sábado, 23 de abril de 2011

Sabado Santo

Sábado Santo
La “muerte de Dios” ha pasado de ser en los últimos 200 años, de una pesadilla a una teoría formulada por Nietzsche: “¡Dios ha muerto! ¡Sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos asesinado”.
“El impresionante misterio del sábado santo, su abismo de silencio, ha adquirido, pues, en nuestra época un tremendo realismo. Porque esto es el sábado santo: el día del ocultamiento de Dios, el día de esa inmensa paradoja que expresamos en el credo con las palabras «descendió a los infiernos», descendió al misterio de la muerte. El viernes santo podíamos contemplar aún al traspasado; el sábado santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su hijo. Podemos estar tranquilos; los hombres sensatos, que al principio estaban un poco preocupados por lo que pudiese suceder, llevaban razón.
Sábado santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran sábado santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y se disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir que aquél a quien creen muerto se halla entre ellos?
Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos hemos dado realmente cuenta de que esta frase está tomada casi literalmente de la tradición cristiana, de que hemos rezado con frecuencia algo parecido en el vía-crucis, sin penetrar en la terrible seriedad y en la trágica realidad de lo que decíamos? Lo hemos asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de ideologías y costumbres anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad irreal y a frases de devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de museo arqueológico; lo hemos asesinado con la duplicidad de nuestra vida, que lo oscurece a él mismo; porque, ¿qué puede hacer más discutible en este mundo la idea de Dios que la fe y la caridad tan discutibles de sus creyentes?
La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se convierte cada vez más en un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se refiere también a nosotros. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador Porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de su radical solidaridad con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es, simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin fronteras. Todavía más: a través del naufragio del viernes santo, a través del silencio mortal del sábado santo, pudieron comprender los discípulos quién era Jesús realmente y qué significaba verdaderamente su mensaje. Dios debió morir por ellos para poder vivir de verdad en ellos. La imagen que se habían formado de él, en la que intentaban introducirlo, debía ser destrozada para que a través de las ruinas de la casa deshecha pudiesen contemplar el cielo y verlo a él mismo, que sigue siendo la infinita grandeza. Necesitamos las tinieblas de Dios, necesitamos el silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza, el abismo de nuestra nada, que se abriría ante nosotros si él no existiese.
Hay en el evangelio una escena que prenuncia de forma admirable el silencio del sábado santo y que, al mismo tiempo, parece como un retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en un bote, que está a punto de zozobrar asaltado por la tormenta. El profeta Elías había indicado en una ocasión a los sacerdotes de Baal, que clamaban inútilmente a su dios pidiendo un fuego que consumiese los sacrificios, que probablemente su dios estaba dormido y era conveniente gritar con más fuerza para despertarle. ¿Pero no duerme Dios en realidad? La voz del profeta ¿no se refiere, en definitiva, a los creyentes del Dios de Israel que navegan con él en un bote zozobrante? Dios duerme mientras sus cosas están a punto de hundirse: ¿no es ésta la experiencia de nuestra propia vida? ¿No se asemejan la Iglesia y la fe a un pequeño bote que naufraga y que lucha inútilmente contra el viento y las olas mientras Dios está ausente? Los discípulos, desesperados, sacuden al Señor y le gritan que despierte; pero él parece asombrarse y les reprocha su escasa fe. ¿No nos ocurre a nosotros lo mismo? Cuando pase la tormenta reconoceremos qué absurda era nuestra falta de fe.
Y, sin embargo, Señor, no podemos hacer otra cosa que sacudirte a ti, el Dios silencioso y durmiente y gritarte: ¡despierta! ¿no ves que nos hundimos? Despierta, haz que las tinieblas del sábado santo no sean eternas, envía un rayo de tu luz pascual a nuestros días, ven con nosotros cuando marchamos desesperanzados hacia Emaús, que nuestro corazón arda con tu cercanía. Tú que ocultamente preparaste los caminos de Israel para hacerte al fin un hombre como nosotros, no nos abandones en la oscuridad, no dejes que tu palabra se diluya en medio de la charlatanería de nuestra época. Señor, ayúdanos, porque sin ti pereceríamos.
El ocultamiento de Dios en este mundo es el auténtico misterio del sábado santo, expresado en las enigmáticas palabras: Jesús «descendió a los infiernos». La experiencia de nuestra época nos ayuda a profundizar en el sábado santo, ya que el ocultamiento de Dios en su propio mundo —que debería alabarlo con millares de voces—, la impotencia de Dios, a pesar de que es el todopoderoso, constituye la experiencia y la preocupación de nuestro tiempo.
Pero, aunque el sábado santo expresa íntimamente nuestra situación, aunque comprendamos mejor al Dios del sábado santo que al de las poderosas manifestaciones en medio de tormentas y tempestades, como las narradas por el Antiguo Testamento, seguimos preguntándonos qué significa en realidad esa fórmula enigmática: Jesús «descendió a los infiernos». Seamos sinceros: nadie puede explicar verdaderamente esta frase, ni siquiera los que dicen que la palabra infierno es una falsa traducción del término hebreo sheol, que significa simplemente el reino de los muertos; según éstos, el sentido originario de la fórmula sólo expresaría que Jesús descendió a las profundidades de la muerte, que murió en realidad y participó en el abismo de nuestro destino. Pero surge la pregunta: ¿qué es la muerte en realidad y qué sucede cuando uno desciende a las profundidades de la muerte? Tengamos en cuenta que la muerte no es la misma desde que Jesús descendió a ella, la penetró y asumió; igual que la vida, el ser humano no es el mismo desde que la naturaleza humana se puso en contacto con el ser de Dios a través de Cristo. Antes, la muerte era solamente muerte, separación del mundo de los vivos y —aunque con distinta intensidad— algo parecido al «infierno», a la zona nocturna de la existencia, a la oscuridad impenetrable. Pero ahora la muerte es también vida, y cuando atravesamos la fría soledad de las puertas de la muerte encontramos a aquél que es la vida, al que quiso acompañarnos en nuestras últimas soledades y participó de nuestro abandono en la soledad mortal del huerto y de la cruz, clamando: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»
Cuando un niño ha de ir en una noche oscura a través de un bosque, siente miedo, aunque le demuestren cien veces que no hay en él nada peligroso. No teme por nada determinado a lo que pueda referirse, sino que experimenta oscuramente el riesgo, la dificultad, el aspecto trágico de la existencia. Sólo una voz humana podría consolarle, sólo la mano de un hombre cariñoso podría alejar esa angustia que le asalta como una pesadilla. Existe un miedo —el miedo auténtico, que radica en lo más íntimo de nuestra soledad— que no puede ser superado por el entendimiento, sino exclusivamente por la presencia de un amante, porque dicho miedo no se refiere a nada concreto, sino que es la tragedia de nuestra soledad última. ¿Quién no ha experimentado alguna vez el temor de sentirse abandonado? ¿Quién no ha experimentado en algún momento el milagro consolador que supone una palabra cariñosa en dicha circunstancia? Pero cuando nos sumergimos en una soledad en la que resulta imposible escuchar una palabra de cariño estamos en contacto con el infierno. Y sabemos que no pocos hombres de nuestro mundo, aparentemente tan optimista, opinan que todo contacto humano se queda en lo superficial, que ningún hombre puede tener acceso a la intimidad del otro y que, en consecuencia, el sustrato último de nuestra existencia lo constituye la desesperación, el infierno.
Jean Paul Sartre lo ha expresado literariamente en uno de sus dramas, proponiendo, simultáneamente, el núcleo de su teoría sobre el hombre. Y de hecho, una cosa es cierta: existe una noche en cuyo tenebroso abandono no resuena ninguna voz consoladora; hay una puerta que debemos cruzar completamente solos: la puerta de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en definitiva, el miedo a esta soledad. Por eso en el Antiguo Testamento una misma palabra designaba el reino de la muerte y el infierno: sheol. Porque la muerte es la soledad absoluta. Pero aquella soledad que no puede iluminar el amor, tan profunda que el amor no tiene acceso a ella, es el infierno.
«Descendió a los infiernos»: esta confesión del sábado santo significa que Cristo cruzó la puerta de la soledad, que descendió al abismo inalcanzable e insuperable de nuestro abandono. Significa también que, en la última noche, en la que no se escucha ninguna palabra, en la que todos nosotros somos como niños que lloran, resuena una palabra que nos llama, se nos tiende una mano que nos coge y guía. La soledad insuperable del hombre ha sido superada desde que él se encuentra en ella. El infierno ha sido superado desde que el amor se introdujo en las regiones de la muerte, habitando en la tierra de nadie de la soledad. En definitiva, el hombre no vive de pan, sino que en lo más profundo de sí mismo vive de la capacidad de amar y de ser amado. Desde que el amor está presente en el ámbito de la muerte, existe la vida en medio de la muerte. «A tus fieles, Señor, no se les quita la vida, se les cambia», reza la Iglesia en la misa de difuntos.
Nadie puede decir lo que significa en el fondo la frase: «descendió a los infiernos». Pero cuando nos llegue la hora de nuestra última soledad captaremos algo del gran resplandor de este oscuro misterio. Con la certeza esperanzadora de que en aquel instante de profundo abandono no estaremos solos, podemos imaginar ya algo de lo que esto significa. Y mientras protestamos contra las tinieblas de la muerte de Dios comenzamos a agradecer esa luz que, desde las tinieblas, viene hacia nosotros.
En la oración de la Iglesia, la liturgia de los tres días santos ha sido estudiada con gran cuidado; la Iglesia quiere introducirnos con su oración en la realidad de la pasión del señor y conducirnos a través de las palabras al centro espiritual del acontecimiento.
Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas del sábado santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran. Cristo se ha ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables se ha convertido también en nuestra salvación; ahora se realizan las escuetas palabras del salmista: «aunque bajase hasta los infiernos, allí estás tú». En esta liturgia ocurre que, cuanto más avanza, comienzan a lucir en ella, como en la alborada, las primeras luces de la mañana de pascua. Si el viernes santo nos ponía ante los ojos la imagen desfigurada del traspasado, la liturgia del sábado santo nos recuerda, más bien, a los crucifijos de la antigua Iglesia: la cruz rodeada de rayos luminosos, que es una señal tanto de la muerte como de la resurrección.
De este modo, el sábado santo puede mostrarnos un aspecto de la piedad cristiana que, al correr de los siglos, quizá haya ido perdiendo fuerza. Cuando oramos mirando al crucifijo, vemos en él la mayoría de las veces una referencia a la pasión histórica del Señor sobre el Gólgota. Pero el origen de la devoción a la cruz es distinto: los cristianos oraban vueltos hacia oriente, indicando su esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la historia; es decir, expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz está estrechamente ligada, al principio, con esta orientación de la oración, representa la insignia que será entregada al rey cuando llegue; en el crucifijo alcanza su punto culminante la oración. Así, pues, para la cristiandad primitiva la cruz era, ante todo, signo de esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección hacia el Señor que viene. Con la evolución posterior se hizo bastante necesario volver la mirada, cada vez con más fuerza, hacia el hecho: ante todas las volatilizaciones de lo espiritual, ante el camino extraño de la encarnación de Dios, había que defender la prodigalidad impresionante de su amor, que por el bien de unas pobres criaturas se había hecho hombre, y qué hombre. Había que defender la santa locura del amor de Dios, que no pronunció una palabra poderosa, sino que eligió el camino de la debilidad, a fin de confundir nuestros sueños de grandeza y aniquilarlos desde dentro.
¿Pero no hemos olvidado quizás demasiado la relación entre cruz y esperanza, la unidad entre la orientación de la cruz y el oriente, entre el pasado y el futuro? El espíritu de esperanza que respiran las oraciones del sábado santo deberían penetrar de nuevo todo nuestro cristianismo. El cristianismo no es una pura religión del pasado, sino también del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza, porque Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino también el que ha de venir.
Señor, haz que este misterio de esperanza brille en nuestros corazones, haznos conocer la luz que brota de tu cruz, haz que como cristianos marchemos hacia el futuro, al encuentro del día en que aparezcas.
Oración: Señor Jesucristo, has hecho brillar tu luz en las tinieblas de la muerte, la fuerza protectora de tu amor habita en el abismo de la más profunda soledad; en medio de tu ocultamiento podemos cantar el aleluya de los redimidos.
Concédenos la humilde sencillez de la fe que no se desconcierta cuando tú nos llamas a la hora de las tinieblas y del abandono, cuando todo parece inconsistente. En esta época en que tus cosas parecen estar librando una batalla mortal, concédenos luz suficiente para no perderte; luz suficiente para poder iluminar a los otros que también lo necesitan.
Haz que el misterio de tu alegría pascual resplandezca en nuestros días como el alba, haz que seamos realmente hombres pascuales en medio del sábado santo de la historia.
Haz que a través de los días luminosos y oscuros de nuestro tiempo nos pongamos alegremente en camino hacia tu gloria futura. Amén” (Joseph Ratzinger).
Se caracteriza por un profundo silencio. Las Iglesias están desnudas y no están previstas liturgias particulares. Mientras esperan el gran acontecimiento de la Resurrección, los creyentes perseveran con María en la espera, rezando y meditando. Hace falta un día de silencio para meditar en la realidad de la vida humana, en las fuerzas del mal y en la gran fuerza del bien que surge de la Pasión y de la Resurrección del Señor. Tiene una gran importancia en este día la participación en el Sacramento de la reconciliación, indispensable camino para purificar el corazón y predisponerse para celebrar la Pascua íntimamente renovados. Al menos una vez al año, tenemos necesidad de esta purificación interior, de esta renovación de nosotros mismos. Este Sábado de silencio, de meditación, de perdón, de reconciliación desemboca en la Vigilia Pascual, que introduce el domingo más importante de la historia, el domingo de la Pascua de Cristo. La Iglesia vela junto a fuego nuevo bendito y medita en la gran promesa, contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: la liberación definitiva de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la oscuridad de la noche, a partir del fuego nuevo se enciende el cirio pascual, símbolo de Cristo que resucita glorioso. Cristo, luz de la humanidad, despeja las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a cada hombre que viene al mundo. Junto al cirio pascual, resuena en la Iglesia el gran anuncio pascual: Cristo ha resucitado verdaderamente, la muerte ya no tiene poder sobre Él. Con su muerte, ha derrotado el mal para siempre y ha donado a todos los hombres la vida misma de Dios. Según una antigua tradición, durante la Vigilia Pascual, los catecúmenos reciben el Bautismo para subrayar la participación de los cristianos en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. De la esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de Cristo se extienden en la vida de los fieles de toda comunidad cristiana y llegan a todos los puntos del espacio y del tiempo.
Son días para unirnos a Jesús y profundizar en el sentido y en el valor de nuestra vocación cristiana, que surge del Misterio Pascual, y concretizarla en el fiel seguimiento de Cristo en toda circunstancia, como hizo Él, hasta la entrega generosa de nuestra existencia. Hacer memoria de los misterios de Cristo significa también vivir en adhesión profunda y solidaria con el hoy de la historia, convencidos de que lo que celebramos es realidad viva y actual. Llevamos, por tanto, en nuestra oración el carácter dramático de los hechos y de las situaciones que en estos días afligen a muchos hermanos y hermanas nuestros de todas las partes del mundo. Nosotros sabemos que el odio, las divisiones, las violencias, no tienen nunca la última palabra en los acontecimientos de la historia. Estos días vuelven a alentar en nosotros la gran esperanza: Cristo crucificado ha resucitado y ha vencido al mundo. El amor es más fuerte que el odio, ha vencido y tenemos que asociarnos a esta victoria del amor. Por tanto, tenemos que volver a comenzar a partir de Cristo y trabajar en comunión con él por un mundo basado en la paz, en la justicia y en el amor. En este compromiso, que involucra a todos, dejémonos guiar por María, quien acompañó al Hijo divino por el camino de la pasión y de la cruz, y que participó, con la fuerza de la fe, en la aplicación de su designio salvífico. Con estos sentimientos, os hago llegar ya desde ahora mis mejores deseos de feliz y santa Pascua a todos vosotros y a vuestras comunidades (Benedicto XVI).

viernes, 22 de abril de 2011

Semana santa, Viernes: la Pasión, camino para nuestra redención y felicidad

Semana santa, Viernes: la Pasión, camino para nuestra redención y felicidad

Lectura del Profeta Isaías 52,13-53,12: Mirad, mi siervo tendrá éxito, / subirá y crecerá mucho. / Como muchos se espantaron de Él, / porque desfigurado no parecía hombre, / ni tenía aspecto humano; / así asombrará a muchos pueblos: / ante Él los reyes cerrarán la boca, / al ver algo inenarrable / y contemplar algo inaudito.
¿Quién creyó nuestro anuncio? / ¿A quién se reveló el brazo del Señor? / Creció en su presencia como un brote, / como raíz en tierra árida, / sin figura, sin belleza.
Lo vimos sin aspecto atrayente, / despreciado y evitado por los hombres, / como un hombre de dolores, / acostumbrado a sufrimientos, / ante el cual se ocultan los rostros; / despreciado y desestimado.
Él soportó nuestros sufrimientos / y aguantó nuestros dolores; / nosotros lo estimamos leproso, / herido de Dios y humillado, / traspasado por nuestras rebeliones, / triturado por nuestros crímenes. / Nuestro castigo saludable vino sobre Él, / sus cicatrices nos curaron.
Todos errábamos como ovejas, / cada uno siguiendo su camino, / y el Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes. / Maltratado, / voluntariamente se humillaba / y no abría la boca; / como un cordero llevado al matadero, / como oveja ante el esquilador, / enmudecía y no abría la boca. / Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron. / ¿Quién meditó en su destino?
Lo arrancaron de la tierra de los vivos, / por los pecados de mi pueblo lo hirieron. / Le dieron sepultura con los malhechores; / porque murió con los malvados, / aunque no había cometido crímenes, / ni hubo engaño en su boca. / El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento. / Cuando entregue su vida como expiación, / verá su descendencia, prolongará sus años; / lo que el Señor quiere prosperará por sus manos. / A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará; con lo aprendido, mi Siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos. / Por eso le daré una parte entre los grandes, / con los poderosos tendrá parte en los despojos; porque expuso su vida a la muerte / y fue contado entre los pecadores, / y Él tomó el pecado de muchos / e intercedió por los pecadores.

Sal 30,2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25: R/. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
A ti, Señor, me acojo: / no quede yo nunca defraudado; / Tú que eres justo, ponme a salvo. / A tus manos encomiendo mi espíritu: / Tú, el Dios leal, me librarás. / Soy la burla de todos mis enemigos, / la irrisión de mis vecinos, / el espanto de mis conocidos; / me ven por la calle y escapan de mí. / Me han olvidado como a un muerto, / me han desechado como a un cacharro inútil. / Pero yo confío en ti, Señor, / te digo: «Tú eres mi Dios.» / En tu mano están mis azares; / líbrame de los enemigos que me persiguen.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, / sálvame por tu misericordia. / Sed fuertes y valientes de corazón, / los que esperáis en el Señor.

Lectura de la carta a los Hebreos 4,14-16; 5,7-9. Hermanos: Tenemos un Sumo Sacerdote que penetró los cielos -Jesús el Hijo de Dios-. Mantengamos firmes la fe que profesamos.
Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo, igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno.
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su actitud reverente. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que obedecen en autor de salvación eterna.

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Juan 18,1-19,42:
C. En aquel tiempo Jesús salió con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí Él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre Él, se adelantó y les dijo:

+ -¿A quién buscáis?

C. Le contestaron:

S. -A Jesús el Nazareno.

C. Les dijo Jesús:

+ -Yo soy.

C. Estaba también con ellos Judas el traidor. Al decirles «Yo soy», retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez:

+ -¿A quién buscáis?

C. Ellos dijeron:

S. -A Jesús el Nazareno.

C. Jesús contestó:

+ -Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos.

C. Y así se cumplió lo que había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me diste.» Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro:

+ -Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?

C. La patrulla, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año, el que había dado a los judíos este consejo: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo.» Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Ese discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera, a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La portera dijo entonces a Pedro:

S. -¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?

C. Él dijo:

S. -No lo soy.

C. Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de la doctrina. Jesús le contestó:

+ -Yo he hablado abiertamente al mundo: yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo.

C. Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo:

S. -¿Así contestas al sumo sacerdote?

C. Jesús respondió:

-Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?

C. Entonces Anás lo envió a Caifás, sumo sacerdote. Simón Pedro estaba de pie, calentándose, y le dijeron:

S. -¿No eres tú también de sus discípulos?

C. Él lo negó diciendo:

S. -No lo soy.

C. Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo:

S. -¿No te he visto yo con Él en el huerto?

C. Pedro volvió a negar, y en seguida cantó un gallo. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al Pretorio. Era el amanecer y ellos no entraron en el Pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, adonde estaban ellos y dijo:

S. -¿Qué acusación presentáis contra este hombre?

C. Le contestaron:

S. -Si éste no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos.

C. Pilato les dijo:

S. -Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley.

C. Los judíos le dijeron:

S. -No estamos autorizados para dar muerte a nadie.

C. Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir. Entró otra vez Pilato en el Pretorio, llamó a Jesús y le dijo:

S. -¿Eres tú el rey de los judíos?

C. Jesús le contestó:

+-¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?

C. Pilato replicó:

S. -¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?

C. Jesús le contestó:

+ -Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.

C. Pilato le dijo:

S. -Conque, ¿tú eres rey?

C. Jesús le contestó:

+ -Tú lo dices: Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.

C. Pilato le dijo:

S. -Y, ¿qué es la verdad?

C. Dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo:

S. -Yo no encuentro en Él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?

C. Volvieron a gritar:

S. -A ése no, a Barrabás.

Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a Él, le decían:

S. -¡Salve, rey de los judíos!

C. Y le daban bofetadas. Pilato salió otra vez afuera y les dijo:

S. -Mirad, os lo saco afuera, para que sepáis que no encuentro en Él ninguna culpa.

- C. Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo:

S. -Aquí lo tenéis.

C. Cuando lo vieron los sacerdotes y los guardias gritaron:

S. -¡Crucifícalo, crucifícalo!

C. Pilato les dijo:

S.-Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en Él.

C. Los judíos le contestaron:

S. -Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios.

C. Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y, entrando otra vez en el Pretorio, dijo a Jesús:

S. -¿De dónde eres tú?

C. Pero Jesús no le dio respuesta. Y Pilato le dijo:

S. -¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?

C. Jesús le contestó:

+ -No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor.

C. Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban:

S. -Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César.

C. Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal en el sitio que llaman «El Enlosado» (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía.

Y dijo Pilato a los judíos:

S. -Aquí tenéis a vuestro Rey.

C. Ellos gritaron:

S. -¡Fuera, fuera; crucifícalo!

C. Pilato les dijo:

S. -¿A vuestro rey voy a crucificar?

C. Contestaron los sumos sacerdotes:

S. -No tenemos más rey que al César.

C. Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Tomaron a Jesús, y Él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con Él a otros dos, uno a cada lado, y en medio Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: JESÚS EL NAZARENO, EL REY DE LOS JUDÍOS. Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Entonces los sumos sacerdotes de los judíos le dijeron a Pilato:

S. -No escribas «El rey de los judíos», sino «Este ha dicho: Soy rey de los judíos.

C. Pilato les contestó:

S. -Lo escrito, escrito está.

C. Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron:

S. -No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién le toca.

C. Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica.» Esto hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:

+ -Mujer, ahí tienes a tu hijo.

C. Luego dijo al discípulo:

+ -Ahí tienes a tu madre.

C. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.

Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo:

+ -Tengo sed.

C. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre dijo:

+ -Está cumplido.

C. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con Él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.» Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.

Comentario: El Viernes Santo es la jornada que recuerda la pasión, crucifixión y muerte de Jesús. “En este día, comentaba Benedicto XVI- la liturgia de la Iglesia no prevé la celebración de la santa misa, pero la asamblea cristiana se reúne para meditar en el gran misterio del mal y del pecado que oprimen a la humanidad, para recorrer, a la luz de la Palabra de Dios y ayudada por conmovedores gestos litúrgicos, los sufrimientos del Señor que expían este mal. Después de haber escuchado la narración de la pasión de Cristo, la comunidad reza por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo, adora a la Cruz y se acerca a la Eucaristía, consumando las especies conservadas de la misa en la Cena del Señor del día precedente. Como invitación ulterior a meditar en la pasión y muerte del Redentor y para expresar el amor y la participación de los fieles en los sufrimientos de Cristo, la tradición cristiana ha dado vida a diferentes manifestaciones de piedad popular, procesiones y representaciones sagradas, que buscan imprimir cada vez más profundamente en el espíritu de los fieles sentimientos de auténtica participación en el sacrificio redentor de Cristo. Entre éstos, destaca el Vía Crucis, ejercicio de piedad que con el paso de los años se ha ido enriqueciendo con diferentes expresiones espirituales y artísticas ligadas a la sensibilidad de las diferentes culturas. De este modo han surgido en muchos países santuarios con el nombre de «calvarios» hasta los que se llega a través de una salida empinada, que recuerda el camino doloroso de la Pasión, permitiendo a los fieles participar en la subida del Señor al Monte de la Cruz, el Monte del Amor llevado hasta el final”.
Se trata de contemplar -como recomienda San Ignacio "como si presente me hallare"- el misterio de la muerte en cruz del Hijo de Dios, de Jesús, hermano y redentor nuestro. Un misterio, lleno de sentido salvador para cada hombre, que no requiere hoy tanto exhortaciones sentimentales ni explicaciones doctrinales, como hondura de fe. Misterio a contemplar, misterio para vivir.
1. Espectacular realismo en esta profecía hecha 800 años antes de Cristo, llamada por muchos el 5º Evangelio. Que nos mete en el alma sufriente de Cristo, durante toda su vida y ahora en la hora real de su muerte. Dispongámonos a vivirla con Él. “Las dos primeras lecturas y el salmo responsorial constituyen prácticamente textos paralelos. Los tres contienen la descripción del misterio de la muerte gloriosa: "El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento. Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años: lo que el Señor quiere prosperará por sus manos" (primera lectura). "A tus manos encomiendo mi espíritu... Haz brillar tu rostro sobre tu siervo..." (salmo). "Experimentó la obediencia, y se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (segunda lectura).
La idea que atraviesa esas lecturas es sobre todo que el Siervo, con su muerte, salva: Él es el sacerdote que ofrece su propia sangre. Él ha mantenido la fidelidad al Amor de modo total, y no se ha echado atrás por temor a ser destrozado por el pecado que domina el mundo: así, ha abierto en medio de la historia de los hombres un camino que es camino de Dios. Todo esto resuena de modo especial en la celebración con la solemne aclamación antes de la pasión: "Cristo, por nosotros..."”. La figura del siervo “es lo más exquisito y misterioso del mensaje consolador. Encarna todo el sufrimiento humano incluido el de la muerte afrentosa. Pero en esa figura el dolor se redime, porque es aceptado, es inocente, es por otros y termina en victoria. Reúne y hermana dos suertes, al parecer irreconciliables: la humillación y la elevación, el sufrimiento y el triunfo, la muerte y la vida. Dios y los hombres testifican con el siervo que el dolor inocente es redimido y redime”.
a) La Pasión de san Juan es la pasión que describe la obra del sexto día: la formación del hombre nuevo, a través de los sufrimientos del Hombre: "¡Ecce homo!" (Jn 19,5). Jesús es el Hombre, el hombre definitivamente realizado, porque ha vivido totalmente lo que hace que los hombres seamos verdaderamente hombres: el Amor, es decir, la vida de Dios. Cuando Jesús se da cuenta de que todo lo que decía la Escritura se ha realizado (el nuevo pueblo de Dios está iniciado en las personas de María y el discípulo) sólo le queda proclamar la continuación de esta obra "entregando el Espíritu", y el agua y la sangre (J. Lligadas).
“Hoy celebramos ya la Pascua, en su primer momento, el de la Muerte. La Pascua abarca un doble movimiento, descendente y ascendente, y es un único acontecimiento: muerte y resurrección del Señor. Los tres días se celebran como un único día, y tiene una única Eucaristía, la de la Vigilia, punto culminante del Triduo, donde no se recordará sólo el aspecto glorioso, sino toda la "inmolación del Cordero Pascual". Pascua no es sólo la resurrección: antes es la Muerte. No podemos quedarnos en celebrar sólo la Muerte, pero tampoco sólo en la glorificación. Por eso, la celebración de hoy con un tono de fe pascual y esperanza, tiene con todo un clima de sobriedad y admiración contenida por el gran acontecimiento de la entrega del Siervo hasta la muerte” (J. Aldazábal).
b) El libro de los Hechos de los Apóstoles (8, 26-40) nos presenta a un funcionario etíope leyendo el volumen de Isaías. Y a partir de un fragmento del "cuarto cántico del Siervo" Felipe le anuncia la Buena Nueva de Jesús, lo que conducirá al etíope a pedir el bautismo. El hecho quiere decir que muy pronto los cristianos encontraron en este último "cántico del Siervo" suficientes elementos como para poder aplicarlo a lo que había sucedido con Jesús de Nazaret.
“El "cántico" está muy bien construido. Con una simplicidad aparente, consigue implicar al lector-oyente en la contemplación del Siervo. Con una descripción penetrante, pero alejada del sentimentalismo barato, nos lleva a sentirnos formando parte del "nosotros" que ocupa la sección central del "cántico". En efecto, al inicio y al final es Dios quien habla de su Siervo, que "tendrá éxito, y subirá y crecerá mucho" porque "cargó sobre él todos nuestros crímenes", y así, "intercedió por los pecadores". Pero en el resto del "cántico" hablan unos "nosotros" que, al contemplar todo lo que le ha sucedido al Siervo de Dios, confiesan el propio pecado, por el cual el propio Siervo ha padecido hasta morir. La imagen del cordero que, sin abrir la boca, es conducido al matadero, llevará a Juan a hablar, en su evangelio, de Jesús como el Cordero de Dios que quita (toma sobre sí y destruye) el pecado del mundo. El libro del Apocalipsis se referirá a menudo a Jesús victorioso de la muerte mediante la figura del Cordero que ha sido degollado pero que vive por siempre. Hay que destacar también la pregunta: "¿quién puede creer lo que hemos oído?" Realmente la biografía del "Siervo" es increíble. Llega a la glorificación máxima a través de la humillación más total, a través de aquel sufrimiento que desfigura al hombre, que desdibuja la imagen de Dios hasta el punto de convertirse en repugnante y menospreciable. En un momento en que fácilmente los cristianos tenemos la tentación de dejarnos arrastrar por el culto a la "imagen", es bueno recordar que este "cuarto cántico del Siervo" lo aplicamos a Jesús y, de rebote, estamos diciendo que es modelo para nosotros” (J. M. Grané).
“Este cuarto cántico del Siervo prolonga el anterior, ofreciéndonos reflexiones mucho más profundas sobre su destino: a pesar de su inocencia, es condenado, pero al fin obtiene la glorificación después de su gran humillación. La disposición del material de este cuarto poema es muy sencilla, dejándose oír varias voces a lo largo de sus versículos.
-Comienza el cántico con un oráculo divino (52, 13-15), en el que se anuncia de antemano el éxito de su siervo. Éxito obtenido no por cálculos humanos, sino por su docilidad al Señor. El desfigurado por su dolor hasta causar espanto es admirado por reyes y pueblos después de su exaltación. "Yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza..." (Sal 22, 07ss). Y los que antes se espantaron de su figura, ahora deben permanecer callados en señal de admiración. Algo inaudito ha ocurrido en la historia de la salvación.
-En el cuerpo del relato (53, 1-11a), un grupo anónimo nos habla del nacimiento, sufrimiento, muerte, sepultura y glorificación del Siervo.
El mensaje de este cántico es tan inaudito que los oyentes no se lo creen (v. 1); y esta incredulidad nace ante la humana debilidad de la que nos hablan los vs. 2-9 (cf 2 Cor 12,9). El nacimiento y crecimiento del siervo es oscuro como raíz en tierra árida (v. 2). Hombre desfigurado por el dolor, por el sufrimiento y abandonado por los otros hombres, dejado de lado por la sociedad como lo son todos los insignificantes de este mundo. Soledad, ostracismo, al que son condenados por esta sociedad llamada civilizada. Este grupo anónimo considera su dolor como castigo por sus pecados (v. 3). Y aquí surge su sorpresa; ante su exaltación se pregunta: ¿No será Él justo y nosotros los criminales? El pueblo se confiesa reconociendo que el sufrimiento del siervo tiene un valor salvífico para los demás; sus cicatrices tienen un valor curativo. Él sufre, pero nosotros somos los pecadores (vs. 4-6). Un juicio y una condena injusta acaban con Él en la sepultura (vs. 8-9) y la suma ironía consiste en reconocer su inocencia después de su muerte. Pero su muerte no ha sido inútil y el profeta presenta al siervo superviviendo de alguna manera (vs. 10-11a). Afirmar la resurrección sería forzar el texto, pero su muerte no ha sido algo inútil; el fracaso ha conducido al éxito, la muerte no es el punto final, sino que conduce a la vida.
-El oráculo divino de los vs. 11b-12 cierra el poema recordándonos que el siervo recibe el premio de sus sufrimientos, de su abnegación. El vive y dará la vida a una gran multitud. Debilidad y fuerza, inocencia y persecución, sufrimiento y paciencia, humillación y exaltación, constituyen una parte importante de la vida de Jesús. El desfigurado en su pasión y su muerte en la cruz es reconocido como el justo (Hech. 3, 13 ss). Su silencio impresiona a Pilatos; es humillado y acepta la humillación; después de muerto, el centurión reconocerá su inocencia. Dios lo exaltará a su derecha y le dará en herencia una multitud inmensa entre la que nosotros nos contamos” (Dabar).
2. Este salmo 30 se canta el Viernes Santo, ya que Jesús en la cruz, tomó de él, su "última palabra" antes de morir: "En tus manos, Señor, encomiendo mi Espíritu" (Lucas 23,46). Recitado por Jesús en la cruz, ahí se entrecruzan la confianza, el dolor, la soledad y la súplica: con el Varón de dolores, hagamos nuestra esta oración.
a) Jesús se lo apropia en su oración personal, es una doble oración:
-El comienzo es la súplica de un acusado inocente, de un enfermo, de un moribundo, expuesto a la persecución: es un maldito, excluido de la comunidad, y "que produce miedo en sus amigos" porque se lo considera como embrujado por malos espíritus... Se huye de él como de un apestado.. . ¿Será su mal contagioso?
-Pero la parte final del salmo es la dulce oración de intimidad de un huésped de Yahvé: a pesar de las acusaciones injustas de que es objeto este moribundo, continúa cantando la felicidad de su vida de intimidad con Dios: "Me confío en Ti, Señor... Mis días están en tus manos... Tu amor ha hecho para mí maravillas... ¡Tú colmas a aquellos que confían en Ti!" (www.mercaba.org).
b) "Soy el hazmerreír de mis adversarios...". Fariseos, escribas, bribones... se burlaban de Él. No se contentaron con matarlo, se ensañaron y lo envilecieron, entregándolo a los ultrajes humillantes de la soldadesca... El motivo mismo de la condenación era una burla de desprecio, escrita en tres idiomas: "Jesús Nazareno, ¡Rey de los judíos!".
"Huyen de Mi... Mis amigos me tienen miedo...". A pocas horas de la Última Cena tomada con ellos, los apóstoles todos huyeron en el momento del arresto en Getsemaní...
"Oigo las burlas de la gente; se ponen de acuerdo para quitarme la vida...". Escuchamos a las multitudes excitadas por sus jefes pedir su muerte: "¡que lo crucifiquen! ¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!". La muerte que deseamos para nuestros seres queridos, para nosotros mismos es la muerte apacible, rodeados por aquellos que nos aman. ¡Qué fortuna para un moribundo, cuyos últimos instantes transcurren mano sobre mano con la persona amada! Jesús, por el contrario, estuvo rodeado de rostros airados.
"Me han olvidado como a un muerto, como a un cacharro inútil...". Expresiones de una violencia inaudita. No, la muerte de Jesús no fue una muerte "natural"... Fue una muerte "de desprecio", la muerte de los esclavos y de los condenados, "como una cosa"... que se puede, si se quiere, "clavar". "Sin embargo, confío en Ti, Señor, y digo: ¡Tú eres mi Dios!".
"En tu mano está mi destino... En tus manos encomiendo mi espíritu". Estas palabras del salmo afloraron espontáneamente en sus labios... Antes de entrar en el "sueño de la muerte". Y la Iglesia en el oficio de "Completas", nos sugiere repetirlo cada tarde, antes de acostarnos: ponernos en las manos del Padre.
"Sálvame por tu amor... Bendito sea Dios, su amor ha hecho en mi maravillas...". En el texto hebreo, aparece la famosa palabra "Hessed", el amor. La resurrección está próxima, Jesús lo sabe. ¿Cómo podría olvidarlo en este instante?
"Sed fuertes y valientes de corazón todos cuantos esperáis en el Señor..." Jesús tenía conciencia de que no moriría para Él solo. Se dirige a todos. Él es "el icono" de todo hombre que muere: "ánimo", nos dice.
c) Habiendo puesto este salmo "en labios" de Jesús, hay que ponerlo "en nuestros propios labios", repetirlo por cuenta nuestra, y para el mundo de hoy. ¡Hay tantos enfermos, en los hogares y en los hospitales! ¡Tantos perseguidos, tantos despreciados, tantas personas consideradas como "cosas"! ¡Tantos aislados, abandonados! Pero vayamos hasta el fin del salmo, y repitamos también la acción de gracias (Noel Quesson).
“A las personas que tienen dificultad para relajarse, se les aconseja tensarse muscularmente, hasta la máxima tesitura, y luego soltarse de golpe. Es el mismo procedimiento que se utiliza en el método psicoanalítico: se hace dolorosamente consciente lo que es dolorosamente inconsciente, sea en el área del miedo, de la desesperación, etc.; y cuando se ha llegado precisamente al punto más álgido y doloroso, ahí mismo se inicia la curva descendente de la liberación. Lo mismo sucede en el salmo 31. Percibimos en el alma del salmista un gran movimiento, con diferentes temperaturas y niveles. Comienza el salmista con un cierto grado de ansiedad (vv. 2-5), pero pronto pasa a la confianza-seguridad (vv. 6-9). Retorna a una desesperación mucho más profunda, casi al borde de límite (vv. 10-14), y, a partir de esta cúspide, salta el salmista, en una transición bastante brusca, a la paz más profunda y definitiva (vv. 15-24), de tal manera que no parece la misma persona en las distintas situaciones, como si hubiera habido un desdoblamiento de personalidad”.
El hombre está al comienzo del salmo atrapado en sus propias redes. “En-si-mismado. Y este ensimismamiento es una cárcel, una prisión; el salmista está preso de sí mismo; y en un calabozo no hay sino sombras y fantasmas. Por eso vemos al salmista asustado. Una fantasía encerrada y asustada ve sombras por todas partes, percibe como reales las cosas inexistentes, o los hechos reales los reviste de dimensiones desmesuradas; todo queda magnificado por el miedo”. Esta es la situación de las personas que tienen tendencias subjetivas, como obsesiones, complejos de inferioridad, manías persecutorias, inclinaciones pesimistas... “Estos sujetos, que no son pocos, no viven, sino agonizan: viven entre suposiciones, presuposiciones, interpretaciones, obsesiones, «hijas» todas ellas del en-si-mismamiento: fulano no me escribe, ¿qué le habrán dicho de mí?; aquella amiga no me ha mirado, ¿por qué será?; aquí ya nadie me quiere, están pensando mal de mí, etc. ¡Cómo sufre la gente, y tan sin motivo! La explicación de fondo, repetimos, es que estas personas están encerradas en sí mismas como en una prisión.
Cuando el hombre se encuentra consigo mismo, en sí mismo, se siente tan inseguro, tan precario y tan infeliz que es difícil evitar el asalto de miedo, el cual, a su vez, engendra los fantasmas.
En el versículo 6, el salmista despierta, ¡gran verbo de liberación! Toma conciencia de su situación de encierro, y sale ¡otro verbo de liberación! Toda liberación es siempre una salida. El salmista se suelta de sí mismo -estaba preso de sí- y salta a otra órbita, a un Tú. «A tus manos encomiendo mi espíritu» (v. 6). Y, al colocarse en ese otro «mundo», en ese otro «espacio», como por arte de magia se derrumban los muros de la cárcel, se ensanchan los horizontes y desaparecen las sombras. Amaneció la libertad.
«Tú, el Dios leal, me librarás» (v. 6). Me librarás, ¿de qué? De los enemigos. ¿Qué enemigos? De aquellos que fundamentalmente eran «hijos» del miedo. Y, aun cuando antes hubieran sido objetivos, el mal del enemigo es el miedo del enemigo, o mejor, es el miedo el que constituye y declara como enemigos a las cosas adversas. Pero, al situarse el hombre en el «espacio» divino, al experimentar a Dios como roca y fuerza, se esfuma el miedo y, como consecuencia, desaparecen los enemigos. He ahí el itinerario de la libertad”.
Realmente es difícil sintetizar, en tan pocos versículos (vv. 10-14), tan espeluznante descripción: los enemigos se burlan, los vecinos se ríen de él, los conocidos evitan cruzarse en su camino (v. 12), se le deja olvidado como a un muerto, se le desecha como a un trasto viejo (v. 13)… “Puros fantasmas y engendros subjetivos, fruto de la recaída en el ensimismamiento. El salmista está viviendo escenas de horror, lo mismo que en una pesadilla nocturna: una persona, en el primer sueño, protagoniza un episodio tan horrible que despierta con taquicardia, y con todos los síntomas de haber librado una batalla de muerte. Despierta, y... ¡qué alivio!, ¡todo fue un sueño! En estos versículos, el salmista está realmente dormido en la mazmorra de un ensimismamiento, enclaustrado, perseguido por las sombras, girando en torno a alucinantes espectros. Al despertar (v. 15), comprobará la mendacidad de tales aprensiones.
Quisiera resalta aquí otra lección de vida: ¿cómo se explica esta recaída? Acababa el salmista de hacer una magnífica descripción de su liberación: se sentía libre, seguro, gozoso. Y ahora, de nuevo esta tempestad tan repentina. Tal es la condición humana. Hay personas que son especialmente versátiles e inestables. Pero, aquí, no nos referimos expresamente a ellas. Los estados de ánimo, aun de personas normalmente estables, son oscilantes, suben y bajan, no de otra manera que las alteraciones atmosféricas: ahora la persona está inquieta; horas más tarde, despreocupada; al mediodía, vacilante, al anochecer, resuelta... Hay que comenzar por aceptar con paz esta condición oscilante de la naturaleza, sin asustarse ni alarmarse. La estabilidad, el poder total, la libertad completa vienen llegando después de mil combates y mil heridas, después de muchas caídas y recaídas.
Como dijimos, la nueva y deplorable situación del salmista se debe a la nueva encerrona en el presidio de sí mismo. Necesita salvarse de sí mismo para poder salvarse de sus enemigos. Y esta liberación será fruto, una vez más, de un acto de fe, que es una salida, o, si se quiere, de un acto de adoración, que es siempre el gran éxodo.
En efecto, con la conjunción adversativa pero el salmista sale y, en un salto acrobático, se arroja en el seno de Dios, como diciendo: todos están en contra de mí, «pero yo confío en ti, Señor; yo te digo: tú eres mi Dios» (v. 15). ¡Increíble! Con este acto de adoración, y con el consiguiente olvido de sí mismo, caen los muros opresores, se dilatan los horizontes, la luz inunda los espacios, nace de nuevo la libertad, esta vez definitivamente, y vuelve a brillar la alegría.
Al sumergirse en el mar de Dios, el salmista participa de su misma solidez y seguridad. En adelante, hasta el versículo final, tendrá buen cuidado de no volverse sobre sí mismo, porque ya sabe por experiencia que ahí está la raíz de sus más íntimas desventuras; sabe también que mientras mantenga su atención fija en los ojos del Señor, no retornarán los sobresaltos, y el miedo no volverá a rondar su morada.
El liberador es Dios, pero la liberación no se consumará mágicamente. Mientras el hombre se mantenga centrado en sí mismo, encerrado en los muros del egoísmo, será víctima fatal de sus propios enredos y obsesiones, y no habrá liberación posible. El problema consiste siempre en confiar, en depositar en sus manos las inquietudes, y en descargar las tensiones en su corazón. Efectivamente, el salmista reclina la cabeza en el regazo del Padre, coloca en sus manos las tareas y los azares (v. 16), como quien extiende un cheque en blanco.
La libertad profunda, esa libertad tejida de alegría y seguridad, consiste en que «brille tu rostro sobre tu siervo» (v. 17), en «caminar a la luz de su rostro» (Sal 89), en experimentar que Dios es mi Dios. Entonces, las angustias se las lleva el viento, y los enemigos rinden sus armas por el poder de «su misericordia» (v. 17), ya que los enemigos se albergan en el corazón del hombre: son enemigos en tanto en cuanto se los teme; y el temor tiene su asiento en el interior del hombre, pero el Señor nos libra del temor (…) En los versículos finales, el salmista avanza jubilosamente, de victoria en victoria, hasta clavar en la cumbre más prominente este enorme grito de esperanza: «Sed fuertes y valientes los que esperáis en el Señor» (v. 25).
Los que se saltaron sus estrechos márgenes y abandonaron sus oscuras concavidades, y, en alas de la fe, remontaron el vuelo hacia los «espacios» abiertos de Dios, y confiando en Él, le entregaron las llaves de sus propias moradas, todos éstos participarán de la libertad, fortaleza y audacia de Dios (“salmos para la vida”, Claret).
3. Cristo es el auténtico Sacerdote del Nuevo Testamento. Sin embargo, esta condición suya no implicaba ninguna clase de privilegio: pasó por todo como cualquier mortal, e incluso no fue escuchado en su petición -condicionada a la voluntad del Padre- de ser liberado de aquella muerte. He aquí, pues, la imagen de los ministros del Evangelio.
4. Los títulos que se dan a Jesús componen una hermosa Cristología. Jesús es Rey. Lo dice el título de la cruz, y el patíbulo es trono desde donde Él reina. Es sacerdote y templo a la vez, con la túnica inconsútil que los soldados echan a suertes. Es el nuevo Adán junto a la Madre, nueva Eva, Hijo de María y Esposo de la Iglesia. Es el sediento de Dios, el ejecutor del testamento de la Escritura. El Dador del Espíritu. Es el Cordero inmaculado e inmolado al que no le rompen los huesos. Es el Exaltado en la cruz que todo lo atrae a sí, por amor, cuando los hombres vuelven hacia Él la mirada.
La Madre estaba allí, junto a la Cruz. No llegó de repente al Gólgota, desde que el discípulo amado la recordó en Caná, sin haber seguido paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo, signo de contradicción como Él, totalmente de su parte. Pero solemne y majestuosa como una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo. Maternidad del corazón, que se ensancha con la espada de dolor que la fecunda. La palabra de su Hijo que alarga su maternidad hasta los confines infinitos de todos los hombres. Madre de los discípulos, de los hermanos de su Hijo. María contempla y vive el misterio con la majestad de una Esposa, aunque con el inmenso dolor de una Madre. Juan la glorifica con el recuerdo de esa maternidad. Último testamento de Jesús. Última dádiva. Seguridad de una presencia materna en nuestra vida, en la de todos. Porque María es fiel a la palabra: He ahí a tu hijo.
El soldado que traspasó el costado de Cristo de la parte del corazón, no se dio cuenta de que cumplía una profecía y realizaba un último, estupendo gesto litúrgico. Del corazón de Cristo brota sangre y agua. La sangre de la redención, el agua de la salvación. La sangre es signo de aquel amor más grande, la vida entregada por nosotros, el agua es signo del Espíritu, la vida misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre nosotros.
En la Pasión según San Juan se dice que las últimas palabras pronunciadas por Jesús fueron: «Está cumplido.» Los hombres tienen encomendada por Dios una tarea a realizar. A veces esta tarea es paradójica; solamente se puede comprender a través de la fe. Pero realmente lo que puede dar sentido a la vida es acabarla con esta gran afirmación: «Está cumplido.»
a) “El relato de la pasión según san Juan coincide en gran parte con los sinópticos, pero hay diferencias muy claras. La característica especial de Juan es el punto de vista teológico desde el que enfoca todo el evangelio: la revelación de la gloria de Jesús, la llegada de su exaltación. Para él también en la pasión se revela la gloria del Hijo de Dios. Juan no presenta la pasión y muerte de Jesús desde la reacción natural psicológica, sino que trata de dar el sentido espiritual de la misma. La muerte de Jesús es su glorificación.
El relato histórico y la forma literaria están en función de unos temas doctrinales que explican la originalidad y las diferencias de la narración de Juan en relación con los otros evangelios.
Presenta la pasión en cuatro cuadros: Getsemaní (18,1-11); ante Anás (18,16-27); ante Pilato (18,28-19,15); en el Calvario (19,19-37). En cada uno de estos cuadros hay un rasgo característico, un tema principal y una declaración importante.
Un tema clave es la libertad de Jesús ante la muerte. Jesús va a la muerte con pleno conocimiento de lo que le espera: conociendo todo lo que iba a acontecer (18,4), consciente de que todo está cumplido (19,28). Como pastor de las ovejas entrega su vida por ellas (10,17-18). Nadie le quita la vida. La da. Conoce la intención de Judas. Prohíbe a Pedro que le defienda. Se entrega cuando quiere.
En las escenas de la pasión aparece siempre dueño de sí mismo y de sus enemigos. Él lleva la cruz y con ella se aparece como rey vencedor. Juan presenta la pasión como la epifanía de Cristo Rey.
Es la hora de la exaltación y glorificación. Para resaltar esta idea Juan abrevia y omite toda descripción encaminada a relatar los sufrimientos físicos y las circunstancias que podrían sobreexcitar la sensibilidad. En cambio ofrece desde otro aspecto una larga descripción del arresto en Getsemaní, del proceso ante Anás y ante Pilato. Pero omite o reduce otros episodios que ha puesto en otro contexto: el complot de los judíos (11,47-53); la unción de Betania (12,1-8); la agonía (12,27); y sobre todo la última cena con el discurso de despedida, la denuncia de la traición y el abandono (12,1-2.21-32.36-38; 14,13). La brevedad de la escena ante Caifás se explica porque el juicio se había realizado ya durante la vida - cc. 5 y 7-9-. La escena ante Pilato adquiere un tono majestuoso en el que casi no se sabe quién es el juez. Le bastan unas palabras para describir la subida al Calvario y la crucifixión. Para Juan es la marcha de Jesús para tomar posesión de su trono. Elimina todos los demás acontecimientos (Simón de Cirene, las mujeres...) para mantener la atención fija en Jesús y en su cruz. Jesús crucificado en medio de los dos ladrones es su exaltación y la expresión de su poder de salvación.
Juan a lo largo del evangelio se ha preguntado repetidas veces quién era Jesús: cuando los sacerdotes (1,19); la Samaritana (4,11.29); la muchedumbre (6,2.26); las autoridades judías (7,27; 8,13; 9,29); durante la pasión se hace la pregunta dos veces (18, 4.7; 19,9). La respuesta ha sido: Jesús es el Hijo de Dios. Para facilitar esta aceptación de Jesús, como Hijo de Dios, pone de relieve los indicios de su divinidad. Nadie podía juzgar a Jesús.
Para expresar esta verdad Juan presenta el juicio ante el mundo y el imperio (19,15). La sentencia se da en las tres lenguas universales (19,20) a fin de atraer a todos los hombres en torno a la cruz.
Por la muerte Jesús llega a la glorificación. La pasión es la hora de la misteriosa glorificación del Hijo del Hombre. Isaías sitúa esta elevación después de la muerte del siervo (Is 52,13; 53,11). Pablo la identifica con la resurrección y la ascensión (Flp 2,8s). Juan la ve en lo más profundo de la pasión. Para recordar y explicar este aspecto Juan hace coincidir la muerte de Jesús con la hora de la inmolación del cordero pascual. Es la hora en la que la humanidad entra en comunión de vida con Dios.
Juan, como Lucas, ve en la pasión el combate con el poder de las tinieblas y subraya el carácter voluntario de la entrega de Jesús. En Juan, como en Mateo, Jesús es rechazado por Israel no sólo porque ha preferido a Barrabás, sino porque ha elegido al César. El poder de Jesús no es sólo afirmado, sino que se manifiesta en forma visible en el huerto de Getsemaní y se impone en los interrogatorios ante Anás y Pilato. Como en Marcos su relato conserva el carácter de testimonio vivido no por el joven que huye en la oscuridad, sino por el discípulo amado que testifica oficialmente los hechos (Jn 19,26.35).
La pasión según san Juan no es sólo una invitación a un acto de fe como en Marcos, o de adoración como en Mateo, o a la participación como en Lucas; sino que es sentirse comprometido en el camino que lleva a la cruz” (P. Franquesa).
b) S. Agustín comenta este relato en el sentido de poner nuestra confianza y nuestra gloria en la muerte del Señor: “La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es para nosotros un ejemplo de paciencia, a la vez que seguridad de alcanzar la gloria (…) ¿Quién dudará de que Él ha de donarles su vida, si les donó incluso su muerte? ¿Por qué duda la fragilidad humana en creer que será una realidad el que los hombres vivan algún día en compañía de Dios? Mucho más increíble es lo que ya ha tenido lugar: que Dios haya muerto por los hombres”.
“Sí. Es la hora de la más densa oscuridad. En pleno mediodía nada puede verse. Es el eclipse total de la razón. Son los esquemas humanos, nuestras ideas sobre Dios engullidas por la oscuridad. La razón tropieza y se despeña y desaparece en el vacío del escándalo de la cruz. Y en el instante de más impenetrable oscuridad brota la chispa inesperada. Cuando el alarido atroz del condenado se apaga en un silencio de muerte, he aquí que es nuevamente desgarrado por una voz: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15,39). Por fin alguien ha arrancado de las tinieblas la silueta auténtica de Cristo. El "reconocimiento" sucede en la oscuridad. La luz depende de nosotros. Debe estar en nuestra mirada. No es que el centurión romano -de cuya boca salió esa confesión de fe que marca el momento cumbre del evangelio de Marcos- poseyera una mirada más penetrante que los demás. El Espíritu le había encendido algo dentro. Algo que le permitió ver claro, identificar al ajusticiado. La fe que nos posibilita la reconstrucción de la silueta del hombre, colgado en la cruz, que nos permite superar el escándalo de la cruz, más aún, que precisamente mediante el escándalo, el tropiezo, el extravío, nos hace permanecer en pie, gritando nuestro descubrimiento, es un don y sólo un don (como el relámpago genial del artista). De todos modos, ahora y sólo ahora es posible decir quién es Jesús” (Alessandro Pronzato).
c) la misericordia divina se ha vertido completamente sobre la tierra, sobre las generaciones: “La vena conductora del amor de Dios a través de la historia ha llegado a su cenit. Ayer, este amor "hasta el extremo" lo celebrábamos en el memorial eucarístico. Esta tarde, lo celebramos en el hecho histórico, sangriento y trascendente de la pasión y muerte de Jesús. Fue un viernes antes de la jornada solemnísima de la Pascua de los judíos. "Porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano... Mi siervo justificará a muchos porque cargó con los crímenes de ellos". Lo hemos escuchado en la profecía de Isaías, en la primera lectura. Ante la pasión de Jesús no son necesarios muchos discursos. Es la hora de la admiración y la comunión de sentimientos; por tanto, hemos de limitarnos a ayudar a contemplar, solidarios con el alma de María, quien, como en Belén, "conservaba todo esto en su corazón". "Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia".
Jesús clavado en la cruz es transparencia "de quién es Dios", de "cómo es Dios". La fidelidad se encuentra en el corazón de la cruz. El misterio de la cruz no se descubre como quien resuelve un problema. La única clave es el amor gratuito hasta el final. "Uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua". Las últimas gotas de vida. Una vida liberada de los estímulos de poder y de estrategias humanas. Hacía un año que, en el desierto, después de la multiplicación de los panes, querían hacerle rey y huyó a la montaña. Pocos días antes, había entrado en la ciudad santa en medio del entusiasmo popular, ciertamente, pero montado en un borrico. Sería el hazmerreír de la gente sensata. En la cruz, liberado de todo falseamiento humano, cobran pleno sentido las palabras que un día dijo en el atrio del templo: "Si alguno tiene sed, que venga a mí, y que beba. Como dice la Escritura, nacerán ríos de agua viva del interior de los que creen en mí". Decía eso refiriéndose al espíritu que habrían de recibir los que creerían en Él.
Un misterio de fidelidad. La fuerza de Jesús durante la pasión se descubre en la Resurrección. La pasión, la muerte y la resurrección de Jesús son diferentes facetas de una gesta de fidelidad. La Resurrección no es un premio, sino el estallido de la fidelidad del Padre. El silencio total durante la pasión había de ser lo más doloroso para Jesús. Incomprensiblemente era signo de la presencia del Padre. Se adivina esta presencia muda en la valentía de Jesús, cuando en el huerto se presenta con la cabeza bien erguida a los enviados por los sacerdotes y fariseos. En la certeza de la fidelidad del Padre, dice a Pedro cuando desenvaina la espada para defenderlo: "Mete la espada en la vaina". Y responderá a Pilato con serena fortaleza, aunque prevea la tormenta que se le viene encima: "Yo para eso he nacido y para eso he venido al mundo: para ser testigo de la verdad". En un vacío total pone su último aliento en las manos del Padre, seguro de su fidelidad.
Nadie podrá decir: "Nadie ha bajado a mi soledad". Siguiendo la misión confiada por el Padre, Jesús penetra hasta el fondo de la soledad del hombre. Al aceptar morir entre los malvados y sin Dios, manifiesta que la nueva relación de Dios con los hombres llega hasta donde todo clama su ausencia; y baja hasta allá con una gratuidad absoluta. Nadie, por alejado y solo que se encuentre, podrá decir nunca: "En donde me encuentro yo, Jesús no ha bajado". Jesús en la cruz es la persona más unida a Dios y la más unida a los hombres y mujeres de cada tiempo. Da Dios mismo a la humanidad y la humanidad a Dios. En adelante, la cruz es el gran misterio sepultado en la humanidad. Con los ojos iluminados por la contemplación de la cruz, nos ponemos frente al mundo para contemplarlo "como quien ve -en Él- al invisible" y escuchar la voz que nos llama: "Tengo sed".
Después de unos momentos de silencio y animados por el Espíritu que brota de la cruz, oraremos por las necesidades de todos los hombres y mujeres contemporáneos nuestros. Hoy más que nunca, las peticiones de los cristianos no pueden tener fronteras. Después, veneraremos la cruz. Contemplada con ojos de bautizado, ojos de resurrección, se convierte en signo de la fidelidad de Dios en medio del mundo. Y confesaremos la fe del centurión, que es la fe de la Iglesia: "Realmente este hombre era Hijo de Dios" (Jaume Camprodon).
d) Desde 1955, cuando lo decidió Pío XII en la reforma que hizo de la Semana Santa, no sólo el sacerdote -como hasta entonces - sino también los fieles pueden comulgar con el Cuerpo de Cristo. Aunque hoy no hay propiamente Eucaristía, pero comulgando del Pan consagrado en la celebración de ayer, Jueves Santo, expresamos nuestra participación en la muerte salvadora de Cristo, recibiendo su "Cuerpo entregado por nosotros". Transcribo aquí un poema escrito por una carmelita descalza de Igualada (Cataluña, España), que ha llenado de consuelo a más de una persona enferma, y que puede servirnos a todos, pues describe la trayectoria de la vida, con momentos de luces y de sombras, pero que al final todo encuentra un sentido en los planes de Dios. Me limitaré a algunos comentarios, entre paréntesis. En la primera parte, habla de sueños y de infancia, de imaginación y de ganas de vivir, sin codicia que la distraiga del deseo de cumplir la voluntad de Dios, que va naciendo en su alma y que cultivará día a día, pues la vida cristiana puede resumirse en docilidad en dejarse llevar por el Espíritu de Dios:

“Pues, he aquí que una vez, / una gotita de agua / en lo profundo del mar / vivía con sus hermanas.
Era feliz la gotita… / libre y rápida bogaba / por los espacios inmensos / del mar de tranquilas aguas / trenzando rayos de sol / con blondas de espuma blanca.
¡Qué contenta se sentía, / pobre gotita de agua, / de ser humilde y pequeña, / de vivir allí olvidada / sin que nadie lo supiera, / sin que nadie lo notara!
Era feliz la gotita… / ni envidiosa ni envidiada, / sólo un deseo tenía, / sólo un anhelo expresaba…
En la calma de la noche / y al despertar la alborada / con su voz hecha murmullo / al Buen Dios así rezaba: / “Señor, que se cumpla en mí / siempre tu voluntad santa; / yo quiero lo que Tú quieras, / haz de mi cuanto te plazca”… / y escuchando esta oración, / Dios sonreía… y callaba.
Una tarde veraniega / durmióse la mar, cansada, / soñando que era un espejo / de fina y de bruñida / un sol de fuego lanzaba / sus besos más ardorosos.
Era feliz la gotita / al sentirse así besada… / el sol, con tiernas caricias, / la atraía y elevaba / hacia él y, en un momento, / transformóla en nube blanda.
Se reía la gotita / al ver cuan alto volaba, / y, dichosa, repetía / su oración acostumbrada: / “Cúmplase, Señor, en mí / siempre tu voluntad santa”… / al escucharla el Señor / se sonreía… y callaba.
(Son momentos de subir, de goce, de sentir entusiasmada que todo se ve de color rosa, que todos los sueños se harán realidad)
Mas, llegado el crudo invierno / la humilde gota de agua, / estremecida de frío, / notó que se congelaba / y, dejando de ser nube, / fue copo de nieve blanca.
Era feliz la gotita / cuando, volando, tornaba / a la tierra, revestida / de túnica inmaculada / y en lo más alto de un monte / posaba su leve planta.
Al verse tan pura y bella / llena de gozo rezaba: / “Señor, que se cumpla en mí / siempre tu voluntad santa”… / y allá, en lo alto del cielo / Dios sonreía… y callaba….
(Aquí veo referencias a la vocación al Carmelo –monte- vestida ya del hábito -túnica inmaculada-. Una vez vencido el afán de independencia, la entrega a Dios da un gozo de auténtica libertad. Sin embargo, la vocación de cada uno es la importante, lo que quiere Dios es que cumplamos su voluntad, manifestada en primer lugar en los mandamientos, pero –como siguió diciendo Jesús al joven rico- seguirle en las circunstancias en las que nos llama, y decirle que sí. Por tanto no se trata de un “estado de perfección” al que nos subimos y ya está hecho, sino de la “perfección en el propio estado”, ahí dejarse llevar por lo que Dios quiere, en docilidad manifestada en las cosas de cada día, como sigue diciendo la poesía...)
Y llegó la primavera / de mil galas ataviada; / al beso dulce del sol / fundióse la nieve blanca / que, en arroyo convertida, / saltando alegre cantaba / al descender de la altura / cual hilo de fina plata.
Era feliz la gotita… / ¡cuánto reía y gozaba / cruzando prados y bosques / en su acelerada marcha! / y a su Dios esta oración / suavemente murmuraba: / “En el cielo y en el mar, / en el prado o la montaña, / sólo deseo, Señor, / cumplir tu voluntad santa”… / y Dios, al verla tan fiel, / se sonreía…y callaba…
(No es difícil esta oración, cuando todo va según el entusiasmo de esta segunda juventud, en el entusiasmo que da el seguimiento del Amor auténtico... pero llega la cruz, y ahí se demuestra que la santidad no es sólo decir “Señor, Señor” sino cumplir su Voluntad...)
Pero un día la gotita / contempló, aterrorizada, / la oscura boca de un túnel / que engullirla amenazaba, / trató de huir, mas en vano, / allí quedó encarcelada / en tenebrosa mazmorra / musitando en su desgracia / aquella misma oración / que antes, dichosa, rezaba: / “Señor, que se cumpla en mí / siempre tu voluntad santa… / en esta noche tan negra, / en esta noche tan larga / en que me encuentro perdida / Tú sabes lo que me aguarda, / yo quiero lo Tú quieras, / haz de mí cuanto te plazca”… / mirándola complacido / Dios sonreía… y callaba…
(En esos momentos de oscuridad, cuando llega la noche, el sufrimiento, la cruz que no esperábamos, la perseverancia junto al Señor, con paciencia, da paz. Y, cuando más negra es la noche, amanece Dios: no hay pena que mil años dure, ni Dios nos prueba por encima de nuestras fuerzas, sino que cuando nos manda una prueba también nos da la gracia para llevarla...)
Pasaron día y noches / y pasaron las semanas, / pasaron, lentos, los meses / y la gota, aprisionada / en aquel túnel tan triste / iba avanzado en su marcha / y… fue feliz la gotita, / porque cuando a Dios oraba, / sentía una paz muy honda / y de sí misma olvidada, / vivía para cumplir / de Dios la voluntad santa.
Mas, he aquí que, de pronto, / quedó como deslumbrada, / había vuelto a la luz / y se encontró colocada / en una linda jarrita / que una monjita descalza / depositó con amor / sobre el ara consagrada.
Presa de dulce emoción / la pobre gota temblaba / diciendo: “Yo no soy digna / de vivir en esta casa, / que es la casa de mi Dios / y de sus esposas castas”. / El Señor que la vio humilde / Sonreía… y se acercaba.
(En esta parte final, vemos nuestra participación en el sacrificio de la Cruz de Jesús, cuando ponemos todo en la ofrenda y nuestra vida se convierte en sacri-ficio: de “sacra”, sagrado; y “facio”, hacer: hacer sagradas las cosas, introducirlas en Dios, que como decía san Josemaría Escrivá, no hacemos sólo lo que el mito del rey Midas que transformaba todo lo que tocaba en oro, sino que transformamos todo en gloria.)
Empezó la Eucaristía, / la gotita que, admirada, / los ritos iba siguiendo, / sintió que la trasladaban / desde la bella jarrita / hasta la copa dorada / del cáliz de salvación / y, con el vino mezclada, / en puro arrobo de amor / repetía su plegaria: / “Señor que se cumpla en mí / siempre tu voluntad santa”… / y sonreía el Señor, / sonreía… y se acercaba…
Llegado ya el gran momento, / resonaron las palabras / más sublimes que en la tierra / pudieron ser pronunciadas, / y el altar se hizo Belén / en el Vino y la Hostia santa. / Y…¿qué fue de la gotita ?... / ¡Feliz gotita de agua!... / Sintió el abrazo divino / que hacia Sí la arrebataba / mientras, por última vez / mansamente suspiraba: / “Señor, que se cumpla en mí / siempre tu voluntad santa”… / y, al escucharla su Dios / sonreía…y la besaba / con un beso tan ardiente / que el “Todo” absorbió a la “nada” / y en la sangre de Jesús / la dejó transubstanciada…
Esta es la pequeña historia / de una gotita de agua / que quiso siempre cumplir / de Dios la voluntad santa.
(Cuando nos unimos al sacrificio de Jesús y hacemos del día una Misa... es el “Todo” que nos asume y nos perdemos en Él, nos hacemos Cristo, para la Vida de todos...)

redencion

jueves, 21 de abril de 2011

Jueves Santo (Misa vespertina de la Cena del Señor): el cáliz de la salvación es amor hasta el extremo, que nos enseña a amar (servir, pasar del egoís


Jueves Santo (Misa vespertina de la Cena del Señor): el cáliz de la salvación es amor hasta el extremo, que nos enseña a amar (servir, pasar del egoísmo a la donación)

Libro del Éxodo 12, 1-8. 11-14: En aquellos días, dijo el Señor a Moisés y a Aarón en tierra de Egipto: -«Este mes será para vosotros el principal de los meses; será para vosotros el primer mes del año. Decid a toda la asamblea de Israel: "El diez de este mes cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas; y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito.
Lo guardaréis hasta el día catorce del mes, y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido. Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y verduras amargas. Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor.
Esta noche pasaré por todo el país de Egipto, dando muerte a todos sus primogénitos, de hombres y de animales; y haré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo soy el Señor. La sangre será vuestra señal en las casas donde estéis; cuando vea la sangre, pasaré de largo; no os tocará la plaga exterminadora, cuando yo pase hiriendo a Egipto. Este día será para vosotros memorable, en él celebraréis la fiesta del Señor, ley perpetua para todas las generaciones."»

Sal 115, 12-13. 15-16bc. 17-18 (R.: cf. ICo 10, 16): R. El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. R.
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas. R.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo. R.

Primera carta del apóstol San Pablo a los corintios 11, 23-26: Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: -«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: -«Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Texto del Evangelio (Jn 13,1-15): Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.
Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza». Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos». Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios todos».
Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros».

Comentario: Hoy vemos el amor misericordioso del Padre, reflejado en Jesús: en el servicio, perdón y todo aquello que Jesús comprendía cuando hablaba de la necesidad de ser perfectos como el Padre celestial. Y eso es lo que hemos de vivir en la Iglesia, encarnar. La fe cristiana no es cuestión simplemente personal, individual. Jesús quiso que fuéramos sus seguidores en comunidad. Por eso somos Iglesia. Celebramos, con especial solemnidad, la Cena del Señor, el Sacramento de la fraternidad, congregados por la memoria del Señor que muere y resucita y que ha querido que seamos la Iglesia. La Eucaristía hace la Iglesia, decían los santos Padres. El Jueves Santo es rico en expresiones sacramentales: los santos óleos han servido siempre en la Iglesia para realizar la mediación sacramental de la donación del Espíritu Santo en diversas circunstancias de la vida; simbolizaron fortaleza, agilidad, medicina, buen olor: todas las significaciones que puedan ser relacionadas con los óleos santos, nos remiten al Espíritu de Dios, que en la Iglesia se nos comunica permanentemente por el Señor. El sacramento de la penitencia y de la reconciliación comunitaria, también encontró siempre en este día su ubicación privilegiada. El sacramento del servicio (lavatorio de los pies), como mandato del Señor, se realizó siempre en este día como expresión vivida del espíritu que tiene que animar a los seguidores del Maestro: No vine a ser servido sino a servir. El Sacramento de la Eucaristía, misterio de fe de una comunidad constituida por la memoria del Señor, se realizó de manera especial el Jueves Santo, como sacramento de la fraternidad. El sacramento del sacerdocio fue siempre proclamado en este día, como la mediación de la presencia de Jesucristo, el Buen Pastor.
El SACRAMENTO DEL SERVICIO (Jn 13,1-15). Sólo el evangelio de San Juan nos relata el episodio del lavatorio de los pies. La manera como el cuarto evangelio combina las escenas dramáticas, por sí mismas significativas, con los discursos de Jesús, es bien conocida. Aquí nos hallamos ante una escena dramática que se extiende desde 13,1 hasta 13,30.
LAVATORIO-PIES: El hecho mismo del lavatorio de los pies puede ser explicado, con suficientes fundamentos, como una tarea de esclavos, un gesto de deferencia o de consideración excepcional para con los huéspedes. Dicho gesto se comprende bien dentro de la teología de la encarnación del mismo Juan y también en el sentido de la misma en Pablo (cf Flp 2,5-8). Pero elramos gesto no apunta simplemente a presentarnos una teología propia de Juan, puesto que no es difícil encontrar en la otra tradición evangélica, la de los sinópticos, la misma inspiración naturalmente no dramatizada: por ejemplo en Lc 22,27, en el contexto de la cena, nos son transmitidas palabras muy significativas de Jesús en el mismo sentido: ¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.
Por otra parte, el mismo relato indica que el lavatorio de los pies es un medio por el cual los discípulos "tienen parte con" su Maestro (Tendrás parte conmigo: 13,8), lo que nos hace comprender que dicho gesto pertenece al cuerpo general de los preceptos destinados a los discípulos como comunidad cristiana, aunque no sea difícil referirlo a la actitud de quienes son asociados a la misión del Maestro en cuanto tal.
La comunidad cristiana ha valorado esta tradición del evangelio de San Juan como un verdadero mandamiento de Jesús y la ha celebrado año tras año como una acción sacramental, que debe hacer posible el que se asuma plenamente el espíritu del Señor. Es ésta la razón por la cual el jueves santo adquiere una importancia litúrgica tan grande la ceremonia del lavatorio de los pies, dentro de la misma celebración eucarística, como el verdadero comentario o la verdadera proclamación dramatizada de la palabra evangélica. En cuanto a su significación, cada vez tenemos que repetir con el mismo entusiasmo que este relato del evangelio de San Juan nos transmite un mensaje verdaderamente central de la existencia en Jesucristo: la vida del Maestro ha sido un testimonio constante de la inversión de valores que hay que establecer para poder hacer parte del Reino de Dios. No es el poder, ni la dignidad accidental, ni ningún otro motivo de dominación lo que constituye el secreto de la verdadera sabiduría de Dios. El gran valor que ennoblece al hombre es el de tener la disposición permanente para servir. Jesús lo ha proclamado, según el evangelio de Juan, por medio de una parábola que tiene fuerza incomparable: el Maestro se ha convertido en un esclavo. El verdadero sentido profundo de la existencia del Maestro es el de ser servidor. Una lógica así se convierte en el secreto para edificar un mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.
No celebramos la ceremonia del lavatorio de los pies simplemente para recordar un episodio interesante y conmovedor de la vida de Jesús, sino para reconocer en una expresión sacramental la única manera posible de ser discípulos del Maestro.
EL SACRAMENTO DEL AMOR FRATERNAL HASTA LA MUERTE (1 Cor 11,23-26; Mc 14,22-24 y par: Mt 26,26-28; Lc 22,19s). Jesús pasó la última tarde de su vida en Jerusalén en el círculo de sus discípulos, probablemente también en compañía de las mujeres que habían ascendido a la ciudad santa con él. Fue esa tarde, la tarde de una fiesta pascual? Parece superflua la pregunta. Sin embargo hay razones para establecerla. Y de la relación que se establezca entre el ambiente pascual y la cena de Jesús depende en gran parte la interpretación que se deba hacer del acontecimiento histórico de la muerte y resurrección del Señor. Si de todos modos aceptamos que Jesús y sus discípulos se reunieron para celebrar una cena pascual, entonces conviene que recordemos los pormenores de esta celebración. En Nm 9,13 se deja entrever la seriedad que reviste para un judío celebrar la fiesta: no celebrarla es como no pertenecer ya al pueblo. Según Ex 12,3, la fiesta debía ser una fiesta familiar. La inmolación del cordero, que debía ser realizada por algunos de los miembros de la familia en representación de la comunidad, debía tener lugar en el atrio de los sacerdotes "entre las tardes", es decir, en el tiempo que precedía al comienzo de la puesta del sol (cfr Ex 12,6). La Haggada pascual orientaba la celebración en el sentido de la memoria de la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 12,26s). Comer las carnes del cordero, beber el vino, compartir el pan sin levadura, que debía recordar con las hierbas amargas la miseria vivida en el Egipto, constituían el ritual que estaba acompañado de bendiciones y de la recitación de los salmos del Hallel. En la cena festiva, el ambiente estaba impregnado por el recuerdo alegre y confiado de la liberación, que tuvo siempre una eficacia esperanzadora en épocas difíciles.
Jesús realizó una verdadera interpretación teológica de su propia muerte, en un sentido salvífico, indisolublemente ligada con su proyecto del Reino de Dios. Y, de nuevo, en este contexto tiene una importancia muy grande la relación que Jesús establece entre su muerte, así interpretada, y los elementos de la cena: el pan y la copa de vino. Comer el pan y beber la copa constituyen algo completamente comprensible en el contexto de una cena judía, pero ahora esta acción tiene que ver con la interpretación de la muerte de Jesús, que él mismo ofrece. Jesús debió haber dicho otras cosas y debió haber compartido otros sentimientos con sus discípulos. Pero la tradición ha conservado sus sentimientos ligados principalmente con la acción del pan y de la copa. En cuanto a la última, no sabemos con seguridad si en la cena pascual, en tiempos de Jesús, se utilizaba o no una sola copa, en un momento determinado, pues todos tenían sus propias copas. La tradición cristiana recuerda, en todo caso, la utilización de una sola copa como característica de la cena del Señor (cfr 1 Cor 10,16).
Las palabras de Jesús que nos han sido conservadas para comprender el sentido del pan y de la copa compartidos, implican pues una interpretación salvífica de su muerte, tanto en el sentido de la expiación y de la representación ("morir por", "para el perdón de los pecados"), como en el sentido de una nueva alianza.
Jesús, que interpretó así su muerte y la relacionó intrínsecamente con los dones de la cena, le dejó a la comunidad de sus discípulos la posibilidad de vivir siempre la realidad de una nueva alianza con el Dios salvador, en el sentido del Reino definitivo que había anunciado. La relación entre alianza y Reino ya tenía una tradición importante, pero en la acción de Jesús adquirió una importancia trascendental y original para sus seguidores.
Haced esto en memorial mío: Este mandamiento del Señor es verdaderamente sagrado para los seguidores de Jesús. La experiencia comunitaria vivida originalmente por los discípulos se convierte en algo posible en todos los tiempos para los cristianos. Se trata de entrar en el destino histórico de Jesús, que es la historia misma de Dios, su Reino, que acontece definitivamente en la manifestación suprema del amor. Dios, el Padre, ama infinitamente (Jn 3,16)
Dios es amor (1 Jn 4,8) Nada más cierto, en el sentido del amor, como dar la vida (Jn 15,13) Pero participar así en el destino del Maestro significa hacer, de manera insuperable, la fraternidad humana. La cena del Señor es la asunción, por parte de todos los cristianos, de lo que nos une más profundamente: la vida misma del Maestro, la historia del Hijo del Padre en la que participamos todos como hijos también y como hermanos los unos de los otros.
Así pues, el Jueves Santo se celebra: la Última Cena, el lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní. El sacramento del servicio (lavatorio de los pies), como mandato del Señor, se realizó siempre en este día como expresión vivida del espíritu que tiene que animar a los seguidores del Maestro: No vine a ser servido sino a servir. El Sacramento de la Eucaristía, misterio de fe de una comunidad constituida por la memoria del Señor, se realizó de manera especial el Jueves Santo, como sacramento de la fraternidad. El sacramento del sacerdocio fue siempre proclamado en este día, como la mediación de la presencia de Jesucristo, el Buen Pastor.
En la Misa vespertina, antes del ofertorio, el sacerdote puede tomar una toalla y una bandeja con agua y lavar los pies de varones, recordando el mismo gesto de Jesús con sus apóstoles en la Última Cena.
Este es el día en que se instituyó la Eucaristía, el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo bajo las especies de pan y vino. Cristo tuvo la Última Cena con sus apóstoles y por el gran amor que nos tiene, se quedó con nosotros en la Eucaristía, para guiarnos en el camino de la salvación.
Después de la Misa podemos leer algunos pasajes como Marcos14 (32-42) y en general la pasión del Señor, y entrar en los sentimientos de Jesús en esos momentos de la oración del huerto: miedo y angustia ante la muerte, tristeza y soledad, compromiso por cumplir la voluntad de Dios, amor hacia todos nosotros. Los monumentos y la visita a iglesias (en algún lugar la costumbre es visitar siete) es un acompañamiento a Jesús, en momentos de ir y venir en la noche de la traición.
No sabemos si Jesús siguió la cena judía, pero en cualquier caso hacía la cena acostumbrada y puede servirnos recordar que ésta constaba de ocho partes: 1. Encendido de las luces de la fiesta: El que presidía la celebración encendía las velas, todos permanecían de pie y hacían una oración. 2. La bendición de la fiesta (Kiddush): Se sentaban todos a la mesa. Delante del que presidía la cena, había una gran copa o vasija de vino. Frente a los demás miembros de la familia había un plato pequeño de agua salada y un plato con matzás, rábano o alguna otra hierba amarga, jaroses y alguna hierba verde. Se servía la primera copa de vino, la copa de acción de gracias, y les daban a todos los miembros de la familia. Todos bebían la primera copa de vino. Después el sirviente presentaba una vasija, jarra y servilleta al que presidía la celebración, para que se lavara sus manos mientras decía la oración. Se comían la hierba verde, el sirviente llevaba un plato con tres matzás grandes, cada una envuelta en una servilleta. El que presidía la ceremonia desenvolvía la pieza superior y la levantaba en el plato. 3. La historia de la salida de Egipto (Hagadah) Se servían la segunda copa de vino, la copa de Hagadah. Alguien de la familia leía la salida de Egipto del libro del Éxodo, capítulo 12. El sirviente traía el cordero pascual que debía ser macho y sin mancha y se asaba en un asador en forma de cruz y no se le podía romper ningún hueso. Se colocaba delante del que presidía la celebración les preguntaba por el significado de la fiesta de Pesaj. Ellos respondían que era el cordero pascual que nuestros padres sacrificaron al Señor en memoria de la noche en que Yahvé pasó de largo por las casas de nuestros padres en Egipto. Luego tomaba la pieza superior del pan ázimo y lo sostenía en alto. Luego levantaba la hierba amarga. 4. Oración de acción de gracias por la salida de Egipto: El que presidía la ceremonia levantaba su copa y hacía una oración de gracias. Colocaba la copa de vino en su lugar. Todos se ponían de pie y recitaban el salmo 113. 5. La solemne bendición de la comida: Todos se sentaban y se bendecía el pan ázimo y las hierbas amargas. Tomaba primero el pan y lo bendecía. Después rompía la matzá superior en pequeñas porciones y distribuía un trozo a cada uno de los presentes. Ellos lo sostenían en sus manos y decían una oración. Cada persona ponía una porción de hierba amarga y algo de jaroses entre dos trozos de matzá y decían juntos una pequeña oración. 6. La cena pascual. 7. Bebida de la tercera copa de vino: la copa de la bendición.- Cuando se terminaban la cena, el que presidía tomaba la mitad grande de la matzá en medio del plato, la partía y la distribuía a todos los ahí reunidos. Todos sostenían la porción de matzá en sus manos mientras el que presidía decía una oración y luego se lo comían. Se les servía la tercera copa de vino, “la copa de la bendición”. Todos se ponían de pie y tomaban la copa de la bendición. 8. Bendición final: Se llenaban las copas por cuarta vez. Esta cuarta copa era la “Copa de Melquisedec”. Todos levantaban sus copas y decían una oración de alabanza a Dios. Se las tomaban y el que presidía la ceremonia concluía la celebración con la antigua bendición del Libro de los Números (6, 24-26; explicación de Tere Fernández).
1. En una meditación, Ratzinger comentaba que “la Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del ángel del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que surgen siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con destruir la creación «buena» y con transformar el mundo en desierto, en lugar inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de ser continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre amparada y reconstruida.
En el calendario de los nómadas, de los cuales heredó Israel la fiesta pascual, la Pascua era el primer día del año, el día en que Israel había de ser nuevamente defendido contra la amenaza de la nada. La casa y la familia son como el valle en que la vida se halla protegida, el lugar de la seguridad y de la paz; la paz del habitar juntos, que permite vivir y guarda la creación. También en tiempos de Jesús se celebraba la Pascua en las casas, en las familias, luego de la inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido abandonar la ciudad de Jerusalén en la noche de Pascua. Toda la ciudad se consideraba lugar de salvación contra la noche del caos, y sus muros eran como diques que defendieran la creación.
Todos los años, por Pascua, Israel debía acudir en peregrinación a la ciudad santa, para volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su liberación y fundamento. Hay aquí una profunda sabiduría. A lo largo de un año, un pueblo se halla siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también desde dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y rigen. Tiene necesidad de volver a sus antiguos fundamentos. La Pascua representaba este retorno anual de Israel, desde los peligros de aquel caos que amenaza a todo pueblo a aquello que antaño lo había fundado y que continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida defensa y a la nueva creación de sus orígenes. Y puesto que Israel sabía que sobre él brillaba la estrella de la elección, era también consciente de que su buena o malaventura traería consecuencias para el mundo entero, que en su existencia o en su fracaso se jugaba el destino de la tierra y de la creación.
También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en casa, con su familia, con los apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia. Obrando de este modo, obedecía también a un precepto entonces vigente, según el cual los judíos que acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrinos, llamadas chaburot, que por aquella noche constituían la casa y la familia de la Pascua. Y es así como la Pascua ha venido a ser también una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la chaburah de Jesús, su familia, la que el fundó con sus compañeros de peregrinación, con los amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia.
Como compañeros suyos de peregrinación, nosotros somos su casa, y de esta suerte la Iglesia es la nueva familia y la nueva ciudad que es para nosotros lo que fue Jerusalén, casa viviente que aleja las fuerzas del mal y lugar de paz que protege a la creación y a nosotros mismos. La Iglesia es la nueva ciudad en cuanto familia de Jesús; es la Jerusalén viviente, cuya fe es barrera y muralla contra las fuerzas amenazantes del caos, que se confabulan para destruir el mundo. Sus murallas se hacen fuertes en virtud del signo de la sangre de Cristo, es decir, en virtud del amor que llega hasta el fin y que no conoce límites. Este amor es la potencia que lucha contra el caos; es la fuerza creadora que funda continuamente al mundo, los pueblos y las familias, y de este modo nos ofrece el shalom, el lugar de la paz, en el que podemos vivir el uno con el otro, el uno para el otro, el uno proyectado hacia el otro.
Pienso que, sobre todo en nuestro tiempo, existen sobradas razones para reflexionar de nuevo sobre tales analogías y referencias, y para dejar que ellas nos hablen. Porque no podemos menos de ver la fuerza del caos; no podemos menos de ver cómo surgen, precisamente en el seno de una sociedad desarrollada que parece saberlo y poderlo todo, las fuerzas primordiales del caos que se oponen a lo que esa sociedad define como progreso. Vemos cómo un pueblo que ha llegado a la cúspide del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del mundo, puede ser destruido desde dentro, y cómo la creación es amenazada por las oscuras potencias que anidan en el corazón del hombre y cuya sombra se cierne sobre el mundo.
Sabemos por experiencia que la técnica y el dinero no pueden por sí solos alejar la capacidad destructiva del caos. Únicamente pueden hacerlo las murallas auténticas que el Señor nos ha construido y la nueva familia que nos ha dado. Y yo pienso que, por este motivo, la fiesta pascual, que nosotros hemos recibido de los nómadas a través de Israel y de Cristo, tiene también una importancia política eminente en el más profundo de los sentidos. Nuestros pueblos de Europa tienen necesidad de volver a sus fundamentos espirituales si no quieren perecer, víctimas de la autodestrucción.
Esta fiesta debería volver a ser hoy una fiesta de la familia, que es el auténtico dique puesto para defensa de la nación y de la humanidad. Quiera Dios que alcancemos a comprender de nuevo esta admonición, de suerte que renovemos la celebración de la familia como casa viviente, donde la humanidad crece y se vence al caos y la nada. Pero debemos añadir que la familia, este lugar de la humanidad, este abrigo de la criatura, únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta bajo el signo del Cordero, cuando es protegida por la fuerza de la fe y congregada por el amor de Jesucristo. La familia aislada no puede sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la gran familia, que le da estabilidad y firmeza. Por esta razón, ésta ha de ser la noche en la que rehacemos el camino que conduce a la nueva ciudad, a la nueva familia, a la Iglesia; la noche en que de nuevo nos adherimos a ella con el más firme de los vínculos, como a la patria del corazón. En esta noche deberíamos aprender de esta familia de Jesucristo a conocer mejor a la familia humana y a la humanidad que ha de guiarnos y protegernos.
Se nos ofrece otra reflexión. Israel heredó esta fiesta del culto y de la cultura de los nómadas. Celebraban éstos la fiesta de la primavera el día en que iniciaban una nueva migración con sus rebaños. Lo primero que se hacía era trazar con sangre de cordero un círculo en torno a las tiendas. Con este gesto trataban de defenderse seguramente contra las fuerzas de la muerte, a las que deberían enfrentarse en no pocas ocasiones en el mundo desconocido del desierto. La ceremonia se llevaba a cabo con las vestimentas del peregrino en el momento de la partida, con la comida de los nómadas, el cordero, las hierbas amargas, que sustituían a la sal, y con el pan sin levadura. Israel ha heredado de sus tiempos de nomadismo estos elementos fundamentales en la celebración tradicional de la fiesta, y la Pascua le ha recordado siempre el tiempo en que era un pueblo sin hogar, un pueblo en camino y sin patria. Esta fiesta le ha traído siempre a la memoria que, aun cuando tenemos casa, seguimos siendo nómadas; como hombres que somos, nunca nos hallamos definitivamente en casa, estamos siempre con el pie en el estribo. Y pues vamos de camino y nada nos pertenece, todo cuanto poseemos es de todos y nosotros mismos somos el uno para el otro. La Iglesia primitiva tradujo la palabra Pascha como «paso», y expresó de este modo el camino de Jesucristo a través de la muerte hasta la nueva vida de la Resurrección.
Por este motivo, la Pascua ha sido siempre, y sigue siendo hoy para nosotros, fiesta de la peregrinación; también a nosotros nos dice: somos únicamente huéspedes en la tierra; todos somos huéspedes de Dios. Por eso nos exhorta a sentirnos hermanos de aquellos que son huéspedes, pues nosotros mismos no somos otra cosa que huéspedes. Somos tan sólo huéspedes en la tierra; el Señor, que se hizo él mismo huésped y nómada, nos pide que nos abramos a todos aquellos que en este mundo han perdido la patria; espera de nosotros que nos pongamos a disposición de los que sufren, de los olvidados, de los encarcelados, de los perseguidos. El está presente en todos ellos. En la ley de Israel, cuando se dan normas para el tiempo en que el pueblo se establezca definitivamente en la tierra prometida, se insiste en prescribir que los peregrinos sean tratados igual que todos; y al hacerlo, se acude siempre a las palabras: «¡Recuerda que tú mismo fuiste nómada y peregrino!» Somos nómadas y peregrinos. Este es el punto de vista desde el que debemos entender la tierra, nuestra vida misma, el ser el uno para el otro.
Estamos tan sólo de paso en la tierra, y esto nos hace recordar nuestra más secreta y profunda condición de peregrinos; nos hace recordar que la tierra no es nuestra meta definitiva, que estamos en camino hacia el mundo nuevo, y que las cosas de la tierra no constituyen la realidad última y definitiva. Apenas nos atrevemos a decirlo, porque se nos echa en cara que los cristianos no se han preocupado nunca de las cosas terrenas, que no se han entregado en serio a edificar la ciudad nueva de este mundo, siempre con el pretexto de que tenían en el otro su morada. Nada de esto es verdad. Quien se zambulle en el mundo, aquel que ve en la tierra el único cielo, hace de la tierra un infierno, porque la fuerza a ser lo que no puede ser, porque quiere poseer en ella la realidad definitiva, y de esta suerte exige algo que le enfrenta consigo mismo, con la verdad y con los demás.
No; nos hacemos libres, libres de la codicia de poseer, justamente cuando tomamos conciencia de nuestro ser nómadas; es entonces cuando nos hacemos libres los unos para los otros, y es entonces también cuando se nos confía la responsabilidad de transformar la tierra, hasta que podamos un día depositarla en las manos de Dios. Por esta razón, esta noche del tránsito, que nos recuerda el último y definitivo trayecto del Señor, ha de ser para nosotros exhortación constante a recordar nuestro último viaje y a no echar en olvido que un día debemos abandonar todo cuanto poseemos, y que, al final de la vida, lo que de veras cuenta no es lo que tenemos, sino únicamente lo que somos; que, a lo último, deberemos responder sobre cómo -fundados en la fe- hemos sido personas en este mundo, personas que se han dado recíprocamente la paz, la patria, la familia y la nueva ciudad”.
2. «Teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito: "Creí, por eso hablé", también nosotros creemos, y por eso hablamos» (2 Cor 4,13). Comenta Benedicto XVI: “El apóstol se siente en acuerdo espiritual con el salmista en la serena confianza y en el sincero testimonio, a pesar de los sufrimientos y de las debilidades humanas. Al escribir a los romanos, Pablo retomará el versículo 2 del salmo y trazará la contraposición entre la fidelidad de Dios y la incoherencia del hombre: «Que quede claro que Dios es veraz y todo hombre mentiroso» (Romanos 3, 4).
La tradición sucesiva transformará este canto en una celebración del martirio a causa de la mención de «la muerte de sus fieles» (v.15). O hará de él un texto eucarístico, considerando la referencia a «la copa de la salvación» que el salmista eleva invocando el nombre del Señor (13). Este cáliz es identificado por la tradición cristiana con «la copa de la bendición» (1 Cor 10,16), con la «copa de la Nueva Alianza» (1 Cor 11,25; Luc 22,20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen referencia precisamente a la Eucaristía”.
Junto al salmo precedente, el 114, constituye una acción de gracias al Señor que libera de la pesadilla de la muerte, pero el trozo que leemos no tiene el aspecto negativo sino que es cuando “el orante se dispone a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (13). La Liturgia, por tanto, es la sede privilegiada en la que se puede elevar la alabanza agradecida al Dios salvador… Dios no es indiferente al drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (16). El orante salvado de la muerte se siente «siervo» del Señor, hijo de su esclava (ibídem), bella expresión oriental con la que se indica que se ha nacido en la misma casa del dueño. El salmista profesa humildemente con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el amor y en la fidelidad.
Con las palabras del orante, el salmo concluye evocando nuevamente el rito de acción de gracias que será celebrado en el contexto del templo (17-19). Su oración se situará en el ámbito comunitario. Su vicisitud personal es narrada para que sirva de estímulo para todos a creer y a amar al Señor. En el fondo, por tanto, podemos vislumbrar a todo el pueblo de Dios, mientras da gracias al Señor de la vida, que no abandona al justo en el vientre oscuro del dolor y de la muerte, sino que le guía a la esperanza y a la vida”. San Basilio Magno comenta las palabras: «"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y ha recibido la razón…, ha percibido después la economía de salvación a favor del género humano, reconociendo que el Señor se entregó a sí mismo como redención en lugar nuestro; y busca entre todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que puede ser digno del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere sacrificios ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la copa de la salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que nos enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los discípulos: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose claramente a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo».
3. Jesús pasó la última tarde de su vida en Jerusalén en el círculo de sus discípulos, probablemente también en compañía de las mujeres que habían ascendido a la ciudad santa con él. Jesús realizó una verdadera interpretación teológica de su propia muerte, en un sentido salvífico, indisolublemente ligada con su proyecto del Reino de Dios. Y, de nuevo, en este contexto tiene una importancia muy grande la relación que Jesús establece entre su muerte, así interpretada, y los elementos de la cena: el pan y la copa de vino. Comer el pan y beber la copa constituyen algo completamente comprensible en el contexto de una cena judía, pero ahora esta acción tiene que ver con la interpretación de la muerte de Jesús, que él mismo ofrece (cfr 1 Cor 10,16).
Dios es amor (1 Jn 4,8) Nada más cierto, en el sentido del amor, como dar la vida (Jn 15,13) Pero participar así en el destino del Maestro significa hacer, de manera insuperable, la fraternidad humana. La cena del Señor es la asunción, por parte de todos los cristianos, de lo que nos une más profundamente: la vida misma del Maestro, la historia del Hijo del Padre en la que participamos todos como hijos también y como hermanos los unos de los otros.
4. a) Seguimos con la reflexión que hacía Ratzinger: “La Pascua se celebraba en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero después de la comida, él se levantó y salió fuera, rebasó los límites establecidos por la ley, porque pasó al otro lado del torrente Cedrón, que señalaba los confines de Jerusalén. No tuvo miedo del caos, no quiso esquivarlo, se adentró en él hasta lo más profundo, hasta las fauces mismas de la muerte. Jesús salió, y esto significa que, pues las murallas de la Iglesia son la fe y el amor de Jesucristo, la Iglesia no es plaza fortificada, sino ciudad abierta; y, en consecuencia, creer significa salir también con Jesucristo, no temer el caos, porque Jesús es el más fuerte, porque él penetró en ese caos, y nosotros, al afrontarlo, le seguimos a «él». Creer significa salir fuera de los muros y, en medio de este mundo caótico crear espacios de fe y de amor, fundados en la fuerza de Jesucristo. El Señor salió fuera: éste es el signo de su fuerza. Bajó a la noche de Getsemaní, a la noche de la cruz, a la noche del sepulcro. Y pudo bajar porque, frente al poder de la muerte, él es el más fuerte; porque su amor lleva en sí el amor de Dios, que es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por tanto, se hace real justamente en este salir, en el camino de la Pasión, de suerte que, en el misterio de Getsemaní, se halla ya presente el misterio del gozo pascual. El es el más fuerte; no hay potencia que pueda resistírsele ni lugar que él no llene con su presencia. Nos invita a todos a emprender el camino con él, pues donde hay fe y amor, allí está él, allí la fuerza de la paz, que vence la nada y la muerte.
Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al Santísimo desde el tabernáculo a una capilla lateral, que representa la soledad de Getsemaní, la soledad de la mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles; quieren acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de comprometernos a vivir desde dentro su soledad, a buscarle siempre, a él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su lado allí donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se preocupa, y renovar con él, en medio de las tinieblas, la luz de la vida, que «él» mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible que en este mundo se levante el nuevo día, la vida de la Resurrección, que ya no conoce la noche. En la fe cristiana alcanzamos esta promesa.
Pidamos a Jesús en esta Cuaresma que haga resplandecer su luz por encima de todas las oscuridades de este mundo; que nos haga entender, también a nosotros, que él permanece siempre a nuestro lado en la hora de la soledad y el vacío, en la noche de este mundo, y que así edifica, por nuestro medio, la nueva ciudad de este mundo, el lugar de su paz, de la nueva creación”.
b) Joseph Ratzinger habla del lavatorio de los pies, cuando Juan, después de acabar lo que según algunos es la primera parte de su Evangelio (libro de los signos: c.2-12); comienza un libro de la gloria (c.13-21), donde se acentúa con fuerza el misterio de los tres días, el misterio pascual. Los signos anuncian e interpretan anticipadamente la realidad de estos días, cuyo contenido principal se indica con la palabra «gloria»: “En esta estructura, el capítulo 13 tiene una importancia particular. La primera parte del mismo expone, a través del gesto simbólico del lavatorio de los pies, el significado de la vida y de la muerte de Jesús. En esta visión desaparece la frontera entre la vida y la muerte del Señor, las cuales se presentan como un acto único, en el que Jesús, el Hijo, lava los pies sucios del hombre. El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el trabajo más humilde, el más bajo quehacer del mundo, a fin de hacernos dignos de sentarnos a la mesa, de abrirnos a la comunicación entre nosotros y con Dios, para habituarnos al culto, a la familiaridad con Dios.
El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye el sentido de la vida entera de Jesús: el levantarse de la mesa, el despojarse de las vestiduras de gloria, el inclinarse hacia nosotros en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de la muerte humanas. La vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la otra; únicamente en la muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el verdadero contenido de su vida. Vida y muerte se hacen transparentes y revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un amor infinito, que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio capaz de prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de hacerle libre. El contenido del relato del lavatorio de los pies puede, por tanto, resumirse del modo siguiente: compenetrarse, incluso por el camino del sufrimiento, con el acto divino-humano del amor, que por su misma esencia es purificación, es decir, liberación del hombre”. Hay algunos aspectos complementarios:
-“Si las cosas son así, la única condición de la salvación es el «sí» al amor de Dios, que se hace posible en Jesús. Esta afirmación no expresa en modo alguno una idea de apokatástasis general, que caería en el error de hacer de Dios una especie de mago y que destruiría la responsabilidad y la dignidad del hombre. El hombre es capaz de rechazar el amor liberador; el Evangelio nos muestra dos tipos de un rechazo semejante. El primero es el de Judas. Judas representa al hombre que no quiere ser amado, al hombre que piensa sólo en poseer, que vive únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña que no es posible servir a dos señores. El servicio de Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el camello no pasa por el hondón de la aguja (Mc 10,25)”.
-Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se da también el del hombre religioso, representado aquí por Pedro. “Existe el peligro que San Pablo llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en las cartas paulinas; consiste este peligro en que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no quiera aceptar que también él tiene necesidad del perdón, que también sus pies están sucios. El peligro que corre el devoto consiste en pensar que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios, en no aceptar la gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo, el riesgo de los obreros de la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos que murmuran y sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras, creer”.
El lavatorio de los pies es manifestación de la cristología y la soteriología, y también de la antropología cristiana, como se ve en tres puntos:
* Es también este lavar imagen de los sacramentos que nos sumergen en “aguas del amor de Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y la penitencia, constituyen juntamente el lavatorio divino, que nos abre el camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la vida”.
** “En esta escena se interpreta también el contenido espiritual del bautismo: el «sí» constante al amor, la fe como acto central de la vida del espíritu”.
*** “De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética cristianas. Aceptar el lavatorio de los pies significa tomar parte en la acción del Señor, compartirla nosotros mismos, dejarnos identificar con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros» (13,14). Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho dogmático, sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe únicamente amando.
Según el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el amor trinitario. Este es el «mandato nuevo, no en el sentido de un mandamiento exterior, sino como estructura íntima de la esencia cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de relieve que San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente del amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es decir, de los bautizados”.
No faltan teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y hablan de una limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida de universalidad. Es cierto que existe aquí un peligro y que se hace necesario acudir a textos complementarios, como la parábola del samaritano y la del juicio final. Pero, entendido en el contexto de todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una verdad muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas, construidas sobre el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan o de San Benito. Con la fundación de la fraternidad de los monjes, San Benito se nos revela como el verdadero arquitecto de la Europa cristiana; él fue quien construyó los modelos de la nueva ciudad, inspirados en la fraternidad de la fe. “Podemos afirmar que el relato del lavatorio de los pies tiene un contenido muy concreto: la estructura sacramental implica la estructura eclesial, la estructura de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han de estar siempre dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo podrán realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad”.
San Agustín, a propósito del lavatorio de los pies, explica la tensión de su vida entre contemplación y servicio cotidiano.
* Reflexiona sobre estas palabras del Señor: "Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (Jn 13,10). El bautizado, ¿por qué y en qué sentido hay necesidad de lavarse los pies? Mientras vivimos aquí abajo, nuestros pies pisan la tierra de este mundo: «Pues los mismos afectos humanos, sin los cuales no hay vida en esta nuestra condición mortal, son como los pies, con los cuales entramos en contacto con las realidades humanas; y estas realidades nos alcanzan de tal manera, que si dijéramos que estamos libres de pecado nos engañaríamos a nosotros mismos». “Nos lava los pies día tras día en el momento en que nuestros labios pronuncian la oración: perdona nuestras deudas. Todos los días, cuando rezamos el Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una toalla y nos lava los pies”.
** Relaciona también esto con la esposa del Cantar de los Cantares, que se encuentra en el lecho y duerme, pero su corazón vela. De pronto, un rumor la despierta; el amado llama: «¡Abreme, hermana mía!» La esposa se resiste: «Ya me he quitado la túnica. ¿Cómo volver a vestirme? Ya me he lavado los pies. ¿Cómo volver a ensuciarlos?» El amado que llama a la puerta de la esposa es Cristo, el Señor. La esposa es la Iglesia, son las almas que aman al Señor. Pero ¿cómo pueden ensuciarse los pies si salen al encuentro del Señor, si van a abrirle la puerta? ¿Cómo podría ensuciarnos los pies el camino que conduce a Cristo, el camino que lava nuestros pies? Ante semejante paradoja, San Agustín descubre algo decisivo para su vida de pastor, para resolver el dilema entre su deseo de oración, de silencio, de intimidad con Dios y las exigencias del trabajo administrativo, de las reuniones, de la vida pastoral. El obispo dice: la esposa que se resiste a abrir son los contemplativos que buscan el retiro perfecto, se apartan por completo del mundo y quieren vivir exclusivamente para la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo siga su camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma, llama a la puerta y dice: «Tu vives entregada a la contemplación, pero me cierras la puerta. Tú buscas la felicidad para unos pocos, mientras fuera crece la iniquidad y el amor de la multitud se enfría...» Llama, pues, el Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y grita: «Aperi mihi, aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, “cuando abrimos las puertas, cuando acudimos al trabajo apostólico, nos ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la causa de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de llegar a ella que metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio de la cual se encuentra”.
Así pasó en su vida, cuando después de la conversión quiso abandonar el mundo y vivir con sus amigos dedicado por entero a la verdad, a la contemplación, y fue como obligado a ser sacerdote: «¡Abreme y predica mi Nombre», parecía decirle Jesús: ponte en contacto con las miserias de la gente, y “era precisamente así como caminaba hacia Jesús, como se acercaba al Señor”. «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la generosa respuesta de San Agustín sobra todo comentario: «Y he aquí que me levanto y abro. ¡Oh Cristo, lava nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si somos reprendidos, y si alabados, nos hinchamos de orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta”.
En la Misa de jueves santo de 2009, decía el Papa que el hoy de Jesús se mezcla con nuestro hoy: “Qui, pridie quam pro nostra omniumque salute pateretur, hoc est hodie, accepit panem. Así diremos hoy en el Canon de la Santa Misa. «Hoc est hodie». La Liturgia del Jueves Santo incluye la palabra «hoy» en el texto de la plegaria, subrayando con ello la dignidad particular de este día. Ha sido «hoy» cuando Él lo ha hecho: se nos ha entregado para siempre en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este «hoy» es sobre todo el memorial de la Pascua de entonces. Pero es más aún. Con el Canon entramos en este «hoy». Nuestro hoy se encuentra con su hoy. Él hace esto ahora. Con la palabra «hoy», la Liturgia de la Iglesia quiere inducirnos a que prestemos gran atención interior al misterio de este día, a las palabras con que se expresa. Tratemos, pues, de escuchar de modo nuevo el relato de la institución, tal y como la Iglesia lo ha formulado basándose en la Escritura y contemplando al Señor mismo.
Lo primero que nos sorprende es que el relato de la institución no es una frase suelta, sino que empieza con un pronombre relativo: qui pridie. Este «qui» enlaza todo el relato con la palabra precedente de la oración, «…de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor». De este modo, el relato de la institución está unido a la oración anterior, a todo el Canon, y se hace él mismo oración. En efecto, en modo alguno se trata de un relato sencillamente insertado aquí; tampoco se trata de palabras aisladas de autoridad, que quizás interrumpirían la oración. Es oración. Y solamente en la oración se cumple el acto sacerdotal de la consagración que se convierte en transformación, transustanciación de nuestros dones de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Rezando en este momento central, la Iglesia concuerda totalmente con el acontecimiento del Cenáculo, ya que el actuar de Jesús se describe con las palabras: «gratias agens benedixit», «te dio gracias con la plegaria de bendición». Con esta expresión, la Liturgia romana ha dividido en dos palabras, lo que en hebreo es una sola, berakha, que en griego, en cambio, aparece en los dos términos de eucharistía y eulogía. El Señor agradece. Al agradecer, reconocemos que una cosa determinada es un don de otro. El Señor agradece, y de este modo restituye a Dios el pan, «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», para poder recibirlo nuevamente de Él. Agradecer se transforma en bendecir. Lo que ha sido puesto en las manos de Dios, vuelve de Él bendecido y transformado. La Liturgia romana tiene razón al interpretar nuestro orar en este momento sagrado con las palabras: «ofrecemos», «pedimos», «acepta», «bendice esta ofrenda». Todo esto se oculta en la palabra eucharistía.
Hay otra particularidad en el relato de la institución del Canon Romano que queremos meditar en esta hora. La Iglesia orante se fija en las manos y los ojos del Señor. Quiere casi observarlo, desea percibir el gesto de su orar y actuar en aquella hora singular, encontrar la figura de Jesús, por decirlo así, también a través de los sentidos. «Tomó pan en sus santas y venerables manos». Nos fijamos en las manos con las que Él ha curado a los hombres; en las manos con las que ha bendecido a los niños; en las manos que ha impuesto sobre los hombres; en las manos clavadas en la Cruz y que llevarán siempre los estigmas como signos de su amor dispuesto a morir. Ahora tenemos el encargo de hacer lo que Él ha hecho: tomar en las manos el pan para que sea convertido mediante la plegaria eucarística. En la Ordenación sacerdotal, nuestras manos fueron ungidas, para que fuesen manos de bendición. Pidamos al Señor que nuestras manos sirvan cada vez más para llevar la salvación, para llevar la bendición, para hacer presente su bondad.
Desde el inicio de la Oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17, 1), el Canon usa las palabras: "elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso". El Señor nos enseña a levantar los ojos y sobre todo el corazón. A levantar la mirada, apartándola de las cosas del mundo, a orientarnos hacia Dios en la oración y así elevar nuestro ánimo. En un himno de la Liturgia de las Horas pedimos al Señor que custodie nuestros ojos, para que no acojan ni dejen que en nosotros entren las "vanitates", las vanidades, la banalidad, lo que sólo es apariencia. Pidamos que a través de los ojos no entre el mal en nosotros, falsificando y ensuciando así nuestro ser. Pero queremos pedir sobre todo que tengamos ojos que vean todo lo que es verdadero, luminoso y bueno, para que seamos capaces de ver la presencia de Dios en el mundo. Pidamos, para que miremos el mundo con ojos de amor, con los ojos de Jesús, reconociendo así a los hermanos y las hermanas que nos necesitan, que están esperando nuestra palabra y nuestra acción.
Después de bendecir, el Señor parte el pan y lo da a los discípulos. Partir el pan es el gesto del padre de familia que se preocupa de los suyos y les da lo que necesitan para la vida. Pero es también el gesto de la hospitalidad con que se acoge al extranjero, al huésped, y se le permite participar en la propia vida. Dividir, com-partir, es unir. A través del compartir se crea comunión. En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo. El gesto del partir alude misteriosamente también a su muerte, al amor hasta la muerte. Él se da a sí mismo, que es el verdadero «pan para la vida del mundo» (cf. Jn 6, 51). El alimento que el hombre necesita en lo más hondo es la comunión con Dios mismo. Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo. Esta transformación, sin embargo, quiere ser el comienzo de la transformación del mundo. Para que llegue a ser un mundo de resurrección, un mundo de Dios. Sí, se trata de transformación. Del hombre nuevo y del mundo nuevo que comienzan en el pan consagrado, transformado, transustanciado.
Hemos dicho que partir el pan es un gesto de comunión, de unir mediante el compartir. Así, en el gesto mismo se alude ya a la naturaleza íntima de la Eucaristía: ésta es agape, es amor hecho corpóreo. En la palabra «agape», se compenetran los significados de Eucaristía y amor. En el gesto de Jesús que parte el pan, el amor que se comparte ha alcanzado su extrema radicalidad: Jesús se deja partir como pan vivo. En el pan distribuido reconocemos el misterio del grano de trigo que muere y así da fruto. Reconocemos la nueva multiplicación de los panes, que deriva del morir del grano de trigo y continuará hasta el fin del mundo. Al mismo tiempo vemos que la Eucaristía nunca puede ser sólo una acción litúrgica. Sólo es completa, si el agape litúrgico se convierte en amor cotidiano. En el culto cristiano, las dos cosas se transforman en una, el ser agraciados por el Señor en el acto cultual y el cultivo del amor respecto al prójimo. Pidamos en esta hora al Señor la gracia de aprender a vivir cada vez mejor el misterio de la Eucaristía, de manera que comience así la transformación del mundo.
Después del pan, Jesús toma el cáliz de vino. El Canon Romano designa el cáliz que el Señor da a los discípulos, como «praeclarus calix», cáliz glorioso, aludiendo con ello al Salmo 23 [22], el Salmo que habla de Dios como del Pastor poderoso y bueno. En él se lee: «preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; …y mi copa rebosa» (v. 5), calix praeclarus. El Canon Romano interpreta esta palabra del Salmo como una profecía que se cumple en la Eucaristía. Sí, el Señor nos prepara la mesa en medio de las amenazas de este mundo, y nos da el cáliz glorioso, el cáliz de la gran alegría, de la fiesta verdadera que todos anhelamos, el cáliz rebosante del vino de su amor. El cáliz significa la boda: ahora ha llegado «la hora» a la que en las bodas de Caná se aludía de forma misteriosa. Sí, la Eucaristía es más que un banquete, es una fiesta de boda. Y esta boda se funda en la autodonación de Dios hasta la muerte. En las palabras de la última Cena de Jesús y en el Canon de la Iglesia, el misterio solemne de la boda se esconde bajo la expresión «novum Testamentum». Este cáliz es el nuevo Testamento, «la nueva Alianza sellada con mi sangre», según la palabra de Jesús sobre el cáliz, que Pablo transmite en la segunda lectura de hoy (cf. 1 Co 11, 25). El Canon Romano añade: «de la alianza nueva y eterna», para expresar la indisolubilidad del vínculo nupcial de Dios con la humanidad. El motivo por el cual las traducciones antiguas de la Biblia no hablan de Alianza, sino de Testamento, es que no se trata de dos contrayentes iguales quienes la establecen, sino que entra en juego la infinita distancia entre Dios y el hombre. Lo que nosotros llamamos nueva y antigua Alianza no es un acuerdo entre dos partes iguales, sino un mero don de Dios, que nos deja como herencia su amor, a sí mismo. Ciertamente, a través de este don de su amor Él, superando cualquier distancia, nos convierte verdaderamente en partner y se realiza el misterio nupcial del amor.
Para poder comprender lo que allí ocurre en profundidad, hemos de escuchar más cuidadosamente aún las palabras de la Biblia y su sentido originario. Los estudiosos nos dicen que, en los tiempos remotos de que hablan las historias de los Patriarcas de Israel, «ratificar una alianza» significaba «entrar con otros en una unión fundada en la sangre, o bien acoger a alguien en la propia federación y entrar así en una comunión de derechos recíprocos». De este modo se crea una consanguinidad real, aunque no material. Los aliados se convierten en cierto modo en «hermanos de la misma carne y la misma sangre». La alianza realiza un conjunto que significa paz (cf. ThWNT II 105-137). ¿Podemos ahora hacernos al menos una idea de lo que ocurrió en la hora de la última Cena y que, desde entonces, se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía? Dios, el Dios vivo establece con nosotros una comunión de paz, más aún, Él crea una "consanguinidad" entre Él y nosotros. Por la encarnación de Jesús, por su sangre derramada, hemos sido injertados en una consanguinidad muy real con Jesús y, por tanto, con Dios mismo. La sangre de Jesús es su amor, en el que la vida divina y la humana se han hecho una cosa sola. Pidamos al Señor que comprendamos cada vez más la grandeza de este misterio. Que Él despliegue su fuerza trasformadora en nuestro interior, de modo que lleguemos a ser realmente consanguíneos de Jesús, llenos de su paz y, así, también en comunión unos con otros.
Sin embargo, ahora surge aún otra pregunta. En el Cenáculo, Cristo entrega a los discípulos su Cuerpo y su Sangre, es decir, Él mismo en la totalidad de su persona. Pero, ¿puede hacerlo? Todavía está físicamente presente entre ellos, está ante ellos. La respuesta es que, en aquella hora, Jesús cumple lo que previamente había anunciado en el discurso sobre el Buen Pastor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla» (cf. Jn 10,18). Nadie puede quitarle la vida: la da por libre decisión. En aquella hora anticipa la crucifixión y la resurrección. Lo que, por decirlo así, se cumplirá físicamente en Él, Él ya lo lleva a cabo anticipadamente en la libertad de su amor. Él entrega su vida y la recupera en la resurrección para poderla compartir para siempre.
Señor, Tú nos entregas hoy tu vida, Tú mismo te nos das. Llénanos de tu amor. Haznos vivir en tu «hoy». Haznos instrumentos de tu paz. Amén”.