Sábado de la 34ª semana de Tiempo Ordinario. El poder real y el dominio serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. El Señor nos pide vigilancia: "Estad siempre despiertos, para escapar de todo lo que está por venir".
Lectura de la profecía de Daniel 7, 15-27. Yo, Daniel, me sentía agitado por dentro, y me turbaban las visiones de mi fantasía. Me acerqué a uno de los que estaban allí en pie y le pedí que me explicase todo aquello. Él me contestó, explicándome el sentido de la visión: -«Esas cuatro fieras gigantescas representan cuatro reinos que surgirán en el mundo. Pero los santos del Altísimo recibirán el Reino y lo poseerán por los siglos de los siglos.» Yo quise saber lo que significaba la cuarta fiera, diversa de las demás; la fiera terrible, con dientes de hierro y garras de bronce, que devoraba y trituraba y pateaba las sobras con las pezuñas; lo que significaban los diez cuernos de su cabeza, y el otro cuerno que le salía y eliminaba a otros tres, que tenía ojos y una boca que profería insolencias, y era más grande que los otros. Mientras yo seguía mirando, aquel cuerno luchó contra los santos y los derrotó. Hasta que llegó el anciano para hacer justicia a los santos del Altísimo, y empezó el imperio de los santos. Después me dijo: -«La cuarta bestia es un cuarto reino que habrá en la tierra, diverso de todos los demás; devorará toda la tierra, la trillará y triturará. Sus diez cuernos son diez reyes que habrá en aquel reino; después vendrá otro, diverso de los precedentes, que destronará a tres reyes; blasfemará contra el Altísimo e intentará aniquilar a los santos y cambiar el calendario y la ley. Dejarán en su poder a los santos durante un año y otro año y otro año y medio. Pero, cuando se siente el tribunal para juzgar, le quitará el poder, y será destruido y aniquilado totalmente. El poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo. Será un reino eterno, al que temerán y se someterán todos los soberanos.
Salmo responsorial Dn 3,82.83.84.85.86.87. R. Ensalzadlo con himnos por los siglos.
Hijos de los hombres, bendecid al Señor.
Bendiga Israel al Señor.
Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor.
Siervos del Señor, bendecid al Señor.
Almas y espíritus justos, bendecid al Señor.
Santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.
Evangelio según san Lucas 21,34-36. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.»
Comentario: 1.- Dn 7,15-27. Continuación de la lectura de ayer. Gigantesca lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal que verá el triunfo de los Santos contra las bestias malhechoras. Se trata del anuncio del "Mesías", todos los exegetas afirman unánimemente este punto. Pero se trata sobre todo de una interpretación «religiosa» de toda la Historia Humana: De hecho a «toda época» -también la nuestra-, puede aplicársele esta gran visión. Daniel la aplicaba a los «grandes Imperios» de su tiempo... san Juan, en su Apocalipsis, la aplicará a las condiciones de su tiempo, a la época de Nerón... En cuanto a nosotros, ¿somos capaces de «esta visión»? Daniel fue el primero en considerar la historia mundial como una preparación del «reino de Dios», y a soldar las esperanzas humanas con la aurora de una Esperanza eterna. El combate de la «santidad», aquí abajo, conduce al hombre hasta el umbral de la eternidad de Dios. El «tiempo» coexiste con la «eternidad».
-Los que finalmente recibirán la realeza, son los santos del Altísimo. ¡Ah, Señor! ¡Qué divina revolución! Los «santos», en lugar de Antíoco o de Nerón o de Hitler... ¡De ningún modo una realeza del mismo género de la de éstos! En el plan de Dios, un «Pueblo de Santos» recibirá la realeza conferida al «Hijo del hombre». Y san Pedro dirá a sus fieles de Roma del tiempo de Nerón «que ellos son un pueblo sacerdotal, Pueblo de reyes, Asamblea de Santos, Pueblo de Dios». A medida que Cristo «reúne» a los hombres en la Iglesia, los asocia a la responsabilidad que El tiene para realizar el proyecto de Dios sobre la humanidad (P 2,4-10). Señor, ¿qué puedo hacer para mantener en mí esta «visión»? Señor, ¿cómo esperas que participe yo en tu proyecto? ¡Señor, me siento tan poco «santo»! ¡Me siento tan pobre! ¿Cómo te atreves a asociarme a tu obra. a tu responsabilidad? Santidad no es sinónimo de aureola excepcional.
-Esta «bestia», este rey... Pronunciará palabras hostiles al Altísimo y pondrá a prueba a los santos del Altísimo... Los santos serán entregados a su poder por un tiempo y tiempos y medio tiempo... La santidad es un «combate». La historia es una historia accidentada y tumultuosa. Los «triunfos de Dios» no son muy aparentes y a menudo quedan escondidos bajo el triunfo monstruoso de las fuerzas del mal. Las épocas de «mártires» lo saben bien. La época de los Macabeos, la época de Daniel, lo sabían. Todavía Hoy, las «apariencias» son en contra de Dios... ¡«por un tiempo»! porque se nos ha prometido que ese triunfo del mal no durará.
-Pero el tribunal se sentará, y el dominio le será quitado... Y será dado al «Pueblo de los santos, del Altísimo» para una realeza eterna... ¡Jesús, santo de Dios! Tú que te declaraste «Hijo del hombre», te comprometiste totalmente en ese combate contra el mal. Tú no has reinado humanamente, has sido humilde, paciente, santo, santo, santo ante Dios, terrible ante los demonios, sin pecado alguno. Todas las apariencias estaban contra Jesús. Sin embargo «Yo soy Rey» (Noel Quesson).
Sólo a la luz de Cristo entendemos que el Reino de Dios ha sido ya inaugurado entre nosotros. Este Reino no es para pisotear, triturar o destruir a los demás, sino para que todos encuentren en Cristo y en su Iglesia, que es el Reino y Familia de Dios, el camino que nos une a Él y nos une a nosotros como hermanos. Y ante este Reino, muchas veces perseguido, ni el poder del infierno prevalecerá sobre él, pues Dios mismo está en medio de su Pueblo. A nosotros corresponde hacer brillar con toda claridad el Rostro amoroso y misericordioso del Señor. No podemos llamarnos el Reino de Dios y dedicarnos a destruir a los demás. Por eso, quien se profesa hombre de fe en Cristo y se dedica a destruir y a pisotear a su prójimo, no puede sino ser contado entre los hipócritas. El Señor está con nosotros, dejemos que su Espíritu impulse nuestra vida para que vivamos, no conforme a los criterios de los reinos terrenos, sino conforme al pensamiento y criterio de Dios, que nos ha manifestado por medio de su Hijo Jesús.
S. Josemaría hacía estas consideraciones: "Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio. Todos percibís en vuestras lamas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.
El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que El nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada -con naturalidad, sin aparato, sin ruido-, en medio de de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que El nos ganó.
Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que -Niño amable- vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por El fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; El ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz. Hoy aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir.
Cristo, Señor del mundo: Por El reinan los reyes, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad (Ex 15,18), su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación.
El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana, Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por El se mantiene en vida todo lo que vive.
¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo (Jn 18,36), aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonios de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz (v 37). Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo (Rm 14,17).
Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.
Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario.
La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos; acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros.
Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios. Jesús quiere hechos, no sólo palabra. Y esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna..
La perfección del reino -el juicio definitivo de salvación o de condenación- no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que traída a la arena-serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada.
Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas -¡y qué criaturas!- hechas de barro, no sólo en los pies. también en el corazón y en la cabeza. A lo divino, vibraremos exclusivamente por ti".
2. Dan 3,82-87. Si toda la naturaleza es invitada a elevar un canto de alabanza al Señor bendiciendo su Santo Nombre, cuánto más lo hemos de elevar nosotros los hombres. Toda nuestra vida se ha de convertir en una continua alabanza del Nombre de Dios. De un modo especial los sacerdotes, los siervos del Señor, las almas y espíritus justos, los santos y humildes de corazón han de vivir siendo en todo momento gratos al Señor, pues su vida, de modo eminente, está en manos del Señor, y Él está realizando continuamente su obra de salvación mediante ellos. Ojalá y todos tengamos la dicha de contarnos en el número de los santos de Dios para alabar y bendecir su Nombre eternamente.
3.- Lc 21,34-36 (ver paralelo Mt 24,37-44). a) Ultima recomendación de Jesús en su "discurso escatológico", último consejo del año litúrgico, que enlazará con los primeros del Adviento: "estad siempre despiertos". Lo contrario del estar despiertos es que se "nos embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero". Y el medio para mantener en tensión nuestra espera es la oración: "pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir". La consigna final es corta y expresiva: "manteneos en pie ante el Hijo del Hombre".
b) "Manteneos en pie ante el Hijo del Hombre". Todos necesitamos un despertador, porque tendemos a dormirnos, a caer en la pereza, bloqueados por las preocupaciones de esta vida, y no tenemos siempre desplegada la antena hacia los valores del espíritu. Estar de pie, ante Cristo, es estar en vela y en actitud de oración, mientras caminamos por este mundo y vamos realizando las mil tareas que nos encomienda la vida. No importa si la venida gloriosa de Jesús está próxima o no: para cada uno está siempre próxima, tanto pensando en nuestra muerte como en su venida diaria a nuestra existencia, en los sacramentos, en la Eucaristía, en la persona del prójimo, en los pequeños o grandes hechos de la vida. Los cristianos tenemos memoria: miramos muchas veces al gran acontecimiento de hace dos mil años, la vida y la Pascua de Jesús. Tenemos un compromiso con el presente, porque lo vivimos con intensidad, dispuestos a llevar a cabo una gran tarea de evangelización y liberación. Pero tenemos también instinto profético, y miramos al futuro, la venida gloriosa del Señor y la plenitud de su Reino, que vamos construyendo animados por su Espíritu. En la Eucaristía se concentran las tres direcciones, como nos dijo Pablo (1 Co 11,26): "cada vez que coméis este pan y bebéis este vino (momento privilegiado del "hoy"), proclamáis la muerte del Señor (el "ayer" de la Pascua) hasta que venga (el "mañana" de la manifestación del Señor)". Por eso aclamamos en el momento central de la Misa: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús" (J. Aldazábal).
Si "el fin del mundo" es para hoy, si el Hijo del hombre ejerce su juicio en la historia, la exhortación a la vigilancia adquiere aún mayor peso. "Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis de todo lo que está por venir". En el contexto del discurso, colocado inmediatamente antes de los relatos de la pasión y de la resurrección, esta fórmula designa con claridad la pasión del Hijo del hombre, en la que se verán complicados también los discípulos, lo quieran o no. Por tanto, esta exhortación va dirigida a animarlos en unos momentos en que se ven brutalmente situados ante el misterio de la cruz. Pero Lucas piensa también en sus lectores, en los de hoy y en los de mañana. Situados ante los misterios de la existencia, ¿no sentirán la tentación de abandonarlo todo? Será entonces cuando habrán de recordar que los tiempos del Reino se han cumplido ya, que "nuestras historias son un signo y un testimonio de una venida que los ilumina desde dentro, y que lo que a una mirada poco atenta puede parecer un otoño triste y siniestro, para el creyente está enraizado en la oración, como una primavera totalmente llena de la venida del Hijo del hombre" (Ph. Bossuyt; Sal Terrae).
Jesús acaba de anunciar la «venida del Hijo del hombre» sobre las nubes del cielo... Acaba de decir que el «Reino de Dios está cerca», como lo está el verano cuando los árboles han brotado... Para esta espera, continúa dando consejos a sus amigos.
-Andaos con cuidado que no se os embote la mente ni el corazón... Después de los consejos de esperanza y de confianza, hay ahí uno de vigilancia. No dejarse sorprender, por esas «venidas» de Jesús... sobre todo por la última. Permanecer «ágil», no embotarse. Permanecer siempre dispuestos a partir.
-Que no os entorpezcan la comida, ni la bebida, ni los agobios de la vida. Sabemos que un excesivo apego a los placeres, ¡entorpece la mente y el corazón! Cuando buscamos disfrutar con exceso de esta vida, nos olvidamos de «aquel día».
-Y venga aquel día de improviso sobre nosotros como un lazo. Porque caerá sobre todos los que habitan la faz de la tierra. El «día» del juicio viene de improviso. Cada segundo mueren algunos... sobre toda la tierra mueren tantos... No sé cuantos segundos me quedan. El juicio que cayó sobre Jerusalén debe servirnos de advertencia. Es el símbolo del juicio que caerá sobre la tierra entera.
-Velad pues, y orad... en todo momento. Sí, Jesús, Tú aconsejabas a tus amigos que no cesasen jamás de «orar». Y san Pablo lo repetía a sus fieles (2 Ts 1,11; Flp 1,4; Rm 1,10; Col 1,3; Filemón, 4). «Pedimos continuamente... En la oración que sin cesar le dirigimos... Continuamente te menciono en mis oraciones...» Hay que repetirse a sí mismo esos consejos apremiantes de Jesús: esperanza... confianza... certeza... vigilancia... sobriedad... disponibilidad... oración... puesto que nadie sabe la hora.
-Para tener fuerza para escapar de todo lo que va a venir... Esta es la señal de que hay, de todos modos, algo temible, en «aquel día». La confianza, el gozo, la esperanza... no son sinónimo de seguridad engañosa. Hay que estar alerta, un peligro amenaza, hay que estar a punto de escapar.
-Y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre... He aquí la última frase del último discurso de Jesús antes de su Pasión. «¡Velad y orad, para presentaros con seguridad delante del Hijo del hombre!» Jesús va a llegar pronto a su «fin» por el sufrimiento. Pero El se ve, Hijo del Hombre, glorioso viniendo de nuevo «sentado a la diestra de Dios», como lo dirá dentro de unos días delante del Gran Consejo (Lc 22,69). Será el Hijo del Hombre quien tendrá la última palabra. Y, si velamos y oramos... podremos presentarnos delante de El con seguridad. ¡Ven, Señor! (Noel Quesson).
El sistema vigente tiene muchos medios para atrapar a las personas en sus interminables juegos de manipulación. En la época de Jesús el alcoholismo, el afán de riqueza, la prostitución y los juegos de azar eran las grandes distracciones. El pueblo judío era muy celoso de sus leyes religiosas que no le permitían lo anterior, pero sucumbía ante las influencias de las culturas foráneas centradas en el culto al poder y el placer. Posteriormente las comunidades primitivas, tuvieron que definir parámetros muy claros ante los vicios que propagaban las culturas grecorromanas. Estas tenían grandes valores, pero a la vez difundían una moral muy relajada. El evangelio de hoy, pone en boca de Jesús un conjunto de advertencias que tratan de contrarrestar el efecto de los vicios que amenazaban la integridad de la comunidad. No se trata de una prédica moralista, sino de un llamado hacia una actitud ética consciente y responsable. El ser humano no puede ser libre si permanece atado a los vicios que le impone la cultura. El cristiano no puede estar atento a la presencia de su Señor si está envuelto en el marasmo de los antivalores que la sociedad promueve como ideal de vida. El cristiano necesita estar libre y despierto ante la realidad para dar una respuesta eficaz ante ella. Por estas razones, el cristiano necesita cultivar una actitud orante que le permita estar despierto ante la realidad y descubrir los signos de los tiempos. La actitud ética del cristiano está encaminada a permitir una acción transparente de Dios en la humanidad. Pero, el cristiano debe cuidarse de no convertirse en juez de sus hermanos y congéneres, pues la actitud ética no está orientada al perfeccionismo moral sino al testimonio de Cristo. Para que esto sea posible, el cristiano debe actuar y madurar en comunidad. Su iglesia es el referente de su acción. A ella debe acudir cuando duda o titubea, cuando pierde el rumbo o se confunde ante la ola ideológica que mantiene el sistema vigente. La actitud ética del cristiano es un compromiso personal vivido en comunidad (servicio bíblico latinoamericano).
Las enseñanzas de Jesús sobre el fin de los tiempos pueden ser resumidas en dos puntos: su carácter imprevisto y su universalidad. Frente a la curiosidad sobre la determinación de los plazos del fin, la primera característica nos coloca ante la tarea de situar en el marco del querer divino la totalidad de la propia vida. La universalidad del Juicio, por su parte, nos conduce hacia el mismo término, ya que ese querer divino sobre el mundo y la historia de los hombres puede suscitar en nosotros una actitud responsable frente a todos los acontecimientos que afectan a nuestra vida en todos los momentos en que se desarrolla. La responsabilidad que brota de esta condición del juicio divino exige una lucidez de comprensión y una actuación práctica coherente con ella. Están excluidas de ella el desaliento y la desconfianza en la fuerza de Dios, necesaria para enfrentar nuestra tarea, y una vida de banalidad que haga disminuir nuestra capacidad de actuación frente a los sucesos que nos sobrevienen. La actitud exigida por Jesús puede ser denominada como vigilancia. Y esta vigilancia que se nos exige está íntimamente ligada a la práctica de la justicia en la relación con nuestros semejantes, y es condición necesaria para enfrentar ese juicio imprevisto y universal. Dentro de esta actitud de vigilancia, asume un lugar privilegiado la práctica de la oración. Ella nos da la fuerza para descubrir en los acontecimientos la mayor o menor presencia de la justicia y nos da fuerzas para ser constantes en la búsqueda de ella, ligada íntimamente al interés primordial de Dios para las relaciones entre los hombres (Josep Rius-Camps).
Lo único que sabemos acerca de la fecha del "último día", es que vendrá de improviso (Mt 24,39: "Y no conocieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la Parusía del Hijo del Hombre"; 1 Tes 5,2.4: "Vosotros mismos sabéis perfectamente que, como ladrón de noche, así viene el día del Señor. Mas vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón" y 2 P 3,10: "Quien quiere amar la vida y ver días felices, aparte su lengua del mal y sus labios de palabras engañosas"). Por lo cual los cálculos de la ciencia acerca de la catástrofe universal valen tan poco con ciertas profecías particulares. Velad, pues, orando en todo tiempo (v. 36).
Hemos de velar y hacer oración para poder comparecer seguros ante el Hijo del hombre. Hay muchas cosas que pueden hacernos perder de vista a Dios y hacernos errar el camino que nos conduce a Él. Nadie está libre de una diversidad de tentaciones que nos invitan a poner sólo nuestra mirada, nuestra seguridad y confianza, en lo pasajero. Cierto que necesitamos de muchas cosas temporales para vivir con dignidad; pero no podemos entregarles nuestro corazón, sino saberlas, no sólo utilizar, sino emplearlas incluso para hacer el bien a quienes carecen de lo necesario para sobrevivir. Sin embargo, este desapego de lo temporal y el ponernos en marcha, cargado nuestra propia cruz, tras las huellas de Cristo, no es obra del hombre, sino la obra de Dios en el hombre. Por eso, a la par que hemos de estar vigilantes para no dejarnos sorprender por las tentaciones, ni deslumbrar por lo pasajero, hemos de orar pidiendo al Señor su gracia y la asistencia de su Espíritu Santo para que podamos caminar en el bien, con los pies en la tierra y la mirada puesta en el Señor.
Dios quiere estar siempre con nosotros. Y el modo más excelente de su presencia en medio de su Pueblo se lleva a cabo cuando nos reúne para alimentarnos con su Palabra y con su Eucaristía. Es en este momento culminante del caminar de la Iglesia por el mundo, cuando los discípulos del Señor continuamos escuchando su Palabra Salvadora, y continuamos alimentándonos con el Pan de vida para no desfallecer por el camino a causa de las diversas tentaciones, que quisieran apartarnos del amor de Dios y del amor al prójimo. Que una de nuestras mayores preocupaciones sea estar siempre con el Señor; y estar con Él no sólo en la oración y en el culto, sino en toda nuestra vida convertida en una continua alabanza, en un sacrificio de suave aroma al Señor. Por eso hemos de procurar que nuestra Eucaristía se prolongue en cada momento y acontecimiento de nuestra vida. Dios nos conceda vivir a impulsos, no de lo pasajero, que nos embota y hace perder el camino seguro de salvación, sino al impulso del Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones como en un templo, y nos hace ser testigos creíbles del amor de Dios en el mundo.
Vueltos a nuestra vida diaria, en medio de un mundo que nos bombardea con sus criterios y propagandas que nos prometen la felicidad mediante la acumulación de bienes temporales, seamos testigos de la verdad y de la salvación que no procede sino de Dios. No vivamos esclavos de aquello que, siendo útil, no merece ser elevado a la categoría de Dios. Aprendamos a utilizar los bienes de la tierra, sin perder de vista los bienes del cielo. Que todo lo tengamos y poseamos nos sirva para socorrer a los necesitados, para proclamar el Nombre de Dios no sólo con las palabras, sino con la vida que se ha de convertir en un servicio de amor fraterno, especialmente a los más desposeídos. Entonces podremos, al final de nuestra vida, comparecer seguros ante el Hijo del hombre, pues iremos, no como derrotados por la maldad, sino como aquellos que disfrutan la Victoria de Cristo, que nos hace caminar y vivir en el amor.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber vivir siendo fieles a Cristo, de tal forma que su Palabra nos ayude a amarnos como hermanos y a hacer el bien a todos; manifestando así que vivimos en el mundo, sin ser del mundo, sino con la mirada puesta en Aquel que nos ama y nos salva. Amén (www.homiliacatolica.com).
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