sábado, 16 de febrero de 2019

Domingo semana 6 de tiempo ordinario, ciclo C


Domingo de la semana 6 de tiempo ordinario; ciclo C

Humildad personal y confianza en Dios
En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: 
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas. (Lucas 6,17 20-26)
I. Sé la roca de mi refugio, Señor, un baluarte donde se me salve..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa. Él es la fortaleza y la seguridad en medio de tanta debilidad como encontramos a nuestro alrededor y en nosotros mismos; Él es el agarradero firme en cada momento, a cualquier edad y en toda circunstancia. Bendito quien confía en el Señor y pone en Él su confianza, nos dice el profeta Jeremías en la Primera lectura, será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto. Por el contrario, es maldito quien, apartando su corazón del Señor, confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza. Su vida será estéril, como un cardo en la estepa. Sé la roca de mi refugio, Señor: la humildad personal y la confianza en Dios van siempre juntas. Sólo el humilde busca su dicha y su fortaleza en el Señor. Uno de los motivos por los que los soberbios tratan de buscar alabanzas con avidez, de sobreestimarse a sí mismos y se resienten ante cualquier cosa que pueda rebajarles en su propia estima o en la de otros, es la falta de firmeza interior: no tienen más punto de apoyo ni más esperanzas de felicidad que ellos mismos. Por esto son, con mucha frecuencia, tan sensibles a la menor crítica, tan insistentes en salirse con la suya, tan deseosos de ser conocidos, tan ansiosos de consideraciones. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se agarra a una débil tabla, que no puede sostenerlo. Y sea lo que fuere lo que hayan logrado en la vida, siempre se encuentran inseguros, insatisfechos, sin paz. Un hombre así, sin humildad, sin confiar en su Padre Dios que le tiende continuamente sus brazos, habitará en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita, como nos dice hoy la liturgia de la Misa. El soberbio se encuentra sin frutos, insatisfecho y sin la paz y felicidad verdaderas.
El cristiano tiene puesta en Dios su esperanza y, porque conoce y acepta su propia debilidad, no se fía mucho de lo propio. Sabe que en cualquier empresa deberá poner todos los medios humanos a su alcance, pero conoce bien que ante todo debe contar con su oración; y reconoce y acepta con alegría que todo lo que posee lo ha recibido de Dios. La humildad no consiste tanto en el propio desprecio -porque Dios no nos desprecia, somos obra salida de sus manos-, sino en el olvido de sí y en la preocupación sincera por los demás. Es la sencillez interior la que nos lleva a sentirnos hijos de Dios. «Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente». En medio de nuestra debilidad -cualquiera que sea la forma en la que se presente- nos sentimos junto a Dios con una firmeza indestructible.
II. Los mayores obstáculos que el alma encuentra para seguir a Cristo y para ayudar a otros tienen su origen en el desordenado amor de sí mismo, que lleva unas veces a sobrevalorar las propias fuerzas y, otras, al desánimo y al desaliento, al ver los propios fallos y defectos. La soberbia se manifiesta frecuentemente en un monólogo interior, en el que los propios intereses se agrandan o desorbitan; el yo sale siempre enaltecido. En la conversación, el orgullo conduce al hombre a hablar de sí mismo y de sus propios asuntos y a buscar la estimación a toda costa. Algunos se empeñan en mantener su propia opinión, con razón y sin ella; no dejan pasar cualquier descuido ajeno sin corregirlo, y hacen difícil la convivencia. La forma más vil de resaltar la propia valía es aquella en la que se busca desacreditar a otros; a los orgullosos no les gusta escuchar alabanzas de los demás y están prontos a descubrir las deficiencias de quienes sobresalen. Tal vez su nota más característica estriba en que no pueden sufrir la contradicción o la corrección.
Quien está lleno de orgullo parece no necesitar mucho de Dios en sus trabajos, en sus quehaceres, incluso en su misma lucha ascética, por mejorar; exagera sus cualidades personales, cerrando los ojos para no ver sus defectos, y termina por considerar como una gran cualidad lo que en realidad es una desviación del buen criterio: se persuade, por ejemplo, de tener un espíritu amplio y generoso porque hace poco caso de las menudas obligaciones de cada día, y se olvida de que para ser fiel en lo mucho es necesario serlo en lo poco. Y llega por ese camino a creerse superior, rebajando injustamente las cualidades de otros que le superan en muchas virtudes.
San Bernardo señala diferentes manifestaciones progresivas de la soberbia: curiosidad -querer saberlo todo de todos-; frivolidad de espíritu, por falta de hondura en su oración y en su vida; alegría necia y fuera de lugar, que se alimenta frecuentemente de los defectos de otros, que ridiculiza; jactancia; afán de singularidad; arrogancia; presunción; no reconocer los propios fallos, aunque sean notorios; disimular las faltas en la Confesión...
El soberbio es poco amigo de conocer la auténtica realidad que anida en su corazón. Examinemos hoy en la oración si valoramos mucho la virtud de la humildad, si la pedimos al Señor con frecuencia, si nos sentimos constantemente necesitados de la ayuda de nuestro Padre Dios, en lo grande y en lo pequeño. Oh Dios -le decimos con el Salmista-, Tú eres mi Dios, te busco ansioso, en pos de Ti mi carne desfallece, tiene mi alma sed de Ti, como tierra seca, sedienta, sin agua. Puede servirnos de jaculatoria para repetir a lo largo de este día.
III. El olvido de sí es una condición indispensable para la santidad: sólo entonces podemos mirar a Dios como a nuestro Bien absoluto, y tenemos capacidad para preocuparnos de los demás. Junto a la oración, que es el primer medio que debemos poner siempre, hemos de ejercitarnos en esta virtud de la humildad; y esto en nuestros quehaceres, en la vida familiar, cuando estamos solos..., siempre. Procuremos no estar excesivamente pendientes de las cosas personales; la salud, el descanso, si nos estiman y aprecian, si nos tienen en cuenta... Procuremos hablar tan poco como sea posible de nosotros mismos, de los propios asuntos, de aquello que nos dejaría en buen lugar; evitemos la curiosidad, el afán de conocerlo todo y mostrar que se conoce; aceptemos la contradicción sin impaciencia, sin malhumor, ofreciéndola con alegría al Señor; procuremos no insistir sobre la propia opinión a no ser que la verdad o la justicia lo requieran, y entonces empleemos la moderación, pero también la firmeza; pasemos por alto los errores de otros, disculpándolos, y ayudémosles con caridad delicada a superarlos; aceptemos la corrección, aunque nos parezca injusta; cedamos en ocasiones a la voluntad de otros cuando no esté implicado el deber o la caridad; procuremos evitar siempre la ostentación de cualidades, bienes materiales, conocimientos...; aceptemos ser menospreciados, olvidados, no consultados en aquella materia en la que nos consideramos con más ciencia o con más experiencia; no busquemos ser estimados y admirados, rectificando la intención ante las alabanzas y los elogios. Sí debemos buscar mayor prestigio profesional, pero por Dios, no por orgullo ni por sobresalir.
Creceremos sobre todo en esta virtud cuando nos humillen y lo llevemos con alegría por Cristo, nos alegremos en el desprecio, seamos pacientes con los propios defectos, nos esforcemos en gloriarnos de las flaquezas junto al Sagrario, donde iremos a pedirle al Señor que nos dé su gracia y no nos abandone, y reconozcamos una vez más que no hay nada bueno en nosotros que no venga de Él, que lo personal es precisamente el obstáculo, lo que estorba para que el Espíritu Santo nos llene con sus dones. Aprenderemos a ser humildes frecuentando el trato con Jesús y con María. La meditación frecuente de la Pasión nos llevará a contemplar la figura de Cristo humillado y maltratado hasta el extremo por nosotros; ahí se encenderá nuestro amor y un vivo deseo de imitarle.
El ejemplo de nuestra Madre Santa María, Ancilla Domini, Esclava del Señor, nos moverá a vivir la virtud de la humildad. A ella acudimos al terminar nuestra oración, pues «es, al mismo tiempo, una madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en el seno materno; pídele que te alcance esta virtud que tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Los siete santos Fundadores de la Orden de los Siervos de la Virgen María

LOS SIETE FUNDADORES SERVITAS
(Alejo de Falconieri, Bonfiglio, Bonajunta, Amideo, Sosteneo, Lotoringo, Ugocio)

Se ha hablado alguna vez de "constelaciones de santos". En efecto; en el cielo de la Iglesia, como en el cielo astronómico, los astros no se suelen presentar aislados, sino formando parte de "constelaciones": grupos de santos que se influyen entre sí, se prestan mutuamente sus luces, se ayudan y se estimulan. Sin embargo, aunque esto sea verdad, no es menos cierto que cada uno de esos santos es luego, salvo el caso de los mártires, objeto de un culto individual, al que han precedido una beatificación y una canonización también individuales. Hay, sin embargo, una excepción: el caso singularísimo de los siete fundadores servitas cuya fiesta celebra la Iglesia el 12 de febrero. Este grupo de siete almas, llegó a fundirse en el único ideal de "servir" a su Señora, y servirla de manera tan perfecta que las notas personales apenas tuvieran un valor relativo. Después de su muerte, su memoria y su culto fueron y siguen siendo algo esencialmente colectivo, y así sus nombres son prácticamente desconocidos, porque siempre se habla de ellos bajo la apelación de los siete fundadores servitas".
Por eso, cuando las más antiguas crónicas tratan de la vida de fray Alejo de Florencia, el último en morir, y el que por estas circunstancias pudo ofrecer a los biógrafos alguna mayor ocasión de ser considerado individualmente, esos mismos biógrafos se apresuran a asegurarnos que la santidad de él mostraba la de sus seis compañeros. Oigámosles:
"Hubo siete hombres de tanta perfección, que Nuestra Señora estimó cosa digna dar origen a su Orden por medio de ellos. No encontré que ninguno sobreviviera de ellos, cuando ingresé en la Orden, a excepción de uno que se llamaba fray Alejo... La vida de dicho fray Alejo, como yo mismo pude comprobar con mis ojos, era tal, que no sólo, conmovía con su ejemplo, sino que también demostraba la perfección de sus compañeros y su santidad."
Es éste el único caso que se da culto colectivo a varios santos confesores, y la misma liturgia, en el oficio divino y en la misa de este día, se ve forzada a modificar sus esquemas habituales para poder adaptarlos a una fiesta tan singular. Caso hermosísimo, que alienta a cuantos lo contemplamos a ir por el camino de la imitación. Llegar a la santidad, es muy hermoso, pero todavía sería más hermoso aún que lográsemos esa santidad dentro de un grupo, ayudándonos unos a otros, estimulándonos con nuestro buen ejemplo, siguiendo las huellas de este hermoso caso de santidad colectiva.
Nos encontramos en el siglo XIII. Y he aquí que entonces va a producirse un fenómeno que ya antes se había producido muchas veces en la Iglesia, que hemos visto repetirse ante nuestros propios ojos en los días que vivimos, y que, sin duda, ha de continuar produciéndose también hasta el fin de los siglos. La fundación de una Orden o Congregación religiosa sin que, quienes intervienen en ella, tuvieran al principio la más remota idea de emprenderla.
No sabemos si fueron estos siete jóvenes nobles de Florencia quienes, por sus relaciones comerciales, trajeron a la ciudad toscana la idea de aquella nueva cofradía. Acaso estuviera ya fundada y llevase unos años funcionando. Poco importa para nuestro intento. Lo cierto es que en Florencia, al comienzo del siglo XIII, encontramos una hermandad, llamada oficialmente sociedad de Santa María, pero más conocida por su nombre vulgar de los laudesi, o alabadores de la Santísima Virgen, a la que pertenecían siete mercaderes de las mejores familias de Toscana. Las crónicas nos han conservado su nombre: Bonfilio Monaldi, Bonayunto Manetti, Manetto de l´Antella, Amidio Amidei, Ugoccio Ugoccioni, Sostenio de Sostegni y Alejo Falconieri. Tengamos, sin embargo, en cuenta que algunos de ellos cambiaron su nombre al hacer la profesión religiosa. Los siete formaban parte de lo que hoy llamaríamos la junta directiva, es decir, el elemento más vivo y entusiasta de la cofradía. No sabemos la fecha de su nacimiento, pero ciertamente eran todavía jóvenes cuando, en 1233, comenzaron los acontecimientos que vamos a narrar.
Fue el día 15 de agosto, ese día que, además de estar consagrado a la Asunción de la Santísima Virgen, ha sido también señalado para tantos y tantos acontecimientos importantes de la historia eclesiástica. Los siete gentileshombres florentinos sintieron aquel día una común inspiración. Oigamos, una vez más, al cronista clásico: "Teniendo su propia imperfección, pensaron rectamente ponerse a sí mismos y a sus propios corazones, con toda devoción, a los pies de la Reina del cielo, la gloriosísima Virgen María, a fin de que, como mediadora y abogada, les reconciliara y les recomendase a su Hijo, y supliendo con su plenísima caridad sus propias imperfecciones, impetrase misericordiosamente para ellos la fecundidad de los méritos. Por eso, para honor de Dios, poniéndose al servicio de la Virgen Madre, quisieron, desde entonces, ser llamados siervos de María."
Pidieron para eso la bendición de su obispo, que se la otorgó contento; se despidieron de sus familias, y el 8 de septiembre del mismo año 1233 se recogieron en una casita, Villa Camarzia, en un suburbio de Florencia, no lejos del convento de los franciscanos, y en las inmediaciones de la antigua iglesia de Santa Cruz. Sin embargo, la casita, que ni siquiera era propiedad de ellos, sino de otro miembro de la cofradía, resultó pronto excesivamente céntrica para sus deseos de oscuridad, olvido y renunciamiento. Pasaron a otra casa que la cofradía tenía en el Cafaggio, en la que transcurrió bien poco tiempo, y pronto se planteó la cuestión de encontrar una sede que en cierto modo pudiera llamarse definitiva.
Pero antes un milagro vino a señalar cuán grata era a Dios la empresa que habían acometido. Alrededor de la fiesta de Epifanía del siguiente año, 1234, iban de dos en dos recorriendo las calles de Florencia y solicitando humildemente la caridad por amor de Dios, cuando se oyó exclamar a los niños, incluso los que aún no hablaban, señalándoles con el dedo: "He ahí los servidores de la Virgen: dadles una limosna". Entre aquellos inocentes niños que sirvieron para proclamar el agrado de Dios sobre la nueva Orden estaba uno que todavía no había cumplido los cinco meses, y que con el tiempo habría de ser una de sus más preciadas joyas: San Felipe Benicio.
El milagro vino a agravar la situación: las gentes empezaron a fijarse más en aquel humilde grupo y se hizo también más urgente la necesidad de alejarse de la ciudad. Por eso recurrieron ellos al obispo de Florencia, que tan acogedor se había mostrado desde el primer momento. Él, con el generoso consentimiento del cabildo catedral, les ofreció una porción de terreno en el monte Senario. Y allí se instalaron el día de la Ascensión del año 1234.
Es aquí, en el monte Senario, donde se inicia propiamente la vida religiosa. Hasta entonces sólo había habido una especie de tentativa. En el monte Senario construyen una iglesia, edifican unos míseros eremitorios de madera, separados unos de otros, e inician observancia con todo rigor. Reciben la visita del cardenal de Chatillon, legado del papa Gregorio IX en la Toscana y la Lombardía, quien les anima a continuar su vida, si bien moderando sus excesivas austeridades.
Pero la mejor y más preciada confirmación la tuvieron el Viernes Santo de 1239: la Santísima Virgen se apareció para encargarles que llevaran un hábito negro, en memoria de la pasión de su Hijo, y para presentarles la regla de San Agustín. Después de esta aparición, ya no había lugar a dudas. Acudieron al obispo de Florencia para regularizar, por decirlo así, su situación canónica.
Y, en efecto, el obispo impuso a los siete el hábito que les había mostrado la Virgen, recibió sus votos y les dio las sagradas órdenes. Fue precisamente en esta ocasión cuando algunos de ellos cambiaron de nombre. Y fue también en esta ocasión cuando San Alejo Falconieri mostró sus deseos de no ser ordenado sacerdote, lo que consiguió, muriendo como hermano.
La obra estaba ya, en cierto modo, encauzada. Quienes sólo habían pensado en vivir con mayor entusiasmo los ideales de su piadosa confraternidad, encontraban ya ordenados sacerdotes, con unos votos emitidos y con una regla, la de San Agustín, recibida al par de la Santísima Virgen y de la autoridad eclesiástica. Faltaba, sin embargo, dar un último paso para que naciera una nueva Orden religiosa: la admisión de novicios. Hubo sus discusiones, y mientras unos se inclinaban a admitirlos, contando con el favor del obispo, siempre inclinado en este sentido, otros preferían mantener su vida en el cuadro de la primitiva sencillez.
El hecho es que en el huerto en el que trabajaban para huir del demonio de la ociosidad, se habían producido, en la noche que precedió al tercer domingo de Cuaresma del año 1239, un significativo milagro. Una viña, mientras todo el resto del terreno estaba endurecido por la helada, se cubrió de frutos sin haber tenido previamente flores, y extendió de manera maravillosa sus brazos fecundos. Ya no cabía duda: todos vieron en el prodigio una señal de la voluntad de Dios y un presagio de los futuros destinos de la naciente familia religiosa.
Y, en efecto, los novicios empezaron a llegar en gran número. El fervor se mantuvo y atrajo las simpatías de toda la región. No faltaron tampoco insignes aprobaciones. San Pedro de Verona visita el monte Senario y alienta a los servitas en su vida religiosa. Poco después, en 1249, el cardenal Capocci, legado del Papa en Toscana, aprueba la Orden y la coloca bajo la jurisdicción de la Santa Sede. Dos años más tarde, el 2 de octubre de 1251, el papa Inocencio IV nombra al cardenal Fiechi primer protector de los servitas. En 1255 un rescripto del papa Alejandro IV daba la aprobación definitiva a la Orden y la autorización para nombrar un superior general. Nuevas aprobaciones llegaron de los papas Urbano IV y Clemente IV.
¿Será necesario decir algo de cada uno? En realidad las vidas corren casi paralelas y resulta difícil separarlas. El más anciano de ellos, Bonfilio Monaldi, fue el primer superior que gobernó la comunidad durante los dieciséis primeros años de tentativas. En 1251 fue nombrado superior general de la Orden, de manera provisional. Cuando en 1225, Alejandro IV aprueba solemnemente la Orden, convocó un capítulo general y dimitió su cargo. Ya desde entonces sólo se dedicó a la oración y a la penitencia en el retiro. En 1262, volviendo de visitar los conventos de la Orden, acompañando a San Felipe Benicio, devolvió dulcemente su alma a Dios después de maitines, encontrándose en el oratorio.
Le había sucedido, como general de la Orden, primero en el sentido canónico, Juan Magnetti. Pero por poco tiempo. De los siete, fue éste el primero en volar a Dios el 31 de agosto de 1257. Con una muerte hermosísima: celebró la santa misa en presencia de sus hermanos, anunció su próximo fin, dio a conocer algunos detalles de la vida futura de la Orden que le habían sido revelados por Dios, Después, como era viernes, quiso, según era uso entre ellos, comentar la narración de la Pasión. Y al llegar a las palabras: "En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu", expiró.
También al tercero de los tres compañeros le correspondió gobernar toda la Orden. Elegido superior general en 1265, contribuyó extraordinariamente al desenvolvimiento de la Orden por su actividad y el resplandor de su virtud. Dos años después renunció a su oficio y consiguió que fuera elegido para sucederle San Felipe Benicio. A los pocos meses, el 20 de agosto de 1268, moría asistido por su propio sucesor.
Mucho más sencilla es la vida del cuarto, Amideo Amidei. Había nacido en 1204 en el seno de una familia dividida por violentas enemistades. Era de un candor tal, que su misma familia evitó siempre mezclarle para nada en aquellas animosidades. Su vida religiosa fue también sencilla, limpia, retirada, humilde. Fue elegido prior de Monte Senario y después, de Cafaggio. Pero no pudo decirse que tales dignidades llegasen a cambiar el humilde curso de su vida. El 18 de abril de 1266 entregaba su alma a Dios. Todo el convento se sintió envuelto por un perfume celestial, mientras una resplandeciente llama volaba desde su celda hasta el cielo.
Pero acaso sea todavía más encantadora la vida de otros dos de los siete compañeros: Ugoccio Ugoccioni y Sostenio de Sostegni. Eran amigos desde su misma juventud. Juntos entraron a formar parte del grupo. Juntos se santificaron en los largos años de preparación de la Orden. Cuando ésta empezó a extenderse, les fue, sin embargo, forzoso separarse. Sostegni fue elegido vicario general de Francia; Ugoccini, de Alemania. Los dos trabajaron con todas sus fuerzas en la difusión de la Orden en sus respectivas provincias. Ya ancianos, San Felipe Benicio les llamó a Viterbo para la celebración de un capítulo general que habría de reunirse en mayo de 1282. En Monte Senario, al que tantos y tan dulces recuerdos les ligaban, se encontraron los dos ancianos, y allí hablaron largamente de todas las cosas que habían ocurrido en los últimos cincuenta años, y de lo que habían hecho por la propagación de la Orden. Hablando estaban cuando se dejó oír una voz que decía: "Servidores de Dios y de María, no lloréis más la prolongación de vuestro destierro: vuestros trabajos tocan ya a su fin". En efecto, llegados al convento, el agotamiento y la fatiga les obligaron a acostarse. Y al mismo tiempo murieron, el 3 de mayo de 1282. San Felipe Benicio vio aquella noche dos lirios de una blancura deslumbrante que eran cortados en la tierra e inmediatamente presentados a la Virgen en el cielo. Comprendió que los dos ancianos habían dejado este mundo, y así se lo anunció a los religiosos que estaban con él en Viterbo.
Nos queda San Alejo Falconieri. Es el que más vivió, pues alcanzó los ciento diez años de edad. Nacido en Florencia en 1200, murió el 17 de febrero de 1310. Entró el más joven de todos en la Orden, rehusó siempre ser sacerdote y vivió con gran humildad, dedicado, como hermano lego, a recoger limosnas y a trabajar en las más humildes tareas. Fue el instrumento de que Dios se sirvió para la santificación de su sobrina, Santa Juliana Falconieri, y quien le animó a abrazar la vida religiosa. Su larga vida le hizo presenciar un episodio harto doloroso que se produjo en 1276... y su feliz solución.
En efecto, en ese año 1276 el papa Beato Inocencio V comunicó a la Orden de los servitas que la Iglesia la consideraba como extinguida, a causa del canon 223 del segundo concilio de Lyon. Habían desaparecido ya de la tierra cuatro de los siete fundadores. Otros dos de ellos estaban ausentes de Italia. La tempestad parecía amenazante y hubo momentos en que todo estuvo a punto de perderse. Hay quien dice que de hecho se hubiese perdido si no hubiera mediado la fortaleza y el ánimo de San Felipe Benicio.
Fue él quien levantó la bandera mariana y alegó que la Orden había sido aprobada repetidas veces por los Romanos Pontífices. Sólo San Alejo llegó a ver la victoria. San Felipe Benicio, y los otros dos fundadores supervivientes murieron antes de que el 11 de febrero de 1304 el papa Benedicto XI la confirmara de nuevo. Todavía había de vivir seis años gozando de la admirable expansión que tras esta confirmación tuvo la Orden.
En efecto, como si el triunfo después de tan deshecha tempestad hubiera sido la señal que se esperaba para lanzarse por todo el mundo, la Orden se extendió desde entonces con particular fuerza, y en el siglo XIV contaba con más de cien conventos y con misiones en Creta y en las Indias. La reforma protestante le hizo perder un buen número de conventos en Alemania, pero la Orden prosperó en el mediodía de Francia. El final del siglo XVIII le fue funesto, como a todas las Ordenes religiosas. Pero en el siglo XIX se extendió a Inglaterra, y después a América. Muy recientemente se ha implantado también en España. En la actualidad consta de 1.550 religiosos.
Como hemos dicho, desde el primer momento, al poco tiempo de muerto San Alejo, la historia nos habla del culto colectivo a los siete fundadores. Sin embargo, habría de pasar mucho tiempo antes de que este culto obtuviera la plena aprobación canónica. Todos ellos habían muerto en el Monte Senario, salvo San Alejo, cuyo cadáver fue prontamente transportado allí. Benedicto XIV atestiguaba que en sus tiempos los cuerpos estaban conservados en la iglesia de Monte Senario, bajo el altar de la capilla situado bajo el coro. Sin embargo, este Papa creó una seria dificultad para su posible canonización, exigiendo que para cada uno de los siete fueran presentados cuatro milagros, y que, por consiguiente, las siete causas se vieran independientemente. De hecho, los primeros bolandistas no los mencionaban, con la única excepción de San Alejo.
En 1717, Clemente XI aprobaba el culto del Beato Alejo, y en 1725, el de los otros seis. Sólo en tiempo de León XIII, como consecuencia de un clamoroso milagro ocurrido en Viareggio como consecuencia de la invocación colectiva a los siete fundadores, se pudo volver al primitivo procedimiento: estudiar simultáneamente y en una sola causa la santidad de los siete. La causa tuvo éxito feliz, y el 15 de enero de 1888 fueron solemnísimamente canonizados. El 28 de diciembre del mismo año se fijaba su fiesta para el 11 de febrero. Años después, la fiesta fue pasada al 12, para dar lugar a la celebración de la aparición de la Inmaculada en Lourdes. Así sus fieles siervos cedieron, por medio de la Orden por ellos fundada, a la Santísima Virgen el lugar que venían ocupando en el calendario.
LAMBERTO DE ECHEVERRíA

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