Jueves de la 1ª semana de Tiempo Ordinario: Derrotaron a los israelitas y el arca de Dios fue capturada; pero no depende de ahí el poder divino; hoy vemos la misericordia de Jesús cuando curó la lepra, y así nos cura a nosotros
Lectura del primer libro de Samuel 4,1-11. En aquellos días, se reunieron los filisteos para atacar a Israel. Los israelitas salieron a enfrentarse con ellos y acamparon junto a Piedrayuda, mientras que los filisteos acampaban en El Cerco. Los filisteos formaron en orden de batalla frente a Israel. Entablada la lucha, Israel fue derrotado por los filisteos; de sus filas murieron en el campo unos cuatro mil hombres. La tropa volvió al campamento, y los ancianos de Israel deliberaron: -«¿Por qué el Señor nos ha hecho sufrir hoy una derrota a manos de los filisteos? Vamos a Siló, a traer el arca de la alianza del Señor, para que esté entre nosotros y nos salve del poder enemigo.» Mandaron gente a Siló, a por el arca de la alianza del Señor de los ejércitos, entronizado sobre querubines. Los dos hijos de Elí, Jofra y Fineés, fueron con el arca de la alianza de Dios. Cuando el arca de la alianza del Señor llegó al campamento, todo Israel lanzó a pleno pulmón el alarido de guerra, y la tierra retembló. Al oír los filisteos el estruendo del alarido, se preguntaron: -«¿Qué significa ese alarido que retumba en el campamento hebreo?» Entonces se enteraron de que el arca del Señor había llegado al campamento y, muertos de miedo, decían: -«¡Ha llegado su Dios al campamento! ¡Ay de nosotros! Es la primera vez que nos pasa esto. ¡Ay de nosotros! ¿Quién nos librará de la mano de esos dioses poderosos, los dioses que hirieron a Egipto con toda clase de calamidades y epidemias? ¡Valor, filisteos! Sed hombres, y no seréis esclavos de los hebreos, como lo han sido ellos de nosotros. ¡Sed hombres, y al ataque!» Los filisteos se lanzaron a la lucha y derrotaron a los israelitas, que huyeron a la desbandada. Fue una derrota tremenda: cayeron treinta mil de la infantería israelita. El arca de Dios fue capturada, y los dos hijos de Elí, Jofril y Fineés, murieron.
Salmo 43,10-11.14-15.24-25. R. Redímenos, Señor, por tu misericordia.
Ahora nos rechazas y nos avergüenzas, y ya no sales, Señor, con nuestras tropas: nos haces retroceder ante el enemigo, y nuestro adversario nos saquea.
Nos haces el escarnio de nuestros vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean; nos has hecho el refrán de los gentiles, nos hacen muecas las naciones.
Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y opresión?
Evangelio según San Marcos 1,40-45. En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de ro-dillas: -«Si quieres, puedes limpiarme.» Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: -«Quiero: queda limpio.» La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: -«No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu, purificación lo que mandó Moisés.» Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a el de todas partes.
Comentario: 1. 1S 4,1-11. Esta batalla que perdieron -probablemente uno de tantos episodios bélicos contra los filisteos- debió ser una auténtica catástrofe nacional para el pueblo de Israel. Perdieron bastantes hombres, murieron los hijos del sacerdote Elí y encima les fue capturada por los enemigos una de las cosas que más apreciaban, el Arca. El Arca, un cofrecito que contenía las palabras principales de la Alianza y que estaba cubierto con una tapadera de oro y las imágenes de unos querubines, era para los israelitas, sobre todo durante su período nómada por el desierto, uno de los símbolos de la presencia de Dios entre ellos. Por eso fue mayor el desastre, porque habían puesto su confianza en esta Arca. El libro de Samuel -en unas páginas que no leemos en esta selección- interpreta la derrota como castigo de Dios por los pecados de los hijos de Elí.
El arca era un cofre en uno de cuyos costados probablemente se reproducía una evocación del "rostro de Dios", que los hebreos tomaron del mundo circundante. Estaba rematada por una tapadera ("propiciatorio") sobre la que se derramaba la sangre de los sacrificios. Recordaba originariamente al Dios de las batallas, Dios Sabaoth (v 4): presidía las marchas del pueblo por el desierto y en la conquista de Canaán (Núm 10,33), mientras un cántico guerrero resonaba alrededor de ella (v 5). Era considerada como la forma de presencia de Dios en un pueblo todavía nómada, le acompañaba en sus desplazamientos, sin que por eso ligara a Dios de una manera automática. El episodio de la salida del arca hacia un país extranjero da testimonio de ello (v 11): Dios no se deja aprisionar por el pueblo. El robo del arca por los filisteos es, además, significativo de la falta de interés que en esa época se tenía por el arca. Ya no se pensará espontáneamente en ella antes de empeñar una batalla y se la dejará durante mucho tiempo en manos de los filisteos sin hacer nada por rescatarla: es que el pueblo abandona progresivamente su estatuto militar y nómada para estabilizarse. El Templo sustituirá muy pronto al arca y heredará las prerrogativas de esta última. La presencia de Dios que, de una forma todavía un tanto mágica, se concretizaban en el seno del pueblo en el arca, pasará después a la ciudad santa y a su templo (Jer 3,16-17), después al corazón del justo y del servidor de Dios (Jer 31,31-34). El judaísmo esperaba una reaparición del arca al final de los tiempos (2 Mac 2,1-8; cf. Ap 11,19), pero no habrá otro lugar de cita entre Dios y el hombre que la humanidad de Jesús, nuevo "propiciatorio" (Rom 3,25; Col 1,19-20).
Al adoptar el arca como centro de su religión, los hebreos hicieron que esta última diera un paso considerable hacia la desacralización, puesto que con ello afirmaron la movilidad de Dios. Yavhé no está anclado a un lugar, como los Baals de la época, ni vinculado a una cultura; se niega a sacralizar una idea o una patria. Si el arca es robada, Yavhé queda a su vez situado más próximo a sus adversarios. La captura del arca es un aviso de la destrucción del Templo y de la desestructuración de un determinado aparato cultual.
La desespacialización de Yavhe es un mensaje que tiene aún vigencia en nuestro tiempo, montado precisamente sobre la movilidad social y geográfica. El hombre moderno cambia demasiado como para darse por satisfecho con un Baal fijo, con un sistema de pensamiento único, con una verdad absoluta o una estructura social única. Está más abierto al movimiento y a la novedad: ahí es donde encontrará el verdadero Dios (Maertens-Frisque).
-Los filisteos se reunieron para combatir a Israel. Se libró un gran combate y fue batido Israel por los filisteos: cerca de cuatro mil hombres murieron... La Biblia no es un "libro de espiritualidad" en el sentido banal. Relata el destino de un pueblo, sus búsquedas, sus luchas, su historia. Ese pueblo de nómadas venidos de Egipto se ha visto obligado a «conquistar por las armas» el territorio que le estaba «prometido» por Dios. Paradoja. Dios no nos reemplaza en nuestros combates, no se pone en nuestro lugar. No fomenta nuestra pereza, ni nuestras cobardías, ni nuestros fracasos. Nuestro destino se juega en el núcleo de nuestras humanas responsabilidades... En lo «temporal» está en juego lo «eterno»... en lo «material», lo «espiritual»...
-Los ancianos de Israel dijeron: «¿Por qué nos ha derrotado hoy el Señor delante de los filisteos?» Revisión de vida. Ante un acontecimiento humano: se analiza, se busca su significado, se mira con ojos nuevos, con miras a la propia conversión, se busca especialmente la parte de Dios en ese acontecimiento y se trata de interpretarlo mirándolo «con los ojos de Dios».
-Vamos a buscar en Silo el Arca de nuestro Dios. De repente los israelitas se acuerdan del «Arca» de Dios: que debía de estar muy olvidada. Era un cofre precioso que contenía las dos tablas de la Ley y estaba colocado sobre unas angarillas. Sobre la cubierta llamada «propiciatorio» se vertía la sangre de los sacrificios. Se trataba del Arca que había presidido la marcha victoriosa del pueblo de Israel en el desierto: ¡símbolo de la presencia del Dios de los ejércitos! Que venga en medio de nosotros y que nos salve del poder de nuestros enemigos. La perspectiva es buena -implorar el socorro de Dios-, pero sin duda marcada de un carácter mágico -se considera el Arca como un fetiche que actuará por sí mismo, automáticamente. No juzguemos precipitadamente a nuestros antepasados. Es una tentación de todos los tiempos. El hombre moderno no tiene nada que envidiar a aquellos tiempos: ¡se cree seguro cuando ha tomado las precauciones y "seguridades" posibles y cuando ha cubierto todos los riesgos! Pero esas «seguridades» no dan inmunidad frente a los accidentes. Y nosotros, los cristianos, ¿no llegamos, tal vez, también a considerar los sacramentos y nuestra misma Fe, como una seguridad automática y mágica... como si nos dispensaran de actuar, de poner nuestro esfuerzo para convertirnos? «No son los que dicen «Señor, Señor» los que serán salvados, sino los que hacen la voluntad de mi Padre.»
-Trabaron batalla los filisteos. Los israelitas fueron batidos. La mortandad fue muy grande: cayeron treinta mil soldados de Israel. El Arca de Dios fue capturada y murieron los dos hijos de Elí. Se llegó al colmo. El Arca no tan sólo no ha «protegido» a los hebreos, sino que la derrota es peor que la precedente -incluso con el Arca presente en medio del campo-, y ¡el Arca es capturada por los enemigos! La captura del Arca prefigura ya la «destrucción del Templo» anunciada por Jesús. La Presencia de Dios, concretizada por el Arca durante un cierto tiempo, pasará a la ciudad santa de Jerusalén y a su Templo, luego en el corazón del justo Jesús. Para nosotros, el único lugar de encuentro se halla en la humanidad de Jesús. «Destruid ese Templo y en tres días lo reconstruiré». En cualquier lugar que me encuentre, ¿vivo en la presencia de Dios? (Noel Quesson).
El desastre anunciado primero por un hombre de Dios (2,27) y después por Samuel (3,11) se cumple en la batalla de Afeq hacia el 1050 a.C. El relato de esta batalla es literariamente independiente en sus orígenes de los fragmentos de la historia de Samuel que leíamos estos días pasados. El nombre de Samuel no aparece en la narración de hoy, que más bien proviene de la historia del arca de la alianza, que reencontraremos cuando David la recupera y la traslada a Jerusalén. El redactor de los libros de Samuel anticipó aquí este episodio porque salen en él los nombres de Jofní y Fineés, y subrayó que su muerte y la pérdida del arca (de la destrucción de Siló no se nos dice nada aquí) habían sido el castigo por los pecados de los hijos de Elí, tal como Dios lo había anunciado por boca de sus profetas. Además, la derrota de Afeq, transportada a este lugar de los libros de Samuel, sirve de introducción a la historia de los orígenes de la monarquía en Israel. En efecto, lo que históricamente hizo necesaria la aparición de un poder centralizado fue el peligro filisteo. El sistema de confederación de tribus que llamamos época de los Jueces -el último de los cuales fue Samuel- duró unos doscientos años. A finales del siglo XI entró en crisis por razones principalmente militares: la amenaza creciente de los filisteos. Los filisteos habían llegado a Palestina poco después de los israelitas que habían salido de Egipto, y de ellos viene uno de los nombres más corrientes dados a Tierra Santa (Palestina = Filistea). Eran una aristocracia militar egea, buenos guerreros y excelentes organizadores. En algunos pasajes de los profetas hallamos la noticia de que provienen de Creta (Am 9,7; Sof 2,5).
Eran, efectivamente, de aquellos «pueblos del mar» de que hablan algunos documentos históricos extrabíblicos. Las invasiones de los dorios los habían expulsado del mar Egeo y se habían tenido que lanzar hacia Oriente en busca de espacio vital. El faraón Ramsés III los detuvo a la entrada de Egipto, pero les permitió instalarse en Canaán y hasta los tomó como tropas mercenarias, como también más tarde David tenía una guardia de «quereteos y pelteos» (2 Sm 8,18), es decir, de filisteos. Instalados en las ciudades de la costa, sobre todo Ecrón y Gad, se mezclaron con la población cananea autóctona, a la vez que la dominaban y encuadraban en su organización militar. Pronto dominaron todo el llano.
Durante mucho tiempo hubo cierto equilibrio militar entre los filisteos, que dominaban la llanura, y los israelitas, encaramados en la montaña. Los incidentes que atestigua la historia de Sansón son más bien anecdóticos. Pero después los filisteos se lanzan a la conquista del interior, someten a casi todo el país y hasta prohíben a los israelitas la metalurgia. En todos estos hechos el historiador sagrado ve la mano de Dios: "Yahvé nos ha derrotado... a manos de los filisteos" (H. Raguer).
Dios ha hecho una nueva y definitiva Alianza con nosotros, sellándola con la Sangre de su propio Hijo. Quienes aceptamos esa Alianza entramos en comunión de vida con Jesucristo. A partir de ese momento entre Dios y la Comunidad de creyentes queda superada la relación: Tu-Dios-Mi-Pueblo; Mi-Dios-tu-Pueblo, y llegamos a la nueva relación en que entramos a formar parte del mismo linaje divino: Tu-Padre-mi-Hijo; Tu-Hijo-mi-Padre. Esta Alianza no es sólo para recibir los beneficios de Dios, sino para que seamos fieles a sus mandatos y enseñanzas, especialmente al mandamiento del amor. No podemos vivir lejos del Señor, ofendiéndolo a Él y ofendiendo a nuestro prójimo y después esperar, que por traer con nosotros un signo de su presencia, nos veríamos libres de cualquier castigo que mereciéramos por nuestras culpas. Dios no es un amuleto de buena suerte. Dios es nuestro Padre, amoroso y misericordioso ciertamente, pero también exigente en cuanto al compromiso que adquirimos de ser y vivir como hijos suyos. Vivamos con lealtad el amor que decimos haber depositado, como hijos, en el Señor.
2. Sal. 43. ¿Acaso Dios se habrá olvidado de nosotros cuando la vida se nos complica? ¿A qué viene el reclamarle que despierte, que no nos rechace y que no se olvide de nosotros? Él, en su Palabra, se ha comprometido con nosotros diciéndonos: ¿Acaso podrá una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? Pues aunque hubiese una madre que tal hiciera, yo jamás me olvidaré de ti. Dios siempre es el Dios-con-nosotros. Su amor hacia nosotros nunca se acaba. ¿No seremos más bien nosotros los que hemos de volver a acordarnos de Dios, de abrir los ojos ante su amor de Padre y de vivirle fieles? No es Dios; somos nosotros quienes muchas veces nos hemos alejado de su presencia. Retornemos al Señor, que siempre está dispuesto a recibirnos con amor de Padre.
Con razón recordamos, con el salmo, esta situación de silencio de Dios: «Nos rechazas, nos avergüenzas, ya no sales con nuestras tropas, nos haces el escarnio de nuestros vecinos». Pero el lamento se convierte en súplica humilde y atrevida a la vez: «Redímenos, Señor, por tu misericordia; despierta, Señor, ¿por qué duermes?, levántate, no nos rechaces más, ¿por qué nos escondes tu rostro?».
Hay días, también en nuestra vida, en que parece que hay eclipse de Dios. Todo nos va mal, lo vemos todo oscuro y se derrumban las confianzas que habíamos alimentado. Días en que también nosotros podemos rezar este salmo a gritos: «Despierta, Señor, ¿por qué duermes? ¿por qué nos escondes tu rostro? redímenos por tu misericordia». Tal vez la culpa está en que no hemos sabido adoptar una verdadera actitud de fe. Nos puede pasar como a los israelitas, que no acababan de pasar del Arca al Dios que les estaba presente. Se quedaban en lo exterior. Parece como si tuvieran esta Arca como una póliza de seguro, como un talismán o amuleto mágico que les libraría automáticamente de todo peligro. No daban el paso a la actitud de fe, de escucha de Dios, de seguimiento de su alianza en la vida. Más que servir a Dios, se servían de Dios. Les gustaban las ventajas de la presencia del Arca, pero no sus exigencias.
¿Nos pasa algo de esto a nosotros, en nuestro aprecio de las «mediaciones» en la vida de fe? Sucedería eso si identificáramos demasiado nuestra fe con cosas o acciones: con el Bautismo o con una cruz, o una bendición, o el altar, o el libro sagrado, o una imagen de Cristo o de la Virgen. Todo eso es muy bueno. Pero es un recordatorio de lo principal: el Dios que nos bendice y nos habla y nos comunica su vida. Si el Señor está con nosotros, entonces sí somos invencibles. Pero no tendríamos que absolutizar esa presencia sólo en unas cosas o unos objetos o unos actos. No el que dice «Señor, Señor», sino el que hace la voluntad de mi Padre. Y esta voluntad no está en actos mágicos, de que saldrá aquello que pedimos, pues la oración no es el juego de un mago, pues puede venir la cruz, y estar ahí el Señor que nos espera… para que la tomemos con él.
El pueblo de Dios se queja a Él ahora de la miserable condición en que se hallaban, bajo el poder de sus enemigos y opresores. Habían sido derrotados por sus enemigos en el campo de batalla (v 10): «Nos hiciste retroceder delante del enemigo» Esta fue la queja de Josué cuando fueron rechazados por el enemigo en Haay (Jos 7,8). Se habían desanimado y estaban confusos ante la falta de la ayuda prometida a sus antepasados.
Se ven abocados a la muerte y al destierro (v 11): «Nos entregas como ovejas al matadero y nos has esparcido entre las naciones» Mataban a un israelita como se mata a una oveja, sin escrúpulos.
Se ven cargados de afrenta y de toda clase de ignominia. También en esto ven la mano de Dios. Los paganos, los extraños al pacto de Dios y a sus promesas, hacían de ello su «proverbio», es decir, el tema de sus cantos de burla. La afrenta era constante e incesante (v 15): «Cada día mi vergüenza está delante de mí, y la confusión cubre mi rostro.» El sentido de la humillación que padecían podía detectarse fácilmente en el rostro de ellos.
Viéndose en esta aflicción, opresión y afrenta, el pueblo de Dios se dirige ahora a El, en forma de petición, con referencia a la presente aflicción, de que Dios se digne salvarles: «Despierta... Despierta» (v 23); «Levántate, ven en nuestra ayuda» (v 26)… en tono conmovedor: «¿Por qué duermes, Señor?» (v 23). El sentido es figurado, como en: «Entonces despertó el Señor como si se hubiese dormido», pero es aplicable literalmente a Cristo (Mt 8,24), cuando estaba dormido en la barca mientras sus discípulos se amedrentaban bajo la tempestad, y le despertaron diciendo: «Señor, sálvanos, que perecemos.» Su apelación está basada en la humillación que al presente sufren (v 25): «Porque nuestra alma está hundida en el polvo, nos sentimos humillados como no se puede estar más, nos vemos como gusanos miserables que se arrastran por el suelo, despreciados y despreciables, expuestos a las pisadas de nuestros enemigos; nuestro cuerpo está postrado hasta la tierra, a merced del enemigo; somos incapaces de levantarnos por nosotros mismos, y de recobrarnos de nuestra aflicción. Rescátanos por tu amor compasivo.»
3. A: (comentario mío de 2008). * Ya vimos a comienzos del año a Jesús con lástima por gente hambrienta (Mateo 5, 7). Los sentimientos del corazón del Señor le mueven a manifestar su misericordia; en aquel momento fue el milagro de la multiplicación de los panes, y lo hemos visto también, desde el comienzo de este año litúrgico, en los otros Evangelios de la oveja perdida, o estos días las curaciones que se desarrollan en su primera predicación en Galilea. Esto nos lleva a cultivar también nosotros los buenos sentimientos, fijándonos en Jesús, para ser como él misericordiosos. Cada página del Evangelio es una muestra de la misericordia divina. La misión de Jesús es mostrarnos la misericordia divina, la esencia de toda la historia de la salvación es sentirnos amados por Dios, abrirnos a su amor misericordioso. Esto se ve cuando Jesús cura enfermedades, que va más allá, hasta el corazón del hombre. La lepra tiene también este sentido simbólico, de estar enfermos del alma; y ésta clama en su interior por la curación, como el paralítico de hoy. Cuando Van Thuân predicó Ejercicios en el Vaticano, dijo que "los escribas y los fariseos se escandalizan porque Jesús perdona los pecados. Sólo Dios puede perdonar los pecados. El amor misericordioso resucita a los muertos, física y espiritualmente. Jesús siempre perdonó a todos. Perdonó cualquier pecado, por más grave que fuera. Con su perdón dio nueva vida a muchas personas hasta el punto de que se convirtieron en instrumentos de su amor misericordioso. Hizo de Pedro, quien le negó tres veces, su primer vicario en la tierra, y de Pablo, perseguidor de cristianos, apóstol de las gentes, mensajero de su misericordia, pues, como él decía, "allí donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia"». Juan Pablo II agradeció a Nguyên Van Thuân sus palabras, en una carta en la que decía: «He deseado que durante el gran Jubileo se diera un espacio particular al testimonio de personas que han sufrido a causa de su fe, pagando con valentía interminables años de prisión y otras privaciones de todo tipo. Usted ha compartido con nosotros este testimonio con calor y emoción, mostrando que, en toda la vida del hombre, el amor misericordioso, que trasciende toda lógica humana, no tiene medida, especialmente en los momentos de mayor angustia. Usted nos ha asociado a todos aquellos que, en diferentes partes del mundo, siguen pagando un tributo pesado en nombre de su fe en Cristo (…) Al basarse en la Escritura y en la enseñanza de los Padres de la Iglesia, así como en su experiencia personal, especialmente de los años en los que estuvo en prisión por Cristo y su Iglesia, usted ha puesto de manifiesto la potencia de la Palabra de Dios que es para los discípulos firmeza en la fe, comida del alma, manantial puro y perenne de la vida espiritual».
Meditar en la misericordia del Señor es quizá la devoción más importante en este siglo XXI que ha de abrirnos a la esperanza en los umbrales del tercer milenio. "¡Corazón Inmaculado de María, ayúdanos a vencer el mal que con tanta facilidad arraiga en los corazones de los hombres de hoy y que con sus efectos inconmensurables pesa ya sobre nuestra época y parece cerrar los caminos del futuro! ¡Que se revele, una vez más, la fuerza infinita del Amor misericordioso! ¡Que se manifieste para todos, en vuestro Corazón Inmaculado, la luz de la Esperanza!" (Juan Pablo II).
** "No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.
Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo" (San Josemaría Escrivá, Cristo que pasa, n. 133).
Dios no tiene límites en su amor misericordioso de Padre, nos quiere muy cerca; Jesús -el Hijo- ha derrochado por nosotros hasta la última gota de su sangre, no cabe mas sacrificio y el Espíritu Santo se ha derramado en nuestros corazones para hacernos Templos y Sagrarios de la Santísima Trinidad, no cabe más. Por nuestra parte, tampoco hay límite: ¡hasta donde yo quiera! Por eso es importante fomentar la generosidad, que arranca de ese deseo de curación que vemos en el leproso del Evangelio. No, "no estamos" llamados "a una felicidad cualquiera", sino que nuestro anhelo va más allá, siempre más allá, hasta "penetrar en la intimidad divina". Nuestras fuerzas son pocas, pero la misericordia de Dios es muy grande, nos ilumina el entendimiento y da fuerzas a la voluntad, para vivir en esas esperanza que siempre nos proyecta más allá de nuestras limitaciones, por la "palanca" que nos da la devoción al amor misericordioso. Así, la luz de la Fe, y la fortaleza del Amor, nos empujan siempre con propósitos de una Esperanza naciente.
Los santos así lo han vivido. El «Ecce Homo» pintado por Chmielowski fue el resultado de una experiencia profunda del amor misericordioso de Cristo hacia él, experiencia que le llevó a su transformación espiritual. Santa Faustina fue quien inició uno de los movimientos emocionales en torno al amor misericordioso de Dios que surgieron en Europa comienzos del siglo XX. Esa monja polaca fue canonizada por Juan Pablo II justo el año 2000, quien dijo en la homilía de la basílica de la misericordia: "hoy en este santuario quiero realizar un solemne acto de consagración del mundo a la misericordia divina". Lo realizó con el ferviente deseo de que el mensaje del amor misericordioso de Dios, que fue aquí proclamado por medio de santa Faustina, diera a todos los habitantes de tierra un corazón lleno de esperanza, para que se cumpliera la promesa de Jesús, que dice que de esa devoción saldrá la chispa que prepare el mundo a su última avenida. Mensaje pues de amor unido a la esperanza, que recordó también Mons. Stanislaw Rylko, amigo del Papa, es el que dijo al día siguiente de la muerte que este Papa será recordado en la historia como un "Papa de la divina misericordia", porque también su muerte fue en el día que él instituyó, el II domingo de Pascua, día de la divina misericordia, y todo su magisterio ha sido un anuncio del amor misericordioso de Cristo por la humanidad entera. Cuando en una larga entrevista André Frossard le preguntó qué pedía en su oración, contestó Wojtila: "la misericordia". Con su lema "Totus tuus" quiso abandonarse en la Virgen, y fue llevado por ella a Dios un primer sábado, día especialmente dedicado a ella según la devoción de Fátima. En una visita al santuario romano de la divina misericordia, Juan Pablo II animó a "que seáis apóstoles de la divina misericordia", él verdaderamente lo fue con su vida. Así también habló Angelo Sodano en el domingo de la divina misericordia en que murió el gran papa: "Sería conmovedor releer una de sus encíclica más bellas, la «Dives in misericordia», que nos ofreció ya en 1980, en el tercer año de su pontificado. Entonces el Papa nos invitaba a contemplar al «Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación» (Cf. 2 Corintios 1,3-4).
En la misma encíclica, Juan Pablo II nos invitaba a mirar a María, la Madre de la Misericordia, que durante la visita a Isabel, alababa al Señor exclamando: «su misericordia se extiende de generación en generación» (Cf. Lucas 1, 50).
Nuestro querido Papa también hizo un llamamiento después a la Iglesia a ser casa de la misericordia para acoger a todos aquellos que tienen necesidad de ayuda, de perdón y de amor. Cuántas veces repitió el Papa en estos 26 años que las relaciones mutuas entre los hombres y los pueblos no se pueden basar sólo en la justicia, sino que tienen que ser perfeccionadas por el amor misericordioso, que es típico del mensaje cristiano.
Juan Pablo II, o más bien, Juan Pablo II el Grande, se convierte así en el heraldo de la civilización del amor, viendo en este término una de las definiciones más bellas de la «civilización cristiana». Sí, la civilización cristiana es civilización del amor, diferenciándose radicalmente de esas civilizaciones del odio que fueron propuestas por el nacismo y el comunismo.
En la vigilia del Domingo de la Divina Misericordia pasó el Ángel del Señor por el Palacio Apostólico Vaticano y le dijo a su siervo bueno y fiel: «entra en el gozo de tu Señor» (Cf. Mateo 25, 21).
Que desde el cielo vele siempre por nosotros y nos ayude a «cruzar el umbral de la esperanza» del que tanto nos había hablado.
Que este mensaje suyo permanezca siempre grabado en el corazón de los hombres de hoy. A todos, Juan Pablo II les repite una vez más las palabras de Cristo: «El Hijo del Hombre no ha venido para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Cf. Juan 3, 17).
Juan Pablo II difundió en el mundo este Evangelio de salvación, invitando a toda la Iglesia a agacharse ante el hombre de hoy para abrazarle y levantarle con amor redentor. ¡Recojamos el mensaje de quien nos ha dejado y fructifiquémoslo para la salvación del mundo!".
De esto también hablaba Juan Pablo II en la carta que nos dejó para el Nuevo Milenio: "¡Duc in altum! -¡mar adentro!" nos gritaba con palabras de Jesús que compendian ese afán de ir más y más en este proceso de identificación con Cristo al participar de su amor, y al mismo tiempo ser apóstoles-instrumentos de ese amor misericordioso, por eso más allá del aniversario del cambio de milenio veía el Papa que "un «río de agua viva», aquel que continuamente brota «del trono de Dios y del Cordero» (cf. Ap 22,1), se ha derramado sobre la Iglesia. Es el agua del Espíritu Santo que apaga la sed y renueva (cf. Jn 4,14). Es el amor misericordioso del Padre que, en Cristo, se nos ha revelado y dado otra vez. Al final de este año –y nosotros ahora decimos: cada año- podemos repetir, con renovado regocijo, la antigua palabra de gratitud: «Cantad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 118117,1)".
*** La misericordia de Dios, que llena las páginas de la Sagrada Escritura, aquí la vemos "en acto", en el milagro de la curación del leproso. La confianza ha de llenar siempre nuestra petición, por eso vamos siempre a la intercesión de María, a la que acudimos "ahora y en la hora de nuestra muerte", como rezamos en el Ave María. Es en la misericordia divina donde se apoya toda nuestra esperanza. No en nuestros méritos, sino en su misericordia: "Muéstranos, Señor, tu misericordia, y danos tu salvación" (Salmo 84, 8), acudimos cada día al Corazón misericordioso de Jesús con palabras diversas, como las del leproso de hoy: "Señor, si quieres, puedes limpiarme" (Mateo 8, 2). Un modo al que nos impulsa ese deseo de tocar al Señor, y sentirnos curados, es el arrepentimiento de nuestros pecados, especialmente en el sacramento de la misericordia divina, que es la Confesión. También en el padrenuestro pedimos el perdón y el Señor nos hace dignos de él, pero con una condición: que también nosotros tengamos un corazón grande para quienes rodean. Es decir, tenemos misericordia cuando nuestro corazón puede acogerla, porque Dios nos la da siempre. En la parábola del buen samaritano nos enseña el Señor la actitud que debemos tener ante el prójimo que sufre: no "pasar de largo" con hipocresía o indiferencia, sino com-padecernos de él, "pararnos" y atenderlo, como hace Jesús con nosotros.
Así, la experiencia de la misericordia se expande, no puede estar en un corazón solo, como hoy el leproso, se expansiona, y con nuestra vida cantamos las misericordias de Dios como dice el salmo e hizo lema de su vida Santa Teresa. El amor de Dios es mucho más grande que toda miseria humana, y el Señor cuenta con nosotros para ser apóstoles de su misericordia, en este mundo tan lleno de miseria, calamidades de todo tipo. Las obras de misericordia son innumerables, tantas como necesidades tiene el hombre: hambre y sed, vestido y hogar, sentirse escuchado y amado, acompañado en su sufrimiento y en la enfermedad y en la hora de su muerte.
No queremos caer en el grave peligro de que nuestro corazón —con el paso del tiempo— se nos vaya endureciendo. "A veces, los golpes de la vida nos pueden ir convirtiendo, incluso sin darnos cuenta de ello, en una persona más desconfiada, insensible, pesimista, desesperanzada... Hay que pedir al Señor que nos haga conscientes de este posible deterioro interior. La oración es ocasión para echar una mirada serena a nuestra vida y a todas las circunstancias que la rodean. Hemos de leer los diversos acontecimientos a la luz del Evangelio, para descubrir en cuáles aspectos necesitamos una auténtica conversión.
¡Ojalá que nuestra conversión la pidamos con la misma fe y confianza con que el leproso se presentó ante Jesús!: «Puesto de rodillas, le dice: 'Si quieres, puedes limpiarme'» (Mc 1,40). Él es el único que puede hacer posible aquello que por nosotros mismos resultaría imposible. Dejemos que Dios actúe con su gracia en nosotros para que nuestro corazón sea purificado y, dócil a su acción, llegue a ser cada día más un corazón a imagen y semejanza del corazón de Jesús. Él, con confianza, nos dice: «Sí que lo quiero: queda limpio» (Mc 1,41)" (Xavier Pagès).
B. Comentario de 2009: El Evangelio (Mc 1,40-45, ver también domingo 6º del año, ciclo B) nos habla de este tiempo nuestro, en el que la misericordia divina en Jesús se vierte sobre la tierra: Se van sucediendo, en el primer capítulo de Marcos, los diversos episodios de curaciones y milagros de Jesús. Hoy, la del leproso: «sintiendo lástima, extendió la mano» y lo curó. La lepra era la peor enfermedad de su tiempo. Nadie podía tocar ni acercarse a los leprosos. Jesús sí lo hace, como protestando contra las leyes de esta marginación. El evangelista presenta, por una parte, cómo Jesús siente compasión de todas las personas que sufren. Y por otra, cómo es el salvador, el que vence toda manifestación del mal: enfermedad, posesión diabólica, muerte. La salvación de Dios ha llegado a nosotros. El que Jesús no quiera que propalen la noticia -el «secreto mesiánico»- se debe a que la reacción de la gente ante estas curaciones la ve demasiado superficial. Él quisiera que, ante el signo milagroso, profundizaran en el mensaje y llegaran a captar la presencia del Reino de Dios. A esa madurez llegarán más tarde.
Para cada uno de nosotros Jesús sigue siendo el liberador total de alma y cuerpo. El que nos quiere comunicar su salud pascual, la plenitud de su vida. Cada Eucaristía la empezamos con un acto penitencial, pidiéndole al Señor su ayuda en nuestra lucha contra el mal. En el Padre nuestro suplicamos: «Líbranos del mal». Cuando comulgamos recordamos las palabras de Cristo: «El que me come tiene vida». Pero hay también otro sacramento, el de la Penitencia o Reconciliación, en que el mismo Señor Resucitado, a través de su ministro, nos sale al encuentro y nos hace participes, cuando nos ve preparados y convertidos, de su victoria contra el mal y el pecado. Nuestra actitud ante el Señor de la vida no puede ser otra que la de aquel leproso, con su oración breve y llena de confianza: «Señor, si quieres, puedes curarme». San Josemaría hablaba de estas "expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam, creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus, ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus, ¡Señor mío y Dios mío!… U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta". Y oiremos, a través de la mediación de la Iglesia, la palabra eficaz: «quiero, queda limpio», «yo te absuelvo de tus pecados». La lectura de hoy nos invita también a examinarnos sobre cómo tratamos nosotros a los marginados, a los «leprosos» de nuestra sociedad, sea en el sentido que sea. El ejemplo de Jesús es claro. Como dice una de las plegarias Eucarísticas: «Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores. El nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano» (plegaria eucarística V/c). Nosotros deberíamos imitarle: «que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación» (ibídem: J. Aldazábal). San Josemaría veía a Jesús como Rey, Maestro, Amigo, Médico… "Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare , Señor, si quieres -y Tú quieres siempre-, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino"
Hemos leído esta semana (en el año impar) pasajes de la carta a los Hebreos, que nos presentaban a Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, hermano nuestro y solidario de nuestros males y sufrimientos, nuestro intercesor y mediador ante el Padre. Ahora lo vemos haciendo milagros, ante la petición de la gente: «Si quieres, puedes limpiarme» (evangelio)… «Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores» (plegaria eucarística V, c). La lepra se le quitó y quedó limpio. El Evangelio nos recuerda que también hay leprosos en nuestro tiempo, como en los de Cristo. Y como en su época, también en la nuestra los segregamos, no queremos ni verlos, está prohibido tocarlos, hablarles, los dejamos solos con su enfermedad, son excluidos. Podemos ser también nostoros, la pobreza de nuestra condición humana la experimentamos y nos la topamos a diario: las asperezas de nuestro carácter que dificultan nuestras relaciones con los demás; la dificultad y la inconstancia en la oración; la debilidad de nuestra voluntad, que aun teniendo buenos propósitos se ve abatida por el egoísmo, la sensualidad, la soberbia ... Triste condición si estuviéramos destinados a vivir bajo el yugo de nuestra miseria humana. Sin embargo, el caso del leproso nos muestra otra realidad que sobrepasa la frontera de nuestras limitaciones humanas: Cristo. El leproso es consciente de su limitación y sufre por ella, como nosotros con las nuestras, pero al aparecer Cristo se soluciona todo. Cristo conoce su situación y no se siente ajeno a ella, más aún se enternece, como lo hace la mejor de las madres. Quizá nosotros mismos lo hemos visto de cerca. Cuando una madre tiene a su hijo enfermo es cuando más cuidados le brinda, pasa más tiempo con él, le ofrece más cariño, se desvela por él, etc. Así ocurre con Cristo. Y este evangelio nos lo demuestra; el leproso no es despreciado ni se va defraudado, sino que recibe de Cristo lo que necesita y se va feliz, compartiendo a los demás lo que el amor de Dios tiene preparado para sus hijos. Pongamos con sinceridad nuestra vida en manos de Dios con sus méritos y flaquezas para arrancar de su bondad las gracias que necesitamos.
En la primera lectura de la lectio divina me quedé con la frase "no se lo digas a nadie". Me preguntaba por qué Jesús, con frecuencia, decía esto a la gente que sanaba. No decirlo a nadie, cuando, por el contrario, la sanación producida por el milagro era algo para pregonarlo por el mundo entero. Sin embargo, a medida que fui avanzando en la lectio el Señor me dio la respuesta. Primero, una respuesta ligada a su tiempo. Jesús no le interesaba mostrarse como el "gran salvador" del pueblo de Israel; no era un político de nuestro tiempo. Conocía su misión y sabía que tenía el tiempo para cumplirse. Segundo, una respuesta que todavía es válida en nuestros días, y muy ligada a la primera, viene por el lado de las expectativas. Jesús no quería sanar basado en las expectativas que la gente pudiera tener de su poder. Quería sanar, liberar, transformar basado en una experiencia de fe. En una experiencia de amor. Por eso, en cierto sentido, sabemos por la lectura en otro pasaje del evangelio, que en su ciudad natal, no hizo muchos milagros. La gente tenía expectativas, pero le faltaba amor. Muchas veces, nosotros también queremos que Jesús nos ayude en algo, por que a otra persona le ayudó y no porque creamos firmemente que él puede hacerlo. Señor, enséñame a amarte y a conocerte, para que así vea tu brazo haciendo maravillas en mi vida desde el silencio (Miguel Ángel Andrés Ugalde).
Acerquémonos a Cristo con la misma confianza y apertura con que el enfermo se acerca al médico. No tengamos miedo en presentarle las heridas más profundas y putrefactas de nuestra propia vida. Él es el único Enviado del Padre, en quien nosotros encontramos el perdón y la más grande manifestación de la misericordia de Dios para con nosotros. Por eso vayamos a Él sabiendo que Él no vino a condenarnos, sino a salvarnos a costa, incluso, de la entrega de su propia vida por nosotros. Habiendo recibido tan gran muestra de misericordia de Dios para con nosotros, Él nos ha confiado la reconciliación de toda la humanidad a través de la historia. La Iglesia de Cristo no puede cumplir con la misión que el Señor le ha confiado para buscar el aplauso de los demás. No puede hacerse publicidad a sí misma mediante el cumplimiento de su misión; no puede querer caer en gracia de los demás haciéndoles el bien y socorriéndoles en sus necesidades. Su servicio ha de ser un servicio callado no en nombre propio, sino en Nombre del Señor. A Él sea dado todo honor y toda gloria, ahora y por siempre. Por eso, aprendamos a retirarnos a tiempo, para ir al Señor y ofrecerle lo que Él mismo hizo por medio nuestro. A pesar de que nosotros hemos abandonado muchas veces los caminos del Señor, Él jamás se ha olvidado de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno. Por eso jamás podemos decir que Dios nos ha rechazado. Dios siempre está junto a nosotros como un Padre lleno de amor y de ternura por sus hijos. Hoy nos hemos reunido para celebrar el Sacramento de su amor por nosotros. Él no nos rechaza por habernos encontrado cargados de miserias que han deteriorado nuestra vida, o con las que hemos contribuido a deteriorar la vida familiar o social. A Él lo único que le interesa y le llena de gozo es el habernos encontrado. Por eso, si somos sinceros con el Señor; si en verdad hemos venido a esta Eucaristía para encontrarnos con Él y reorientar nuestra vida, le hemos de pedir, con humildad diciendo: Señor, si tú quieres, puedes curarme. Y Dios tendrá compasión de nosotros. Pero, así como nosotros hemos sido amados por Dios, así hemos de amarnos los unos a los otros. Por muy grandes que sean los pecados de los demás, jamás los hemos de condenar, sino más bien ir a ellos con el mismo amor y la misma compasión que Dios nos ha manifestado a nosotros. Tocar a los enfermos, significará acercarnos a ellos para conocer aquello que realmente les aqueja, para dar una respuesta a sus miserias, no desde nuestras imaginaciones, sino desde su realidad, desde su cultura, desde su vida concreta. Esto nos habla de aquello que el Magisterio de la Iglesia nos ha propuesto: inculturizar el Evangelio. Y, aún cuando no hemos de caer en una relectura ideologizada del Evangelio, el anuncio del mismo no podrá ser eficaz mientras no conozcamos al hombre en su caminar diario; entonces podremos no sólo serle fieles a Dios, sino también al hombre.
Dios ha tenido compasión de nosotros, y nos ha enviado a su propio Hijo, el cual, hecho uno de nosotros, no sólo ha venido a remediar nuestros padecimientos corporales, o a remediar nuestros males materiales socorriendo a los pobres, sino que ha venido a liberarnos de la esclavitud al pecado y a la muerte. Unidos a Él somos hechos hijos de Dios, y no podemos guardar silencio respecto al amor que Dios nos ha manifestado. Por eso hemos de proclamar ante el mundo entero lo misericordioso que ha sido Dios para con nosotros, de tal forma que todos vayan a Cristo y encuentren en Él la salvación, sin importar lo grave de las maldades de su vida pasada, pues el Señor no ha venido a condenarnos sino a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. El Señor ha tocado nuestra vida, nuestra naturaleza humana deteriorada por el pecado, no para contaminarse, sino para salvarnos. Pongamos en Él todo nuestro amor y toda nuestra confianza.En este día el Señor nos manifiesta su amor y nos invita a la conversión para que volvamos a entrar en comunión de vida con Él. Este es el día que Él nos ofrece para que seamos limpios de todo aquello que nos alejó de su presencia. Él jamás ha dejado de amarnos; Él nos quiere para siempre a su derecha, unidos a su Hijo. Y en esta celebración se vuelve a realizar esta Alianza entre Dios y nosotros; hoy el Señor está dispuesto a recibirnos, libres de toda maldad y de toda culpa. Él jamás nos guardará rencor perpetuamente, pues es nuestro Dios y Padre y no enemigo a la puerta. Por eso hemos de venir no sólo a ponernos de rodillas y a bendecir al Señor, sino también dispuestos a escuchar su Palabra y a ponerla en práctica. Reconozcamos, pues los caminos del Señor y no nos extraviemos lejos de Él, hasta que, yendo tras las huellas de Cristo, lleguemos algún día al Descanso eterno. Así como nosotros hemos sido amados por Dios, así hemos de amarnos los unos a los otros. Por muy grandes que sean los pecados de los demás, jamás los hemos de condenar, sino más bien ir a ellos con el mismo amor y la misma compasión que Dios nos ha manifestado a nosotros en Cristo Jesús. Tocar a los enfermos, significará acercarnos a ellos para conocer aquello que realmente les aqueja, para dar una respuesta a sus miserias, no desde nuestras imaginaciones, sino desde su realidad, desde su cultura, desde su vida concreta. Esto nos habla de aquello que el Magisterio de la Iglesia nos ha propuesto: inculturizar el Evangelio. Y, aún cuando no hemos de caer en una relectura ideologizada del Evangelio, el anuncio del mismo no podrá ser eficaz mientras no conozcamos al hombre en su caminar diario; entonces podremos no sólo serle fieles a Dios, sino también serle fieles a la persona concreta. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir en una continua cercanía a Dios para escuchar su Palabra y ponerla en práctica; y en una continua cercanía al hombre para conocerle en su vida concreta, y poderle ayudar a que Cristo se convierta en la Luz que ilumine su camino hacia el encuentro de nuestro Dios y Padre. Amén (homiliacatolica.com).
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