Dn 13, 41-62: Vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín. Se había casado con una mujer llamada Susana, hija de Jilquías, que era muy bella y temerosa de Dios; sus padres eran justos y habían educado a su hija según la ley de Moisés. Joaquín era muy rico, tenía un jardín contiguo a su casa, y los judíos solían acudir donde él, porque era el más prestigioso de todos. Aquel año habían sido nombrados jueces dos ancianos, escogidos entre el pueblo, de aquellos de quienes dijo el Señor: "La iniquidad salió en Babilonia de los ancianos y jueces que se hacían guías del pueblo."
Venían éstos a menudo a casa de Joaquín, y todos los que tenían algún litigio se dirigían a ellos. Cuando todo el mundo se había retirado ya, a mediodía, Susana entraba a pasear por el jardín de su marido. Los dos ancianos, que la veían entrar a pasear todos los días, empezaron a desearla. Perdieron la cabeza dejando de mirar hacia el cielo y olvidando sus justos juicios… Mientras estaban esperando la ocasión favorable, un día entró Susana en el jardín como los días precedentes, acompañada solamente de dos jóvenes doncellas, y como hacía calor quiso bañarse en el jardín. No había allí nadie, excepto los dos ancianos que, escondidos, estaban al acecho. Dijo ella a las doncellas: "Traedme aceite y perfume, y cerrad las puertas del jardín, para que pueda bañarme." Ellas obedecieron, cerraron las puertas del jardín y salieron por la puerta lateral para traer lo que Susana había pedido; no sabían que los ancianos estaban escondidos. En cuanto salieron las doncellas, los dos ancianos se levantaron, fueron corriendo donde ella, y le dijeron: "Las puertas del jardín están cerradas y nadie nos ve. Nosotros te deseamos; consiente, pues, y entrégate a nosotros. Si no, daremos testimonio contra ti diciendo que estaba contigo un joven y que por eso habías despachado a tus doncellas." Susana gimió: "¡Ay, qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor." Y Susana se puso a gritar a grandes voces. Los dos ancianos gritaron también contra ella, y uno de ellos corrió a abrir las puertas del jardín.
Al oír estos gritos en el jardín, los domésticos se precipitaron por la puerta lateral para ver qué ocurría, y cuando los ancianos contaron su historia, los criados se sintieron muy confundidos, porque jamás se había dicho una cosa semejante de Susana. A la mañana siguiente, cuando el pueblo se reunió en casa de Joaquín, su marido, llegaron allá los dos ancianos, llenos de pensamientos inicuos contra Susana para hacerla morir. Y dijeron en presencia del pueblo: "Mandad a buscar a Susana, hija de Jilquías, la mujer de Joaquín." Mandaron a buscarla, y ella compareció acompañada de sus padres, de sus hijos y de todos sus parientes… Todos los suyos lloraban, y también todos los que la veían. Los dos ancianos, levantándose en medio del pueblo, pusieron sus manos sobre su cabeza. Ella, llorando, levantó los ojos al cielo, porque su corazón tenía puesta su confianza en Dios.
Los ancianos dijeron: "Mientras nosotros nos paseábamos solos por el jardín, entró ésta con dos doncellas. Cerró las puertas y luego despachó a las doncellas. Entonces se acercó a ella un joven que estaba escondido y se acostó con ella. Nosotros, que estábamos en un rincón del jardín, al ver esta iniquidad, fuimos corriendo donde ellos. Los sorprendimos juntos, pero a él no pudimos atraparle porque era más fuerte que nosotros, y abriendo la puerta se escapó… De todo esto nosotros somos testigos." La asamblea les creyó como ancianos y jueces del pueblo que eran. Y la condenaron a muerte.
Entonces Susana gritó fuertemente: "Oh Dios eterno, que conoces los secretos, que todo lo conoces antes que suceda, Tú sabes que éstos han levantado contra mí falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho nada de lo que su maldad ha tramado contra mí." El Señor escuchó su voz y, cuando era llevada a la muerte, suscitó el santo espíritu de un jovencito llamado Daniel, que se puso a gritar: "¡Yo estoy limpio de la sangre de esta mujer!" Todo el pueblo se volvió hacia él y dijo: "¿Qué significa eso que has dicho?" Él, de pie en medio de ellos, respondió: "¿Tan necios sois, hijos de Israel, para condenar sin investigación y sin evidencia a una hija de Israel? ¡Volved al tribunal, porque es falso el testimonio que éstos han levantado contra ella!"
Todo el pueblo se apresuró a volver allá, y los ancianos dijeron a Daniel: "Ven a sentarte en medio de nosotros y dinos lo que piensas, ya que Dios te ha dado la dignidad de la ancianidad." Daniel les dijo entonces: "Separadlos lejos el uno del otro, y yo les interrogaré." Una vez separados, Daniel llamó a uno de ellos y le dijo: "Envejecido en la iniquidad, ahora han llegado al colmo los delitos de tu vida pasada, dictador de sentencias injustas, que condenabas a los inocentes y absolvías a los culpables, siendo así que el Señor dice: "No matarás al inocente y al justo." Conque, si la viste, dinos bajo qué árbol los viste juntos." Respondió él: "Bajo una acacia." "En verdad - dijo Daniel - contra tu propia cabeza has mentido, pues ya el ángel de Dios ha recibido de él la sentencia y viene a partirte por el medio." Retirado éste, mandó traer al otro y le dijo: "¡Raza de Canaán, que no de Judá; la hermosura te ha descarriado y el deseo ha pervertido tu corazón! Así tratabais a las hijas de Israel, y ellas, por miedo, se entregaban a vosotros. Pero una hija de Judá no ha podido soportar vuestra iniquidad. Ahora pues, dime: ¿Bajo qué árbol los sorprendiste juntos?" El respondió: "Bajo una encina." En verdad, dijo Daniel, tú también has mentido contra tu propia cabeza: ya está el ángel del Señor esperando, espada en mano, para partirte por el medio, a fin de acabar con vosotros." Entonces la asamblea entera clamó a grandes voces, bendiciendo a Dios que salva a los que esperan en él. Luego se levantaron contra los dos ancianos, a quienes, por su propia boca, había convencido Daniel de falso testimonio y, para cumplir la ley de Moisés, les aplicaron la misma pena que ellos habían querido infligir a su prójimo: les dieron muerte, y aquel día se salvó una sangre inocente. Jilquías y su mujer dieron gracias a Dios por su hija Susana, así como Joaquín su marido y todos sus parientes, por el hecho de que nada indigno se había encontrado en ella.
Salmo 22: El Señor es mi Pastor, nada me falta: / en verdes praderas me hace recostar; / me conduce hacia fuentes tranquilas / y repara mis fuerzas; / me guía por el sendero justo, / por el honor de su nombre. // Aunque camine por cañadas oscuras, / nada temo, porque Tú vas conmigo: / tu vara y tu cayado me sosiegan. // Preparas una mesa ante mí, / enfrente de mis enemigos; / me unges la cabeza con perfume, / y mi copa rebosa. // Tu bondad y tu misericordia me acompañan / todos los días de mi vida, / y habitaré en la casa del Señor / por años sin término.
Texto del Evangelio, cuando no se ha leído en el domingo 5º C (Jn 8,1-11): En aquel tiempo, Jesús se fue al monte de los Olivos. Pero de madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles.
Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?». Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra.
Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Ella respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».
Comentario: 1. El relato de Susana tiene un sentido espiritual para cada uno, y para la Iglesia:
a) Susana, víctima de dos perversos, no ha podido defenderse ante la acusación injusta. Te ruego, Señor, por todos aquellos que HOY todavía ven afectada su reputación por calumnias o por maledicencias. Ayúdame, Señor, a conocerme, a vigilar mi conducta para que no caiga en acusaciones, críticas o juicios maliciosos... ni siquiera sin quererlo, por descuido... Susana acude a Dios, en el peligro. ¿Tengo yo también ese reflejo? En vez de dejarme abrumar por mis preocupaciones, debo aceptarlas a manos llenas, ofrecerlas transformándolas en oración. «Tú que penetras los secretos...» Señor, Tú sabes mis preocupaciones (Noel Quesson).
b) Susana refleja la naturaleza de la Iglesia: su hermosura, su inocencia, y en el jardín: “Nupta in paradiso” (S. Ambrosio), la desposada, esposa feliz y honrada por su esposo, rico y poderoso, paseándose gozosa por el parque de su marido: es Susana en el paraíso. La iconografía cristiana la pinta siempre con los árboles del jardín, como la Iglesia (Hipólito de Roma, a Dn, 1, 14). "La Iglesia comenzó a vivir en el jardín al punto que Jesús hubo padecido en el huerto" (san Ambrosio).
¡Cristo en Cruz y la Iglesia en el jardín! Jesús rezó en un huerto y cerca de un huerto murió y lo prometió al ladrón: "Hoy vas a estar conmigo en el Paraíso" (Lc 23, 43). Ese huerto primero de gozo (Gn 2, 8) quedó cerrado por la espada de fuego (Gn 3, 23-24). El hombre tuvo entonces que cultivar el desierto de este mundo, con el sudor de su frente; pero la tierra maldita es el campo en el que Caín dio muerte a su hermano Abel, campo que luego se compró con el precio de la sangre que cobró Judas. Pero el grano de trigo que cae en la tierra y muere da mucho fruto. Hay un tesoro escondido, Cristo muere y resucita, y con Él el desierto se ha tornado jardín. Susana se pasea en pleno mediodía de la redención, Cristo es la luz esplendorosa y sol verdadero. En el jardín fluye el agua del manantial abierto por la cruz. Dos doncellas, la Fe y la Caridad (Cassel), preparan el baño de la salud, el "aceite de la alegría" celeste, la vida divina que se derramó en el jardín al romperse el frasco con la muerte de Jesús.
“Es, en verdad, un jardín cerrado, un bosque sagrado que oculta los misterios de Cristo. La Iglesia dice, como la esposa del Cantar de los Cantares: "Voy a bajar al jardín" (Ct 6,10). Y viene, y baja a "la fuente del huerto, fuente de agua viva" (Ct 4,15), al agua de la pasión de Cristo, al manantial de su sangre. Allí se lava en la corriente de su amor, se sumerge en su muerte y vuelve a salir limpia y resplandeciente de inmaculada belleza: Susana, el lirio que brilla con la pureza de Cristo. Entonces, habiendo subido del baño de la muerte de Cristo, se unge con el "aceite esparcido" (Ct 1,02), la "fuerza del cielo" (Lc 24, 40), la vida divina del Amado. Y exclama: "Venga mi amado al jardín" (Ct 5,1)”.
El buen olor del Amado perfuma el jardín: "Estoy en mi jardín, hermana mía, esposa mía" (Ct 5, 1). La Iglesia está ardiente de amor, y le pide: "Grábame como un sello en tu corazón" (Ct 8, 6).
El maligno puede penetrar en el jardín (en el paraíso, la serpiente; en Susana, los libertinos; en el huerto de los olivos, al traidor). La Iglesia también ha de sufrir tentaciones, como Jesús. La Iglesia es siempre joven, el pecado bajo la capa de engaño está próximo a la muerte y envejecido. Busca ávidamente apoderarse de la vida, pero su poder no puede nada contra la oración confiada de la Iglesia (Emiliana Löhr).
2. Es lo que dice el Salmo, ya comentado hace unos días: "Aunque vaya por entre sombras de muerte, nada temeré. Pues Tú estás conmigo, Señor. Tu vara y tu cayado me han consolado" (Sal 22, 4). La oscuridad del jardín o tentaciones no le quita la paz, ni el futuro pues Jesús, auténtico filósofo, nos lleva más allá de la muerte, es el buen pastor que nos guía hasta el paraíso, el jardín de la nueva aurora donde no hay ya noche (Emiliana Löhr).
3. Traen una adúltera para matarla, y Jesús, indignándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. El relato de hoy sucede inmediatamente después de una reunión del Sanedrín en el que Nicodemo, ese amigo de Jesús que iba a hablar con Él por la noche, ha rechazado una propuesta de condena a Jesús. Les ha recordado que no se puede condenar a nadie sin oír a Jesús primero. Los fariseos buscan que diga algo para poder condenarle. Jesús ha pasado la noche en Getsemaní, y muy de mañana se dirige al templo donde hay mucha gente puesto que acaba de celebrarse la fiesta de los Tabernáculos. Se congregan alrededor del Maestro que les dirige la palabra y les enseña su doctrina de la caridad. Jesús entonces les invita a examinar su corazón, y a lanzar la primera piedra quien se vea libre de pecado. Algo sorprendente, todos se van…
- “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿ninguno te ha condenado?
- Ninguno, Señor.
- “Yo tampoco te condeno; vete y no peques más”. El examen de conciencia es siempre una nueva oportunidad, cada noche al acostarnos, cada vez que nos confesamos, llenos de alegría y de agradecimiento. “Esta es tu actitud ante nuestros pecados. Con delicadeza, no levantas tu mirada hacia ella, porque sabes su vergüenza... Bajas los ojos al suelo. Tú, Señor, eres el único que no la juzgas. Te compadeces de ella. Dentro de un instante, tomarás posición contra toda la opinión pública... y contra la Ley oficial. Ciertamente, es necesaria la Ley: unas reglas generales de la vida en sociedad. Pero Tú, en este caso, miras el corazón de esta mujer”.
a) -“Como ellos insistieran en preguntarle, se incorporó y les dijo: "El que de vosotros esté sin pecado... arrójele la piedra el primero”.
Son ellos los que insisten. “Querían que Tú la condenaras. No, Tú los remites a su propia conciencia. Mirad pues dentro de vosotros. Cuando me siento tentado de juzgar duramente, es también conveniente que busque en mí, para ver si yo mismo estoy "sin pecado". ¿Hay quizás en mí pecados equivalentes o peores... o por lo menos, raíces de esas mismas tendencias que condeno en los demás? Mis propias debilidades deberían hacerme indulgente para con las debilidades de los demás”.
-“Jesús quedó solo con la mujer. Se incorporó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?" Dijo ella "Nadie, Señor". Jesús dijo: "Ni yo te condeno tampoco..."”. Este es un diálogo todo belleza y todo delicadeza (Noel Quesson).
Esta semana de Pasión es una llamada a ver cómo vamos en el camino de estos 40 días, y qué más podemos hacer. Vemos hoy que en Jesús la conversión va unida a la comprensión, supone la valentía de profundizar dentro de la propia alma, entrar al propio corazón.
b) El sentirse perdonado va muy ligado a la correspondencia de amor. Quien se sabe amado y perdonado, devuelve amor por Amor: «Preguntaron al Amigo cuál era la fuente del amor. Respondió que aquella donde el Amado nos ha lavado nuestras culpas» (Ramon Llull). “Por esto, el sentido de la conversión y de la penitencia propias de la Cuaresma es ponernos cara a cara ante Dios, mirar a los ojos del Señor en la Cruz, acudir a manifestarle personalmente nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia. Y como a la mujer del Evangelio, Jesús nos dirá: «Tampoco yo te condeno... En adelante no peques más» (Jn 8,11). Dios perdona, y esto conlleva por nuestra parte una exigencia, un compromiso: ¡No peques más! (Jordi Pascual).
-“Mujer, ¿ninguno te ha condenado? –Ninguno, Señor.- Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más” (Juan 8, 10-11). “Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer pecadora, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo después de recibir Su perdón. En el alma de esta mujer, manchada por el pecado y por su pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan profundo, que sólo podemos entreverlo a la luz de la fe. Cada día, en todos los rincones del mundo, Jesús a través de sus ministros los sacerdotes, sigue diciendo: “Yo te absuelvo de tus pecados...” Es el mismo Cristo que perdona. San Agustín afirma que el prodigio que obran estas palabras supera a la misma creación del mundo. Por la absolución, el hombre se une a Cristo redentor, que quiso cargar con nuestros pecados. Por esta unión, el pecador participa de nuevo de esa fuente de gracia que mana sin cesar del costado abierto de Jesús. En el momento de la absolución intensificaremos el dolor de nuestros pecados, renovaremos el propósito de enmienda, y escucharemos con atención las palabras del sacerdote que nos conceden el perdón de Dios. Después de cada confesión debemos dar gracias a Dios por la misericordia que ha tenido con nosotros y concretaremos cómo poner en práctica los consejos recibidos. Una manifestación de nuestra gratitud es procurar que nuestros amigos acudan a esa fuente de gracias, acercarlos a Cristo, ¡difícilmente encontraremos una obra de caridad mayor! (Francisco Fernández Carvajal).
c) Dios perdona siempre; la escena de hoy podría titularse si fuera un cuadro: "Cómo condenan los Hombres. Cómo perdona Dios". “Dios perdona siempre, los hombres a veces, la naturaleza no perdona”, reza el dicho popular, y con razón: Muchos hombres no perdonan, ni olvidan. Sin embargo, nos preguntamos seriamente: ¿Podrá Dios perdonarme a mí? Incluso algunos desesperan como Judas: "Yo no tengo perdón de Dios". Jesús le lavó los pies al traidor por si se dejaba lavar el corazón, como hizo Pedro. Representan dos clases de hombres: todos pecamos. Decía una madre católica: "Una cosa es el pecado, otra el pecador. La Iglesia reprueba el pecado desde el adulterio o el crimen o la injusticia; pero acoge al pecador humilde que se arrepiente (es el hijo pródigo que vuelve a empezar, que vuelve a la casa del padre). Es madre, pero firme educadora, a diferencia de las madres débiles que no amonestan a sus hijos para ahorrarles la pena y que luego lloran de remordimientos...”
El episodio de la mujer adúltera representa el encuentro de la miseria humana con la misericordia divina. ¿Qué espera el Señor de nosotros, qué actitud hemos de tener ante los que han cometido un pecado, y más concretamente qué se espera del acogimiento en la Iglesia de esas ovejas perdidas? Que tengamos la actitud de Jesús con la mujer que cometió el pecado. Cuanto más somos conscientes de nuestra debilidad y de la facilidad con la que caemos en el pecado sin la gracia de Dios, mejor podemos acoger a los demás. Cristo nos hace ver que no hemos de juzgar los corazones de los hombres. El acogimiento de la Iglesia es saber ver curar el alejamiento de Dios y de los demás con el amor que vemos en Cristo con la mujer adúltera. Hay que sentir primero nosotros la experiencia del perdón, como inmortalizó Mel Gibson en aquel recuerdo que la Magdalena, acompañando a la Virgen arrodillada en la escena de la flagelación, limpiando la sangre que antes vertió el Señor, recordaba cuando estaba postrada ante la acusación de los que la querían matar. Como decía R. Cantalamessa, “para tener un corazón quebrantado y humillado, hay que pasar por la experiencia de quien ha sido pillado infraganti, como aquella mujer del Evangelio que fue sorprendida en flagrante adulterio, que se estaba allí, callada y con los ojos bajos, esperando la sentencia (cf Jn 8,3ss). Nosotros somos ladrones de la gloria de Dios cogidos infraganti. Pues bien, si en vez de huir a otra parte con el pensamiento, o de enfadarnos diciendo: "Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?", bajamos la mirada, nos golpeamos el pecho y decimos desde lo más hondo del corazón, como el publicano: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador" (Lc 18,13), entonces empezará a producirse también en nosotros el milagro de un corazón quebrantado y humillado. Y también nosotros, como aquella mujer, experimentaremos la alegría del perdón. Tendremos un corazón nuevo”.
Jesús es el nuevo Daniel (ese nombre significa «el Señor, mi juez»), instrumento de la misericordia de Dios incluso para los pecadores. Con viveza narra Juan el ambiente: acusadores, gente curiosa, la mujer avergonzada, y Cristo que resuelve con elegancia la situación. El examen de hoy puede también abarcar cómo tratamos a los demás en nuestros juicios: ¿les juzgamos precipitadamente?, ¿escuchamos a las personas antes de acusarles de algo?, ¿nos dejamos llevar de las apariencias? Si antes de juzgar a nadie nos juzgáramos a nosotros mismos («el que esté libre de pecado tire la primera piedra») seguramente seríamos un poco más benévolos en nuestros juicios internos y en nuestras actitudes exteriores para con los demás. ¿Sabemos tener para con los que han fallado la misma delicadeza de trato de Jesús para con la mujer pecadora, o estamos retratados más bien en los intransigentes judíos que arrojaron a la mujer a los pies de Jesús para condenarla?
“La figura central es Jesús y el juicio de Dios sobre nuestro pecado. Si en la primera escena es el joven Daniel quien desenmascara a los falsos acusadores, en el evangelio es Jesús el que va camino de la muerte para asumir sobre sí mismo el juicio y la condena que la humanidad merecía. El nuevo Daniel se deja juzgar y condenar él, en un juicio totalmente injusto, para salvar a la humanidad. Por eso puede perdonar ya anticipadamente a la mujer pecadora.
Ese Jesús que camina hacia su Pascua -muerte y resurrección- es el que nos invita también a nosotros a seguirle, para que participemos de su victoria contra el mal y el pecado, y nos acojamos a la sentencia de misericordia que Él nos ha conseguido con su muerte.
Antes de comulgar cada vez se nos presenta a Cristo como «el que quita el pecado del mundo». Con su cruz y su resurrección nos ha liberado de todo pecado. Jesús, el perdonador. Es el que se nos da en cada Eucaristía, como se nos dio de una vez para siempre en la cruz” (J. Aldazábal). En la oración Colecta pedimos (con palabras de San León Magno): «Señor, Dios nuestro, cuyo amor nos enriquece sin medida con toda bendición: haz que, abandonando nuestra vida caduca, fruto del pecado, nos preparemos como hombres nuevos, a tomar parte en la gloria de tu Reino». Con la ayuda de la recepción de la Eucaristía: «Te pedimos, Señor, que estos sacramentos que nos fortalecen, sean siempre para nosotros fuente de perdón y, siguiendo las huellas de Cristo, nos lleven a Ti, que eres nuestra vida» (Postcomunión).
d) Raniero Cantalamessa dedicó a la misericordia de Cristo el comentario a la quinta bienaventuranza (según san Mateo): «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia»: “En la Biblia, la palabra misericordia se presenta con dos significados fundamentales: el primero indica la actitud de la parte más fuerte (en la alianza, Dios mismo) hacia la parte más débil y se expresa habitualmente en el perdón de las infidelidades y de las culpas; el segundo indica la actitud hacia la necesidad del otro y se expresa en las llamadas obras de misericordia… En la vida de Jesús resplandecen las dos formas. Él refleja la misericordia de Dios hacia los pecadores, pero se conmueve también de todos los sufrimientos y necesidades humanas, interviene para dar de comer a la multitud, curar a los enfermos, liberar a los oprimidos. De Él el evangelista dice: «Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17)”. En los textos de hoy “el sentido que prevalece es ciertamente el primero, el del perdón y de la remisión de los pecados. Lo deducimos por la correspondencia entre la bienaventuranza y su recompensa: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia», se entiende ante Dios, que perdonará sus pecados. La frase: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso», se explica inmediatamente con «perdonad y seréis perdonados» (Lc 6, 36-37).
Es conocida la acogida que Jesús reserva a los pecadores en el Evangelio y la oposición que ello le procuró por parte de los defensores de la ley, quienes le acusaban de ser «un comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7, 34). Uno de los dichos históricamente mejor atestiguados de Jesús es: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17). Sintiéndose por Él acogidos y no juzgados, los pecadores le escuchaban gustosamente”. ¿Quiénes eran los pecadores? Dicen algunos que «los transgresores deliberados e impenitentes de la ley» (Sanders); o sea los delincuentes comunes y los fuera de la ley del tiempo. Jesús no justifica los fraudes de Zaqueo o el adulterio de una mujer. El hecho de llamarles «enfermos» lo demuestra. Lo que condena es creerse superior a los demás, por eso dirige la parábola del fariseo y publicano que rezan «a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9). “Jesús era más severo hacia quienes, despectivos, condenaban a los pecadores, que hacia los pecadores mismos” (cf. J.D.G. Duna).
Las lecturas de hoy nos ayudan a experimentar la misericordia divina, la experiencia pascual por excelencia. Franz Kafka en la novela «El Proceso» presenta a un hombre que es detenido, que empieza una extenuante búsqueda para conocer los motivos. Pero nadie sabe decirle nada; va descubriendo que hay tres posibilidades: la absolución auténtica, la absolución aparente y el aplazamiento (estas dos últimas servirían sólo para mantener al imputado en una incertidumbre mortal para toda la vida). En la absolución auténtica, en cambio, «las actas procesales deben ser completamente suprimidas, desaparecen del todo del proceso, no sólo la acusación, sino también el proceso y hasta la sentencia se destruyen, todo es destruido». Pero de éstas no se sabe que haya habido jamás ninguna; hay sólo rumores, «bellísimas leyendas»: algo que se entrevé de lejos, se persigue con afán como en una pesadilla nocturna, pero sin posibilidad alguna de alcanzarlo.
En Pascua, sí hay absolución auténtica. Jesús ha destruido «la nota de cargo que había contra nosotros; y la suprimió clavándola en la cruz» (Col 2, 14). Ha destruido todo. «Ninguna condenación pesa ya para los que están en Cristo Jesús» (Rm 8, 1). Hemos ido leyendo estos días imágenes de esto, como la curación del paralítico de la piscina milagrosa (v. Jn 5, 2 ss.). La realidad es infinitamente mayor: “De la cruz de Cristo ha brotado la fuente de agua y sangre, y no uno sólo, sino todos los que se arrojen dentro salen curados. Después del bautismo, esta piscina milagrosa es el sacramento de la Reconciliación, y esta meditación desearía servir precisamente como preparación a una buena confesión pascual.
«Bienaventurados los misericordiosos»: Señor, frecuentemente he pedido y he recibido a la ligera tu misericordia, ¡sin darme cuenta de a qué precio me la has procurado! A menudo he sido el siervo perdonado que no sabe perdonar: ¡Kyrie eleison! ¡Señor, ten piedad!
Hay una gracia especial cuando no es sólo el individuo, sino toda la comunidad la que se pone ante Dios en esta actitud penitencial. De una experiencia profunda de la misericordia de Dios salimos renovados y llenos de esperanza: «Dios, rico de misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo» (Ef 2, 4-5)”.
e) También aquí hay –como hemos dicho en la primera lectura- una lectura eclesial. Tras haber tenido esta experiencia, debemos, a nuestra vez, mostrarla a los hermanos. Ello tanto en el nivel de la comunidad eclesial como en el nivel personal. Nguyên Van Thuân dijo: «Sueño una Iglesia que sea una "Puerta Santa", abierta, que abrace a todos, que esté llena de compasión y comprensión por todos los sufrimientos de la humanidad, tendida a consolarla». Algunos criterios de cómo ha de ser la Iglesia: Jesús “no hace trivial el pecado, pero encuentra el modo de no alejar jamás a los pecadores, sino más bien de atraerlos hacia sí. No ve en ellos sólo lo que son, sino aquello en lo que se pueden convertir si son tocados por la misericordia divina en lo profundo de su miseria y desesperación. No espera a que acudan a Él; frecuentemente es Él quien va a buscarles”. Jesús se muestra en oposición con la élite religiosa de su tiempo por su manera rígida y a veces inhumana en que interpretaban la ley. «El sábado es para el hombre -decía-, no el hombre para el sábado» (Mc 2,27), y lo que dice del descanso sabático, una de las leyes más sagradas en Israel, vale para cualquier otra ley. Jesús es firme y riguroso en los principios, pero sabe cuándo un principio debe ceder paso a un principio superior que es el de la misericordia de Dios y la salvación del hombre. Cómo estos criterios que se desprenden de la actitud de Cristo pueden aplicarse concretamente a los problemas nuevos que se presentan en la sociedad, depende de la paciente búsqueda y en definitiva del discernimiento del Magisterio. También en la vida de la Iglesia, como en la de Jesús, deben resplandecer juntas la misericordia de las manos y la del corazón, tanto las obras de misericordia como las «entrañas de misericordia».
Nuestra conversión ha de llevarnos de la teoría a la práctica, como indica San Pablo: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3, 12-13). «Los seres humanos –decía San Agustín- somos como vasos de arcilla, que sólo con rozarse, se hacen daño». No se puede vivir en armonía, en la familia y en cualquier otro tipo de comunidad, sin la práctica del perdón y de la misericordia recíproca. Misericordia es una palabra compuesta por misereo y cor; significa conmoverse en el propio corazón del sufrimiento o el error del hermano, como hace Dios: «Mi corazón está en mí conmovido, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11,8). «Quien se excusa, Dios lo acusa; quien se acusa, Dios lo excusa»; cuando se trata de los demás ocurre lo contrario: «Quien excusa al hermano, Dios lo excusa a él; quien acusa al hermano, Dios lo acusa a él».
El perdón es para una comunidad lo que es el aceite para el motor, sin él todo se incendiará, con el aceite el perdón resuelve las fricciones. Usemos este aceite de la misericordia y de la reconciliación, y volquémoslo silenciosamente, con abundancia, por la Pascua. Unámonos a nuestros hermanos ortodoxos, que en Pascua no se cansan de cantar: «¡Es el día de la Resurrección! / Irradiamos gozo por la fiesta, / abracémonos todos. / Digamos hermano también a quien nos odia, / perdonemos todo por amor a la Resurrección»”.
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