Cuaresma 3, sábado: la misericordia divina se vuelca en nuestro corazón, cuando nos dejamos querer por Dios y llenar de su misericordia
Profeta Oseas 6, 1-6: “Esto dice el Señor a su pueblo, previendo cómo acudirá a Él en su aflicción: madrugarán para buscarme, y se dirán: ¡Ea, volvamos al Señor! Él nos desgarró, él nos curará; él nos hirió, él nos vendará. En dos días nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de Él. Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz…
Esto dice el Señor: Yo os herí por medio de profetas, y si os condené fue por las palabras de mi boca; y lo hice porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos”
Salmo responsorial 50, 3-4.18-19.20-21ab: Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado… / Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias. / Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptaras los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos.
Texto del Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalzado».
Comentario: 1. Hoy también es el profeta Oseas el que nos invita a convertirnos a los caminos de Dios, pero una conversión que esta vez vaya en serio, pues el pueblo volvía una y otra vez a sus desvaríos (como su mujer). Una vez más se nos dice en qué ha de consistir la conversión: no en ritos exteriores, sino en la actitud interior de la misericordia, esa es la luz del alma: «su amanecer es como la aurora y su sentencia surge como la luz». Como siempre estos días, coinciden algunas ideas de la primera lectura con el Salmo, donde se dicen de modo poético, y la central de hoy es: De ningún modo los ritos y las ceremonias nos harán ser agradables a Dios. Lo que Dios espera de nosotros es que le amemos. «Es amor lo que quiero». Un amor que se transforme en misericordia, a imagen de Dios, y que empape todos los actos de nuestras vidas, incluidos los ritos y las ceremonias, pero sobre todo nuestros actos ordinarios.
“El profeta Oseas, como todos los profetas, como Jesús, opone el amor de Dios a los ritos celebrados sin amor.
Es verdad y hay que confesarlo ¡Cuántas veces salimos de misa sin haber encontrado a Dios! ¡Sin haberle conocido y amado más! ¡Cuántas misas, a las que llegamos tarde y no se tiene tiempo de situarse en presencia del Invisible!
-Venid, volvamos al Señor. Corramos al conocimiento del Señor. El tema del «conocimiento» de Dios es muy corriente en el profeta Oseas. No hay que oponer "amor" a «conocimiento»: no va uno sin el otro. Quien conoce a otro, será más capaz de amarle. Quien ama a otro quiere conocerlo mejor. Señor, danos ese deseo de conocerte más y más. Nunca acabamos de descubrirte. Estas meditaciones de tu Palabra, regulares, reiterativas son un medio, entre otros, de conocerte mejor. Ayúdame a proseguir en ellas, no mecánicamente, sino con amor, con fidelidad. Sin formalismo. Con amor.
-Cierta como la aurora es su venida. La regularidad de los ritmos de la naturaleza era, para los semitas, un asesoramiento de la regularidad de Dios. La certeza de la llegada de la aurora al final de la noche... es una imagen de la certeza de la «venida» de Dios. Dios, una aurora. El día que viene.
-Su venida será para nosotros como el aguacero, como las lluvias tardías que riegan la tierra. Evoco en mis recuerdos las imágenes aquí propuestas. Una lluvia de primavera por la que reverdecen los prados y corren los riachuelos. Así Dios para nuestras vidas invernales y a menudo resecas... ¡es una promesa de vida!
-Vuestro amor es fugitivo como la bruma mañanera. Como el rocío que se evapora al apuntar el día. Dios espera nuestro amor; y a menudo le decepcionamos. Hoy escucho su queja... trato de oírla y me la aplico: «Tu amor, el tuyo... (aquí pongo mi nombre) es fugitivo». Ayúdame, Señor, a amarte, a corresponder a tu amor” (Noel Quesson).
Por eso nos dice hoy el profeta, para que vivamos hoy: «Ea, volvamos al Señor». Nos ha invitado a conocer mejor a Dios. A organizar nuestra vida más según las actitudes interiores -la misericordia hacia los demás- que según los actos exteriores. Entonces sí que la Cuaresma será una aurora de luz y una primavera de vida nueva.
2. El salmo "Miserere" es una de las oraciones más célebres del Salterio, “el salmo penitencial más intenso y repetido, el canto del pecado y del perdón, la meditación más profunda sobre la culpa y su gracia”, como recordaba en su comentario Juan Pablo II (en la Liturgia de las Horas lo recitamos en Laudes todos los viernes): “La tradición judía ha puesto el salmo 50 en labios de David, quien fue invitado a hacer penitencia por las palabras severas del profeta Natán (cf. versículos 1-2; 2 Samuel 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido Urías. El salmo, sin embargo, se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. v. 12; Jeremías 31,31-34; Ezequiel 11,19; 36, 24-28)”.
Su composición presenta dos horizontes: “Ante todo, aparece la región tenebrosa del pecado (cf. versículos 3-11)”, pero si “el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios se demuestra dispuesta a purificarlo radicalmente. De este modo, se pasa a la segunda parte espiritual del salmo, la luminosa de la gracia (cf. versículos 12-19). A través de la confesión de las culpas se abre de hecho para el orante un horizonte de luz en el que Dios actúa. El Señor no obra sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
Orígenes habla en este sentido de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra mediante la obra sanadora de Cristo: "Al igual que Dios predispuso los remedios para el cuerpo de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también preparó para el alma medicinas con las palabras infusas, esparciéndolas en las divinas Escrituras... Dios otorgó también otra actividad médica de la que es primer exponente el Salvador, quien dice de sí: "No tienen necesidad de médico los sanos; sino los enfermos". Él es el médico por excelencia capaz de curar toda debilidad, toda enfermedad”. Hoy se pone el acento en este sentido, según los versículos escogidos para mostrar “una arraigada convicción del perdón divino que "borra", "lava", "limpia" al pecador (cf. versículos 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura de espíritu, lengua, labios, corazón transfigurados (cf. versículos 14-19). "Aunque nuestros pecados fueran negros como la noche -afirmaba santa Faustina Kowalska-, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Sólo hace falta una cosa: que el pecador abra al menos un poco la puerta de su corazón... el resto lo hará Dios... Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia termina”.
En la última parte del salmo 50 se termina el itinerario de nuestra realidad pecadora -«no es justo ante Ti ningún viviente», Señor (salmo 142, 2); «¿cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (Job 25, 4-6)- en una actitud de confianza en Dios, en su misericordia: “Frases fuertes y dramáticas que quieren mostrar con toda seriedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa para sembrar el mal y la violencia, la impureza y la mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del «Miserere», que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios «borra», «lava», «limpia» la culpa confesada con corazón contrito (Cf. Salmo 50, 2-3). Con la voz de Isaías, el Señor dice: «Así fueran vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueran rojos como el carmesí, cual la lana quedarán» (1,18)”.
El final del salmo 50 está, pues, “lleno de esperanza, pues el orante es consciente de haber sido perdonado por Dios (17-21). Su boca está a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por ello, liberada del remordimiento (17).
El orante testimonia de manera clara otra convicción, relacionada con la enseñanza reiterada por los profetas (Cf. Isaías 1, 10-17; Amós 5, 21-25; Oseas 6, 6): el sacrificio más grato que se eleva hasta el Señor como delicado perfume (Cf. Génesis 8, 21) no es el holocausto de toros o de corderos, sino más bien el «corazón quebrantado y humillado» (Salmo 50, 19)”. La «Imitación de Cristo» señala: «La contrición de los pecados es para Ti sacrificio grato, un perfume mucho más delicado que el perfume del incienso... En ella se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52,4).
“El salmo concluye de manera inesperada con una perspectiva totalmente diferente, que parece incluso contradictoria (Cf. versículos 20-21). De la última súplica de un pecador se pasa a una oración en la que se pide la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, transportándonos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, siglos después. Por otra parte, tras haber expresado en el versículo 18 el rechazo divino de las inmolaciones de los animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que a Dios le agradarán estas mismas inmolaciones.
Está claro que este pasaje final es un añadido posterior de tiempos del exilio, que en cierto sentido quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo de David. Lo hace en dos aspectos: por una parte, no quiere que el salmo se reduzca a una oración individual; era necesario pensar también en la situación penosa de toda la ciudad. Por otra parte, quiere redimensionar el rechazo divino de los sacrificios rituales; este rechazo no podía ser completo ni definitivo pues se trataba de un culto prescrito por el mismo Dios en la Torá. Quien completó el salmo tuvo una válida intuición: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de la mediación de un sacrificio. Los pecadores no son capaces de purificarse por sí mismos; no son suficientes los buenos sentimientos. Se necesita una mediación exterior eficaz. El Nuevo Testamento revelará en sentido pleno esta intuición, mostrando que, con la entrega de su vida, Cristo ha realizado una mediación de sacrificio perfecto.
En sus «Homilías sobre Ezequiel», san Gregorio Magno comprendió bien la diferencia de perspectiva que se da entre los versículos 19 y 21 del «Miserere». Propone una interpretación que podemos hacer nuestra, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, mientras que refiere el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo. Estas son las palabras de aquel gran pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una en el tiempo y otra en la eternidad; una de fatiga en la tierra, otra de recompensa en el cielo; una en la que se gana los méritos, otra en la que goza de los méritos ganados. Tanto en una como en la otra vida ofrece el sacrificio: aquí el sacrificio de la compunción y allá arriba el sacrificio de alabanza. Sobre el primer sacrificio se ha dicho: «Mi sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado» (Salmo 50, 19); sobre el segundo está escrito: «entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos» (Salmo 50, 21)… En ambos casos se ofrece la carne, pues aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que allá arriba la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. Allá arriba se ofrecerá la carne como holocausto, cuando transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no se dé ningún conflicto ni haya nada mortal, pues perdurará totalmente encendida de amor por Él, en la alabanza sin fin».
3. El Evangelio se centra en la parábola del fariseo y el publicano, dos posturas, dos actitudes que definen dos tipos personas. Jesús no compara un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo. Vuelve a resonar ese motivo… El que se enaltece a sí mismo, será humillado. El que se humilla, será enaltecido por Dios: Jesús «dijo esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás». Palabras que nos tocan a fondo, pues podemos caer en la tentación de ofrecer a Dios actos externos de Cuaresma: el ayuno, la oración, la limosna, y no darnos cuenta de que lo principal que se nos pide es algo interior: por ejemplo, la misericordia, el amor a los demás, como se nos recuerda a fondo estos días (J. Aldazábal). San Agustín dice: «El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. A los que se ensalzan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, de lejos. Las cosas elevadas las conoces desde lejos, pero en ningún modo las desconoce.
Mira de cerca la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos, ni siquiera alzaba los ojos al cielo; para no ser mirado, rehuía él mirar. No se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba... Pon atención a Quién ruega. ¿Por qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano, escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde. Escucha ahora al Juez: “En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo”».
Hoy, inmersos en la cultura de la imagen, el Evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido: “En el pasaje que contemplamos vemos que en la persona hay un nudo con tres cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo si uno no tiene presentes las tres cuerdas mencionadas. La primera nos relaciona con Dios; la segunda, con los otros; y la tercera, con nosotros mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quienes se dirige Jesús «se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9) y, de esta manera, rezaban mal. ¡Las tres cuerdas están siempre relacionadas! ¿Cómo fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es el secreto para deshacer el nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así mismo lo expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad es la verdad». Es cierto: la humildad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos, y nos permite presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra de ellos. Finalmente, la humildad es también la base de la relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo lleva una vida irreprochable, con las prácticas religiosas semanales e, incluso, ¡ejerce la limosna! Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos” (David Compte i Verdaguer).
Estos días nos vamos acercando al momento cumbre de la humildad de Jesús, en la Cruz: «El Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (Juan Pablo II). Allí veremos uno de esos pecadores que rezan aprovechando, Dimas: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42), y el Señor responde con un premio “rápido”: «En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Jesús es el espejo para que nos situemos «en verdad», nos dice: «quiero amor, no sacrificio». Las páginas del Evangelio están llenas de ejemplos vivos: Magdalena, Zaqueo, Mateo… van saliendo al hilo de las lecturas de esos días pasados, y seguirán saliendo.
El peligro del fariseísmo está siempre vivo en nuestro corazón y en la Iglesia: evitar el pecado, multiplicar los sacrificios y las buenas obras, estar en regla, vivir las reglas. Estar en regla con Dios, merecer el amor de Dios, el cielo… el Señor se rodea de pecadores. Ya sabemos que el publicano era un traidor, maldito, pecador público, sanguijuela de su pueblo y que se queda con una parte de las contribuciones… "¡Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador!" -Os digo que bajó este "justificado" a su casa y no aquél.
“Le sigo con la mirada: regresa a su casa, apaciguado, curado, "justificado" por Dios, perdonado, feliz. Y ¿qué ha hecho para obtener este resultado? Ha reconocido su pecado: "Ten misericordia de mí que soy un pecador". Señor, ayúdame a saber reconocer mis pecados, mis miserias. Devuelve el valor y el ánimo a todos los desesperados. Que nadie dude de tu amor a pesar de todas las apariencias contrarias. Jesús, revélate tal como eres, a todos nosotros, pobres pecadores” (Noel Quesson).
Aunque no correspondamos bien, Dios se mueve a base de "misericordia" ("jésed" que significa también "lealtad", "fidelidad", "piedad" y "gracia"...): “Indica la dulzura de un lenguaje común, algo así como esa atmósfera de entendimiento en el amor que tienen quienes comparten unas mismas convicciones, unos mismos afectos, es decir: los que están en comunión. Cuando el Señor dice: "yo quiero jésed y no sacrificios", está refiriéndose a esa relación entrañable de proximidad y amor. Los "sacrificios" son un modo de establecer un pacto con Dios, un modo de negociar con él. Y eso es detestable para quien quiere que exista una atmósfera de amor y comunión. Por eso la "jésed" va unida a la "da-aht", que suele ser traducida por "conocimiento" de Dios”. El amor no entiende de “te doy para que me des” (“"Da-aht" alude a "estar despierto", "ser consciente, abrir los ojos, darse cuenta". El sacrifico y el holocausto tienen una lógica que puede volverse ciega y mezquina en su repetición: hago esto y Dios hará aquello. Es necesario tener "da-ath"; es preciso estar conscientes, darse cuenta de Quién es el que nos llama y con Quién estamos tratando. No es una ley anónima, no es una energía sin nombre, no es destino ciego: es el Dios vivo y verdadero y hay que saber Quién es él y qué quiere para agradarle y vivir la "jésed" que él espera de nosotros”).
El amor es lo que marca las distancias, los conceptos de lo cercano y lo lejano. “El fariseo se creía cercano y estaba muy lejos; el publicano parecía distante pero su oración, que era apenas un susurro, alcanzó los oídos del Altísimo.
Hay una relación aquí con el tema de la jésed que hemos explicado antes. El publicano no se apoya en sí mismo para hablar a Dios. Este es su gran acierto. Deja a Dios ser Dios; es consciente de quién es Aquél a quien está hablando y por eso entra en una relación de piedad desde su miseria, que no oculta.
El fariseo, por su parte, habla desde sí mismo. Apoyado en lo que cree que son sus méritos tiene bastante que admirar en su propia vida y no le queda ánimo para admirar la misericordia del Dios que lo recibe en su casa. Por lo visto, Dios existe ante todo para admirarlo a él y para aplaudirle su buena vida. En su ignorancia, este pobre habla solo; no habla con Dios”. Es el dejarse llenar de Dios y de su amor, o de amor a uno mismo. Pero tampoco podemos decir: "te alabo, Señor, porque no soy como ese ridículo fariseo...". “¿Qué solución queda, entonces? Pedir misericordia para todos: para el publicano que somos y para el fariseo que duerme en nosotros” (Fray Nelson).
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.
Nuestra oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta, confiada, procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio que es nuestra vida interior. La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
Llucià Pou Sabaté
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