y preceptos de Moisés. «Pero Jesús los deja convictos de su error, sirviéndose como de otra antorcha... Moisés dio testimonio de Cristo, Juan dio testimonio de Cristo y los profetas y apóstoles dieron también testimonio de Cristo... Y Él mismo, por encima de todos estos testimonios, pone el testimonio de sus obras. Y Dios da testimonio de su Hijo de otra manera: muestra a su Hijo por su Hijo mismo, y por su Hijo se muestra a Sí mismo. El hombre que logre llegar a Él no tendrá ya necesidad de antorcha y, avanzando en lo profundo, edificará sobre roca viva» (Tratado 23 sobre el Evangelio de San Juan, 2-4).
No es cuestión (como hemos visto ayer) de conocer la Escritura, sino “vivirla”, quien tiene la máxima intimidad de Dios, quiere hacer partícipes de ese gozo a los demás. Sabe de nuestros problemas, cuán terrible es para el hombre la ausencia de Dios. Es la mayor desesperación... que nada puede reemplazar. Es patente hoy, en nuestro mundo ateo, a qué vacío y soledad suele enfrentarse el hombre: “Señor Jesús, haznos descubrir la "faz" de nuestro Padre; que oigamos su "voz"”.
-“No tenéis su palabra en vosotros, porque no habéis creído”... En medio de un bello paisaje es más fácil ver la fuerza restauradora de la creación de Dios, la necesidad de trascendencia, recordaba Benedicto XVI después de visitar una casa de recuperación de drogadictos en medio del campo: “sólo Dios basta, dijo Teresa de Ávila. Si Él nos falta, el hombre debe tratar de superar por sí mismo los confines del mundo; entonces la droga se convierte para él en casi una necesidad; pero bien pronto descubre que ése es un horizonte ilusorio y una burla que el diablo hace al hombre”. Por eso proponía busca escuchar a Dios en su palabra, en la plegaria de la Iglesia, en los Sacramentos, en los testimonios de los santos. La fe necesita formarse al fuego de la lectura de la palabra de Dios, meditación pausada de las ideas que brotan en nuestro interior; es necesario para ser fieles en asumir las responsabilidades y desarrollar una personalidad armónica como hijos de Dios. También da coherencia y fortaleza, para ir contracorriente: no ahogarse en dudas, por falta de fuerzas o discrepancia entre lo que se vive y piensa. Ayuda también la reflexión a saber dar respuestas convincentes, razones de nuestra fe, y buscar las respuestas a las preguntas que se van formulando. Ayuda a hacer vida propia la que vemos en Jesús, que influya en nuestra personalidad. Porque las ideas (aunque sean de la exégesis bíblica) sin lo otro, no basta: “jamás se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con gran doctrina se puede saber todo sobre las Sagradas Escrituras, sin haberlo encontrado jamás. Caminar junto a Él, entrar en sus sentimientos, forma parte integrante del conocerlo. Pablo escribe estos sentimientos así: ‘tener el mismo amor, formar juntos una sola alma”, vivir en comunión, en concordia con los demás. Le pedimos que la Palabra de Dios habite más en nosotros; no hay formulitas mágicas para eso, es cuestión de hacer meditación, "hacer habitar la Palabra" en nosotros: fijar la mente, la imaginación en una escena evangélica... Repetir, interiorizar una frase, dejar que fluya nuestra vida al compás de esos sentimientos, para iluminar esos hechos con el amor de Dios, considerar que Dios es amor y sacará bien de aquellas circunstancias de nuestra vida, nos ayudará a amar más. Quien no ama, no conoce a Dios: “Te lo ruego, Señor. Ayúdame a amarte. Haz que yo sea "amor" de pies a cabeza, para que pueda revelar algo de ti”. Ante tanto ídolo, “uno se queda dando vueltas, siempre en lo humano, no hay modo de salir del cielo desesperante "producción-consumo"... producir para destruir... Haría falta que el hombre levantase un poco la cabeza y valorase en sí mismo sus aspiraciones al infinito, al absoluto... Encontrar a Dios. Escuchar a Dios. Contemplar a Dios” (Noel Quesson), buscar su rostro, como decimos en la antífona de entrada: «Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro» (Sal 104,3-4). Así viviremos de ese amor que recibimos, como pedimos en la Colecta (que hoy viene del Gelasiano y del Sacramentario de Bérgamo): «Padre lleno de amor, te pedimos que, purificados por la penitencia y por la práctica de las buenas obras, nos mantengamos fieles a tus mandamientos, para llegar bien dispuestos a las fiestas de Pascua». Lo mismo se insiste en la Comunión: «Meteré mi Ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo, dice el Señor» (Jer 31,33). Vemos que esa ley divina es el amor que se manifiesta en la misericordioso, ahí se manifiesta de forma máxima su omnipotencia, dice Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica, 2-2,30,4). Casiano explica que la misericordia de Dios perdona y mueve a conversión: «En ocasiones Dios no desdeña visitarnos con su gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón... Tampoco tiene a menos hacer nacer en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Más aún, su gracia se difunde en nuestros corazones para que ese toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza» (Colaciones, 4). San Gregorio Magno también ensalza la misericordia de Dios: «¡Qué grande es la misericordia de nuestro Creador! No somos ni siquiera siervos dignos, pero Él nos llama amigos. ¡Qué grande es la dignidad del hombre que es amigo de Dios!» (Homilía 27 sobre los Evangelios). «La suprema misericordia no nos abandona, ni siquiera cuando la abandonamos» (Homilía 36 sobre los Evangelios).
La fe se robustece con el estudio, con la formación. No es coherente que vaya creciendo mi cultura, mi ciencia, mi capacidad crítica, y continúe con una formación religiosa «de primera comunión»: con explicaciones de la fe que no dan respuesta a las preguntas de una vida de adulto, ni pueden contrarrestar los ataques a la fe solapados bajo un lenguaje pseudocientífico y «progresista». Por eso es importante asistir a charlas de formación, pedir consejo para leer libros interesantes sobre la doctrina y la vida cristiana. Y, desde luego, leer las Escrituras. A este respecto, explica Jacques Philippe, al introducir consejos para la práctica de la Lectio Divina: “Es fundamental hacer resonar en nuestros corazones la Palabra de Dios. Esto se lleva a cabo, por supuesto, en la asamblea litúrgica, cuando se proclama la Sagrada Escritura y se comenta en la iglesia. Pero es necesario también que cada uno de nosotros sepa reservar unos momentos personales para ponerse a la escucha de la Palabra de Dios, dejarse interpelar, orientar y moldear por ella, repitiendo las palabras de Juan Pablo II… El gran secreto de la Lectio Divina es que, cuanto mayor sea el deseo de conversión, más fecunda será la lectura de la Escritura. Son muchas las personas sencillas e ignorantes que han recibido grandes luces y poderosos estímulos a través de la Sagrada Escritura porque tenían confianza en que iban a encontrar en ella la palabra viva de Dios. Los ejemplos en la historia de la Iglesia son innumerables, entre ellos, Teresa de Lisieux que, sin embargo, nunca tuvo una Biblia completa a su disposición” (Llamados a la vida).
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