Domingo 3ª de Cuaresma, ciclo B: la ley de Dios es ley de amor, de libertad y no de esclavitud
Lectura del libro del Éxodo 20,1-17 (el texto entre [ ] puede omitirse por razón de brevedad). El Señor pronunció las siguientes palabras: Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. [No te harás ídolos -figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra-. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un dios celoso: castigo el pecado de los padres en los hijos, nietos y biznietos, cuando me aborrecen. Pero actúo con piedad por mil generaciones cuando se aman y guardan mis preceptos.]
No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso. Porque no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso. Fíjate en el sábado para santificarlo. [Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el forastero que vive en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra, el mar y lo que hay en ellos. Y el séptimo día descansó; por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó.]
Honra a tu padre y a tu madre: así se prolongarán tus días en la tierra, que el Señor, tu Dios, te va a dar. No matarás.
No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo: no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni un buey, ni un asno, ni nada que sea de él.
Sal 18,8-11: R/. Señor, tú tienes palabras de vida eterna.
La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. / Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. / La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos. / Más preciosos que el oro, más que el oro fino; más dulces que la miel de un panal que destila.
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 1,22-25. Hermanos: Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo -judíos o griegos-: fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 2,13-25. (Este evangelio puede sustituirse por el correspondiente del ciclo A). En aquel tiempo se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: -Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.» Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: -¿Qué signos nos muestras para obrar así? Jesús contestó: -Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Los judíos replicaron: -Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
Comentario: 1. Ex 20, 1-17: recuerdo una vez que un chico quiso hacer la primera comunión. Su madre vino a verme porque le extrañaba que el muchacho, de 16 años, quisiera dar aquel paso cuando no tenían en su casa ningún ambiente religioso. Pero ella me habló de su vida azarosa, con muchas penas debido a eso y al rechazo de la educación moral: “cuando me hablaban de mandamientos, yo quería hacer lo contrario… cuánto más me hablaban de ellos, más me los quería saltar: ¡quería saltármelos todos! Después de muchos años de sufrir –había perdido el matrimonio, y tuvo muchos desengaños…- veo que los mandamientos son el camino para ser feliz. Me parece que le llamáis a eso ‘ley natural’… tendríais que hablar más de eso, los curas”, me dijo. Recordé aquel ejemplo de un libro, en que una madre le habló al hijo de no salir de los límites del jardín, pero el niño salió y un coche que pasaba estuvo a punto de atropellarlo… Sufrió el miedo de pasar los límites… Son límites “no harás tal cosa…” que impiden el mal, como un niño al que su madre le prohíbe que meta los dedos en el fuego o en el enchufe eléctrico… si obedece y se fía evita el mal, pero también si no obedece y se quema, aprende por experiencia que no es bueno aquello, que mejor no hacerlo: son las dos fuentes de conocimiento, fiarse de la autoridad o vivir las experiencias, aprender a las duras o a las maduras.
Dios es quien tiene la iniciativa de liberar de Egipto a su pueblo y de hacer con él una alianza: se trata de formar un pueblo de hombres libres que sirvan y reconozcan la soberanía de Yahvé. De ahí que el decálogo se inicie con esta afirmación de DIOS COMO ÚNICO SEÑOR DEL PUEBLO. Y al mismo tiempo, las primeras palabras son una afirmación de la PRESENCIA DE DIOS EN EL PUEBLO ("Yo soy") y en su historia. El sábado hace vivir al pueblo en comunión con Dios, en el gozo de pertenecer a Él, que se representa con el descanso de todas las ocupaciones, un descanso que no afecta solamente a los hijos de Israel, sino también a sus esclavos y a sus ganados, como signo de que es la creación entera la que pertenece a Dios. Y Yahvé es Señor también de la vida. De ahí que Él mismo sea llamado "Padre". El respeto a la vida empieza por el respeto a los padres que, a semejanza de Dios, son los transmisores de esta vida e incide en aquellos puntos que se consideraban imprescindibles para que todos pudieran vivir dignamente, puesto que atentar contra los bienes de los demás es privarlos de lo que les es esencial para su vida (J. Roca).
El Señor entrega a Moisés las "diez palabras"… Se fueron formando y toman esta forma en el contexto de Alianza, el pacto del Sinaí (cap. 19-24). La palabra “mandar” nos suena mal hoy en día, pero evoca a un Dios amoroso que sale al encuentro de Israel y, porque quiere, lo hace pueblo suyo. Así, la alianza es: 1) UN DON DE DIOS: el Señor irrumpe en la historia del pueblo. No es el Dios abstracto de la metafísica sino el liberador (v. 2). El don o gracia precede a toda exigencia humana. Es curioso observar cómo nuestros catecismos se olvidaron de un aspecto tan importante en la alianza. 2) Y este Dios que sale al encuentro del hombre, le interpela. Son las EXIGENCIAS de la alianza que pueden reducirse, como dijo Cristo, a dos: amar a Dios y al prójimo (Mc 10,17-22; 12,29-34; Lc 18,18-22; Ga 5,14; Rm 13,8-20). Cristo por lo demás no suele dar una lista ordenada de mandamientos, aunque no intenta abolir el decálogo, sino que ataca toda postura que se contenta con las obras externas sin exigir una transformación interna de la persona. Andando el tiempo, el aspecto jurídico externo prevalece sobre el interno, y el pueblo todo lo reducirá al mero cumplimiento, a la acumulación de obras. Olvidaron que la alianza, en su realidad profunda, es don y respuesta de amor. Por eso los profetas, profundizando en esa relación amorosa, nos lo presentarán con imágenes más sugestivas: el amor entre esposo-esposa, padre-hijo (A. Gil Modrego). Esta “ley natural” a la que se llega por la razón, no se ve totalmente cumplida sin el auxilio divino, por eso Dios lo revela. El problema es si se pueden cumplir sin la referencia a Dios… ésta es la novedad de la Biblia…
La alianza entre Dios y los hombres que promete un gran pueblo hecho realidad en Jesús, que con Noé se presentaba bajo el aspecto cósmico (amor al mundo) y con Abraham bajo el ángulo de la promesa gratuita por parte de Dios (respeto a la vida humana), se manifiesta ahora en forma de Ley determinada, que exige compromiso de cumplir unos preceptos que expresen la voluntad de Dios y manifiesten la fidelidad del pueblo. El Decálogo es la expresión concreta de la ley de la alianza, que Jesús lleva a plenitud: no hemos de vivir angustiados por la preocupación de no conculcar unos preceptos legales, sino liberados de la presión de la Ley, gracias a la fuerza del amor. Amor que lleva consigo unas exigencias –si me amáis, cumplid los mandamientos… dice Jesús: el mandamiento del amor que lo resume todo (J. Llopis), ahí se resumen toda la ley y los profetas (Mc 12,28-34 y par), llevando mucho más allá lo que la cosmología judía nos presenta: Yahvé como único centro del mundo, comprometido en la marcha liberadora -realizadora- del hombre. La ley es buena si libera al hombre. El decálogo no es la formulación arbitraria de un déspota que esclaviza a sus súbditos, sino la promulgación del gran servicio de Dios a los hombres, el acto más exquisito del respeto que le merece su libertad: liberación total que comienza en el mismo fermento de esclavitud que el hombre lleva dentro, el egoísmo excluyente, que trastorna el orden del mundo. El decálogo es un grito de alerta contra la tentación secular que asedia al hombre: la manipulación de Dios, de los otros, de las fuentes de la vida, del pensamiento. Y sobre todo, un grito de alerta contra la máxima alienación humana: la codicia, que arruina la vida comunitaria, al intentar llevarla por los caminos más radicalmente opuestos al espíritu de la alianza. El pueblo encuentra, de este modo, una guía segura para no recaer en una esclavitud aún peor que la sufrida en Egipto: la esclavitud de sí mismo. Dios llama al pueblo a la libertad porque únicamente así su servicio llegará a ser culto de comunión. Es el gran argumento del Éxodo. Libertad, pero total: no solamente externa, sino, y sobre todo, interior. Y por eso Jesús podrá resumir toda la ley y la revelación en un solo precepto, empapado en una profunda fe: amar al prójimo, imagen de Dios, medida del comportamiento individual y colectivo y del auténtico progreso humano y cristiano (J. M. Aragonés). El decálogo viene a ser como la gran Carta Magna, la Constitución general de todos los hombres, o la más antigua Declaración de los derechos humanos. Cristo perfeccionaría el decálogo y condensaría los mandamientos en uno solo, que es nuestra única ley (“Caritas”).
2. Sal 18, 8-11: Precede a los versículos del salmo de hoy -alma de Israel, aferrada a la ley divina (la Torah) mediante un amor ardiente y sincero- la admirable evocación del cosmos que "habla" a quienes saben mirarlo (el universo, los cielos, las estrellas, el sol): Dios ha "hablado" a un pueblo... y le ha "revelado" sus pensamientos sobre la humanidad. Para un judío fervoroso, la ley, lejos de ser una traba minuciosa, una regla legalista y formalista, es un verdadero "don de Dios". Al revelar al hombre la ley de su ser, Dios hace Alianza con él, para ayudarlo en sus comportamientos vitales: como el sol que "desposa la tierra" para darle vida, en el don de la ley hay algo así como la alegría de las nupcias, ¡es un misterio nupcial! La letanía de "cualidades" atribuidas a la ley recuerda las cualidades que se dan los enamorados. La mitad de estas cualidades es "objetiva", pues definen la ley en sí misma: es perfecta... segura... recta.. límpida... pura... justa... los versículos que leemos enumeran los efectos de esta ley en el hombre: da vida... da sabiduría... alegra el corazón... ilumina los ojos... De seguro, Jesús cantó este salmo con mucho fervor. Sus parábolas, casi todas tomadas de la "naturaleza", nos muestran su gran admiración por la creación. ¡Todo lo bello le "hablaba", le hablaba del Padre! De su amor a la "voluntad del Padre", el evangelio está lleno: "mi alimento, es hacer su voluntad". Lo que sorprende, es nuestra admiración de hombres modernos ante este amor a la ley. Hemos llegado al punto de no amar la ley, ninguna ley. ¡No conocemos "leyes amables"! ¡Olvidamos que la sola ley, es el amor! "Este es mi mandamiento: ¡Amarás!" Releamos a la luz del pensamiento de Jesús el elogio que este salmo hace a la ley...
Los filósofos actuales han descubierto la profunda relación entre el hombre y la naturaleza... No tenemos ninguna independencia. Estamos ligados a todas las leyes físicas y químicas del cosmos. Es físicamente verdadero que dependemos totalmente del sol: si éste se apagara, se acabaría toda forma de vida. ¡Qué bella imagen para hablarnos de Dios! Quizá después de mucho tiempo de racionalismo y falta de contemplación de esa belleza y dependencia del cosmos –por parte del hombre, quizá la mujer ha mantenido la “antorcha” de mirar esa belleza- los jóvenes de hoy redescubren el sentido de la naturaleza, reaccionando contra lo ficticio de la vida urbana. La noche transmite el mensaje de gloria. Si la luz del sol canta la gloria de Dios, es necesario descubrir como el salmista la maravilla de la noche. El día es el resplandor, la acción, la vida. La noche es la discreción, el descanso, el misterio. "¡Oh noche, qué profundo es tu silencio!", canta el célebre himno de Rameau. Si es placentero estar al sol, lo es también sumergirse en la noche como en un baño de silencio. El hombre moderno, necesita somníferos para dormir, carece de un equilibrio que es necesario tratar de recuperar mediante métodos más naturales. El Oriente en este campo tiene mucho que enseñarnos: "Hacer el vacío en sí mismo", hacer callar las voces discordantes que gritan en el fondo de nosotros mismos, recogerse. Tal es la preparación primordial para la oración. Se puede rezar evidentemente con los ojos abiertos. Pero hay que hacer también la experiencia de orar con los ojos cerrados, "haciendo la noche". Sabemos todo el partido que San Juan de la Cruz sacó del tema de la noche. Para él el hombre no podía realizar el encuentro con Dios fuera de la "noche oscura": "Nadie ha visto a Dios", decía Jesús. Escuchemos estas estrofas del poema de San Juan de la Cruz: “Esta fuente eterna está muy oculta, / y sin embargo, su morada la he encontrado, / ¡pero es de noche! // No sé su origen, porque no lo tiene, / sin embargo todo origen surge de ella, / ¡pero es de noche! // Y la corriente que nace de esta fuente, / sé que es rica y todopoderosa, / ¡pero es de noche! // Esta fuente eterna está muy oculta / en el pan de vida, para darnos vida, / ¡pero es de noche!”.
La ley de Dios. Nosotros, hombres modernos, ¿no tendríamos que redescubrir lo que es una "ley"? (Noel Quesson). El autor de este salmo, proclama jubilosamente que tiene una "ley": Los mandatos del Señor son rectos, alegran el corazón... son más preciosos que el oro, más dulces que la miel. Me da la impresión de que los niños pequeños pueden jugar solos, con su imaginación, pero para desarrollar un trabajo necesitan ser mirados por los mayores, y también en sus juegos sociales necesitan ciertas normas, por ejemplo los de 8-10 años, necesitan la presencia al menos virtual de una persona mayor, que marque normas, si no, ellos se desorganizan enseguida en sus juegos, se pelean y van hacia el caos… sentirnos mirados por Dios, aceptar ciertas normas, es fundamental en nuestro actuar social (familia, escuela, pueblo o ciudad, patria o Estados…) y personal. Me hablaban de una buena persona que, al vivir solo, no dormía ni comía con orden, y se fue descuidando hasta acabar mal del cuerpo –con una obesidad desmesurada- y mal de la cabeza… La ley es necesaria para que no se imponga la guerra, la irregularidad, la fuerza, la anarquía. La misma felicidad de vivir está en juego. La ley de Dios, es aún más profunda: regula desde el interior el correcto funcionamiento de nuestro ser. La ley del Señor es perfecta... guardarla es para el hombre una ganancia...
Notamos que la creación ha sufrido la convulsión de la caída del hombre y padece las consecuencias de esta culpa. Por eso también aspira a la liberación. Pues la espera de la creación aguarda la revelación de los hijos de Dios. Porque la creación está sujeta a la vanidad, no queriendo, sino por el que la sujetó, con esperanza de que también la creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción hacia la libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que toda la creación gime y tiene dolores de parto hasta entonces (Rm 8, 19-22). Un caso claro de esta debilidad es que el hombre actual tiene una prisa agobiante y no es capaz de pararse y contemplar. Está perdiendo el sentido de la admiración. Aturdido por tanto fracaso y por emociones siempre nuevas le resulta casi imposible captar un lenguaje sin «que resuene» alguna voz. Y aunque el salmo nos hable del sol, como servidor y testigo de Dios, como símbolo de la manifestación de su voluntad, el hombre actual está acostumbrado al sol... Solamente quien conoce la ley puede comprender después el lenguaje concreto de la creación. El Dios de la ley lleva al Dios de la creación. Y no al revés. En otras palabras, la creación nos conduce a lo sumo a la idea del Dios relojero de Voltaire —el reloj postula la existencia de un relojero—. La palabra, sin embargo, es la que nos hace encontrar al Dios vivo: La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma (v. 8). Así insistió Moisés en su “testamento”: porque el precepto que yo te mando hoy / no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; / no está en el cielo, no vale decir: / «¿Quién de nosotros subirá al cielo / y nos lo traerá y nos lo proclamará, / para que lo cumplamos?»; / ni está más allá del mar, no vale decir: / «¿Quién de nosotros cruzará el mar / y nos lo traerá y nos lo proclamará, / para que lo cumplamos?». // El mandamiento está muy cerca de ti: / en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo (Dt 30, 11-14). Porque es un regalo más precioso que el oro, más que el oro fino; más dulce que la miel de un panal que destila (v. 10-11). Pero este regalo se corromperá en manos de los “guardianes de la verdad”: doctores, moralistas y su casuística... para hacerse «yugo» insoportable, hecho de minucias y de prescripciones exteriores, del que nos librará Cristo y yo añadiría: del que nos hemos vuelto a llenar con moldes rígidos en que el fariseísmo posterior ahogará toda vida religiosa. La ley es más bien en este momento una guía, una luz. Es el «pedagogo» que conduce al Señor. Solamente más tarde este «pedagogo» será divinizado, se transformará en absoluto, en algo adorado por sí mismo. Y entonces la ley se convertirá en un tirano despiadado. La ley de que habla el salmo es una ley al servicio del hombre para su crecimiento, para la realización plena de su destino. Estamos por tanto lejos del legalismo formalista, de la obsesión jurídica de la observancia escrupulosa de reglas minuciosas. Estamos, en cambio, en el campo —evangélico, podríamos decir— de la ley al servicio del crecimiento del hombre. No al revés. El hombre se realiza a sí mismo a través de la ley, en la libertad. La ley por tanto no está sobre o ante el hombre, sino en su corazón. El Señor ha realizado esta obra decisiva: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones (Jr,31-33). Una ley externa —como ha hecho notar Karl Barth— es siempre molesta, sofocante, y ante ella nos entran ganas de huir. Nos repite siempre el mismo estribillo: «debes». Y nosotros respondemos: no puedo, no soy capaz, no tengo ganas. En cambio, la ley escrita en el corazón nos dice: «puedes». Entonces la obediencia pedida por Dios no es un cumplimiento del deber, sino que obedecer significa: poder obedecer en libertad. Por tanto, la ley, la palabra me realiza en la libertad, además de llevarme a encontrar a Dios (Alessandro Pronzato).
3. 1 Co 1,22-25: Pablo no se cansa de repetir en sus cartas que LA SALVACIÓN ES FRUTO DE LA INICIATIVA DE DIOS. Lo que el hombre busca es la propia seguridad, exigir condiciones para poder aceptar la salvación de Dios: para los judíos se tratará de los signos o milagros que garanticen la acción divina; y, para los griegos, la revelación de Dios debería ser algo que satisficiera a la inteligencia humana. El Mesías crucificado choca tanto con los primeros como con los segundos, porque la obra de la salvación no parte de la iniciativa humana, y la predicación del Evangelio se enfrenta con estas pretensiones. Pero en el hecho de que tanto algunos judíos como paganos se abran a la salvación, Pablo descubre la sabiduría y el poder salvador de Dios, que se da a conocer precisamente en Cristo crucificado, que para los hombres podría parecer una debilidad y un absurdo (J. Roca). La curiosidad morbosa por la seguridad, por el futuro, se opone a la confianza filial en Dios, una relación con Dios casi mercantil: “te doy para que me des”, un utilitarismo para “ganarse el cielo” a costa de portarse bien o querer a los demás... El afán de poder hace que busquemos siempre al Dios todopoderoso, no creemos en el Dios débil en Jesús... buscamos un dios de poder o el poder de la razón. Las expectativas mesiánicas judías estaban centradas en la intervención de Dios a favor de su pueblo por medio de una situación de dominio sobre las naciones paganas. Por otro lado, los griegos buscaban la explicación del hombre y del mundo a través del pensamiento filosófico. Esta confianza en un Dios de poder o en el poder de la razón, tenía que chocar con el mensaje de un Salvador crucificado, "escándalo para los judíos, necedad para los gentiles". Lo que los apóstoles predican es la antítesis (J. Naspleda).
Dios estará con la debilidad porque es menor obstáculo cuando quiere venir a nosotros: estos versículos no son un "elogio de la locura" (título de la famosa obra de Erasmo de R.), sino un contraste entre quien se cierra sobre sí mismo y quien está abierto a la obra de Dios. Ante el hombre confiado en sí mismo, en su capacidad de juzgar y discernir, ante los bienpensantes y piadosos de toda la vida o los orgullosos de la acción humana, Pablo contrapone a Jesús crucificado. Aquí está la paradoja. Por razones sociológicas, culturales, religiosas, el Crucificado es piedra de escándalo. Este Crucificado, legalmente condenado por legítimas autoridades, apoyadas en una ley pone en crisis nuestras seguridades. No sólo la de los corintios o judíos, sino las de cualquier persona que se apoye en sí misma. No por particular gusto de Dios de llevar la contraria a los bienes de la creación que él mismo ha puesto en nosotros y en el mundo, sino para mostrar cómo ningún factor humano, ninguno en absoluto, por bueno que sea, cuenta él solo para obrar el acercamiento del hombre a Dios. Esto, hoy como ayer, sigue siendo cierto. Dios está con la debilidad, porque ella es menos obstáculo para él cuando viene a nosotros (F. Pastor). Recuerdo que hace años un buen sacerdote me criticó un grupo diciendo: “tienen éxito porque dan seguridad a la gente, por eso van y se sienten bien…” y yo –inexperto- le contesté: “tú también tienes que darles seguridad, y no desorientarles”. Las palabras tienen muchos sentidos, pero ahora pienso que no tenemos que dar seguridad a la gente, sino paz, que viene de confiar en Dios y su misericordia, y hacer lo que podamos que Dios hará lo que no podamos nosotros…
Frente a la concepción judía de la vida basada en la verificación empírica (las señales) o la griega basada en la razón autosuficiente (el saber), la concepción cristiana presenta un Mesías crucificado. ¿Religión masoquista? En este caso los juicios judío y griego estarían en lo cierto. Pero en la concepción cristiana del Nuevo Testamento la cruz no está vista como medio intencionado de santificación, sino como instrumento injusto de suplicio. Desde una perspectiva histórica, la muerte de Jesús es obra de unos poderes absolutos, civiles y religiosos: la metafísica imperial romana con su pretensión de ofrecer una salvación y una paz para todos los hombres por medio del emperador: la religión de la ley con la pretensión de ser el camino único hacia Dios, estableciendo el esfuerzo personal y las instituciones religiosas derivadas de él como fuente de salvación para el hombre (“Dabar 1976”). Quizá hoy se ha desplazado este afán de seguridades en un cumplimiento de las leyes no ya religiosas sino civiles, como entonces el emperador: un puritanismo que “libera” aparentemente de seguir la conciencia, pero todo esto es falso, lleno de agresividad: se busca la tolerancia y libertad pero no para todos, siempre hay alguien al que crucificar (los lefebrianos ahora, quizá antes los moros o judíos, yo qué sé). El mecanismo de defensa ante el desequilibrio que provoca el resentimiento de no hacer las cosas en conciencia busca a alguien como chivo expiatorio, generalmente alguien que nos recuerda la conciencia (el Papa por ejemplo). Ante todas estas hipocresías, tenemos siempre el reto de aquel que dijo: No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (Jn 15,13). Desde el punto de vista de los judíos, los hombres se dividen en dos grupos: ellos y los otros; también solemos decir “los nuestros”… recuerdo un chiste: llega uno al cielo y san Pedro le va enseñando el lugar y al pasar por una habitación cerrada pregunta –“y aquí, ¿quién hay?”, y san Pedro dice: -“Los de… (el grupo en cuestión), ¡que se creen que están solos!” La Iglesia ha definido que nadie está seguro de su salvación, con certeza de fe (excepto los santos canonizados), pero sí podemos tener certeza moral...
Aquí sale también el tema de la fe-razón. Creemos que funcionamos con la razón, y es cierto: rechazamos lo que no es razonable. Pero la razón sola es incompleta: el proceso de la fe no es de orden racional; puede ser razonada, en todo caso razonable, pero solicita en el hombre otros móviles distintos de los de su inteligencia. La desgracia del hombre, sobre todo en determinado tipo de occidental, educado en una civilización cada vez más cartesiana y conceptual de la que difícilmente puede desprenderse, consiste en que no sabe ya de qué se trata cuando se le dice que dispone de otras facultades distintas de su razón. Ha esterilizado en sí una parte de su capacidad de amor y confianza y su apertura a la trascendencia. El mensaje de Pablo tiene más que nunca su sentido en el ateísmo de este siglo XXI, en que el cristiano habrá de poner en juego un equilibrio personal bastante sólido y desarrollar en sí unas facultades a primera vista menos racionales -locas, diría el apóstol- que no por eso dejan de ser auténticas actitudes humanas dilatantes y equilibrantes (Maertens-Frisque). A esta suma debilidad, a esta alta sabiduría de la cruz de Cristo se le pueden aplicar las maravillosas coplas de Juan de la Cruz, sobre un éxtasis de alta contemplación: “Entreme donde no supe / y quedeme no sabiendo / toda ciencia trascendiendo. // Yo no supe dónde entraba, / pero cuando allí me vi, / sin saber dónde me estaba, / grandes cosas entendí; / no diré lo que sentí, / que me quedé no sabiendo / toda ciencia trascendiendo. // Este saber no sabiendo / es de tan alto poder, / que los sabios arguyendo / jamás lo pueden vencer; / que no llega su saber / a no entender entendiendo, / toda ciencia trascendiendo”…
4. Jn 2,13-25 (Mt 21,12-13; Mc 11,15-17; Lc 19,45-46): la semana pasada veíamos cómo el templo es Jesús, y sigue con esto el texto de hoy: la segunda parte de la Cuaresma del ciclo B está marcada por tres evangelios de Juan que presentan diferentes aspectos del camino muerte-resurrección que celebramos en la Pascua. Los evangelistas no han pretendido escribir una biografía de Jesús y, en general, no están interesados por la cronología, sino por el mensaje de Jesús. Esto explica las diferencias que observamos incluso entre los evangelios sinópticos y, sobre todo, entre éstos y el evangelio de Juan. Por ejemplo, en este caso, los sinópticos sitúan el relato sobre la expulsión de los mercaderes del templo al final de la vida pública de Jesús; en cambio, Juan al principio. Sabido es que el cuarto evangelio tiene una estructura determinada por razones teológicas; por lo tanto habrá que suponer una intención en el hecho de que Juan nos hable de la purificación del templo ya al principio de su relato. Juan presenta a Jesús enfrentado a la religión oficial y opone constantemente la fe de los discípulos de Jesús a la incredulidad de los judíos. La expulsión de los mercaderes del templo es un ataque profético de Jesús a los señores del templo, es un gesto que preludia una lucha persistente en la que perdería la vida; pero es también el anuncio de la destrucción de ese templo como réplica divina a la incredulidad de los judíos que no conocieron su hora y no recibieron al Mesías que les había sido prometido. Una vez Jesús resucite de entre los muertos, él mismo será en adelante el verdadero templo de Dios. Teniendo en cuenta esta perspectiva, Juan prefiere situar el suceso al principio de la vida pública. La multitud de sacrificios que se ofrecían diariamente en el templo y la necesidad de cambiar la moneda corriente, la romana, por otra moneda especial, el siclo, a fin de satisfacer el tributo religioso al que estaban obligados los israelitas mayores de veinte años (Ex 30. 11; Mt 17. 24-27), hace comprensible que vendedores de animales y cambistas se instalaran en el llamado atrio de los gentiles. El permiso requerido para instalarse en el templo proporcionaba a los concesionarios, entre los cuales se contaba la familia del sumo sacerdote Anás, pingües beneficios. Estos usos y abusos habían convertido el templo de Dios en un mercado. Los judíos que intervienen de pronto y piden explicaciones a Jesús son probablemente los guardianes del templo. Sabemos que existía un cuerpo policial, formado por levitas, que estaban encargados del orden y la custodia del templo. Ellos son, pues, los que interrogan a Jesús. Llama la atención que estos policías no le acusen de inmediato de alterar el orden y que, en cambio, le pidan un milagro, una señal, que demuestre su autoridad para hacer lo que hace en el templo. Piensan que sólo un milagro puede justificar su acción. Tal modo de pensar es característico de la mentalidad judía (cf 3,2; 4,48; 6,14.30; 9,16; 11,47; Mt 12,38; 16,1; Mc 8,11; Lc 11,6), que Pablo distingue claramente de la mentalidad de los griegos que se atienen a la razón y buscan la sabiduría humana. Jesús replica con unas palabras que evidentemente, en aquella situación podían interpretarse como una amenaza al templo. Los guardianes del templo tomaron buena nota de las palabras de Jesús y, más tarde, lo acusarían ante los tribunales de lo que para ellos había sido una amenaza sacrílega al templo y a lo que el templo significaba (Mt 26. 61; Mc 14. 58). Jesús fue condenado, entre otras cosas, por su oposición al templo, por su ataque a una religión oficial establecida, sacralizada y mercantilizada. Cuando Juan escribe su evangelio, lo hace bajo la luz de la experiencia pascual. Y desde su punto de vista, el punto de vista de la fe en la resurrección de Jesús, interpreta las palabras de Jesús refiriéndolas a su cuerpo muerto y resucitado a los tres días. Si Jesús es el verdadero templo, se comprende entonces su oposición a cualquier otro templo, que pretenda situarse como algo sagrado por encima del hombre. Sí, Jesús es el templo, el ámbito del encuentro de los hombres con Dios, culto a Dios en espíritu y en verdad (Jn 4,23), pues donde hay dos reunidos en nombre de Jesús, allí está él en medio de ellos (Mt 18,20). Si Jesús es el templo, los que se incorporan a Jesús por la fe forman con él un mismo templo. La iglesia material no es ya para los cristianos la "casa de Dios" sino la casa del pueblo de Dios. Este pueblo, reunido en nombre de Cristo, incorporado a la misión de Cristo, es la verdadera casa de Dios. Pensar de otra manera sería volver a una concepción religiosa contra la que Jesús luchó toda su vida (“Eucaristía 1985”).
S. Agustín habla de que el pueblo de Dios que reza cantando es “como la voz de todos aquellos que están en el Cuerpo de Cristo. Y como en el Cuerpo de Cristo están todos, habla como un solo hombre, pues él es a la vez uno y muchos. Son muchos considerados aisladamente; son uno en aquel que es uno. El es también el templo de Dios, del que dice el Apóstol: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros: todos los que creen en Cristo y creyendo, aman. Pues en esto consiste creer en Cristo: en amar a Cristo; no a la manera de los demonios, que creían, pero no amaban. Por eso, a pesar de creer, decían: ¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? Nosotros, en cambio, de tal manera creamos que, creyendo en él, le amemos y no digamos: ¿Qué tenemos nosotros contigo?, sino digamos más bien: «Te pertenecemos, tú nos has redimido». / Efectivamente, todos cuantos creen así, son como las piedras vivas con las que se edifica el templo de Dios, y como la madera incorruptible con que se construyó aquella arca que el diluvio no consiguió sumergir. Este es el templo —esto es, los mismos hombres— en que se ruega a Dios y Dios escucha. Sólo al que ora en el templo de Dios se le concede ser escuchado para la vida eterna. Y ora en el templo de Dios el que ora en la paz de la Iglesia, en la unidad del cuerpo de Cristo. Este Cuerpo de Cristo consta de una multitud de creyentes esparcidos por todo el mundo; y por eso es escuchado el que ora en el templo. Ora, pues, en espíritu y en verdad el que ora en la paz de la Iglesia, no en aquel templo que era sólo una figura.
La religión es a la fe lo que al matrimonio el amor. Por eso cuando prevalece la institución -la forma de hacer, la ley que somete la persona en lugar de estarle al servicio- sobre la vida, el amor o la fe, éstos degeneran en fanatismo y en celos. El fanático no cree en nada, porque sólo cree en sus creencias, lo mismo que el celoso no ama a nadie, porque está enamorado de su amor. Y algo de esto viene a denunciar hoy Jesús en el evangelio. El Templo era el centro de la religión judía en tiempos de Jesús. El Templo, concentración del culto, y la Ley, resumen de la acción. Pero la Ley se había trivializado en los incontables preceptos del Talmud, y el Templo, el culto, se había convertido en un "modus vivendi" de los señores del templo, la clase sacerdotal. De modo que ni la ley servía a la vida, sino que la sofocaba; ni el templo servía a la expresión religiosa del pueblo, sino que los exprimía, despojándoles de sus recursos. Jesús denuncia la explotación del Templo. El culto está al servicio de la fe, para que ésta pueda expresarse de forma inteligible y comunitaria. Pero no se puede hacer un negocio con el culto. Es verdad que los que sirven al altar, tienen derecho a vivir del altar, por el servicio que prestan. Pero bien entendido que se les paga el servicio y que tienen que servir, no servirse. Y mucho menos abusar de su poder o confundir a la gente con vanas ilusiones o promesas supersticiosas. No se puede confundir la fe con lo que sólo es su expresión. El verdadero culto está en la fe, en el corazón del creyente. También Jesús había denunciado el abuso de la Ley, criticando el peculiar modo de practicar el descanso sabático. No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre. Porque no es el hombre para la Ley, sino las leyes para los hombres. Por eso el imperio de la ley también es imperialismo y por tanto inadmisible. La ley de los cristianos es el amor. Y el verdadero culto cristiano -la verdadera religión, según la carta de Santiago- no está en la liturgia, sino en la práxis del amor. Sin amor, lo mismo que sin fe y esperanza, ni hay verdadero culto, ni verdadera religión. Fe, esperanza y caridad son la síntesis de la vivencia religiosa, la única religión verdadera. Las formas religiosas en que la vivencia se manifiesta no son verdaderas ni falsas, sino útiles para expresar la fe, o vanas, si no la facilitan o la empañan (Luis B. Betes).
Yo soy el verdadero templo. Se afirma, más que la purificación del templo judío, su superación. Es otra forma distinta de anunciar el final definitivo del santuario de Jerusalén. Sus opositores, sobre todo los más interesados, así lo entenderán, y esta acusación saldrá después a la luz en el juicio ante el sanedrín. La frase el celo por tu casa me devora tendrá un significado no sólo moral, sino también físico: llevará a Jesús a la muerte. Tras la resurrección, los discípulos recordaron la escena y entendieron que, cuando decía "templo", se refería a sí mismo. Jesús se manifiesta como el "lugar" privilegiado de encuentro con Dios: el rostro humano de Dios. Ni Jerusalén, ni Garizín, ni otro cualquier lugar sagrado podrá encerrar al Dios de Jesús. Desde este punto de vista, perderán su sentido los templos hechos por manos de hombre para este fin. El universo entero será el templo material. Dios entre los pucheros, en el ajetreo de la vida, en el corazón del hombre. El amor solidario servirá de señal para conocer que se ha establecido relación con el Señor. Los primeros cristianos tuvieron conciencia de ser templo de piedras vivas con Jesús como cimiento. El espíritu de Jesús es lo que da trabazón al edificio. Ese es el verdadero sacerdocio, según el vocabulario del Nuevo Testamento. Porque dar culto no es realizar ceremonias, sino hacer la voluntad del Padre. Esta realidad, se traduce mejor por la fórmula "comunidad sacerdotal" que por otras más usadas como "sacerdocio de los fieles" o "sacerdocio de los bautizados" (sacerdocio común, aparte del ministerial al servicio de Jesús sacerdote). Las piedras de una construcción ocupan, cada una, un lugar indelegable. Tiene cada una su responsabilidad, no sólo sobre unos centímetros cuadrados, sino sobre toda la trabazón del conjunto. Son edificio en la medida en que cumplen este papel en relación con todas las demás. Son corresponsables. Después del último Concilio, la palabra corresponsabilidad se ha empleado mucho en los ambientes de la Iglesia. Sin embargo, los avances en el tema son bien pobres (“Eucaristía 1991”).
Examen de conciencia: en el corazón de la Cuaresma, las lecturas nos invitan a revisar nuestro propio vivir como algo muy conforme con este tiempo litúrgico. El evangelio termina con una frase que nos descubre la urgente necesidad de tal tarea: (Jesús) no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque el sabía lo que hay dentro de cada hombre. Sí, podemos estar engañándonos estúpidamente al abrigo del aturdimiento que produce el ajetreo de cada día, por eso es necesario que nos examinemos a la luz de la Palabra para vernos como nos ve el Señor.
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