Lunes de la semana 10ª del
tiempo ordinario: las bienaventuranzas, el retrato de Jesús en el que nos
podemos mirar para vivir como Él y ser felices
Elías sirve al Señor, Dios de Israel
Lectura del primer libro de los Reyes 17, 1-6
En aquellos días, Ellas,
el tesbita, de Tisbé de Galaad, dijo a Ajab:
-« ¡Vive el Señor, Dios de Israel, a quien sirvo! En estos años no caerá rocío ni lluvia si yo no lo mando. »
Luego el Señor
le dirigió la palabra:-« ¡Vive el Señor, Dios de Israel, a quien sirvo! En estos años no caerá rocío ni lluvia si yo no lo mando. »
-«Vete de aquí hacia el oriente y escóndete junto al torrente Carit, que queda cerca del Jordán. Bebe del torrente y yo mandaré a los cuervos que te lleven allí la comida.»
Elías hizo lo que le mandó el Señor, y fue a vivir junto al torrente Carit, que queda cerca del Jordán.
Los cuervos le llevaban pan por la mañana y carne por la tarde, y bebía del torrente.
Palabra de Dios.
Sal 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8
R. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
Levanto mis
ojos a los montes: ¿de dónde me
vendrá el auxilio? El auxilio me
viene del Señor,que hizo el cielo y la tierra. R.
No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme; no duerme ni reposa el guardián de
Israel. R.El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño,
ni la luna de noche. R.
El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma; el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre. R.
EVANGELIO
Mateo 5,1-12
Viendo
la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y
tomando la palabra, les enseñaba diciendo:
-Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos
de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de
ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y
os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
-Alegraos
y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la
misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.
Comentario:
1.
3. Mt 5, 1-12ª El
texto que hoy leemos en el evangelio resuena en nuestro corazón. En todo hombre
hay lo que san Agustín llama “memoria Dei”. Según esta podemos reconocer la
verdad, la bondad y la belleza porque hay como una disposición en nuestro
corazón para ellas. Podemos decir que cuando nos encontramos con algo verdadero
nuestro corazón se satisface, y lo mismo sucede con la bondad y con todo lo que
es hermoso. En definitiva, como dice el mismo santo, estamos hechos para Dios
y, mientras no lo encontramos experimentamos la insatisfacción.
Pero hay textos como
el de las Bienaventuranzas que nos cautivan por su singular belleza y ello a
pesar de que resultan paradójicas y contienen mucho de exigencia. Jesús dice,
por ejemplo, que son felices los que lloran. Aunque en un primer momento
pensemos que eso no puede ser verdad, porque huimos continuamente de las
lágrimas, sin embargo intuimos que es cierto y que muchas veces nos habría
gustado llorar en vez de salir victoriosos, porque habríamos sido más felices.
Por tanto, el Señor
lo que hace es desvelarnos algo muy profundo y que por otra parte tiene que ver
con el día a día. ¿Cuántas veces, para quedarnos satisfechos, no hemos
descargado nuestra ira contra los demás o, como se dice, lo hemos soltado todo?
Pero, después, ¿qué queda? Sólo amargura.
Bienaventuranzas, por
tanto, nos sitúan en una perspectiva muy profunda: la de nuestro verdadero
bien. Pero también nos damos cuenta de que están más allá de nuestras
posibilidades. Intentamos ser felices, como nos muestra el Señor, pero
continuamente caemos en nuestras propias trampas y buscamos la “falsa
felicidad” de quedar bien, ser reconocidos, no pasar privaciones, evitar las
molestias físicas y espirituales… continuamente nos sorprendemos buscando
atajos para la felicidad.
Pero las
bienaventuranzas son el mismo Jesús, nos describen su persona. Porque también
al contemplarlo experimentamos la misma sorpresa. El Señor aparece desprendido
de todo y al mismo tiempo lo ama todo. Transita los caminos que nosotros
evitamos y tiene una plenitud que desconocemos y nos desconcierta. Lo tiene
todo y se acerca a nosotros. La felicidad que Jesús nos dibuja en las
bienaventuranzas coincide con su ser. Por eso el camino de la felicidad pasa
por pegarse totalmente a Él. Esa identificación puede conducir, como se lee en
la última bienaventuranza, en ser perseguidos. Entonces se muestra que hemos
alcanzado lo pretendido, porque sufrimos su persecución, por su nombre. Nos
quieren arrebatar lo que todo el mundo busca, la felicidad, aunque no todos la
pretenden de la manera adecuada.
Pidamos a María
Santísima que nos ayude a configurarnos a su Hijo Jesús. Que ella nos eduque
para que nunca dejemos de desear la auténtica felicidad, la única que nos va a
saciar en plenitud.
Durante tres
meses el evangelio de san Mateo guiará nuestro encuentro con Jesús. Comenzamos
en el capítulo quinto porque los cuatro primeros se leyeron en tiempo de
Navidad y Cuaresma. A diferencia de san Marcos, que relata principalmente
"hechos" vividos por Jesús, san Mateo relata muchas
"palabras" de Jesús, que agrupó en cinco grandes discursos: 1. Sermón
de la montaña (5 a
7). 2. Consignas para la “misión” (10). 3. Parábolas del Reino (13). 4.
Lecciones de vida comunitaria (18). 5. Discurso escatológico (24 y 25).
-Dichosos...
Dichosos... Dichosos... Dichosos... Dichosos... Dichosos... Dichosos...
Primera
palabra de todas las frases con las que inicias tu primer sermón, Señor. La
"felicidad" es el sujeto de tu homilía. Y no me extraña, pues vienes
a enseñarnos el proyecto del Padre y yo sé muy bien que Dios ha creado al
hombre para la felicidad. Para un Padre, lo contrario sería incluso inverosímil
e imposible. Sí, Dios puso a Adán y a Eva en un "paraíso" y el
destino último de la humanidad es un "paraíso". De otra parte, basta
mirar a nuestro alrededor y en nuestro propio corazón para constatar que ¡la
felicidad es la gran aspiración del hombre! Es una verdadera y ávida carrera.
Esto no me extraña, Señor, porque sé que ¡Tú eres dichoso, feliz! Dios está en
la alegría. Dios vive en el gozo. Y la humanidad va hacia ti… y yo voy hacia
ti.
-Los pobres...
Los no violentos... Los afligidos... Los que tienen hambre y sed de justicia...
Los misericordiosos... Los sinceros y limpios de corazón... Los que trabajan
por la paz... Los perseguidos... Tú ofreces a la humanidad no un consuelo sentimentaloide,
lacrimoso, sino una promoción. De una sola vez. Tú pones la felicidad por
encima y más allá de las facilidades baratas. No, Tú no propones alegrías
fáciles ni falsas dichas. La felicidad para ti es la del hombre que lucha, que
crece, que no se deja abatir: ¡las bienaventuranzas comportan heroísmo y
dificultad! ¡Ay! me conozco, Señor, y sé que a ninguna fibra de mi ser le
agrada la "pobreza", la "aflicción", la
"persecución"... ¿por qué hacer el fanfarrón ante ti? Sabes muy bien
que no soy "limpio", ni "sincero", ni "pacífico",
ni "misericordioso". Pero me indicas aquí la línea esencial de la
promoción del hombre. Y es caminando en este sentido que el hombre adelanta y
crece. Siguiendo esta línea, el hombre alcanzará su verdadera felicidad, la que
nada podrá alterar.
-Porque suyo
es el Reino de los cielos. .. Heredarán la tierra... Serán consolados... Serán
saciados... Alcanzarán misericordia... Verán a Dios... Se llamarán hijos de
Dios... Suyo es el Reino de los cielos... Si Jesús hubiese sido un
revolucionario en el sentido habitual de este término, hubiera prometido a los
pobres una revancha sobre los ricos; pero no se coloca a este nivel, por lo que
hace a la versión de Mateo. La transformación que Jesús propone, se sitúa en el
nivel del "corazón", de la
personalidad profunda. Si bien es una revolución, una especie de inversión de
los valores corrientes: ver a Dios... poseer el Reino de los cielos... ser
hijos de Dios. La solución total, la verdadera grandeza del hombre, su
promoción esencial, que no niega otras grandezas de tipo social y humano, está
en Dios (Noel Quesson).
Este camino
que nos enseña Jesús es en verdad paradójico: llama felices a los pobres, a los
humildes, a los de corazón misericordioso, a los que trabajan por la paz, a los
que lloran y son perseguidos, a los limpios de corazón. Naturalmente, la
felicidad no está en la misma pobreza o en las lágrimas o en la persecución.
Sino en lo que esta actitud de apertura y de sencillez representa y en el
premio que Jesús promete. Los que son llamados bienaventurados por Jesús son
los «pobres de Yahvé» del AT, los que no son autosuficientes, los que no se
apoyan en sí mismos, sino en Dios. A los que quieran seguir este camino, Jesús
les promete el Reino, y ser hijos de Dios, y poseer la tierra. Todos buscamos
la felicidad. Pero, en medio de un mundo agobiado por malas noticias y
búsquedas insatisfechas, Jesús nos la promete por caminos muy distintos de los
de este mundo. La sociedad en que vivimos llama dichosos a los ricos, a los que
tienen éxito, a los que ríen, a los que consiguen satisfacer sus deseos. Lo que
cuenta en este mundo es pertenecer a los VIP, a los importantes, mientras que
las preferencias de Dios van a los humildes, los sencillos y los pobres de
corazón. La propuesta de Jesús es revolucionaria, sencilla y profunda, gozosa y
exigente. Se podría decir que el único que la ha llevado a cabo en plenitud es
Él mismo: Él es el pobre, el que crea paz, el misericordioso, el limpio de
corazón, el perseguido. Y, ahora, está glorificado como Señor, en la felicidad
plena. Desde hace dos mil años, se propone este programa a los que quieran
seguirle, jóvenes y mayores, si quieren alcanzar la felicidad verdadera y
cambiar la situación del mundo. Las bienaventuranzas no son tanto un código de
deberes, sino el anuncio de dónde está el tesoro escondido por el que vale la
pena renunciar a todo. Más que un programa de moral, son el retrato de cómo es
Dios, de cómo es Jesús, a qué le dan importancia ellos, cómo nos ofrecen su
salvación. Además, no son promesa; son, ya, felicitación.
Pensemos hoy
un momento si estamos tomando en serio esta propuesta: ¿creemos y seguimos las
bienaventuranzas de Jesús o nos llaman más la atención las de este mundo? Si no
acabamos de ser felices, ¿no será porque no somos pobres, sencillos de corazón,
misericordiosos, pacíficos, abiertos a Dios y al prójimo? Empezamos el
evangelio de Mateo oyendo la bienaventuranza de los sencillos y los
misericordiosos, y lo terminaremos escuchando, en el capitulo 25, el éxito final
de los que han dado de comer y visitado a los enfermos. Resulta que las
bienaventuranzas son el criterio de autenticidad cristiana y de la entrada en
el Reino. (J. Aldazábal)
Las
Bienaventuranzas están destinadas a todo el mundo. El Maestro no sólo enseña a
los discípulos que le rodean, ni excluye a ninguna clase de personas, sino que
presenta un mensaje universal. Ahora bien, puntualiza las disposiciones que
debemos tener y la conducta moral que nos pide. Aunque la salvación definitiva
no se da en este mundo, sino en el otro, mientras vivimos en la tierra debemos
cambiar de mentalidad y transformar nuestra valoración de las cosas. Debemos
acostumbrarnos a ver el rostro del Cristo que llora en los que lloran, en los
que quieren vivir desprendidos de palabra y de hecho, en los mansos de corazón,
en los que fomentan las ansias de santidad, en los que han tomado una
“determinada determinación”, como decía santa Teresa de Jesús, para ser
sembradores de paz y alegría. Las Bienaventuranzas son el perfume del Señor
participado en la historia humana. También en la tuya y en la mía. Los dos
últimos versículos incorporan la presencia de la Cruz, ya que invitan a la
alegría cuando las cosas se ponen feas humanamente hablando por causa de Jesús
y del Evangelio. Y es que, cuando la coherencia de la vida cristiana sea firme,
entonces, fácilmente vendrá la persecución de mil maneras distintas, entre
dificultades y contrariedades inesperadas. El texto de san Mateo es rotundo:
entonces «alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los
cielos» (Àngel Caldas i Bosch).
La mayoría de
los sistemas filosóficos de la antigüedad eran “eudemónicos”. Existían muchas y
diversas escuelas de pensamiento con diferentes programas. Pero estas
diferencias concernían a los diversos modos de alcanzar el fin común del ser
humano: la “eudaimonía”. Todas coincidían en la búsqueda de la felicidad. Los
estoicos la cifraban en la “ataraxia” o serenidad y quietud del alma frente a
los reveses de la vida; los epicúreos la buscaban en un equilibrado placer;
otros en el ejercicio de la razón o en el vivir “secundum naturam”. Pero no
sólo los filósofos se preocupaban de estos temas. Todas las religiones de la
humanidad han buscado dar respuesta a este profundo interrogante del ser humano
y han pretendido, por diversos caminos, hacer feliz al hombre en esta vida y
asegurarle la felicidad y la paz en el más allá. Santo Tomás de Aquino, el
exponente y conciliador más elevado de la filosofía aristotélica y de la
teología católica, no podía dejar de lado este tema fundamental. Al comenzar su
tratado de moral, en la Suma Teológica, aborda en primer lugar la cuestión del
fin último, y éste, a fin de cuentas, es la felicidad, la “beatitudo”. Pero
sólo la obtiene cuando alcanza la satisfacción plena de su naturaleza
espiritual en el ejercicio máximo de sus facultades superiores. En definitiva,
es feliz cuando posee a Dios totalmente y para siempre, el único Ser capaz de
colmar todas las aspiraciones de su corazón, el único objeto digno de su
inteligencia y voluntad (S.Th. I-II, q. 1-5). El hombre, pues, ha sido creado
por Dios para ser feliz, en esta vida y en la otra. “Y sólo en Él encontrará la
verdad y la dicha que no cesa de buscar” –como nos recuerda el Catecismo de la
Iglesia Católica (C.I.C., n. 27)—. Jesucristo conocía -conoce- perfectamente el corazón del hombre, sus
ansias y anhelos de eternidad, y era imposible que hiciera caso omiso de esta
realidad tan fuertemente arraigada en el fondo de su ser. Y nos dio la clave
para que llegáramos a ser felices. Pero,
a diferencia de los filósofos, y de tantos otros personajes que quieren pasar
como “bienhechores de la humanidad” –y que tantas veces tienen una visión
bastante miope y achatada de las cosas— nuestro Señor nos indicó un camino
seguro, aunque arduo, para alcanzar la felicidad: el Sermón de la montaña. Abre
su discurso con las “bienaventuranzas”, la solemne proclamación del proyecto de
felicidad que Él nos traía.
El Papa Pablo
VI decía que “quien no ha escuchado las bienaventuranzas, no conoce el
Evangelio; y quien no las ha meditado, no conoce a Cristo”. Palabras fuertes,
pero totalmente ciertas. El Sermón del monte es como la “Carta magna del
Reino”, el núcleo más esencial del mensaje de Jesucristo. Nos hemos
acostumbrado a pensar –a fuerza de publicidad u obedeciendo a las propias
tendencias e instintos de nuestra naturaleza caída— que la felicidad se
encuentra en el placer, en el poder, en la riqueza, en los lujos y vanidades,
en la honra o en la concesión a nuestro cuerpo de todos los goces posibles. Los
epicúreos paganos se quedaban cortos. Hemos llegado a un hedonismo agudizado y
sin fronteras. Dice Tomás Melendo que nuestra sociedad se ha especializado en
la obtención del placer sin el esfuerzo previo, sin el crecimiento interior de
la persona; es decir, el premio, por así decir, que es el placer, sin habérselo
ganado. De ahí viene la profunda insatisfacción y el vacío de corazón, en su
fuero interno el ser humano sabe que se ha “saltado” un paso y no merece esa
felicidad. Es una felicidad-sentimiento/dicha, que desaparece rápidamente, a
diferencia de la verdadera felicidad o felicidad-perfeccionamiento/crecimiento
personal. Esta última deja un poso profundo y las ganas de esforzarse más y
más… (en Felicidad y autoestima). Porque Cristo nos asegura que la
verdadera alegría la encontraremos en la pobreza, en la humildad, en la bondad,
en la pureza del corazón y en la paciencia ante el sufrimiento. ¡De veras que
el Señor va siempre a contrapelo de la mentalidad mundana! Por eso hay tan pocos
que lo entienden, lo aceptan y lo siguen. Pero es esto lo que da la auténtica
paz al corazón. Y lo que transforma al mundo. Son dichosos no los que no tienen
nada, sino los que no tienen su corazón apegado a nada, a ningún bien de esta
tierra. Por eso gozan de una total libertad interior y pueden abrirse sin
barreras a Dios y a las necesidades de sus semejantes. Los mansos son los
hombres y mujeres llenos de bondad, de paciencia y de dulzura, que saben
perdonar, comprender y ayudar a todos sin excepción. Por eso pueden poseer la
tierra. El que es dueño de sí mismo es capaz de conquistar más fácilmente el
corazón de los demás para llevarlo hacia Dios. Y vive feliz y en paz. En su
corazón no hay lugar para la amargura. Y por eso, porque vive en paz, puede repartir
la paz entorno suyo. Como Francisco de Asís, que podía dialogar, sin armas en
la mano, con el terrible sultán de los sarracenos, que hacía la guerra a los
cristianos. Los pacíficos son también pacificadores. Porque son misericordiosos
y rectos de corazón. Y los que aceptan de buen grado la persecución por amor a
Cristo y a su Reino son personas que viven en otra dimensión, que tienen ya el
alma en el cielo. Y nadie es capaz de quitarles jamás esa felicidad de la que
ya gozan. Han entrado ya en la eternidad sin partir de este mundo. Nada ni
nadie puede perturbar su paz. ¡Ésos son los santos! Estas bienaventuranzas son
el fiel reflejo del alma de nuestro Salvador. Son como el retrato nítido de su
Persona: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis
descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29). Él vivía lo que decía. Por eso
predicaba con tanta autoridad y arrastraba poderosamente a las multitudes tras
de sí. Hoy en día el mensaje de Jesús en la Montaña sigue plenamente vigente.
¡Sólo se necesitan almas nobles, valientes y generosas que quieran ser
auténticamente felices y quieran poner por obra su mensaje! Serán realmente
dichosas. Y el mundo cambiará (P. Sergio Córdova, LC)
Las palabras
de Cristo debieron causar desconcierto y hasta decepción pues constituían un
cambio completo de las usuales valoraciones humanas. “Jesús les propone un
camino distinto. Exalta y beatifica la pobreza, la dulzura, la misericordia, la
pureza y la humildad” (Fray Justo Pérez de Urbel): Bienaventurados los pobres
de espíritu, los mansos, los que lloran… El conjunto de todas las
Bienaventuranzas señalan el mismo ideal: la santidad. Cualesquiera que sean las
circunstancias que atraviese nuestra vida, hemos de sabernos invitados a vivir
la plenitud de la vida cristiana. No podemos decirle al Señor que espere hasta
resolver nuestros problemas para comenzar de verdad a buscar la santidad. Sería
un triste engaño no aprovechar esas circunstancias duras para unirnos más al
Señor. Las Bienaventuranzas manifiestan una misma actitud del alma: el abandono
en Dios. Ésta es una actitud que nos impulsa a confiar en Dios de un modo
absoluto e incondicional, a no contentarnos con los bienes y consuelos de este
mundo, y a poner nuestra última esperanza más allá de estos bienes, que resultan
pobres y pequeños para una capacidad tan grande como es la del corazón humano.
El Señor quiere que estemos alegres. Pidámosle que transforme nuestra alma, que
realice un cambio radical en nuestros criterios sobre la felicidad y la
desgracia. Seremos necesariamente felices si estamos abiertos a los caminos de
Dios en nuestra vida. Sabemos por experiencia que, muchas veces los bienes
terrenos se convierten en males y en desgracia cuando no están ordenados según
el querer de Dios. Sin el Señor, el corazón se sentirá siempre insatisfecho y
desgraciado. Hoy es un buen día para reflexionar si cuando nos falta la alegría
es porque no buscamos al Señor en nuestras acciones, y en quienes nos rodean.
(Francisco Fernández Carvajal). Porque Dios nos conforta para que nosotros
podamos confortar a los demás en todos sus sufrimientos. Ya que el dolor es un
visitante permanente de la vida humana, aprendamos de la primera lectura de hoy
que hay otro visitante que quiere frecuentar nuestra puerta: el consuelo. Y así,
ya que sabemos lo que significa estar tristes, bueno es que tengamos dónde
aprender que esa tristeza puede ser superada mediante ese pequeño y hermoso
milagro que se llama "consuelo". Consolar... ¿qué es consolar? ¿Quién
conoce de veras la ciencia y el arte de consolar? Consolar es ayudar a
reconstruir un mundo que ha quedado en ruinas después de un fracaso, un dolor
profundo, una decepción fuerte o de una pérdida irreparable. Reconstruir el
mundo es un proceso que pide comprensión, paciencia, una dosis de ternura, pero
también mucha sabiduría para afianzar los cimientos que aún están en pie y que
serán la base de un posible y deseable futuro. Y es maravilloso descubrir que
no hay otro experto como Dios en eso de consolar y reconstruir. ¿Podría ser de
otro modo, siendo Él nuestro Creador, quien mejor nos conoce y ama?
Anuncio de
Gozo: Nadie duda del carácter paradójico de las bienaventuranzas que hemos
escuchado en el evangelio de hoy. Eso de llamar felices a los pobres, los
sufridos, los mansos o los perseguidos es una contradicción abierta y casi
desafiante a los valores y estilos que vemos triunfar en el mundo. Pero hay que
ir más allá de la paradoja. O mejor: antes de la paradoja conviene descubrir
esa palabra que lo inaugura todo y lo resume todo: "¡Dichosos!";
"¡Felices!". No tengamos temor a pensarlo, a celebrarlo y a decirlo:
el Evangelio es un mensaje de dicha. Si esa dicha se parece o no a lo que hemos
aprendido no es nuestra primera preocupación ni nuestro primer tema. Lo primero
es que se anuncia dicha, alegría, felicidad. El lenguaje de la alegría es
sencillamente irreemplazable para el corazón humano. Simplemente necesitamos
alegría, así como necesitamos aire, salud, agua o alimento. O es probable que
necesitemos más de la alegría que de esas otras cosas, porque lamentablemente
no faltan quienes, llevados por la angustia o la tristeza, desechen la
posibilidad misma de vivir y se arrojen a la muerte aun teniendo aire,
alimento, agua y salud. El Evangelio promete alegría; anuncia alegría;
construye alegría. Su modo de alcanzar esta alegría puede parecernos extraño,
pero ello no nos autoriza a desconfiar de la novedad que implica (Fray Nelson).
Las
bienaventuranzas deben convertirse en la encarnación de la Palabra amorosa y
misericordiosa de Dios en nosotros. Antes que nada hemos de ser conscientes de
que la obra de salvación es la Obra de Dios en nosotros. Por eso, desprotegidos
de todo, nos hemos de confiar totalmente en Dios, dispuestos en todo a hacer su
voluntad con gran amor, pues el proyecto del Señor sobre nosotros, su plan de
salvación, es el mejor y está muy por encima de cualquier otro que pudiésemos
concebir nosotros. Revestidos de Cristo y transformados en Él, debemos
continuamente preocuparnos del bien de los demás. Cristo nos ha dado ejemplo y
va por delante de nosotros. Nosotros no sólo vamos tras sus huellas y ejemplo,
sino que Él continúa actuando, continúa socorriendo, continúa consolando,
continúa construyendo la paz, continúa perdonando por medio de su Iglesia, que
somos nosotros. Si en verdad amamos al Señor, si en verdad somos sinceros en
nuestra fe, trabajemos constantemente por su Reino, sin importar el que por
ello seamos perseguidos, calumniados, o que seamos silenciados porque alguien,
incómodo ante nuestro testimonio del Evangelio, que es Cristo, y sin querer
convertirse a Él, termine con nuestra vida. Ante esas inconformidades de los
demás, ante sus críticas y falsos testimonios, alegrémonos, pues, sabiendo que
continuamos la Obra de salvación de Dios entre nosotros, estamos seguros de que
nuestra recompensa será grande en los cielos. En cambio, preocupémonos en
verdad cuando los demás nos aplaudan y nos alaben, pues así han sido siempre
tratados los falsos profetas. Que Dios nos conceda, por intercesión de la
Santísima Virgen María, nuestra Madre, causa de nuestra alegría, la gracia de
sabernos dejar transformar, por obra del Espíritu Santo, en un signo real de
Cristo, con todo su amor y su misericordia para con nuestro prójimo, hasta que
algún día el Padre Dios nos reúna para siempre en el gozo eterno. Amén. (www.homiliacatolica.com).
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