Semana Santa, Domingo de Ramos, Procesión: queremos ser como el borrico que lleva a Jesús, fieles a sus requerimientos
Introducción: estos días, también llamados «semana mayor» o «semana grande», se compone de dos partes: el final de la Cuaresma (del Domingo de Ramos al Miércoles Santo) y el Triduo Pascual (Jueves, Viernes y Sábado-Domingo). En cuanto a la liturgia, la esencia es la celebración de la Noche Pascual, precedida por su Triduo-Pascual, en el que se añadió ayuno y la incorporación bautismal. En estos días hay unos signos importantes, que ayudan al aspecto psicológico en el seguimiento de los acontecimientos de Jesús, el recuerdo de los hechos históricos, como la «procesión de ramos» del Domingo de Pasión, el lavatorio de pies del Jueves y la adoración de la cruz del Viernes Santo. Dramatizaciones que entran por los ojos. También la bendición de los ramos, el monumento del jueves o la consagración de los óleos, son otros signos que representan el misterio. A nivel popular, se unen otras devociones como visitas a los «monumentos», hora santa, sermón de las siete palabras, viacrucis, procesiones, representaciones teatrales y actos de hermandades. El misterio celebrado en lengua muerta (latín) comprensible a pocos, se completó con ese salir de los templos a las plazas, calles y campos enarbolando símbolos más accesibles, como han sido y siguen siendo los «pasos» de las procesiones (Casiano Floristán).
El Domingo de Ramos. En este día se presenta todo el misterio pascual: la vida o el triunfo, mediante la procesión de ramos en honor de Cristo Rey, y la muerte o el fracaso, con la lectura de la Pasión correspondiente a los evangelios sinópticos (la de Juan se lee el viernes). Desde el siglo V se celebraba en Jerusalén con una procesión la entrada de Jesús en la ciudad santa, poco antes de ser crucificado. Debido a las dos caras que tiene este día, se denomina «Domingo de Ramos» (cara victoriosa) o «Domingo de Pasión» (cara dolorosa). Por esta razón, el Domingo de Ramos -pregón del misterio pascual- comprende dos celebraciones: la procesión de ramos y la eucaristía. Podemos destacar la reunión (en el exterior de la iglesia, convocatoria de los fieles que debe resaltar por su carácter festivo y popular), bendición de los ramos (proclamación de la entrada solemne en Jerusalén, procesión a la iglesia).
Sea cual sea la forma que se escoja (procesión, entrada solemne, entrada sencilla), hay que hacer vivir la actitud de homenaje a Cristo Rey, que se dispone a entrar de una manera decidida y voluntaria en el camino que le llevará, primero, al sufrimiento y a la muerte, y, después, al triunfo y a la vida. Para conseguir esta finalidad, no hace falta necesariamente atacar con dureza ciertas prácticas populares quizá no demasiado litúrgicas, sino más bien se trata de reconducir todas estas prácticas a fin de que puedan convertirse en signos alegres de la aclamación popular a Cristo (Joan Llopis) en el misterio que hoy celebramos: “Cristo, siendo inocente, / se entregó a la muerte por los pecadores, / y aceptó la injusticia / de ser contado entre los criminales. / De esta forma, al morir, / destruyó nuestra culpa, / y, al resucitar, / fuimos justificados” (Prefacio Domingo de Ramos).
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 21,1-11: Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles: -“Id a la aldea de enfrente encontraréis en seguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto”.
Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: «Decid a la hija de Sión: Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila.»
Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos y Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: -“¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!¡Viva el Altísimo!”
Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: “¿Quién es éste?”
La gente que venía con él decía: “Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea”.
Comentario: Al proclamar a su manera el evangelio, Lucas ha querido, más aún que los otros evangelistas, presentar a Jesús entrando en Jerusalén como para una entronización regia. La prueba está ya en el hecho de que el texto se inspira en dos entronizaciones célebres, contadas por el libro de los Reyes: la del rey Salomón. "Los allegados de David hicieron montar a Salomón sobre la mula del rey... todo el pueblo gritó: 'Viva el rey...'. Subió después todo el pueblo detrás de él; la gente tocaba las flautas y manifestaba tan gran alegría que la tierra se hendía con sus voces" (1 Re 1, 38-40). Y también la entronización de Jehú: "Los oficiales se apresuraron a tomar cada uno su manto que colocaron bajo él encima de las gradas; tocaron el cuerno y gritaron: 'Jehú es rey '" (2 Re 9,13). Así Jesús, siguiendo el patrón de sus antepasados cuyo comportamiento diseña el suyo, se presenta como rey en Jerusalén. La semejanza con la coronación de Salomón la vemos en ese nombre, que significa "el pacífico", nombre que recuerdan los ángeles en el himno de la noche de Navidad. Jesús, rey de paz, que trae a Jerusalén, la ciudad cuyo nombre significa "ciudad de paz" (Sal 122, 6), la paz que su nombre reclama. Esta paz se establece entre Dios y los hombres: "paz en el cielo" (el himno de Navidad decía: "Paz a los hombres", pero con el mismo significado); y va ligada a la manifestación de la "gloria" de Dios (Louis Monloubou).
a) El Salmo 23, 7-10 nos introduce en el misterio: "¡Portones! Alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas; va a entrar el Rey de la Gloria". Palabras escritas para una procesión en que el Arca símbolo de la presencia de Dios, es introducida en el templo, acompañada de un pueblo que aclama a su Señor, se aplican perfectamente al nuevo pueblo de Dios que quiere asociarse a Cristo que entra en su misterio pascual, para introducir la verdadera Arca -su Cuerpo humano, en el que habita la plenitud de la divinidad- en el templo definitivo de la Gloria. Al contemplar y asociarse a Cristo que se dirige a la muerte, a "pasar" con su cuerpo al templo definitivo de Dios, que está ya tocando sus dinteles que son la muerte, que abrirá estas puertas, el pueblo pide con insistencia: "¡Portones! Alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas; va a entrar el Rey de la Gloria" (J. Llopis).
b) Hay también una “teología del borrico” en estos signos. Como dice S. Agustín, aquel asno somos nosotros: “No te avergüences de ser jumento para el Señor. Llevarás a Cristo, no errarás la marcha por el camino: sobre ti va sentado el Camino. ¿Os acordáis de aquel asno presentado al Señor? Nadie sienta vergüenza: aquel asno somos nosotros. Vaya sentado sobre nosotros el Señor y llámenos para llevarle a donde él quiera. Somos su jumento y vamos a Jerusalén. Siendo él quien va sentado, no nos sentimos oprimidos, sino elevados. Teniéndole a él por guía, no erramos: vamos a él por él; no perecemos”.
Jesús tiene necesidad de un borrico. Los guerreros montan a caballo. En el antiguo Oriente, la mula- no el asno- servía de montura a reyes y nobles (I Re 1,33.38.44). El asno era la cabalgadura de los pobres y de las gentes de paz. Eligiendo este tipo de cabalgadura, pretende resaltar el significado pacífico, prioritariamente espiritual e interior de su acción. No es el rey guerrero que viene a conquistar por la fuerza ni un libertador político rodeado de carros de guerra, sino el Mesías de la paz, que trae la salvación, la vida en plenitud para los hombres; una vida que surge de su mismo interior como una fuente (Jn 4,14). Tal es el rey de Israel querido por Dios (Francisco Bartolomé).
c) Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un humilde borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes (Zacarías 4, 4). Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos; esta gente conocía bien las profecías y se llena de júbilo. Jesús admite el homenaje. Su triunfo es sencillo, sobre un pobre animal por trono. Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Hoy nos puede servir de jaculatoria repitiendo: Como un borrico soy ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré contigo (san Josemaría Escrivá). El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esta ciudad, será clavado en la Cruz.
Desde la cima del monte de los Olivos, Jesús contempla la ciudad de Jerusalén, y llora por ella. Mira cómo la ciudad se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera. Lleno de misericordia se compadece de esta ciudad que le rechaza. Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en palabras... En nuestra vida tampoco ha quedado nada por intentar. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor. Sin embargo, podemos rechazarlo como Jerusalén. Es el misterio de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar la gracia divina. Hoy nos preguntamos: ¿Cómo estamos respondiendo a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente?
Nosotros sabemos que aquella entrada triunfal fue muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto y cinco días más tarde el hosanna se transformó en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. Somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz. No nos separemos de la Virgen. Ella nos enseñará a ser constantes (Francisco Fernández Carvajal).
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