Mostrando entradas con la etiqueta salvación. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta salvación. Mostrar todas las entradas

jueves, 19 de julio de 2012

Jueves de la semana 15 de tiempo ordinario

Hemos de confiar en Jesús que nos libera de toda pena, pues unidos a él todo tiene sentido de salvación

“En aquel tiempo, exclamó Jesús: -«Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mateo 11,28-30).

1. Es muy breve el evangelio de hoy, pero rico en contenido y consolador. Los doctores de la ley solían cargar fardos pesados en los hombros de los creyentes. Tú, Jesús, el Maestro verdadero, no. Nos aseguras que tu «carga es ligera», y que en ti «encontraremos descanso».

Tu estilo de vida, Jesús, es exigente. Incluye renuncias y nos pides cargar con la cruz. Pero, a la vez, nos prometes tu ayuda. Cargamos con la cruz, si, pero en tu compañía, y nos dices: «Yo os aliviaré». Como el Cireneo te ayudó a llevar la cruz camino del Calvario, tú nos ayudas a nosotros a superar nuestras luchas y dificultades. Cuando nos sentimos «cansados y agobiados», iré a ti, Señor, que conoces muy bien nuestro camino (J. Aldazábal).

-“Venid a mi todos los que estáis rendidos y agobiados”. Tu corazón está abierto, Señor, a los pequeños o humildes, los pobres, los que sufren, los hambrientos, los enfermos o desgraciados... todos los que están rendidos y agobiados. En primer lugar quiero contemplar ese sentimiento de tu corazón.

-“Y Yo os aliviaré”. Descanso en ti, Señor, en ti confío. Recuerdo un sacerdote mayor, que estaba en un hospital en coma, y al hablarle repetía: “in manus tuas, Domine, commendo spiritum meum” (en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu). Luego al reponerse no recordaba esa oración suya, que me edificó.

-“Cargad con mi yugo, sed mis discípulos: aprended de mí, que soy sencillo y humilde, y encontraréis vuestro respiro”. Tu "yugo", Jesús es soportable. No es una carga que aplaste y lastime. Te doy gracias, Señor, porque a lo largo de la vida veo que hay una mano invisible que me guía, especialmente en las dificultades, como se suele decir: “cuando más negra es la noche, amanece Dios”.

Te reconozco, Señor, que me llevas en el camino de la vida, y veo que es verdad lo que dices: “-Sí, mi yugo es llevadero y mi carga ligera”. Sin embargo, a veces, lo encuentro pesado y lo soporto mal. Pero, Señor quiero hacerte caso y abandonarme a ti. Es muy cierto que si uno se abandona verdaderamente a Dios, queda realmente reconfortado, colmado de serenidad y de alegría. Nuestra Fe, nuestras vocaciones, nuestras obligaciones religiosas... no deberían ser nunca "cargas" para nosotros. El amor no puede ser más que liberador y radiante. Por esta alegría se reconocen los verdaderos discípulos de Jesús (Noel Quesson).

La carga es liviana… Escuchando este Evangelio, pienso en los judíos muertos en las cámaras de gas durante la segunda guerra mundial, en los millones de esclavos a quienes no se les ha permitido ser libres, en tantos obreros de la industria moderna que son explotados injustamente, en los indígenas maltratados y marginados en sus propios países, en las gentes que llenan tantos campos de refugiados a lo largo y ancho del mundo, en los que sufren y mueren en soledad en los hospitales, en los niños y niñas que son explotados sexualmente, en los drogadictos que han encontrado su infierno particular huyendo posiblemente de otros infiernos. Todos estos y muchos más, tienen el derecho de sentir estas palabras de Jesús como dirigidas a ellos. Ellos son los últimos de nuestro mundo. Ellos son aquellos a los que ha tocado la peor parte en la herencia. Ellos realmente merecen encontrar consuelo y descanso en el Reino de Dios. Ellos tienen que ser los primeros en entrar en la casa del Padre. ¿Qué podría hacer para que estas palabras llegasen a sus destinatarios? (Servicio Biblico Latinoamericano).

Ayer estaba en la calle con dos hombres de ideología más bien anticatólica, que me pararon para hablar de temas sociales en relación con la Iglesia, y mientras una gitana se me acercó –como suelen hacer al ver un sacerdote- para pedir dinero, para dar de comer a sus niños. Le contesté que no daba dinero, pero que si querían los que me acompañaban mientras hablábamos íbamos a una tienda y allí le compraba comida. Así lo hicimos, yendo a un supermercado, y ella se fue feliz con su comida. Luego, me dijo uno de los contertulios: “nosotros hablamos mucho pero no hacemos estas cosas”, les contesté que podíamos imaginarnos ser la persona necesitada, y así estar en la piel de esa mujer, y si fuéramos ella, nos gustaría que nos ayudaran, y que a nosotros no nos costaba casi esfuerzo ayudar un poco, y que a ella le suponía mucho bien… estuvimos de acuerdo en tantas cosas de labor social que hace la Iglesia.

Otro día me decía otra persona, en un autobús, que le daba mucha paz dar dinero a caritas porque el 100% de lo que daba iba a ayudar a la gente, que no se quedaba un tanto por ciento alto en gastos de organización, como pasa en muchas otras instituciones…

También el otro día vimos un video de “la Iglesia y el sida” y nos quedamos impresionados. Y ante la crítica que hacen de por qué no participa la Iglesia más en prevención, contestaba un cardenal: al ver a los enfermos los curamos, es como si viéramos un herido de tráfico en carretera, no nos paramos a leerle el código de circulación, lo queremos curar en primer lugar… Señor, providencia de los pueblos y luz de las naciones, haznos comprender a todos que la vida es un don tuyo y que, aún en medio de las adversidades, eres Tú quien nos diriges atentamente con mociones, impulsos sobre nuestra conciencia, abierta a tu inspiración y gracia. Amén.

El Evangelio donde el Hijo nos da a conocer las maravillas del Eterno Padre, es un mensaje de amor, y no un simple código penal. El que lo conozca lo amará, es decir, no lo mirará ya como una obligación sino como un tesoro, y entonces sí que le será suave el yugo de Cristo, así como el avaro se sacrifica gustosamente por su oro, o como la esposa lo deja todo por seguir a aquel que ama. Todo precepto es ligero para el que ama, dice S. Agustín; amando, nada cuesta el trabajo: “Ubi amatur, non laboratur”.

2. Isaías (26) nos habla del alma que busca a Dios: -“La senda del justo es recta. Tú allanas el sendero del justo”. Señor, haz que camine rectamente por tu senda. Haz que avance...

-“Tu nombre y tu recuerdo son el «anhelo de nuestra alma». Te deseo durante la noche”. Desde la mañana te busca mi espíritu.

Oración de deseo, de esperanza. Día y noche, sin cesar. Lo que el profeta desea es al mismo Dios: su Nombre, su Recuerdo.

-“Señor, concédenos la paz, porque tú actúas con nosotros según nuestras obras. Señor, en el desamparo de tu castigo te buscamos; tu castigo es la angustia y la opresión”. Es la oración de un hombre «en el desamparo» que ora en nombre de un pueblo que sufre colectivamente: las derrotas eran entonces interpretadas como un «castigo» de los pecados cometidos.

-“Como la mujer encinta, próxima al parto, sufre y se queja en su trance, así estamos nosotros delante de Ti, Señor. Hemos concebido, tenemos trabajos, pero hemos dado a luz el viento, no hemos traído salvación a la tierra, no han nacido hombres al mundo”… Sin el auxilio de la gracia de Dios, nuestras vidas nada son, sino vacío.

“-Tus muertos resucitarán, los cadáveres revivirán. Despertaos y cantad, habitantes del polvo, porque rocío luminoso es tu rocío, y del país de los muertos la vida renacerá”. Es la fe, la esperanza en lo profundo del más radical fracaso. La resurrección. El sufrimiento resulta fecundo, el esfuerzo humano no es nunca "la nada"... cuando se los considera a ese nivel, el más profundo. Señor, danos la esperanza. Señor, da esa esperanza a los que se encuentran más hundidos por la prueba (Noel Quesson).

Queremos rezar con estas palabras del alma que se confía en Dios: «Mi alma te ansía de noche / y mi espíritu te busca dentro de mí / porque tus juicios son luz de la tierra / y aprenden justicia los habitantes del orbe».

3. Con nuestras solas fuerzas, sólo damos a luz viento. Vamos escarmentando sólo a base de golpes: «en el peligro acudíamos a ti, cuando apretaba la fuerza de tu escarmiento». Orientemos nuestra esperanza según las palabras de Isaías: «mi espíritu madruga por ti... tú nos darás la paz... todas nuestras empresas nos las realizas tú». Entonces sí, «vivirán tus muertos, despertarán jubilosos los que habitan en el polvo».

El salmo sigue con esta oración: «Tú permaneces para siempre... levántate y ten misericordia de Sión... Que el Señor desde el cielo se ha fijado en la tierra, para escuchar los gemidos de los cautivos y librar a los condenados a muerte».

Llucià Pou Sabaté

&

jueves, 20 de octubre de 2011

Viernes de la 29ª semana. ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Junto al pecado está la gracia, con Jesús que nos acompaña siempre haci

Viernes de la 29ª semana. ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Junto al pecado está la gracia, con Jesús que nos acompaña siempre hacia la victoria, la salvación

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 7,18-25a. Hermanos: Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mi, es decir, en mi carne; porque el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no. El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo el que actúa, sino el pecado que habita en mi. Cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro inevitablemente con lo malo en las manos. En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que aprueba mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo. ¡Desgraciado de mi! ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.

Salmo 118,66.68.76.77.93.94. R. Instrúyeme, Señor, en tus leyes.
Enséñame a gustar y a comprender, porque me fío de tus mandatos.
Tú eres bueno y haces el bien; instrúyeme en tus leyes.
Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo.
Cuando me alcance tu compasión, viviré, y mis delicias serán tu voluntad.
Jamás olvidaré tus decretos, pues con ellos me diste vida. R. Soy tuyo, sálvame, que yo consulto tus leyes.

Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,54-59. En aquel tiempo, decía Jesús a la gente: -«Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: "Chaparrón tenemos", y así sucede. Cuando sopla el sur, decís: "Va a hacer bochorno", y lo hace. Hipócritas: si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer? Cuando te diriges al tribunal con el que te pone pleito, haz lo posible por llegar a un acuerdo con él, mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al guardia, y el guardia te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues el último céntimo. »

Comentario: 1.- Rm 7,18-25a. Romanos 7,18-25. La teoría es muy hermosa, y Pablo la había expuesto con entusiasmo: por el Bautismo hemos sido introducidos en la esfera de Cristo, lo cual supone ser libres del pecado. Pero la práctica es distinta. La lucha continúa, y Pablo la describe dramáticamente en sí mismo: "el bien que quiero hacer no lo hago, y el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago". Es como un análisis psiquiátrico de su propia existencia. Al final, a modo de grito muy sincero, exclama: "¿quién me librará de este ser mío presa de la muerte?". La respuesta viene tajante: "Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias". La tesis que ha repetido en toda la carta -y en la de los Gálatas- aparece ahora aplicada a sí mismo: no podrá liberarse del pecado por sus solas fuerzas, sino por la gracia de Dios. Es también nuestra historia. Todos sabemos lo que nos cuesta hacer, a lo largo del día, el bien que la cabeza y el corazón nos dicen que tenemos que hacer: situar a Dios en el centro de la vida, amar a los hermanos, incluso a los enemigos, vivir en esperanza, dominar nuestros bajos instintos... Solemos saber muy bien qué tenemos que hacer. Pero, cuando nos encontramos en la encrucijada, tendemos a elegir el camino más fácil, no necesariamente el más conforme a la voluntad de Dios. Sentimos en nosotros esa doble fuerza de que habla Pablo: la ley del pecado, que contrarresta la atracción de la ley de la gracia. Hagamos nuestro el grito de confianza: nosotros somos débiles y el "mal habita en nosotros", pero Dios nos concede su gracia por medio de Cristo Jesús. La Eucaristía, entre otros medios de su gracia, nos ofrece en comunión al que "quita el pecado del mundo". En la página que vamos a meditar hallaremos la más dramática descripción de la «condición humana»: el hombre es un ser dividido, que aspira al bien y que hace el mal.
-Bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi naturaleza carnal. En efecto, soy capaz de querer el bien, pero no soy capaz de cumplirlo. El mal está pegado a nuestro ser, «habita» en nosotros. Así, incluso antes de que el hombre tome una decisión, el mal está ya en él. Más que una simple solicitación «exterior» la tentación es interior, está «en el corazón» de mí mismo. Es siempre un error y es superficial, acusar a los demás, al mundo, para justificar o excusar las propias caídas: el mal es mucho más radical que todo esto, «habita» en el hondón de nuestra conciencia que está falseada. Es un mal anterior a nuestra decisión, un mal «original».
-No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. ¡Cuán verdadero es este análisis de la debilidad humana! ¿Quién de nosotros no ha hecho esta experiencia? Es la impotencia radical de toda voluntad sin la ayuda de la gracia. Sé muy bien lo que «tendría que hacer»... ¡Bien quisiera hacerlo!... Y no lo logro.
-Simpatizo con la Ley de Dios, en tanto que hombre razonable, pero advierto otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi inteligencia y me encadena a la ley del pecado. El pecado es la verdadera «alienación del hombre»: el mal aliena al hombre comprometiéndolo a un destino que contradice sus aspiraciones profundas y la vocación a la que Dios le llama. El pecado es destructor del hombre. Y lo más sorprendente es que nos damos perfecta cuenta de ello. Nuestra inteligencia, nuestra razón están de acuerdo con Dios. Y esto es lo mejor de nosotros mismos. Este es nuestro verdadero ser. Señor, mira en mí esta parte de mí mismo que simpatiza contigo, y que está de acuerdo con tu ley. Pero hay otro lado de mi ser que está «encadenado» al pecado, dice san Pablo. Y san Pablo no se coloca fuera de esta constatación. Por el contrario, habla en primera persona: «Yo simpatizo... pero yo advierto... que me encadena...» ¡Qué confesión personal más conmovedora! ¿Por qué hemos sido hechos así, Señor? ¿Por qué esa «lucha» en el fondo de nuestro ser? ¿Por que hay en nosotros lo mejor y lo peor?
-¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? Hay que repetir esta oración. Porque es en verdad una oración. Podemos repetirla con san Pablo. Y darle todo el contenido de nuestras debilidades y de nuestra indigencia.
-Por esta liberación, gracias sean dadas a Dios por Jesucristo, nuestro Señor. Acción de gracias. Alegría. ¡Que mi debilidad termine siempre con ese grito de confianza! El optimismo fundamental de san Pablo no es ingenuo, irreal. Es la conclusión de un análisis riguroso de la impotencia del hombre para salvarse. En el momento mismo en que corremos peligro de salvarnos, «la mano de Dios viene a asirnos y nos salva» (Noel Quesson).
2. Sal. 118. La Ley del Señor es perfecta y reconforta el alma. Dios no nos dio en la Ley una trampa para que pecáramos y nos condenáramos. Quien ama al Señor cumple con amor sus mandamientos. Así, la Ley nos conduce hacia Dios para que, uniéndonos a Él, en Él tengamos la salvación. En el corazón del creyente, que es fiel a la voluntad del Señor, habita la Trinidad Santísima, pues lo ve como al Hijo amado en quien el Padre se complace. Que Dios nos conceda vivir intensamente, de un modo especial, el precepto del amor, en el que se resumen la Ley y los profetas.
3.- Lc 12,54-59. Con un ejemplo tomado de la naturaleza y de la sabiduría popular, Cristo se queja de la poca vista de sus contemporáneos: no ven o no quieren ver que han llegado ya los tiempos mesiánicos. Los hombres del campo y del mar, mirando el color y la forma de las nubes y la dirección del viento, tienen un arte especial, a veces mejor que los meteorólogos de profesión, para conocer el tiempo que va a hacer. Pero los judíos no tenían vista para "interpretar el tiempo presente" y reconocer en Jesús al Enviado de Dios, a pesar de los signos milagrosos que les hacía. Jesús les llama "hipócritas": porque sí que han visto, pero no quieren creer. Otra recomendación se refiere a los dos adversarios que se ponen de acuerdo entre ellos, antes de ir a los tribunales, que se ve que sería peor para los dos. También eso es tener buena vista y ser previsores.
La ofuscación no era exclusiva de los contemporáneos de Jesús. Hay algunos -¿nosotros mismos?- muy hábiles en algunas cosas y necios y ciegos para las importantes. Espabilados para lo humano y obtusos para lo espiritual. Cuando Jesús se queja de esta ceguera voluntaria, emplea la palabra "kairós" para designar "el tiempo presente". "Kairós" significa tiempo oportuno, ocasión de gracia, momento privilegiado que, si se deja escapar, ya no vuelve. Nosotros ya reconocemos en Jesús al Mesías. Pero seguimos, tal vez, sin reconocer su presencia en tantos "signos de los tiempos" y en tantas personas y acontecimientos que nos rodean, y que, si tuviéramos bien la vista de la fe, serían para nosotros otras tantas voces de Dios. El Concilio invitó a la iglesia a que supiera interpretar los signos de los tiempos (GS 4). Nos daría más ánimos y nos interpelaría saludablemente si supiéramos ver como "voces de Dios" y signos de su presencia en este mundo, por ejemplo, las ansias de libertad que tienen los pueblos, la solidaridad con los más injustamente tratados, la defensa de los valores ecológicos de la naturaleza, el respeto a los derechos humanos, la revalorización de la mujer en la sociedad y de los laicos en la Iglesia... Podríamos preguntarnos hoy si tenemos una "visión cristiana" de la historia, de los tiempos, de los grandes hechos de la humanidad y de la Iglesia, viendo en todo un "kairós", una ocasión de crecimiento en nuestra fe (J. Aldazábal).
-Cuando véis subir una nube por el poniente decís enseguida: "Tendremos lluvia", y así sucede. Cuando sopla el viento sur decís: "Hará calor", y así sucede. Por medio de esas palabras, Jesús reprocha a sus conciudadanos no saber interpretar los "signos de los tiempos", cuando son perfectamente capaces de interpretar los signos metereológicos. La Iglesia contemporánea cuida especialmente de ser fiel a esa invitación de Jesús. En el Concilio Vaticano II decía: "Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura... Es necesario, por ello, conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el rasgo dramático que con frecuencia le caracteriza.
-¡Hipócritas! si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es que no sabéis interpretar el "momento presente"? Analizando el estado actual del mundo, "el momento presente", el Concilio ha reconocido algunos "signos de los tiempos" esenciales. He ahí algunos: - la solidaridad creciente de los pueblos (A.S.,14) - el ecumenismo (D: Ecum. 4) - la preocupación por la libertad religiosa (L.R.15) - la necesidad del apostolado de los laicos (A.L.I). "Movido por la fe que le impulsa a creer que quien le conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, el pueblo de Dios se esfuerza en discernir en los acontecimientos, las exigencias y los deseos que le son comunes con los demás hombres de nuestro tiempo y cuáles son en ellos las señales de la presencia o de los designios de Dios" (G.S. 11). "¡Darnos cuenta" del momento en que nos encontramos! Dios conduce la historia, Dios sigue actuando HOY. Más que dolernos añorando la Iglesia del pasado... Más que evadirnos soñando la Iglesia de mañana... Es preciso, según la invitación de Jesús, "darnos cuenta del momento en que nos encontramos". Sus contemporáneos en la Palestina de aquella época no supieron aprovechar la actualidad prodigiosa del tiempo excepcional que estaban viviendo. ¿Y nosotros? La finalidad de la "revisión de vida" es tratar, humildemente de "reconocer" la acción de Dios en los acontecimientos, en nuestras vidas... para "encontrarlo" y participar en esa acción de Dios... a fin de "revelarlo", en cuanto fuere posible, a los que lo ignoran. Señor, ayúdanos a vivir los menores acontecimientos de nuestras vidas, como los mayores, a ese nivel. Reconocer participar, revelar tu obra actual.
-Y ¿por qué no juzgáis vosotros mismos lo que se debe hacer? El tiempo en el que "yo" estoy viviendo es el único verdaderamente decisivo para mí. "Juzgad vosotros mismos"... Nadie, nadie más que yo puede ponerse en mi lugar para la opción fundamental. No puedo apoyarme en el juicio de los demás... si bien no es inútil que el suyo me dé alguna luz. La breve parábola siguiente nos repetirá la urgencia de esa toma de posición.
-"Cuando vas con tu contrincante a ver al magistrado, haz lo posible para librarte de él mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel..." En Mateo, esa misma parábola (Mt 5,25) servía para insistir sobre el deber de la caridad fraterna. Lucas coloca esa parábola en una serie de consejos de Jesús sobre la urgencia de la conversión: no hay que dejar para mañana la "toma de posición", el discernimiento de los "signos de los tiempos" (Noel Quesson).
Si conociendo las Escrituras percibimos que en Jesús se están cumpliendo lo que del Mesías anunció Dios por medio de la Ley y los Profetas, ¿Habrá razón para rechazarlo? ¿Habrá razón para seguir esperando otro Mesías? Nosotros decimos creer en Él, ¿Somos sinceros en nuestra fe? o ¿Actuamos con hipocresía de tal forma que, a pesar de nuestros rezos, vivimos como si no conociéramos a Dios y a su Hijo, enviado a nosotros como Salvador? No podemos llamarnos realmente hombres de fe en Cristo cuando, según nosotros, vivimos en paz con el Señor, pero vivimos como enemigos con nuestro prójimo. Si al final llegamos ante el Señor divididos por discordias y egoísmos, en lugar de Vida encontraremos muerte; en lugar de una vida libre de toda atadura de pecado y de muerte, estaremos encarcelados y sin esperanzas de la salvación, que Dios concede a quienes aman a su prójimo como Cristo nos ha amado a nosotros (www.homiliacatolica.com).
Los signos de los tiempos: Desde siempre los hombres se han interesado por el tiempo y por el clima, especialmente los agricultores y los marinos, para tener un pronóstico en razón de sus tareas. En Lc 12,54-59, Jesús advierte a los hombres que saben prever el clima, pero no saben discernir las señales abundantes y claras que Dios envía para que conozcan que ha llegado el Mesías. El Señor sigue pasando cerca de nuestra vida, con suficientes referencias, y cabe el peligro de que en alguna ocasión no lo reconozcamos. Se hace presente en la enfermedad o en la tribulación, en las personas con las que trabajamos o en las que forman nuestra familia, en las buenas noticias esperando que le demos las gracias. Nuestra vida sería bien distinta si fuéramos más conscientes de la presencia divina y desaparecería la rutina, el malhumor, las penas y las tristezas porque viviríamos más confiados de la Providencia divina. La fe se hace más penetrante cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad. Cuando no se está dispuesto a cortar con una mala situación, cuando no se busca con rectitud de intención sólo la gloria de Dios, la conciencia se puede oscurecer y quedarse sin luz para entender incluso lo que parece evidente. Si la voluntad no se orienta a Dios, la inteligencia encontrará muchas dificultades en el camino de la fe, de la obediencia o de la entrega al Señor (J. Piepper, La fe, hoy). La limpieza de corazón, la humildad y la rectitud de intención son importantes para ver a Jesús que nos visita con frecuencia. Rectifiquemos muchas veces la intención: ¡para Dios toda la gloria! Todos vamos por el camino de la vida hacia el juicio. Aprovechemos ahora para olvidar agravios y rencores, por pequeños que sean, mientras queda algo de trayecto por recorrer. Descubramos los signos que nos señalan la presencia de Dios en nuestra vida. Luego, cuando llegue la hora del juicio, será ya demasiado tarde para poner remedio. Este es el tiempo oportuno de rectificar, de merecer, de amar, de reparar, de pagar deudas de gratitud, de perdón, incluso de justicia. A la vez, hemos de ayudar a otros que nos acompañan en el camino de la vida a interpretar esas huellas que señalan el paso del Señor cerca de su familia, de su trabajo... Hemos de saber descubrir a Jesús, Señor de la historia, presente en el mundo, en medio de los grandes acontecimientos de la humanidad, y en los pequeños sucesos de los días sin relieve. Entonces sabremos darlo a conocer a los demás (Francisco Fernández Carvajal).Llucia Pou

viernes, 30 de septiembre de 2011

Sábado de la semana 26ª del tiempo ordinario. En medio de las penas el Señor enciende la esperanza de la salvación. En el nombre de Jesús nos Dios nos

Sábado de la semana 26ª del tiempo ordinario. En medio de las penas el Señor enciende la esperanza de la salvación. En el nombre de Jesús nos Dios nos concede todo

Evangelio de Lucas 10,17-24: En aquel tiempo, regresaron alegres los setenta y dos, diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos».
En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron».

Comentario: 1.- Ba 4,5-12.27-29. Sigue el profeta Baruc, esta vez animando al pueblo a volver decididamente a Dios. Ante todo, repite la idea de que las desgracias que les están abrumando las tienen bien merecidas: "os entregaron a vuestros enemigos porque os olvidasteis del Señor que os había criado". Es patética la queja que pone en labios de Jerusalén, la madre que ha perdido a sus hijos y además se siente viuda: "Dios me ha enviado una pena terrible, mandó cautivos a mis hijos e hijas: yo los crié con alegría y los despedí con lágrimas de pena. Que nadie se alegre viendo a esta viuda abandonada de todos". Pero prevalece la esperanza: "ánimo, pueblo, ánimo, hijos, gritad a Dios, que el que os castigó se acordará de vosotros, os mandará el gozo eterno de vuestra salvación". Eso sí, deben convertirse a él: "volveos a buscarlo con redoblado empeño".
El destierro ayudó al pueblo israelita a madurar en su fe. Las pruebas de la vida nos templan, nos van puliendo, nos hacen revisar nuestros caminos y reorientar la dirección de nuestras vidas. A Ignacio de Loyola la herida de Pamplona le resultó providencial para encontrar cuál era la voluntad de Dios sobre su futuro. A nosotros, los diversos acontecimientos de la vida, también las desgracias y hasta nuestros propios fallos y pecados, nos recuerdan que somos frágiles y nos urgen a adoptar una actitud, ante Dios y ante los demás, no de orgullo y autosuficiencia, sino de humildad. Además, nuestros fallos, los de cada uno de nosotros, empobrecen a toda la comunidad eclesial. Se pueden poner en labios de la Iglesia los lamentos que Baruc pone en boca de Sión, abandonada y empobrecida por sus hijos. El remedio es, según el profeta, que volvamos a Dios: "si un día os empeñasteis en alejaros de Dios, volveos a buscarlo con redoblado empeño". Es una consigna para cada uno de nosotros. Con nuestra vuelta al buen camino, no sólo saldremos ganando nosotros, sino llenaremos de alegría el corazón de la Madre Iglesia y enriqueceremos a toda la comunidad.
-¡Animo, pueblo mío!... El mismo profeta que ayer hizo que fuesen conscientes de su propia participación al pecado del mundo a las comunidades judías dispersas en el paganismo, les envía ahora un mensaje de esperanza.
-Habéis sido vendidos a las naciones paganas, pero no para vuestra destrucción; por haber provocado la ira de Dios, habéis sido entregados a los enemigos. Pues irritasteis a vuestro Creador. Sería un error extrañarnos de esos antropomorfismos que prestan a Dios unos sentimientos humanos. Cómo hablar de Dios de otro modo que con nuestras palabras y nuestras experiencias corrientes... Aquí se presenta la experiencia de una padre, o de una madre que castiga a sus hijos porque los ama y no para «destruirlos», sino para conducirlos a la felicidad verdadera.
-Olvidasteis al Dios eterno, el que os sustenta. Contristasteis a Jerusalén, la que os crió... En efecto, se trata de la experiencia maternal. Este lenguaje nos anuncia ya lo que el evangelio nos repetirá en términos inolvidables. Dios sufre más que nosotros de nuestros pecados.
-Con gozo los había yo criado. Los he despedido con lágrimas y duelo. Que nadie se regocije de mi suerte, que soy viuda y abandonada de todo el mundo. Estoy sola a causa de los pecados de mis hijos, porque se apartaron de la ley de Dios. Es con «lágrimas y duelo» también que el padre del hijo pródigo verá «partir» a su hijo. Otro antropomorfismo emocionante: ¡mis pecados hacen «sufrir» a Dios! Y Jerusalén, personificada como una viuda dolorosa, es la imagen del sufrimiento de Dios. Esas imágenes concretas son más elocuentes que todos los tratados de teología. Conviene contemplar esas hermosas comparaciones, que nos hablan de Dios: un padre a quien los hijos hacen sufrir, una madre abandonada por sus hijos... Sí, mi pecado no es ante todo una infracción a un orden legal, ¡es una relación de amor rota, una herida hecha al corazón de alguien! ¡Piedad, Señor, porque hemos pecado!
-¡Animo hijos! clamad a Dios. El que os infligió la prueba se acordará de vosotros. Una infracción a una Ley permanece ineluctablemente: ¡el mal está hecho! Cuando un vaso se rompe, queda roto para siempre. A este nivel de apreciación, el mal es dramático. Pero una relación de amor puede restablecerse. Y el perdón concedido, lo mismo que la gestión de reconciliación, pueden ser el origen de un mayor amor (Lucas 7, 36-50.)
-Vuestro pensamiento os ha llevado lejos de Dios. Una vez convertidos, buscadle con ardor cada vez mayor. Esta es la gran maravilla: podemos, efectivamente apoyarnos sobre la conciencia del pecado para amar diez veces más a ese Dios que nos ha perdonado.
-Pues el que trajo sobre vosotros estas calamidades, os traerá la alegría eterna con vuestra salvación. ¡La alegría eterna! Tal es la intención de Dios. Y la desgracia que nos viene de nuestros pecados puede, de hecho, ser un trampolín que nos haga desear la felicidad que Dios quiere para nosotros, y más aún que nosotros (Noel Quesson).
En estos versículos, que constituyen el primer discurso profético del libro de Baruc, explica el autor el sentido del castigo que implica el exilio, pero a la vez abre las esperanzas de su pueblo afectuosamente llamado «pueblo mío», con la promesa de un retorno definitivo. De manera figurada, el exilio está descrito como una transacción comercial con la que Dios vendió a su pueblo, que en virtud de la alianza era suyo como esclavo a Babilonia. La finalidad de esta venta no era su destrucción total, sino abrirle los ojos del arrepentimiento para retornar al Señor. El pecado está descrito en términos de desnaturalización idolátrica: «Porque irritasteis a vuestro Creador, sacrificando a demonios y no a Dios. Os olvidasteis del Señor eterno que os había creado» (vv 7ss). Dios es descrito como una nodriza que alimenta a su pueblo a lo largo de la historia. Jerusalén es personificada como una mujer que ha perdido marido e hijos, por el trágico destino que les ha tocado: «Yo los crié con alegría, y los despedí con lágrimas de pena» (11). Desde el versículo 19 al 29 se extiende la bella plegaria de la Jerusalén madre que pide como un nuevo nacimiento para los hijos, el nacimiento del regreso. Nuevamente se manifestará el Señor con el poder de su gloria, es decir, como salvador. La revelación de Dios con su «gloria» solamente se da en momentos importantes de la historia de salvación. La «gloria de Dios» es Dios mismo que se manifiesta como salvador. El autor nos habla de Dios no en la distancia de la relación objeto-sujeto, sino en el sentido de que la palabra y la realidad de Dios provocan una situación decisoria. De acuerdo con el concepto bíblico de verdad en tanto que fidelidad, la alternativa no es conocer o ignorar, sino aceptar o rehusar, fidelidad o traición, salvación o condenación, vida o muerte. De aquí el estilo de la cólera de Dios, que forma parte del pathos divino, y que se integra bien en el cuadro de la religión de la alianza, en cuya base se encuentra la afirmación de la soberanía de Yahvé. La cólera aparece como un aspecto particular de los celos divinos, pero que nunca es la última palabra tal como lo presenta Baruc y como lo expresa bellamente el Sal 30, 6: «Su cólera inspira temor, su favor da vida». Los celos significan en el lenguaje bíblico lo absoluto y profundo del amor de Dios y la lógica de la respuesta del hombre. Los textos más remotos del AT conocen el amor indulgente de Dios y hasta en los castigos descubren el efecto de este amor, ya que por este medio Dios quiere conducir al hombre a la verdadera conversión: «Yahvé es un Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no los deja impunes» (Ex 34,6-7; F. Raurell).
Yo soy tu Dios y Padre, y no enemigo a la puerta de tu casa. Dios compasivo, misericordioso y siempre fiel para con nosotros, ¿quién podrá negar que su amor hacia nosotros no tiene fin? Es verdad que muchas veces permite que quedemos atrapados en las redes del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad como consecuencia de nuestras rebeldías en contra suya; sin embargo, Él siempre tiene puesta en nosotros su mirada amorosa; siempre está dispuesto a perdonarnos y a liberarnos de la mano de nuestros enemigos. Por eso, no sólo lo hemos de invocar, sino que hemos de hacer volver hacia Él nuestro corazón humilde y arrepentido, para pedirle perdón, pues Él siempre está dispuesto a recibirnos nuevamente como a hijos suyos en su casa, dándonos así su salvación y llenando de alegría y de paz nuestra vida. La Iglesia de Cristo ha de salir al encuentro de todos aquellos que se empeñaron en alejarse de Dios, para que, proclamándoles la Buena Nueva del amor que el Señor les sigue teniendo, lo busquen con mayor empeño y vuelvan a Él; entonces el Señor hará realidad su Reino entre nosotros, puesto que reconoceremos a un único Dios y Padre nos amaremos como hermanos unidos por un mismo Espíritu.
2. Sal.68. Si hacemos caso del salmo, "buscad al Señor y vivirá vuestro corazón", entonces sucederá además que "el Señor salvará a Sión, reconstruirá las ciudades de Judá y los que aman su nombre vivirán en ella".
Ante los momentos de desgracia el hombre sabio reconoce que ha fallado a Dios; entonces entona un salmo de humillación y de reconocimiento de la propia culpa, pidiendo al Señor misericordia. Y el Señor, siempre rico en misericordia, no olvida la vida de sus cautivos y sus pobres, sino que los salva y les devuelve la paz y la alegría. Por eso, quien ha recibido tan grandes muestras del amor misericordioso de Dios lo ha de proclamar a todos, para que también ellos despierten su confianza en el Señor y le den una nueva orientación a su vida. Entonces seremos capaces, con la Fuerza de Dios, de construir nuestra ciudad terrena como una presencia del Reino de Dios entre nosotros.
Hay en vv 36-37, en sentido cristológico, “una plegaria del Salvador, pronunciada en función de su humanidad, y recoge tmabién las causas por las que fue conducido a la muerte en la cruz. Además, cuenta claramente sus sufrimientos, así como las desgracias que tenían que acaecerles a los judíos después de su Pasión. En cuanto a que el Señor ha presentado esta plegaria en función de su naturaleza humana, esto está indicado al final del salmo cuando dice: el Señor escucha a los necesitados, no desdeña a sus cautivos” (S. Atanasio).
3.- Lc 10,17-24. La vuelta de los 72 discípulos de su ensayo misionero es eufórica: "hasta los demonios se nos someten en tu nombre". Jesús les escucha, les anima y se deja contagiar de su optimismo: "lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: te doy gracias, Padre...". Y alaba a Dios porque revela estas cosas a los sencillos de corazón y no a los que se creen sabios. Habla también de su íntima unión con el Padre, que es la raíz de su misión y de su alegría, y entona la bienaventuranza de sus seguidores: "dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis".
También hay momentos de satisfacción y éxitos en nuestra vida de testimonio cristiano. Como aquellos discípulos, sería bueno que tuviéramos alguien con quien poder compartir nuestros interrogantes y dificultades, y también nuestras alegrías. Que sepamos "rezar" nuestra experiencia, tanto si es buena como mala. Que la convirtamos en alabanza y en súplica ante Dios. Que sepamos dar gracias a Dios porque sigue moviendo los corazones de muchos, e iluminando a los de corazón sencillo, y triunfando de los poderes del mal y abriendo las puertas de su Reino a muchas personas.
También personalmente podemos sentirnos satisfechos: lo que han visto nuestros ojos -la riqueza de la fe, de la verdad, de la salvación que Dios nos ha concedido en Cristo Jesús- es una suerte que no todos tienen. Podremos estar contentos, como les dijo Jesús a los suyos, de que "nuestros nombres están inscritos en el cielo". Es legítima y profunda la alegría que sentimos por la fe que Dios nos ha concedido y por haber sido llamados a colaborar en el bien de los demás (J. Aldazábal).
La misión de los setenta y dos discípulos se ha visto a veces coronada por el fracaso (cf. Lc 10, 10), pero ha sido con más frecuencia coronada por el éxito (v. 17). La maldición de las ciudades hostiles (Lc 10, 10-15) hace olvidar lo uno, mientras que la alegría y el triunfo son la recompensa de los otros (vv. 18-20). Los discípulos vuelven de la misión, conscientes de haber liberado a los hombres del mal, moral y físico (v. 17), por el uso que han hecho de la potencia mesiánica (el nombre) de Jesús. Este les explica que una victoria semejante es el signo de la derrota de las fuerzas cósmicas que dominaban al hombre hasta entonces (v. 18). Satán y sus tropas estaban, en efecto, designados a vivir en los aires desde dónde imponían a las criaturas gran cantidad de alienaciones. La llegada de Jesús abole este estado de esclavitud y permite al hombre acceder a la libertad. Este es el mensaje de este Evangelio.
El v. 20 matiza, sin embargo, la alegría de Cristo y de los discípulos. No es la liberación lo que cuenta, sino el fin a que conduce: la participación del hombre en el reino de Dios (representado aquí de forma bastante "judía", bajo el aspecto de una inscripción en los registros de ciudadanía del cielo). La Iglesia tiene el deber de revelar al hombre que escape verdaderamente a la fatalidad y que conserve su propia vida en sus manos. Realiza esta función cuando sus miembros denuncian la servidumbre del hombre a las potencias económicas y políticas de todos los confines y colaboran en la edificación de un universo realmente humano. Realiza esta función cuando sus miembros liberan a sus hermanos de la adquisición de atavismos y hábitos, del legalismo y de sacralizaciones ilusorias. Pero no basta con denunciar las alienaciones; es preciso curar las heridas. Hacer "bajar a Satán del cielo", es hacer las ciudades más humanas, es luchar contra las segregaciones de todas clases, es suprimir las razones que motivan la opresión, es reformar las estructuras políticas cuando se muestran incapaces de resolver los problemas de la sociedad moderna (alojamiento, enseñanza, etc.), es luchar contra las enfermedades mentales, la vejez y el aislamiento, es rechazar las presiones que arrastran a los hombres al vicio y a la injusticia (Maertens-Frisque). Y sobre todo llevar el Evangelio, la palabra que salva…
La misión cristiana (y toda la obra de Jesús entre los hombres) se ha interpretado a partir de la caída de Satán (10,18). El tema pertenece al mito apocalíptico judío, en que se alude a la presencia del diablo sobre el cielo. Ciertamente, su lugar y su función se diferencian del lugar y la función de Dios, pero se piensa que Satán ha puesto el trono en las esferas superiores y domina desde allí toda la marcha de los hombres sobre el mundo. Pues bien, la predicación de Jesús y de la iglesia se interpreta aquí como derrota de Satán, que ha sido destronado, cae sobre el mundo y pierde su poder sobre los hombres. Ap 12 ha introducido esa caída dentro de una concepción conjunta de la historia. Lucas, transmitiendo quizá una vieja palabra de Jesús, se ha contentado con mostrar el hecho: la misión cristiana es el acontecimiento cósmico donde se está jugando el destino de la realidad (la presencia de Dios, la derrota de lo malo).
A la luz de esta experiencia se sitúa la función de los misioneros. Su victoria sobre Satán se traduce en el hecho de que son capaces de vencer (o superar) el mal del mundo (10, 19). Por eso se les viene a declarar dichosos; son dichosos porque están experimentando aquella plenitud mesiánica que los viejos profetas y los reyes de Israel habían anhelado (10, 23-24). Sin embargo, su auténtica grandeza está en el hecho de su encuentro personal con Dios: sus nombres pertenecen al reino de los cielos (10, 20). Esta victoria de los misioneros de Jesús sobre la fuerza de Satán desvela el contenido más profundo de los humano. El hombre no es un esclavo de los elementos cósmicos, ni está sometido a los poderes irracionales del mal, ni puede darse por vencido ante la miseria de los otros hombres o del mundo. Los enviados de Jesús han recibido el poder de superar la maldición de nuestra tierra; por eso tenemos la certeza de que la suerte final se encuentra de su lado.
En esta dimensión se descubre la "grandeza" de los hombres. Grandes son los sabios que suponen que la vida se encuentra de su lado; piensan que son fuertes y rechazan la ayuda que Jesús le ha ofrecido. Por eso quedan solos. Mientras tanto, los pequeños se mantienen abiertos al misterio y comprenden (o reciben) la verdad de Jesucristo (10, 21).
Sobre este plano se formula una de las revelaciones definitivas del misterio de Jesús. Jesús alaba al Padre por el don que ha regalado a los pequeños (10, 21) y descubre la unión en que los dos están ligados. "Todos me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre..." (10, 22). En este contexto, conocerse significa estar unidos. Jesús y el Padre constituyen un misterio de unidad y entrega en que penetran todos los que quieren recibir al Cristo.
A manera de conclusión podemos afirmar: la misión se estructura como expansión del amor en que se unen Dios y el Cristo (Hijo). En ese amor, revelado a los pequeños y escondido para todos los grandes de este mundo, se fundamenta la derrota de las fuerzas destructoras de la historia (lo satánico) (Edic. Marova).
-Los setenta y dos discípulos volvieron muy alegres de la "misión". La maldición de las ciudades hostiles no debe hacernos olvidar este otro aspecto: Efectivamente, los primeros misioneros se encontraron con el fracaso, y tuvieron que sacudir el polvo de sus pies en alguna ocasión... pero también obtuvieron éxitos: se les escuchó y su trabajo apostólico dio mucho fruto. ¡Y regresaron muy alegres!
-Y contaron: "Señor, hasta los demonios se nos someten por tu nombre". Es esto lo único que retuvieron: las potencias del mal se retiraron; y, felices, Io contaban a Jesús. ¿Me ha sucedido alguna vez "contar" a Jesús mis empresas apostólicas?
-Jesús les dijo: "Yo veía a Satanás que caía del cielo como un rayo..." Mientras trabajaban en los pueblos y aldeas, Jesús estaba en oración, y "veía"... Io invisible. Contemplaba su victoria espiritual. ¿Estoy yo también convencido de que Jesús "ve" lo que estoy tratando de hacer? ¿Y de que El trabaja conmigo?
-Os he dado poder sobre toda fuerza enemiga, y nada podrá haceros daño. Escucho y me repito estas palabras.
-"Sin embargo, no os regocijéis porque se os someten los espíritus; más bien regocijaos porque vuestros nombres están escritos en el cielo". Jesús aporta un matiz a la alegría de sus amigos: no son los "medios" lo que cuenta ante todo, sino el "fin"... no es la batalla contra el mal lo que debe alegrarnos, ante todo, sino la participación al Reino de Dios... "Vuestros nombres están escritos en el cielo": imagen bíblica corriente, lenguaje simbólico concreto para decir que hay hombres elegidos y salvados. (Ap 3,5; 13,8; 17,8; 20,12; 21,27; Dan 2,1).
-Entonces se llenó de gozo en el Espíritu Santo. Trato de contemplar detenidamente ese estremecimiento, esa alegría expresada, esa felicidad que se traduce corporalmente... y que florecerá también en oración.
-Se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: "Bendito seas Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque si has ocultado esas cosas a los sabios y entendidos se las has revelado a la gente sencilla, a los pequeñuelos..." Es, una vez más, el eco de la primera bienaventuranza: "¡Felices los pobres!" La alegría de Jesús se transforma en "Acción de gracias" al Padre. Su júbilo pasa a ser "eucaristía". El trabajo misionero de sus amigos fue también una participación a la obra del Padre. Y, ¿de qué se alegra Jesús? De que los "pequeños" los pobres entienden los misterios de Dios, en tanto que los doctores de la Ley, los intelectuales de la época, los que figuraban... ellos, se cierran a la revelación. Esta experiencia de la misteriosa predilección de Dios era muy corriente en la Iglesia primitiva. Conviene volver a leer en ese contexto 1 Corintios 1, 26-31. Delante de Dios, ¿hago el entendido? ¿Me considero un sabio en las cosas divinas? o bien, me dispongo a recibir la "revelación" del Padre con la sencillez de un niño, de un "pequeño"?
-Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien. Mi Padre me lo ha enseñado todo; quien es el Hijo lo sabe sólo el Padre; quien es el Padre, lo sabe sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar... ¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros véis! ¡No, ciertamente, si los grandes de este mundo permanecen cerrados a las maravillosas realidades invisibles, incognoscibles para la ciencia, no tendrán esa suerte! Por el contrario, dichosos los que aceptan dejarse introducir en ese misterio de las relaciones de amor entre el Padre y el Hijo... relaciones absolutamente perfectas, símbolos y modelos de todos nuestros propios amores (Noel Quesson).
Este “himno de júbilo” del Señor al ver cómo los humildes entienden y aceptan la palabra de Dios nos recuerda las palabras de Teresita de Jesús: “los niños no reflexionan sobre el alcance de sus padres. Sin embargo, sus padres cuando ocupan un trono y poseen inmensas riquezas, no vacilan en satisfacer los deseos de sus pequeñuelos (…). No son las riquezas ni la gloria (ni siquiera la gloria del cielo) lo que reclama el corazón del niñito (…). Lo que pide es el amor… No puede hacer más que una cosa: ¡amarte, oh Jesús!” (ver Biblia de Navarra, con cita de S. Bernardo).
El poder del que Jesús ha dotado a la comunidad cristiana debe ser entendido de forma totalmente diferente de la concepción que los hombres usualmente tienen respecto a este ámbito. En este pasaje se niega que el auténtico poder esté ligado a la posibilidad de satisfacción de caprichos e intereses ilimitados..
Por el contrario, dicho poder, para su recta comprensión, debe ser situado en la dependencia filial, puesta de manifiesto en la actitud de Jesús para con su Padre, perfectamente comprensible para sus débiles seguidores pero oculta e ignorada por los sabios e inteligentes dominadores de este mundo.
Ello exige una purificación de nuestro lenguaje sobre el poder si queremos expresarlo adecuadamente en el marco del mensaje de Jesús. El poder entonces encuentra su verdadero marco de comprensión en su íntima unión con la vulnerabilidad del corazón de Dios frente a todos los débiles y desvalidos de este mundo. Sólo del poder entendido como íntima compasión con ellos puede brotar la alegría de Jesús y la alegría de sus seguidores.
El triunfo sobre las fuerzas del mal tiene su fuente en esta relación de intimidad con ese Dios de los "impotentes" de este mundo que destruye de este modo todo orgullo y autosuficiencia incapaces de crear la feliz comunión de la familia de los hijos de Dios.
De esta forma llega a su plenitud toda la revelación divina. El profeta, defensor de huérfano y de viuda, y el rey llamado a defender el derecho y la justicia no pudieron verlo plenamente realizado. Por el contrario, el discípulo de Jesús es testigo con ojos y oídos de su concreción definitiva (Josep Rius-Camps).
Hoy, el evangelista Lucas nos narra el hecho que da lugar al agradecimiento de Jesús para con su Padre por los beneficios que ha otorgado a la Humanidad. Agradece la revelación concedida a los humildes de corazón, a los pequeños en el Reino. Jesús muestra su alegría al ver que éstos admiten, entienden y practican lo que Dios da a conocer por medio de Él. En otras ocasiones, en su diálogo íntimo con el Padre, también le dará gracias porque siempre le escucha. Alaba al samaritano leproso que, una vez curado de su enfermedad —junto con otros nueve—, regresa sólo él donde está Jesús para darle las gracias por el beneficio recibido.
Escribe san Agustín: «¿Podemos llevar algo mejor en el corazón, pronunciarlo con la boca, escribirlo con la pluma, que estas palabras: ‘Gracias a Dios’? No hay nada que pueda decirse con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor elevación, ni hacer con mayor utilidad». Así debemos actuar siempre con Dios y con el prójimo, incluso por los dones que desconocemos, como escribía san Josemaría Escrivá. Gratitud para con los padres, los amigos, los maestros, los compañeros. Para con todos los que nos ayuden, nos estimulen, nos sirvan. Gratitud también, como es lógico, con nuestra Madre, la Iglesia.
La gratitud no es una virtud muy “usada” o habitual, y, en cambio, es una de las que se experimentan con mayor agrado. Debemos reconocer que, a veces, tampoco es fácil vivirla. Santa Teresa afirmaba: «Tengo una condición tan agradecida que me sobornarían con una sardina». Los santos han obrado siempre así. Y lo han realizado de tres modos diversos, como señalaba santo Tomás de Aquino: primero, con el reconocimiento interior de los beneficios recibidos; segundo, alabando externamente a Dios con la palabra; y, tercero, procurando recompensar al bienhechor con obras, según las propias posibilidades (Josep Vall i Mundó).
Nuestra verdadera alegría: el que nuestros nombres estén inscritos en el cielo. No importa que en la mente o en el corazón de los hombres estemos borrados, o tal vez tengan nuestros nombres como personas no gratas a ellos ni a sus intereses. Todo lo que hagamos a favor del Reino de Dios, todos nuestros esfuerzos para que el Evangelio de salvación llegue a más y más personas, no debe realizarse con el afán de ser considerados como seres que realmente están dando su vida por los demás; pues no buscamos el aprecio de los hombres, sino sólo la gloria de Dios. No vaya a suceder que al final, cuando el Señor abra la puerta para encontrarnos con Él definitivamente, le digamos: ¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? y que Él nos responda: No los conozco. ¡Apártense de mí, malvados! Y es que efectivamente no basta incluso hacer creer a los demás que Dios nos habla y nos dice lo que hemos de comunicarles. Mientras nosotros no vivamos y caminemos en el amor, mientras en lugar de unir dividamos a su Iglesia, mientras en nombre de Dios nos levantemos contra los demás y pongamos en la boca de Dios palabras que nos separan del amor fraterno, no podemos decir que estamos viviendo conforme a su Evangelio, sino conforme a nuestros caprichos e imaginaciones. Con humildad seamos los primeros en hacer nuestro el Evangelio del Señor, para después poder proclamarlo desde una vida que manifieste que en verdad estamos en Comunión de Vida con Él y con su Iglesia.
El Señor nos ha reunido en torno a Él en esta Eucaristía. Para Él no cuenta la importancia o el prestigio de las personas conforme a los criterios mundanos. Para Él todos somos sus hijos. Y a todos nos llama para hacernos conocer su Palabra, para manifestársenos como Padre, para ofrecernos su perdón, para levantar nuestra vida de las indignidades en que la metimos, o en las que nos metieron los demás. El Señor se manifiesta como el Dios que nos ama, que nos salva y que nos hace participar de su dignidad de Hijo de Dios. Mediante la Fe y el Bautismo hemos hecho nuestra su vida. Hoy, en la celebración del Memorial de su Pascua, renovamos nuestro compromiso de comunión de vida con Él; así, su Evangelio no se queda sólo en un anuncio, sino en la Palabra que cobra vida en nosotros.
Por eso, al volver a nuestras tareas diarias, vayamos todos a proclamar su Nombre. Lo haremos con la sencillez de quien mediante su vida colabora para que la maldad de la injusticia, del egoísmo, de los odios, de las guerras, de la droga, de la malversación de fondos, del terrorismo, de la inseguridad ciudadana vayan desapareciendo día a día de nuestro entorno. Entonces caerá el reino de la maldad y se afianzará el Reino de Dios entre nosotros. Dios nos ha manifestado su amor, no para que lo vivamos cobardemente, sino para que lo proclamemos ante los demás; para que, siendo instrumentos del Espíritu de Dios, nos esforcemos para que se viva y se camine en la unidad, fruto del amor fraterno que procede de Dios por habernos hecho partícipes de su mismo Espíritu. No sólo nos hemos de alegrar por tener en nosotros el Espíritu del Señor, sino que hemos de ser motivo de alegría para los demás por ayudarles a vivir libres de sus esclavitudes al pecado, a vivir con mayor dignidad porque el hambre, la desnudez, la miseria vayan desapareciendo de entre nosotros. Cuando viviendo y actuando como hijos de Dios procuremos el bien de todos alegrémonos de ser instrumentos del amor de Dios para ellos, pero sobre todo alegrémonos porque, siendo fieles nosotros mismos al amor de Dios, nuestros nombres están inscritos en el cielo.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar a nuestro prójimo como nosotros hemos sido amados por Dios. Pidámosle al Señor que nos conceda ser los primeros en hacer nuestra su Palabra y ponerla en práctica, para que, así, al final, seamos recibidos en las Moradas eternas. Amén (www.homiliacatolica.com).

domingo, 29 de mayo de 2011

VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA: Dios cuida de nosotros, y nos manda su salvación y la ley del amor.

VIERNES DE LA QUINTA SEMANA DE PASCUA: Dios cuida de nosotros, y nos manda su salvación y la ley del amor.

Hechos de los apóstoles 15, 22-31: “Concluida la deliberación, los apóstoles y los presbíteros, con toda la Iglesia, acordaron elegir a algunos de entre ellos para que se fueran a Antioquía con Pablo y Bernabé.
Los elegidos fueron Judas, Barsaba y Silas, miembros eminentes de la comunidad. Y les entregaron esta carta: ‘Los apóstoles, los presbíteros y los hermanos, saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo... En vista de lo sucedido entre vosotros, os enviamos a Silas y Judas para que os digan de palabra lo que sigue: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis con la idolatría, que no comáis sangre ni animales estrangulados y que os abstengáis de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud”... Los fieles, al leer aquellas palabras alentadoras, se alegraron mucho”.

Salmo 57/56, 8-12: «Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme. Voy a cantar y a tocar. Despierta gloria mía; despertad cítara y arpa, despertaré a la aurora. Te daré gracias ante los pueblos, Señor, tocaré para Ti ante las naciones; por tu bondad que es más grande que los cielos, por tu fidelidad que alcanza a las nubes. Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria».

Evangelio según san Juan 15, 12-17 (Jn 15, 9-17 se lee el domingo 6º de Pascua B): “Jesús continuó hablando a sus discípulos: este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos; y vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.
A vosotros ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
Pero sabed que no sois vosotros los que me habéis elegido, sino que soy yo quien os ha elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure...”

Comentario: 1. El rico contenido de este texto salta a la vista. Dice Melchor Cano que los judíos podían haber protestado con la Escritura en mano, que prescribe esos ritos como venidos de Dios; los gentiles, podrían pedir libertad total sin las trabas que pone Santiago, “concediendo tanto honor al concilio nos dieron a todos la norma que debía observarse en todos los tiempos posteriores; es decir, depositar nuestra fe indeclinable en la autoridad de los sínodos confirmados por Pedro y sus legítimos sucesores”. Claro que “la parte disciplinar del decreto establece prudencialmente normas de carácter mudable y consiguientemente temporal” (Biblia de Navarra): se pide –como explicará Pablo en sus cartas, por caridad no escandalizar a los que viven esclavos de esas normativas. Aquí lo decisivo –como dice S. Juan Crisóstomo- es que “parece conservar la Ley porque toma de ella varias prescripciones, pero en realidad la suprime, porque no las toma todas. Había hablado con frecuencia de estas prescripciones, pero buscaba la Ley y establecer, sin embargo, estas normas como venidas no de Moisés sino de los Apóstoles”.
-“Entonces los Apóstoles y los Ancianos -presbíteros- con la Iglesia entera, decidieron elegir de entre ellos algunos hombres y enviarlos a Antioquía”. Se envía pues una delegación de Jerusalén a Antioquía.
-«El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido que”... Señor, cambia nuestros corazones; conviértenos!
-“Los delegados, después de despedirse, bajaron a Antioquía donde reunieron a la Asamblea y entregaron la carta. La leyeron, y los hermanos se regocijaron de aquel aliento”. Después del primer Concilio, Pablo partió, pues, de nuevo hacia sus comunidades. Cuida de que se apliquen las decisiones tomadas: "obedecer"... "observar" unas decisiones... Estas palabras no están de moda, precisamente HOY. Sobre todo, si se tiene en cuenta que en esas decisiones suele haber siempre uno u otro punto que no corresponde exactamente a lo que yo solo habría decidido. Cualquier obediencia a una decisión colectiva -de un grupo o de un responsable- toma la apariencia de un sacrificio de los propios puntos de vista. En familia, en un equipo de trabajo, en la Iglesia, ¡esto resulta siempre verdad! «Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica.» Señor, ayúdanos a vivir esas «diversidades», y esos "esfuerzos hacia la unidad". Haz de nosotros unos artesanos de la progresión misionera de la Iglesia. Abre tu Iglesia a los gentiles. ¡Abre nuestros corazones a tus proyectos! (Noel Quesson).
San Agustín expone así que la caridad es madre de la unidad: “No están todos los herejes por toda la tierra, pero hay herejes en toda la superficie de la tierra. Hay una secta en África, otra herejía en Oriente, otra en Egipto, otra en Mesopotamia. En países diversos hay diversas herejías, pero todas tienen por madre la soberbia; como nuestra única Madre Católica engendró a todos los fieles cristianos repartidos por el mundo. No es extraño, pues, que la soberbia engendre división, mientras la caridad es madre de la unidad.”
2. Canta el salmo la confianza en el Señor, y así como se avecina la aurora a medida que pasa la noche, así la salvación se acerca en la tribulación. Así lo comentaba Juan Pablo II: “Es una noche tenebrosa, en la que merodean fieras voraces. El orante está esperando que despunte el alba, para que la luz venza la oscuridad y los miedos. Este es el telón de fondo del salmo 57/56…: un canto nocturno que prepara al orante para la llegada de la luz de la aurora, esperada con ansia, a fin de poder alabar al Señor con alegría (cf. vv. 9-12). En efecto, el salmo pasa de la dramática lamentación dirigida a Dios a la esperanza serena y a la acción de gracias gozosa, expresada con las palabras que resonarán también más adelante, en otro salmo (cf. Sal 107,2-6).
En la práctica, se trata del paso del miedo a la alegría, de la noche al día, de una pesadilla a la serenidad, de la súplica a la alabanza. Es una experiencia que describe con frecuencia el Salterio: "Cambiaste mi luto en danzas; me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre" (Sal 29,12-13)… llegamos al segundo momento del salmo, el de la acción de gracias (cf. vv. 8-12). Hay un pasaje que brilla por su intensidad y belleza: "Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme. Voy a cantar y a tocar: despierta, gloria mía; despertad cítara y arpa, despertaré a la aurora" (vv. 8-9). Las tinieblas ya se han disipado: el alba de la salvación se ha acercado gracias al canto del orante.
El salmista, al aplicarse a sí mismo esta imagen, tal vez traduce con los términos de la religiosidad bíblica, rigurosamente monoteísta, el uso de los sacerdotes egipcios o fenicios encargados de "despertar a la aurora", es decir, de hacer que volviera a aparecer el sol, considerado una divinidad benéfica. Alude también a la costumbre de colgar y velar los instrumentos musicales en tiempo de luto y prueba (cf. Sal 136,2) y de "despertarlos" con el sonido festivo en el tiempo de la liberación y de la alegría. Así pues, la liturgia hace brotar la esperanza: se dirige a Dios invitándolo a acercarse nuevamente a su pueblo y a escuchar su súplica. A menudo en el Salterio el alba es el momento en que Dios escucha, después de una noche de oración.
Así, el salmo concluye con un cántico de alabanza dirigido al Señor, que actúa con sus dos grandes cualidades salvíficas, ya citadas con términos diferentes en la primera parte de la súplica (cf. v. 4). Ahora aparecen, casi personificadas, la Bondad y la Fidelidad divina, las cuales inundan los cielos con su presencia y son como la luz que brilla en la oscuridad de las pruebas y de las persecuciones (cf. v. 11). Por este motivo, en la tradición cristiana el salmo 56 se ha transformado en canto del despertar a la luz y a la alegría pascual, que se irradia en el fiel eliminando el miedo a la muerte y abriendo el horizonte de la gloria celestial.
San Gregorio de Nisa descubre en las palabras de este salmo una especie de descripción típica de lo que acontece en toda experiencia humana abierta al reconocimiento de la sabiduría de Dios. "Me salvó -exclama- habiéndome cubierto con la sombra de la nube del Espíritu, y los que me habían pisoteado han quedado humillados".
Refiriéndose luego a las expresiones finales del salmo, donde se dice: "Elévate sobre el cielo, Dios mío, y llene la tierra tu gloria", concluye: "En la medida en que la gloria de Dios se extiende sobre la tierra, aumentada por la fe de los que son salvados, las potencias celestiales, exultando por nuestra salvación, alaban a Dios"”.
Dios cuida de nosotros y todo lo que pasa será para bien: “Con la claridad de Dios en el entendimiento, que parece inactivo, nos resulta indudable que, si el Creador cuida de todos -incluso de sus enemigos, ¡cuánto más cuidará de sus amigos! Nos convencemos de que no hay mal, ni contradicción, que no vengan para bien: así se asientan con más firmeza, en nuestro espíritu, la alegría y la paz, que ningún motivo humano podrá arrancarnos, porque estas visitaciones siempre nos dejan algo suyo, algo divino. Alabaremos al Señor Dios Nuestro, que ha efectuado en nosotros obras admirables, y comprenderemos que hemos sido creados con capacidad para poseer un infinito tesoro” (S. Josemaría).
3. –“He aquí mi mandamiento”... es nuevo, porque aún hoy no se vive… “El Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros (…) Señor, ¿por qué llamas nuevo a este mandamiento? Como acabamos de escuchar, el amor al prójimo estaba prescrito en el Antiguo Testamento, y recordaréis también que Jesús, apenas comienza su vida pública, amplía esa exigencia, con divina generosidad: habéis oído que fue dicho: amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os pido más: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian.
Señor, permítenos insistir: ¿por qué continúas llamando nuevo a este precepto? Aquella noche, pocas horas antes de inmolarte en la Cruz, durante esa conversación entrañable con los que -a pesar de sus personales flaquezas y miserias, como las nuestras- te han acompañado hasta Jerusalén, Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como Yo os he amado. ¡Cómo no habían de entenderte los Apóstoles, si habían sido testigos de tu amor insondable!
El anuncio y el ejemplo del Maestro resultan claros, precisos. Ha subrayado con obras su doctrina. Y, sin embargo, muchas veces he pensado que, después de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío. No cabe semejante postura entre los cristianos. Si profesamos esa misma fe, si de verdad ambicionamos pisar en las nítidas huellas que han dejado en la tierra las pisadas de Cristo, no hemos de conformarnos con evitar a los demás los males que no deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es muy poco, cuando comprendemos que la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús. Además, Él no nos propone esa norma de conducta como una meta lejana, como la coronación de toda una vida de lucha. Es -debe ser, insisto, para que lo traduzcas en propósitos concretos- el punto de partida, porque Nuestro Señor lo antepone como signo previo: en esto conocerán que sois mis discípulos (...) La característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído: en esto -precisamente en esto- conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros. Me parece perfectamente lógico que los hijos de Dios se hayan quedado siempre removidos -como tú y yo, en estos momentos- ante esa insistencia del Maestro. El Señor no establece como prueba de la fidelidad de sus discípulos, los prodigios o los milagros inauditos, aunque les ha conferido el poder de hacerlos, en el Espíritu Santo. ¿Qué les comunica? Conocerán que sois mis discípulos si os amáis recíprocamente (...)
Si percibes que tú, ahora o en tantos detalles de la jornada, no mereces esa alabanza; que tu corazón no reacciona como debiera ante los requerimientos divinos, piensa también que te ha llegado el tiempo de rectificar. Atiende la invitación de San Pablo: hagamos el bien a todos y especialmente a aquellos que pertenecen, mediante la fe, a la misma familia que nosotros, al Cuerpo Místico de Cristo.
El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?” (san Josemaría).
Sustancialmente ya estaba revelado (cfr. Mt. 22, 34-40: “(...) Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento”). “La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios” (CEC, 1822): “El apóstol S. Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo soporta» (I Co. 13, 4-7)” (CEC, 1825). Es la virtud principal del cristiano: “si no tengo caridad —dice el apóstol— nada soy” (1 Co 13,1). (...) La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales (1 Co 13,13)” (CEC, 1826).
“El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino” (CEC, 1827).
La caridad tiene como dos niveles: 1º) amar a Dios por sí mismo y, 2º) a los demás por amor de Dios. “Sólo de esta manera, imitando —dentro de la propia personal tosquedad— los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo” (san Josemaría Escrivá). Su origen es por tanto divino: "Carísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor de Dios por nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por Él! En esto está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn. 4,7 ss.).
-En primer lugar, pues, amar a Dios por sí mismo: estamos creados para vivir de este amor, que se realizará plenamente en el Cielo: “Mis palabras son espíritu y vida” (Ioh. 6, 64); “Yo soy la verdad, el camino y la vida” (Ioh. 14, 6). Dios merece ser amado por ser Él quien es y por todo lo que ha hecho por nosotros: contemplarlo es poner los medios para orientar nuestra vida hacia el amor de Dios (la caridad debe informarlo todo), hacer la voluntad divina. “¿Qué es la santidad? Es precisamente la alegría de hacer la Voluntad de Dios” (Juan Pablo II). ¿Entiendo la necesidad y la felicidad de tratar íntimamente a Dios?, o, ¿es para mí una “obligación” la práctica de la religión? ¿Me falta tiempo para relacionarme con Dios? ¿Conozco la intimidad trinitaria?; ¿conozco mi vocación a participar de esta intimidad divina, como Hijo de Dios? ¿Me remueve (me ayuda a reaccionar) el recuerdo de la vida de Jesucristo? ¿Valoro el honor –don inmerecido– que supone estar bautizado, tener buena formación, poder recibir con relativa facilidad los sacramentos?
-Én segundo lugar, amar al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios (cf Mt. 22,39-40: “El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”). Este mandamiento nuevo es el testamento de Jesús, la caridad, está haciendo algo solemne: “(Ioh.13, 1.34-35): “La víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como amase a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin (...). Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros”.
La caridad lleva a hacernos todo con todos, en un servicio abnegado, como Jesús nos enseñó al lavar los pies a los Apóstoles (1 Io 3, 18), llevar unos las cargas de los otros (Gal 6,2); con delicadeza, saberse ayudar en la vida ordinaria, en la familia, con los amigos. Comprensión y paciencia son en este sentido grandes virtudes: en la familia, pues amar es la identificación del amante con el amado; esto es la entrega: desaparecer yo y ser el otro (amoldarme al otro, amando todo lo suyo, ¡incluso sus defectos!); amar a los demás exige una gran "plasticidad" (flexibilidad) interior para poderme identificar con todos: sencillez, docilidad, humildad, etc. Todo esto es lo que hace con gran sencillez una madre de familia: “La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria” (san Josemaría).
1 Co 9,22 habla de saber estar con todos, entretenerse con todos, entender a todos, escuchar a todos... “llorando sus propias lágrimas olvidarán las ajenas” (Teresa de Jesús), y sobre todo perdonar: Un hombre que sabe personar tiene algo divino. No ser rencorosos ni resentidos. La caridad es ante todo cariño, como Jesús. Cuando le "enviaron las hermanas (de Lázaro) a decirle: 'Señor, el que Tú amas está enfermo'". Qué expresión tan conmovedora!: sentir el amor de Jesús, poderse llamar "el que Jesús ama".
La caridad la debemos ejercitar a diario en la convivencia con los demás, sabiendo servir, ayudar, comprender, disculpar... No querer ser el centro de nada. ¡Qué bien suenan aquí aquellos versos de Tagore: "Dormía y soñaba que la vida no era otra cosa que alegría. Desperté y vi que la vida no era más que un servicio. Empecé a servir y vi que el servicio era la alegría".
Abrir los ojos a los demás, a sus virtudes: "Sólo serás bueno, si sabes ver las cosas buenas y las virtudes de los demás". Esta caridad se ha de manifestar en el uso de la lengua. Criticar es muy fácil. Destruir la vidriera espléndida de una catedral lo puede hacer el primer insensato con una piedra, así el honor de alguien por maledicencias... Construir, edificar es tarea que requiere artistas...
El mandato de la caridad quedó profundamente grabado en los Apóstoles y en los primeros cristianos. Los paganos al verles exclamaban: ¡mirad cómo se aman! Ahí tenemos un punto bien concreto para nuestro examen: ¿los demás pueden decir de nosotros que destacamos -los cristianos- porque amamos a los demás, porque servimos?...
No es que amemos nosotros, es que Dios nos ha amado primero. “La caridad no la construimos nosotros; nos invade con la gracia de Dios: porque Él nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Tú y yo estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a la fe, por el amor del Padre. Pedid con osadía al Señor este tesoro, esta virtud sobrenatural de la caridad, para ejercitarla hasta en el último detalle.
Con frecuencia, los cristianos no hemos sabido corresponder a ese don; a veces lo hemos rebajado, como si se limitase a una limosna, sin alma, fría; o lo hemos reducido a una conducta de beneficencia más o menos formularia. Expresaba bien esta aberración la resignada queja de una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño. El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones” (San Josemaría).
“El pensamiento de Jesús, en la última cena, progresa como en círculos. Ya había insistido en que sus seguidores deben «permanecer» en Él, y que en concreto deben «permanecer en su amor, guardando sus mandamientos». Ahora añade matices entrañables: «no os llamo siervos, sino amigos», «no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido». Y sobre todo, señala una dirección más comprometida de este seguimiento: «éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado». Antes había sacado la conclusión más lógica: si Él ama a los discípulos, estos deben permanecer en su amor, deben corresponderle amándole. Ahora aparece otra conclusión más difícil: deben amarse unos a otros. No es un amor cualquiera el que encomienda. Se pone a sí mismo como modelo. Y Él se ha entregado por los demás, a lo largo de su vida, y lo va a hacer más plenamente muy pronto: «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».
«Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado». La palabra de Jesús no necesita muchas explicaciones. El fruto de la Pascua que aquí se nos propone es el amor fraterno. Un amor que ciertamente no es fácil. Como no lo fue el amor de Jesús a los suyos, por los que, después de haber entregado sus mejores energías, ofrece su vida. Es el amor concreto, sacrificado, del que se entrega: el de Cristo, el de los padres que se sacrifican por los hijos, el del amigo que ayuda al amigo aunque sea con incomodidad propia, el de tantas personas que saben buscar el bien de los demás por encima del propio, aunque sea con esfuerzo y renuncia. En la vida comunitaria -y todos estamos de alguna manera sumergidos en relaciones con los demás- es éste el aspecto que más nos cuesta imitar de Cristo Jesús. Saber amar como lo ha hecho Él, saliendo de nosotros mismos y amando no de palabra, sino de obra, con la comprensión, con la ayuda oportuna, con la palabra amable, con la tolerancia, con la donación gratuita de nosotros mismos. Cuando vamos a comulgar, cada vez somos invitados a preparar nuestro encuentro con el Señor con un gesto de comunión fraterna: «daos fraternalmente la paz». No podemos decir «amén» a Cristo si no estamos dispuestos a decir «amén» al hermano que tenemos cerca, con el que vivimos, aunque tenga temperamento distinto o incluso insoportable. No podemos comulgar con Cristo si no estamos dispuestos a crecer en fraternidad con los demás. El Cristo a quien comemos en la Eucaristía es el «Cuerpo entregado por», «la Sangre derramada por». La actitud de amor a los demás es consustancial con el sacramento que celebramos y recibimos” (J. Aldazábal). El amor de los discípulos entre sí será el fundamento y la condición de la permanencia gozosa en ellos de Jesús, después de su partida de este mundo. San Juan Crisóstomo dice: «El amor que tiene por motivo a Cristo es firme, inquebrantable e indestructible. Nada, ni las calumnias, ni los peligros, ni la muerte, ni cosa semejante será capaz de arrancarlo del alma. Quien así ama, aun cuando tenga que sufrir cuanto se quiera, no dejará nunca de amar si mira el motivo por el que ama. El que ama por ser amado terminará con su amor apenas sufra algo desagradable..., pero quien está unido a Cristo jamás se apartará de ese amor». «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza. Aleluya» (Entrada); en él pedimos: «Danos, Señor, una plena vivencia del misterio pascual, para que la alegría que experimentamos en estas fiestas sea siempre nuestra fuerza y nuestra salvación». San Bernardo afirma: «El amor basta por sí solo y por causa de sí. Su premio y su mérito se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal que se recurra a su principio y origen, con tal que vuelva el amor a su fuente y sea una continua emanación de la misma».

jueves, 21 de abril de 2011

Jueves Santo (Misa vespertina de la Cena del Señor): el cáliz de la salvación es amor hasta el extremo, que nos enseña a amar (servir, pasar del egoís


Jueves Santo (Misa vespertina de la Cena del Señor): el cáliz de la salvación es amor hasta el extremo, que nos enseña a amar (servir, pasar del egoísmo a la donación)

Libro del Éxodo 12, 1-8. 11-14: En aquellos días, dijo el Señor a Moisés y a Aarón en tierra de Egipto: -«Este mes será para vosotros el principal de los meses; será para vosotros el primer mes del año. Decid a toda la asamblea de Israel: "El diez de este mes cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas; y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito.
Lo guardaréis hasta el día catorce del mes, y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido. Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y verduras amargas. Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor.
Esta noche pasaré por todo el país de Egipto, dando muerte a todos sus primogénitos, de hombres y de animales; y haré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo soy el Señor. La sangre será vuestra señal en las casas donde estéis; cuando vea la sangre, pasaré de largo; no os tocará la plaga exterminadora, cuando yo pase hiriendo a Egipto. Este día será para vosotros memorable, en él celebraréis la fiesta del Señor, ley perpetua para todas las generaciones."»

Sal 115, 12-13. 15-16bc. 17-18 (R.: cf. ICo 10, 16): R. El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. R.
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas. R.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo. R.

Primera carta del apóstol San Pablo a los corintios 11, 23-26: Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: -«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: -«Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Texto del Evangelio (Jn 13,1-15): Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.
Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza». Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos». Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios todos».
Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros».

Comentario: Hoy vemos el amor misericordioso del Padre, reflejado en Jesús: en el servicio, perdón y todo aquello que Jesús comprendía cuando hablaba de la necesidad de ser perfectos como el Padre celestial. Y eso es lo que hemos de vivir en la Iglesia, encarnar. La fe cristiana no es cuestión simplemente personal, individual. Jesús quiso que fuéramos sus seguidores en comunidad. Por eso somos Iglesia. Celebramos, con especial solemnidad, la Cena del Señor, el Sacramento de la fraternidad, congregados por la memoria del Señor que muere y resucita y que ha querido que seamos la Iglesia. La Eucaristía hace la Iglesia, decían los santos Padres. El Jueves Santo es rico en expresiones sacramentales: los santos óleos han servido siempre en la Iglesia para realizar la mediación sacramental de la donación del Espíritu Santo en diversas circunstancias de la vida; simbolizaron fortaleza, agilidad, medicina, buen olor: todas las significaciones que puedan ser relacionadas con los óleos santos, nos remiten al Espíritu de Dios, que en la Iglesia se nos comunica permanentemente por el Señor. El sacramento de la penitencia y de la reconciliación comunitaria, también encontró siempre en este día su ubicación privilegiada. El sacramento del servicio (lavatorio de los pies), como mandato del Señor, se realizó siempre en este día como expresión vivida del espíritu que tiene que animar a los seguidores del Maestro: No vine a ser servido sino a servir. El Sacramento de la Eucaristía, misterio de fe de una comunidad constituida por la memoria del Señor, se realizó de manera especial el Jueves Santo, como sacramento de la fraternidad. El sacramento del sacerdocio fue siempre proclamado en este día, como la mediación de la presencia de Jesucristo, el Buen Pastor.
El SACRAMENTO DEL SERVICIO (Jn 13,1-15). Sólo el evangelio de San Juan nos relata el episodio del lavatorio de los pies. La manera como el cuarto evangelio combina las escenas dramáticas, por sí mismas significativas, con los discursos de Jesús, es bien conocida. Aquí nos hallamos ante una escena dramática que se extiende desde 13,1 hasta 13,30.
LAVATORIO-PIES: El hecho mismo del lavatorio de los pies puede ser explicado, con suficientes fundamentos, como una tarea de esclavos, un gesto de deferencia o de consideración excepcional para con los huéspedes. Dicho gesto se comprende bien dentro de la teología de la encarnación del mismo Juan y también en el sentido de la misma en Pablo (cf Flp 2,5-8). Pero elramos gesto no apunta simplemente a presentarnos una teología propia de Juan, puesto que no es difícil encontrar en la otra tradición evangélica, la de los sinópticos, la misma inspiración naturalmente no dramatizada: por ejemplo en Lc 22,27, en el contexto de la cena, nos son transmitidas palabras muy significativas de Jesús en el mismo sentido: ¿Quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.
Por otra parte, el mismo relato indica que el lavatorio de los pies es un medio por el cual los discípulos "tienen parte con" su Maestro (Tendrás parte conmigo: 13,8), lo que nos hace comprender que dicho gesto pertenece al cuerpo general de los preceptos destinados a los discípulos como comunidad cristiana, aunque no sea difícil referirlo a la actitud de quienes son asociados a la misión del Maestro en cuanto tal.
La comunidad cristiana ha valorado esta tradición del evangelio de San Juan como un verdadero mandamiento de Jesús y la ha celebrado año tras año como una acción sacramental, que debe hacer posible el que se asuma plenamente el espíritu del Señor. Es ésta la razón por la cual el jueves santo adquiere una importancia litúrgica tan grande la ceremonia del lavatorio de los pies, dentro de la misma celebración eucarística, como el verdadero comentario o la verdadera proclamación dramatizada de la palabra evangélica. En cuanto a su significación, cada vez tenemos que repetir con el mismo entusiasmo que este relato del evangelio de San Juan nos transmite un mensaje verdaderamente central de la existencia en Jesucristo: la vida del Maestro ha sido un testimonio constante de la inversión de valores que hay que establecer para poder hacer parte del Reino de Dios. No es el poder, ni la dignidad accidental, ni ningún otro motivo de dominación lo que constituye el secreto de la verdadera sabiduría de Dios. El gran valor que ennoblece al hombre es el de tener la disposición permanente para servir. Jesús lo ha proclamado, según el evangelio de Juan, por medio de una parábola que tiene fuerza incomparable: el Maestro se ha convertido en un esclavo. El verdadero sentido profundo de la existencia del Maestro es el de ser servidor. Una lógica así se convierte en el secreto para edificar un mundo, cuya razón de ser no nos puede ser revelada sino por Dios mismo.
No celebramos la ceremonia del lavatorio de los pies simplemente para recordar un episodio interesante y conmovedor de la vida de Jesús, sino para reconocer en una expresión sacramental la única manera posible de ser discípulos del Maestro.
EL SACRAMENTO DEL AMOR FRATERNAL HASTA LA MUERTE (1 Cor 11,23-26; Mc 14,22-24 y par: Mt 26,26-28; Lc 22,19s). Jesús pasó la última tarde de su vida en Jerusalén en el círculo de sus discípulos, probablemente también en compañía de las mujeres que habían ascendido a la ciudad santa con él. Fue esa tarde, la tarde de una fiesta pascual? Parece superflua la pregunta. Sin embargo hay razones para establecerla. Y de la relación que se establezca entre el ambiente pascual y la cena de Jesús depende en gran parte la interpretación que se deba hacer del acontecimiento histórico de la muerte y resurrección del Señor. Si de todos modos aceptamos que Jesús y sus discípulos se reunieron para celebrar una cena pascual, entonces conviene que recordemos los pormenores de esta celebración. En Nm 9,13 se deja entrever la seriedad que reviste para un judío celebrar la fiesta: no celebrarla es como no pertenecer ya al pueblo. Según Ex 12,3, la fiesta debía ser una fiesta familiar. La inmolación del cordero, que debía ser realizada por algunos de los miembros de la familia en representación de la comunidad, debía tener lugar en el atrio de los sacerdotes "entre las tardes", es decir, en el tiempo que precedía al comienzo de la puesta del sol (cfr Ex 12,6). La Haggada pascual orientaba la celebración en el sentido de la memoria de la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 12,26s). Comer las carnes del cordero, beber el vino, compartir el pan sin levadura, que debía recordar con las hierbas amargas la miseria vivida en el Egipto, constituían el ritual que estaba acompañado de bendiciones y de la recitación de los salmos del Hallel. En la cena festiva, el ambiente estaba impregnado por el recuerdo alegre y confiado de la liberación, que tuvo siempre una eficacia esperanzadora en épocas difíciles.
Jesús realizó una verdadera interpretación teológica de su propia muerte, en un sentido salvífico, indisolublemente ligada con su proyecto del Reino de Dios. Y, de nuevo, en este contexto tiene una importancia muy grande la relación que Jesús establece entre su muerte, así interpretada, y los elementos de la cena: el pan y la copa de vino. Comer el pan y beber la copa constituyen algo completamente comprensible en el contexto de una cena judía, pero ahora esta acción tiene que ver con la interpretación de la muerte de Jesús, que él mismo ofrece. Jesús debió haber dicho otras cosas y debió haber compartido otros sentimientos con sus discípulos. Pero la tradición ha conservado sus sentimientos ligados principalmente con la acción del pan y de la copa. En cuanto a la última, no sabemos con seguridad si en la cena pascual, en tiempos de Jesús, se utilizaba o no una sola copa, en un momento determinado, pues todos tenían sus propias copas. La tradición cristiana recuerda, en todo caso, la utilización de una sola copa como característica de la cena del Señor (cfr 1 Cor 10,16).
Las palabras de Jesús que nos han sido conservadas para comprender el sentido del pan y de la copa compartidos, implican pues una interpretación salvífica de su muerte, tanto en el sentido de la expiación y de la representación ("morir por", "para el perdón de los pecados"), como en el sentido de una nueva alianza.
Jesús, que interpretó así su muerte y la relacionó intrínsecamente con los dones de la cena, le dejó a la comunidad de sus discípulos la posibilidad de vivir siempre la realidad de una nueva alianza con el Dios salvador, en el sentido del Reino definitivo que había anunciado. La relación entre alianza y Reino ya tenía una tradición importante, pero en la acción de Jesús adquirió una importancia trascendental y original para sus seguidores.
Haced esto en memorial mío: Este mandamiento del Señor es verdaderamente sagrado para los seguidores de Jesús. La experiencia comunitaria vivida originalmente por los discípulos se convierte en algo posible en todos los tiempos para los cristianos. Se trata de entrar en el destino histórico de Jesús, que es la historia misma de Dios, su Reino, que acontece definitivamente en la manifestación suprema del amor. Dios, el Padre, ama infinitamente (Jn 3,16)
Dios es amor (1 Jn 4,8) Nada más cierto, en el sentido del amor, como dar la vida (Jn 15,13) Pero participar así en el destino del Maestro significa hacer, de manera insuperable, la fraternidad humana. La cena del Señor es la asunción, por parte de todos los cristianos, de lo que nos une más profundamente: la vida misma del Maestro, la historia del Hijo del Padre en la que participamos todos como hijos también y como hermanos los unos de los otros.
Así pues, el Jueves Santo se celebra: la Última Cena, el lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní. El sacramento del servicio (lavatorio de los pies), como mandato del Señor, se realizó siempre en este día como expresión vivida del espíritu que tiene que animar a los seguidores del Maestro: No vine a ser servido sino a servir. El Sacramento de la Eucaristía, misterio de fe de una comunidad constituida por la memoria del Señor, se realizó de manera especial el Jueves Santo, como sacramento de la fraternidad. El sacramento del sacerdocio fue siempre proclamado en este día, como la mediación de la presencia de Jesucristo, el Buen Pastor.
En la Misa vespertina, antes del ofertorio, el sacerdote puede tomar una toalla y una bandeja con agua y lavar los pies de varones, recordando el mismo gesto de Jesús con sus apóstoles en la Última Cena.
Este es el día en que se instituyó la Eucaristía, el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo bajo las especies de pan y vino. Cristo tuvo la Última Cena con sus apóstoles y por el gran amor que nos tiene, se quedó con nosotros en la Eucaristía, para guiarnos en el camino de la salvación.
Después de la Misa podemos leer algunos pasajes como Marcos14 (32-42) y en general la pasión del Señor, y entrar en los sentimientos de Jesús en esos momentos de la oración del huerto: miedo y angustia ante la muerte, tristeza y soledad, compromiso por cumplir la voluntad de Dios, amor hacia todos nosotros. Los monumentos y la visita a iglesias (en algún lugar la costumbre es visitar siete) es un acompañamiento a Jesús, en momentos de ir y venir en la noche de la traición.
No sabemos si Jesús siguió la cena judía, pero en cualquier caso hacía la cena acostumbrada y puede servirnos recordar que ésta constaba de ocho partes: 1. Encendido de las luces de la fiesta: El que presidía la celebración encendía las velas, todos permanecían de pie y hacían una oración. 2. La bendición de la fiesta (Kiddush): Se sentaban todos a la mesa. Delante del que presidía la cena, había una gran copa o vasija de vino. Frente a los demás miembros de la familia había un plato pequeño de agua salada y un plato con matzás, rábano o alguna otra hierba amarga, jaroses y alguna hierba verde. Se servía la primera copa de vino, la copa de acción de gracias, y les daban a todos los miembros de la familia. Todos bebían la primera copa de vino. Después el sirviente presentaba una vasija, jarra y servilleta al que presidía la celebración, para que se lavara sus manos mientras decía la oración. Se comían la hierba verde, el sirviente llevaba un plato con tres matzás grandes, cada una envuelta en una servilleta. El que presidía la ceremonia desenvolvía la pieza superior y la levantaba en el plato. 3. La historia de la salida de Egipto (Hagadah) Se servían la segunda copa de vino, la copa de Hagadah. Alguien de la familia leía la salida de Egipto del libro del Éxodo, capítulo 12. El sirviente traía el cordero pascual que debía ser macho y sin mancha y se asaba en un asador en forma de cruz y no se le podía romper ningún hueso. Se colocaba delante del que presidía la celebración les preguntaba por el significado de la fiesta de Pesaj. Ellos respondían que era el cordero pascual que nuestros padres sacrificaron al Señor en memoria de la noche en que Yahvé pasó de largo por las casas de nuestros padres en Egipto. Luego tomaba la pieza superior del pan ázimo y lo sostenía en alto. Luego levantaba la hierba amarga. 4. Oración de acción de gracias por la salida de Egipto: El que presidía la ceremonia levantaba su copa y hacía una oración de gracias. Colocaba la copa de vino en su lugar. Todos se ponían de pie y recitaban el salmo 113. 5. La solemne bendición de la comida: Todos se sentaban y se bendecía el pan ázimo y las hierbas amargas. Tomaba primero el pan y lo bendecía. Después rompía la matzá superior en pequeñas porciones y distribuía un trozo a cada uno de los presentes. Ellos lo sostenían en sus manos y decían una oración. Cada persona ponía una porción de hierba amarga y algo de jaroses entre dos trozos de matzá y decían juntos una pequeña oración. 6. La cena pascual. 7. Bebida de la tercera copa de vino: la copa de la bendición.- Cuando se terminaban la cena, el que presidía tomaba la mitad grande de la matzá en medio del plato, la partía y la distribuía a todos los ahí reunidos. Todos sostenían la porción de matzá en sus manos mientras el que presidía decía una oración y luego se lo comían. Se les servía la tercera copa de vino, “la copa de la bendición”. Todos se ponían de pie y tomaban la copa de la bendición. 8. Bendición final: Se llenaban las copas por cuarta vez. Esta cuarta copa era la “Copa de Melquisedec”. Todos levantaban sus copas y decían una oración de alabanza a Dios. Se las tomaban y el que presidía la ceremonia concluía la celebración con la antigua bendición del Libro de los Números (6, 24-26; explicación de Tere Fernández).
1. En una meditación, Ratzinger comentaba que “la Pascua judía era y sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que tiene lugar el paso del ángel del Señor, aparece la casa como lugar de salvación, como refugio. Por otra parte, la noche de Egipto es imagen de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que surgen siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con destruir la creación «buena» y con transformar el mundo en desierto, en lugar inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de ser continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre amparada y reconstruida.
En el calendario de los nómadas, de los cuales heredó Israel la fiesta pascual, la Pascua era el primer día del año, el día en que Israel había de ser nuevamente defendido contra la amenaza de la nada. La casa y la familia son como el valle en que la vida se halla protegida, el lugar de la seguridad y de la paz; la paz del habitar juntos, que permite vivir y guarda la creación. También en tiempos de Jesús se celebraba la Pascua en las casas, en las familias, luego de la inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido abandonar la ciudad de Jerusalén en la noche de Pascua. Toda la ciudad se consideraba lugar de salvación contra la noche del caos, y sus muros eran como diques que defendieran la creación.
Todos los años, por Pascua, Israel debía acudir en peregrinación a la ciudad santa, para volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo, para recibir otra vez su salvación, su liberación y fundamento. Hay aquí una profunda sabiduría. A lo largo de un año, un pueblo se halla siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también desde dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y rigen. Tiene necesidad de volver a sus antiguos fundamentos. La Pascua representaba este retorno anual de Israel, desde los peligros de aquel caos que amenaza a todo pueblo a aquello que antaño lo había fundado y que continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida defensa y a la nueva creación de sus orígenes. Y puesto que Israel sabía que sobre él brillaba la estrella de la elección, era también consciente de que su buena o malaventura traería consecuencias para el mundo entero, que en su existencia o en su fracaso se jugaba el destino de la tierra y de la creación.
También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta prescripción: en casa, con su familia, con los apóstoles, que se habían convertido en su nueva familia. Obrando de este modo, obedecía también a un precepto entonces vigente, según el cual los judíos que acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrinos, llamadas chaburot, que por aquella noche constituían la casa y la familia de la Pascua. Y es así como la Pascua ha venido a ser también una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la chaburah de Jesús, su familia, la que el fundó con sus compañeros de peregrinación, con los amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia.
Como compañeros suyos de peregrinación, nosotros somos su casa, y de esta suerte la Iglesia es la nueva familia y la nueva ciudad que es para nosotros lo que fue Jerusalén, casa viviente que aleja las fuerzas del mal y lugar de paz que protege a la creación y a nosotros mismos. La Iglesia es la nueva ciudad en cuanto familia de Jesús; es la Jerusalén viviente, cuya fe es barrera y muralla contra las fuerzas amenazantes del caos, que se confabulan para destruir el mundo. Sus murallas se hacen fuertes en virtud del signo de la sangre de Cristo, es decir, en virtud del amor que llega hasta el fin y que no conoce límites. Este amor es la potencia que lucha contra el caos; es la fuerza creadora que funda continuamente al mundo, los pueblos y las familias, y de este modo nos ofrece el shalom, el lugar de la paz, en el que podemos vivir el uno con el otro, el uno para el otro, el uno proyectado hacia el otro.
Pienso que, sobre todo en nuestro tiempo, existen sobradas razones para reflexionar de nuevo sobre tales analogías y referencias, y para dejar que ellas nos hablen. Porque no podemos menos de ver la fuerza del caos; no podemos menos de ver cómo surgen, precisamente en el seno de una sociedad desarrollada que parece saberlo y poderlo todo, las fuerzas primordiales del caos que se oponen a lo que esa sociedad define como progreso. Vemos cómo un pueblo que ha llegado a la cúspide del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del mundo, puede ser destruido desde dentro, y cómo la creación es amenazada por las oscuras potencias que anidan en el corazón del hombre y cuya sombra se cierne sobre el mundo.
Sabemos por experiencia que la técnica y el dinero no pueden por sí solos alejar la capacidad destructiva del caos. Únicamente pueden hacerlo las murallas auténticas que el Señor nos ha construido y la nueva familia que nos ha dado. Y yo pienso que, por este motivo, la fiesta pascual, que nosotros hemos recibido de los nómadas a través de Israel y de Cristo, tiene también una importancia política eminente en el más profundo de los sentidos. Nuestros pueblos de Europa tienen necesidad de volver a sus fundamentos espirituales si no quieren perecer, víctimas de la autodestrucción.
Esta fiesta debería volver a ser hoy una fiesta de la familia, que es el auténtico dique puesto para defensa de la nación y de la humanidad. Quiera Dios que alcancemos a comprender de nuevo esta admonición, de suerte que renovemos la celebración de la familia como casa viviente, donde la humanidad crece y se vence al caos y la nada. Pero debemos añadir que la familia, este lugar de la humanidad, este abrigo de la criatura, únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta bajo el signo del Cordero, cuando es protegida por la fuerza de la fe y congregada por el amor de Jesucristo. La familia aislada no puede sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la gran familia, que le da estabilidad y firmeza. Por esta razón, ésta ha de ser la noche en la que rehacemos el camino que conduce a la nueva ciudad, a la nueva familia, a la Iglesia; la noche en que de nuevo nos adherimos a ella con el más firme de los vínculos, como a la patria del corazón. En esta noche deberíamos aprender de esta familia de Jesucristo a conocer mejor a la familia humana y a la humanidad que ha de guiarnos y protegernos.
Se nos ofrece otra reflexión. Israel heredó esta fiesta del culto y de la cultura de los nómadas. Celebraban éstos la fiesta de la primavera el día en que iniciaban una nueva migración con sus rebaños. Lo primero que se hacía era trazar con sangre de cordero un círculo en torno a las tiendas. Con este gesto trataban de defenderse seguramente contra las fuerzas de la muerte, a las que deberían enfrentarse en no pocas ocasiones en el mundo desconocido del desierto. La ceremonia se llevaba a cabo con las vestimentas del peregrino en el momento de la partida, con la comida de los nómadas, el cordero, las hierbas amargas, que sustituían a la sal, y con el pan sin levadura. Israel ha heredado de sus tiempos de nomadismo estos elementos fundamentales en la celebración tradicional de la fiesta, y la Pascua le ha recordado siempre el tiempo en que era un pueblo sin hogar, un pueblo en camino y sin patria. Esta fiesta le ha traído siempre a la memoria que, aun cuando tenemos casa, seguimos siendo nómadas; como hombres que somos, nunca nos hallamos definitivamente en casa, estamos siempre con el pie en el estribo. Y pues vamos de camino y nada nos pertenece, todo cuanto poseemos es de todos y nosotros mismos somos el uno para el otro. La Iglesia primitiva tradujo la palabra Pascha como «paso», y expresó de este modo el camino de Jesucristo a través de la muerte hasta la nueva vida de la Resurrección.
Por este motivo, la Pascua ha sido siempre, y sigue siendo hoy para nosotros, fiesta de la peregrinación; también a nosotros nos dice: somos únicamente huéspedes en la tierra; todos somos huéspedes de Dios. Por eso nos exhorta a sentirnos hermanos de aquellos que son huéspedes, pues nosotros mismos no somos otra cosa que huéspedes. Somos tan sólo huéspedes en la tierra; el Señor, que se hizo él mismo huésped y nómada, nos pide que nos abramos a todos aquellos que en este mundo han perdido la patria; espera de nosotros que nos pongamos a disposición de los que sufren, de los olvidados, de los encarcelados, de los perseguidos. El está presente en todos ellos. En la ley de Israel, cuando se dan normas para el tiempo en que el pueblo se establezca definitivamente en la tierra prometida, se insiste en prescribir que los peregrinos sean tratados igual que todos; y al hacerlo, se acude siempre a las palabras: «¡Recuerda que tú mismo fuiste nómada y peregrino!» Somos nómadas y peregrinos. Este es el punto de vista desde el que debemos entender la tierra, nuestra vida misma, el ser el uno para el otro.
Estamos tan sólo de paso en la tierra, y esto nos hace recordar nuestra más secreta y profunda condición de peregrinos; nos hace recordar que la tierra no es nuestra meta definitiva, que estamos en camino hacia el mundo nuevo, y que las cosas de la tierra no constituyen la realidad última y definitiva. Apenas nos atrevemos a decirlo, porque se nos echa en cara que los cristianos no se han preocupado nunca de las cosas terrenas, que no se han entregado en serio a edificar la ciudad nueva de este mundo, siempre con el pretexto de que tenían en el otro su morada. Nada de esto es verdad. Quien se zambulle en el mundo, aquel que ve en la tierra el único cielo, hace de la tierra un infierno, porque la fuerza a ser lo que no puede ser, porque quiere poseer en ella la realidad definitiva, y de esta suerte exige algo que le enfrenta consigo mismo, con la verdad y con los demás.
No; nos hacemos libres, libres de la codicia de poseer, justamente cuando tomamos conciencia de nuestro ser nómadas; es entonces cuando nos hacemos libres los unos para los otros, y es entonces también cuando se nos confía la responsabilidad de transformar la tierra, hasta que podamos un día depositarla en las manos de Dios. Por esta razón, esta noche del tránsito, que nos recuerda el último y definitivo trayecto del Señor, ha de ser para nosotros exhortación constante a recordar nuestro último viaje y a no echar en olvido que un día debemos abandonar todo cuanto poseemos, y que, al final de la vida, lo que de veras cuenta no es lo que tenemos, sino únicamente lo que somos; que, a lo último, deberemos responder sobre cómo -fundados en la fe- hemos sido personas en este mundo, personas que se han dado recíprocamente la paz, la patria, la familia y la nueva ciudad”.
2. «Teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito: "Creí, por eso hablé", también nosotros creemos, y por eso hablamos» (2 Cor 4,13). Comenta Benedicto XVI: “El apóstol se siente en acuerdo espiritual con el salmista en la serena confianza y en el sincero testimonio, a pesar de los sufrimientos y de las debilidades humanas. Al escribir a los romanos, Pablo retomará el versículo 2 del salmo y trazará la contraposición entre la fidelidad de Dios y la incoherencia del hombre: «Que quede claro que Dios es veraz y todo hombre mentiroso» (Romanos 3, 4).
La tradición sucesiva transformará este canto en una celebración del martirio a causa de la mención de «la muerte de sus fieles» (v.15). O hará de él un texto eucarístico, considerando la referencia a «la copa de la salvación» que el salmista eleva invocando el nombre del Señor (13). Este cáliz es identificado por la tradición cristiana con «la copa de la bendición» (1 Cor 10,16), con la «copa de la Nueva Alianza» (1 Cor 11,25; Luc 22,20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen referencia precisamente a la Eucaristía”.
Junto al salmo precedente, el 114, constituye una acción de gracias al Señor que libera de la pesadilla de la muerte, pero el trozo que leemos no tiene el aspecto negativo sino que es cuando “el orante se dispone a ofrecer un sacrificio de acción de gracias en el que se beberá el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada que es signo de reconocimiento por la liberación (13). La Liturgia, por tanto, es la sede privilegiada en la que se puede elevar la alabanza agradecida al Dios salvador… Dios no es indiferente al drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (16). El orante salvado de la muerte se siente «siervo» del Señor, hijo de su esclava (ibídem), bella expresión oriental con la que se indica que se ha nacido en la misma casa del dueño. El salmista profesa humildemente con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el amor y en la fidelidad.
Con las palabras del orante, el salmo concluye evocando nuevamente el rito de acción de gracias que será celebrado en el contexto del templo (17-19). Su oración se situará en el ámbito comunitario. Su vicisitud personal es narrada para que sirva de estímulo para todos a creer y a amar al Señor. En el fondo, por tanto, podemos vislumbrar a todo el pueblo de Dios, mientras da gracias al Señor de la vida, que no abandona al justo en el vientre oscuro del dolor y de la muerte, sino que le guía a la esperanza y a la vida”. San Basilio Magno comenta las palabras: «"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y ha recibido la razón…, ha percibido después la economía de salvación a favor del género humano, reconociendo que el Señor se entregó a sí mismo como redención en lugar nuestro; y busca entre todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que puede ser digno del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere sacrificios ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la copa de la salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que nos enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los discípulos: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose claramente a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo».
3. Jesús pasó la última tarde de su vida en Jerusalén en el círculo de sus discípulos, probablemente también en compañía de las mujeres que habían ascendido a la ciudad santa con él. Jesús realizó una verdadera interpretación teológica de su propia muerte, en un sentido salvífico, indisolublemente ligada con su proyecto del Reino de Dios. Y, de nuevo, en este contexto tiene una importancia muy grande la relación que Jesús establece entre su muerte, así interpretada, y los elementos de la cena: el pan y la copa de vino. Comer el pan y beber la copa constituyen algo completamente comprensible en el contexto de una cena judía, pero ahora esta acción tiene que ver con la interpretación de la muerte de Jesús, que él mismo ofrece (cfr 1 Cor 10,16).
Dios es amor (1 Jn 4,8) Nada más cierto, en el sentido del amor, como dar la vida (Jn 15,13) Pero participar así en el destino del Maestro significa hacer, de manera insuperable, la fraternidad humana. La cena del Señor es la asunción, por parte de todos los cristianos, de lo que nos une más profundamente: la vida misma del Maestro, la historia del Hijo del Padre en la que participamos todos como hijos también y como hermanos los unos de los otros.
4. a) Seguimos con la reflexión que hacía Ratzinger: “La Pascua se celebraba en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero después de la comida, él se levantó y salió fuera, rebasó los límites establecidos por la ley, porque pasó al otro lado del torrente Cedrón, que señalaba los confines de Jerusalén. No tuvo miedo del caos, no quiso esquivarlo, se adentró en él hasta lo más profundo, hasta las fauces mismas de la muerte. Jesús salió, y esto significa que, pues las murallas de la Iglesia son la fe y el amor de Jesucristo, la Iglesia no es plaza fortificada, sino ciudad abierta; y, en consecuencia, creer significa salir también con Jesucristo, no temer el caos, porque Jesús es el más fuerte, porque él penetró en ese caos, y nosotros, al afrontarlo, le seguimos a «él». Creer significa salir fuera de los muros y, en medio de este mundo caótico crear espacios de fe y de amor, fundados en la fuerza de Jesucristo. El Señor salió fuera: éste es el signo de su fuerza. Bajó a la noche de Getsemaní, a la noche de la cruz, a la noche del sepulcro. Y pudo bajar porque, frente al poder de la muerte, él es el más fuerte; porque su amor lleva en sí el amor de Dios, que es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por tanto, se hace real justamente en este salir, en el camino de la Pasión, de suerte que, en el misterio de Getsemaní, se halla ya presente el misterio del gozo pascual. El es el más fuerte; no hay potencia que pueda resistírsele ni lugar que él no llene con su presencia. Nos invita a todos a emprender el camino con él, pues donde hay fe y amor, allí está él, allí la fuerza de la paz, que vence la nada y la muerte.
Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al Santísimo desde el tabernáculo a una capilla lateral, que representa la soledad de Getsemaní, la soledad de la mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles; quieren acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de comprometernos a vivir desde dentro su soledad, a buscarle siempre, a él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su lado allí donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se preocupa, y renovar con él, en medio de las tinieblas, la luz de la vida, que «él» mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible que en este mundo se levante el nuevo día, la vida de la Resurrección, que ya no conoce la noche. En la fe cristiana alcanzamos esta promesa.
Pidamos a Jesús en esta Cuaresma que haga resplandecer su luz por encima de todas las oscuridades de este mundo; que nos haga entender, también a nosotros, que él permanece siempre a nuestro lado en la hora de la soledad y el vacío, en la noche de este mundo, y que así edifica, por nuestro medio, la nueva ciudad de este mundo, el lugar de su paz, de la nueva creación”.
b) Joseph Ratzinger habla del lavatorio de los pies, cuando Juan, después de acabar lo que según algunos es la primera parte de su Evangelio (libro de los signos: c.2-12); comienza un libro de la gloria (c.13-21), donde se acentúa con fuerza el misterio de los tres días, el misterio pascual. Los signos anuncian e interpretan anticipadamente la realidad de estos días, cuyo contenido principal se indica con la palabra «gloria»: “En esta estructura, el capítulo 13 tiene una importancia particular. La primera parte del mismo expone, a través del gesto simbólico del lavatorio de los pies, el significado de la vida y de la muerte de Jesús. En esta visión desaparece la frontera entre la vida y la muerte del Señor, las cuales se presentan como un acto único, en el que Jesús, el Hijo, lava los pies sucios del hombre. El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el trabajo más humilde, el más bajo quehacer del mundo, a fin de hacernos dignos de sentarnos a la mesa, de abrirnos a la comunicación entre nosotros y con Dios, para habituarnos al culto, a la familiaridad con Dios.
El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye el sentido de la vida entera de Jesús: el levantarse de la mesa, el despojarse de las vestiduras de gloria, el inclinarse hacia nosotros en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de la muerte humanas. La vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la otra; únicamente en la muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el verdadero contenido de su vida. Vida y muerte se hacen transparentes y revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un amor infinito, que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio capaz de prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de hacerle libre. El contenido del relato del lavatorio de los pies puede, por tanto, resumirse del modo siguiente: compenetrarse, incluso por el camino del sufrimiento, con el acto divino-humano del amor, que por su misma esencia es purificación, es decir, liberación del hombre”. Hay algunos aspectos complementarios:
-“Si las cosas son así, la única condición de la salvación es el «sí» al amor de Dios, que se hace posible en Jesús. Esta afirmación no expresa en modo alguno una idea de apokatástasis general, que caería en el error de hacer de Dios una especie de mago y que destruiría la responsabilidad y la dignidad del hombre. El hombre es capaz de rechazar el amor liberador; el Evangelio nos muestra dos tipos de un rechazo semejante. El primero es el de Judas. Judas representa al hombre que no quiere ser amado, al hombre que piensa sólo en poseer, que vive únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña que no es posible servir a dos señores. El servicio de Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el camello no pasa por el hondón de la aguja (Mc 10,25)”.
-Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se da también el del hombre religioso, representado aquí por Pedro. “Existe el peligro que San Pablo llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en las cartas paulinas; consiste este peligro en que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no quiera aceptar que también él tiene necesidad del perdón, que también sus pies están sucios. El peligro que corre el devoto consiste en pensar que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios, en no aceptar la gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo, el riesgo de los obreros de la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos que murmuran y sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras, creer”.
El lavatorio de los pies es manifestación de la cristología y la soteriología, y también de la antropología cristiana, como se ve en tres puntos:
* Es también este lavar imagen de los sacramentos que nos sumergen en “aguas del amor de Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y la penitencia, constituyen juntamente el lavatorio divino, que nos abre el camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la vida”.
** “En esta escena se interpreta también el contenido espiritual del bautismo: el «sí» constante al amor, la fe como acto central de la vida del espíritu”.
*** “De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética cristianas. Aceptar el lavatorio de los pies significa tomar parte en la acción del Señor, compartirla nosotros mismos, dejarnos identificar con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros» (13,14). Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho dogmático, sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe únicamente amando.
Según el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el amor trinitario. Este es el «mandato nuevo, no en el sentido de un mandamiento exterior, sino como estructura íntima de la esencia cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de relieve que San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente del amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es decir, de los bautizados”.
No faltan teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y hablan de una limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida de universalidad. Es cierto que existe aquí un peligro y que se hace necesario acudir a textos complementarios, como la parábola del samaritano y la del juicio final. Pero, entendido en el contexto de todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una verdad muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas, construidas sobre el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan o de San Benito. Con la fundación de la fraternidad de los monjes, San Benito se nos revela como el verdadero arquitecto de la Europa cristiana; él fue quien construyó los modelos de la nueva ciudad, inspirados en la fraternidad de la fe. “Podemos afirmar que el relato del lavatorio de los pies tiene un contenido muy concreto: la estructura sacramental implica la estructura eclesial, la estructura de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han de estar siempre dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo podrán realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad”.
San Agustín, a propósito del lavatorio de los pies, explica la tensión de su vida entre contemplación y servicio cotidiano.
* Reflexiona sobre estas palabras del Señor: "Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (Jn 13,10). El bautizado, ¿por qué y en qué sentido hay necesidad de lavarse los pies? Mientras vivimos aquí abajo, nuestros pies pisan la tierra de este mundo: «Pues los mismos afectos humanos, sin los cuales no hay vida en esta nuestra condición mortal, son como los pies, con los cuales entramos en contacto con las realidades humanas; y estas realidades nos alcanzan de tal manera, que si dijéramos que estamos libres de pecado nos engañaríamos a nosotros mismos». “Nos lava los pies día tras día en el momento en que nuestros labios pronuncian la oración: perdona nuestras deudas. Todos los días, cuando rezamos el Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una toalla y nos lava los pies”.
** Relaciona también esto con la esposa del Cantar de los Cantares, que se encuentra en el lecho y duerme, pero su corazón vela. De pronto, un rumor la despierta; el amado llama: «¡Abreme, hermana mía!» La esposa se resiste: «Ya me he quitado la túnica. ¿Cómo volver a vestirme? Ya me he lavado los pies. ¿Cómo volver a ensuciarlos?» El amado que llama a la puerta de la esposa es Cristo, el Señor. La esposa es la Iglesia, son las almas que aman al Señor. Pero ¿cómo pueden ensuciarse los pies si salen al encuentro del Señor, si van a abrirle la puerta? ¿Cómo podría ensuciarnos los pies el camino que conduce a Cristo, el camino que lava nuestros pies? Ante semejante paradoja, San Agustín descubre algo decisivo para su vida de pastor, para resolver el dilema entre su deseo de oración, de silencio, de intimidad con Dios y las exigencias del trabajo administrativo, de las reuniones, de la vida pastoral. El obispo dice: la esposa que se resiste a abrir son los contemplativos que buscan el retiro perfecto, se apartan por completo del mundo y quieren vivir exclusivamente para la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo siga su camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma, llama a la puerta y dice: «Tu vives entregada a la contemplación, pero me cierras la puerta. Tú buscas la felicidad para unos pocos, mientras fuera crece la iniquidad y el amor de la multitud se enfría...» Llama, pues, el Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y grita: «Aperi mihi, aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, “cuando abrimos las puertas, cuando acudimos al trabajo apostólico, nos ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la causa de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de llegar a ella que metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio de la cual se encuentra”.
Así pasó en su vida, cuando después de la conversión quiso abandonar el mundo y vivir con sus amigos dedicado por entero a la verdad, a la contemplación, y fue como obligado a ser sacerdote: «¡Abreme y predica mi Nombre», parecía decirle Jesús: ponte en contacto con las miserias de la gente, y “era precisamente así como caminaba hacia Jesús, como se acercaba al Señor”. «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la generosa respuesta de San Agustín sobra todo comentario: «Y he aquí que me levanto y abro. ¡Oh Cristo, lava nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque también nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si somos reprendidos, y si alabados, nos hinchamos de orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta”.
En la Misa de jueves santo de 2009, decía el Papa que el hoy de Jesús se mezcla con nuestro hoy: “Qui, pridie quam pro nostra omniumque salute pateretur, hoc est hodie, accepit panem. Así diremos hoy en el Canon de la Santa Misa. «Hoc est hodie». La Liturgia del Jueves Santo incluye la palabra «hoy» en el texto de la plegaria, subrayando con ello la dignidad particular de este día. Ha sido «hoy» cuando Él lo ha hecho: se nos ha entregado para siempre en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este «hoy» es sobre todo el memorial de la Pascua de entonces. Pero es más aún. Con el Canon entramos en este «hoy». Nuestro hoy se encuentra con su hoy. Él hace esto ahora. Con la palabra «hoy», la Liturgia de la Iglesia quiere inducirnos a que prestemos gran atención interior al misterio de este día, a las palabras con que se expresa. Tratemos, pues, de escuchar de modo nuevo el relato de la institución, tal y como la Iglesia lo ha formulado basándose en la Escritura y contemplando al Señor mismo.
Lo primero que nos sorprende es que el relato de la institución no es una frase suelta, sino que empieza con un pronombre relativo: qui pridie. Este «qui» enlaza todo el relato con la palabra precedente de la oración, «…de manera que sea para nosotros Cuerpo y Sangre de tu Hijo amado, Jesucristo, nuestro Señor». De este modo, el relato de la institución está unido a la oración anterior, a todo el Canon, y se hace él mismo oración. En efecto, en modo alguno se trata de un relato sencillamente insertado aquí; tampoco se trata de palabras aisladas de autoridad, que quizás interrumpirían la oración. Es oración. Y solamente en la oración se cumple el acto sacerdotal de la consagración que se convierte en transformación, transustanciación de nuestros dones de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Rezando en este momento central, la Iglesia concuerda totalmente con el acontecimiento del Cenáculo, ya que el actuar de Jesús se describe con las palabras: «gratias agens benedixit», «te dio gracias con la plegaria de bendición». Con esta expresión, la Liturgia romana ha dividido en dos palabras, lo que en hebreo es una sola, berakha, que en griego, en cambio, aparece en los dos términos de eucharistía y eulogía. El Señor agradece. Al agradecer, reconocemos que una cosa determinada es un don de otro. El Señor agradece, y de este modo restituye a Dios el pan, «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», para poder recibirlo nuevamente de Él. Agradecer se transforma en bendecir. Lo que ha sido puesto en las manos de Dios, vuelve de Él bendecido y transformado. La Liturgia romana tiene razón al interpretar nuestro orar en este momento sagrado con las palabras: «ofrecemos», «pedimos», «acepta», «bendice esta ofrenda». Todo esto se oculta en la palabra eucharistía.
Hay otra particularidad en el relato de la institución del Canon Romano que queremos meditar en esta hora. La Iglesia orante se fija en las manos y los ojos del Señor. Quiere casi observarlo, desea percibir el gesto de su orar y actuar en aquella hora singular, encontrar la figura de Jesús, por decirlo así, también a través de los sentidos. «Tomó pan en sus santas y venerables manos». Nos fijamos en las manos con las que Él ha curado a los hombres; en las manos con las que ha bendecido a los niños; en las manos que ha impuesto sobre los hombres; en las manos clavadas en la Cruz y que llevarán siempre los estigmas como signos de su amor dispuesto a morir. Ahora tenemos el encargo de hacer lo que Él ha hecho: tomar en las manos el pan para que sea convertido mediante la plegaria eucarística. En la Ordenación sacerdotal, nuestras manos fueron ungidas, para que fuesen manos de bendición. Pidamos al Señor que nuestras manos sirvan cada vez más para llevar la salvación, para llevar la bendición, para hacer presente su bondad.
Desde el inicio de la Oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17, 1), el Canon usa las palabras: "elevando los ojos al cielo, hacia ti, Dios, Padre suyo todopoderoso". El Señor nos enseña a levantar los ojos y sobre todo el corazón. A levantar la mirada, apartándola de las cosas del mundo, a orientarnos hacia Dios en la oración y así elevar nuestro ánimo. En un himno de la Liturgia de las Horas pedimos al Señor que custodie nuestros ojos, para que no acojan ni dejen que en nosotros entren las "vanitates", las vanidades, la banalidad, lo que sólo es apariencia. Pidamos que a través de los ojos no entre el mal en nosotros, falsificando y ensuciando así nuestro ser. Pero queremos pedir sobre todo que tengamos ojos que vean todo lo que es verdadero, luminoso y bueno, para que seamos capaces de ver la presencia de Dios en el mundo. Pidamos, para que miremos el mundo con ojos de amor, con los ojos de Jesús, reconociendo así a los hermanos y las hermanas que nos necesitan, que están esperando nuestra palabra y nuestra acción.
Después de bendecir, el Señor parte el pan y lo da a los discípulos. Partir el pan es el gesto del padre de familia que se preocupa de los suyos y les da lo que necesitan para la vida. Pero es también el gesto de la hospitalidad con que se acoge al extranjero, al huésped, y se le permite participar en la propia vida. Dividir, com-partir, es unir. A través del compartir se crea comunión. En el pan partido, el Señor se reparte a sí mismo. El gesto del partir alude misteriosamente también a su muerte, al amor hasta la muerte. Él se da a sí mismo, que es el verdadero «pan para la vida del mundo» (cf. Jn 6, 51). El alimento que el hombre necesita en lo más hondo es la comunión con Dios mismo. Al agradecer y bendecir, Jesús transforma el pan, y ya no es pan terrenal lo que da, sino la comunión consigo mismo. Esta transformación, sin embargo, quiere ser el comienzo de la transformación del mundo. Para que llegue a ser un mundo de resurrección, un mundo de Dios. Sí, se trata de transformación. Del hombre nuevo y del mundo nuevo que comienzan en el pan consagrado, transformado, transustanciado.
Hemos dicho que partir el pan es un gesto de comunión, de unir mediante el compartir. Así, en el gesto mismo se alude ya a la naturaleza íntima de la Eucaristía: ésta es agape, es amor hecho corpóreo. En la palabra «agape», se compenetran los significados de Eucaristía y amor. En el gesto de Jesús que parte el pan, el amor que se comparte ha alcanzado su extrema radicalidad: Jesús se deja partir como pan vivo. En el pan distribuido reconocemos el misterio del grano de trigo que muere y así da fruto. Reconocemos la nueva multiplicación de los panes, que deriva del morir del grano de trigo y continuará hasta el fin del mundo. Al mismo tiempo vemos que la Eucaristía nunca puede ser sólo una acción litúrgica. Sólo es completa, si el agape litúrgico se convierte en amor cotidiano. En el culto cristiano, las dos cosas se transforman en una, el ser agraciados por el Señor en el acto cultual y el cultivo del amor respecto al prójimo. Pidamos en esta hora al Señor la gracia de aprender a vivir cada vez mejor el misterio de la Eucaristía, de manera que comience así la transformación del mundo.
Después del pan, Jesús toma el cáliz de vino. El Canon Romano designa el cáliz que el Señor da a los discípulos, como «praeclarus calix», cáliz glorioso, aludiendo con ello al Salmo 23 [22], el Salmo que habla de Dios como del Pastor poderoso y bueno. En él se lee: «preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; …y mi copa rebosa» (v. 5), calix praeclarus. El Canon Romano interpreta esta palabra del Salmo como una profecía que se cumple en la Eucaristía. Sí, el Señor nos prepara la mesa en medio de las amenazas de este mundo, y nos da el cáliz glorioso, el cáliz de la gran alegría, de la fiesta verdadera que todos anhelamos, el cáliz rebosante del vino de su amor. El cáliz significa la boda: ahora ha llegado «la hora» a la que en las bodas de Caná se aludía de forma misteriosa. Sí, la Eucaristía es más que un banquete, es una fiesta de boda. Y esta boda se funda en la autodonación de Dios hasta la muerte. En las palabras de la última Cena de Jesús y en el Canon de la Iglesia, el misterio solemne de la boda se esconde bajo la expresión «novum Testamentum». Este cáliz es el nuevo Testamento, «la nueva Alianza sellada con mi sangre», según la palabra de Jesús sobre el cáliz, que Pablo transmite en la segunda lectura de hoy (cf. 1 Co 11, 25). El Canon Romano añade: «de la alianza nueva y eterna», para expresar la indisolubilidad del vínculo nupcial de Dios con la humanidad. El motivo por el cual las traducciones antiguas de la Biblia no hablan de Alianza, sino de Testamento, es que no se trata de dos contrayentes iguales quienes la establecen, sino que entra en juego la infinita distancia entre Dios y el hombre. Lo que nosotros llamamos nueva y antigua Alianza no es un acuerdo entre dos partes iguales, sino un mero don de Dios, que nos deja como herencia su amor, a sí mismo. Ciertamente, a través de este don de su amor Él, superando cualquier distancia, nos convierte verdaderamente en partner y se realiza el misterio nupcial del amor.
Para poder comprender lo que allí ocurre en profundidad, hemos de escuchar más cuidadosamente aún las palabras de la Biblia y su sentido originario. Los estudiosos nos dicen que, en los tiempos remotos de que hablan las historias de los Patriarcas de Israel, «ratificar una alianza» significaba «entrar con otros en una unión fundada en la sangre, o bien acoger a alguien en la propia federación y entrar así en una comunión de derechos recíprocos». De este modo se crea una consanguinidad real, aunque no material. Los aliados se convierten en cierto modo en «hermanos de la misma carne y la misma sangre». La alianza realiza un conjunto que significa paz (cf. ThWNT II 105-137). ¿Podemos ahora hacernos al menos una idea de lo que ocurrió en la hora de la última Cena y que, desde entonces, se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía? Dios, el Dios vivo establece con nosotros una comunión de paz, más aún, Él crea una "consanguinidad" entre Él y nosotros. Por la encarnación de Jesús, por su sangre derramada, hemos sido injertados en una consanguinidad muy real con Jesús y, por tanto, con Dios mismo. La sangre de Jesús es su amor, en el que la vida divina y la humana se han hecho una cosa sola. Pidamos al Señor que comprendamos cada vez más la grandeza de este misterio. Que Él despliegue su fuerza trasformadora en nuestro interior, de modo que lleguemos a ser realmente consanguíneos de Jesús, llenos de su paz y, así, también en comunión unos con otros.
Sin embargo, ahora surge aún otra pregunta. En el Cenáculo, Cristo entrega a los discípulos su Cuerpo y su Sangre, es decir, Él mismo en la totalidad de su persona. Pero, ¿puede hacerlo? Todavía está físicamente presente entre ellos, está ante ellos. La respuesta es que, en aquella hora, Jesús cumple lo que previamente había anunciado en el discurso sobre el Buen Pastor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla» (cf. Jn 10,18). Nadie puede quitarle la vida: la da por libre decisión. En aquella hora anticipa la crucifixión y la resurrección. Lo que, por decirlo así, se cumplirá físicamente en Él, Él ya lo lleva a cabo anticipadamente en la libertad de su amor. Él entrega su vida y la recupera en la resurrección para poderla compartir para siempre.
Señor, Tú nos entregas hoy tu vida, Tú mismo te nos das. Llénanos de tu amor. Haznos vivir en tu «hoy». Haznos instrumentos de tu paz. Amén”.