1ª: Os 14, 2-10: Israel, vuelve al Señor, tu Dios, porque por tu culpa te ha hecho caer. Buscad palabras y volved al Señor. Decidle: Perdona todas nuestras culpas para que recobremos la felicidad y te ofrezcamos en sacrificio palabras de alabanza. Asiria no nos puede salvar; no montaremos ya en los caballos, y no diremos más «dios nuestro» a la obra de nuestras manos, pues en Ti encuentra compasión el huérfano.
Yo los curaré de su apostasía, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos. Seré como el rocío para Israel; él florecerá como el lirio y echará sus raíces como el olmo. Sus ramas se extenderán lejos, hermosas como el ramaje del olivo, y su fragancia será como la del Líbano. Volverán a sentarse en mi sombra; cultivarán el trigo, florecerán como la viña y su renombre será como el del vino del Líbano. Efraín..., ¿qué tengo yo que ver con los ídolos? Yo lo atenderé y lo protegeré. Yo soy como un pino siempre verde; de mí procede todo fruto. Que el sabio comprenda estas cosas, que el inteligente las entienda, porque los caminos del Señor son rectos; por ellos caminarán los justos, mas los injustos tropezarán en ellos.
Salmo 80: Oigo un lenguaje desconocido: / "retiré sus hombros de la carga, / y sus manos dejaron la espuerta. / Clamaste en la aflicción, y te libré, / te respondí oculto entre los truenos, / te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. / Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti; / ¡ojalá me escuchases Israel! / No tendrás un dios extraño, / no adorarás un dios extranjero; / yo soy el Señor, Dios tuyo, / que saqué del país de Egipto; / abre la boca que te la llene. ¡Ojalá me escuchase mi pueblo / y caminase Israel por mi camino!: …/ te alimentaría con flor de harina, / te saciaría con miel silvestre.
Texto del Evangelio (Mc 12,28b-34): En aquel tiempo, uno de los maestros de la Ley se acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
Comentario: 1. Oseas –después de sus desgracias, la más fuerte es la mujer amada que lo traiciona- termina su libro con ese canto a la conversión al Dios del amor. El perdón del profeta, que vuelve a tomar su esposa, es símbolo del amor que Dios tiene a su pueblo. “Israel, con quien Dios se ha desposado, se ha conducido como una mujer infiel, como una prostituta, y ha provocado el furor y los celos de su esposo divino. Este sigue queriéndola, y si la castiga, es para atraerla hacia sí y devolverle la alegría del primer amor.
Con una audacia que sorprende y una pasión que impresiona, el alma tierna y violenta de Oseas expresa por vez primera las relaciones de Dios con Israel mediante la imagen y terminología del matrimonio. Todo su mensaje tiene como tema fundamental el amor de Dios despreciado por su Pueblo.
Oseas arremete con furia mal contenida contra todo cuanto en la historia de Israel ha sido desprecio para el Señor. Sus críticas a las clases dirigentes, a los sacerdotes y a los explotadores son duras. Habla desde su propia rabia convertida ahora en símbolo: la Palabra de Dios adquiere ahora en su lengua todo el fuego pasional de un marido engañado”. Esa entrega es signo del amor de Cristo con su Iglesia; y los místicos cristianos como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz la extendieron a todas las almas fieles, esposas amadas de Cristo. Este es el contexto de las palabras que hoy meditamos. “El corazón de Oseas se ha ido vaciando poco a poco, a lo largo de trece capítulos, de toda la ira y amargura que se almacenaron en su alma. Han sido palabras en las que se mezclaron el símbolo y la realidad de su dolor. Pero no son la palabra última de su corazón creyente.
El Dios de Oseas, tan herido, tan maltratado por su pueblo, no se consume en lamentos estériles y rencorosos, sino que al final de tanto desprecio, queda brillando en este último capítulo la esperanza de que el pueblo se volverá al Señor al cabo de una larga experiencia”. Para este retorno a Dios es necesario una confesión de los equivocados caminos que se han seguido, una rectificación: "Israel, conviértete al Señor Dios tuyo porque tropezaste con tu pecado. Preparad vuestro discurso, volved al Señor y decidle: perdona del todo la iniquidad". Lo mismo que el menor de la parábola, debemos preparar nuestras palabras: "Me levantaré, iré a mi Padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo".
“La mayor falta de todas es la resistencia a encontrar a Dios en la vida diaria. El pecado es negarse a ver a Dios en la historia. Por eso la conversión esencial no consiste en hacer cosas sino en que vivamos cada acontecimiento de cada día como iniciativa de Dios.
"Rectos son los caminos del Señor: los justos andan por ellos; los pecadores tropiezan en ellos" (Os 14, 10). El camino del Señor es su Palabra viniendo a nosotros los hombres, para que el hombre pueda por ella volver a Dios”.
“La respuesta del Señor representa el triunfo del amor, del cual Oseas era el gran teólogo y poeta. Este amor gratuito de Dios será como el beso del rocío que devuelve el frescor y la vida. La más bella glosa a la teología del amor, de la conversión y del perdón, según Oseas, podría ser la parábola del padre misericordioso, que no habla solamente de la mutación de sentimientos, sino que expone además la respuesta de Dios a la conversión. El padre, lleno de gozo, acoge a aquel hijo perdido que rehace el camino: «Estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y se le ha encontrado» (Lc 15,32). Quien no encuentra el camino de Dios, quien no se deja hallar como oveja perdida, pierde el sentido de la vida” (F. Raurell).
“Oseas, en el Antiguo Testamento, era también el profeta y el poeta del amor. Ese amor es aún más hermoso. No es sólo un amor que promete la felicidad, si se es fiel. Es un amor que perdona y que pide «Volver».
-Has tropezado a causa de tu pecado... Pero ¡vuelve al Señor! El profeta Oseas vivió esa experiencia en su propio hogar. El mismo narra en su libro que su propia mujer lo había abandonado. Y cuenta cómo vio en ello una parábola del sufrimiento de Dios, abandonado por nosotros frecuentemente. Dios le pidió que aceptase de nuevo a esa mujer a pesar de haberle traicionado... para simbolizar con ello lo que Él mismo está haciendo sin parar.
Después de cada una de nuestras faltas, Dios es capaz de volver de nuevo a amarnos. Nos dice: «¡Vuelve!». Como dos esposos que se perdonan. Como dos amigos que reemprenden su amistad después de una temporada de frialdad. -Queremos reparar... No montaremos ya caballos de guerra... Eres Tú quien se apiada de nosotros. El hombre tiende siempre a querer contar con sus propias fuerzas, con «sus caballos de guerra». Pero, quebrantado, reconoce a veces, como Israel, que el único salvador es Dios.
-Entonces sanaré sus infidelidades; les amaré generosamente. Dios, amor decepcionado, es quien dice esas cosas. He de escuchar esas palabras de ternura.
-Seré como rocío para Israel que florecerá como el lirio. Hundirá sus raíces como el cedro del Líbano, cuyas ramas se desplegarán. Su belleza será la del olivo: su fragancia, la del Líbano. Volverán a sentarse a su sombra. Florecerán como la vid; su renombre será como el del vino del Líbano. Sorprendente acumulación de imágenes de prosperidad y de felicidad. Frescor. Fecundidad. Belleza. Fragancia. Flores. Solidez. Hay que "saborear" cada una de las imágenes: el rocío... el lirio... el árbol frondoso... el vino... los perfumes... las frutas... Y estamos en plena cuaresma, en medio de la cuaresma. ¡Y Dios nos promete todas esas cosas!” (Noel Quesson).
Como es propio del viernes, día penitencial por excelencia, se nos habla de la conversión: «perdona nuestra iniquidad, recibe el sacrificio de nuestros labios».
Seguimos teniendo la tentación de controlar todo, -“montar a caballo”: poner nuestra confianza en medios humanos-, tener ídolos en los que ponemos el corazón. La clave será mirar nuestro corazón y ver ¿cómo va nuestro amor? «Que sepamos dominar nuestro egoísmo y secundar las inspiraciones que nos vienen del cielo» (oración), pues el amor será el que guía nuestro caminar: «Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos» (1ª lectura), para ello tenemos la fuerza de la oración: «Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase por mi camino» (salmo). “La misma conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor”, y nos lleva a un paraíso, por haber sido capaces de recibir la Palabra de Dios en el corazón: ése es elemento fundamental, nuestra conciencia.
2. A ello nos lleva el salmo, que toma las ideas de antes, y las pone en lenguaje poético, siguiendo con la imagen de la tentación del agua, que esta semana sigue como imagen de fondo, al igual que el camino de Dios. Todo ello confluye en hacer la voluntad divina, vivir el mandamiento del amor. Juan Pablo II lo comentaba en torno a dos polos: “Por una parte, está el don divino de la libertad que se ofrece a Israel oprimido e infeliz: "Clamaste en la aflicción, y te libré" (v. 8). Se alude también a la ayuda que el Señor prestó a Israel en su camino por el desierto, es decir, al don del agua en Meribá, en un marco de dificultad y prueba.
Sin embargo, por otra parte, además del don divino, el salmista introduce otro elemento significativo. La religión bíblica no es un monólogo solitario de Dios, una acción suya destinada a permanecer estéril. Al contrario, es un diálogo, una palabra a la que sigue una respuesta, un gesto de amor que exige adhesión. Por eso, se reserva gran espacio a las invitaciones que Dios dirige a Israel.
El Señor lo invita ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (cf. Ex 20, 3-5). En el discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo "escuchar", frecuente en el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad.
Efectivamente, en nuestro salmo se repite: "Escucha, pueblo mío. (...) Ojalá me escuchases, Israel (...). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (...) Ojalá me escuchase mi pueblo" (Sal 80, 9. 12. 14).
Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32, 1-14).
La última parte del salmo (cf. vv. 14-17) tiene un tono melancólico. En efecto, Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido: "Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino" (v. 14). Con todo, esta melancolía se inspira en el amor y va unida a un deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminase por las sendas del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (cf. v. 15), y alimentarlo "con flor de harina" y saciarlo "con miel silvestre" (v. 17).
Sería un alegre banquete de pan fresquísimo, acompañado de miel que parece destilar de las rocas de la tierra prometida, representando la prosperidad y el bienestar pleno, como a menudo se repite en la Biblia (cf. Dt 6, 3; 11, 9; 26, 9. 15; 27, 3; 31, 20). Evidentemente, al abrir esta perspectiva maravillosa, el Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor tan generoso.
En la relectura cristiana, el ofrecimiento divino se manifiesta en toda su amplitud. En efecto, Orígenes nos brinda esta interpretación: el Señor "los hizo entrar en la tierra de la promesa; no los alimentó con el maná como en el desierto, sino con el grano de trigo caído en tierra (cf. Jn 12, 24-25), que resucitó... Cristo es el grano de trigo; también es la roca que en el desierto sació con su agua al pueblo de Israel. En sentido espiritual, lo sació con miel, y no con agua, para que los que crean y reciban este alimento tengan la miel en su boca".
Como siempre en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador nunca es el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no quiere juzgar y condenar, sino salvar y librar a la humanidad del mal. Sigue repitiendo las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid" (Ez 18, 23. 31-32).
La liturgia se transforma en el lugar privilegiado donde se escucha la invitación divina a la conversión, para volver al abrazo del Dios "compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34, 6)”. Esta es la memoria que debe hacer Israel: “Un pueblo que olvida sus orígenes pierde su identidad”, como pasó en Egipto hasta que los sacó el Señor. El sentido espiritual es evidente para nosotros, pues es la nueva vida que constituye la identidad que tenemos como cristianos (Carlos G. Vallés).
3. La Ley de Cristo es el amor a Dios y al prójimo. San Bernardo dice: «El amor, basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación de la misma». Esa fuente no es otra que Dios. “Hemos de aprender a amar en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo”. El amor es quien nos liberará de los ídolos de piedra hechos por nuestras manos, valores que absolutizamos: el dinero, el éxito, el placer, la comodidad, las estructuras, nuestra propia persona.
«No existe otro mandamiento mayor que éstos». Es más, es la razón de nuestra existencia: «El alma no puede vivir sin amor, siempre quiere amar alguna cosa, porque está hecha de amor, que yo por amor la creé» (Santa Catalina de Siena), nos dice el Dios que es amor todopoderoso, amor hasta el extremo, amor crucificado: «Es en la cruz donde puede contemplarse esta verdad» (Benedicto XVI). “Este Evangelio no es sólo una autorrevelación de cómo Dios mismo -en su Hijo- quiere ser amado. Con un mandamiento del Deuteronomio: «Ama al Señor, tu Dios» (Dt 6,5) y otro del Levítico: «Ama a los otros» (Lev 19,18), Jesús lleva a término la plenitud de la Ley. Él ama al Padre como Dios verdadero nacido del Dios verdadero y, como Verbo hecho hombre, crea la nueva Humanidad de los hijos de Dios, hermanos que se aman con el amor del Hijo.
La llamada de Jesús a la comunión y a la misión pide una participación en su misma naturaleza, es una intimidad en la que hay que introducirse. Jesús no reivindica nunca ser la meta de nuestra oración y amor. Da gracias al Padre y vive continuamente en su presencia. El misterio de Cristo atrae hacia el amor a Dios -invisible e inaccesible- mientras que, a la vez, es camino para reconocer, verdad en el amor y vida para el hermano visible y presente. Lo más valioso no son las ofrendas quemadas en el altar, sino Cristo que se quema como único sacrificio y ofrenda para que seamos en Él un solo altar, un solo amor.
Esta unificación de conocimiento y de amor tejida por el Espíritu Santo permite que Dios ame en nosotros y utilice todas nuestras capacidades, y a nosotros nos concede poder amar como Cristo, con su mismo amor filial y fraterno. Lo que Dios ha unido en el amor, el hombre no lo puede separar. Ésta es la grandeza de quien se somete al Reino de Dios: el amor a uno mismo ya no es obstáculo sino éxtasis para amar al único Dios y a una multitud de hermanos” (Pere Montagut).
Jesús resume hoy toda la ley en el amor: -Vuelve, Israel, al Señor, tu Dios. “El amor es esencial del evangelio y de la vida evangélica. Es la "buena nueva" que mi vida toda debería estar proclamando. ¿Amo yo, efectivamente? ¿A quién amo? ¿A quién dejo de amar? ¿Cómo se traduce este amor? ¿Quién es mi prójimo? Como tú mismo... Como tú misma...", ¡no es decir poco! ¿Cómo me amo a mí mismo/a? ¿Qué deseo yo para mí? ¿Cuáles son mis aspiraciones profundas? ¿A qué cosas estoy más aferrado? ¿Qué es lo que más me falta? Y todo esto quererlo también para mi prójimo. No debo pasar muy rápidamente sobre todas estas cuestiones. Debo tomar, sobre ellas, una decisión en este tiempo de cuaresma.
-Díjole el escriba “Muy bien, Maestro, tienes razón...” Viendo Jesús cuán atinadamente había respondido, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios." ¡Jesús felicitó a un escriba! En cualquier conversación, saber reconocer los aciertos en las intervenciones de los otros para valorarlos y estimularlos es una forma humilde de amor al prójimo, que Jesús pone aquí en práctica. "El Reino de Dios" = ¡amar!, ¡a Dios y a los hermanos! Este es también el contenido esencial de la Iglesia y que la liturgia cristiana expresa. Cada asamblea eucarística debería ser a la vez: -Un lugar de encuentro y de amor de Dios. -Un lugar de encuentro y de amor fraterno” (Noel Quesson).
La caracterización del amor, y su intensidad, si queremos que en él se cumpla la voluntad de Dios, ha de ser: “Único: dirigido al único Dios y Señor. Si se divide, entre Dios y el diablo, no es válido. De todo corazón: sin resquicio alguno, y poniendo en tensión todas las vísceras. Con toda el alma: abrazando cuerpo y espíritu, exterioridad e interioridad profunda. Con toda tu mente: que no consista en meros impulsos sino que goce de luz, de verdad, para que ideas engañosas, egoístas y manipuladoras, no turben la unidad y armonía. Y esa misma intensidad del amor habría que aplicarla gradualmente a nuestra relación mutua entre los hombres: en solidaridad, justicia, gratuidad, sacrificio, desprendimiento, cercanía. Jesús nos ha puesto las cosas muy difíciles, pero por ahí va el camino de la perfección o santidad de vida. Seamos perfectos en el amor, como nuestro Padre celestial es perfecto” (Gratis date). Como decimos en la Comunión, «Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale más que todos los sacrificios» (cf. Mc 12,33), y pedimos luego que sea prenda de lo que será: «Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía» (Postcomunión).
¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor. Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, “canales de la misericordia divina”. Nos perdona en la Confesión y se nos da en la Sagrada Eucaristía. Nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. También nos ha dado un Ángel para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo donde tendremos una felicidad sin límites y sin término. Pero amor con amor se paga. Y decimos con Francisca Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente” (Decenario al Espíritu Santo).
Dios espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros. Nuestro amor a Dios se muestra en las mil incidencias de cada día: amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. El amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los amores nobles y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y cada uno en su orden. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con quienes están junto a nosotros. Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus hijos, nuestros hermanos (Francisco Fernández Carvajal).
Este es el fondo de la conversión que se nos pide: aprender a confiar en el amor de Dios, apoyarnos ahí, roca firme, que nunca nos va a engañar, que no se va a quebrar, y al interiorizar ese don se hace vida, y el amor brota para los demás.
Llucià Pou Sabaté
No hay comentarios:
Publicar un comentario