Cuaresma 3, sábado: la misericordia divina se vuelca en nuestro corazón, cuando nos dejamos querer por Dios y llenar de su misericordia
Profeta Oseas 6, 1-6: “Esto dice el Señor a su pueblo, previendo cómo acudirá a Él en su aflicción: madrugarán para buscarme, y se dirán: ¡Ea, volvamos al Señor! Él nos desgarró, él nos curará; él nos hirió, él nos vendará. En dos días nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de Él. Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz…
Esto dice el Señor: Yo os herí por medio de profetas, y si os condené fue por las palabras de mi boca; y lo hice porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos”
Salmo responsorial 50, 3-4.18-19.20-21ab: Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado… / Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias. / Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptaras los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos.
Texto del Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalzado».
Comentario: 1. Hoy también es el profeta Oseas el que nos invita a convertirnos a los caminos de Dios, pero una conversión que esta vez vaya en serio, pues el pueblo volvía una y otra vez a sus desvaríos (como su mujer). Una vez más se nos dice en qué ha de consistir la conversión: no en ritos exteriores, sino en la actitud interior de la misericordia, esa es la luz del alma: «su amanecer es como la aurora y su sentencia surge como la luz». Como siempre estos días, coinciden algunas ideas de la primera lectura con el Salmo, donde se dicen de modo poético, y la central de hoy es: De ningún modo los ritos y las ceremonias nos harán ser agradables a Dios. Lo que Dios espera de nosotros es que le amemos. «Es amor lo que quiero». Un amor que se transforme en misericordia, a imagen de Dios, y que empape todos los actos de nuestras vidas, incluidos los ritos y las ceremonias, pero sobre todo nuestros actos ordinarios.
“El profeta Oseas, como todos los profetas, como Jesús, opone el amor de Dios a los ritos celebrados sin amor.
Es verdad y hay que confesarlo ¡Cuántas veces salimos de misa sin haber encontrado a Dios! ¡Sin haberle conocido y amado más! ¡Cuántas misas, a las que llegamos tarde y no se tiene tiempo de situarse en presencia del Invisible!
-Venid, volvamos al Señor. Corramos al conocimiento del Señor. El tema del «conocimiento» de Dios es muy corriente en el profeta Oseas. No hay que oponer "amor" a «conocimiento»: no va uno sin el otro. Quien conoce a otro, será más capaz de amarle. Quien ama a otro quiere conocerlo mejor. Señor, danos ese deseo de conocerte más y más. Nunca acabamos de descubrirte. Estas meditaciones de tu Palabra, regulares, reiterativas son un medio, entre otros, de conocerte mejor. Ayúdame a proseguir en ellas, no mecánicamente, sino con amor, con fidelidad. Sin formalismo. Con amor.
-Cierta como la aurora es su venida. La regularidad de los ritmos de la naturaleza era, para los semitas, un asesoramiento de la regularidad de Dios. La certeza de la llegada de la aurora al final de la noche... es una imagen de la certeza de la «venida» de Dios. Dios, una aurora. El día que viene.
-Su venida será para nosotros como el aguacero, como las lluvias tardías que riegan la tierra. Evoco en mis recuerdos las imágenes aquí propuestas. Una lluvia de primavera por la que reverdecen los prados y corren los riachuelos. Así Dios para nuestras vidas invernales y a menudo resecas... ¡es una promesa de vida!
-Vuestro amor es fugitivo como la bruma mañanera. Como el rocío que se evapora al apuntar el día. Dios espera nuestro amor; y a menudo le decepcionamos. Hoy escucho su queja... trato de oírla y me la aplico: «Tu amor, el tuyo... (aquí pongo mi nombre) es fugitivo». Ayúdame, Señor, a amarte, a corresponder a tu amor” (Noel Quesson).
Por eso nos dice hoy el profeta, para que vivamos hoy: «Ea, volvamos al Señor». Nos ha invitado a conocer mejor a Dios. A organizar nuestra vida más según las actitudes interiores -la misericordia hacia los demás- que según los actos exteriores. Entonces sí que la Cuaresma será una aurora de luz y una primavera de vida nueva.
2. El salmo "Miserere" es una de las oraciones más célebres del Salterio, “el salmo penitencial más intenso y repetido, el canto del pecado y del perdón, la meditación más profunda sobre la culpa y su gracia”, como recordaba en su comentario Juan Pablo II (en la Liturgia de las Horas lo recitamos en Laudes todos los viernes): “La tradición judía ha puesto el salmo 50 en labios de David, quien fue invitado a hacer penitencia por las palabras severas del profeta Natán (cf. versículos 1-2; 2 Samuel 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido Urías. El salmo, sin embargo, se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. v. 12; Jeremías 31,31-34; Ezequiel 11,19; 36, 24-28)”.
Su composición presenta dos horizontes: “Ante todo, aparece la región tenebrosa del pecado (cf. versículos 3-11)”, pero si “el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios se demuestra dispuesta a purificarlo radicalmente. De este modo, se pasa a la segunda parte espiritual del salmo, la luminosa de la gracia (cf. versículos 12-19). A través de la confesión de las culpas se abre de hecho para el orante un horizonte de luz en el que Dios actúa. El Señor no obra sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
Orígenes habla en este sentido de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra mediante la obra sanadora de Cristo: "Al igual que Dios predispuso los remedios para el cuerpo de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también preparó para el alma medicinas con las palabras infusas, esparciéndolas en las divinas Escrituras... Dios otorgó también otra actividad médica de la que es primer exponente el Salvador, quien dice de sí: "No tienen necesidad de médico los sanos; sino los enfermos". Él es el médico por excelencia capaz de curar toda debilidad, toda enfermedad”. Hoy se pone el acento en este sentido, según los versículos escogidos para mostrar “una arraigada convicción del perdón divino que "borra", "lava", "limpia" al pecador (cf. versículos 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura de espíritu, lengua, labios, corazón transfigurados (cf. versículos 14-19). "Aunque nuestros pecados fueran negros como la noche -afirmaba santa Faustina Kowalska-, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Sólo hace falta una cosa: que el pecador abra al menos un poco la puerta de su corazón... el resto lo hará Dios... Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia termina”.
En la última parte del salmo 50 se termina el itinerario de nuestra realidad pecadora -«no es justo ante Ti ningún viviente», Señor (salmo 142, 2); «¿cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (Job 25, 4-6)- en una actitud de confianza en Dios, en su misericordia: “Frases fuertes y dramáticas que quieren mostrar con toda seriedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa para sembrar el mal y la violencia, la impureza y la mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del «Miserere», que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios «borra», «lava», «limpia» la culpa confesada con corazón contrito (Cf. Salmo 50, 2-3). Con la voz de Isaías, el Señor dice: «Así fueran vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueran rojos como el carmesí, cual la lana quedarán» (1,18)”.
El final del salmo 50 está, pues, “lleno de esperanza, pues el orante es consciente de haber sido perdonado por Dios (17-21). Su boca está a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por ello, liberada del remordimiento (17).
El orante testimonia de manera clara otra convicción, relacionada con la enseñanza reiterada por los profetas (Cf. Isaías 1, 10-17; Amós 5, 21-25; Oseas 6, 6): el sacrificio más grato que se eleva hasta el Señor como delicado perfume (Cf. Génesis 8, 21) no es el holocausto de toros o de corderos, sino más bien el «corazón quebrantado y humillado» (Salmo 50, 19)”. La «Imitación de Cristo» señala: «La contrición de los pecados es para Ti sacrificio grato, un perfume mucho más delicado que el perfume del incienso... En ella se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52,4).
“El salmo concluye de manera inesperada con una perspectiva totalmente diferente, que parece incluso contradictoria (Cf. versículos 20-21). De la última súplica de un pecador se pasa a una oración en la que se pide la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, transportándonos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, siglos después. Por otra parte, tras haber expresado en el versículo 18 el rechazo divino de las inmolaciones de los animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que a Dios le agradarán estas mismas inmolaciones.
Está claro que este pasaje final es un añadido posterior de tiempos del exilio, que en cierto sentido quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo de David. Lo hace en dos aspectos: por una parte, no quiere que el salmo se reduzca a una oración individual; era necesario pensar también en la situación penosa de toda la ciudad. Por otra parte, quiere redimensionar el rechazo divino de los sacrificios rituales; este rechazo no podía ser completo ni definitivo pues se trataba de un culto prescrito por el mismo Dios en la Torá. Quien completó el salmo tuvo una válida intuición: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de la mediación de un sacrificio. Los pecadores no son capaces de purificarse por sí mismos; no son suficientes los buenos sentimientos. Se necesita una mediación exterior eficaz. El Nuevo Testamento revelará en sentido pleno esta intuición, mostrando que, con la entrega de su vida, Cristo ha realizado una mediación de sacrificio perfecto.
En sus «Homilías sobre Ezequiel», san Gregorio Magno comprendió bien la diferencia de perspectiva que se da entre los versículos 19 y 21 del «Miserere». Propone una interpretación que podemos hacer nuestra, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, mientras que refiere el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo. Estas son las palabras de aquel gran pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una en el tiempo y otra en la eternidad; una de fatiga en la tierra, otra de recompensa en el cielo; una en la que se gana los méritos, otra en la que goza de los méritos ganados. Tanto en una como en la otra vida ofrece el sacrificio: aquí el sacrificio de la compunción y allá arriba el sacrificio de alabanza. Sobre el primer sacrificio se ha dicho: «Mi sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado» (Salmo 50, 19); sobre el segundo está escrito: «entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos» (Salmo 50, 21)… En ambos casos se ofrece la carne, pues aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que allá arriba la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. Allá arriba se ofrecerá la carne como holocausto, cuando transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no se dé ningún conflicto ni haya nada mortal, pues perdurará totalmente encendida de amor por Él, en la alabanza sin fin».
3. El Evangelio se centra en la parábola del fariseo y el publicano, dos posturas, dos actitudes que definen dos tipos personas. Jesús no compara un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo. Vuelve a resonar ese motivo… El que se enaltece a sí mismo, será humillado. El que se humilla, será enaltecido por Dios: Jesús «dijo esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás». Palabras que nos tocan a fondo, pues podemos caer en la tentación de ofrecer a Dios actos externos de Cuaresma: el ayuno, la oración, la limosna, y no darnos cuenta de que lo principal que se nos pide es algo interior: por ejemplo, la misericordia, el amor a los demás, como se nos recuerda a fondo estos días (J. Aldazábal). San Agustín dice: «El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. A los que se ensalzan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, de lejos. Las cosas elevadas las conoces desde lejos, pero en ningún modo las desconoce.
Mira de cerca la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos, ni siquiera alzaba los ojos al cielo; para no ser mirado, rehuía él mirar. No se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba... Pon atención a Quién ruega. ¿Por qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano, escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde. Escucha ahora al Juez: “En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo”».
Hoy, inmersos en la cultura de la imagen, el Evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido: “En el pasaje que contemplamos vemos que en la persona hay un nudo con tres cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo si uno no tiene presentes las tres cuerdas mencionadas. La primera nos relaciona con Dios; la segunda, con los otros; y la tercera, con nosotros mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quienes se dirige Jesús «se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9) y, de esta manera, rezaban mal. ¡Las tres cuerdas están siempre relacionadas! ¿Cómo fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es el secreto para deshacer el nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así mismo lo expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad es la verdad». Es cierto: la humildad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos, y nos permite presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra de ellos. Finalmente, la humildad es también la base de la relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo lleva una vida irreprochable, con las prácticas religiosas semanales e, incluso, ¡ejerce la limosna! Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos” (David Compte i Verdaguer).
Estos días nos vamos acercando al momento cumbre de la humildad de Jesús, en la Cruz: «El Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (Juan Pablo II). Allí veremos uno de esos pecadores que rezan aprovechando, Dimas: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42), y el Señor responde con un premio “rápido”: «En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Jesús es el espejo para que nos situemos «en verdad», nos dice: «quiero amor, no sacrificio». Las páginas del Evangelio están llenas de ejemplos vivos: Magdalena, Zaqueo, Mateo… van saliendo al hilo de las lecturas de esos días pasados, y seguirán saliendo.
El peligro del fariseísmo está siempre vivo en nuestro corazón y en la Iglesia: evitar el pecado, multiplicar los sacrificios y las buenas obras, estar en regla, vivir las reglas. Estar en regla con Dios, merecer el amor de Dios, el cielo… el Señor se rodea de pecadores. Ya sabemos que el publicano era un traidor, maldito, pecador público, sanguijuela de su pueblo y que se queda con una parte de las contribuciones… "¡Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador!" -Os digo que bajó este "justificado" a su casa y no aquél.
“Le sigo con la mirada: regresa a su casa, apaciguado, curado, "justificado" por Dios, perdonado, feliz. Y ¿qué ha hecho para obtener este resultado? Ha reconocido su pecado: "Ten misericordia de mí que soy un pecador". Señor, ayúdame a saber reconocer mis pecados, mis miserias. Devuelve el valor y el ánimo a todos los desesperados. Que nadie dude de tu amor a pesar de todas las apariencias contrarias. Jesús, revélate tal como eres, a todos nosotros, pobres pecadores” (Noel Quesson).
Aunque no correspondamos bien, Dios se mueve a base de "misericordia" ("jésed" que significa también "lealtad", "fidelidad", "piedad" y "gracia"...): “Indica la dulzura de un lenguaje común, algo así como esa atmósfera de entendimiento en el amor que tienen quienes comparten unas mismas convicciones, unos mismos afectos, es decir: los que están en comunión. Cuando el Señor dice: "yo quiero jésed y no sacrificios", está refiriéndose a esa relación entrañable de proximidad y amor. Los "sacrificios" son un modo de establecer un pacto con Dios, un modo de negociar con él. Y eso es detestable para quien quiere que exista una atmósfera de amor y comunión. Por eso la "jésed" va unida a la "da-aht", que suele ser traducida por "conocimiento" de Dios”. El amor no entiende de “te doy para que me des” (“"Da-aht" alude a "estar despierto", "ser consciente, abrir los ojos, darse cuenta". El sacrifico y el holocausto tienen una lógica que puede volverse ciega y mezquina en su repetición: hago esto y Dios hará aquello. Es necesario tener "da-ath"; es preciso estar conscientes, darse cuenta de Quién es el que nos llama y con Quién estamos tratando. No es una ley anónima, no es una energía sin nombre, no es destino ciego: es el Dios vivo y verdadero y hay que saber Quién es él y qué quiere para agradarle y vivir la "jésed" que él espera de nosotros”).
El amor es lo que marca las distancias, los conceptos de lo cercano y lo lejano. “El fariseo se creía cercano y estaba muy lejos; el publicano parecía distante pero su oración, que era apenas un susurro, alcanzó los oídos del Altísimo.
Hay una relación aquí con el tema de la jésed que hemos explicado antes. El publicano no se apoya en sí mismo para hablar a Dios. Este es su gran acierto. Deja a Dios ser Dios; es consciente de quién es Aquél a quien está hablando y por eso entra en una relación de piedad desde su miseria, que no oculta.
El fariseo, por su parte, habla desde sí mismo. Apoyado en lo que cree que son sus méritos tiene bastante que admirar en su propia vida y no le queda ánimo para admirar la misericordia del Dios que lo recibe en su casa. Por lo visto, Dios existe ante todo para admirarlo a él y para aplaudirle su buena vida. En su ignorancia, este pobre habla solo; no habla con Dios”. Es el dejarse llenar de Dios y de su amor, o de amor a uno mismo. Pero tampoco podemos decir: "te alabo, Señor, porque no soy como ese ridículo fariseo...". “¿Qué solución queda, entonces? Pedir misericordia para todos: para el publicano que somos y para el fariseo que duerme en nosotros” (Fray Nelson).
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.
Nuestra oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta, confiada, procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio que es nuestra vida interior. La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
Llucià Pou Sabaté
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sábado, 17 de marzo de 2012
jueves, 15 de marzo de 2012
Cuaresma 3, viernes: el amor de Dios está por encima de todo; dejarnos amar por Él, dejar que brote de nuestro corazón, el amor a los demás
Cuaresma 3, viernes: el amor de Dios está por encima de todo; dejarnos amar por Él, dejar que brote de nuestro corazón, el amor a los demás
1ª: Os 14, 2-10: Israel, vuelve al Señor, tu Dios, porque por tu culpa te ha hecho caer. Buscad palabras y volved al Señor. Decidle: Perdona todas nuestras culpas para que recobremos la felicidad y te ofrezcamos en sacrificio palabras de alabanza. Asiria no nos puede salvar; no montaremos ya en los caballos, y no diremos más «dios nuestro» a la obra de nuestras manos, pues en Ti encuentra compasión el huérfano.
Yo los curaré de su apostasía, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos. Seré como el rocío para Israel; él florecerá como el lirio y echará sus raíces como el olmo. Sus ramas se extenderán lejos, hermosas como el ramaje del olivo, y su fragancia será como la del Líbano. Volverán a sentarse en mi sombra; cultivarán el trigo, florecerán como la viña y su renombre será como el del vino del Líbano. Efraín..., ¿qué tengo yo que ver con los ídolos? Yo lo atenderé y lo protegeré. Yo soy como un pino siempre verde; de mí procede todo fruto. Que el sabio comprenda estas cosas, que el inteligente las entienda, porque los caminos del Señor son rectos; por ellos caminarán los justos, mas los injustos tropezarán en ellos.
Salmo 80: Oigo un lenguaje desconocido: / "retiré sus hombros de la carga, / y sus manos dejaron la espuerta. / Clamaste en la aflicción, y te libré, / te respondí oculto entre los truenos, / te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. / Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti; / ¡ojalá me escuchases Israel! / No tendrás un dios extraño, / no adorarás un dios extranjero; / yo soy el Señor, Dios tuyo, / que saqué del país de Egipto; / abre la boca que te la llene. ¡Ojalá me escuchase mi pueblo / y caminase Israel por mi camino!: …/ te alimentaría con flor de harina, / te saciaría con miel silvestre.
Texto del Evangelio (Mc 12,28b-34): En aquel tiempo, uno de los maestros de la Ley se acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
Comentario: 1. Oseas –después de sus desgracias, la más fuerte es la mujer amada que lo traiciona- termina su libro con ese canto a la conversión al Dios del amor. El perdón del profeta, que vuelve a tomar su esposa, es símbolo del amor que Dios tiene a su pueblo. “Israel, con quien Dios se ha desposado, se ha conducido como una mujer infiel, como una prostituta, y ha provocado el furor y los celos de su esposo divino. Este sigue queriéndola, y si la castiga, es para atraerla hacia sí y devolverle la alegría del primer amor.
Con una audacia que sorprende y una pasión que impresiona, el alma tierna y violenta de Oseas expresa por vez primera las relaciones de Dios con Israel mediante la imagen y terminología del matrimonio. Todo su mensaje tiene como tema fundamental el amor de Dios despreciado por su Pueblo.
Oseas arremete con furia mal contenida contra todo cuanto en la historia de Israel ha sido desprecio para el Señor. Sus críticas a las clases dirigentes, a los sacerdotes y a los explotadores son duras. Habla desde su propia rabia convertida ahora en símbolo: la Palabra de Dios adquiere ahora en su lengua todo el fuego pasional de un marido engañado”. Esa entrega es signo del amor de Cristo con su Iglesia; y los místicos cristianos como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz la extendieron a todas las almas fieles, esposas amadas de Cristo. Este es el contexto de las palabras que hoy meditamos. “El corazón de Oseas se ha ido vaciando poco a poco, a lo largo de trece capítulos, de toda la ira y amargura que se almacenaron en su alma. Han sido palabras en las que se mezclaron el símbolo y la realidad de su dolor. Pero no son la palabra última de su corazón creyente.
El Dios de Oseas, tan herido, tan maltratado por su pueblo, no se consume en lamentos estériles y rencorosos, sino que al final de tanto desprecio, queda brillando en este último capítulo la esperanza de que el pueblo se volverá al Señor al cabo de una larga experiencia”. Para este retorno a Dios es necesario una confesión de los equivocados caminos que se han seguido, una rectificación: "Israel, conviértete al Señor Dios tuyo porque tropezaste con tu pecado. Preparad vuestro discurso, volved al Señor y decidle: perdona del todo la iniquidad". Lo mismo que el menor de la parábola, debemos preparar nuestras palabras: "Me levantaré, iré a mi Padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo".
“La mayor falta de todas es la resistencia a encontrar a Dios en la vida diaria. El pecado es negarse a ver a Dios en la historia. Por eso la conversión esencial no consiste en hacer cosas sino en que vivamos cada acontecimiento de cada día como iniciativa de Dios.
"Rectos son los caminos del Señor: los justos andan por ellos; los pecadores tropiezan en ellos" (Os 14, 10). El camino del Señor es su Palabra viniendo a nosotros los hombres, para que el hombre pueda por ella volver a Dios”.
“La respuesta del Señor representa el triunfo del amor, del cual Oseas era el gran teólogo y poeta. Este amor gratuito de Dios será como el beso del rocío que devuelve el frescor y la vida. La más bella glosa a la teología del amor, de la conversión y del perdón, según Oseas, podría ser la parábola del padre misericordioso, que no habla solamente de la mutación de sentimientos, sino que expone además la respuesta de Dios a la conversión. El padre, lleno de gozo, acoge a aquel hijo perdido que rehace el camino: «Estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y se le ha encontrado» (Lc 15,32). Quien no encuentra el camino de Dios, quien no se deja hallar como oveja perdida, pierde el sentido de la vida” (F. Raurell).
“Oseas, en el Antiguo Testamento, era también el profeta y el poeta del amor. Ese amor es aún más hermoso. No es sólo un amor que promete la felicidad, si se es fiel. Es un amor que perdona y que pide «Volver».
-Has tropezado a causa de tu pecado... Pero ¡vuelve al Señor! El profeta Oseas vivió esa experiencia en su propio hogar. El mismo narra en su libro que su propia mujer lo había abandonado. Y cuenta cómo vio en ello una parábola del sufrimiento de Dios, abandonado por nosotros frecuentemente. Dios le pidió que aceptase de nuevo a esa mujer a pesar de haberle traicionado... para simbolizar con ello lo que Él mismo está haciendo sin parar.
Después de cada una de nuestras faltas, Dios es capaz de volver de nuevo a amarnos. Nos dice: «¡Vuelve!». Como dos esposos que se perdonan. Como dos amigos que reemprenden su amistad después de una temporada de frialdad. -Queremos reparar... No montaremos ya caballos de guerra... Eres Tú quien se apiada de nosotros. El hombre tiende siempre a querer contar con sus propias fuerzas, con «sus caballos de guerra». Pero, quebrantado, reconoce a veces, como Israel, que el único salvador es Dios.
-Entonces sanaré sus infidelidades; les amaré generosamente. Dios, amor decepcionado, es quien dice esas cosas. He de escuchar esas palabras de ternura.
-Seré como rocío para Israel que florecerá como el lirio. Hundirá sus raíces como el cedro del Líbano, cuyas ramas se desplegarán. Su belleza será la del olivo: su fragancia, la del Líbano. Volverán a sentarse a su sombra. Florecerán como la vid; su renombre será como el del vino del Líbano. Sorprendente acumulación de imágenes de prosperidad y de felicidad. Frescor. Fecundidad. Belleza. Fragancia. Flores. Solidez. Hay que "saborear" cada una de las imágenes: el rocío... el lirio... el árbol frondoso... el vino... los perfumes... las frutas... Y estamos en plena cuaresma, en medio de la cuaresma. ¡Y Dios nos promete todas esas cosas!” (Noel Quesson).
Como es propio del viernes, día penitencial por excelencia, se nos habla de la conversión: «perdona nuestra iniquidad, recibe el sacrificio de nuestros labios».
Seguimos teniendo la tentación de controlar todo, -“montar a caballo”: poner nuestra confianza en medios humanos-, tener ídolos en los que ponemos el corazón. La clave será mirar nuestro corazón y ver ¿cómo va nuestro amor? «Que sepamos dominar nuestro egoísmo y secundar las inspiraciones que nos vienen del cielo» (oración), pues el amor será el que guía nuestro caminar: «Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos» (1ª lectura), para ello tenemos la fuerza de la oración: «Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase por mi camino» (salmo). “La misma conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor”, y nos lleva a un paraíso, por haber sido capaces de recibir la Palabra de Dios en el corazón: ése es elemento fundamental, nuestra conciencia.
2. A ello nos lleva el salmo, que toma las ideas de antes, y las pone en lenguaje poético, siguiendo con la imagen de la tentación del agua, que esta semana sigue como imagen de fondo, al igual que el camino de Dios. Todo ello confluye en hacer la voluntad divina, vivir el mandamiento del amor. Juan Pablo II lo comentaba en torno a dos polos: “Por una parte, está el don divino de la libertad que se ofrece a Israel oprimido e infeliz: "Clamaste en la aflicción, y te libré" (v. 8). Se alude también a la ayuda que el Señor prestó a Israel en su camino por el desierto, es decir, al don del agua en Meribá, en un marco de dificultad y prueba.
Sin embargo, por otra parte, además del don divino, el salmista introduce otro elemento significativo. La religión bíblica no es un monólogo solitario de Dios, una acción suya destinada a permanecer estéril. Al contrario, es un diálogo, una palabra a la que sigue una respuesta, un gesto de amor que exige adhesión. Por eso, se reserva gran espacio a las invitaciones que Dios dirige a Israel.
El Señor lo invita ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (cf. Ex 20, 3-5). En el discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo "escuchar", frecuente en el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad.
Efectivamente, en nuestro salmo se repite: "Escucha, pueblo mío. (...) Ojalá me escuchases, Israel (...). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (...) Ojalá me escuchase mi pueblo" (Sal 80, 9. 12. 14).
Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32, 1-14).
La última parte del salmo (cf. vv. 14-17) tiene un tono melancólico. En efecto, Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido: "Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino" (v. 14). Con todo, esta melancolía se inspira en el amor y va unida a un deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminase por las sendas del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (cf. v. 15), y alimentarlo "con flor de harina" y saciarlo "con miel silvestre" (v. 17).
Sería un alegre banquete de pan fresquísimo, acompañado de miel que parece destilar de las rocas de la tierra prometida, representando la prosperidad y el bienestar pleno, como a menudo se repite en la Biblia (cf. Dt 6, 3; 11, 9; 26, 9. 15; 27, 3; 31, 20). Evidentemente, al abrir esta perspectiva maravillosa, el Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor tan generoso.
En la relectura cristiana, el ofrecimiento divino se manifiesta en toda su amplitud. En efecto, Orígenes nos brinda esta interpretación: el Señor "los hizo entrar en la tierra de la promesa; no los alimentó con el maná como en el desierto, sino con el grano de trigo caído en tierra (cf. Jn 12, 24-25), que resucitó... Cristo es el grano de trigo; también es la roca que en el desierto sació con su agua al pueblo de Israel. En sentido espiritual, lo sació con miel, y no con agua, para que los que crean y reciban este alimento tengan la miel en su boca".
Como siempre en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador nunca es el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no quiere juzgar y condenar, sino salvar y librar a la humanidad del mal. Sigue repitiendo las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid" (Ez 18, 23. 31-32).
La liturgia se transforma en el lugar privilegiado donde se escucha la invitación divina a la conversión, para volver al abrazo del Dios "compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34, 6)”. Esta es la memoria que debe hacer Israel: “Un pueblo que olvida sus orígenes pierde su identidad”, como pasó en Egipto hasta que los sacó el Señor. El sentido espiritual es evidente para nosotros, pues es la nueva vida que constituye la identidad que tenemos como cristianos (Carlos G. Vallés).
3. La Ley de Cristo es el amor a Dios y al prójimo. San Bernardo dice: «El amor, basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación de la misma». Esa fuente no es otra que Dios. “Hemos de aprender a amar en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo”. El amor es quien nos liberará de los ídolos de piedra hechos por nuestras manos, valores que absolutizamos: el dinero, el éxito, el placer, la comodidad, las estructuras, nuestra propia persona.
«No existe otro mandamiento mayor que éstos». Es más, es la razón de nuestra existencia: «El alma no puede vivir sin amor, siempre quiere amar alguna cosa, porque está hecha de amor, que yo por amor la creé» (Santa Catalina de Siena), nos dice el Dios que es amor todopoderoso, amor hasta el extremo, amor crucificado: «Es en la cruz donde puede contemplarse esta verdad» (Benedicto XVI). “Este Evangelio no es sólo una autorrevelación de cómo Dios mismo -en su Hijo- quiere ser amado. Con un mandamiento del Deuteronomio: «Ama al Señor, tu Dios» (Dt 6,5) y otro del Levítico: «Ama a los otros» (Lev 19,18), Jesús lleva a término la plenitud de la Ley. Él ama al Padre como Dios verdadero nacido del Dios verdadero y, como Verbo hecho hombre, crea la nueva Humanidad de los hijos de Dios, hermanos que se aman con el amor del Hijo.
La llamada de Jesús a la comunión y a la misión pide una participación en su misma naturaleza, es una intimidad en la que hay que introducirse. Jesús no reivindica nunca ser la meta de nuestra oración y amor. Da gracias al Padre y vive continuamente en su presencia. El misterio de Cristo atrae hacia el amor a Dios -invisible e inaccesible- mientras que, a la vez, es camino para reconocer, verdad en el amor y vida para el hermano visible y presente. Lo más valioso no son las ofrendas quemadas en el altar, sino Cristo que se quema como único sacrificio y ofrenda para que seamos en Él un solo altar, un solo amor.
Esta unificación de conocimiento y de amor tejida por el Espíritu Santo permite que Dios ame en nosotros y utilice todas nuestras capacidades, y a nosotros nos concede poder amar como Cristo, con su mismo amor filial y fraterno. Lo que Dios ha unido en el amor, el hombre no lo puede separar. Ésta es la grandeza de quien se somete al Reino de Dios: el amor a uno mismo ya no es obstáculo sino éxtasis para amar al único Dios y a una multitud de hermanos” (Pere Montagut).
Jesús resume hoy toda la ley en el amor: -Vuelve, Israel, al Señor, tu Dios. “El amor es esencial del evangelio y de la vida evangélica. Es la "buena nueva" que mi vida toda debería estar proclamando. ¿Amo yo, efectivamente? ¿A quién amo? ¿A quién dejo de amar? ¿Cómo se traduce este amor? ¿Quién es mi prójimo? Como tú mismo... Como tú misma...", ¡no es decir poco! ¿Cómo me amo a mí mismo/a? ¿Qué deseo yo para mí? ¿Cuáles son mis aspiraciones profundas? ¿A qué cosas estoy más aferrado? ¿Qué es lo que más me falta? Y todo esto quererlo también para mi prójimo. No debo pasar muy rápidamente sobre todas estas cuestiones. Debo tomar, sobre ellas, una decisión en este tiempo de cuaresma.
-Díjole el escriba “Muy bien, Maestro, tienes razón...” Viendo Jesús cuán atinadamente había respondido, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios." ¡Jesús felicitó a un escriba! En cualquier conversación, saber reconocer los aciertos en las intervenciones de los otros para valorarlos y estimularlos es una forma humilde de amor al prójimo, que Jesús pone aquí en práctica. "El Reino de Dios" = ¡amar!, ¡a Dios y a los hermanos! Este es también el contenido esencial de la Iglesia y que la liturgia cristiana expresa. Cada asamblea eucarística debería ser a la vez: -Un lugar de encuentro y de amor de Dios. -Un lugar de encuentro y de amor fraterno” (Noel Quesson).
La caracterización del amor, y su intensidad, si queremos que en él se cumpla la voluntad de Dios, ha de ser: “Único: dirigido al único Dios y Señor. Si se divide, entre Dios y el diablo, no es válido. De todo corazón: sin resquicio alguno, y poniendo en tensión todas las vísceras. Con toda el alma: abrazando cuerpo y espíritu, exterioridad e interioridad profunda. Con toda tu mente: que no consista en meros impulsos sino que goce de luz, de verdad, para que ideas engañosas, egoístas y manipuladoras, no turben la unidad y armonía. Y esa misma intensidad del amor habría que aplicarla gradualmente a nuestra relación mutua entre los hombres: en solidaridad, justicia, gratuidad, sacrificio, desprendimiento, cercanía. Jesús nos ha puesto las cosas muy difíciles, pero por ahí va el camino de la perfección o santidad de vida. Seamos perfectos en el amor, como nuestro Padre celestial es perfecto” (Gratis date). Como decimos en la Comunión, «Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale más que todos los sacrificios» (cf. Mc 12,33), y pedimos luego que sea prenda de lo que será: «Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía» (Postcomunión).
¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor. Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, “canales de la misericordia divina”. Nos perdona en la Confesión y se nos da en la Sagrada Eucaristía. Nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. También nos ha dado un Ángel para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo donde tendremos una felicidad sin límites y sin término. Pero amor con amor se paga. Y decimos con Francisca Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente” (Decenario al Espíritu Santo).
Dios espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros. Nuestro amor a Dios se muestra en las mil incidencias de cada día: amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. El amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los amores nobles y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y cada uno en su orden. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con quienes están junto a nosotros. Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus hijos, nuestros hermanos (Francisco Fernández Carvajal).
Este es el fondo de la conversión que se nos pide: aprender a confiar en el amor de Dios, apoyarnos ahí, roca firme, que nunca nos va a engañar, que no se va a quebrar, y al interiorizar ese don se hace vida, y el amor brota para los demás.
Llucià Pou Sabaté
1ª: Os 14, 2-10: Israel, vuelve al Señor, tu Dios, porque por tu culpa te ha hecho caer. Buscad palabras y volved al Señor. Decidle: Perdona todas nuestras culpas para que recobremos la felicidad y te ofrezcamos en sacrificio palabras de alabanza. Asiria no nos puede salvar; no montaremos ya en los caballos, y no diremos más «dios nuestro» a la obra de nuestras manos, pues en Ti encuentra compasión el huérfano.
Yo los curaré de su apostasía, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos. Seré como el rocío para Israel; él florecerá como el lirio y echará sus raíces como el olmo. Sus ramas se extenderán lejos, hermosas como el ramaje del olivo, y su fragancia será como la del Líbano. Volverán a sentarse en mi sombra; cultivarán el trigo, florecerán como la viña y su renombre será como el del vino del Líbano. Efraín..., ¿qué tengo yo que ver con los ídolos? Yo lo atenderé y lo protegeré. Yo soy como un pino siempre verde; de mí procede todo fruto. Que el sabio comprenda estas cosas, que el inteligente las entienda, porque los caminos del Señor son rectos; por ellos caminarán los justos, mas los injustos tropezarán en ellos.
Salmo 80: Oigo un lenguaje desconocido: / "retiré sus hombros de la carga, / y sus manos dejaron la espuerta. / Clamaste en la aflicción, y te libré, / te respondí oculto entre los truenos, / te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. / Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti; / ¡ojalá me escuchases Israel! / No tendrás un dios extraño, / no adorarás un dios extranjero; / yo soy el Señor, Dios tuyo, / que saqué del país de Egipto; / abre la boca que te la llene. ¡Ojalá me escuchase mi pueblo / y caminase Israel por mi camino!: …/ te alimentaría con flor de harina, / te saciaría con miel silvestre.
Texto del Evangelio (Mc 12,28b-34): En aquel tiempo, uno de los maestros de la Ley se acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
Comentario: 1. Oseas –después de sus desgracias, la más fuerte es la mujer amada que lo traiciona- termina su libro con ese canto a la conversión al Dios del amor. El perdón del profeta, que vuelve a tomar su esposa, es símbolo del amor que Dios tiene a su pueblo. “Israel, con quien Dios se ha desposado, se ha conducido como una mujer infiel, como una prostituta, y ha provocado el furor y los celos de su esposo divino. Este sigue queriéndola, y si la castiga, es para atraerla hacia sí y devolverle la alegría del primer amor.
Con una audacia que sorprende y una pasión que impresiona, el alma tierna y violenta de Oseas expresa por vez primera las relaciones de Dios con Israel mediante la imagen y terminología del matrimonio. Todo su mensaje tiene como tema fundamental el amor de Dios despreciado por su Pueblo.
Oseas arremete con furia mal contenida contra todo cuanto en la historia de Israel ha sido desprecio para el Señor. Sus críticas a las clases dirigentes, a los sacerdotes y a los explotadores son duras. Habla desde su propia rabia convertida ahora en símbolo: la Palabra de Dios adquiere ahora en su lengua todo el fuego pasional de un marido engañado”. Esa entrega es signo del amor de Cristo con su Iglesia; y los místicos cristianos como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz la extendieron a todas las almas fieles, esposas amadas de Cristo. Este es el contexto de las palabras que hoy meditamos. “El corazón de Oseas se ha ido vaciando poco a poco, a lo largo de trece capítulos, de toda la ira y amargura que se almacenaron en su alma. Han sido palabras en las que se mezclaron el símbolo y la realidad de su dolor. Pero no son la palabra última de su corazón creyente.
El Dios de Oseas, tan herido, tan maltratado por su pueblo, no se consume en lamentos estériles y rencorosos, sino que al final de tanto desprecio, queda brillando en este último capítulo la esperanza de que el pueblo se volverá al Señor al cabo de una larga experiencia”. Para este retorno a Dios es necesario una confesión de los equivocados caminos que se han seguido, una rectificación: "Israel, conviértete al Señor Dios tuyo porque tropezaste con tu pecado. Preparad vuestro discurso, volved al Señor y decidle: perdona del todo la iniquidad". Lo mismo que el menor de la parábola, debemos preparar nuestras palabras: "Me levantaré, iré a mi Padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo".
“La mayor falta de todas es la resistencia a encontrar a Dios en la vida diaria. El pecado es negarse a ver a Dios en la historia. Por eso la conversión esencial no consiste en hacer cosas sino en que vivamos cada acontecimiento de cada día como iniciativa de Dios.
"Rectos son los caminos del Señor: los justos andan por ellos; los pecadores tropiezan en ellos" (Os 14, 10). El camino del Señor es su Palabra viniendo a nosotros los hombres, para que el hombre pueda por ella volver a Dios”.
“La respuesta del Señor representa el triunfo del amor, del cual Oseas era el gran teólogo y poeta. Este amor gratuito de Dios será como el beso del rocío que devuelve el frescor y la vida. La más bella glosa a la teología del amor, de la conversión y del perdón, según Oseas, podría ser la parábola del padre misericordioso, que no habla solamente de la mutación de sentimientos, sino que expone además la respuesta de Dios a la conversión. El padre, lleno de gozo, acoge a aquel hijo perdido que rehace el camino: «Estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y se le ha encontrado» (Lc 15,32). Quien no encuentra el camino de Dios, quien no se deja hallar como oveja perdida, pierde el sentido de la vida” (F. Raurell).
“Oseas, en el Antiguo Testamento, era también el profeta y el poeta del amor. Ese amor es aún más hermoso. No es sólo un amor que promete la felicidad, si se es fiel. Es un amor que perdona y que pide «Volver».
-Has tropezado a causa de tu pecado... Pero ¡vuelve al Señor! El profeta Oseas vivió esa experiencia en su propio hogar. El mismo narra en su libro que su propia mujer lo había abandonado. Y cuenta cómo vio en ello una parábola del sufrimiento de Dios, abandonado por nosotros frecuentemente. Dios le pidió que aceptase de nuevo a esa mujer a pesar de haberle traicionado... para simbolizar con ello lo que Él mismo está haciendo sin parar.
Después de cada una de nuestras faltas, Dios es capaz de volver de nuevo a amarnos. Nos dice: «¡Vuelve!». Como dos esposos que se perdonan. Como dos amigos que reemprenden su amistad después de una temporada de frialdad. -Queremos reparar... No montaremos ya caballos de guerra... Eres Tú quien se apiada de nosotros. El hombre tiende siempre a querer contar con sus propias fuerzas, con «sus caballos de guerra». Pero, quebrantado, reconoce a veces, como Israel, que el único salvador es Dios.
-Entonces sanaré sus infidelidades; les amaré generosamente. Dios, amor decepcionado, es quien dice esas cosas. He de escuchar esas palabras de ternura.
-Seré como rocío para Israel que florecerá como el lirio. Hundirá sus raíces como el cedro del Líbano, cuyas ramas se desplegarán. Su belleza será la del olivo: su fragancia, la del Líbano. Volverán a sentarse a su sombra. Florecerán como la vid; su renombre será como el del vino del Líbano. Sorprendente acumulación de imágenes de prosperidad y de felicidad. Frescor. Fecundidad. Belleza. Fragancia. Flores. Solidez. Hay que "saborear" cada una de las imágenes: el rocío... el lirio... el árbol frondoso... el vino... los perfumes... las frutas... Y estamos en plena cuaresma, en medio de la cuaresma. ¡Y Dios nos promete todas esas cosas!” (Noel Quesson).
Como es propio del viernes, día penitencial por excelencia, se nos habla de la conversión: «perdona nuestra iniquidad, recibe el sacrificio de nuestros labios».
Seguimos teniendo la tentación de controlar todo, -“montar a caballo”: poner nuestra confianza en medios humanos-, tener ídolos en los que ponemos el corazón. La clave será mirar nuestro corazón y ver ¿cómo va nuestro amor? «Que sepamos dominar nuestro egoísmo y secundar las inspiraciones que nos vienen del cielo» (oración), pues el amor será el que guía nuestro caminar: «Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos» (1ª lectura), para ello tenemos la fuerza de la oración: «Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase por mi camino» (salmo). “La misma conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor”, y nos lleva a un paraíso, por haber sido capaces de recibir la Palabra de Dios en el corazón: ése es elemento fundamental, nuestra conciencia.
2. A ello nos lleva el salmo, que toma las ideas de antes, y las pone en lenguaje poético, siguiendo con la imagen de la tentación del agua, que esta semana sigue como imagen de fondo, al igual que el camino de Dios. Todo ello confluye en hacer la voluntad divina, vivir el mandamiento del amor. Juan Pablo II lo comentaba en torno a dos polos: “Por una parte, está el don divino de la libertad que se ofrece a Israel oprimido e infeliz: "Clamaste en la aflicción, y te libré" (v. 8). Se alude también a la ayuda que el Señor prestó a Israel en su camino por el desierto, es decir, al don del agua en Meribá, en un marco de dificultad y prueba.
Sin embargo, por otra parte, además del don divino, el salmista introduce otro elemento significativo. La religión bíblica no es un monólogo solitario de Dios, una acción suya destinada a permanecer estéril. Al contrario, es un diálogo, una palabra a la que sigue una respuesta, un gesto de amor que exige adhesión. Por eso, se reserva gran espacio a las invitaciones que Dios dirige a Israel.
El Señor lo invita ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (cf. Ex 20, 3-5). En el discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo "escuchar", frecuente en el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad.
Efectivamente, en nuestro salmo se repite: "Escucha, pueblo mío. (...) Ojalá me escuchases, Israel (...). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (...) Ojalá me escuchase mi pueblo" (Sal 80, 9. 12. 14).
Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32, 1-14).
La última parte del salmo (cf. vv. 14-17) tiene un tono melancólico. En efecto, Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido: "Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino" (v. 14). Con todo, esta melancolía se inspira en el amor y va unida a un deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminase por las sendas del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (cf. v. 15), y alimentarlo "con flor de harina" y saciarlo "con miel silvestre" (v. 17).
Sería un alegre banquete de pan fresquísimo, acompañado de miel que parece destilar de las rocas de la tierra prometida, representando la prosperidad y el bienestar pleno, como a menudo se repite en la Biblia (cf. Dt 6, 3; 11, 9; 26, 9. 15; 27, 3; 31, 20). Evidentemente, al abrir esta perspectiva maravillosa, el Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor tan generoso.
En la relectura cristiana, el ofrecimiento divino se manifiesta en toda su amplitud. En efecto, Orígenes nos brinda esta interpretación: el Señor "los hizo entrar en la tierra de la promesa; no los alimentó con el maná como en el desierto, sino con el grano de trigo caído en tierra (cf. Jn 12, 24-25), que resucitó... Cristo es el grano de trigo; también es la roca que en el desierto sació con su agua al pueblo de Israel. En sentido espiritual, lo sació con miel, y no con agua, para que los que crean y reciban este alimento tengan la miel en su boca".
Como siempre en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador nunca es el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no quiere juzgar y condenar, sino salvar y librar a la humanidad del mal. Sigue repitiendo las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid" (Ez 18, 23. 31-32).
La liturgia se transforma en el lugar privilegiado donde se escucha la invitación divina a la conversión, para volver al abrazo del Dios "compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34, 6)”. Esta es la memoria que debe hacer Israel: “Un pueblo que olvida sus orígenes pierde su identidad”, como pasó en Egipto hasta que los sacó el Señor. El sentido espiritual es evidente para nosotros, pues es la nueva vida que constituye la identidad que tenemos como cristianos (Carlos G. Vallés).
3. La Ley de Cristo es el amor a Dios y al prójimo. San Bernardo dice: «El amor, basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación de la misma». Esa fuente no es otra que Dios. “Hemos de aprender a amar en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo”. El amor es quien nos liberará de los ídolos de piedra hechos por nuestras manos, valores que absolutizamos: el dinero, el éxito, el placer, la comodidad, las estructuras, nuestra propia persona.
«No existe otro mandamiento mayor que éstos». Es más, es la razón de nuestra existencia: «El alma no puede vivir sin amor, siempre quiere amar alguna cosa, porque está hecha de amor, que yo por amor la creé» (Santa Catalina de Siena), nos dice el Dios que es amor todopoderoso, amor hasta el extremo, amor crucificado: «Es en la cruz donde puede contemplarse esta verdad» (Benedicto XVI). “Este Evangelio no es sólo una autorrevelación de cómo Dios mismo -en su Hijo- quiere ser amado. Con un mandamiento del Deuteronomio: «Ama al Señor, tu Dios» (Dt 6,5) y otro del Levítico: «Ama a los otros» (Lev 19,18), Jesús lleva a término la plenitud de la Ley. Él ama al Padre como Dios verdadero nacido del Dios verdadero y, como Verbo hecho hombre, crea la nueva Humanidad de los hijos de Dios, hermanos que se aman con el amor del Hijo.
La llamada de Jesús a la comunión y a la misión pide una participación en su misma naturaleza, es una intimidad en la que hay que introducirse. Jesús no reivindica nunca ser la meta de nuestra oración y amor. Da gracias al Padre y vive continuamente en su presencia. El misterio de Cristo atrae hacia el amor a Dios -invisible e inaccesible- mientras que, a la vez, es camino para reconocer, verdad en el amor y vida para el hermano visible y presente. Lo más valioso no son las ofrendas quemadas en el altar, sino Cristo que se quema como único sacrificio y ofrenda para que seamos en Él un solo altar, un solo amor.
Esta unificación de conocimiento y de amor tejida por el Espíritu Santo permite que Dios ame en nosotros y utilice todas nuestras capacidades, y a nosotros nos concede poder amar como Cristo, con su mismo amor filial y fraterno. Lo que Dios ha unido en el amor, el hombre no lo puede separar. Ésta es la grandeza de quien se somete al Reino de Dios: el amor a uno mismo ya no es obstáculo sino éxtasis para amar al único Dios y a una multitud de hermanos” (Pere Montagut).
Jesús resume hoy toda la ley en el amor: -Vuelve, Israel, al Señor, tu Dios. “El amor es esencial del evangelio y de la vida evangélica. Es la "buena nueva" que mi vida toda debería estar proclamando. ¿Amo yo, efectivamente? ¿A quién amo? ¿A quién dejo de amar? ¿Cómo se traduce este amor? ¿Quién es mi prójimo? Como tú mismo... Como tú misma...", ¡no es decir poco! ¿Cómo me amo a mí mismo/a? ¿Qué deseo yo para mí? ¿Cuáles son mis aspiraciones profundas? ¿A qué cosas estoy más aferrado? ¿Qué es lo que más me falta? Y todo esto quererlo también para mi prójimo. No debo pasar muy rápidamente sobre todas estas cuestiones. Debo tomar, sobre ellas, una decisión en este tiempo de cuaresma.
-Díjole el escriba “Muy bien, Maestro, tienes razón...” Viendo Jesús cuán atinadamente había respondido, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios." ¡Jesús felicitó a un escriba! En cualquier conversación, saber reconocer los aciertos en las intervenciones de los otros para valorarlos y estimularlos es una forma humilde de amor al prójimo, que Jesús pone aquí en práctica. "El Reino de Dios" = ¡amar!, ¡a Dios y a los hermanos! Este es también el contenido esencial de la Iglesia y que la liturgia cristiana expresa. Cada asamblea eucarística debería ser a la vez: -Un lugar de encuentro y de amor de Dios. -Un lugar de encuentro y de amor fraterno” (Noel Quesson).
La caracterización del amor, y su intensidad, si queremos que en él se cumpla la voluntad de Dios, ha de ser: “Único: dirigido al único Dios y Señor. Si se divide, entre Dios y el diablo, no es válido. De todo corazón: sin resquicio alguno, y poniendo en tensión todas las vísceras. Con toda el alma: abrazando cuerpo y espíritu, exterioridad e interioridad profunda. Con toda tu mente: que no consista en meros impulsos sino que goce de luz, de verdad, para que ideas engañosas, egoístas y manipuladoras, no turben la unidad y armonía. Y esa misma intensidad del amor habría que aplicarla gradualmente a nuestra relación mutua entre los hombres: en solidaridad, justicia, gratuidad, sacrificio, desprendimiento, cercanía. Jesús nos ha puesto las cosas muy difíciles, pero por ahí va el camino de la perfección o santidad de vida. Seamos perfectos en el amor, como nuestro Padre celestial es perfecto” (Gratis date). Como decimos en la Comunión, «Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale más que todos los sacrificios» (cf. Mc 12,33), y pedimos luego que sea prenda de lo que será: «Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía» (Postcomunión).
¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor. Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, “canales de la misericordia divina”. Nos perdona en la Confesión y se nos da en la Sagrada Eucaristía. Nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. También nos ha dado un Ángel para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo donde tendremos una felicidad sin límites y sin término. Pero amor con amor se paga. Y decimos con Francisca Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente” (Decenario al Espíritu Santo).
Dios espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros. Nuestro amor a Dios se muestra en las mil incidencias de cada día: amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. El amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los amores nobles y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y cada uno en su orden. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con quienes están junto a nosotros. Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus hijos, nuestros hermanos (Francisco Fernández Carvajal).
Este es el fondo de la conversión que se nos pide: aprender a confiar en el amor de Dios, apoyarnos ahí, roca firme, que nunca nos va a engañar, que no se va a quebrar, y al interiorizar ese don se hace vida, y el amor brota para los demás.
Llucià Pou Sabaté
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Dejarnos amar por Dios
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