Martes de la semana 10ª del
tiempo ordinario: Dios nos llama a ser la sal de la tierra, luz del mundo, con
nuestra vida de cristianos
II Corintios 1,18–22 (ver también Domingo 7º B): ¡Por
la fidelidad de Dios!, que la palabra que os dirigimos no es sí y no. Porque
el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no
fue sí y no; en Él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas
por Dios han tenido su sí en Él; y por eso decimos por Él «Amén» a la gloria de
Dios. Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y
el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el
Espíritu en nuestros corazones.
Salmo 119, 129-133,135: 129 Maravillas son tus dictámenes, por eso
mi alma los guarda. /130 Al abrirse, tus palabras iluminan dando
inteligencia a los sencillos. /131 Abro mi boca franca, y hondo aspiro,
que estoy ansioso de tus mandamientos. /132 Vuélvete a mí y tenme
piedad, como es justo para los que aman tu nombre. /133 Mis pasos
asegura en tu promesa, que no me domine ningún mal. /135 Haz que brille
tu faz para tu siervo, y enséñame tus preceptos.
Mateo 5: 13 – 16: Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se
desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada
afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No
puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se
enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero,
para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra
luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a
vuestro Padre que está en los cielos.
Comentario: 1. Las relaciones de Pablo con los discípulos de
Corinto no siempre fueron tranquilas. En el año 57 se produce una especial
crisis en Corinto y se reclama la presencia de Pablo (2 Cor 1, 23-2, 1). Pero
para no dar la impresión de "gobernar su fe" (v. 24), Pablo renunció
a ese viaje, con lo que se ganó inmediatamente el reproche de "no tener palabra"
(vv. 17-18). En Cristo, en efecto, no se encuentra ningún rastro de duplicidad:
ha dicho sí a su Padre sin la menor reserva (v. 19) y esa obediencia ha
permitido a Dios cumplir sus promesas y ser Él también fiel (v. 20a); ha
permitido igualmente a los hombres que están unidos a Cristo responder sí, a su
vez, al Padre (v. 20b), practicando así la sinceridad. Pablo, ministro que
proclama a ese Cristo y cristiano que vive de ese Cristo, no abriga tampoco
duplicidad en su corazón cuando se compromete y empeña su palabra. Y, así
también, todo cristiano dice sí a los hombres y ese sí es como el eco del de
Dios. Los vv. 21-22 constituyen una fórmula trinitaria. Al Padre le corresponde
la unción y el sello; al Espíritu, el don de las arras de la gloria; al Hijo,
el afianzamiento de la fe. Este reparto de misiones es más literario que
doctrinal. El sello y la unción designan, probablemente, el bautismo; las arras
son el Espíritu mismo, considerado por San Pablo como prenda de la vida eterna
futura; el afianzamiento procurado por Cristo es la participación de su sí en
la obediencia que es garantía del cumplimiento de las promesas.
La mentalidad
moderna manifiesta una sed de sinceridad como nunca: la psicología y la
sociología desenmascaran falsas verdades consideradas hasta ahora como tabúes,
el arte tiende a la mayor sencillez y rechaza toda clase de florituras hasta
hacerse abstracto, la opinión pública condena menos la falta o el error que la
no autenticidad o la hipocresía de un personaje o de un sistema y aun cuando
esas diferentes exigencias de sinceridad no sean negadas en la Iglesia, ésta se
adapta afortunadamente a la mentalidad moderna no sacrificando la sinceridad a
la verdad. Sin embargo, ¿no es precisamente eso lo que hemos hecho muchas veces
elaborando una casuística que conseguía decir lo contrario de la ley acudiendo
a distinciones sutiles o a restricciones mentales, absolutizando posiciones o
definiciones que no eran más que el reflejo de condiciones históricas
pasajeras? Si el mundo moderno tuviera que hacer un nuevo catálogo de las
virtudes, está claro que colocaría a la sinceridad entre las virtudes principales.
El Concilio Vaticano II ha desmontado una serie de instituciones eclesiales que
obstaculizaban la sinceridad de la conciencia; pero la reforma no tendrá
efectividad si cada individuo no se reforma a sí mismo y aprende a educar su
conciencia y después a obedecerla abiertamente y sin desmayos
(Maertens-Frisque). Pablo se defiende de la acusación de falta de sinceridad: Sucede
a menudo que el hombre "conciliador" se encuentra dividido en su afán
de querer conciliar puntos de vista y personas opuestas. Pero Pablo se
defiende. Su única fidelidad no es a los partidos humanos sino a Dios. Se apoya
en Dios: "tan verdadero como Dios es fiel" he tratado de ser sincero
con vosotros. El mundo moderno va descubriendo las leyes de la comunicación
entre las personas. Nada hay más difícil que «comunicarse». Muchas divisiones e
incomprensiones provienen del «lenguaje». Las palabras no tienen el mismo sentido
para todos. Se hiere sin quererlo. ¡Señor, ayuda a los hombres a comprenderse!
Ayúdame a que mi lenguaje sea «sí» y "no", claro y neto.
-El Hijo de
Dios, Jesucristo, que os hemos anunciado nunca ha sido a la vez "sí"
y "no". Siempre ha sido un "sí". Esta definición de ti,
Señor, que hoy descubro, me encanta. Cristo es un "sí". Sí, es decir,
"lo positivo"; "la claridad", «la simplicidad», "la
franqueza". "la acogida", "la aquiescencia", «la disponibilidad».
Sí es la palabra del matrimonio, del amor, del consentimiento del otro. Sí, es
el símbolo de un «ser que no está vuelto en sí mismo» sino «que se vuelve hacia
el otro». Sí es una "respuesta". Hay que ser dos para que
exista un sí, en correspondencia a la secreta espera del otro. De esta manera
el «sí» termina y satisface una espera. Jesús es
«aquel-que-ha-dicho-siempre-sí-a-Dios». Que sea yo también un «sí».
-Todas las
promesas hechas por Dios han tenido su «sí» en Jesucristo. Jesucristo es el
«sí» de Dios. En Jesús, Dios ha dicho «sí» al hombre. Es también una especie de
matrimonio, una alianza. ¡Qué misterio! Dios se ha comprometido conmigo, como
el esposo se compromete con su esposa. Ahora bien, Dios es fiel. Y ¡yo lo soy
tan poco!
-Es también
por Cristo que decimos "amén" a Dios, nuestro "sí" para su
gloria. El término «amén» en hebreo es el equivalente a nuestro «sí». En
las liturgias de la misa trataré de pronunciarlo pensando en lo que digo. Decir
«sí» a Dios. Y en mi vida cotidiana lo pronunciaré mejor por los actos de cada
día. "Es por Cristo que decimos "sí" a Dios." Ciertamente,
«por mí mismo» sería incapaz de ello.
-Dios nos
marcó con su sello -nos ha consagrado- y, en avance a sus dones nos ha
dado: al Espíritu Santo que habita en nosotros. Pablo partió de una discusión
en la que se defendía de los ataques contra su propia persona: pero lo vemos
ahora elevado a los más altos misterios. ¡La inhabitación del Espíritu en el
corazón del hombre! Pablo era un hombre consciente de llevar a Dios consigo. Señor,
¿es esto verdad? Y es sólo un «a cuenta», un «primer avance», ¡un comienzo de
lo que será un día total y definitivo! ¡Gracias! (Noel Quesson)
Nosotros le
tenemos que decir a ese Dios Trino, día tras día, nuestro «sí» particular. No
sólo el día del Bautismo, por boca de nuestros padres y padrinos, sino nosotros
mismos, a lo largo de la vida. Por eso, cada año, en la Vigilia Pascual,
personalizamos el compromiso del Bautismo con las renuncias y la profesión de
fe, del mismo modo que el «sí» del matrimonio, de la vocación cristiana de cada
uno… se concreta a lo largo de los días y los años. Nuestra vida ¿es un «si» o
un «no», tanto en nuestra relación con Dios como con el prójimo? ¿O vamos
cambiando según nos conviene? Vivir en el «sí» es acoger la palabra de Dios,
serle fieles y, al mismo tiempo, amar y abrirse a los demás (Fray Nelson).
La relación de
Pablo con la comunidad de Corinto fue bastante compleja y cargada de tensiones
y desilusiones, así como también de algunas sorpresas gratas y amables
esperanzas. Por eso nos extraña que la comunicación epistolar entre el apóstol
fundador de esta iglesia de Corinto y la comunidad por él fundada resultara
también compleja y llena de situaciones que comprendemos bien en sus líneas
generales pero cuyos detalles a veces se nos escapan. Cuando el apóstol habla,
por ejemplo, del consuelo de Dios o cuando dice, como hemos escuchado en el
texto de hoy: "nuestras palabras no son hoy sí y mañana no", está
aludiendo a reproches, indirectas o murmuraciones -como hemos visto más arriba-
que ciertamente dificultaron su labor
apostólica y le propinaron más de una amargura o disgusto. Es bueno conservar
esta escala "real" al recordar las condiciones en que nació el
cristianismo, para no idealizar a seres humanos que, como nosotros, vivieron
sus propias dificultades y produjeron sus propias decepciones. A veces sucede,
en efecto, que cuando hablamos de "los primeros cristianos", dejamos
volar una especie de romanticismo espiritual que no ayuda a comprender cuál es
el verdadero lugar de la fidelidad y de la gracia de Dios en la vida de ellos y
en nuestra propia vida.
2. Sal : Podemos
rezar con el salmo nuestra confianza en la fidelidad de Dios: «vuélvete a mí y
ten misericordia, como es tu norma con los que aman tu nombre», a la vez que
manifestamos nuestro compromiso de respuesta afirmativa: «enséñame tus leyes...
tus preceptos son admirables, por eso los guarda mi alma». Quizá nos pueda
servir para meditar este salmo de hoy las siguientes palabras de S. Roberto
Belarmino: “Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia; ¿quién, que
haya empezado a gustar, por poco que sea, la dulzura de tu dominio paternal,
dejará de servirte con todo el corazón? ¿Qué es, Señor, lo que mandas a tus
siervos? Cargad –nos dices– con mi yugo. ¿Y cómo es este yugo
tuyo? Mi yugo –añades– es llevadero y mi carga ligera. ¿Quién no
llevará de buena gana un yugo que no oprime, sino que halaga, y una carga que
no pesa, sino que da nueva fuerza? Con razón añades: Y encontraréis vuestro
descanso. ¿Y cuál es este yugo tuyo que no fatiga, sino que da reposo? Por
supuesto aquel mandamiento, el primero y el más grande: Amarás al Señor, tu
Dios, con todo tu corazón. ¿Qué más fácil, más suave, más dulce que amar la
bondad, la belleza y el amor, todo lo cual eres tú, Señor, Dios mío? ¿Acaso no
prometes además un premio a los que guardan tus mandamientos, más preciosos que
el oro fino, más dulces que la miel de un panal? Por cierto que sí, y un premio
grandioso, como dice Santiago: La corona de la vida que el Señor ha
prometido a los que lo aman. ¿Y qué es esta corona de la vida? Un bien
superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice san Pablo, citando al
profeta Isaías: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo
que Dios ha preparado para los que lo aman. En verdad es muy grande el premio
que proporciona la observancia de tus mandamientos. Y no sólo aquel
mandamiento, el primero y el más grande, es provechoso para el hombre que lo
cumple, no para Dios que lo impone, sino que también los demás mandamientos de
Dios perfeccionan al que los cumple, lo embellecen, lo instruyen, lo ilustran,
lo hacen en definitiva bueno y feliz. Por esto, si juzgas rectamente,
comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna
salvación, comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma,
el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin, serás dichoso; si no lo
alcanzas, serás un desdichado. Por consiguiente, debes considerar como
realmente bueno lo que te lleva a tu fin, y como realmente malo lo que te
aparta del mismo. Para el auténtico sabio, lo próspero y lo adverso, la riqueza
y la pobreza, la salud y la enfermedad, los honores y los desprecios, la vida y
la muerte son cosas que, de por sí, no son ni deseables ni aborrecibles. Si
contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son cosas buenas y
deseables; de lo contrario, son malas y aborrecibles.”
3. Este
Evangelio es uno de los pasajes más estructurados de Mateo. Comprende
sucesivamente los temas de la sal, de la luz y de la ciudad. Es muy importante
precisar lo que Mateo ha tomado de la tradición oral y lo que procede de su
propio trabajo de redacción para descifrar el o los mensajes de esta lectura.
a) El logión
de Cristo sobre la sal ha sido entendido de tres maneras diferentes y colocado
en tres contextos diversos por los sinópticos. Mc 9, 50 ha conservado la fórmula primitiva
en la que la sentencia sobre la sal, unida a las demás sentencias por medio de
las palabras-nexo sal y fuego, se incrusta en un conjunto de orientación
escatológica. De sentencia que era, el logión se convierte en una parábola en
Lc 14, 34-35, en donde sirve para convencer, lo mismo que la parábola del rey
que emprende una guerra, de que, en el Reino, hay que ir hasta el fondo, sin
desalentarse. En Marcos y en Lucas la sal designa, pues, la nueva religión y
las exigencias que implica. En Mateo, por el contrario, la sentencia se
convierte en una alegoría misionera. Incorpora una introducción peculiar suya
("vosotros sois la sal...") y la sal representa a los discípulos. Ser
la sal de la tierra es ser su elemento más precioso: sin la sal, la tierra no
tiene ya razón de ser; con la sal, por el contrario, si sigue siendo sal, la
tierra puede proseguir su vocación y su historia. La Iglesia que no es ya fiel
a sí misma no sólo se pierde, sino que deja al mundo sin salvador.
b) La
sentencia sobre la luz (vv. 14-16) ha sido profundamente reelaborada por Mateo
y en el mismo sentido alegórico que la sal. En efecto, en Mc 4, 21, la luz
sacada de debajo del celemín para iluminar todo alrededor designa la enseñanza
de Jesús, progresivamente descubierto y comprendido. Pero Mateo le da una
interpretación alegórica y moralizante: añade de su cosecha el v. 14a
("vosotros sois...") para establecer el paralelismo con la sal, añade
igualmente la imagen de la ciudad elevada (v. 14b) y concluye con una
aplicación moral: cada discípulo es luz en la medida en que sus acciones se
convierten en signos de Dios para el mundo. El testimonio cristiano está, pues,
dotado de visibilidad y responde a una exigencia misionera: no se santifica uno
de manera puramente interior: no se encuentra uno dispersado en el mundo hasta
el punto de perderse en él en la conformidad total con ese mundo, o de olvidar
el testimonio de la trascendencia.
Las imágenes
de la sal de la tierra y de la luz del mundo interesan directamente a la
eclesiología. La Iglesia puede ser considerada, en efecto, como luz para los
hombres, puesto que es el cuerpo de ese Cristo que ha revelado a la humanidad
el sentido último de su razón de ser: la vida con Dios. Los cristianos estaban
convencidos antiguamente de ello y los resultados culturales y educativos
conseguidos por la Iglesia en los países impulsados por ella hacia el
desarrollo y la ilustración les fortalecían en esa convicción. Pero he ahí que
la influencia cultural de la Iglesia está cediendo hoy ante la del Estado, que
su autoridad es puesta en entredicho y que la inmensa mayoría de los hombres
prescinden de la luz que pretende ofrecerles. Comienza a surgir una nueva raza
de cristianos que ya no se aferran incondicionalmente a las convenciones,
dentro de las cuales se ejercía hasta ahora la moral y la religión; unos
cristianos que se saben amenazados en su fe y que no cesan de encontrar nuevas
respuestas a unas preguntas permanentemente renovadas. Se preguntan sobre lo
que pueden significar para ellos la "luz" y la "sal de la
tierra. Pues bien: la única manera de ser luz en la humanidad actual consiste
precisamente en despojarse de toda seguridad, en aceptar no saber de Dios otra
cosa sino que es fiel a sí mismo y a su amor y que es Dios incluso precisamente
porque puede negársele. El cristiano se convertirá en luz y sal el día en que
se quede libre de todas esas "verdades", el día en que dé pruebas de
su lealtad total en la búsqueda de Dios y acepte el recibir y el escuchar, el
perdonar y el compartir (Maertens-Frisque) Veámoslo ahora frase a frase:
-Vosotros
sois la sal de la tierra. La sal es cosa buena. Sin sal, la comida es sosa,
sin sabor. Jesús acaba de exponernos el tipo de hombre que Él desea, el de las
bienaventuranzas: un hombre "contento" de ser pobre, no violento,
sino misericordioso, sincero y puro, perseguido, artesano de la paz. ¡Se trata
de un tipo de hombre de muy alta exigencia y perfección! Si sois así, sigue
diciendo Jesús, seréis entonces la sal de la tierra, seréis en verdad la fuerza
sabrosa y tonificante de esta humanidad que corre constantemente el riesgo de
debilitarse en la banalidad. Las gentes que han orientado toda su vida hacia el
Reino de Dios son las que salvan a la humanidad... Las gentes que se alegran en
las persecuciones son una fuerza irremplazable en el seno de la humanidad... La
sal aumenta el sabor. ¿Qué es lo que crece y se desarrolla a mi alrededor? ¿La
bondad, el amor, el sabor de Dios? o quizá ¿la amargura, la mezquindad... la
banalidad?
-Si la sal
se pone sosa, ¿con qué se salará? Ya no sirve más que para tirarla a la calle y
que la pise la gente. Responsabilidad de los discípulos de Jesús. Dar
"sabor" al mundo. Decididamente, Señor, no eres un predicador
que halaga los instintos de facilidad de tu público. ¡Eres exigente! Hay aquí
una advertencia: la vocación puede debilitarse, perder su vigor... la llamada
de Dios en nosotros puede perderse en el desabrimiento... después de un tiempo
de generosidad y de empuje. La Fe puede zozobrar. Se nos ha advertido. Entonces
no valemos para nada. Un cristiano inútil que "no sirve para
nada". Es el que ha perdido el sabor de Dios. Ser "echado
fuera", como el invitado al banquete que no llevaba puesto su traje de
fiesta (Mt 22, 12), como el mal servidor que enterró su talento -su millón- (Mt
25. 30). "El evangelio es sal. Algunos cristianos lo han hecho
azúcar" (Paul Claudel).
-Vosotros
sois la Luz del Mundo. Segunda parábola con el mismo sentido de la
primera... pero, ¡en mayor grado! ¡Ser el "sol" del mundo! Sin él no
hay color, ni belleza, ni actividad vital. "Sal de la tierra."
"Luz del mundo" (cosmos en griego). La mirada de Jesús abarca
un amplio horizonte. Propone a sus discípulos una perspectiva vasta como el
mundo. Al lado de esto ¡cuán estrechos son nuestros puntos de vista! A mi
alrededor ¿emana una luz resplandeciente y radiante? San Juan nos relata una
palabra equivalente de Jesús: "YO soy la luz del mundo." Los
discípulos no son "luz" más que por reflejo, en la medida en que son
transparentes y penetrados de la luz de Jesús. ¿Qué oración me sugiere
esto?
-No se
puede ocultar una ciudad situada en lo alto de un monte: ni se enciende un
candil para meterlo debajo del perol, sino para ponerlo en el candelero y que
alumbre a todos los de la casa. Jesús subraya la potencia, la virulencia de
la luz; no se la puede destruir, ni resistir a su irradiación. ¡Sería absurdo
encender una vela para esconderla debajo de un recipiente! El discípulo, el
hombre de las bienaventuranzas es un hombre irradiante.
-Así
alumbre también vuestra luz a los hombres; que vean el bien que hacéis y
glorifiquen a vuestro Padre del cielo. El adjetivo "vuestro" me
remite a "mi" vida cotidiana. En esta frase de Jesús no se
trata de ideas ni de verdades doctrinales. Lo que el mundo espera de los
discípulos de Jesús son actos: la luz de la que habla Jesús, es una
"vida"... "lo que hacéis, hacedlo bien". Y todo esto de un
modo habitual, para Dios y para la gloria del Padre (Noel Quesson)
Todo lo que
Jesús dice no era sólo por los discípulos: va por nosotros. Hoy y aquí. Nuestra
fe, y la vida que Dios nos comunica, no deben quedar en nosotros mismos: deben,
de alguna manera, repercutir en bien de los demás. Se nos dice que debemos ser
sal en el mundo, que sepamos dar gusto y sentido a la vida. Que contagiemos
sabiduría, o sea, el gusto de Dios y, a la vez, el sabor humano, sinónimo de
esperanza, de amabilidad y de humor. Que seamos personas que contagian
felicidad y visión optimista de la vida (en otra ocasión dijo Jesús: «tened sal
en vosotros y tened paz unos con otros», Mc 9,50). Como la sal, debemos también
preservar de la corrupción, siendo una voz profética de denuncia, si hace
falta, en medio de la sociedad (se nos invita a ser sal, no azúcar).
Se nos pide que
seamos luz para los demás. El que dijo que era la Luz verdadera, con mayúscula,
aquí nos dice a sus seguidores que seamos luz, con minúscula. Que, iluminados
por Él, seamos iluminadores de los demás. Todos sabemos qué clase de cegueras y
penumbras y oscuridades reinan en este mundo, y también dentro de nuestros
mismos ambientes familiares o religiosos. Quien más quien menos, todos
necesitamos a alguien que encienda una luz a nuestro lado para no tropezar ni
caminar a tientas. El día de nuestro Bautismo se encendió una vela del Cirio
pascual de Cristo. Cada año, en la Vigilia Pascual, tomamos esa vela encendida
en la mano. Es la luz que debe brillar en nuestra vida de cristianos, la luz
del testimonio, de la palabra oportuna, de la entrega generosa. No se nos ha
dicho que seamos lumbreras, sino luz. No se espera de nosotros que
deslumbremos, sino que alumbremos. Hay personas que lucen mucho e iluminan
poco. Se nos dice, finalmente, que seamos como una ciudad puesta en lo alto de
un monte, como punto de referencia que guía y ofrece cobijo. Esto lo aplica la
Plegaria Eucarística II de la Reconciliación a la comunidad eclesial: «que la
Iglesia resplandezca en medio de los hombres como signo de unidad e instrumento
de tu paz»; y la Plegaria V b: «que tu Iglesia sea un recinto de verdad y de
amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un
motivo para seguir esperando». Pero también se pide eso mismo de las familias y
las comunidades cristianas. Qué hermoso el testimonio de aquellas casas que
están siempre abiertas, disponibles, para niños y mayores, parientes o vecinos.
Cada vez no les darán de cenar, pero sí caras acogedoras y una mano tendida. ¿Somos
de verdad sal que da sabor en medio de un mundo soso, luz que alumbra el camino
a los que andan a oscuras, ciudad que ofrece casa y refugio a los que se
encuentran perdidos? (J. Aldazábal).
La gente que
ama mucho sonríe fácilmente, porque la sonrisa es, ante todo, una gran
fidelidad a sí mismo. Y atención porque se habla de sonrisa y no de risa.
“Mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hch 20,35). Esos a quienes
llamamos santos lograron la nota más alta en su vida porque se dedicaron a
servir. Porque se entregaron sin límites a sus hermanos. La alegría del
cristiano es una alegría verdadera, profunda que está llamada a ser sal de la
tierra. No puede quedarse oculta. Siendo lo que es, debe calar y debe
motivarnos a transmitirla, a darla a conocer a los demás. Esta felicidad se
halla en el encuentro personal con Cristo. Sí, antes de salir a predicar, los
santos se encontraron con Jesús. Por ello, tan sólo les bastaba una sonrisa
para trasmitir a Dios, lo irradiaban, estaban rebosantes de Él. Cuentan que un
día, san Francisco de Asís le pidió a uno de los frailes cofundadores que se
preparara para salir a predicar con él. Salieron y estuvieron caminando y dando
vueltas por todo Asís, durante una hora y media. En un cierto momento, el fraile
que lo acompañaba le dijo a san Francisco: “Padre Francisco, usted me dijo que
saldríamos a predicar. Hasta ahora, sólo hemos caminado y recorrido todo el
pueblo”. San Francisco le respondió: “Hermano, llevamos una hora y media de
predicación. No hay mejor predicación que la sonrisa y el testimonio de una
vida auténticamente cristiana”. Ojalá que también nosotros prediquemos el
mensaje de la felicidad, de la sonrisa, de la plenitud cristiana. Que seamos
sal y luz para nuestros familiares y amigos. Quien verdaderamente se ha
encontrado con Jesús no puede callar, no puede encerrarse en sí mismo, debe
compartirlo con todo el mundo (Xavier Caballero).
Cuando el
Señor nos dice que los cristianos debemos ser sal de la tierra, nos está
diciendo que tenemos que dar sabor y sazón al alimento; pero también que
debemos servir como conservantes para que el mundo no se pudra en su pecado y
en sus vicios. Tenemos que ser como la levadura en la masa, o como el alma en
el cuerpo. A este propósito, existe un bello texto espiritual de la época de
los Padres, llamado “Carta a Diogneto”, que habla sobre la misión de los cristianos
en el mundo. Dice así: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni
por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en
efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan
un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias
al talento y especulación de hombres estudiosos; ni profesan, como otros, una
enseñanza basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras,
según les cupo en suerte; siguen las costumbres de los habitantes del país,
tanto en el vestir como en todo su estilo de vida; y, sin embargo, dan muestras
de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su
propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero
lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos,
pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y
engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa
en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en
la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes
establecidas, y con su modo de vivir superan esas leyes. Aman a todos, y todos
los persiguen. Se les condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello
reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, pero
abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren
detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y
bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen
el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados con la muerte,
se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a
extraños y los gentiles los persiguen; y, sin embargo, los mismos que los
aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad. Para decirlo en pocas
palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma en el cuerpo. El alma,
en efecto, se halla esparcida por todos los miembros el cuerpo; así también los
cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma
habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el
mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del
cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión
es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella
agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el
mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos porque se
oponen a sus placeres. El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que
éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está
encerrada en el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo
como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El
alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como
peregrinos en moradas corruptibles mientras esperan la incorrupción celestial.
El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los
cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan
importante es el puesto que Dios les ha asignado del que no les es lícito desertar”
(Carta a Diogneto, cap. 5-6).
Jesús no habla
de la sal, sin más, ni de la luz, sin más. El tema es "sal desabrida"
y "luz ocultada". Los adjetivos calificativos son importantes; son
realmente básicos aquí, si queremos comprender el verdadero alcance de la
enseñanza de Nuestro Señor: sal "desabrida" y luz
"ocultada". Estos calificativos corresponden a sendos riesgos o
tentaciones. Es fácil contentarse con ser "sal" sin percatarse de que
hace rato se ha perdido el sabor. Es fácil y tentador deleitarse en el
resplandor de la propia "luz" sin caer cuenta de que ya no alumbramos
realmente a nadie. Frente a estas posibilidades que nos seducen en silencio se
levanta la voz del profeta de Nazaret, porque no quiere que durmamos porque se
apagó nuestra luz o se disolvió nuestro sabor (Fray Nelson).
Quienes hemos
unido nuestra vida a Cristo hemos recibido el "Sabor" que nos viene
de Él. Quien entre en contacto con la Iglesia de Cristo sabrá de su amor, de su
entrega, de su cercanía, de su perdón, de su misericordia, de su Vida eterna.
Hemos sido formados por Dios del costado abierto de su Hijo para que le demos
un nuevo rumbo a la historia. Pero si perdemos el sabor de Cristo, si en lugar
de que los demás encuentren en nosotros la Verdad y la Vida sólo encuentran destrucción,
muerte y desprecio, por muy eruditos que sean nuestros discursos sobre Cristo
sólo serviremos de burla para los demás y no serviremos sino para ser
expulsados de la Casa del Padre par ser pisoteados, eternamente humillados por
vivir como los hipócritas. Por eso, la Vida que Dios ha infundido en nosotros
es como una luz, que el mismo Dios ha encendido en nosotros. No podemos
ocultarla bajo nuestras cobardías. El Señor nos quiere testigos suyos. Testigos
de la Verdad y de su Vida de la que nos ha hecho partícipes. En la Eucaristía
el Señor no sólo ilumina nuestra vida, sino que hace que nosotros también
seamos convertidos en fuego que ilumine al mundo y el camino de la humanidad
hacia su plena realización en Cristo. La Iglesia es Luz que hace brillar el
Rostro resplandeciente de su Señor a través de la historia. Pero esta Luz no es
algo propio de la humanidad, sino un Don que Dios nos hace por medio de su
Hijo. Quienes creemos en Él no podemos empañar esa luz con nuestros pecados. El
Señor quiere que su Iglesia sea un signo claro de su amor, de su bondad y de su
misericordia. Y para ello entregó su vida por nosotros. Celebrar la Eucaristía
y participar de ella significa todo un compromiso para trabajar en orden a
hacer llegar la Vida de Dios y su Espíritu, hasta el último rincón de la
tierra, como la Buena Noticia del Amor de Dios que se nos ha comunicado por
medio de Cristo Jesús. Esa Vida divina debe dar frutos de buenas obras en
nosotros. Quienes disfruten de esos frutos, quienes sean objeto de nuestro
amor, de nuestro trabajo por la paz y la justicia, de nuestra misericordia, de
nuestra generosidad, estarán experimentando a Dios desde nosotros y lo
glorificarán a Él, pues no buscamos nuestra gloria, sino la de Aquel que es el
único autor de todo bien. Habiendo, pues recibido, el Don de Dios, no lo
ocultemos. No guardemos únicamente para nosotros la santidad de vida que Dios
nos ha concedido. Seamos portadores de ese regalo que el Señor quiere hacer
llegar a todos.
El Señor no
quiere que su Iglesia sea una comunidad de cobardes. Él no le ha pedido a su
Padre que nos saque del mundo, sino que nos preserve del mal, pues, siendo de
Dios, permanecemos en el mundo como testigos del amor y de la verdad. Con la
valentía y la fuerza que nos viene del Espíritu de Dios, que hemos recibido,
debemos abrir los ojos ante tantas miserias y pecados que han atrapado a buena
parte de la sociedad. Junto con el Papa Juan Pablo II reflexionamos que no sólo
se nos ha perdido una de las 100 ovejas del rebaño, sino una gran parte del
mismo. Con el corazón de Cristo hemos de llegar hasta los lugares más
arriesgados y peligrosos en busca de quienes se dispersaron en un día de
nubarrones y oscuridad. El Señor quiere que vayamos totalmente definidos a
favor de la Verdad, de la Vida y del Amor que proceden de Dios hacia nosotros.
Que vayamos como luz, dispuestos a iluminar y a no dejarnos apagar en la misión
que se nos ha confiado. Muchos habrá que querrán comprarnos para sí y silenciar
la voz de profeta que le corresponde a la Iglesia. Tratemos de no hacerle el
juego al mal ni a los poderosos de este mundo. Aprendamos a cumplir con la
misión que el Señor nos ha confiado, dispuestos a correr todos los riesgos que
nos vengan por creer en Cristo Jesús. Que Dios nos conceda, por intercesión de
la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber convertirnos en
auténticos testigos del amor de Dios en el mundo, de tal forma seamos una
verdadera Iglesia profética por cumplir y vivir todo lo que nosotros decimos
acerca del Dios amor, y que, por tanto, no sólo lo anunciamos con nuestros
labios. Amén (www.homiliacatolica.com).
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