Martes de la 1ª semana de Adviento. Profetizaba Isaías sobre Jesús: "Sobre él se posará el Espíritu del Señor. Hemos de ser luz para que muchos vean, siguiendo lo que el Señor nos dice: "Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis…"
Libro de Isaías 11,1-10. Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor. Le inspirará el temor del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados. Herirá al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será cinturón de sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país de ciencia del Señor, como las aguas colman el mar. Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada.
Salmo 71,1-2.7-8.12-13.17. R. Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente.
Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud.
Que en sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; que domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.
Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres.
Que su nombre sea eterno, y su fama dure como el sol: que él sea la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Evangelio según san Lucas 10,21-24. En aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó Jesús: - «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.» Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: -«¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron.»
Comentario: 1. Is 11,1-10 (ver domingo 2º Adviento A). La hermosa imagen del tronco y del renuevo le sirve a Isaias, el profeta de la esperanza, para anunciar que, a pesar de que el pueblo de Israel parece un tronco seco y sin futuro (en tiempos del rey Acaz), Dios le va a infundir vida y de él va a brotar un retoño que traerá a todos la salvación. Jesé era el padre del rey David. Por tanto el «tronco de Jesé» hace referencia a la familia y descendencia de David, que será la que va a alegrarse de este nuevo brote, empezando por las esperanzas puestas en el rey Ezequías. La «raíz de Jesé» se erguirá como enseña y bandera para todos los pueblos. Esta página del profeta fue siempre interpretada, por los mismos judíos -y mucho más por nosotros, que la escuchamos dos mil años después de la venida de Cristo Jesús- como un anuncio de los planes salvadores de Dios para los tiempos mesiánicos. El cuadro no puede ser más optimista. El Espíritu de Dios reposará sobre el Mesías y 1e llenará de sus dones. Por eso será siempre justo su juicio, y trabajará en favor de la justicia, y doblegará a los violentos. En su tiempo reinará la paz. Las comparaciones, tomadas del mundo de los animales, son poéticas y expresivas. Los que parecen más irreconciliables, estarán en paz: el lobo y el cordero. Son motivos muy válidos para mirar al futuro con ánimos y con esperanza.
La lectura del profeta Isaías que nos trae la liturgia de hoy, nos mueve a prepararnos con entusiasmo para la próxima venida de Jesús. En un mundo convulsionado como el nuestro, la gran esperanza está en la salvación que Jesús viene a traernos. En él se recuperará el orden querido por Dios en la creación, en donde ni los animales, ni los hombres se causarán daño entre sí. Esa paz será garantizada por la justicia con los pobres y por la experiencia de Dios. Necesitamos desesperadamente una justicia que proteja a los débiles y actúe con rectitud; necesitamos vivir la experiencia del Dios que hace la historia con el ser humano, del Dios que muestra su predilección por el desvalido, del Dios amor.
San Agustín comenta: «Estas siete operaciones asocian al número siete el Espíritu Santo, quien al descender a nosotros empieza, en cierto modo, por la sabiduría y termina en el temor. Nosotros, en cambio, en nuestra ascensión comenzamos por el temor y alcanzamos la perfección con la sabiduría» (Sermón 248, 4, en Hipona, en la semana de Pascua). Esta idea la repite el santo Doctor en varios Sermones. «Por eso Isaías, para ejercitarnos en ciertos grados de doctrina, descendió desde la sabiduría hasta el temor, es decir, desde el lugar de la paz eterna hasta el valle del llanto temporal, para que, doliéndonos en la confesión de la penitencia, gimiendo y llorando, no permanezcamos en el dolor, el gemido y el llanto, sino que, ascendiendo desde este valle al monte espiritual, sobre el que está fundada la ciudad santa, Jerusalén, nuestra Madre, disfrutemos de la alegría inalterable… Así, pues, vayamos a la sabiduría desde el temor, dado que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (cf Sal 110,10), vayamos desde el valle del llanto hasta el monte de la paz» (Sermón 347).
¿Quién de nosotros no tiene ansias de una felicidad, donde haya armonía entre todos los humanos y en el universo completo? Cuántos esfuerzos se realizan para construir un paraíso que podamos disfrutar en esta tierra. Muchas veces se piensa que uno podrá realmente ser feliz por poseer la infinidad de artículos que nos vende esta sociedad de consumo. Pero cuando se posee todo, contempla uno sus manos y su corazón y se siguen viendo vacíos. Los bienes materiales podrán embotar nuestro espíritu y nuestro corazón, pero jamás llegarán a saciar nuestras ansias de felicidad. Hoy la escritura nos habla de un descendiente de David que, lleno del Espíritu de Dios, hará que en verdad llegue la felicidad al hombre. Reintegrarnos a la paz con el Creador y con el prójimo, vivir amando y siendo realmente amados, es lo que nos hará felices. Pero esto no será posible mientras haya luchas fratricidas y egoísmos que nos impidan tender la mano fraternalmente a nuestro prójimo. La felicidad brota del amor que se hace realidad en nosotros. Y el Mesías nos ha traído el perdón y la reconciliación con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos. Quien crea en Él y acepte ese don de lo alto estará encontrando el verdadero sentido de la existencia. Y no importa que nuestra vida parezca un tronco casi seco; de Él puede hacer el Señor que brote un renuevo que, lleno de su Espíritu, colme nuestras esperanzas de felicidad por habernos renovado en el amor, en la verdad, en la justicia y en la paz. La Iglesia de Cristo debe propiciar la defensa con justicia del desamparado, y la repartición equitativa de los bienes para que los pobres lleven una vida digna. Los que pertenezcamos a ella no podemos hacer daño a nadie, pues el amor debe ser el motor que impulse el actuar del hombre de fe. A la luz de Cristo, aún los más violentos sabrán no sólo convivir con los demás como hermanos, sino que, a imagen de Cristo, pasarán haciendo el bien a todos.
2. Sal. 71. Quien ha recibido el Espíritu de Dios no puede pasar haciendo el mal a los demás. Si el Señor nos ha comunicado su juicio y su justicia es para que salgamos en defensa de los pobres y actuemos justamente a favor de todos los pueblos. La Iglesia, llena del Espíritu de Dios, ha de trabajar para que florezca la justicia y reine la paz en la tierra era tras era. Quienes somos miembros de la Iglesia del Señor debemos examinar con lealtad nuestra vida para darnos cuenta si en verdad buscamos el bien de los demás, especialmente de los más frágiles y pobres, o si en lugar de ser una bendición para ellos nos hemos convertido en motivo de dolor, sufrimiento y muerte. Por eso debemos preguntarnos: ¿De qué espíritu estamos llenos? Ojalá y del Espíritu de Dios. Pero esa respuesta no puede darse sólo con los labios, sino de un modo vital: con el corazón que, lleno de Dios, nos lleva a realizar obras buenas y toda una vida entregada para el bien y la salvación de todos los que buscan, tal vez a tientas, al Señor.
–El Salmo 71 expresa hoy en la liturgia que el Rey que esperamos hará justicia a los pobres y librará al que no tiene protector. Así, pedimos anhelantes que venga ya ese reino y que se extienda por toda la tierra: «Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente. Regirá a su pueblo con justicia y a los humildes con rectitud. En sus días florecerá la justicia y la paz, dominará de mar a mar; del gran río al confín de la tierra… Librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector, se apiadará del pobre y del indigente y salvará la vida de los pobres». La liturgia exclama: «Perdona los pecado de tu pueblo y danos la salvación». Este ardiente anhelo de la venida del Señor nos obliga a desechar de nosotros todo lo que pueda desagradarle a Él cuando llegue, todo lo que se oponga a su Espíritu, que es amor a la pequeñez, a la humillación, a la pobreza, al sacrificio, a la cruz (cf Manuel Garrido).
El Salmo 71 hace eco a este anuncio alabando el programa de justicia y de paz de un rey bueno, destacando sobre todo que en sus intenciones entra la atención y la defensa del pobre y del afligido.
3. El evangelio explica cómo Jesús, con su palabra y sus obras nos ha entregado el misterio del Reino, pero sólo los sencillos y los humildes que confían plenamente en Dios, pueden comprenderlo, ya que los sabios y prudentes no aceptan su palabra porque se consideran autosuficientes. La predilección del Padre por los pobres y los pequeños es una constante en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Para ellos es el Reino de Dios, nos dicen los evangelistas. La afirmación de Jesús que hemos leído hoy, es un reto para los poderosos que creen saberlo todo, tenerlo todo y disponer de todo, sin comprender que Dios desbarata los planes de los arrogantes y se compromete con los humildes y con los pobres, tiene piedad del desvalido y "los libra de la violencia y presión porque sus vidas valen mucho para él", como dice el salmista (servicio bíblico latinoamericano). En Cristo Jesús se cumplieron estas esperanzas. Así como en la escena de su bautismo en el Jordán apareció el Espíritu, en forma de paloma, que se posaba sobre él, proclamando su mesianidad, del mismo modo en la página que hemos escuchado el Espíritu le llena de alegría. Jesús se deja contagiar del buen humor de los suyos, que vuelven de un viaje apostólico y cuentan lo que han hecho en su nombre. Y lleno de esta alegría y de esta sabiduría del Espíritu, pronuncia una de sus frases llenas de paradoja e ironía: sólo a los sencillos de corazón les revela Dios los secretos del Reino. Los que se creen sabios, resulta que no entienden nada. En Jerusalén había doctores de la ley, pero Jesús, un buen día, alabó el gesto de aquella mujer anónima, pobre, que echaba unos céntimos en el cepillo del Templo. Los sencillos de corazón son en verdad los sabios a los ojos de Dios. Es lo que también dirá María de Nazaret en su canto del Magníficat: a ella la ha mirado Dios con predilección porque es humilde y es la sierva del Señor, del mismo modo que llenará de sus bienes a los pobres, y a los ricos los despedirá vacíos.
a) También ahora, en un mundo autosuficiente, orgulloso de los progresos de la ciencia y la técnica, sólo entran de veras en el espíritu del Adviento los sencillos de corazón. No se trata de gestos solemnes o de discursos muy preparados. Sino de abrirse al don de Dios y alegrarse de su salvación. Y esto no lo hacen los que ya están llenos de sí mismos. La alegría profunda de la Navidad la vivirán los humildes, los que saben apreciar el amor que Dios nos tiene. Ellos serán los que llegarán a conocer en profundidad al Hijo, porque se lo concederá el Padre. No se contentarán de una alegría exterior y superficial: sabrán reconocer la venida de Dios a nuestra historia. Mientras que habrá muchos «sabios» para los que pasará el Adviento y la Navidad y no habrán visto nada, saturados de su propia riqueza riqueza que no conduce a la salvación. O le seguirán buscando en los libros o en los hechos milagrosos.
b) ¿Seremos nosotros de esas personas sencillas que saben descubrir la presencia de Dios y salirle al encuentro? ¿mereceremos la bienaventuranza de Jesús: «dichosos los ojos que ven lo que véis?». Cristo Jesús quiere seguir «viniendo» este año, a nuestra vida personal y a la sociedad, para seguir cumpliendo el programa mesiánico de paz y justicia que está en marcha desde su venida primera, pero que todavía tiene mucho por recorrer, hasta el final de los tiempos. Porque la salvación «ya» está entre nosotros, pero a la vez se puede decir que «todavía no» está del todo.
c) En el mundo de hoy hay muchas personas que esperan, muchos corazones que sufren y buscan: ¿cómo notarán que el Salvador ya ha venido, y que es Cristo Jesús? ¿quién se lo dirá? ¿qué profeta Isaías les abrirá el corazón a la esperanza verdadera? También hoy, como en el panorama que dibuja el profeta, el mejor signo de la venida del Mesías será si se ve más paz, más reconciliación y más justicia, en el nivel internacional y también en el doméstico, en cada familia, en cada comunidad religiosa, en la parroquia, en nuestro trato con las demás personas, aunque sean de diferente carácter y gusto. Así podremos anunciar que el Salvador ya está en medio de nosotros, que es Adviento y Navidad. Y del tronco que parecía seco brotará un renuevo, y dará fruto, y nos invitará a la esperanza.
d) En cada Eucaristía, además de hacer memoria de la Pascua del Señor, y de dejarnos llenar de su gracia y su alimento, también lanzamos una mirada hacia el futuro: «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». El «ven, Señor Jesús» lo cantamos muchas veces después del relato de la institución eucarística. Como dijo Pablo, «cada vez que comáis y bebáis, proclamáis la muerte del Señor hasta que venga». La esperanza nos hace mirar lejos. No sólo a la Navidad cercana, sino a la venida gloriosa y definitiva del Señor, cuando su Reino haya madurado en todo su programa (J. Aldazábal).
-Jesús manifestó un extraordinario gozo al impulso del Espíritu Santo y dijo:... Esto sucedió en presencia de sus discípulos que regresaban de una misión apostólica y querían hablarle sobre el trabajo que habían hecho. Trato de imaginar a Jesús "en un gozo exultante"... a Jesús dichoso, radiante. Todo ello aparece en su rostro, en sus gestos, en el tono de su voz. Proviene del interior, es profundo... procede del Espíritu Santo que habita en El. Ese Espíritu que nos ha sido dado también a nosotros, que Jesús nos ha dado.
-Yo te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra. Hubiera sido mejor traducirlo por "yo te bendigo, Padre... De hecho Jesús ha utilizado una formula de "bendición" que es familiar a los judíos. A lo largo de la jornada se invitaba a los judíos piadosos a dar gracias a Dios por todo diciéndole: "Bendito eres Tú por... Bendito Tú eres por..." Tenemos pues ahí un tipo de plegaria que Jesús hacía a menudo. Habla a su Padre. Le da gracias. Era el sentimiento dominante de su alma. Danos, Señor, el sentido de la acción de gracias, de la alegría de decir "gracias Señor por... y gracias de nuevo por..." Recoger cada día las alegrías recibidas para agradecérselas al Señor.
-Lo que has encubierto a los sabios y prudentes, lo has revelado a los pequeñuelos. La acción de gracias, la plegaria de Jesús surge de la contemplación del trabajo que el Padre está haciendo en el corazón de los hombres. Los apóstoles habían predicado, habían trabajado con denuedo: tal era la apariencia, la cara visible de las cosas. Y Jesús, El, ve el trabajo del Padre en el interior: "Tú has encubierto... Tú has revelado..." Dios trabaja en el corazón de cada hombre, incluso en el de los paganos. He de aprender a contemplar este trabajo de Dios: a descubrir lo que está haciendo, actualmente, en los que me rodean, y en mí... para corresponder, para facilitarle, para cooperar. Cada vez que una persona se supera, hace el bien, sigue la llamada de su conciencia... debemos pensar que Dios está allí. Ayudar a esta persona a dar "este paso" adelante es trabajar con Dios, acompañarle.
-Los sabios, los prudentes... los pequeñuelos... Ahí hay una clara oposición. Jesús se pone de parte de los pequeños, de los pobres, de los ignorantes... frente al desprecio de los doctores de la ley. Conocer a Dios no es primordialmente una operación intelectual, reservada a una elite: los "pequeños" pueden descubrir cosas sobre Dios que los sabios no alcanzan a comprender.
-Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelarlo. Es el misterio de la vida cristiana que está entreabierto; la vida del bautizado es la extensión, a personas humanas, de la vida de relación, de amor y de conocimiento recíproco que existe entre las Personas divinas.
-Todo me ha sido confiado por mi Padre... Esto evoca la transparencia de dos personas que no se ocultan nada la una a la otra: es el "modelo" de todas nuestras relaciones humanas, y de nuestras relaciones con Dios. ¿Qué llamada hay aquí, para mí, para mis equipos de trabajo o de apostolado? (Noel Quesson).
No es fácil tener una mirada de fe, cuando la visión es materialista, llena de preocupaciones mundanas, que enturbian nuestra visión. En la oración colecta de hoy, pedimos: "muéstrate propicio, Señor… y otorga a los atribulados el auxilio de tu misericordia para que, consolados con la llegada de tu Hijo, quedemos libres de la antigua mancha del pecado". Hay algunos que prefieren huir del peligro y procurarse un oasis de paz. Por eso, dice Benedicto XVI en su Encíclica sobre la esperanza, "en la conciencia común, los monasterios aparecían como lugares para huir del mundo (« contemptus mundi ») y eludir así la responsabilidad con respecto al mundo buscando la salvación privada". Pero la solución no puede ser despreciar ese mundo, el jardín que Dios nos ha regalado, es de mala educación rechazar un regalo de amor. Y mucho menos podemos dejar de prestar atención a nuestros hermanos los hombres, a la Iglesia, que es Cuerpo de Cristo. "Bernardo de Claraval, que con su Orden reformada llevó una multitud de jóvenes a los monasterios, tenía una visión muy diferente sobre esto. Para él, los monjes tienen una tarea con respecto a toda la Iglesia y, por consiguiente, también respecto al mundo". Jesús nos muestra la alegría que surge de la vida: "se regocijó Jesús en el Espíritu Santo y dijo: 'yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra", y después de este éxtasis ante la creación nos indica el modo de vivir esa alegría: "porque escondiste estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeñitos": nos muestra una sabiduría que va más allá de la materia, y en Cristo entendemos toda la creación: "bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis"…
Tenemos, ante tantos que "quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron", una responsabilidad para con la Iglesia, con la humanidad, con toda la creación; como explica el Pseudo-Rufino: « El género humano subsiste gracias a unos pocos; si ellos desaparecieran, el mundo perecería ». y sigue el Papa: "Los contemplativos –contemplantes– han de convertirse en trabajadores agrícolas –laborantes–", en este campo que es el mundo y que espera brazos para la siembra y para el crecimiento de la cosecha y su recolección. La nobleza del trabajo no reside en restablecer el Paraíso aquí en la tierra, "pero sostiene que, como lugar de labranza práctica y espiritual, debe preparar el nuevo Paraíso. Una parcela de bosque silvestre se hace fértil precisamente cuando se talan los árboles de la soberbia, se extirpa lo que crece en el alma de modo silvestre y así se prepara el terreno en el que puede crecer pan para el cuerpo y para el alma". Es el apostolado, ayudar a muchos a que vean, y ese es el gran bien que podemos hacer a las almas en nuestro tiempo: "¿Acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo?". Así, los cristianos son "luz del mundo", para que muchos vean.
Como un eco gozoso a la 1ª lectura, escuchamos en el evangelio de Lucas a Cristo que alaba a Dios, henchido de la alegría del Espíritu Santo. Lo alaba porque en su misericordia y su bondad ha revelado los misterios del Reino y de la salvación, no a los grandes y poderosos de la tierra, los que la han mancillado con sus violencias y codicias, sino a los sencillos, a los pobres y humildes. Desde la época del concilio Vaticano II, siguiendo por las grandes conferencias del episcopado latinoamericano en Medellín, Puebla y Santo Domingo, se habla de la opción preferencial por los pobres que la iglesia se compromete a asumir. Pero esa opción la había hecho primero el mismo Dios, como nos dice Jesús en la lectura del Evangelio que escuchamos hoy, y sin añadirle aquello de "preferencial" que nosotros en nuestro tiempo he hemos puesto púdicamente para no herir las susceptibilidad de los poderosos. Los pobres y marginados son los favoritos absolutos de Dios: los humildes, los sencillos, los débiles, aquellos que no tienen quien los proteja. Dios Padre le ha entregado todo al Hijo, el poder y el juicio. Nadie conoce al Padre sino el Hijo. Pero el Hijo obediente acoge a los favoritos del Padre, les revela su amor, y les muestra su rostro amoroso.
Es lo que nos aprestamos a celebrar en esta Navidad. Sólo que las palabras escuchadas en la liturgia pueden parecernos, con toda razón, una bella utopía, una hermosa ilusión. ¿Cómo las haremos realidad en el nuevo milenio? ¿O tendremos que resignarnos a que la historia siga siendo un caos de dolor y sufrimiento, de humillaciones y pobreza para la mayoría de los hijos de Dios? Es que la celebración del nacimiento de Jesús, aparte del ruido de la publicidad y los fuegos fatuos del mercado, nos deben comprometer a los cristianos a hacer realidad lo que leemos. A construir un mundo justo y verdaderamente humano. En donde de verdad reine Dios (Josep Rius-Camps).
En Jesús se han cumplido las esperanzas de los reyes, de los profetas y de los antiguos padres. A nosotros nos ha tocado disfrutar de toda la obra de salvación que Dios ofrece al hombre. El reino del mal ha sido derrumbado, y el demonio ha caído como un rayo sobre la tierra. Quienes son de Cristo lucharán constantemente con la fuerza del Espíritu de Dios en ellos para que, en su paso por este mundo, ningún mal les haga daño. Quien ha aceptado la revelación de Dios, manifestado a nosotros como el Amor que se hace cercanía nuestra, posee la fuerza de Dios y, por su unión con Él podrá actuar no con el poder de los hombres, sino con el poder del mismo Dios. Porque el Reino de Dios ya está dentro de nosotros; porque las fuerzas del mal han sido derrotadas; porque el hombre de fe convertido en comunidad de creyentes, asegura el paso del Señor en la historia como salvación para todos, demos gracias a nuestro Padre, Señor del cielo y de la tierra. Pero no sólo le hemos de dar gracias con los labios, sino con una vida intachable que manifieste que, desde nosotros, el Señor continúa ofreciendo a todos su amor, su salvación y su llamada a ser sus hijos por nuestra unión a Aquel que, enviado por Él y hecho uno de nosotros, se ha convertido en el único camino que nos conduce al Padre.
Ante el Señor nos presentamos a celebrar esta Eucaristía, no con un corazón altanero, sino con la sencillez de quien se siente amado por Dios. Él nos comunica su Vida y su Espíritu para que, uniéndonos como hijos de un mismo Dios y Padre, vivamos la unidad querida por Cristo, para que el mundo crea. Dios ha salido al encuentro de todo hombre de buena voluntad, para ayudar al que se encuentra sin amparo y salvar la vida al desdichado. Su Misterio Pascual, que estamos celebrando, no sólo nos recuerda el amor que Dios nos tiene, sino que también nos trae a la memoria el compromiso que tenemos de proclamar su amor a todos los pueblos. Esa proclamación que nace de sabernos amados por Dios, reconciliados y salvados por Él. Con la sencillez de los niños vengamos a Él, no para hacer alarde de lo que tenemos, sino para reconocer que sin Él nosotros nada podemos hacer. Al entrar en comunión de vida con el Señor, dejémonos transformar por Él continuamente en hijos de Dios hasta lograr la perfección que en Cristo tenemos como nuestro destino. Entonces no sólo nos llamaremos hijos de Dios, sino que los demás sabrán que el Señor continúa en medio de ellos, con toda su sencillez, con todo su amor, con toda su bondad y misericordia mediante la Iglesia, comunidad de creyentes fieles en Cristo.
Dios nos ha comunicado su Espíritu, que nos llena de sus dones para que seamos constructores de un mundo que se renueve constantemente en el amor. Dios nos ha manifestado su amor y su misericordia, no sólo para que lo contemplemos cercano a nosotros, sino para que, participando de su misma vida, vayamos con la fuerza de su Espíritu de amor en nosotros, a trabajar, especialmente con nuestro testimonio, para que la vida del hombre tome un nuevo rumbo. Desde que el Hijo de Dios tomó nuestra naturaleza, quienes lo aceptamos en nuestra vida no podemos continuar viviendo sujetos al pecado, a la destrucción, a la muerte, al egoísmo, a las injusticias. Dios vino como Salvador. Y esa es la misión que hemos de continuar cumpliendo en la vida. Así, la Iglesia, unida a Cristo, será la forma mediante la cual Dios siga revelándose como Padre amoroso y misericordioso a quienes quieran recibirlo con la sencillez de los niños y de los pobres. Que nuestra Iglesia sea un lugar de paz, de armonía, de convivencia en amor fraterno. Que no hagamos daño a nadie, sino que pasemos haciendo el bien a todos como Cristo nos ha enseñado.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de prepararnos para la venida de nuestro Señor Jesucristo, con una vida intachable, humilde, sencilla; pero también con un amor fiel traducido en buenas obras y en la proclamación del Evangelio desde nuestra propia vida. Amén (www.homiliacatolica.com).
La paz es uno de los grandes bienes constantemente implorados en el Antiguo Testamento. Sin embargo, la verdadera paz llegará a la tierra con la venida del Mesías. Por eso los ángeles anuncian cantando: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lucas 2, 14). El Adviento y la Navidad son tiempos especialmente oportunos para aumentar la paz en nuestros corazones; son tiempos también para pedir la paz de este mundo lleno de conflictos y de insatisfacciones. El Señor es el Príncipe de la paz (Isaías 9, 6), y desde el mismo momento en que nace nos trae un mensaje de paz y alegría, de la única paz verdadera y de la única alegría cierta. Nosotros perdemos la paz por el pecado, y por la soberbia y la falta de sinceridad con nosotros mismos y con Dios. También se pierde la paz por la impaciencia: cuando no se ve la mano de Dios providente en las dificultades y contrariedades. Recobramos la paz con una confesión sincera de nuestros pecados. Es una de las mejores muestras de caridad para quienes están a nuestro alrededor, y la primera tarea para preparar en nuestro corazón la llegada del Niño Jesús.
El cristiano es un hombre abierto a la paz y su presencia debe dar serenidad y alegría. Para poder realizar este cometido hemos de ser humildes y afables, pues la soberbia sólo ocasiona disensiones (Proverbios 13, 10). El hombre que tiene paz en su corazón la sabe comunicar casi sin proponérselo: es una gran ayuda para el apostolado. El apostolado de la Confesión, que nos mueve a llevar a nuestros amigos a este sacramento, tiene un especial premio en el Cielo, pues este sacramento es verdaderamente la mayor fuente de paz y alegría en el mundo. Quienes tienen la paz del Señor y la promueven a su alrededor se llamarán hijos de Dios (Mateo 5, 9)
La filiación divina es el fundamento de la paz y de la alegría del cristiano. En ella encontramos la protección que necesitamos, el calor paternal y la confianza ante el futuro. Vivimos confiados en que detrás de todos los azares de la vida hay siempre una razón de bien: todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios (Romanos 8, 28), decía San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Santa María, Reina de la paz. Nos ayudará a tener paz en nuestros corazones, a recuperarla si la hemos perdido, y a comunicarla a quienes nos rodean (Francisco Fernández Carvajal).
Jesús, hoy me das una pista para conocerte mejor y para quererte más: hay que hacerse pequeño para entender tus cosas; hay que hacerse niño. Lo has dicho más veces: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. ¿Por qué? ¿Qué tienen los niños que no tenga yo?
Veo que tienen dos características muy propias de la infancia: fe inconmovible en sus padres, y perseverancia en la petición.
Para el niño pequeño, sus padres lo son todo: todo lo saben, todo lo pueden, todo lo arreglan. Si hay algún problema, no hay más que decírselo a papá o a mamá. Si se desea alguna cosa, hay que pedírsela a papá o a mamá. Y cómo piden los niños: una y otra vez, sin cansarse, sin analizar las dificultades que supone conseguir lo que quieren.
Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración.... y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir.. ¿Qué puede El, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?.
Hacerse niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia, reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños.
Jesús, en la vida sobrenatural yo soy como un niño pequeño. No puedo nada, no valgo nada, no soy nada. Pero mi Padre es Dios. Y Él lo es todo, lo vale todo y lo puede todo. Yo sólo no puedo nada: sin Mí no podéis hacer nada, me has advertido. Necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios.
Ayúdame a darme cuenta de que te necesito. A veces pienso que yo ya puedo solo, que es cuestión de esforzarme más. Pero en la vida cristiana hay siempre dos elementos: la gracia de Dios y mi correspondencia. Para corresponder mejor, debo esforzarme más. Pero si no busco tu ayuda, tu gracia, si no voy con fe a los sacramentos a pedírtela, no podré.
Jesús, enséñame a confiar en mi Padre Dios como Tú lo hiciste. Tú no buscabas a tu Padre interesadamente: para que te sacara de los apuros, para vivir una vida más cómoda o sin sufrimiento. Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra. Tú buscabas, sobre todo, darle gloria y hacer su voluntad. ¿Cómo te alabo yo? ¿Cómo te adoro, te pido perdón y te doy gracias? ¿Cómo estoy cumpliendo tu voluntad en mi trabajo, en mi vida ordinaria? Cuando me comporte así, podré pedirte ayuda, con la sencillez, con la seguridad y con la perseverancia de un niño.
Jesús, me pides que me haga pequeño en mi vida espiritual. Y ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños. Ayúdame a tener esa fe rendida en Ti: que te pida todo lo que me preocupa, todo lo que me gustaría que ocurriera, pero sabiendo que Tú sabes más. Si no me concedes algo es porque no me conviene, aunque a mí me parezca algo necesario. Tú eres mi Padre, me quieres y me cuidas. En Ti me abandono, en Ti pongo mi esperanza [cf Mt 18, 3; San Agustín, serm. Dom. 2, 4, 16; San Josemaría Escrivá de Balaguer; Es Cristo que pasa, 143; Jn 15,5: Pablo Cardona).
–Lucas 10,21-24: Jesús se llena de alegría bajo la acción del Espíritu Santo. La misericordia del Señor le ha elegido para acercarse con él a los pequeños, a los pobres. Los caminos de los hombres no son los caminos de Dios. El único camino para encontrarnos con Dios es la humildad, el reconocimiento de la gran verdad de nuestra indigencia: «Ha escondidos estas cosas a los sabios y a los entendidos y las ha revelado a la gente sencilla». Comenta San Agustín: «A los ridículos sabios y prudentes, a los arrogantes, en apariencia grandes y en realidad hinchados, opuso no los insipientes, no los imprudentes, sino los pequeños… ¡Oh, caminos del Señor! O no existía o estaba oculto para que se nos revelase a nosotros. ¿Y por qué exultaba el Señor? Porque el camino fue revelado a los pequeños. Debemos ser pequeños; pues si pretendemos ser grandes, como sabios y prudentes, no se nos revelará el camino» (Sermón 252; cf. 229, 248-250). En el Adviento se nos repite muchas veces que preparemos el camino del Señor… Toda montaña y todo altozano serán allanados... Las sendas montañosas serán convertidas en ruta plana. Y toda carne contemplará la salvación de Dios (cf Lc 3,4ss). Nos llenamos de esperanza…
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