domingo, 31 de enero de 2010
Domingo 4 Tiempo Ordinario (C) juvenil
1. Jeremías nos cuenta cómo al sentir la llamada de Dios para ser el profeta de las naciones (su vocación) se ve a sí mismo un hombre, débil, tímido. Por un momento desea ser como uno de tantos, y no tener esta vocación de profeta. Sabe muy bien que su conciencia recta, al ver lo que está mal y desagrada a Dios, le hará hablar contra esas costumbres tan malas de los israelitas de su tiempo, y tiene miedo de su reacción. Jeremías no es precisamente un valiente, voluntario para servir al Señor en esta vocación, como lo fue Isaías. Pero resulta que no está solo ante la llamada –como no lo estamos ninguno de nosotros-, el Señor te llama desde la eternidad, antes de que nacieras, y te dará las cualidades y fuerzas que necesites para responder a esa vocación, que será tu misión en la vida. El Señor nos dice, como a Jeremías en la intimidad de la oración: “lucharán contra ti, pero no te podrán, porque Yo estoy contigo para librarte”.
2. En el Salmo 70 pedimos a Dios que nos acompañe toda la vida hasta que seamos viejos, como lo hace el salmista: «Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza / y mi confianza, Señor, desde mi juventud. / En el vientre materno ya me apoyaba en ti; en el seno, tú me sostenías; / siempre he confiado en ti. / No me rechaces ahora en la vejez; / me van faltando las fuerzas; no me abandones». Qué bonito cuando los abuelos pueden vivir con nosotros, los nietos pueden cuidar de ellos, jugar una partida de parchís o ajedrez, acompañarlos en su paseo por el parque. Y recibir de ellos consejos, experiencias, historias interesantes…
Hoy, desafortunadamente, nuestro mundo piensa que aquella persona que no “sirve” para nada –minusválidos, los ancianos en sillas de ruedas, o que quizá empiezan a olvidar quiénes son- pues es mejor quitarla de en medio para que no “moleste”... Mi boca contará tu auxilio, / y todo el día tu salvación. / Dios mío, me instruiste desde mi juventud, / y hasta hoy relato tus maravillas. ¡Qué bonito es esto que dice el anciano del Salmo! Confía en el Señor, que le enseñó cuando era joven –como tú ahora… ¿te dejas enseñar por el Señor, a través de tus padres, tus abuelos, tus profesores, los sacerdotes?- y todo lo que el Señor le enseñó, sus maravillas, hasta el final de su vida sigue entusiasmado contándolas a los que le rodean. Puedes rezar así: “Alabado seas, mi Señor, / en todas tus criaturas, / especialmente en el Señor hermano sol, / por quien nos das el día y nos iluminas.
Y es bello y radiante con gran esplendor, / de ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas, mi Señor, / por la hermana luna y las estrellas, / en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.
Alabado seas, mi Señor, / por el hermano viento y por el aire / y la nube y el cielo sereno y todo tiempo, / por todos ellos a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego, / por el cual iluminas la noche, / y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.
Alabado seas, mi Señor, / por la hermana nuestra madre tierra, / la cual nos sostiene y gobierna / y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.
Alabado seas, mi Señor, / por aquellos que perdonan por tu amor, / y sufren enfermedad y tribulación; / bienaventurados los que las sufran en paz, / porque de ti, Altísimo, coronados serán.
Alabado seas, mi Señor, / por nuestra hermana muerte corporal, / de la cual ningún hombre viviente puede escapar (Francisco de Asís)
3. San Pablo habla a los Corintios del Amor: El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Lo que les está enseñando en realidad san Pablo es que los cristianos no deben distinguirse por los milagros, prodigios, discursos que puedan hacer, y que también pueden darse como fruto del Espíritu Santo. Lo que debe distinguir a un cristiano –entonces y hoy- es ver que es capaz de amar con sencillez y perseverar amando, porque el amor es lo único que nos llevará hasta las puertas del mismo cielo, hasta nuestro Padre Dios. Cuando la fe y la esperanza ya no sean necesarias , por la sencilla razón de que ya estaremos gozando de lo que ahora creemos que existe y que no vemos, y tendremos lo que era el objeto de nuestra esperanza, a Dios mismo, entonces el Amor seguirá existiendo, será lo único eterno, que une este mundo con la eternidad: Dios es Amor, como también nos enseña san Pablo, y sólo llenando nuestros corazones de ese Amor que el Espíritu Santo nos concede a toneladas si se lo pedimos, seremos capaces de amar en esta vida a aquel que vive a nuestro lado, que nos gusta menos, que nos fastidia, que incluso nos hace mal… No es ningún heroísmo amar así, es para lo que hemos nacido. Para un amor de entregarse, no un amor de esperar algo a cambio. Y lo bueno es que todos, absolutamente todos nosotros, niños y mayores, jóvenes y viejos, minusválidos y deportistas, listos y menos listos…todos podemos amar como Jesús. Si no fuera posible, no nos lo habría pedido Él mismo: “Amaos unos a otros, como Yo os he amado”.
4. Jesús, en el Evangelio de hoy, aún en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, se nos presenta como el verdadero y definitivo Profeta. Pero sus paisanos no supieron ver más allá de las apariencias, para ellos sólo era el carpintero del pueblo que, encima, se había mudado a Cafarnaum a hacer allí milagros y curaciones… ¿Y ellos qué? ¿No eran acaso los que lo habían visto crecer entre José y María? Y ahora se atrevía a presentarse ante ellos para decirles que tenían poca fe. La verdad duele. No nos gusta oír nuestros defectos. Es incómodo vivir cerca de esa persona que siempre se porta bien. Ese niño que hace lo que debe hacer, que perdona a los compañeros con una sonrisa, que deja sus cosas sin que se las pidan, que está atento a aquel otro niño que pudiera necesitarlo, en el juego, en los deberes… Ese niño que vive como Jesús quiere que vivamos todos, ese niño a veces nos resulta incómodo porque es un espejo: nos enseña sin quererlo cómo deberíamos ser los que lo miramos, y no somos. Es hora de dejarse de rabietas orgullosas y linchamientos (a Jesús quisieron tirarlo desde un monte a la salida de Nazaret) y hacer equipo con el bien. Para ganar al mal hemos de luchar todos juntos, cada uno vale para una cosa, y Dios lo ha pensado desde la eternidad para una misión, como a Jeremías, como al mismo Jesús, su Hijo. Hace un par de domingos, la Madre de Jesús nos daba la receta que no falla: “Haced lo que Jesús os diga”. Con la oración y el Espíritu de Jesús, con las enseñanzas de nuestros padres, abuelos, profesores, sacerdotes… podremos amarnos unos a otros como Jesús nos pidió.
llucia.pou@gmail.com
Jueves de la 3ª semana, año par: el Señor promete a David un linaje real, perenne: profecía de la Iglesia. Jesús es la Luz para el mundo, y nosotros somos portadores de esta luz que da la auténtica visión de la vida
Jueves de la 3ª semana, año par: el Señor promete a David un linaje real, perenne: profecía de la Iglesia. Jesús es la Luz para el mundo, y nosotros somos portadores de esta luz que da la auténtica visión de la vida
Segundo libro de Samuel 7, 18-19. 24-29. Después que Natán habló a David, el rey fue a presentarse ante el Señor y dijo: -«¿Quién soy yo, mi Señor, y qué es mi familia, para que me hayas hecho llegar hasta aquí? ¡Y, por si fuera poco para ti, mi Señor, has hecho a la casa de tu siervo una promesa para el futuro, mientras existan hombres, mi Señor! Has establecido a tu pueblo Israel como pueblo tuyo para siempre, y tú, Señor, eres su Dios. Ahora, pues, Señor Dios, mantén siempre la promesa que has hecho a tu siervo y su familia, cumple tu palabra. Que tu nombre sea siempre famoso. Que digan: "¡El Señor de los ejércitos es Dios de Israel!" Y que la casa de tu siervo David permanezca en tu presencia. Tú, Señor de los ejércitos, Dios de Israel, has hecho a tu siervo esta revelación: "Te edificaré una casa"; por eso tu siervo se ha atrevido a dirigirte esta plegaria. Ahora, mi Señor, tú eres el Dios verdadero, tus palabras son de fiar, y has hecho esta promesa a tu siervo. Dígnate, pues, bendecir a la casa de tu siervo, para que esté siempre en tu presencia; ya que tú, mi Señor, lo has dicho, sea siempre bendita la casa de tu siervo.»
Salmo responsorial 131, 1-2. 3-5. 11. 12. 13-14. R. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre.
Señor, tenle en cuenta a David todos sus afanes: cómo juró al Señor e hizo voto al Fuerte de Jacob.
«No entraré bajo el techo de mi casa, no subiré al lecho de mi descanso, no daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, hasta que encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob.»
El Señor ha jurado a David una promesa que no retractara: «A uno de tu linaje pondré sobre tu trono.»
«Si tus hijos guardan mi alianza y los mandatos que les enseño, también sus hijos, por siempre, se sentarán sobre tu trono.»
Porque el Señor ha elegido a Sión, ha deseado vivir en ella: «Ésta es mi mansión por siempre, aquí viviré, porque la deseo.»
Evangelio Marcos 4,21-25: En aquel tiempo, Jesús decía a la gente: «¿Acaso se trae la lámpara para ponerla debajo del celemín o debajo del lecho? ¿No es para ponerla sobre el candelero? Pues nada hay oculto si no es para que sea manifestado; nada ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto. Quien tenga oídos para oír, que oiga».
Les decía también: «Atended a lo que escucháis. Con la medida con que midáis, se os medirá y aun con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará».
Comentario: 1. 2Sam 7,18-19.24-29. Si ayer leíamos las palabras del profeta anunciando la fidelidad de Dios para con David y su descendencia, hoy escuchamos una hermosa oración de David, llena de humildad y confianza. David muestra aquí su profundo sentido religioso, dando gracias a Dios, reconociendo su iniciativa y pidiéndole que le siga bendiciendo a él y a su familia. Lo que quiere el rey es que todos hablen bien de Dios, que reconozcan la grandeza y la fidelidad de Dios: «que tu nombre sea siempre famoso y que la casa de David permanezca en tu presencia».
Ojalá tuviéramos nosotros siempre estos sentimientos, reconociendo la actuación salvadora de Dios: «¿quién soy yo, mi Señor, para que me hayas hecho llegar hasta aquí?», «tú eres el Dios verdadero, tus palabras son de fiar», «dígnate bendecir a la casa de tu siervo, para que esté siempre en tu presencia». ¿Son nuestros los éxitos que podamos tener? ¿son mérito nuestro los talentos que hemos recibido? Como David, deberíamos dar gracias a Dios porque todo nos lo da gratis. Y sentir la preocupación de que su nombre sea conocido en todo el mundo. Que la gloria sea de Dios y no nuestra.
-Cuando David se enteró por Nathán de las promesas divinas, fue a presentarse "ante el Señor" y le dijo... De nuevo el tema "ante el Señor". David es un hombre de Fe. Se mantiene "delante de Dios". El profeta acaba de cumplir su promesa; rechazo del Templo, anuncio de un descendiente «que será un Hijo para Dios». Inmediatamente David estalla de alegría, y de su corazón, brota una oración de acción de gracias -eucaristía = dar gracias. Ayúdanos, Señor, a nosotros también, a saber interpretar los acontecimientos... ayúdanos a orar partiendo de las alegrías que nos llegan... Te alabo, Señor, por... (evocar las alegrías del día de hoy).
-¿Quién soy yo, Señor, y qué es mi "casa", para que me hayas hecho llegar hasta aquí? Humildad. David repite, en el fondo, la Palabra que Dios le había dirigido. Le ha recordado la pobreza de su origen de pastorcillo. David, a su vez, incorpora a la oración esa Palabra de Dios.
-Ahora, Señor, guarda siempre la promesa que has hecho a tu servidor y a su casa, y obra tal como has dicho. Repetir la Palabra de Dios. Pero en sumisión profunda a la voluntad divina. Ciertamente, en esto, David podía equivocarse gravemente si imaginaba que su dinastía conservaría, humanamente, siempre el poder, y que las herencias y las transmisiones de poder se llevarían a cabo sin problemas. De hecho, la promesa de Dios no se cumplió materialmente: tres hijos de David. Ammón, Absalón y Adonías, morirán por la espada. desgarrándose los unos a los otros. Y a partir de la segunda generación, con los hijos de Salomón la dinastía davídica se dividirá en dos reinos rivales antes de desaparecer. A través de las promesas humanas era pues preciso entender una promesa divina: el verdadero descendiente de David no es Salomón, sino Jesús... ¡Pero después de cuántos fracasos humanos! y de una realeza sin gloria humana.
-Luego, ¿tú eres rey? dijo Pilato.-Tú lo dices soy rey... Pero mi reino no es de este mundo... (Jn 18,36-37). Dios trastorna nuestras concepciones demasiado estrechas. Su reino no es como cabría esperarlo. Hay que contemplar en silencio, y dejarse llevar: "Hágase tu voluntad, venga a nosotros tu Reino".Creo, Señor, que tu Reino está «ya aquí», que tu reino está cerca. Confío en Ti, Señor, a pesar de todas las apariencias contrarias.
-Señor mío, Tú eres Dios, tus palabras son verdad... La oración debería terminar siempre con esa confesión. El rey David reconoce la soberanía de Dios. No busca imponer a Dios «sus» propias voluntades. Después de haber expuesto «sus» deseos, se somete a lo contrario.
-Vuestro Padre sabe de qué tenéis necesidad (Mt 6,8) Así hablaba Jesús... siguiendo a David, su antepasado. Nos es conveniente haber meditado, hoy, sobre la «oración de David» y haber admirado su alma, porque mañana meditaremos sobre el pecado de David: el justo que llegará a ser criminal (Noel Quesson).
Ciertamente Dios no procede como proceden los hombres. A pesar de las miserias de David, puesto que supo humillarse y pedir perdón, Dios no le retiró su favor; más aún lo bendijo extendiendo sus promesas a sus descendientes. Dios nos conoce hasta lo más profundo de nuestro corazón. Ante Él están patentes nuestras obras y hasta los más recónditos de nuestros pensamientos. Él sabe que somos frágiles; por eso, cuando nos ve caídos espera nuestro retorno como un Padre amoroso, siempre dispuesto a perdonarnos. Pero esto no puede llevarnos a convertirnos en unos malvados pensando que finalmente Dios nos perdonará, sino a vivir vigilantes para no alejarnos de Dios. Manifestemos continuamente nuestro amor a Dios pidiéndole que nos fortalezca para permanecer fieles a su voluntad. Cuando Dios nos contemple siempre dispuestos a escuchar su Palabra y a ponerla en práctica, derramará su bendición sobre nosotros, nos llenará de su Espíritu y nos contemplará como a sus hijos amados, a quienes bendecirá con la más grande de las gracias que pidiéramos esperar: participar de su vida eternamente unidos a su Hijo que, para conducirnos a la vida eterna, dio su vida por nosotros. ¿Cómo no vivir agradecidos con Dios cuando conociendo nuestra vida Él nos ha amado y nos ha llamado para que seamos sus hijos? ¿Quiénes somos nosotros ante Dios? ¿Qué significamos para Él? Si Él nos amó primero, sea bendito por siempre.
2. Sal 131. Si Dios bendice a Sión por amor a David su siervo, Dios nos bendice a nosotros por amor a Jesús, su Hijo, en quien Dios cumplió las promesas hechas a David. Trabajemos constantemente conforme a los bienes que de Dios hemos recibido. Que nuestra apertura a la vida de la gracia y a dejarnos guiar por el Espíritu Santo nos ayude a llegar a ser una digna morada de Dios. Esa morada que no es construida con manos humanas, ni con materiales de este mundo, pues es Dios mismo quien la construye mediante su Amor que derrama en nuestros corazones. Cuando en verdad el amor sea lo único que rija nuestra existencia, entonces Dios podrá reinar en nuestra propia vida y seremos descendencia, linaje de Dios; entonces sabremos que en verdad estamos llamados a permanecer eternamente ante Dios, pues Dios, que nos amó primero, concede la salvación a quienes le aman y le viven fieles.
3.- Mc 4,21-25. Otras dos parábolas o comparaciones de Jesús nos ayudan a entender cómo es el Reino que él quiere instaurar. La del candil, que está pensado para que ilumine, no para que quede escondido. Es él, Cristo Jesús, y su Reino, lo primero que no quedará oculto, sino aparecerá como manifestación de Dios. El que dijo «yo soy la Luz».
La de la medida: la misma medida que utilicemos será usada para nosotros y con creces. Los que acojan en si mismos la semilla de la Palabra se verán llenos, generosamente llenos, de los dones de Dios. Sobre todo al final de los tiempos experimentarán cómo Dios recompensa con el ciento por uno lo que hayan hecho.
Esto tiene también aplicación a lo que se espera de nosotros, los seguidores de Cristo. Si él es la Luz y su Reino debe aparecer en el candelero para que todos puedan verlo, también a nosotros nos dijo: «vosotros sois la luz del mundo» y quiso que ilumináramos a los demás, comunicándoles su luz. Creer en Cristo es aceptar en nosotros su luz y a la vez comunicar con nuestras palabras y nuestras obras esa misma luz a una humanidad que anda siempre a oscuras. Pero ¿somos en verdad luz? ¿iluminamos, comunicamos fe y esperanza a los que nos están cerca? ¿somos signos y sacramentos del Reino en nuestra familia o comunidad o sociedad? ¿o somos opacos, «malos conductores» de la luz y de la alegría de Cristo?
En la celebración del Bautismo, y luego en su anual renovación en la Vigilia Pascual, la vela de cada uno, encendida del Cirio Pascual, es un hermoso símbolo de la luz que es Cristo, que se nos comunica a nosotros y que se espera que luego se difunda a través nuestro a los demás. No podemos esconderla. Tenemos que dar la cara y testimoniar nuestra fe en Cristo (J. Aldazábal).
* Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para los que entren tengan luz (dice también Lucas 8, 16-18). Quien sigue a Cristo –quien enciende un candil- no sólo ha de trabajar por su propia santificación, sino también por la de los demás. Vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 14) dice en otra ocasión el Señor a sus discípulos. "Jesús nos explica el secreto del Reino. Incluso utiliza una cierta ironía para mostrarnos que la "energía" interna que tiene la Palabra de Dios —la propia de Él—, la fuerza expansiva que debe extenderse por todo el mundo, es como una luz, y que esta luz no puede ponerse «debajo del celemín o debajo del lecho» (Mc 4,21). ¿Qué pretendería decir Jesús con estas palabras? ¿No es el Señor esa luz a la que hace referencia? ¿Por qué ahora nos lo dice a nosotros?
Si, esos hemos de ser los "hijos de Dios. -Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. / -El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna" (S. Josemaría Escrivá). Y "¿acaso podemos imaginarnos la estupidez humana que sería colocar la vela encendida debajo de la cama? ¡Cristianos con la luz apagada o con la luz encendida con la prohibición de iluminar! Esto sucede cuando no ponemos al servicio de la fe la plenitud de nuestros conocimientos y de nuestro amor. ¡Cuán antinatural resulta el repliegue egoísta sobre nosotros mismos, reduciendo nuestra vida al marco de nuestros intereses personales! ¡Vivir bajo la cama! Ridícula y trágicamente inmóviles: "autistas" del espíritu.
El Evangelio —todo lo contrario— es un santo arrebato de Amor apasionado que quiere comunicarse, que necesita "decirse", que lleva en sí una exigencia de crecimiento personal, de madurez interior, y de servicio a los otros. «Si dices: ¡Basta!, estás muerto», dice san Agustín. Y san Josemaría: «Señor: que tenga peso y medida en todo..., menos en el Amor».
«'Quien tenga oídos para oír, que oiga'. Les decía también: 'Atended a lo que escucháis'» (Mc 4,23-24). Pero, ¿qué quiere decir escuchar?; ¿qué hemos de escuchar? Es la gran pregunta que nos hemos de hacer. Es el acto de sinceridad hacia Dios que nos exige saber realmente qué queremos hacer. Y para saberlo hay que escuchar: es necesario estar atento a las insinuaciones de Dios. Hay que introducirse en el diálogo con Él. Y la conversación pone fin a las "matemáticas de la medida": «Con la medida con que midáis, se os medirá y aun con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mc 4,24-25). Los intereses acumulados de Dios nuestro Señor son imprevisibles y extraordinarios. Ésta es una manera de excitar nuestra generosidad" (Àngel Caldas).
** Celebrábamos estos días la luz que Jesús ha traído al mundo, en la fiesta de la Presentación de Jesús al Templo (2 de febrero); esta "luz para las naciones", es decir para todos los hombres, es la de Jesús, de la que participamos nosotros. Sin esta luz de Cristo, el mundo está a oscuras, se vuelve difícil y poco habitable. Hemos de llevar esta luz, ser portadores de la luz de la filiación divina, para iluminar el ambiente en el que vivimos. "El trabajo profesional -sea el que sea- se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos (…) la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que -inmersos en las realidades temporales- estamos decididos a tratar a Dios" (San Josemaría), a ejemplo de Jesús queremos iluminar con esa labor bien hecha: desde el comienzo de su vida pública conocen al Señor como el artesano, el Hijo de María (Marcos 6, 3). Y a la hora de los milagros la multitud exclama: ¡Todo lo hizo bien! Lo grande y lo pequeño. Luz para los demás es tener prestigio profesional, y para ello es necesario cuidar la formación continua de la propia actividad u oficio, y sin apenas darse cuenta el cristiano estará mostrando cómo la doctrina de Cristo se hace realidad en medio del mundo, en una vida corriente. Todos tienen derecho a nuestro buen ejemplo.
En nuestra actuación, lo que más se valora es el buen carácter, ese cúmulo de virtudes humanas. La doctrina de Cristo se ha difundido a impulsos de la gracia y no a fuerza de medios humanos. Pero la acción apostólica edificada sobre una vida sin virtudes humanas, sin valía profesional, sería hipocresía y ocasión de desprecio por parte de los que queremos acercar al Señor. San Pablo escribe a los primeros cristianos de Filipo y les exhorta a vivir como luceros en medio del mundo.
Para llevar la luz de Cristo también hemos de practicar las normas de la convivencia, que deben ser fruto de la caridad y no solamente por costumbre o conveniencia. Todo esto es parte de la luz divina que hemos de llevar a los demás con nuestra vida (cf. "Hablar con Dios" de Francisco Fernández). Todas estas virtudes naturales constituyen en el hombre el terreno bien dispuesto para que, con la ayuda de la gracia, arraiguen y crezcan las sobrenaturales, porque el comportamiento humano recto, las disposiciones nobles y honradas, son el punto de apoyo y el cimiento del edificio sobrenatural. Aunque la gracia puede transformar por sí misma a las personas, lo normal es que requiera las virtudes humanas; la virtud cardinal de la fortaleza no puede arraigar en alguien que no se vence en pequeños hábitos de comodidad o de pereza, que siempre está preocupado del calor y del frío. Que se deja llevar por los estados de ánimo siempre cambiantes y que siempre está pendiente de sí mismo y de su comodidad. El Señor nos quiere con una personalidad bien definida, resultado del aprecio que tenemos por todo lo que Él nos ha dado y del empeño que ponemos para cultivar estos dones personales.
Si contemplamos al Señor, podemos ver en Él la plenitud de todo lo humano noble y recto: esa es la luz que irradia mediante el ejemplo. En Jesús tenemos el ideal humano y divino al que nos debemos parecer. Él quiere que practiquemos todas las virtudes naturales: el optimismo, la generosidad el orden la reciedumbre, la alegría, la cordialidad, la sinceridad, la veracidad; que seamos sencillos, leales, diligentes, comprensivos, equilibrados. Recordemos que el Señor extrañó las muestras de cortesía y de urbanidad, y echó de menos la gratitud de los leprosos a los que había curado.
El cristiano en medio del mundo es como una ciudad construida en lo alto de un monte, como la luz sobre el candelero. Y lo humano es lo primero que se ve y es lo que primero atrae. Por eso, las virtudes propias de la persona, se convierten en instrumento de la gracia para acercar a otros a Dios: el prestigio profesional, la amistad, la sencillez, la cordialidad ..., pueden disponer a las almas a oír con atención el mensaje de Cristo. Muchos apreciarán la vida sobrenatural cuando la vean hecha realidad en una conducta plenamente humana.
Pensemos también en la luz que han dado las madres cristianas, que han enseñado en la intimidad a sus hijos con palabras expresivas, pero sobre todo con la "luz" de su buen ejemplo. También han sembrado con la típica cordura popular y evangélica, comprimida en muchos refranes, llenos de sabiduría y de fe a la vez. Uno de ellos es éste: «Iluminar y no difuminar».
Este es el sentido de la moral cristiana. Nuestro examen de conciencia al final del día puede compararse al tendero que repasa la caja para ver el fruto de su trabajo. No empieza preguntando: —¿Cuánto he perdido? Sino que más bien: —¿Qué he ganado? Es decir, ¿qué luces he dado a los demás? Esto es lo que da una vida llena. —Quiero proporcionar más luz y disminuir el humo del fuego de mi amor.
"La Iglesia —y, como una parte viva de la Iglesia, la Obra— está llamada a reflejar la luz que recibe constantemente de Cristo y a difundirla sobre el mundo. Jesucristo lo enseñó a todos los cristianos: vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5, 14-16)" (Javier Echevarría).
«Al escuchar estas palabras de Jesús —comenta Benedicto XVI—, nosotros, los miembros de la Iglesia, no podemos por menos de notar toda la insuficiencia de nuestra condición humana, marcada por el pecado. La Iglesia es santa, pero está formada por hombres y mujeres con sus límites y sus errores. Es Cristo, sólo Él, quien donándonos el Espíritu Santo puede transformar nuestra miseria y renovarnos constantemente. Él es la luz de las naciones, lumen gentium, que quiso iluminar el mundo mediante su Iglesia (cfr. Const. dogm. Lumen gentium, n. 1). / ¿Cómo sucederá eso?, nos preguntamos también nosotros con las palabras que la Virgen dirigió al arcángel Gabriel. Precisamente Ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, nos da la respuesta: con su ejemplo de total disponibilidad a la voluntad de Dios —fiat mihi secundum verbum tuum (Lc 1, 38)—. Ella nos enseña a ser "epifanía" del Señor con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión fiel a la palabra de su Hijo, luz del mundo y meta final de la historia».
La unión con Cristo en la Cruz es imprescindible para ejecutar fielmente y con optimismo este programa apostólico. No se puede seguir a Jesús sin negarse a sí mismo (cfr. Lc 9, 23), sin cultivar el espíritu de mortificación, sin la componente habitual de obras concretas de penitencia. Lo señalaba el Santo Padre, meses atrás, al anunciar la celebración de un año dedicado a San Pablo en el bimilenario de su nacimiento. Puntualizaba que los frutos del Apóstol de los gentiles «no se deben atribuir a una brillante retórica o a refinadas estrategias apologéticas y misioneras. El éxito de su apostolado depende, sobre todo, de su compromiso personal al anunciar el Evangelio con total entrega a Cristo; entrega que no temía peligros, dificultades ni persecuciones: "Ni la muerte ni la vida —escribió a los Romanos—, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8, 38-39). / De aquí podemos sacar una lección muy importante para todos los cristianos. La acción de la Iglesia sólo es creíble y eficaz en la medida en que quienes forman parte de ella están dispuestos a pagar personalmente su fidelidad a Cristo, en cualquier circunstancia. Donde falta esta disponibilidad, falta el argumento decisivo de la verdad, del que la Iglesia misma depende». Y al contemplar la oscuridad del mundo, la necesidad de esta luz, decía también: «¡cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En Él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Éste es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor».
*** Por último, llevar la luz de Jesús es también participar de sus sentimientos, de su comprensión y misericordia, de ese pensar primero en los demás, olvidarnos de nosotros mismos, perdonar: "Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá". Del modo que midamos se nos medirá. El Señor nos quiere con locura pero sólo pueda albergar su amor el que ensancha su corazón para acogerlo. ¿Cómo podemos hacer esto? Con el amor a los demás. Le pedimos a nuestra Madre del Cielo ser también misericordiosos: María, Estrella de la mañana, Virgen del amanecer que precede a la Luz del Sol-Jesús, nos guía y da la mano; acudimos a tu omnipotencia suplicante para obtener esa misericordia divina, con ella tendremos esta luz para darla a los demás y con ello ensanchar nuestro corazón para participar plenamente de esta Luz divina. «¡Oh Virgen dichosa! Es imposible que se pierda aquel en quien tú has puesto tu mirada» (San Anselmo).
Después de la parábola del sembrador, y su explicación al grupito de los íntimos, escucharemos otras parábolas. Ahora sabemos muy bien que no se trata de historietas infantiles sino que por el contrario, son "palabras misteriosas" que solo se dejan penetrar por los que tienen un corazón verdaderamente disponible. Señor, abre nuestros corazones a tu misterio.
-¿Acaso se trae la lámpara para ponerla debajo de un celemín o bajo la cama? ¿No es para ponerla sobre un candelero? Jesús, observador de lo real. Ha visto, mil veces a su madre en la casa encendiendo la lámpara al anochecer, para colocarla, no bajo la cama, donde resultaría inútil, sino en el centro de la sala, sobre un candelero a fin de que ilumine lo más posible. A través de este simple gesto familiar, ya bello humanamente, Jesús ha visto un "símbolo". Cada realidad material evoca para El lo invisible. La Palabra de Dios no está hecha para ser guardada "para sí; no se la recibe verdaderamente si no se está decidido a comunicarla. Y he aquí todavía un sumergirse en la profundidad de la persona de Jesús: a través de esta rápida imagen se sugiere toda una orientación del pensamiento... Replegarse en sí mismo es impensable para Jesús. El egoísmo, incluso el por así decirlo espiritual, que consistiría en "cuidar de la propia almita", es condenado formalmente: toda vida cristiana que se repliega en sí misma en lugar de irradiar no es la querida por Jesús. ¡Señor, ten piedad de nosotros!
-Porque nada hay oculto sino para ser descubierto, y no hay nada escondido sino para que venga a la luz. Hay que dejarse captar por el Dios "escondido", descubrir su "secreto" ... y luego hacerse servidor de ese Dios, trabajando para que "se le descubra". ¡Ah no! Jesús no se ha propuesto ser de antemano oscuro. Las explicaciones de la parábola del sembrador podrían dejarlo entender cuando decía: "¡mirando, miran y no ven!" Jesús sin embargo parece decirnos: no tengo que tomarme por un hombre absurdo, como el que enciende la lámpara para ponerla bajo el celemín. ¡No! dice: vengo a comunicaros el amor que Dios siente por los hombres, y lo digo en vuestra lengua, y no en "no sé qué lengua incomprensible". Se trata ciertamente de un gran secreto, pero de un secreto para ser desvelado a plena luz. Y vosotros, no guardéis tampoco para vosotros mismos vuestros descubrimientos, ¡compartidlos! ¡Es una exigencia esencial hablar la lengua de los demás, y ser lo más claro posible para hablar de lo Indecible!
-Prestad atención a lo que oís: Con la medida con que midiereis se os medirá y se os dará por añadidura. Pues al que tiene se le dará, y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Jesús, ha observado también en eso a los comerciantes de su tiempo cuando están midiendo el trigo, o la sal, con un celemín o un recipiente: se tasa más o menos... se llena hasta el borde o se procura dejar un pequeño margen a fin de mejorar la economía. Y Jesús nos revela su temperamento: "lanzaos plenamente, tasad, colmad". Y aplica este símbolo al hecho de escuchar la Palabra de Dios. No olvidemos que estamos al principio del evangelio. Jesús desea que sus oyentes se llenen de esta Palabra, sin perder nada de ella. ¿Qué avidez siento? ¿Soy de los que enseguida dicen: "basta"... o de los que dicen: "¡más!"... La medida de amar, es amar sin medida... (Noel Quesson).
El Hijo de Dios hecho hombre es la luz que el Padre Dios encendió para que iluminara nuestras tinieblas. Y esa Luz Divina ha brillado entre nosotros mediante sus buenas obras. Por medio del anuncio del Evangelio, por medio del perdón de nuestros pecados, por medio de los milagros, de las curaciones, de la expulsión del Demonio, pero sobre todo por medio de su Misterio Pascual, Dios ha venido como una luz ante la cual no puede resistir el dominio del mal, ni la oscuridad del pecado, ni el dominio de los injustos. La luz que brilla es porque en verdad disipa las tinieblas; una luz que no alumbra, sino que se oculta debajo de las cobardías será cómplice de las maldades que han dominado muchos corazones. Dios nos quiere como luz; como luz brillante, como luz fuerte que no se apaga ante las amenazas, ni ante los vientos contrarios, ni ante la entrega de la propia vida por creer en Cristo y, desde Él, amar al prójimo. Dios nos llama para que colaboremos en la disipación de todo aquello que ha oscurecido el camino de los hombres; vivamos fieles a la vocación que de Dios hemos recibido. Si lo damos todo con tal de hacer llegar la vida, el amor, la paz y la misericordia de Dios a los demás, esa misma medida la utilizará Dios cuando, al final de nuestra existencia en este mundo, nos llame para que estemos con Él eternamente.
¿Y cuál es la medida de amor que Dios ha usado para nosotros? Contemplemos a Cristo muerto y resucitado por nosotros. En Él conocemos el amor que Dios nos ha tenido. Al reunirnos para celebrar el Memorial de su Pascua Cristo nos ilumina intensamente con su Palabra y convierte a su Iglesia en luz para todas las naciones; y para que siempre brillemos con la Luz que nos viene de Él, nos alimenta constantemente con su Cuerpo entregado por nosotros y con su Sangre derramada para el perdón de nuestros pecados para que nos seamos una luz débil ni opacada por nuestros pecados. Siendo portadores de Cristo debemos ser un signo claro de su amor para todos los hombres. Por eso, al celebrar la Eucaristía, hacemos nuestro el compromiso de dejar que el Señor nos convierta en un signo claro, nítido, brillante de su amor en el mundo.
Quienes participamos de la Eucaristía no podemos pasarnos la vida como destructores de nuestro prójimo. No podemos vivir una fe intimista, de santidad personalista. Dios nos ha llenado de su propia vida haciéndonos hijos suyos para que nos manifestemos sin cobardías, sino con la fuerza y valentía que nos vienen del mismo Dios. Por eso, quienes formamos la Iglesia debemos ser los primeros en luchar por la paz; los que estemos dispuestos a dar voz a los desvalidos y que son injustamente tratados; los primeros en trabajar por una auténtica justicia social. Si sólo profesamos nuestra fe en los templos y después vivimos como ateos no tenemos derecho a volver a Dios para escucharlo sólo por costumbre y para volver, malamente, a vivir hipócritamente un fe que, aparentemente decimos tener en los templos y en la vida privada, pero que nos da miedo hacerla patente en los diversos ambientes en que se desarrolla nuestra vida. Los cristianos somos los responsables de que el mundo sea cada vez más justo, más recto, más fraterno. ¿Seremos capaces de permitirle al Espíritu de Dios que realice su obra de salvación en el mundo por medio nuestro?
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivir como un signo vivo, creíble y valiente del Reino de Dios entre nosotros. Amén (www.homiliacatolica.com).
Tiempo ordinario III, miércoles: el Señor afirmará la descendencia de David, y su realeza mediante su reino. Con la pedagogía de las parábolas habla de este Reino de Dios que se siembra con la palabra divina, también hoy
Tiempo ordinario III, miércoles: el Señor afirmará la descendencia de David, y su realeza mediante su reino. Con la pedagogía de las parábolas habla de este Reino de Dios que se siembra con la palabra divina, también hoy
Lectura del segundo libro de Samuel 7, 4-17. En aquellos días, recibió Natán la siguiente palabra del Señor: -«Ve y dile a mi siervo David: "Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy, no he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá en una tienda que me servía de santuario. Y, en todo el tiempo que viajé de acá para allá con los israelitas, ¿encargué acaso a algún juez de Israel, a los que mandé pastorear a mi pueblo Israel, que me construyese una casa de cedro?" Pues bien, di esto a mi siervo David: "Así dice el Señor de los ejércitos: Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te pondré en paz con todos tus enemigos, y, además, el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Él construirá una casa para mi nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre, y él será para mi hijo; si se tuerce, lo corregiré con varas y golpes como suelen los hombres, pero no le retiraré mi lealtad como se la retiré a Saúl, al que aparté de mi presencia. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre."» Natán comunicó a David toda la visión y todas estas palabras.
Salmo responsorial 88, 4-5. 27-28. 29-30. R. Le mantendré eternamente mi favor.
Sellé una alianza con mi elegido, jurando a David, mi siervo: «Te fundaré un linaje perpetuo, edificaré tu trono para todas las edades.»
«Él me invocará: "Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora"; y yo lo nombraré mi primogénito, excelso entre los reyes de la tierra»
Le mantendré eternamente mi favor, y mi alianza con él será estable; le daré una prosperidad perpetua y un trono duradero como el cielo»
Evangelio según san Marcos 4,1-20: En aquel tiempo, Jesús se puso otra vez a enseñar a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a Él que hubo de subir a una barca y, ya en el mar, se sentó; toda la gente estaba en tierra a la orilla del mar. Les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. Les decía en su instrucción: «Escuchad. Una vez salió un sembrador a sembrar. Y sucedió que, al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino; vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó enseguida por no tener hondura de tierra; pero cuando salió el sol se agostó y, por no tener raíz, se secó. Otra parte cayó entre abrojos; crecieron los abrojos y la ahogaron, y no dio fruto. Otras partes cayeron en tierra buena y, creciendo y desarrollándose, dieron fruto; unas produjeron treinta, otras sesenta, otras ciento». Y decía: «Quien tenga oídos para oír, que oiga».
Cuando quedó a solas, los que le seguían a una con los Doce le preguntaban sobre las parábolas. El les dijo: «A vosotros se os ha dado comprender el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas, para que por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone».
Y les dice: «¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo, entonces, comprenderéis todas las parábolas? El sembrador siembra la Palabra. Los que están a lo largo del camino donde se siembra la Palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, viene Satanás y se lleva la Palabra sembrada en ellos. De igual modo, los sembrados en terreno pedregoso son los que, al oír la Palabra, al punto la reciben con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes; y en cuanto se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumben enseguida. Y otros son los sembrados entre los abrojos; son los que han oído la Palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias les invaden y ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Y los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la Palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento».
Comentario: 1. David no se conformaba con haber traído el Arca a Jerusalén. Llevado de su espíritu religioso y también seguramente buscando la unidad política de las diversas tribus en torno a Jerusalén, quería construir a Dios un Templo, y así se lo hizo saber al profeta Natán. Este, le da hoy la respuesta.
La respuesta es que no, que Dios no quiere que David le construya ese Templo. Sí lo hará su hijo Salomón. Pero Natán aprovecha para entonar un canto magnifico sobre cuáles son los planes de Dios para con David y sobre el futuro del pueblo de Israel. Es un canto en que se valora, no lo que David ha hecho para con Dios, sino lo que Dios ha hecho para con David. La «casa-edificio» que el rey quería levantar es sustituida por la «casa-dinastía» que Dios tiene programada, la «casa de David».
Por si acaso había dudas sobre la legitimidad de David, las palabras de Natán aseguran que ha sido voluntad de Dios su acceso al trono después de Saúl. El Salmo 88 recoge estas promesas de Dios: «sellé una alianza con mi elegido, David, mi siervo... le mantendré eternamente mi favor, le daré una posteridad perpetua».
Para nosotros los cristianos, leer esta profecía de Natán nos recuerda la línea mesiánica que luego se manifestará en plenitud: el hijo y sucesor de David será Salomón, pero en «la casa de David» brotará más tarde el auténtico salvador del pueblo, el Mesías, Jesús. Por eso se le llamará «hijo de David». Si Salomón construirá el Templo material. luego Cristo se nos manifestará él mismo como el verdadero Templo del encuentro con Dios.
Deberíamos escuchar con interés las palabras que Dios dirige a David. También en nuestro caso la iniciativa la tiene siempre Dios. Ya dijo Jesús a los suyos que no habían sido ellos los que le elegían a él, sino él a ellos. Creemos que somos nosotros los que le hacemos favores a Dios cumpliendo con sus mandatos u ofreciéndole nuestras oraciones o levantándole templos.
Es Dios quien nos ama primero, el que nos está cerca.
La célebre profecía de Natán, que leemos hoy, se nos propone también en otras dos festividades:
-el día de la fiesta de san José -19 de marzo-, por medio del cual entra Jesús en la familia de David...
-el 24 de diciembre, víspera de Navidad, donde el Mesías es anunciado a los pastores de Belén, ciudad de David...
Conquistada la ciudad fuerte de Jerusalén, e introducida el Arca en la ciudad, David quiere completar su obra construyendo un «templo», una «Casa para Dios». Ahora bien, ¡Dios rehúsa! Y envía a un profeta con este mensaje al rey. Esto nos sorprende quizá, pero ¡Dios rehúsa!
Y da sus razones. Hay que escuchar atentamente los motivos que expone Dios para rehusar tener un santuario estable y grandioso. Esto enlaza con la enigmática provocación de Jesús: «destruid este Templo... y en tres días lo levantaré, pero no por mano de hombre...» (Juan 2, 19-21)
-¿Me vas a edificar una casa para que yo habite? No he habitado jamás en una casa desde el día en que hice subir de Egipto a los israelitas, pero Yo «acampaba» en una tienda o en un refugio...
Primer motivo del rechazo: «no soy un Dios para gente 'instalada', sino un Dios para 'nómadas', para gente 'en marcha', los acompaño en su caminar, y habito en la tienda como ellos...»
La "tienda" es el símbolo de la casa frágil, del refugio fortuito, no definitivo. Nuestra verdadera patria no es la tierra: nuestra verdadera casa está "allá arriba". Y Dios no tiene ningún interés en que nos instalemos aquí abajo.
Y, con ello, Dios nos plantea la cuestión. ¿Estoy "en marcha"? ¿Hacia dónde?
-Yo te he sacado del pastizal, de detrás del rebaño. Yo te edificaré una "casa". O sea que Dios le da la vuelta a la conversación, y es Él el que le dice que edificará una casa, un reinado, que le dará a David… una dinastía, un templo…
Segundo motivo: la total independencia de Dios. No es David quien se eligió rey a sí mismo. Incluso su descendencia será un perpetuo regalo de Dios. De sí mismo no era más que un pobre pastorcillo que Dios fue a buscar de detrás del rebaño para darle el poder.
El profeta juega con las palabras: «No serás tú quien construirá una casa-templo para Dios, es El quien te construirá una "casa-dinastía".
-Cuando tus días se hayan cumplido, te daré un sucesor en tu descendencia, que será nacido de ti... y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí, hijo...
Tercer motivo: el futuro de una dinastía, el futuro del hombre no descansan primordialmente sobre principios materiales -simbolizados por la solidez y la belleza de un edificio cultual como el Templo-... sino sobre una Alianza personal concertada entre Dios y los hombres: la fidelidad mutua de Dios y del rey -un padre con su hijo- es más decisiva que ¡todos los sacrificios del Templo!
Un día, Jesucristo, hijo de David, llevará a una perfección insospechada las relaciones de amor filial entre el Mesías y su Padre. Entonces el Templo no será ya necesario: el velo del Templo se rasgará.
Jamás ni Nathán, ni David, hubieran podido prever el cumplimiento en la persona de Jesús, en el Cuerpo de Jesús de la verdadera «casa de Dios» -lugar de la presencia inefable-... garantía de la estabilidad del pueblo por su adhesión filial al Padre. ¿Y yo? ¿Dónde sitúo mi religión? (Noel Quesson).
2. Sal. 88. Dios es siempre fiel a su Palabra y a sus promesas. Dios nos ha llamado para que seamos sus hijos y jamás se arrepiente de habernos aceptado como tales. Él bien nos conocía de antemano; y a pesar de todo nos amó, pues Él a nadie ha llamado para la perdición, sino para que, hechos hijos suyos, vivamos con Él eternamente. Dios jamás nos retira su favor; siempre está junto a nosotros; pero Él espera de nosotros una respuesta favorable a su amor y una fidelidad incondicional a su Palabra que nos salva. Por eso no sólo hemos de invocar a Dios por Padre; si en verdad somos sus hijos manifestémoslo, más que con los labios con las obras; que ellas den testimonio de nuestro ser de hijos de Dios.
3.- Mc 4,1-20 (ver domingo 15A). En el evangelio de Marcos empieza otra sección, el capitulo 4, con cinco parábolas que describen algunas de las características del Reino que Jesús predica.
La primera es la del sembrador, que el mismo Jesús luego explica a los discípulos: por tanto, él mismo hace la homilía aplicándola a la situación de sus oyentes.
Se podría mirar esta página desde el punto de vista de los que ponen dificultades a la Palabra: el pueblo superficial, los adversarios ciegos, los demasiado preocupados de las cosas materiales. Pero también se puede mirar desde el lado positivo: a pesar de todas las dificultades, la Palabra de Dios, su Reino, logra dar fruto, y a veces abundante. Al final de los tiempos y también ahora; en nuestra historia.
Podemos aplicarnos la parábola en ambos sentidos.
Ante todo, preguntémonos qué tanto por ciento de fruto produce en nosotros la gracia que Dios nos comunica, la semilla de su Reino, sus sacramentos y en concreto la Palabra que escuchamos en la Eucaristía: ¿un 30%, un 60%, un 100%?
¿Qué es lo que impide a la Palabra de Dios producir todo su fruto en nosotros: las preocupaciones, la superficialidad, las tentaciones del ambiente? ¿qué clase de campo somos para esa semilla que, por parte de Dios, es siempre eficaz y llena de fuerza? A veces la culpa puede ser de fuera, con piedras y espinas. A veces, de nosotros mismos, porque somos mala tierra y no abrimos del todo nuestro corazón a la Palabra que Dios nos dirige, a la semilla que él siembra lleno de ilusión en nuestro campo.
También haremos bien en darnos por enterados de la otra lección: Jesús nos asegura que la semilla sí dará fruto. Que a pesar de que este mundo nos parece terreno estéril -la juventud de hoy, la sociedad distraída, la falta de vocaciones, los defectos que descubrimos en la Iglesia-, Dios ha dado fuerza a su Palabra y germinará, contra toda apariencia. No tenemos que perder la esperanza y la confianza en Dios. Es él quien, en definitiva, hace fructificar el Reino. No nosotros. Nosotros somos invitados a colaborar con él. Pero el que da el incremento y el que salva es Dios (J. Aldazábal).
* Sentido de las parábolas. "Salió el sembrador a sembrar…" comienza hoy la Iglesia a proponernos una de las grandes "parábolas" de Jesús. El mensaje de ellas, su naturaleza y finalidad, ha sido tratado por Benedicto XVI en su reciente libro sobre Jesús: "Las parábolas son indudablemente el corazón de la predicación de Jesús. No obstante el cambio de civilizaciones nos llegan siempre al corazón con su frescura y humanidad". Dejan ver una «marcada originalidad personal, una claridad y sencillez singular, una inaudita maestría de la forma» (Joachim Jeremias). En ellas sentimos inmediatamente la cercanía de Jesús, cómo vivía y enseñaba. "Pero al mismo tiempo nos ocurre lo mismo que a sus contemporáneos y a sus discípulos: debemos preguntarle una y otra vez qué nos quiere decir con cada una de las parábolas (cf. Mc 4, 10)", porque no hablan sólo de hechos ocurridos hace 2000 años, sino que nos interpelan en nuestro "hoy".
Se ha escrito mucho sobre la distinción entre alegoría y parábola. En cualquier caso, se trata de un lenguaje en imágenes, con abundantes metáforas. Interpretaciones alegóricas las vemos en las parábolas como la del sembrador, cuya semilla cae parte en el camino, parte en terreno pedregoso, parte entre espinas y parte en suelo fértil (cf. Mc 4, 1-20). Pero las parten de un fragmento de vida real en el que se trata de reflejar alguna idea o «punto dominante». Pero no intentemos acotarlas a nuestro pobre entendimiento actual, están siempre abiertas… Sobre ellas puede haber interpretaciones alegóricas, de manera que las dos conviven en un mismo texto, se pueden entremezclar. Jeremías ha demostrado que la palabra hebrea mashal (parábola, dicho enigmático) abarca los más diversos géneros: la parábola, la comparación, la alegoría, la fábula, el proverbio, el discurso apocalíptico, el enigma, el seudónimo, el símbolo, la figura ficticia, el ejemplo (el modelo), el motivo, la justificación, la disculpa, la objeción, la broma. Por tanto, el sustrato de las parábolas no son imágenes e historias fáciles de retener para decir algo banal: «Nadie crucificaría a un maestro que relata historias amenas para reforzar la inteligencia moral» (Charles W. F. Smith). Nos muestran el Maestro. Nos hablan del Reino de Dios que Jesús instaura, y de la «escatología que se realiza», "el tema más profundo del anuncio de Jesús era su propio misterio, el misterio del Hijo, en el que Dios está entre nosotros y cumple fielmente su promesa (…) el Reino de Dios está por venir y que ha llegado en su persona (…) el Reino de Dios se «realiza» en la venida de Jesús. Por tanto, podemos hablar verdaderamente de una «escatología que se realiza»: Jesús, el que ha llegado, es también a lo largo de toda la historia el que llega; es de esta «llegada» de la que, en el fondo, nos habla".
"Si bien podemos interpretar todas las parábolas como invitaciones ocultas y multiformes a creer en El como al «Reino de Dios en persona», nos encontramos con unas palabras de Jesús a propósito de las parábolas que nos desconciertan. Los tres sinópticos nos cuentan que Jesús, cuando los discípulos le preguntaron por el significado de la parábola del sembrador, dio inicialmente una respuesta general sobre el sentido de su modo de hablar en parábolas. En el centro de esta respuesta se encuentran unas palabras de Isaías (cf. 6, 9s) que los sinópticos reproducen con diversas variantes. El texto de Marcos dice, según la cuidada traducción de Jeremías: «A vosotros (al círculo de los discípulos) os ha concedido Dios el secreto del Reino de Dios: pero para los de fuera todo resulta misterioso, para que (como está escrito) "miren y no vean, oigan y no entiendan, a no ser que se conviertan y Dios los perdone"» (Mc 4, 12; Jeremías, p. 11). ¿Qué significa esto? ¿Sirven las parábolas del Señor para hacer su mensaje inaccesible y reservarlo sólo a un pequeño grupo de elegidos, a los que Él mismo se las explica? ¿Acaso las parábolas no quieren abrir, sino cerrar? ¿Es Dios partidista, que no quiere la totalidad, a todos, sino sólo a una élite?
Si queremos entender estas misteriosas palabras del Señor, hemos de leerlas a partir del texto de Isaías que cita, y leerlas en la perspectiva de su vida personal, cuyo final Él conoce. Con esta frase, Jesús se sitúa en la línea de los profetas; su destino es el de los profetas. Las palabras de Isaías, en su conjunto, resultan mucho más severas e impresionantes que el resumen que Jesús cita. El Libro de Isaías dice: «Endurece el corazón de este pueblo, tapa sus oídos, ciega sus ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se cure» (6, 10). El profeta fracasa: su mensaje contradice demasiado la opinión general, las costumbres corrientes. Sólo a través de su fracaso las palabras resultan eficaces. Este fracaso del profeta se cierne como una oscura pregunta sobre toda la historia de Israel, y en cierto sentido se repite continuamente en la historia de la humanidad. Y también es sobre todo, siempre de nuevo, el destino de Jesucristo: la cruz. Pero precisamente de la cruz se deriva una gran fecundidad.
Y aquí se desvela de forma inesperada la relación con la parábola del sembrador, en cuyo contexto aparecen las palabras de Jesús en los sinópticos. Llama la atención la importancia que adquiere la imagen de la semilla en el conjunto del mensaje de Jesús. El tiempo de Jesús, el tiempo de los discípulos, es el de la siembra y de la semilla. El «Reino de Dios» está presente como una semilla. Vista desde fuera, la semilla es algo muy pequeño. A veces, ni se la ve. El grano de mostaza —imagen del Reino de Dios— es el más pequeño de los granos y, sin embargo, contiene en sí un árbol entero. La semilla es presencia del futuro. En ella está escondido lo que va a venir. Es promesa ya presente en el hoy. El Domingo de Ramos, el Señor ha resumido las diversas parábolas sobre las semillas y desvelado su pleno significado: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Él mismo es el grano. Su «fracaso» en la cruz supone precisamente el camino que va de los pocos a los muchos, a todos: «Y cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
El fracaso de los profetas, su fracaso, aparece ahora bajo otra luz. Es precisamente el camino para lograr «que se conviertan y Dios los perdone». Es el modo de conseguir, por fin, que todos los ojos y oídos se abran. En la cruz se descifran las parábolas. En los sermones de despedida dice el Señor: «Os he hablado de esto en comparaciones: viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente» (Jn 16,25). Así, las parábolas hablan de manera escondida del misterio de la cruz; no sólo hablan de él: ellas mismas forman parte de él. Pues precisamente porque dejan traslucir el misterio divino de Jesús, suscitan contradicción. Precisamente cuando alcanzan máxima claridad, como en la parábola de los trabajadores homicidas de la viña (cf. Mc 12, 1-12), se transforman en estaciones de la vía hacia la cruz. En las parábolas, Jesús no es sólo el sembrador que siembra la semilla de la palabra de Dios, sino que es semilla que cae en la tierra para morir y así poder dar fruto".
** Desde un punto de vista teológico hemos visto la riqueza de la parábola, pero en lo humano, ¿qué es realmente una parábola? ¿qué busca quien la narra? "Mediante el ejemplo, acerca al pensamiento de aquellos a los que se dirige una realidad que hasta entonces estaba fuera de su alcance. Mostrará cómo, en una realidad que forma parte de su ámbito de experiencias, hay algo que antes no habían percibido. Mediante la comparación, acerca lo que se encuentra lejos, de forma que a través del puente de la parábola lleguen a lo que hasta entonces les era desconocido. Se trata de un movimiento doble: por un lado, la parábola acerca lo que está lejos a los que la escuchan y meditan sobre ella; por otro, pone en camino al oyente mismo. La dinámica interna de la parábola, la autosuperación de la imagen elegida, le invita a encomendarse a esta dinámica e ir más allá de su horizonte actual, hasta lo antes desconocido y aprender a comprenderlo. Pero eso significa que la parábola requiere la colaboración de quien aprende, que no sólo recibe una enseñanza, sino que debe adoptar él mismo el movimiento de la parábola, ponerse en camino con ella. En este punto se plantea lo problemático de la parábola: puede darse la incapacidad de descubrir su dinámica y de dejarse guiar por ella; puede que, sobre todo cuando se trata de parábolas que afectan a la propia existencia y la modifican, no haya voluntad de dejarse llevar por el movimiento que la parábola exige.
Con esto hemos vuelto a las palabras del Señor sobre el mirar y no ver, el oír y no entender. Jesús no quiere transmitir unos conocimientos abstractos que nada tendrían que ver con nosotros en lo más hondo. Nos debe guiar hacia el misterio de Dios, hacia esa luz que nuestros ojos no pueden soportar y que por ello evitamos. Para hacérnosla más accesible, nos muestra cómo se refleja la luz divina en las cosas de este mundo y en las realidades de nuestra vida diaria. A través de lo cotidiano quiere indicarnos el verdadero fundamento de todas las cosas y así la verdadera dirección que hemos de tomar en la vida de cada día para seguir el recto camino. Nos muestra a Dios, no un Dios abstracto, sino el Dios que actúa, que entra en nuestras vidas y nos quiere tomar de la mano. A través de las cosas ordinarias nos muestra quiénes somos y qué debemos hacer en consecuencia; nos transmite un conocimiento que nos compromete, que no sólo nos trae nuevos conocimientos, sino que cambia nuestras vidas. Es un conocimiento que nos trae un regalo: Dios está en camino hacia ti. Pero es también un conocimiento que plantea una exigencia: cree y déjate guiar por la fe. Así, la posibilidad del rechazo es muy real, pues la parábola no contiene una fuerza coercitiva".
Hoy tenemos un concepto de realidad sin transparencia de lo espiritual, sin Dios porque no se somete a "experimentos" de verdad: Él es la verdad. «Cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras» (Sal 95, 9). "Dios no puede transparentarse en modo alguno, dice el concepto moderno de realidad. Y, por tanto, menos aún se puede aceptar la exigencia que nos plantea: creer en Él como Dios y vivir en consecuencia parece una pretensión inaceptable. En esta situación, las parábolas llevan de hecho a no ver y no entender, al «endurecimiento del corazón».
Así, por último, las parábolas son expresión del carácter oculto de Dios en este mundo y del hecho de que el conocimiento de Dios requiere la implicación del hombre en su totalidad; es un conocimiento que forma un todo único con la vida misma, un conocimiento que no puede darse sin «conversión». En el mundo marcado por el pecado, el baricentro sobre el que gravita nuestra vida se caracteriza por estar aferrado al yo y al «se» impersonal. Se debe romper este lazo para abrirse a un nuevo amor que nos lleve a otro campo de gravitación y nos haga vivir así de un modo nuevo. En este sentido, el conocimiento de Dios no es posible sin el don de su amor hecho visible; pero también el don debe ser aceptado. Así pues, en las parábolas se manifiesta la esencia misma del mensaje de Jesús y en el interior de las parábolas está inscrito el misterio de la cruz".
*** Vamos a aplicarlo a nuestra vida y acción apostólica. "Salió el sembrador a sembrar…" Parece retratarse con esta parábola –actual hoy como nunca– a la perfección la actitud de bastantes en nuestro tiempo, que la simiente de amor que trajo Jesús a la tierra caiga en el camino, o se lo coman los pájaros, o quede ahogado por el egoísmo o el miedo... Eso de no captar lo que está ante los propios ojos, porque no se quiere contemplar ni reconocer; de no oír lo que de continuo se escucha, porque no se quiere atender ni saber; de no conmoverse por lo que clama al cielo, porque sólo interesa lo propio por mucho que se diga lo contrario, es tan habitual, tan normal, llegamos a decir; tan corriente o tan frecuente, sería más preciso, que llama poco la atención. Critica Isaías: "se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan". La tozudez humana provoca dureza de corazón: oídos que no oyen, ojos que no ven…, agnosticismo y tristeza. Dejarse seducir por el poder o la riqueza impide que germine la palabra, hace incapaz para ver a los demás. No da igual si no me ocupo de unos padres mayores, si atiendo bien el trabajo, si me ocupo de ser solidario con los que puedo ayudar… cuando hacemos el bien nos hacemos buenos, y somos felices. Tan sólo haciéndonos los ciegos y los sordos podríamos concluir que poco importa dar fruto o no; que la misma categoría tiene el diligente que el perezoso, el generoso que el egoísta. Hoy se extiende la idea de que el egoísmo no es malo, que es una opción, que la libertad es hacer lo que quiera. Sí, pero es una pobre libertad esclava del egoísmo, y lleva a la tristeza. Es decir que somos libres y responsables, que según lo que sembremos recogeremos. Y según como sea nuestro corazón podremos o no acoger la simiente divina y dar fruto. Tenemos miedo al sufrimiento, a darnos, nos vienen ganas de reservarnos y de reservar dinero y cosas, queremos una hegemonía sobre los demás. Pero ese miedo se debe a un engaño, a una mentira también vieja como el mismo pecado: pensar que podemos ser dioses; que la condición de criatura es indigna del hombre, como si todas las desgracias fueran a venirnos como consecuencia de reconocer esa realidad.
Más bien sucede lo contrario y bien claro está en la historia de nuestros días. Cuando el grano de trigo muere da mucho fruto. Cuando nuestro corazón es tierra buena para acogerlo, entonces hay vida, si no no hay más que muerte.
No hay cosa más bonita, arte más grande, que colaborar en esta siembra divina: "No perdamos nunca de vista que no hay fruto, si antes no hay siembra: es preciso -por tanto- esparcir generosamente la Palabra de Dios, hacer que los hombres conozcan a Cristo y que, conociéndole, tengan hambre de él. El labriego sabe esperar meses tras meses hasta ver despuntar la simiente, hasta la recolección" (S. Josemaría Escrivá). Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo. Hemos de ayudar a cada alma pero sin forzarla, respetando su libertad, pues cada uno es dueño de su destino. En cualquier caso, no somos la simiente sino el brazo que se convierte en instrumento del Sembrador, como decía S. Agustín: "Nosotros somos simples braceros, porque Dios es quien siembra", o también S. Pio X: "Debemos recordar siempre que los hombres no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas, y hay que procurar que estos instrumentos estén en buen estado para que Dios pueda utilizarlos".
Condición, para el sembrador-apóstol, es: "convencernos de que, para fructificar, la semilla ha de enterrarse y morir. Luego se levanta el tallo y surge la espiga. De la espiga, el pan, que será convertido por Dios en Cuerpo de Cristo. De esa forma nos volvemos a reunir en Jesús, que fue nuestro sembrador. Porque el pan es uno, y aunque seamos muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (...). La gracia de Dios no te falta. Por lo tanto, si correspondes, debes estar seguro. / El triunfo depende de ti: tu fortaleza y tu empuje unidos a esa gracia son razón más que suficiente para darte el optimismo de quien tiene segura la victoria" (S. Josemaría).
Otra característica: no despreciar a nadie, no descartarlos, pues S. Juan Crisóstomo añade: "Y qué razón tiene el sembrar sobre espinas, sobre piedras, sobre el camino? Tratándose de semilla y de tierra, ciertamente no tendrían razón de ser, pues no es posible que la piedra se convierta en tierra, ni que el camino no sea camino, ni que las espinas dejen de ser tales; mas con las almas no es así. Porque es posible que la piedra se transforme en tierra buena, y que el camino no sea ya pisado ni permanezca abierto a todos los que pasan, sino que se torne campo fértil, y que las espinas desaparezcan y la semilla fructifique en ese terreno. No hay terrenos demasiado duros o baldíos para Dios". Un ejemplo lo ilustra: Dos amigos marineros viajaban en un buque carguero por todo el mundo, y andaban todo el tiempo juntos. Así que, esperaban la llegada a cada puerto para bajar a tierra, encontrarse con mujeres, beber y divertirse.
Un día llegan a una isla perdida en el Pacífico, desembarcan y se van al pueblo para aprovechar las pocas horas que iban a permanecer en tierra.
En el camino se cruzan con una mujer que está arrodillada en un pequeño río lavando ropa. Uno de ellos se detiene y le dice al otro que lo espere, que quiere conocer y conversar con esa mujer. El amigo, al verla y notar que esa mujer aparece con ropas sencillas, que demuestra poca categoría social, le dice que para qué, si en el pueblo seguramente iban a encontrar chicas más lindas, más dispuestas y divertidas.
Sin embargo, sin escucharlo, el primero se acerca a la mujer y comienza a hablarle y preguntarle sobre su vida y sus costumbres. Cómo se llama, qué es lo que hace, cuantos años tiene, si puede acompañarlo a caminar por la isla. La mujer escucha cada pregunta sin responder ni dejar de lavar la ropa, hasta que finalmente le dice al marinero que las costumbres del lugar le impiden hablar con un hombre, salvo que este manifieste la intención de casarse con ella, y en ese caso debe hablar primero con su padre, que es el jefe o patriarca del pueblo.
El hombre la mira y le dice: "Está bien. Llévame ante tu padre. Quiero casarme contigo". El amigo, cuando escucha esto, no lo puede creer. Piensa que es una broma, un truco de su amigo para entablar relación con esa mujer. Y le dice: "¿Para qué tanto lío? Hay un montón de mujeres más lindas en el pueblo. ¿Para qué tomarse tanto trabajo?". El hombre le responde: "No es una broma. Me quiero casar con ella. Quiero ver a su padre para pedir su mano".
Su amigo, más sorprendido aún, siguió insistiendo con argumentos tipo: "¿Tu estás loco?", "¿Qué le viste?", "¿Qué te pasó?", "¿Seguro que no tomaste nada?" y cosas por el estilo. Pero el hombre, como si no escuchase a su amigo, siguió a la mujer hasta el encuentro con el patriarca de la aldea. El hombre le explica que habían llegado recién a esa isla, y que le venía a manifestar su interés de casarse con una de sus hijas. El jefe de la tribu lo escucha y le dice que en esa aldea la costumbre era pagar una dote por la mujer que se elegía para casarse.
Le explica que tiene varias hijas, y que el valor de la dote varía según las bondades de cada una de ellas, por las más hermosas y más jóvenes se debía pagar 9 vacas, las había no tan hermosas y jóvenes, pero que eran excelentes cuidando los niños, que costaban 8 vacas, y así disminuía el valor de la dote al tener menos virtudes.
El marino le explica que entre las mujeres de la tribu había elegido a una que vio lavando ropa en un arroyo, y el jefe le dice que esa mujer, por no ser tan valiosa, le podría costar 3 vacas.
"Está bien" respondió el hombre, "me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve vacas". El padre de la mujer, al escucharlo, le dijo: "Ud. no entiende. La mujer que eligió cuesta tres vacas, mis otras hijas, más jóvenes, cuestan nueve vacas". "Entiendo muy bien", respondió nuevamente el hombre, "me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve vacas". Ante la insistencia del hombre, el padre, pensando que siempre aparece un loco, aceptó y de inmediato comenzaron los preparativos para la boda, que iba a realizarse lo antes posible.
El marinero amigo no lo podía creer. Pensó que el hombre había enloquecido de repente, que se había enfermado, que se había contagiado de una rara fiebre tropical. No aceptaba que una amistad de tantos años se iba a terminar en unas pocas horas. Que él partiría y su mejor amigo se quedaría en una perdida islita del Pacífico. Finalmente, la ceremonia se realizó, el hombre se casó con la mujer nativa, su amigo fue testigo de la boda y a la mañana siguiente partió en el barco, dejando en esa isla a su amigo de toda la vida.
El tiempo pasó, el marinero siguió recorriendo mares y puertos a bordo de los barcos cargueros más diversos y siempre recordaba a su amigo y se preguntaba: "¿qué estaría haciendo?, ¿cómo sería su vida?, ¿viviría aún?". Un día, el itinerario de un viaje lo llevó al mismo puerto donde años atrás se había despedido de su amigo. Estaba ansioso por saber de él, por verlo, abrazarlo, conversar y saber de su vida.
Así es que, en cuanto el barco amarró, saltó al muelle y comenzó a caminar apurado hacia el pueblo. "¿Dónde estaría su amigo?, ¿Seguiría en la isla?, ¿Se habría acostumbrado a esa vida o tal vez se habría ido en otro barco?"
De camino al pueblo, se cruzó con un grupo de gente que venía caminando por la playa, en un espectáculo magnífico. Entre todos, llevaban en alto y sentada en una silla a una mujer bellísima. Todos cantaban hermosas canciones y obsequiaban flores a la mujer y esta los retribuía con pétalos y guirnaldas. El marinero se quedó quieto, parado en el camino hasta que el cortejo se perdió de su vista. Luego, retomó su senda en busca de su amigo.
Al poco tiempo, lo encontró. Se saludaron y abrazaron como lo hacen dos buenos amigos que no se ven durante mucho tiempo. El marinero no paraba de preguntar: "¿Y cómo te fue?, ¿Te acostumbraste a vivir aquí?, ¿Te gusta esta vida?, ¿No quieres volver?" Finalmente se anima a preguntarle: "¿Y como está tu esposa?" Al escuchar esa pregunta, su amigo le respondió: "Muy bien, espléndida. Es más, creo que la viste llevada en andas por un grupo de gente en la playa que festejaba su cumpleaños".
El marinero, al escuchar esto y recordando a la mujer insulsa que años atrás encontraron lavando ropa, preguntó: "¿Entonces, te separaste? No es misma mujer que yo conocí, ¿no es cierto?". "Si" dijo su amigo, "es la misma mujer que encontramos lavando ropa hace años atrás".
"Pero, es muchísimo más hermosa, femenina y agradable, ¿cómo puede ser?", preguntó el marinero.
"Muy sencillo" respondió su amigo. "Me pidieron de dote 3 vacas por ella, y ella creía que valía 3 vacas. Pero yo pagué por ella 9 vacas, la traté y consideré siempre como una mujer de 9 vacas. La amé como a una mujer de 9 vacas. Y ella se transformó en una mujer de 9 vacas".
Cuando alguien nos valora y nos estimula, con sinceridad y amor, obramos cambios impensados... "Sólo pierde quien deja de intentar".
Otro peligro es pensar que no hemos sembrado bien, que no tenemos ni idea de hacer las cosas, el lamento pesimista del que se piensa culpable de que haya guerras en el otro lado del mundo: "A menudo os equivocáis cuando decís: me he engañado con la educación de mis hijos, o no he sabido hacer el bien a mi alrededor. Lo que sucede es que aún no habéis conseguido el resultado que pretendíais, que todavía no veis el fruto que hubierais deseado, porque la mies no está madura. Lo que importa es que hayáis sembrado, que hayáis dado a Dios a las almas. Cuando Dios quiera, esas almas volverán a él. Puede que vosotros no estéis allí para verlo, pero habrá otros para recoger lo que habéis sembrado" (G. Chevrot).
Finalmente, vamos a la semilla que cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta: la fertilidad de la buena tierra compensó con creces a la simiente que dejó de dar el fruto debido. Nada quedó sin fruto. El gran error del sembrador sería no echar la simiente por temor a que una parte cayera en lugar poco propicio para fructificar, o por temor a que nos malinterpreten, etc.
"Jesús, os decía al comienzo, es el sembrador. Y, por medio de los cristianos, prosigue su siembra divina. Cristo aprieta el trigo en sus manos llagadas, lo empapa con su sangre, lo limpia, lo purifica y lo arroja en el surco, que es el mundo" (S. Josemaría). Su sangre vivifica a todo el mundo, a cada uno. Y así también, de formas muchas veces insospechada, hace fructificar nuestros esfuerzos: "Mis elegidos no trabajarán en vano" (Is. 65, 23), no se pierde nada de lo que se hace cuando estamos con el Señor. El apostolado es así tarea alegre y, a la vez, sacrificada: en la siembra y en la recolección: "Ante un panorama de hombres sin fe, sin esperanza; ante cerebros que se agitan, al borde de la angustia, buscando una razón de ser a la vida, t encontraste una meta: El! / Y este descubrimiento inyectará permanentemente en tu existencia una alegra nueva, te transformará, y te presentar una inmensidad diaria de cosas hermosas que te eran desconocidas, y que muestran la gozosa amplitud de ese camino ancho, que te conduce a Dios" (San Josemaría). En Santa María encontramos el mejor modelo de correspondencia a la siembra divina, a ella acudimos para dar fruto.
"El que tenga oídos para oír que oiga" La parábola no es una alegoría, sino algo mucho más sencillo. La alegoría es una comparación más elaborada, en la que cada uno de los rasgos remite a un significado escondido. La parábola, por el contrario, tiene un solo centro hacia el que converge todo lo demás; por eso no es necesario buscar un significado concreto para cada uno de los detalles de la narración. Basta con captar el meollo. Las parábolas evangélicas no nacen simplemente de una exigencia didáctica, preocupada por la claridad y la vivacidad.
Nacen de una exigencia teológica, o sea, del hecho de que no podemos hablar directamente del Reino de Dios, que está más allá de nuestras experiencias, sino solamente "en parábolas", indirectamente, mediante comparaciones sacadas de nuestra vida. Las parábolas se arraigan en nuestra vida cotidiana. De este origen tan humilde es de donde se derivan las tres propiedades que caracterizan al lenguaje parabólico. Es un lenguaje "inadecuado", por estar sacado de la vida de cada día, aunque su finalidad es expresar algo que está más allá, algo más profundo. Pero al mismo tiempo es un lenguaje "abierto" a lo trascendente, capaz no ciertamente de expresarlo, pero sí de aludir a él, porque si es verdad que el Reino de Dios no se identifica con la realidad de nuestra historia, también es verdad que guarda una gran relación con ella. Finalmente es un lenguaje que "obliga a pensar": no desarrolla todo el discurso, no es una perspectiva tranquilizante (como la del discurso que pretende definir una realidad, permitiéndonos dominarla), sino que la parábola es simplemente un primer paso que nos invita a seguir adelante, es un discurso global, que deja intacto el misterio del Reino, pero señalando su impacto en nuestra existencia, el vínculo existente entre el Reino y la vida. De este modo la parábola hace pensar, inquieta y compromete.
De aquí la ambigüedad de las parábolas (pero más concretamente la de la historia como revelación de Dios, incluso la de la historia de Jesús): son a la vez luminosas y oscuras, revelan y esconden. Exigen un esfuerzo de interpretación y de decisión. Dejan vislumbrar el misterio de Dios a quienes tienen unos ojos penetrantes y un corazón generoso, pero resultan oscuras y "carnales" para los distraídos y los que tienen el corazón pesado. El término "parábola" -lo mismo que el hebreo "mashal"- se presta precisamente a dos significados: comparación que aclara y enigma que deja perplejo.
Y es éste el sentido que Marcos desarrolla y convierte en cierto modo en la tesis central del discurso. Toma ocasión de las parábolas para introducir dos motivos que le agradan: la incapacidad del hombre para comprender los misterios del Reino de Dios y, por consiguiente, la necesidad de una ayuda que venga de arriba; la distinción entre lo que están "dentro" (y comprenden) y los que permanecen "fuera" (sin comprender).
En este punto se nos ocurren dos observaciones (que nos ofrecen las mismas parábolas): ¿en qué consiste el "misterio" que hay que comprender? ¿Cuáles son las condiciones para comprenderlo? Sobre el primer punto digamos enseguida que el secreto del Reino de 4, 11 no se identifica exactamente con el secreto mesiánico, o sea, con la pregunta: "¿quién es Jesús?".
En efecto, los discípulos seguirán hasta el capítulo 8 sin comprender quién es Jesús. En cuanto al segundo punto deseamos llamar la atención sobre el vínculo que une al "seguir" con el "comprender". Marcos nos ha dicho en el capítulo anterior que el discípulo es aquel a quién se le ha dado comprender.
Pero ¿por qué comprende? Precisamente porque está dentro y no se ha quedado "fuera", porque se ha decidido y está en comunión con Cristo.
Concretemos: no se trata de una comunión genérica con el recuerdo de Jesús (la comunidad no es simplemente un hecho de memoria), sino una comunión con el Cristo viviente que hoy habla en la comunidad. Sólo puede comprender el que está inserto en la comunidad. El secreto del Reino de Dios se capta desde dentro.
Para quien vive en la comunidad la palabra de Jesús (que ahora se anuncia en la Iglesia) es una parábola que ilumina, mientras que para el que está fuera es un enigma que lo deja perplejo (Bruno Maggioni).
La parábola del sembrador insiste ampliamente en la desgracia del labrador; solo al final una breve indicación sobre la semilla que da fruto.
¿Qué significa esto en concreto? Algunos (como los apocalípticos judíos contemporáneos de Jesús) la leen de este modo: ahora hay oposiciones, ahora triunfa el mal, pero con la llegada última de Dios el mal quedará destruido, los malos serán castigados y el bien triunfará. Otros (como los fariseos) prefieren leer la parábola en la perspectiva de los méritos y del premio: hoy el creyente parece trabajar inútilmente, su fiel observancia no recibe ninguna paga, pero en realidad está acumulando méritos para el premio eterno.
Creo que el pensamiento de Jesús -aunque se acerque en parte a las dos lecturas precedentes- es distinto y mucho más rico. No se contenta con decir que los fracasos de hoy se convertirán en triunfos mañana.
Pretende más bien afirmar que el Reino está ya presente (aunque a nivel de semilla y aunque aparentemente aplastado): el Reino está aquí, en medio de las oposiciones, en medio de los fracasos (y no simplemente que los fracasos se transformarán en éxitos). De todas formas sigue siendo verdad que los fracasos cambiarán de signo. Por eso la parábola -además de ser una afirmación de la presencia del Reino- se convierte en un estímulo para quienes lo anuncian. La parábola llama la atención sobre el trabajo del sembrador -un trabajo abundante, sin medida, sin miedo a desperdiciar-, que parece de momento inútil, infructuoso, baldío; sin embargo -dice Jesús-, lo cierto es que alguna parte dará fruto, y un fruto abundante. Porque el fracaso es sólo aparente: en el Reino de Dios no hay trabajo inútil, no se desperdicia nada. De todas formas -y entonces la parábola se convierte en advertencia-, haya o no haya éxito, haya o no haya desperdicio, el trabajo de la siembra no debe ser calculado, medido, precavido; sobre todo no hay que escoger terrenos ni echar la semilla en algunos sí y en otros no. El sembrador echa el grano sin distinciones y sin regateos; así es como actúa Cristo en su amor a los hombres y así es como ha de actuar la Iglesia en el mundo. ¿Cómo saber -a la hora de sembrar- qué terrenos darán fruto y qué terrenos se negarán? Nadie tiene que adelantarse al juicio de Dios. Así pues, la parábola llama la atención sobre la presencia del Reino en el seno de las contradicciones de la historia, presencia que es imposible discernir con los "criterios" del éxito o del fracaso, en los que se apoya el cálculo de los hombres. Es éste el primer aspecto que hay que comprender, importante sobre todo para la Iglesia predicante y para los misioneros: no tienen que desanimarse en su trabajo de mensajeros ni tienen que dejarse llevar por los cálculos humanos.
La explicación (4, 14-20) de la parábola (que a nosotros nos parece, como hemos dicho, un comentario hecho por la comunidad a fin de actualizar la parábola para una situación distinta) desplaza la atención del sembrador a los terrenos. No se dirige ya al predicador, sino al discípulo que tiene que escuchar para atesorar la palabra que escucha; le revela las diversas causas que pueden llevarlo a la pérdida de ese tesoro. De esas causas algunas pueden parecer excepcionales, como la tribulación escatológica y la persecución, pero hay otras ciertamente cotidianas, como las preocupaciones del mundo (hoy hablaríamos de los negocios), la obsesión por las riquezas y las ambiciones.
La advertencia de Marcos no proviene de una concepción dualista (rechazar las cosas materiales por ser indignas, los compromisos de la historia por ser terrenos, las riquezas por ser vanidad), sino que se mueve dentro de la perspectiva de la libertad por el Reino. En esta perspectiva la advertencia se hace todavía más radical. No es simplemente cuestión de pecado y de no pecado, de lícito o de ilícito. No es suficiente valorar la opción en sí misma, ya que incluso algunas opciones lícitas pueden convertirse en una esclavitud para el Reino. Es lo que enseña otra parábola: me he casado, he comprado un campo, he comprado una pareja de bueyes, no puedo ir.
Para que la palabra dé fruto se necesita un corazón bueno, leal y perseverante. La Biblia recuerda siempre a la perseverancia cuando habla de la fe. La fe se ve continuamente probada, tiene que resistir con valentía; se necesita coraje y paciencia. No es posible ser discípulo sin la perseverancia (Bruno Maggioni).
¿Qué salta a la vista, al leer los primeros dos versículos? Que algunas palabras aparecen tres veces. Ante todo, la palabra "enseñanza": "comenzó a enseñar"; "enseñaba en parábolas"' "Les decía en su enseñanza". Sabemos que cuando en la Escritura se repite una palabra tres veces quiere decir que es importante.
Otra palabra repetida es el mar ("thálassa"). "Comenzó a enseñar en la ribera del lago"; "subió a una barca en el lago"; "la gente estaba en tierra en la ribera del lago".
Enseñanza significa que Jesús obra como rabí, como maestro, porque se propone comunicar algo, quiere que se lleve un camino de conocimiento. Las parábolas forman, pues, parte de su magisterio vivo, de su didáctica. Al escuchar la palabra maestro, la entendemos nosotros en sentido escolástico: pero aquí Jesús es maestro de vida, maestro con la fuerza profética de la admonición, del reproche, de la ira. La parábola nace de su ser maestro, preocupado de que la gente pueda realizar un cierto itinerario aun mental. "Concédeme también a mí Señor, recorrer el camino que tú quisiste que se recorriera con tus parábolas. Comunícame lo que deseabas comunicar".
El mar. ¿Por qué tanta insistencia sobre el mar? ¿Por qué Marcos, escritor muy lacónico, quiso hacer hincapié en esta palabra? Notamos que "De nuevo comenzó a enseñar" indica una referencia a situaciones anteriores. La situación inmediatamente anterior es la de la montaña: "Subió al monte, llamó a los que él quiso... y designó a doce" (Mc 3, 14). Antes de la montaña estaba de nuevo el mar" "Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar; y mucha gente de Galilea lo siguió. Otra gran multitud de Judea, de Jerusalén, de Idumea, de Transjordania y de los alrededores de Tiro y de Sidón, al oír las cosas que hacía, vinieron a él" (3, 7-8). La expresión: "De nuevo comenzó a enseñar" con que Marcos comienza nuestra parábola se refiere, pues, a aquella primera vez: Jesús ha enseñado en la sinagoga, después "se retiró" cerca del mar, como para estar solo; la gente lo alcanza; de allí pasa al monte y del monte regresa al mar.
Se insiste en la imagen visiva por un motivo simbólico que a nosotros tal vez se nos escapa. Hay que entrar en la mentalidad de los hebreos para comprender qué valor tienen los símbolos para ellos, cómo los símbolos son alusivos a la historia de salvación, cuando vienen de un rabí experto, que conoce el lenguaje de la Escritura. Aquí ciertamente la enseñanza de Jesús cerca del mar, incluso su sentarse "en" el mar, tiene una grandísima fuerza simbólica. Mientras el monte es el lugar de la presencia de Dios -y sobre el monte Jesús elige a los suyos-, el mar es el Mar Rojo, es el lugar de los borrascosos acontecimientos humanos, el lugar del peligro, del riesgo, de la confusión, de la inestabilidad. Jesús viene cerca de la inestabilidad humana, cerca de la fragilidad humana, en donde se encuentra toda la multitud de enfermos, de miserables, de gente que ni siquiera sabe lo que quiere; viene hacia los pobres, hacia los más desesperados. Jesús, incluso, entra en el mar: los israelitas no pueden menos de recordar el poder de Dios que dividió el Mar Rojo, que puso orden en las aguas y en el caos primitivo, que dividió las aguas de la tierra. Quien narra así, lee la potencia de Jesús sobre las vicisitudes y sobre los desórdenes de la existencia cotidiana.
"Quien así lee, ya te contempla, Señor, como amo de los mares, amo de todas las múltiples vicisitudes de la humanidad. Tú te sientas, Señor, en medio de los caminos tortuosos de la historia y nosotros nos abandonamos a ti, nos acercamos a ti para escuchar esas palabras que nos pueden iluminar en los caminos oscuros y a menudo impenetrables de la jungla del acontecimiento humano". (...)
vv. 3-9:Esta es la parábola en su forma enigmática, misteriosa. Pero me impacta el que la parábola la encuadre una doble invitación a escuchar: comienza diciendo "escuchen" y termina diciendo "el que tenga oídos para oír, que oiga". Jesús Maestro dice: "¡Estén atentos!" No es una expresión, como a veces se dice, solamente pleonástica. Jesús quiere avisar: "Voy a decir algo que les concierne de cerca, pero para la cual tienen que poner a funcionar la inteligencia". Estamos invitados al ejercicio de la inteligencia, no solamente la escucha material; en efecto, se lamentará: "Escuchan y no oyen, miran y no ven". Jesús pide una escucha inteligente, una escucha que llegue a preguntarse: "¿Qué hay detrás de esto, qué quiere decir, qué relación tiene conmigo, en qué me atañe?". La palabra tiene, pues, como característica el compromiso: son palabras relevantes para mí, que se refieren a mí, que me conciernen.
De nuevo hay una palabra que aparece tres veces: sembrar. "Salió el sembrador a sembrar y, al sembrar, parte cayó...". Se subraya el tema de la siembra y de la semilla. Se trata de imágenes de la vida vegetal, que no se toman por casualidad, porque por medio de ellas se expresan los misterios del reino. Vuelve a la mente el Salmo 126: "Van llorando al llevar la semilla". Sembrar significa confiar una vida a su camino vital, iniciar un proceso vital con confianza: la metáfora le gusta mucho a Jesús y a toda la Escritura, porque se la aplica a la Palabra, a la fe en su camino personal.
Veamos brevemente las cuatro situaciones progresivamente.
La primera se dice rápidamente: algo cae en el camino, vienen los pájaros y se la comen.
La segunda se expresa con tres líneas y está más desarrollada respecto de la primera.
Está el terreno pedregoso y se repite el concepto tres veces: no había mucha tierra, ésta no tenía profundidad, la semilla no echó raíces. Se presenta la situación en su fragilidad. Tierra, raíz, profundidad, son términos muy alusivos al lenguaje bíblico. En todo caso, aun en esta segunda situación, aun habiendo un mínimo de crecimiento, termina en nada, se quema.
La tercera: "Otra cayó entre espinos, y al crecer los espinos, la sofocaron y no dio fruto".
No se dice que no haya crecido: en la segunda situación se quemó después de la germinación, mientras que aquí creció, pero no dio fruto. Germinó, pero no dio fruto, que es la finalidad última del crecimiento. Podemos recordar imágenes análogas: la higuera de grandes hojas, que no da fruto; la viña de Israel que dio uvas amargas.
La cuarta situación está expresada de manera solemne, con una sinfonía más amplia de palabras, en la imagen de la tierra buena. La plenitud se describe cuidadosamente: "Otra parte, en fin, cayó en buena tierra y dio fruto lozano y crecido (más aún, aquí, más que el fruto es la semilla), produciendo unos granos treinta, otros sesenta y otros ciento". Es interesante que, en el texto griego, mientras las primeras tres categorías están en singular: parte cayó junto al camino, otra parte cayó en el pedregal, otra cayó entre espinos, ahora se dice otras (en plural). Es la pluralidad de las semillas que caen en tierra buena, y luego se vuelve extrañamente al singular hablando del crecimiento de todas estas semillas: "produciendo unos granos treinta, otros sesenta y otros ciento". (...)
¿En dónde cae el acento de la parábola? Es muy importante lograr captarlo. En efecto, si la narración se detuviera en la primera, o en la segunda, o en la tercera imagen, el acento caería sobre la suerte dolorosa de la semilla. Por parte de Jesús, hubiera sido una advertencia para no malgastar la palabra de Dios, para no maltratarla.
En cambio, la palabra va hacia el cuarto nivel. Ciertamente la intención de Jesús es la de poner en guardia (de lo contrario habría narrado solamente la última parte), pero es más rica de elementos, más compleja. El acento cae sobre el último resultado y con una particularidad. Aunque no soy experto en agronomía, me parece que ordinariamente una semilla no produce el ciento ni siquiera en el mejor de los casos. Hay una exageración en la parábola, y en donde hay exageración está el punto principal, la palanca en la que se quiere hacer fuerza.
Dejando que en su meditación profundicen muchos otros motivos, trato de expresar lo que la parábola quiere decir. La semilla es sembrada, confiada a su curso vital de la libertad humana; con confianza, porque quien siembra la deja a su destino; y con liberalidad, sin fijarse en dónde siembra, tan es así que una parte de la semilla cae fuera del campo; la semilla está escondida, sólo se la percibe al comienzo; es contrariada y contrastada; y, sin embargo, es victoriosa al céntuplo, de modo extraordinario. (...)
En la interpretación moderna de las parábolas, a partir de Jülicher a Jeremías y hasta los modernos comentaristas, se insiste en considerar que la fuerza de la parábola no está en la alegoría, es decir, en tomar cada una de las palabras y en hacer una transposición de las mismas, sino en una idea única, central, que por lo general la expresa el vértice de la parábola. Si, por una parte, es cierta la importancia de la idea central, por otra no debemos considerar que la parábola no tenga ninguna fuerza metafórica, ¡ninguna capacidad de desarrollar un lenguaje metafórico en la comunidad¡ Porque, en efecto, lo tiene. Fuerza de la parábola es también el estimular el gusto de la metáfora, que tiene una raíz profunda -como lo vamos a ver- porque existe un paralelo entre el camino de fe y el camino de la vida del mundo; existe una cierta misteriosa armonía, que Jesús enseña a descubrir y que, por lo demás, el hombre descubre instintivamente. La fe tiene un desarrollo y el hombre puede encontrar en el camino de la vida, con en el de la semilla, analogías para intuir el misterio de la fe. Jesús vivió todo esto intensamente; lo vivió la comunidad primitiva, lo vivieron los Padres de la Iglesia que aplicaron las parábolas -a veces exageradamente- a las diversas situaciones históricas. Es un modo no ajeno al pensamiento de Jesús ni a su lenguaje metafórico, con tal que quede salvo, naturalmente, el punto fundamental de la parábola.
Y sería muy bueno poder prolongar la reflexión pensando en cuán verdadera es la comparación de la semilla relacionado con los comienzos de la vida de la Palabra en el corazón. La semilla viene de lo alto, no nace de la tierra, y la palabra de Dios viene de afuera, no es el producto espontáneo de la inmanencia religiosa. Pero, cuando entra en este terreno, la Palabra se convierte también, análogamente a la semilla, en una sola cosa con la tierra, no es un cuerpo extraño. A partir de la tierra, por tanto de su inserción en el corazón de la vida, brota lentamente con comienzos apenas visibles. A veces quisiéramos ver inmediatamente en las conversiones quién sabe cuáles resultados: en cambio, hay que contentarse con mirar con la lente el comienzo, después, con el ojo de la fe, y aunque apenas se vea, se debe percibir que se está desarrollando, y que hay que defender este botón muy tierno de las piedras, de los espinos, de todas las fuerzas contrarias. La acción pastoral no crea la semilla: ella viene de Dios y la respuesta viene del hombre, de la tierra.
El pastor o el agricultor es el que con atención elige la semilla, quita pacientemente lo que la obstaculiza, pro- mueve lo que la favorece. El agricultor no es el dueño de esta semilla, como tampoco es el que la hace crecer (porque es sólo Dios quien hace crecer); él no puede forzar la libertad, sino solamente facilitar la acción de Dios. No nos corresponde suscitar la respuesta favorable que viene de la libertad, puesto que Dios mismo se confía a la libertad humana, esto es, al terreno del corazón, aceptando incluso la respuesta negativa, el fracaso. (...)
La gente ve algo clamoroso y pregunta: ¿En dónde está este Reino de Dios? Aún hoy la gente corre fácilmente al lugar en donde se habla de una aparición, de una revelación; probablemente tiene necesidad de cosas visibles, algo sensacionales; le cuesta dificultad aceptar que el Reino esté en las cosas sencillas, pequeñas, cotidianas, insignificantes. Jesús viene como para esconderse en la profundidad de la tierra y la gente pregunta: ¿En dónde está esta semilla? ¿en dónde está este reino?
Es, pues, urgente abrir los ojos y entender que el reino está aquí, aunque no tenga la apariencia y la prepotencia que creemos tenga que tener el misterio de Dios.
Vislumbramos ya el escándalo de la cruz: ¡la gente que encuentra dificultad para comprender la pequeña semilla, tendrá más dificultad para aceptar que el reino venga por medio de la cruz! Dios se encarna en la humildad del Hijo y en la sencillez de la vida cotidiana, y no es reconocido (Carlo M. Martini).
Llegados a ese punto del evangelio de san Marcos, cuando todos los actores están en su lugar, tendremos cinco pequeños sermones de Jesús y cuatro milagros, que pondrán en evidencia el vínculo muy particular de Jesús con sus doce discípulos. Marcos repetirá dos veces que Jesús practica un doble nivel de enseñanza. Dirige sus parábolas a toda la muchedumbre en general; luego, en particular las explica a sus discípulos. Del mismo modo, los milagros relatados después no se hicieron en presencia de la muchedumbre, sino solamente ante el pequeño grupo.
-De nuevo Jesús se puso a enseñar junto al lago. Había en torno a El una numerosísima muchedumbre, de manera que tuvo que subir a una barca en el lago y sentarse, mientras que la muchedumbre estaba a lo largo del lago, en la ribera. Les enseñaba muchas cosas en parábolas... "Salió a sembrar un sembrador..." Cuando se quedó solo le preguntaron los que estaban en torno suyo con los doce acerca de las parábolas. Y El les dijo: "A vosotros os ha sido dado a conocer el misterio del Reino de Dios; pero a los otros de fuera todo se les dice en parábolas...
¿Por qué esta diferencia? ¿Es esto lo que estaríamos tentados de decir, con nuestras mentes modernas, tan preocupadas por la igualdad? ¿Qué significa esta discriminación?
Una vez más, Marcos no busca engalanar su relato. Cuando ciertas actitudes nos chocan de momento, no busca atenuar este choque.
Evidentemente, algo está en juego detrás de esto. ¡El papel de los doce debe de ser muy importante en la mente de Jesús para las estructuras de la Iglesia que El proyecta! ¿Cuál es mi actitud actual frente al problema de la "autoridad" en la Iglesia; frente al papel de Ios "celadores de la Fe" de los obispos y del Papa? ¿Reduzco esta autoridad a la de todas las otras sociedades humanas? o bien, ¿veo en ello una autoridad muy particular, que es una misteriosa participación del poder espiritual del mismo Jesús?
-Los de fuera... Mirando, miran y no ven... oyendo, oyen y no entienden, puesto que podrían convertirse y obtener el perdón..." ¡Estas palabras si se toman tal cual son absolutamente escandalosas para nuestros oídos modernos! Sin embargo podemos decir a priori, que Jesús no ha despreciado nunca a nadie, que hablaba para que le entendieran, y ¡que amaba a todos los hombres! De ello ha dado muchas pruebas. Entonces ¿cuál es el sentido escondido de estas palabras? ¿Qué choque quieren provocar en nosotros, más allá del primer choque superficial? Estas palabras son una cita de Isaías (6, 9-10) anunciando el fracaso de su predicación a causa del endurecimiento de corazón de sus oyentes.
La mentalidad semítica, que es la de toda la Biblia, afirma con fuerza el papel de Dios en el hombre. En un acto humano, el pensamiento bíblico no intenta precisar la parte que corresponde a la gracia de Dios, y la que corresponde a la libertad del hombre. Tan pronto dice: "Faraón endureció su corazón", como "Dios endureció el corazón del Faraón" (Ex 11, 10 comparado a Ex 9, 35).
Nosotros, somos ahora muy "humanistas" pensamos obrar solos hasta el momento en que ya no podemos seguir avanzando... es entonces cuando apelamos a la ayuda de Dios, ¡una especie de Dios "tapaagujeros" de nuestras insuficiencias! Quizá los hebreos, con su manera ruda de expresarse, estaban más cerca de la verdad: nada de lo que pasa es extraño a Dios. Pero esto no quiere decir que el hombre no sea libre; ahora bien, ¡esto nos lleva a una inmensa humildad y a una integral responsabilidad! (Noel Quesson).
Hoy escuchamos de labios del Señor la "Parábola del sembrador". La escena es totalmente actual. El Señor no deja de "sembrar". También en nuestros días es una multitud la que escucha a Jesús por boca de su Vicario —el Papa—, de sus ministros y... de sus fieles laicos: a todos los bautizados Cristo nos ha otorgado una participación en su misión sacerdotal. Hay "hambre" de Jesús. Nunca como ahora la Iglesia había sido tan católica, ya que bajo sus "alas" cobija hombres y mujeres de los cinco continentes y de todas las razas. Él nos envió al mundo entero (cf. Mc 16,15) y, a pesar de las sombras del panorama, se ha hecho realidad el mandato apostólico de Jesucristo.
El mar, la barca y las playas son substituidos por estadios, pantallas y modernos medios de comunicación y de transporte. Pero Jesús es hoy el mismo de ayer. Tampoco ha cambiado el hombre y su necesidad de enseñanza para poder amar. También hoy hay quien —por gracia y gratuita elección divina: ¡es un misterio!— recibe y entiende más directamente la Palabra. Como también hay muchas almas que necesitan una explicación más descriptiva y más pausada de la Revelación.
En todo caso, a unos y otros, Dios nos pide frutos de santidad. El Espíritu Santo nos ayuda a ello, pero no prescinde de nuestra colaboración. En primer lugar, es necesaria la diligencia. Si uno responde a medias, es decir, si se mantiene en la "frontera" del camino sin entrar plenamente en él, será víctima fácil de Satanás.
Segundo, la constancia en la oración —el diálogo—, para profundizar en el conocimiento y amor a Jesucristo: «¿Santo sin oración...? —No creo en esa santidad» (San Josemaría).
Finalmente, el espíritu de pobreza y desprendimiento evitará que nos "ahoguemos" por el camino. Las cosas claras: «Nadie puede servir a dos señores...» (Mt 6,24).
En Santa María encontramos el mejor modelo de correspondencia a la llamada de Dios (Antoni Carol).
Orígenes (hacia 185-253) presbítero teólogo comenta que "El hombre vive de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt,4,4; Dt 8,3) con estas palabras: "En cuanto al maná está escrito que si se recogía en las condiciones prescritas por Dios, alimentaba; pero si se quería recoger más de la cuenta, contrariamente a lo que había mandado Dios, no era capaz de alimentar la vida de los hombres. .. El Verbo de Dios es nuestro maná, y la Palabra de Dios que viene a nosotros trae la salud a unos y el castigo a otros. Por eso, me parece, el Señor y Salvador, el que es "la palabra viva de Dios" (1P 1,23) declaró: "Yo he venido a este mundo para un juicio: para dar la vista a los ciegos y para privar de ella a los que creen ver." (Jn 9,39) ¡Mejor hubiera sido para muchos no oír nunca la Palabra de Dios que oírla con mala disposición o con hipocresía!...
El mejor oyente en el camino recto de la perfección es aquel que escucha la palabra de Dios con corazón buen y simple, recto y bien preparado, para que la palabra fructifique y crezca como en terreno abonado... Lo que digo me sirve tanto para mi propia conversión personal como para la de mis oyentes, porque yo también soy uno de aquellos que escuchan la palabra de Dios".
Salió el sembrador a sembrar su semilla, nos dice el Señor en el Evangelio (Marcos 4, 1-20). Dios siembra la buena semilla en todos los hombres; da a cada uno las ayudas necesarias para su salvación. Nosotros somos colaboradores suyos en su campo. Nos toca preparar la tierra y sembrar en nombre del Señor de la tierra. Todas nuestras circunstancias pueden ser ocasión para sembrar en alguien la semilla que más tarde dará su fruto. El Señor nos envía a sembrar con largueza. No nos corresponde a nosotros hacer crecer la semilla; eso es propio del Señor (1 Corintios 3, 7), y nunca niega Su gracia. Nosotros somos simples instrumentos del Señor; gran responsabilidad la del que se sabe instrumento: Estar en buen estado. No hay terrenos demasiado duros para Dios. Nuestra mortificación y oración, con humildad y paciencia, pueden conseguir del Señor, las gracias necesarias para acercar las almas a Él.
Siempre es eficaz la labor en las almas. Mis elegidos no trabajarán en vano (Isaías 65, 23), nos ha prometido el Señor. La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras de recolección de lo que otros sembraron con su palabra, o con su dolor desde la cama de un hospital, o con un trabajo escondido. Pero siempre es tarea alegre y sacrificada, paciente y constante. Trabajar cuando no se ven los frutos es un buen síntoma de fe y de rectitud de intención, señal de que verdaderamente estamos realizando una tarea sólo para la gloria de Dios. Lo que importa es que sembremos y poner los medios más oportunos para las diferentes situaciones: más luz de la doctrina, más oración y alegría, o profundizar más en la amistad.
El apostolado siempre da un fruto desproporcionado a los medios empleados: nada se pierde. El Señor, si somos fieles, nos concederá ver, en la otra vida, todo el bien que produjo nuestra oración, las horas de trabajo ofrecidas, las conversaciones sostenidas con nuestros amigos, la enfermedad que ofrecimos por otros. Sin embargo, en el apostolado, debemos tener siempre en cuenta que Dios ha querido crearnos libres para que, por amor, queramos reconocer nuestra dependencia de Él y sepamos decir libremente, como la Virgen: He aquí la esclava del Señor (Lucas 1, 38). Nosotros vivamos la alegría de la siembra, "cada uno según su posibilidad, carisma y ministerio" (CONCILIO VATICANO II, Ad gentes; Francisco Fernández Carvajal).