Lectura del libro del Exodo 24,3-8. En aquellos días Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y todos sus mandatos; y el pueblo contestó a una: -Haremos todo lo que dice el Señor.
Moisés puso por escrito todas las palabras del Señor. Se levantó temprano y edificó un altar en la falda del monte, y doce estelas, por las doce tribus de Israel. Y mandó a algunos jóvenes israelitas ofrecer al Señor holocaustos y vacas, como sacrificio de comunión. Tomó la mitad de la sangre y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió: -Haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos.
Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo: -Esta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos.
Salmo 115,12-13.15.16bc.17-18 R/. Alzaré la copa de la salvación, invocando tu nombre [o Aleluya].
Mucho le cuesta al Señor / la muerte de sus fieles. / Señor, yo soy tu siervo, / rompiste mis cadenas.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza, / invocando tu nombre, Señor. / Cumpliré al Señor mis votos, / en presencia de todo el pueblo.
Lectura de la carta a los Hebreos 9,11-1.5. Cristo ha venido como Sumo Sacerdote de los bienes definitivos. Su templo es más grande y más perfecto: no hecho por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado. No usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna. Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar con las cenizas de una becerra tienen el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa; cuánto más la sangre de Cristo que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo. Por eso él es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.
Lectura del santo Evangelio según San Marcos 14,12-16.22-26. El primer día de los ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: -¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?
El envió a dos discípulos, diciéndoles: -Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua: seguidlo, y en la casa en que entre decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos? Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena. Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: -Tomad, esto es mi cuerpo. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron. Y les dijo: -Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios. Después de cantar el salmo, salieron para el Monte de los Olivos.
Comentario: -La sangre de la alianza. Es el tema que se repite en todas las lecturas de hoy, en este Corpus del ciclo B. Y un buen punto de partida será evocar el terrible tono vital de aquellos ritos del A. T. en que.. ¡se derramaba sangre! Cuesta imaginar, pero seguro que dejaba en los presentes la sensación de que estaba en juego algo decisivo, la vida misma, la totalidad de la realidad. En la vinculación con Dios, en la fidelidad a Dios que la sangre expresaba, los hombres se lo jugaban todo. Nosotros no hacemos ya estos ritos algo bárbaros. No los hacemos, pero -de hecho- aquello que solamente era rito ahora debería ser realidad personal de cada creyente. JC lo tenía muy presente en sus últimas palabras antes de la pasión: tenía presente que no se trataba ya de ritos bárbaros e impresionantes, sino de vida, de su propia y personal vida. En la vinculación personal con Dios los hombres se lo jugaban todo, y la sangre lo recordaba. Pero ahora no sería ya necesaria sangre que lo recordara: una persona, JC, derramó su propia sangre, y la vinculación es ya permanente, eterna. El cáliz de la Eucaristía nos hace comulgar en todo esto. Las palabras de la consagración del cáliz nos lo dicen cada domingo. Y hoy convendría releer y comentar estas palabras (y decir también que no sólo comulgamos sacramentalmente, sino que hay que hacerlo vitalmente, que significa amando hasta la muerte).
-La institución de la Eucaristía. En este ciclo B leemos en el evangelio la institución de la eucaristía. En los demás ciclos no se lee. Podemos recordar un poco el ambiente de la cena pascual judía, el ambiente de JC y los discípulos en aquellos momentos, la tensión escatológica que en ella se respira ("No volveré a beber del fruto de la vid... ") y el sentido que tiene la institución en aquel momento. La vida de JC, su fidelidad a la voluntad del Padre, se ha desplegado hasta llegar a este momento en que la fidelidad será culminada: el derramamiento de su sangre, el don total de su vida (cfr. 2. lectura). En esta situación límite, él, como cabeza de familia, preside la celebración de la cena de Pascua de tal modo que transforma algunos de sus ritos en profecía de lo que va a suceder, en desvelamiento del significado de toda aquella historia, y en signo de aquella Pascua que allí tiene lugar.
-El cabeza de familia pronunciaba la bendición, partía el pan sin levadura, e interpretaba su sentido como "pan de aflicción", el pan de Egipto. JC hace el mismo gesto pero la interpretación es nueva: en aquel pan se concentra la intensidad de su vida misma, en el momento en que llega su Pascua. Igualmente, después de comer el cordero, el cabeza de familia levantaba la "copa de la bendición", en acción de gracias por la Pascua celebrada. JC, aquí al pasar la copa, recoge el recuerdo de la alianza del Sinaí (cfr. 1 lectura) y anuncia que aquella alianza ahora tiene lugar con una nueva sangre, la suya, que convierte en realidad para todos los hombres lo que la alianza y los sacrificios del AT significaban (cf. 2 lectura).
La Eucaristía, por tanto, hará participar a los cristianos de todo ello, de un modo vivo, real (cfr. lo absoluto de las afirmaciones: ¡"Es mi cuerpo... es mi sangre"!). No como el nuevo rito de una nueva religión, semejante a los ritos del AT, sino como comunión con aquella unión entre los hombres, realizada definitivamente en la vida y la muerte de Jesús de Nazaret (José Lligadas).
Las palabras de Jesús sobre el cáliz, según la tradición de Marcos-Mateo, expresan el paralelismo con las palabras de la institución de la alianza sinaítica. Es un paralelismo de alianzas, en el que se marca a la vez la continuidad y la discontinuidad: la continuidad de una historia de revelación, de promesas, de misericordia de Dios para con los hombres; la discontinuidad en la novedad de la persona de Cristo, en el carácter personal de la sangre de la alianza, en los destinatarios, y en los bienes comunicados y participados. El evangelio y la primera lectura presentan la continuidad de las formulaciones; la segunda lectura, en cambio, destaca la novedad de la entrega de la sangre de Cristo como sangre personal para una alianza personal -¡el perdón de los pecados!-. Enlaza, de este modo, con las palabras que la tradición de Mateo añade a la de Marcos y que la liturgia asume: "derramada... por todos los hombres para el perdón de los pecados". La sangre de Cristo destaca todavía otro elemento, unido íntimamente al aspecto sacrificial: porque es entrega de la vida -"la vida está en la sangre", dice la tradición bíblica -es comunión con la vida glorificada de Jesús; por eso la comunión con el cáliz acentúa fuertemente el aspecto escatológico de la Eucaristía: "el vino nuevo en el reino de Dios", es decir, la comunión con el Resucitado, con su vida. El salmo responsorial debe interpretarse en este sentido: alzar el cáliz -brindar- para celebrar la vida nueva que nos viene de Cristo, resucitado por Dios, porque "mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles".
Una actualización espontánea de este acento eucarístico sobre la sangre de la alianza es el enlace con toda la "saga" que hemos seguido durante la Cuaresma, en las primeras lecturas, sobre la alianza. Entonces descubrimos que la historia de la alianza es la historia del amor y de la fidelidad de Dios para con los hombres, y eso nos ha conducido hacia la celebración de la Pascua como la plenitud de la alianza, por la sangre de Cristo; el acento de la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo de este año nos ilumina ahora algo central de la Eucaristía: en ella, el Sí de Dios al hombres está siempre presente, actual, ofrecido. "Las gracias de Yahvé no han terminado, su misericordia no se ha agotado. Se renuevan todas las mañanas, grande es su fidelidad" (Lm 3,22s). La Eucaristía es, siempre que la celebremos, como un revulsivo contra nuestros olvidos e infidelidades.
Otra actualización válida es valorar el sentido de la comunión con el cáliz. No se trata simplemente de "hacerlo más solemne", sino de participar en la totalidad del signo eucarístico, de seguir plenamente la institución de Cristo, de acentuar todas las dimensiones del don eucarístico. Un texto de referencia magnífico puede ser el de San Juan Crisóstomo, que se encuentra en la Liturgia de las Horas, el viernes santo, especialmente los últimos párrafos: "…Cristo alimenta siempre con su sangre a aquellos a quienes él mismo ha hecho renacer" (P. Tena).
1. Exodo 34,3-8: -Bajó Moisés del Sinaí y refirió al pueblo todas las palabras del Señor... El pueblo respondió a una voz: «Cumpliremos todas las palabras que el Señor ha dicho." Todos habremos notado ese detalle significativo: al pueblo de Israel le fue mandado guardar las distancias, quedarse al pie de la montaña, bajo amenaza de muerte a quienquiera quisiera acercarse (Éxodo 19,12). El «sentido» de ese rito es claro y siempre actual, aunque se deba traducir HOY de otro modo: Dios es misterio, Dios es lo absoluto, un foso infranqueable separa a la criatura del Creador... sin embargo, Dios ha previsto unos puentes para salvar esa distancia, Moisés sube hacia Dios sirve de intermediario. Jesús, sobre todo, será ese mediador que nos acerca Dios y abre el diálogo definitivo, esta Palabra a la que nosotros podemos responder.
-Moisés escribió todas las palabras del Señor... Levantó un altar y doce estelas por las doce tribus de Israel... Mandó a algunos jóvenes israelitas que ofreciesen sacrificios. Tomó Moisés la mitad de la sangre, la derramó sobre el altar y con la otra mitad roció al pueblo. Trato de imaginar esos ritos: ¡la sangre de las víctimas esparcida sobre el altar -que representa a Dios- y sobre el pueblo! Todo esto simboliza la alianza: en adelante, Dios y ese pueblo están vinculados con la «misma vida», con la «misma sangre».
-«Esta es la sangre de la alianza que según todas estas palabras, el Señor ha establecido con vosotros. Son casi las mismas palabras que empleó Jesús para expresar la nueva Alianza en su propia sangre. La misa ¿significa para mí la Alianza que Dios ha hecho conmigo? No estoy nunca solo: ¡tengo a «Dios-conmigo», tengo un aliado! Esto debería ser una fuente inagotable de alegría. El cristiano debería vivir sin desaliento alguno: porque participa del plan de Dios sobre el mundo y es el aliado del proyecto divino que no puede fallar. La misa significa también la Alianza que nos vincula a los demás. No soy el único aliado de Dios, individualmente: la liberación, la alianza, son fenómenos colectivos. Todos somos solidarios. Somos todo un pueblo que vive unido el rito.
-Tomó Moisés el libro de la Alianza y lo leyó ante al pueblo, que respondió... Escuchar juntos la misma Palabra y contestar juntos, es también un rito de Alianza. Es la primera parte de la misa, en la que Dios está ya presente. Cuando se han escuchado los mismos pensamientos, se ha comenzado a comulgar en las mismas verdades, en el mismo proyecto: el de Dios.
-"Obedeceremos y cumpliremos todo lo que ha dicho el Señor". Ciertamente, los ritos son necesarios, esos momentos particulares en los que se celebra la Liberación y la Alianza. Pero la finalidad de las liturgias no está en sí mismas, sino que nos retornan a nuestra vida ordinaria en la que tenemos que vivir la Palabra de Dios y cooperar a su voluntad. Ayúdanos, Señor, a practicar, a cumplir tu voluntad, en el núcleo de nuestras existencias cotidianas (Noel Quesson).
Dentro de la profunda experiencia que el pueblo hace de la manifestación de Dios en el Sinaí, la celebración de la alianza ocupa un lugar privilegiado. Así, todo el pueblo participa en este misterio que afecta realmente al futuro de todos. Yahvé, por medio de Moisés, propone la alianza (v 3): él será el Dios de Israel, es decir, su libertador, su defensor, su realizador. Y el pueblo será el pueblo de Yahvé: con toda libertad construirá su personalidad de acuerdo con la voluntad de Dios. Inmediatamente se escribe un memorial -el libro de las palabras de Yahvé- y se erige un testimonio: doce piedras (v 4c), las cuales recordarán las doce tribus que presenciaron el compromiso de todo el pueblo con Yahvé. Después, la alianza es sellada con sangre como era costumbre en la antigüedad (5.6.8). Por eso se sacrifican víctimas: unas se ofrecen en holocausto, es decir, se queman por completo; otras se inmolan como víctimas pacíficas o de comunión, dando lugar al banquete ritual, que significaba la comunión del pueblo con Dios.
La alianza es una relación de vida que compromete cada instante y toda la existencia de los individuos y del pueblo. O, como dirán después los profetas de la crisis religiosa del tiempo de la monarquía, la alianza es una relación de amor. Vida y amor siempre nuevos, siempre reanudados, siempre abiertos a todos los caminos de la comunión y de la manifestación en la imaginación, de la búsqueda constante. Vida y amor de todos los tiempos, pero especialmente del ahora, ya que tanto una como otro son realidades presentes que fluyen del pasado hacia el futuro, pero siempre terriblemente actuales. De ahí que exijan una dinámica constante de conversión, de apertura a la renovación. De ese modo, la sangre de las víctimas derramada sobre el altar y sobre el pueblo cobra todo el significado de sello vital de la alianza contraída. Participar de una misma sangre es establecer el vínculo familiar o entrar en comunión de vida. En la celebración de la alianza, la sangre de las víctimas es vínculo de unión entre Dios -el altar representa a Yahvé- y el pueblo, los cuales, a partir de ahora, serán los grandes aliados, partícipes de una misma vida y amor.
Este texto es paralelo a los que narran la institución de la eucaristía. De este modo contemplamos la antigua alianza y la nueva. Sin embargo, la primera, a pesar de su realidad histórica eficaz, no es más que una imagen de la segunda, la nueva y definitiva alianza de Dios con toda la humanidad. En la eucaristía descubrimos en una única persona las características de mediador, sacerdote, víctima y altar, que hacen que la acción de Jesús, ofreciéndose en oblación al Padre, sea la alianza definitiva y universal de toda la humanidad con Dios para siempre. «Por esta razón es el mediador de una alianza nueva: para que, después de una muerte que librase de los delitos cometidos bajo la primera alianza, los llamados puedan recibir la herencia eterna, objeto de la promesa» (Hb 9,15: J. M. Aragonés).
En resumen: Una vez ha presentado las leyes que constituyen el llamado Código de la Alianza (cf. Ex 20,22-23,19), el redactor del libro del Exodo nos propone el rito sacrificial del pacto entre Dios y el pueblo. Nuestro texto fue compuesto en el Reino de Samaría, allá por el año 750 aC. En la vida civil, en el rito de la alianza (cf. Gn 15,17-19 y Jr 34,18), después de haber sacrificado animales, los contratantes pasaban entre las víctimas sangrantes e invocaban sobre ellos la misma suerte de los animales si transgredían su compromiso. Siendo un rito profano, pasó a religioso. Ya que Dios no se hace presente en carne y huesos, el altar lo representaba ante el pueblo. La sangre, en la mentalidad bíblica está estrechamente relacionada con la vida (cf. Ct 12,23), y por eso no puede ser comida. Derramar la sangre sobre el altar es entregar la vida a Dios. Asperger con esta sangre al pueblo significa que participa de esta misma vida. Dios y el pueblo son, de alguna manera, "hermanos de sangre". La sangre queda ligada a la alianza. En el Nuevo Testamento es la sangre de Cristo, víctima inocente, la que sancionará el pacto de amor entre Dios y el Israel de la Nueva Alianza (cf. Mc 14,24 y paralelos). La carta a los cristianos hebreos (9,18-20) se refiere directamente a este pasaje del Éxodo, y lo aplica a Cristo (Jordi Latorre).
2. El salmo responsorial (115) habla de un sacrificio de alabanza por haber salvado al salmista del peligro de la muerte. Leído en clave cristiana, lo entendemos en sentido eucarístico: la fracción del pan como sacrificio de alabanza por haber salvado a Cristo de la muerte.
La comida de Pascua, o Seder, se tomaba en cada casa la primera noche de la fiesta. La mesa, en aquella ocasión estaba suntuosamente preparada. En un extremo de la mesa, delante del "dueño de casa", había tres matsoth ("pan de la miseria", sin levadura, porque la "masa de nuestros antepasados no tuvo tiempo de fermentarse cuando tuvieron que salir precipitadamente de la tierra de cautividad"). Sobre la mesa, "hierbas amargas" y lechuga, evocaban las amarguras de la vida de esclavitud... Y "el hueso carnudo, asado, de cordero pascual"... Ante cada comensal, una "copa de vino". En cuatro sorbos, durante la comida, cada uno debía vaciar su contenido recitando una bendición, testimonio de "felicidad" y de "gratitud" hacia Dios. Durante la comida, el niño más pequeño hace preguntas al "dueño de casa"; este responde mediante el Haggada o sea el relato de la "liberación de Egipto". Para finalizar la comida, se cantan los salmos de Hallel, es decir los salmos 112 al 117. El salmo 115 resume perfectamente el sentimiento de Israel en esta situación dolorosa. Horriblemente oprimido ("he sufrido mucho"), obtuvo del Faraón el permiso para salir de la hoguera. Pero de inmediato siente que le pisa los talones el ejército egipcio ("en mi confusión yo decía: ¡el hombre es sólo mentira!"). Experiencia profunda de la duplicidad humana. Morirían aprisionados entre el Mar Rojo a la espalda y los terribles carruajes del Faraón por delante... En ese momento se abre el mar ("mucho le cuesta al Señor ver morir a los suyos"). Con inmensa emoción, el salmista pasa de pronto, a la segunda persona: "yo soy, Señor, tu siervo, Tú has roto las cadenas que me ataban. Te ofreceré el sacrificio de alabanza, levantaré la copa de salvación... " La comida de Pascua era pues un inmenso grito de alegría y de acción de gracias "al Dios salvador", que salva de la desgracia y de la muerte. Esa fue la comida que Jesús vivió, aquella tarde, la última que comió antes de morir y resucitar.
Entrando en la oración de su pueblo, recitando este salmo, Jesús le infundió una dimensión "universal". El drama de Israel "desgraciado", oprimido, es el de todo hombre, bajo el peso de su "condición humana"... La acción de gracias de Israel "ante el bien que Dios le ha hecho" es la de todo hombre ante la resurrección prometida. Sí, mañana Jesús morirá. El lo sabe. Judas, durante la comida, abandonó el grupo y se fue a urdir el proceso final. Lejos de hacer un drama de su condición humana, Jesús la afronta libremente, erguida la cabeza: hace un anticipo de su muerte. Tomando el "pan de miseria sin levadura" que está ante El, Jesús dice: "este es mi cuerpo entregado por ¡vosotros!". Luego, tomando la copa de vino dice: "esta es la copa de mi sangre derramada por ¡vosotros y por muchos!". Imaginémonos a Jesús, cantando, no abstractamente, sino en el contexto de esta "vigilia" de su propia muerte "estas palabras admirables: mucho le cuesta el Señor ver morir a los suyos" ¡No! Dios no goza viendo la muerte" Esta hace parte de la condición humana, hace parte de "todo lo que no es Dios"... Por esto es inevitable. Sólo Dios es Dios. Sólo Dios es perfecto. Sólo Dios es eterno. No obstante, la nota dominante en este salmo, y en el alma de Jesús aquella tarde, es la acción de gracias. "¿Cómo podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? Levantaré la copa de la salvación... Ofreceré el sacrificio de alabanza..." ¿Por qué? Porque Jesús sabe con certeza absoluta que su Padre lo ama: "Mucho le cuesta al Señor ver morir a sus hijos". Y este amor, Jesús lo sabe, será eficaz. Dios no quiere la muerte. Dios salvará de la muerte a los que ama. ¡Sí! Jesús sabe que su muerte, mañana, no será la siniestra zambullida en la nada de que hablan los ateos sino "la entrada en la Casa del Señor" para la eterna alabanza y acción de gracias.
La experiencia mortal de Jesús, es la nuestra, es la de todos los hombres. Toda ideología, toda concepción de la existencia humana que "descuide" este hecho evidente de la muerte (las civilizaciones también ¡son mortales! ¡todo lo que construimos es mortal! ¡Todo lo que hacemos en este mundo está destinado a morir!)... no es una concepción válida para el hombre. El hombre ateo de hoy, lúcidamente, saca esta conclusión inevitable: el mundo es absurdo... Y añadimos: "Si Dios no existe, el hombre tampoco tiene esperanza de vivir..." Vayamos con lucidez hasta las últimas consecuencias. Pero con Israel, con Jesús, somos de los pocos que "creen en Dios". Estamos felices de creer. Y nos atrevemos a pensar que es la única posibilidad de supervivencia que tiene el hombre. Podemos pues con alegría entonar este canto (Noel Quesson).
El salmista es un esclavo -hijo de esclava- nacido en casa. Aun así, el Señor de la casa ha tenido a bien romper sus cadenas, sin tener en cuenta la condición de esclavo. ¿Cómo no ofrecer un sacrificio de alabanza? ¿Cómo no cumplir los votos e invocar el nombre del Señor? Jesús también fue esclavo nacido de mujer y bajo las cadenas de la ley. El Padre, no obstante, rompió las cadenas de la ley, del pecado y de la muerte. El y nosotros hemos sido llamados a la libertad. El sacrificio de Jesús, ofrecido en Jerusalén, es la más perfecta acción de gracias a la infinita bondad del Padre. A imitación de Jesús, también los cristianos ofrecemos al Padre un sacrificio de alabanza, de acción de gracias, celebrando el nombre del Señor, porque El ha roto nuestras cadenas. A pesar de nuestras maldades y de los desafíos pecaminosos de nuestra vida, Dios Padre adopta con nosotros una perenne e inconmovible actitud de gracia. El no tolera nuestra muerte -«mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles»-, y por eso la ha exterminado con la resurrección de su Hijo Jesús; no soporta nuestra falta de libertad y por eso rompió nuestras cadenas en la muerte de Cristo, hecho esclavo por nosotros. Nuestra existencia cristiana está llamada a ser una eucaristía continuada, una respuesta de acción de gracias ininterrumpidamente ante la inagotable actitud de Gracia del Padre. «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» La respuesta cristiana es ésta: participando en la acción de gracias, en la Eucaristía, que Jesús, Primogénito entre muchos hermanos, dirige al Padre, bebiendo con El «el cáliz de la bendición» y ajustando, en consecuencia, nuestra vida a los compromisos de nuestro bautismo, contraídos en presencia de la Iglesia.
Benedicto XVI comenta: “El Salmo 115, con el que acabamos de rezar, siempre ha sido utilizado por la tradición cristiana, a partir de san Pablo que, citando la introducción, siguiendo la traducción griega de los Setenta, escribe a los cristianos de Corinto estas palabras: «teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito: "Creí, por eso hablé", también nosotros creemos, y por eso hablamos» (2 Cor 4,13). El apóstol se siente en acuerdo espiritual con el salmista en la serena confianza y en el sincero testimonio, a pesar de los sufrimientos y de las debilidades humanas. Al escribir a los romanos, Pablo retomará el versículo 2 del salmo y trazará la contraposición entre la fidelidad de Dios y la incoherencia del hombre: «Que quede claro que Dios es veraz y todo hombre mentiroso» (Rom 3,4). La tradición sucesiva transformará este canto en una celebración del martirio (cf. Orígenes) a causa de la mención de «la muerte de sus fieles» (v. 15). O hará de él un texto eucarístico, considerando la referencia a «la copa de la salvación» que el salmista eleva invocando el nombre del Señor (v. 13). Este cáliz es identificado por la tradición cristiana con «la copa de la bendición» (cf. 1 Cor 10, 16), con la «copa de la Nueva Alianza» (cf. 1 Cor 11,25; Lc 22,20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen referencia precisamente a la Eucaristía.
…La súplica se transforma en gratitud, pues el Señor ha sacado a su fiel del torbellino oscuro de la mentira (cf. v.12). El orante se dispone, por tanto, a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (cf. v.13). La Liturgia, por tanto, es la sede privilegiada en la que se puede elevar la alabanza agradecida al Dios salvador.
De hecho, además de mencionarse el rito del sacrificio se hace referencia explícitamente a la asamblea de «de todo el pueblo», ante la cual el orante cumple su voto y testimonia su fe (cf. v.14). En esta circunstancia hará pública su acción de gracias, consciente de que incluso cuando se acerca la muerte, el Señor se inclina sobre él con amor. Dios no es indiferente al drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (cf. v.16). El orante salvado de la muerte se siente «siervo» del Señor, hijo de su esclava (ibídem), bella expresión oriental con la que se indica que se ha nacido en la misma casa del dueño. El salmista profesa humildemente con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el amor y en la fidelidad.
Con las palabras del orante, el salmo concluye evocando nuevamente el rito de acción de gracias que será celebrado en el contexto del templo (cf. vv.17-19). Su oración se situará en el ámbito comunitario. Su vicisitud personal es narrada para que sirva de estímulo para todos a creer y a amar al Señor. En el fondo, por tanto, podemos vislumbrar a todo el pueblo de Dios, mientras da gracias al Señor de la vida, que no abandona al justo en el vientre oscuro del dolor y de la muerte, sino que le guía a la esperanza y a la vida.
Concluimos nuestra reflexión encomendándonos a las palabras de san Basilio Magno que, en la Homilía sobre el Salmo 115, comenta la pregunta y la respuesta de este Salmo con estas palabras: «"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y ha recibido la razón…, ha percibido después la economía de salvación a favor del género humano, reconociendo que el Señor se entregó a sí mismo como redención en lugar nuestro; y busca entre todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que puede ser digno del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere sacrificios ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la copa de la salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que nos enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los discípulos: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose claramente a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo»”.
3. Hb 9, 11-15. 1. En el centro de Hebreos hallamos el punto de la muerte de Cristo por la que se ha conseguido la unión definitiva entre Dios y los hombres. Las alusiones a esta muerte y a sus efectos salvadores son bastante claras. Pero puede resultar confuso todo el tema de la terminología sacrificial aplicada a la muerte de Cristo que, efectivamente, en esta carta/escrito. Y no sólo sacrificial sino sacrificial expiatorio siguiendo los ritos veterotestamentarios del Levítico. Hoy día no existe sensibilidad ni comprensión del sentido auténtico del sacrificio, no hay referentes culturales como vemos en la liturgia judía: el día de la expiación expresaba de una manera grandiosa la conciencia de culpa del hombre y el anhelo por descargarla y alcanzar la reconciliación con Dios. El Sumo Sacerdote atravesaba el velo del templo, penetraba él sólo en el "recinto santísimo" y ofrecía en sacrificio la sangre de animales para expiar sus faltas y las del pueblo. Después salía para tener que recomenzar otro año el mismo ritmo. La culpa del hombre resultaba insuprimible. Jesús ha penetrado en el santuario del cielo una vez por todas, para llegar a la presencia de Dios. Y lo ha hecho con el sacrificio de su pasión, es decir, en virtud de su propia sangre y a impulsos del Espíritu eterno de Dios. La eficacia de este acto permanece para siempre. La esperanza de los hombres de alcanzar el perdón de sus pecados y lograr la comunión con Dios queda cumplida real y definitivamente en el misterio de la muerte y exaltación de Jesucristo, el Hijo de Dios. Y la liberación conseguida en virtud de la sangre de Cristo se mantiene inagotable. La sangre de Cristo sella una alianza nueva para siempre. Cristo es mediador de una nueva alianza. En efecto: Jesús es el enviado de Dios a los hombres (apóstol) y tiende un puente (pontífice) para hacer posible la unión entre ambos. Jesús manifiesta la última voluntad (testamento) de Dios para con los hombres, y la cumple ofreciéndose a sí mismo en la cruz. Es autor y realizador del Testamento (“Eucaristía 1988”).
-"Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos": El autor de los Hebreos explica el sacrificio de Cristo a partir de elementos comparativos del AT, pero con un cambio radical de su significado.
-"... ha entrado en el santuario una vez para siempre...": Como el sumo sacerdote en la celebración del Yom-Kippur entraba en el interior del santo de los santos, única ocasión anual, Cristo ha accedido una vez para siempre a Dios. Y esta entrada en la santidad de Dios la realiza a través de un tabernáculo que no pertenece al mundo de los hombres: es su mismo cuerpo renovado por la resurrección.
-".... consiguiendo la liberación eterna": Esto ha sido posible no por un sacrificio ritual, sino por el ofrecimiento de sí mismo. Inaugura de este modo el culto auténtico (personal, espiritual y perfecto) cuya eficacia es definitiva.
-"...Cristo, que, en virtud del Espíritu Santo, se ha ofrecido a Dios": Cristo es a la vez el sacerdote y la víctima. Es una víctima sin mancha, no en el sentido físico como pedía la Ley, sino por su falta de pecado y de complicidad con el mal. Es un sacerdote capaz, porque tiene el Espíritu: posee la fuerza de ofrecerse a sí mismo en obediencia a la voluntad de Dios y en solidaridad fraterna con los demás hombres y esta fuerza se eleva hasta Dios, como el fuego de los antiguos sacrificios (J. Naspleda).
La crítica que hace la epístola a los Hebreos se refiere esencialmente al valor de mediación del culto antiguo. Para el autor de la epístola, el Templo no podía conducir a Dios; al contrario, llevaba a un callejón sin salida. En efecto, al no exigir de por sí la liturgia sacrificial de la antigua alianza el compromiso personal del oficiante, el culto se revelaba incapaz de transformar en profundidad el ser del que ofrecía aquella liturgia. Cristo se abrió camino hacia Dios penetrando en "su templo, más grande y más perfecto, mediante su propia sangre". Así pues, la ofrenda de su persona diferencia esencialmente su sacrificio de los sacrificios judíos: se pasaba de un culto ritual y exterior a una ofrenda profunda y total; de un culto separado de la vida a una ofrenda que se realizaba en los dramáticos acontecimientos de la Pasión. "Destruid este templo y en tres días lo levantaré": la nueva tienda por la que Cristo tenía acceso a Dios era el templo de su cuerpo, transformado personalmente por su compromiso personal. Se había pasado así de un culto exterior al "culto en espíritu y en verdad" El salmo 46 es una invitación a alabar a Yahvé, rey de Israel y del mundo. Aquí, acompaña el retorno de Cristo a la gloria del Padre, de ese Cristo cuya grandeza está inscrita en la cruz para siempre (“Dios cada dia”, Sal Terrae).
El presente pasaje, particularmente los versículos 11-14, constituye el centro de la cristología de Heb, el núcleo de todo el escrito. El lenguaje es cultual; sin embargo, no es la acrítica comprensión del culto la que proyecta luz sobre el misterio de Cristo, sino que la cruz de Cristo da un contenido insospechado a las categorías cultuales. Lo primero que el autor pone ante nuestros ojos es el misterio del proceso personal de Jesucristo (9,11-12); sólo después, y a su luz, aborda el proceso de nuestra salvación (9,13-14). En Heb, la clave para comprender el misterio de Jesús es su muerte; la muerte de Jesús fue un sacrificio, el sacrificio del mismo Jesús. «Cristo... entró de una vez para siempre en el santuario... mediante su propia sangre». La reiterada alusión a la sangre de Jesucristo responde al lenguaje cultual del autor; pero no debe constituir una trampa para nosotros: no debemos pensar confusamente que lo importante en la muerte de Jesús fue su sufrimiento o el derramamiento material de su sangre. Para Heb, la cruz de Jesús es la revelación del gran misterio de su libertad entregada. El sacrificio de Jesús fue la libre y esforzada entrega de su «yo» personal a Dios (10,4-10). El sufrimiento y la muerte son la prueba, el signo y la realización de su donación.
Partiendo de ahí se recupera y trasciende todo el lenguaje cultual. Jesucristo «entró en el santuario» (9,11), «en el mismo cielo» (9,24), es decir, se presentó ante Dios. Pero no después ni más allá de su cruz, sino en ella; su generosa donación selló su comunión personal con Dios. Así consiguió también la «perfección»: no más allá de los sufrimientos, sino en ellos (2,10), ya que en ellos aprendió la obediencia plena a Dios (5,8-9). Y fue también en el ofrecimiento de sí mismo, no después ni al margen de él, cuando Jesucristo fue consagrado «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (9,11); la entrega de Jesucristo al Padre es perfecta y eterna, constituye la misma definición del Salvador sacrificado. En la raíz de esta potente visión se halla la fe fundamental: Jesucristo es el Hijo llegado a la perfección (7,28).
Ese sacrificio personal ofrece realmente a los hombres (dimensión pasiva) la posibilidad de su entrega personal a Dios (dimensión activa), en la cual consiste la "purificación de la conciencia" (9,14), la verdadera salvación. Por eso, Jesucristo es el mediador de la nueva alianza (9,15-23), es decir, de la comunión personal y libre del hombre con Dios (G. Mora).
Este fragmento de la carta a los cristianos hebreos centra nuestra atención en la eficacia del sacrificio de Cristo frente a los sacrificios del Antiguo Testamento. Mientras estos eran algo externo a la persona oferente y no llegaban a transformarla, el sacrificio de Cristo es algo personal: él mismo se ofrece. El movimiento oblativo de Cristo, en virtud del "Espíritu Santo", lo ha transformado, lo ha resucitado dándole la misma vida de Dios. Pero esta transformación no se queda sólo en Jesús, sino que en virtud del mismo Espíritu, el efecto transformador repercute también en nosotros, purificando nuestra conciencia, "llevándonos al culto del Dios vivo". Tal transformación de nuestras personas y esta relación con Dios constituye "la alianza nueva" que Cristo ha inaugurado con la ofrenda de su vida, de su "sangre". El autor no ha hecho sino comprender en clave sacrificial el movimiento interno del Misterio Pascual de Cristo (Jordi Latorre).
Comenta S. Agustín: “Así, pues, el verdadero sacrificio es toda obra buena hecha para unirnos a Dios en santa alianza, es decir, referido a la meta de aquel bien que puede hacernos de verdad felices. Y así, aun la misericordia con que se socorre al hombre, si no se hace por Dios, no es sacrificio. Pues aunque sea hecho u ofrecido por el hombre, el sacrificio es una obra divina. Tal es el significado que aun los latinos antiguos dieron a esta palabra. De ahí viene que el mismo hombre, consagrado en nombre de Dios y ofrecido a Dios, en cuanto muere al mundo a fin de vivir para Dios, es sacrificio. Pues esto pertenece a la misericordia que cada uno practica para consigo mismo. Por eso está escrito: Compadécete de tu alma haciéndola agradable a Dios (Eclo 30,24). También es sacrificio el castigo que infligimos a nuestro cuerpo por la templanza, si, como debemos, lo hacemos por Dios, a fin de no usar de nuestros miembros como arma de iniquidad para el pecado, sino como arma de justicia para Dios.
Exhortándonos a esto, dice el Apóstol: Por ese cariño de Dios os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico. Si el cuerpo, pues, de que usa el alma como un siervo inferior o como un instrumento, cuando su uso bueno y recto se refiere a Dios, es sacrificio, ¡cuánto más se hará sacrificio el alma misma cuando se refiere a Dios, para que, encendida en el fuego de su amor, pierda la forma de la concupiscencia del siglo, y se reforme como sometida a la forma inconmutable, resultándole así agradable por ser iluminada de su hermosura! Esto mismo añade el Apóstol de inmediato: Y no os amoldéis a este mundo, sino id transformándoos con la nueva mentalidad para ser vosotros capaces de distinguir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo conveniente, lo acabado (Rom 12,1-2).
Los verdaderos sacrificios son, pues, las obras de misericordia, sea para con nosotros mismos, sea para con el prójimo; obras de misericordia que no tienen otro fin que librarnos de la miseria y así ser felices; lo cual no se consigue sino con aquel bien, del cual está escrito: Para mí lo bueno es adherirme a Dios (Sal 72,28). De aquí se sigue ciertamente que toda la ciudad redimida, o sea la congregación y sociedad de los santos, se ofrece a Dios como un sacrificio universal por medio del gran Sacerdote, que en forma de siervo se ofreció a sí mismo por nosotros en su pasión, para que fuéramos miembros de tal Cabeza; según ella es nuestro mediador, en ella es sacerdote, en ella es sacrificio.
Para eso nos exhortó el Apóstol a ofrecer nuestros propios cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como nuestro culto auténtico, y a no amoldarnos a este mundo, sino a irnos transformando con la nueva mentalidad; y para demostrarnos cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo conveniente y agradable, ya que el sacrificio total somos nosotros, dice: En virtud del don que he recibido, aviso a cada uno de vosotros, sea quien sea, que no se tenga en más de lo que hay que tenerse, sino que se tenga en lo que debe tenerse, según el cupo de la fe que Dios haya repartido a cada uno. Porque en el cuerpo, que es uno, tenemos muchos miembros, pero no todos tienen la misma función; lo mismo nosotros, con ser muchos, unidos a Cristo formamos un solo cuerpo, y respecto a los demás, cada uno es miembro, pero con dotes diferentes, según el regalo que Dios nos haya hecho (Rom 12,3-6). Éste es el sacrificio de los cristianos: unidos a Cristo formamos un solo cuerpo. Este misterio lo celebra también la Iglesia asiduamente en el sacramento del altar, conocido de los fieles, donde se le muestra que es ofrecida ella misma en lo que ofrece”.
4. Mc 14, 12-16.22-26: Forma parte del relato de la pasión. El autor precisa el tiempo en clave cronológica griega. Para los griegos el día iba de salida de sol a salida de sol. Ello explica que el primer día de los ázimos o pascua a secas y matanza de los corderos puedan tener lugar en la misma fecha. La matanza comenzaba a las 14,30 horas y la pascua a las 18 horas. En cambio, en clave cronológica judía la coincidencia en la misma fecha es imposible, pues las 14,30 horas pertenecían al final de un día y las 18 horas marcaban el comienzo del siguiente. Lo mismo que los preparativos de la entrada en Jerusalén en Mc. 11, 1-6, los preparativos de la cena reproducen un modelo de actitud soberana, dueña en todo momento de la situación. Ya en la cena, el autor se centra en dos gestos de Jesús; el pan partido y repartido; el vino repartido. En ambos casos a la notificación del gesto por parte del autor sigue la interpretación del gesto a cargo de Jesús. A la interpretación del gesto de la copa siguen otras palabras de Jesús sobre su destino personal en perspectiva de futuro glorioso. El texto se cierra con una indicación del autor, preparatoria del arresto de Jesús en Mc 14, 32.
Según el entender de Marcos, la última cena de Jesús fue una cena de Pascua. Y como la cena de pascua sólo se podía tomar en la ciudad santa, era necesario que todos los peregrinos se procurasen un espacio (una sala), en el que se consumiese el cordero sacrificado en el templo; consumición que regularmente debía ser hecha por una comunidad de al menos diez participantes. Para que tales comunidades fueran posibles, los habitantes de Jerusalén debían poner a disposición gratuitamente los salones de sus casas y ofrecerlos. Sabemos por muchos testimonios que los habitantes de Jerusalén hacían esto gustosamente para con los peregrinos. Así, pues, se explica que los dos discípulos enviados por delante pudieran preparar la cena como se indica. En la cena, primeramente, todo discurre con normalidad, como era costumbre. Jesús, como presidente ("padre de la familia o de la casa"), pronuncia la bendición sobre el pan, a lo que los discípulos tuvieron que contestar "¡amén!", como signo de que tal bendición también se hacía en su nombre. Después, Jesús parte el pan y acontece lo sorprendente. Mientras que lo normal, tanto en una cena de pascua como en otra, era que el "padre de la casa" no dijera nada al entregar el pan bendecido y partido, Jesús dice: "Tomad, esto es mi cuerpo". Y como los discípulos ya sabían, por su Biblia, que, hablando del "cuerpo", uno se refería al hombre entero, comprendieron perfectamente que Jesús, su Señor, se les quería entregar en ese pan. Después de esta sorpresa, la cena volvió a tomar su curso normal. Jesús también sabía, por la Sagrada Escritura, que los hombres podemos cargar representativamente con las calamidades que amenazan a los demás y así defenderlos. Y como esto era lo importante para él, ya que, "a pesar de que mi pueblo rechace de momento la oferta del Reino de Dios, no tendrá por qué acabar mal: el presente y el futuro de ese reino dependen ahora de mí absolutamente", es entonces cuando sorprende por segunda vez a sus discípulos y les invita (cf. 1 Cor 11, 25) a beber todos juntos de su cáliz (“Eucaristía 1988”).
El texto evangélico nos presenta el relato de la última cena de Jesús omitiendo los versículos referentes a la traición de Judas (vv 17-21). Esta cena inaugura el relato de la pasión en los cuatro evangelistas. La víspera de su martirio, Jesús se prepara a interpretar el sentido de su muerte ante sus discípulos. Toda su vida entregada a la voluntad del Padre en el anuncio del Reino desemboca en el rechazo de los hombres. Jesús asume este rechazo, incluso a costa de su propia vida, por fidelidad a su donación a la voluntad del Padre. El recuerdo del Éxodo, la muerte del cordero inmolado, el simbolismo del vino-sangre... y del pan partido... son los elementos de la cena pascual que sirven a Jesús para presentar el sentido salvífico de su muerte. "Esto es mi cuerpo... esta es mi sangre... de la alianza". Jesús se mueve en un clima estrechamente sacrificial. En los antiguos sacrificios la víctima era el vínculo de unión entre los hombres y la divinidad. Con la entrega sacrificial de su propia vida, Cristo quiere ser el instrumento de unidad entre Dios y los suyos. La mención de la sangre "de la alianza" une este texto a la primera lectura de hoy (Ex 24,8).
"Derramada por todos". Del mismo modo que en los sacrificios era derramada la sangre sobre el altar, así Cristo derrama la suya en su muerte martirial. La sangre de los sacrificios tenía carácter expiatorio: cubre los pecados y reconcilia al oferente con Dios. La muerte de cristo lo introduce en la plena comunión con Dios que es la vida del Resucitado, por eso no le afecta tan sólo a él, sino que repercute en "todos", es decir, en la humanidad entera.
" ... beberé el vino nuevo en el Reino de Dios". La era mesiánica se compara con frecuencia con un banquete (cf. Is 25,6; 65,13; Mt 8,11; 22.1-14; Lc 14,16-24; Ap 19,9). Jesús volverá a beber el vino de la bendición en la Pascua eterna que celebrará en el Reino de su Padre con todos los redimidos.
Las lecturas de hoy centran la festividad en el tema de la sangre derramada, como expresión de la entrega generosa y voluntaria de la vida de Cristo, lo cual inaugura una nueva "alianza" o estilo de relación del hombre con Dios: la de la disponibilidad total a su voluntad (Jordi Latorre).
Comenta S. Agustín: “Cristo nuestro Señor que en su pasión ofreció por nosotros lo que había tomado de nosotros en su nacimiento, constituido príncipe de los sacerdotes para siempre, ordenó que se ofreciera el sacrificio que estáis viendo, el de su cuerpo y sangre. En efecto, de su cuerpo, herido por la lanza, brotó sangre y agua, mediante la cual borró los pecados del mundo. Recordando esta gracia, al hacer realidad la liberación de vuestros pecados, puesto que es Dios quien la realiza en vosotros, acercaos con temor y, temblor a participar de este altar. Reconoced en el pan lo que colgó del madero, y en el cáliz lo que manó del costado. En su múltiple variedad, aquellos antiguos sacrificios del pueblo de Dios figuraban a este único sacrificio futuro. Cristo mismo es, a la vez, cordero por la inocencia y sencillez de su alma, y cabrito por su carne, semejante a la carne de pecado. Todo lo anunciado de muchas y variadas formas en los sacrificios del Antiguo Testamento se refiere a este único sacrificio que ha revelado el Nuevo.
Recibid, pues, y comed el cuerpo de Cristo, transformados ya vosotros mismos en miembros de Cristo, en el cuerpo de Cristo; recibid y bebed la sangre de Cristo. No os desvinculéis, comed el vínculo que os une; no os estiméis en poco, bebed vuestro precio. A la manera como se transforma en vosotros cualquier cosa que coméis o bebéis, transformaos también vosotros en el cuerpo de Cristo viviendo en actitud obediente y piadosa. Cuando se acercaba ya el momento de su pasión y estaba celebrando la pascua con sus discípulos, él bendijo el pan que tenía en sus manos y dijo: Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros (1 Cor 11,24). Igualmente les dio el cáliz bendecido, diciendo: Ésta es mi sangre de la nueva alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados (Mt 26,28). Estas cosas las leíais en el evangelio o las escuchabais, pero ignorabais que esta eucaristía era el Hijo; ahora, en cambio, rociado vuestro corazón con la conciencia limpia y lavado vuestro cuerpo con el agua pura, acercaos a él y seréis iluminados y vuestros rostros no se avergonzarán (Sal 33,6). Si recibís santamente este sacramento que pertenece a la nueva alianza y os da motivo para esperar la herencia eterna, si guardáis el mandamiento nuevo de amaros unos a otros, tendréis vida en vosotros, pues recibís aquella carne de la que dice la Vida misma: El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6,52) y quien no coma mi carne y beba mi sangre, no tendrá vida en sí.
Teniendo, pues, vida en él, seréis una carne con él. En efecto, este sacramento no ofrece el cuerpo de Cristo de forma que conlleve el estar separados de él. El Apóstol recuerda que esto se halla predicha ya en la Sagrada Escritura: Serán dos en una misma carne. Misterio grande es este, dice, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,31-32). En otro lugar dice también respecto a esta Eucaristía: Siendo muchos, somos un único pan, un único cuerpo (1 Cor 10,17). Comenzáis, pues, a recibir lo que ya habéis comenzado a ser, si no lo recibis indignamente, para no comer y beber vuestra propia condenación. Dice así. Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese el hombre a sí mismo, y luego coma del pan y beba del cáliz, pues quien come y bebe indignamente, come y bebe su condenación (1 Cor 11,27-29).
Lo recibís dignamente si os guardáis del fermento de las doctrinas perversas, de forma que seáis panes ácimos de sinceridad y de verdad (1 Cor 5,8); o si conserváis aquel fermento de la caridad que oculta la mujer en tres medidas de harina hasta que fermente toda la masa (Lc 13,21). Esta mujer es la sabiduría de Dios, aparecida en carne mortal gracias a una virgen, que sembró su evangelio en toda la tierra, que restauró después del diluvio a partir de los tres hijos de Noé cual si fuesen las tres medidas dichas hasta que fermentase la totalidad. Ésta es la totalidad que en griego se dice «holon», donde estaréis si guardáis el vínculo de la paz «según la totalidad», que en griego recibe el nombre de «catholon», de donde viene el nombre de católica”.
Hoy celebramos una fiesta entrañable para nosotros. Hoy celebramos lo único que realmente podemos celebrar los cristianos y aun los hombres todos. Porque hoy celebramos el amor de Dios, que Dios es amor y que nos ama desmesuradamente. Frente a tantas elucubraciones de sabios y eruditos, que a veces desfiguran el rostro de Dios y nos lo hacen terrible o inaccesible, la fiesta del Corpus nos descubre el verdadero rostro de Dios, que es su amor por nosotros, hasta el colmo del sacrificio del cuerpo y de la sangre de su propio Hijo "por nosotros". Por eso es importante despojarnos de prejuicios y escuchar con atención y sencillez la palabra de Dios. Lo que Dios nos ha manifestado sobre sí mismo en su Hijo Jesucristo. Moisés rubricó la alianza de Dios con su pueblo con la sangre de los animales sacrificados. La mitad la vertió sobre el altar, la parte de Dios; y la otra mitad la asperjó sobre el pueblo. De esta suerte, el pueblo entendió que Dios estaba con ellos, de su parte. Y el pueblo se comprometió a poner en práctica todo cuanto el Señor les había ordenado y que estaba recogido en las tablas de la ley. Los diez mandamientos son uno de los primeros documentos que recogen los principales derechos del hombre: el derecho a la vida, a la familia, al honor y buen nombre, a la información y expresión, a la propiedad. La consecuencia de aquella primera alianza, rota y restaurada infinidad de veces es la historia de Israel, era una nueva religión, fundada no tanto en el temor, cuanto en el respeto al pacto sellado por mediación de Moisés. La sangre derramada de Cristo sella una nueva y definitiva alianza entre Dios y la humanidad. Esta vez no hará falta la sangre de los animales sacrificados. Jesús, el Hijo de Dios, entregará su cuerpo al sacrificio y derramará hasta la última gota de su sangre para la remisión de los pecados. Será un sacrificio definitivo, de una vez por todas y para todos. El sacrificio de Jesús no se repetirá, sólo se actualizará ininterrumpidamente en la eucaristía. Las infidelidades de los hombres no harán precisa una nueva alianza, como ocurriera en el primitivo pueblo de Dios. La alianza con Dios por mediación de Jesucristo se renovará sacramentalmente siempre que sea necesario, sin necesidad de repetirse. Jesús no volverá a morir. Murió y resucitó y vive para siempre.
Esta nueva alianza, sellada con la sangre de Cristo, supone una novedad radical en las relaciones entre los hombres y Dios, porque nueva es la relación de Dios con los hombres por Jesucristo. Esta relación es la religión del amor. Toda la vida de Jesús, todas sus obras y sus palabras no tuvieron otra intención que la de darnos a conocer el misterio insondable de Dios, que es amor, amor a los hombres. Y el momento culminante de la vida de Jesús, su muerte en la cruz, fue la demostración suprema del amor de Dios. El mismo Jesús lo entendió así: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida". Y así lo entendió también el discípulo amado, cuando dice que "Jesús, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" de entregar su cuerpo en comida y en bebida su sangre. Ahora sí que podemos entender que Dios es amor. Ahora podemos estar seguros de una cosa: que Dios es sobre todo "el que nos ama desmesuradamente". Ahora podemos vislumbrar también el misterio trinitario de Dios, que es nuestro Padre, nuestro hermano, nuestro abogado.
Y ahora tenemos que comprender, por fin, que el cristianismo , que viene de Cristo, en quien hemos visto el amor de Dios, es la religión del amor, de la caridad, de la solidaridad. El verdadero culto, que nos recordaba Pablo, el culto que expresamos insuperablemente en la eucaristía, es la praxis del amor cristiano. Recientemente, Juan Pablo II, al hacernos partícipes de su gran preocupación y solicitud por los problemas sociales, hacía un angustioso llamamiento a la solidaridad como alternativa a un mundo que presume de desarrollo y progreso, cuando lo que más se desarrolla y progresa es el abismo que separa al Norte del Sur, a los ricos de los pobres.
Hoy, fiesta del cuerpo y de la sangre de Cristo, es el día de la caridad. Caritas quiere ser el instrumento que facilite y canalice el amor de todos los cristianos, para que el amor de los cristianos no se reduzca a limosnas, sino que sea de verdad amor y sea eficaz. Porque la exigencia del amor cristiano no es dar de lo que nos sobre, ni siquiera quitarnos lo que necesitamos. El amor de Dios nos urge a crear un mundo más humano, más justo, más solidario, más igual, donde se ponga fin al estigma de la pobreza, del abandono, del paro, del hambre y de la desesperación de la mayoría (“Eucaristía 1988”).
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