miércoles, 30 de mayo de 2018

Corpus Christi. Homilias ciclo B

Corpus Christi; ciclo B

                        (Ex 24,3-8) "Haremos todo lo que dice el Señor"
                        (Hb 9,11-15)"Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos"
                        (Mc 14,12-16) "Tomad, esto es mi cuerpo"
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la Misa celebrada en Módena (Italia) (4-VI-1988)
            --- La solemnidad del Corpus Christi
            --- Acción de gracia por la Eucaristía
            --- Cristo, pan vivo, alimento para la peregrinación terrena
--- La solemnidad del Corpus Christi
“Glorifica al Señor Jerusalén” (cf. Sal 147,12). Ésta es la batalla en la que resuena un eco del Salmo del Antiguo Testamento, llamada dirigida a Jerusalén, a Sión, convertida en lugar sagrado para los hijos y las hijas de Israel cuando se establecieron en la tierra de la promesa. En este lugar ellos adoraban al Dios de la Alianza, que les había hecho salir del país de Egipto, de la condición de esclavos (cf. Ex 8,14). En este lugar daban gracias por el don de la Revelación, por el don de la intimidad con Dios, por la Palabra del Dios vivo y por la alianza. Daban también gracias por los dones de la tierra, de los que gozaban año tras año y día tras día.
“Glorifica al Señor, Jerusalén,/ alaba a tu Dios, Sión que... anuncia su palabra a Jacob,/ sus decretos y mandatos a Israel.../ Ha puesto paz en tus fronteras/ te sacia con flor de harina” (Sal 146,12-13.19.14).
La liturgia dirige hoy esta llamada a la Iglesia; a la Iglesia en todo lugar donde se celebra la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi).
--- Acción de gracia por la Eucaristía
La Iglesia hoy da las gracias por la Eucaristía. Da las gracias por el Santísimo Sacramento de la nueva y eterna Alianza igual que los hijos y las hijas de Sión y del Jerusalén han agradecido el don de la Antigua Alianza.
La Iglesia da las gracias por la Eucaristía, el don más grande otorgado por Dios en Cristo, mediante la cruz y la resurrección: mediante el misterio pascual.
La Iglesia da las gracias por el don del Jueves Santo, por el don de la última Cena. Da las gracias por “el pan que partimos”, por “la copa de bendición que bendecimos” (cf. 1 Cor 10,16-17). Realmente este pan es “comunión con el Cuerpo de Cristo” (cf. ib.).
La Iglesia da gracias, pues, por el sacramento que incesantemente, sea en los días de fiesta, sea en otros días, nos da a Cristo, como Él ha querido darse a Sí mismo a los Apóstoles y a todos aquellos que, siguiendo su testimonio, han acogido la Palabra de vida.
La Iglesia da gracias por Cristo convertido en “el pan vivo”. Quien “come de este pan, vivirá para siempre” (cf. Jn 6,51). La Iglesia da gracias por el Alimento y la Bebida de la vida divina, de la vida eterna. En esto está la plenitud de la vida para el hombre: la plenitud de la vida humana en Dios.
“Si no coméis la Carne del Hijo del hombre y no bebéis su Sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,53-54). Ésta es la peregrinación humana a través de la vida temporal marcada por la necesidad de morir, para alcanzar hasta los últimos destinos del hombre en Dios, el mundo invisible, más real que el visible.
Precisamente por esto, la fiesta anual de la Eucaristía que la Iglesia celebra hoy contiene en su liturgia tantas referencias a la peregrinación del pueblo de la Antigua Alianza en el desierto.
Moisés dice a su pueblo: “No sea que te olvides del Señor tu Dios que te sacó del Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto... que sacó agua para ti de una roca de pedernal, que te alimentó en el desierto con un maná” (Dt 8,14-16).
“Acuérdate del camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer... para ponerte a prueba y conocer tus intenciones... para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios” (Dt 8,2-3).
Sus palabras van dirigidas a Israel, al pueblo de la Antigua Alianza. Si, no obstante, la liturgia de la solemnidad de hoy nos las refiere, esto significa que estas palabras se dirigen también a nosotros, al pueblo de la Nueva Alianza, a la Iglesia.
“No olvidéis...” ...Dios está cerca de los que le buscan con sincero corazón. Él sigue a todo hombre que sufre interiormente en el contexto de la indiferencia... Continuad buscando a Dios, aunque no lo hayáis encontrado. Sólo en Él es posible descubrir la respuesta exhaustiva a todos los interrogantes últimos de la existencia: sólo de Él deriva la inspiración profunda que ha animado la cultura de la que vivís.
A quienes ya creen recomiendo: No sofoquéis la esperanza que viene de Cristo; no olvidéis que la vida tiene una prospectiva abierta a la inmortalidad y, precisamente por estar destinada a lo eterno, jamás puede destruirse, por nadie y bajo ninguna razón: la vida que cada uno posee, la del que va a nacer, la del que crece, la del que envejece, la del que está próximo a morir.
En este “no olvides” se contiene algo penetrante.
No olvides. El mundo no es para ninguno de nosotros “una morada eterna”. No se puede vivir en él como si fuese para nosotros “todo”, como si Dios no existiese; como si Él mismo no fuese nuestro fin, como si su reino no fuese el último destino y la vocación definitiva del hombre. No se puede existir sobre esta tierra como si ella no fuese para nosotros sólo un tiempo y un lugar de peregrinación.
--- Cristo, pan vivo, alimento para la peregrinación terrena
“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 5,56).
No se puede vivir en este mundo sin poner nuestra morada en Cristo.
No se puede vivir sin Eucaristía.
No se puede vivir fuera de la “dimensión” de la Eucaristía. Ésta es la “dimensión” de la vida de Dios injertada en el terreno de nuestra humanidad.
Cristo dice: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado, y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me come vivirá por mí” (Jn 6,57). Acojamos esta invitación de Cristo. Vivamos por Él. Fuera de Él no hay vida verdadera. Sólo el Padre “tiene la vida”. Fuera de Dios, todo lo creado pasa, muere. Sólo Él es vida.
Y el Hijo, “que vive por el Padre”, nos trae -pese a la caducidad del mundo, pese a la necesidad de morir- la Vida que está en Él. Nos da esta Vida. La comparte con nosotros.
El Sacramento de este don, de esta vida, es la Eucaristía: “el pan bajado del cielo”. No es como el que nuestros padres han comido en el desierto y han muerto. “Si uno come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6,49-51).
DP-78 1988
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Jesús encargó a sus discípulos que prepararan la Cena Pascual. Con este rito los israelitas recordaban un acontecimiento pasado inolvidable: la liberación de la esclavitud sufrida en Egipto y el pacto de la alianza de Dios con su pueblo al que alude la 1ª Lectura de hoy. Con esta cena no se recordaba un acontecimiento pasado simplemente, sino que lo actualizaban y revivían. Al bendecir en esa Cena el pan y el vino transformándolo en su Cuerpo y su Sangre, Jesús instituye la Eucaristía como memorial perenne de su Pasión, Muerte y Resurrección, que engloba también nuestra liberación de la esclavitud del pecado y de la muerte.
“Cuando presentó a sus discípulos el cuerpo para ser comido y la sangre para ser bebida, enseña S. Gregorio De Nisa, ya estaba inmolado en forma inefable e invisible el cuerpo según el beneplácito de quien había establecido el misterio (...) Pues tenía la potestad de entregar su alma por sí mismo y retomarla cuando quisiese (Cf Jn 10,18), tenía la potestad como hacedor de los siglos, de hacer el tiempo conforme a sus obras y no esclavizar sus obras al tiempo”.
Hoy es un día de acción de gracias y de honda y cristiana alegría. Durante muchos años el Señor alimentó con el maná a su pueblo peregrinante por el desierto. La Sagrada Eucaristía es también el viático para el largo peregrinaje de nuestra vida hacia la tierra prometida, el Cielo. Hoy se ofrece a nuestra contemplación el Cuerpo y la Sangre de Jesús que recuerda la increíble manifestación de amor que supone la muerte en la cruz por nosotros. Aunque celebremos una vez al año esta solemnidad, la Iglesia la proclama todos los días en todos los rincones del mundo; y hoy también, en muchas ciudades y pueblos, se vive la antiquísima costumbre de llevar en procesión por las calles a Jesús Sacramentado, “rompiendo el silencio misterioso que circunda a la Eucaristía y tributarle un triunfo que sobrepasa el muro de las iglesias para invadir las calles de las ciudades e infundir en toda la comunidad humana el sentido y la alegría de la presencia de Cristo, silencioso y vivo acompañante del hombre peregrino por los senderos del tiempo y de la tierra” (Pablo VI).
La fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, llevó a la devoción a Jesús Sacramentado fuera de la Misa. En los primeros siglos de la Iglesia se conservaban las Sagradas Especies para poder llevar la Comunión a los enfermos y a los que, por confesar su fe, estaban en prisión en trance de sufrir martirio. Con el paso del tiempo, el amor al Señor que se quiso quedar con nosotros condujo a tratar con la máxima reverencia su Cuerpo y su Sangre y a darle un culto público: bendición con el Santísimo, procesiones, visitas al Sagrario, adoración y velas nocturnas, comuniones espirituales y actos de reparación, etc. Un modo de valorar y ser sensibles a este gesto de amor de quien murió por mí y por su Iglesia (Cf Gal 2,20), y por todo el mundo (Cf Col 1,20).
En la Eucaristía, oculto a los sentidos pero no a la fe, está el Señor “mirándonos como a través de celosías” (Cant 2,9). No ha querido esperar al encuentro definitivo allá en el Cielo y nos ha dejado un anticipo de esa figura que un día contemplaremos con gozo y sin velos: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú has enviado” (Juan 17, 3).
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
"Después del tradicional cordero, terminada la cena, fue dado el Cuerpo del Señor a los discípulos; todo a todos, todo a cada uno"
Ex 24,3-8: "Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros"
Sal 115,12-13.15-16bc.17-18: "Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor"
Hb 9,11-15: "La sangre de Cristo podría purificar nuestra conciencia"
Mc 14,12-16.22-26: "Esto es mi Cuerpo. Ésta es mi Sangre"
El pueblo de Dios encontrará en la Ley la oportunidad de responder a la iniciativa salvadora de Yavé, y todo se sellará con la aspersión de la sangre sacrificial. Simboliza la vida de Dios de la que todos participan. En el rito de Bendición de la Pascua, se rememoraba la Alianza sinaítica. Esa misma plegaria, en labios de Cristo, adquirirá una dimensión nueva. No sólo en las palabras, sino sobre todo en el contenido: la Alianza será a partir de ahora Nueva y Eterna.
En los Sinópticos, la Pascua es el marco de la institución de la Eucaristía. Este Sacramento es, pues, la actualización y renovación de la Pascua de Jesucristo. Todo el proyecto salvador de Dios en Cristo, lo expresa la Iglesia celebrando este Sacramento.
Resulta curioso advertir que, a medida que en nuestra sociedad se abandona el espíritu de sacrificio, de renuncia, de esfuerzo por conseguir cualquier cosa, se desvirtúe y diluya el carácter sacrificial de la Muerte de Cristo y de la misma Eucaristía. Destacamos, _y hacemos muy bien_ la condición de "banquete de fraternidad". Pero nunca se debe contraponer un elemento a otro.
— "El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno,  «constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento»" (1337; cf. 1338-1344).
— El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia:
"La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial" (1362; cf. 1363-1372).
— Los frutos de la comunión:
"Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la Carne de Cristo resucitado, vivificada por el Espíritu Santo y vivificante (PO 5), conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático" (1392; cf. 1393-1401).
— "Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis  «Amén» (es decir,  «sí»,  «es verdad») a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir  «el Cuerpo de Cristo», y respondes  «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu  «amén» sea también verdadero" (San Agustín, serm. 272) (1396).
"¡Buen Pastor, Pan Verdadero!, Señor Jesús, ten misericordia de nosotros. Danos de comer y mira por nosotros. Haz que veamos la felicidad eterna".

martes, 29 de mayo de 2018

Miércoles semana 8 de tiempo ordinario; año par

Miércoles de la semana 8 de tiempo ordinario; año par

Aprender a servir
«Iban de camino subiendo a Jerusalén. Jesús los precedía y estaban admirados; ellos le seguían con temor. Tomando aparte de nuevo a los doce, comenzó a decirles lo que le iba a suceder: Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará.Entonces se acercan a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, diciéndole: Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir Él les dijo: ¿Qué queréis que os haga? Y ellos le contestaron: Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria. Y Jesús les dijo: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado? Y ellos le respondieron: Podemos. Jesús les dijo: Beberéis el cáliz que yo bebo y recibiréis el bautismo con que yo soy bautizado; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía concederlo, sino que es para quienes está dispuesto.Al oír esto los diez comenzaron a indignarse contra Santiago y Juan. Entonces Jesús, llamándoles, les dijo: Sabéis que los que figuran como jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos los avasallan. No ha de ser así entre vosotros; por el contrario, quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea esclavo de todos: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos.»(Marcos 10, 32-45)
I. El Evangelio de la Misa recoge la petición de los hijos de Zebedeo de ocupar los puestos primeros en el nuevo Reino. El resto de los discípulos, al enterarse de este deseo, se indignaron contra los dos hermanos. El disgusto no fue provocado, probablemente, por lo insólito de la demanda, sino porque todos se sentían con iguales o mejores derechos que Santiago y que Juan para ocupar esos puestos preeminentes. Jesús conoce la ambición de quienes habrán de ser los cimientos de su Iglesia, y les dice que ellos no han de comportarse como los reyezuelos que oprimen y avasallan a sus súbditos. No será así la autoridad de la Iglesia; por el contrario, quien quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero sea esclavo de todos. Es un nuevo señorío, una nueva manera de «ser grande»; y el Señor les muestra el fundamento de esta nueva nobleza y su razón de ser: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos. La vida de Cristo es una constante ayuda a los hombres, y su doctrina, una repetida invitación a servir a los demás. Él es el ejemplo que debe ser imitado por quienes ejerzan la autoridad en su Iglesia y por todos los cristianos; siendo Dios y Juez que ha de venir a juzgar al mundo, no se impone, sirve por amor hasta dar su vida por todos: ésta es su forma de ser el primero. Así lo entendieron los Apóstoles, especialmente después de la venida del Espíritu Santo. San Pedro exhortará más tarde a los presbíteros a que apacienten el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores, sino sirviendo de ejemplo; y lo mismo San Pablo, que, sin estar sometido a nadie, se hizo siervo de todos para ganarlos a todos.
Pero el Señor no sólo se dirige a sus Apóstoles, sino a los discípulos de todos los tiempos. Nos enseña que existe un singular honor en el auxilio y asistencia a los hombres, imitando al Maestro. «Esta dignidad se expresa en la disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha venido a ser servido sino a servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente reinar sólo sirviendo, a la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el reinar. Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio», virtudes como la humildad de corazón, la generosidad, la fortaleza, la alegría..., que nos capacitan para poner la vida al servicio de Dios, de la familia, de los amigos, de la sociedad.
II. La vida de Jesús es un incansable servicio -incluso material-a los hombres: los atiende, les enseña, los conforta..., hasta dar la vida. Si queremos ser sus discípulos, ¿cómo no vamos nosotros a fomentar esa disposición del corazón que nos impulsa a darnos constantemente a quienes están a nuestro lado? La última noche, antes de la Pasión, Cristo quiso dejarnos un ejemplo particularmente significativo de cómo debíamos comportarnos: mientras celebraban la Cena, se levantó el Señor, se quitó el manto, tomó la toalla y se la ciñó. Después echó agua en la jofaina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Realizó la tarea propia de los siervos de la casa. «De nuevo ha predicado con el ejemplo, con las obras. Ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de siervo (...). A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo. Porque no afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.
»Como a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos insinúa continuamente: exemplum dedi vobis (Jn 13, 15), os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres». Servimos al Señor cuando procuramos ser ejemplares en el cumplimiento de los propios deberes, y cuando nos esforzamos en dar a conocer las enseñanzas de la Iglesia con claridad y con valentía en un mundo confuso, ignorante y frecuentemente errado en puntos claves, incluso de la ley natural. En esta situación, en la que se encuentra buena parte de la sociedad, «el mejor servicio que podemos hacer a la Iglesia y a la humanidad es dar doctrina».
El ejercicio de la profesión hemos de entenderlo, no sólo como un medio de ganar lo necesario y para desarrollar noblemente la propia personalidad, sino como un servicio a la sociedad, un medio de contribuir al desarrollo y al necesario bienestar. Algunas profesiones constituyen un servicio directo a las personas y dan mayor posibilidad de ejercitar una serie de virtudes que vuelven al corazón más generoso y humilde. La figura de Cristo atendiendo a quienes se le acercan, lavando los pies a los discípulos..., ha de ser un poderoso estímulo para atender a aquellos que, por deber profesional, nos son encomendados.
La meditación frecuente de las palabras del Señor -no he venido a ser servido, sino a servir- nos ayudará a no detenernos ante esos trabajos más molestos -a veces más necesarios-: así serviremos como Él lo hizo. La vida familiar es un excelente lugar para manifestar este espíritu de servicio en multitud de detalles que pasarán frecuentemente inadvertidos, pero que ayudan a fomentar una convivencia grata y amable, en la que está presente Cristo. Estos pequeños servicios -en los que procuramos adelantarnos- son también un ejercicio constante de la caridad, y un medio para no caer en el aburguesamiento y para crecer en la vida de unión con Dios, si lo hacemos por Él. El Señor nos llama con ocasión de las necesidades ajenas, particularmente de los enfermos, los ancianos, y de quienes de alguna manera son más indigentes. Estas ayudas son particularmente gratas al Señor cuando se realizan con tal humildad y finura humana que apenas se advierte, y que no piden ser recompensadas.
III. No imaginamos al Señor con un gesto forzado o triste, quejoso, cuando las multitudes acuden a Él, o mientras lava los pies a los discípulos. El Señor sirve con alegría, amablemente, en tono cordial. Y así debemos hacer nosotros cuando realizamos esos quehaceres que son un servicio a Dios, a la sociedad o a quienes están próximos: Servid al Señor con alegría, nos dice el Espíritu Santo por boca del Salmista; es más, el Señor promete la alegría, la felicidad, a quienes sirven a los demás: después de lavarlos pies a sus discípulos, afirma: si aprendéis esto, seréis dichosos si lo practicáis. Ésta es, quizá, la primera cualidad del corazón que se da a Dios y que busca motivos -a veces muy pequeños- para darse a los demás. Aquello que entregamos con una sonrisa, con una actitud amable, parece como si adquiriera un valor nuevo y se apreciara también más. Y cuando se presente la oportunidad, o el deber, de prestar un servicio que en sí es desagradable y molesto, «hazlo con especial alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia». Puede que nos resulte costoso, y entonces pediremos: «¡Jesús, que haga buena cara!».
Para servir, hemos de ser competentes en nuestro trabajo, en el oficio que realizamos. Sin esta competencia poco valdría la mejor buena voluntad: «para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección».
La ayuda y la atención a los demás hemos de prestarla sin esperar nada a cambio, con generosidad, sabiendo que todo servicio ensancha el corazón y lo enriquece. Y, en todo caso, recordemos que Cristo es «buen pagador» y que, cuando le imitamos, Él tiene en cuenta hasta el menor gesto, el auxilio más pequeño que hemos prestado. Nos mira, y nos sentimos bien pagados.
Examinemos hoy junto al Señor si tenemos una disposición de servicio en el ejercicio de la profesión, si realmente servimos a la sociedad a través de ella, si en nuestro hogar, en el lugar de trabajo, imitamos al Señor, que no vino a ser servido, sino a servir. De modo particular, este espíritu de servicio se ha de poner de manifiesto si ejercemos un cargo de responsabilidad, de autoridad, de formación. Examinemos si procuramos evitar, de ordinario, que los demás nos presten servicios no debidos al cargo y que nosotros mismos podemos realizar. Hemos de tener una actitud muy distinta de aquellos que se valen de la autoridad, del prestigio, de la edad, para pedir o, mucho peor, exigir unas prestaciones que resultarían intolerables incluso desde un punto de vista exclusivamente humano.
Acudimos a San José, servidor fiel y prudente, que estuvo siempre dispuesto a sacar adelante la Sagrada Familia con múltiples sacrificios, y que prestó incontables ayudas a Jesús y a María. Le pedimos que sepamos tener también nosotros esa misma disposición de alma con la propia familia, con las personas con quienes convivimos, sea cual sea el puesto que ocupemos, con las personas que tratamos en el ejercicio de nuestra profesión o por razón de amistad..., con aquellos que se acercan a pedirnos una información o un pequeño favor en medio de la calle. Con la ayuda del Santo Patriarca, veremos en ellos a Jesús y a María. Así nos será fácil servirles.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Fernando

San Fernando III, Rey de Castilla y Aragón (España). 
Fiesta: 30 de mayo. 1198-1252.  Patrón de España junto a Santiago.
Guerrero, poeta y músico, compositor de cantigas al Señor. Se destacó por su integridad, piedad, valentía y pureza.
Nació en el reino de León, probablemente cerca de Valparaíso (Zamora) y murió en Sevilla el 30 de Mayo de 1252. Hijo de Alfonso IX de León y de Berenguela, reina de Castilla, unió definitivamente las coronas de ambos reinos. Consideraba que el reino verdadero al que todo ha de someterse es el reino de Dios. Se consideraba siervo de la Virgen María.
Por 27 años luchó para reconquistar la península de los moros.  Liberó a Córdoba (1236), Murcia, Jaen, Cadiz y finalmente a Sevilla donde murió (1249). Procuraba no agravar los tributos, a pesar de las exigencias de la guerra. Cuidaba tan bien de sus súbditos que se hizo famoso su dicho:  "Más temo las maldiciones de una viejecita pobre de mi reino que a todos los moros del África".
Reconocido por su sabiduría. Fundó la famosa universidad de Salamanca y edificó la catedral de Burgos. Viudo. Con su segunda esposa fue padre de Eleanor, esposa de Eduardo I de Inglaterra.
Al saber que estaba cercana la muerte abandonó su lecho y se postro en tierra sobre cenizas, recibió los últimos sacramentos. Llamó a la reina y a sus hijos para despedirse de ellos y darles sabios consejos. Volviéndose a los que se hallaban presentes, les pidió que lo perdonasen por alguna involuntaria ofensa. Y, alzando hacia el cielo la vela encendida que sostenía en las manos, la reverenció como símbolo del Espíritu Santo. Pidió luego a los clérigos que cantasen el Te Deum, y así murió, el 30 de mayo de 1252. Había reinado treinta y cinco años en Castilla y veinte en León, siendo afortunado en la guerra, moderado en la paz, piadoso con Dios y liberal con los hombres, como afirman las crónicas de él. Su nombre significa "bravo en la paz".
Lo sucedió en el trono su hijo mayor, Alfonso X, conocido como Alfonso el Sabio.
Canonizado el 4 de febrero de 1671 por el Papa Clemente X
Considerado por Menéndez y Pelayo como el mas grande de los reyes de Castilla
Es patrono de varias instituciones españolas y protector de cautivos, desvalidos y gobernantes.

lunes, 28 de mayo de 2018

Martes semana 8 de tiempo ordinario; año par

Martes de la semana 8 de tiempo ordinario; año par

Generosidad y desprendimiento
«Comenzó Pedro a decirle: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Jesús respondió: En verdad os digo que no hay nadie que habiendo dejado casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna. Porque muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros.»(Marcos 10, 28-31)
I. Después del encuentro con el joven rico que considerábamos ayer, Pedro le dice a Jesús: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido (Marcos 10, 28-31). Nosotros, como los Apóstoles, hemos dejado lo que el Señor nos ha ido pidiendo, cada uno según su vocación, y tenemos el firme empeño de romper cualquier atadura que nos impida correr tras Cristo y seguirle. Hoy renovamos este deseo considerando las palabras de San Pablo: Todo lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo (Filipenses 3, 8). Ninguna cosa tiene valor en comparación con Cristo. El Señor exige la virtud de la pobreza a todos sus discípulos, de cualquier tiempo y en cualquier situación de la vida. También pide la austeridad real y efectiva en la posesión y uso de los bienes materiales, y ello incluye “mucha generosidad, innumerables sacrificios y un esfuerzo sin descanso” (Pablo VI, Populorum progressio). Por lo tanto es necesario aprender a vivir de modo práctico esta virtud en la vida corriente de todos los días.
II. Lo hemos dejado todo... Hemos experimentado que el desprendimiento efectivo de los bienes lleva consigo la liberación de un peso considerable: como el soldado que se despoja de todo lo que le estorba al entrar en combate para estar más ágil. Estamos en el mundo como quienes nada tenemos, pero todo lo poseemos (San Pablo, 2 Corintios 6, 10) Saboreamos así un señorío sobre las cosas que nos rodean. Las palabras de Cristo: recibirán en esta vida cien veces más, y en el siglo venidero, la vida eterna, nos dan seguridad y rebasan con creces toda la felicidad que el mundo puede dar. El Señor nos quiere felices también aquí en la tierra: quienes le siguen con generosidad obtienen, ya en esta vida, un gozo y una paz que superan con mucho las alegrías y consuelos humanos.
III. Vale la pena seguir al Señor, serle fieles en todo momento, darlo todo por Él, ser generosos sin medida: vale la pena, vale la pena, vale la pena. Quien es fiel a Cristo tiene prometido el Cielo para siempre. Oirá la voz del Señor, a quien ha procurado servir aquí en la tierra, que le dice: Ven, bendito de mi Padre, al Cielo que tenía preparado desde la creación del mundo (Mateo 25, 34). Pidamos a Nuestra Madre que nos consiga disposiciones firmes de desprendimiento y generosidad como Ella supo hacerlo para que podamos contagiar alrededor un clima alegre de amor a la pobreza cristiana.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

Lunes semana 8 de T.O, año par

Lunes de la semana 8 de tiempo ordinario; año par

El joven rico
«Cuando salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y arrodillado ante él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno, Dios. Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, no defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre. Él respondió: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia. Y Jesús, fijando en él su mirada, se prendó de él y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo; luego ven y sígueme. Pero él, afligido por estas palabras, se marchó triste, pues tenía muchos bienes.» (Marcos 10, 17-22)
I. Nosotros hemos de preguntarle a Cristo como el joven rico del Evangelio (Mateo 19, 20) de la Misa: ¿Qué me falta aún? . Y El Señor tiene una respuesta personal para cada uno, la única respuesta válida. El Señor nos ve ahora y siempre, como vio al joven rico, con amor hondo, de predilección. Cuando aquel joven escuchó la respuesta de Jesús a entregarse por completo, se retiró entristecido. Los planes de Dios no siempre coinciden con los nuestros, con aquellos que hemos forjado en la imaginación. Los proyectos divinos siempre pasan por el desprendimiento de aquello que nos ata. Dios nos llama a todos a la santidad, a la generosidad, al desprendimiento, y nos dice: ven y sígueme. No cabe la mediocridad ante la invitación de Cristo; Él no quiere discípulos de “media entrega”, con condicionamientos. Y nosotros le decimos: “Señor, no tengo otro fin en la vida que buscarte, amarte y servirte... Todos los demás objetivos de mi existencia a esto se encaminan. No quiero nada que me separe de Ti”

II. El amor exige esfuerzo y compromiso personal para cumplir la voluntad de Dios. Significa sacrificio y disciplina, pero significa también alegría y realización humana. La llamada del Señor a seguirle de cerca exige una actitud de respuesta continua, porque Él, en sus diferentes llamamientos, pide una correspondencia dócil y generosa a lo largo de la existencia. ¿Qué me falta aún, Señor? Seamos sinceros: quien tiene verdaderos deseos de saber, llega a conocer con claridad los caminos de Dios. “La palabra de Dios puede llegar con el huracán o con la brisa” (1 Reyes 19, 22). Pero para seguirla debemos estar desprendidos de toda atadura: sólo Cristo Importa. Todo lo demás, en Él y por Él.

III. El Señor vio con pena que el joven se alejaba de Él; el Espíritu Santo nos revela el motivo de aquel rechazo a la gracia: tenía muchos bienes, y estaba muy apegado a ellos. Hoy podemos examinar valientemente en la oración dónde tenemos puesto el corazón: si nos empeñamos en andar desprendidos de los bienes de la tierra, o si sufrimos cuando padecemos necesidad; si reaccionamos con rapidez ante un detalle que manifieste aburguesamiento y comodidad; si somos parcos en las necesidades personales, si frenamos la tendencia a gastar, si evitamos los gastos superfluos, si no nos creamos falsas necesidades, si llevamos con alegría las incomodidades o la falta de medios... Sólo así viviremos con la alegría y la libertad necesaria para ser discípulos del Señor en medio del mundo.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

domingo, 27 de mayo de 2018

Santisima Trinidad; ciclo B

Santísima Trinidad; ciclo B

La Santísima Trinidad
 “En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28,16-20).
I. Hoy la liturgia nos propone el misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad, fuente de todos los dones y gracias, misterio inefable de la vida íntima de Dios. Poco a poco, con una pedagogía divina, Dios fue manifestando su realidad íntima, nos ha ido revelando cómo es Él, en Sí, independiente de todo lo creado. En el Antiguo Testamento da a conocer sobre todo la Unidad de su ser; que a diferencia del mundo es increado; que no está limitado a un espacio (es inmenso), ni al tiempo (es eterno). Su poder no tiene límites (es omnipotente). También se revela como el pastor que busca a su rebaño; a la vez que se va manifestando la paternidad de Dios Padre, la Encarnación de Dios Hijo y la acción del Espíritu Santo, que vivifica todo. Pero es Cristo quien nos revela la intimidad del misterio trinitario, la llamada a participar en él, y la perfectísima Unidad de vida entre las divinas Personas (Juan 16, 12-15). El misterio de la Santísima Trinidad es el punto de partida de toda la verdad revelada y la fuente de donde procede la vida sobrenatural y a donde nos encaminamos: somos hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, santificados continuamente por el Espíritu Santo para asemejarnos cada vez más a Cristo. Esto nos hace templos vivos de la Santísima Trinidad.

II. Desde que el hombre es llamado a participar de la vida divina por la gracia recibida en el Bautismo, está destinado a participar cada vez más en esta Vida. Es un camino que es preciso andar continuamente. Del Espíritu Santo recibimos constantes impulsos, mociones, luces, inspiraciones para ir más deprisa por ese camino que lleva a Dios, para estar cada vez en una “órbita” más cercana al Señor. “El corazón necesita distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios)

III. “Tú Trinidad eterna, eres mar profundo, en el que cuanto más penetro, más descubro, y cuanto más descubro,  más te busco”  (SANTA CATALINA DE SIENA, Diálogo), le decimos en la intimidad de nuestra alma. Y desde lo hondo del alma añadimos: Padre, glorificad continuamente a vuestro Hijo, para que vuestro Hijo os glorifique en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos (JUAN 17, 1)
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Agustín de Cantorbery, obispo

Aunque La Gran Bretaña había sido evangelizada desde los tiempos apostólicos pero había recaído en la idolatría después de la invasión de los sajones en el quinto y sexto siglo. Cuando el rey de Kent, Etelberto, se casó con la princesa cristiana Berta, hija del rey de París, éste le pidió que fuera erigida una iglesia y que algunos sacerdotes cristianos celebraran allí los ritos sagrados. Cuando el Papa san Gregorio Magno supo la noticia, juzgó que los tiempos estaban maduros para la evangelización de la isla. Le encomendó la misión al humilde prior del monasterio benedictino de San Andrés, Agustín.
En el año 597 salió de Roma encabezando un grupo de cuarenta monjes. Se detuvo en la isla de Lérins. Aquí se aterró por los relatos sobre los sajones y se regresó a Roma a pedirle al Papa que cambiara sus planes. El Papa Gregorio lo nombró abad y después obispo. Al llegar a isla británica de Thenet, el rey fue personalmente a recibirlo.
Los misioneros avanzaron solemnemente en procesión cantando las letanías. El rey acompañó a los monjes hasta la residencia que había preparado en Cantorbery, a mitad de camino entre Londres y el mar. Allí se edificó la abadía que se convirtió en el centro del cristianismo inglés. La obra de los monjes misioneros tuvo un éxito inesperado. El mismo rey pidió el bautismo, llevando con su ejemplo a miles de súbditos a abrazar la religión cristiana.
El Papa se alegró con la noticia que llegó a Roma, y expresó su satisfacción en las cartas escritas a Agustín y a la reina. El santo pontífice envió con un grupo de nuevos colaboradores el palio y el nombramiento a Agustín como arzobispo primado de Inglaterra, y al mismo tiempo lo amonestaba paternalmente para que no se enorgulleciera por los éxitos alcanzados y por el honor del alto cargo que se le confería. Siguiendo las indicaciones del Papa para la repartición en territorios eclesiásticos, Agustín erigió otras sedes episcopales, la de Londres y la de Rochester, consagrando obispos a Melito y a Justo.
El santo misionero murió el 26 de mayo hacia el año 605 y fue enterrado en Cantorbery en la iglesia que lleva su nombre.

viernes, 25 de mayo de 2018

Sábado semana 7 de T.O, año par

Sábado de la semana 7 de tiempo ordinario; año par

Con la sencillez de los niños
«Le presentaban unos niños para que les impusiera las manos; pero los discípulos les reñían. Al verlo Jesús se enfadó y les dijo: Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque de éstos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos» (Marcos 10,13-16).
I. En el Evangelio de la Misa contemplamos a Jesús rodeado de niños. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él. Y abrazándolos, los bendecía, imponiéndoles las manos. Volverse interiormente como niños, siendo mayores, puede ser tarea costosa: requiere reciedumbre y fortaleza en la voluntad, y un gran abandono en Dios. El cristiano decidido a vivir la infancia espiritual practica con más facilidad la caridad. El niño olvida con facilidad y no almacena agravios. La infancia espiritual conserva siempre un amor joven, porque la sencillez impide retener en el corazón las experiencias negativas. El Señor alegra nuestra juventud perenne en los comienzos y en los años de la madurez o de la edad avanzada. Dios es siempre la mayor alegría de la vida, si vivimos delante de Él como hijos, como hijos pequeños siempre necesitados.

II. Es el cristiano, que ha necesitado de toda la fortaleza para hacerse niño, quien puede dar su verdadero sentido a las devociones pequeñas. Cada uno ha de tener “piedad de niños y doctrina de teólogos”, solía decir Monseñor Escrivá de Balaguer. La formación doctrinal sólida ayuda a dar sentido a la mirada que dirigimos a una imagen de la Virgen y a convertir esa mirada en un acto de amor, o a besar un crucifijo, o a tomar agua bendita, y a no permanecer indiferente ante una escena del Via Crucis. Otras veces la sencillez tendrá manifestaciones de audacia: le decimos al Señor cosas que no nos atreveríamos a decir delante de otras personas, porque pertenecen a nuestra intimidad.  Y esa audacia de la vida de infancia debe desembocar en propósitos concretos.

III. La sencillez es el resultado de haber quedado inermes ante Dios, como el  niño ante su padre, de quien depende y en quien confía. Delante de Dios no cabe disimular defectos o errores, y así hemos de ser en la dirección espiritual. Somos sencillos cuando mantenemos una recta intención en el amor al Señor; ésto nos lleva a buscar siempre el bien de Dios y de las almas. La persona sencilla  no se enreda ni se complica; no busca lo extraordinario; hace lo que debe, y procura hacerlo bien, de cara a Él. Habla con claridad, no se expresa con medias verdades. No es ingenua, pero tampoco suspicaz; es prudente, pero no recelosa. Nuestra Señora nos enseña a tratar a su Hijo, dejando a un lado las fórmulas rebuscadas: le pedimos un corazón sencillo y lleno de amor para tratar a Jesús, y que aprendamos de los niños que con tanta confianza se dirigen a sus padres y a las personas que quieren.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Felipe Neri, presbítero

Nació en Florencia, Italia, en 1515, uno de cuatro hijos del notario Francesco y Lucretia Neri. Muy pronto perdieron a su madre pero la segunda esposa de su padre fue para ellos una verdadera madre.
Desde pequeño Felipe era afable, obediente y amante de la oración. En su juventud le gustaba visitar a los padre dominicos del Monasterio de San Marco y según su propio testimonio estos padres le inspiraron a la virtud.
A los 17 años lo enviaron a San Germano, cerca de Monte Casino, como aprendiz de Romolo, un mercante primo de su padre. Su estancia ahí no fue muy prolongarla, ya que al poco tiempo tuvo Felipe la experiencia mística que él llamaría, más tarde, su "conversión" y, desde ese momento, dejaron de interesarle los negocios. Partió a Roma, sin dinero y sin ningún proyecto, confiado únicamente en la Providencia. En la Ciudad Eterna se hospedó en la casa de un aduanero florentino llamado Galeotto Caccia. quien le cedió una buhardilla y le dio lo necesario para comer a cambio de que educase a sus hijos, los cuales -según el testimonio de su propia madre y de una tía -se portaban como ángeles bajo la dirección del santo.. Felipe no necesitaba gran cosa, ya que sólo se alimentaba una vez al día y su dieta se reducía a pan, aceitunas y agua. En su habitación no había más que la cama, una silla, unos cuantos libros y una cuerda para colgar la ropa.
Fuera del tiempo que consagraba a la enseñanza, Felipe vivió como un anacoreta, los dos primeros años que pasó en Roma, entregado día y noche a la oración. Fue ese un período de preparación interior, en el que se fortaleció su vida espiritual y se confirmó en su deseo de servir a Dios. Al cabo de esos dos años, Felipe hizo sus estudios de filosofía y teología en la Sapienza y en Sant'Agostino. Era muy devoto al estudio, sin embargo le costaba concentrarse en ellos porque su mente se absorbía en el amor de Dios, especialmente al contemplar el crucifijo. El comprendía que Jesús, fuente de toda la sabiduría de la filosofía y teología le llenaba el alma en el silencio de la oración. A los tres años de estudio, cuando el tesón y el éxito con que había trabajado abrían ante él una brillante carrera, Felipe abandonó súbitamente los estudios. Movido probablemente por una inspiración divina, vendió la mayor parte de sus libro y se consagró al apostolado.
La vida religiosa del pueblo de Roma dejaba mucho que desear, graves abusos abundaban en la Iglesia; todo el mundo lo reconocía pero muy poco se hacía para remediarlo. En el Colegio cardenalicio gobernaban los Medici, de suerte que muchos cardenales se comportaban más bien como príncipes seculares que como eclesiásticos. El renacimiento de los estudios clásicos había sustituido los ideales cristianos por los paganos, con el consiguiente debilitamiento de la fe y el descenso del nivel moral. El clero había caído en la indiferencia, cuando no en la corrupción; la mayoría de los sacerdotes no celebraba la misa sino rara vez, dejaba arruinarse las iglesias y se desentendía del cuidado espiritual de los fieles. El pueblo, por ende, se había alejado de Dios. La obra de San Felipe habría de consistir en reevangelizar la ciudad de Roma y lo hizo con tal éxito, que un día se le llamaría "el Apóstol de Roma".
Los comienzos fueron modestos. Felipe iba a la calle o al mercado y empezaba a conversar con las gentes. particularmente con los empleados de los bancos y las tiendas del barrio de Sant'Angelo. Corno era muy simpático y tenía un buen sentido del humor, no le costaba trabajo entablar conversación, en el curso de la cual dejaba caer alguna palabra oportuna acerca del amor de Dios o del estado espiritual de sus interlocutores. Así fue logrando, poco a poco, que numerosas personas cambiasen de vida. El santo acostumbraba saludar a sus amigos con estas palabras: "Y bien, hermanos, ¿cuándo vamos a empezar a ser mejores?" Si éstos le preguntaban qué debían hacer para mejorar, el santo los llevaba consigo a cuidar a los enfermos de los hospitales y a visitar las siete iglesias, que era una de su devociones favoritas.
Felipe consagraba el día entero al apostolado; pero al atardecer, se retiraba a la soledad para entrar en profunda oración y, con frecuencia, pasaba la noche en el pórtico de alguna iglesia, o en las catacumbas de San Sebastián, junto a la Vía Appia. Se hallaba ahí, precisamente, la víspera se Pentecostés de 1544, pidiendo los dones del Espíritu Santo, cuando vio venir del cielo un globo de fuego que penetró en su boca y se dilató en su pecho. El santo se sintió poseído por un amor de Dios tan enorme, que parecía ahogarle; cayó al suelo, corno derribado y exclamó con acento de dolor: ¡Basta, Señor, basta! ¡No puedo soportarlo más!" Cuando recuperó plenamente la conciencia, descubrió que su pecho estaba hinchado, teniendo un bulto del tamaño de un puño; pero jamás-le causó dolor alguno. A partir de entonces, San Felipe experimentaba tales accesos de amor de Dios, que todo su cuerpo se estremecía. A menudo tenía que descubrirse el pecho para aliviar un poco el ardor que lo consumía; y rogaba a Dios que mitigase sus consuelos para no morir de gozo. Tan fuertes era las palpitaciones de su corazón que otros podían oirlas y sentir sus palpitaciones, especialmente años mas tarde, cuando como sacerdote, celebraba La Santa Misa, confesaba o predicaba. Había también un resplandor celestial que desde su corazón emanaba calor. Tras su muerte, la autopsia del cadáver del santo reveló que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más sitio al corazón.
San Felipe, habiendo recibido tanto, se entregaba plenamente a las obras corporales de misericordia. En 1548, con la ayuda del P. Persiano Rossa, su confesor, que vivía en San Girolamo della Carita y unos 15 laicos, San Felipe fundó la Cofradía de la Santísima Trinidad, conocida como la cofradía de los pobres, que se reunía para los ejercicios espirituales en la iglesia de San Salvatore in Campo. Dicha cofradía, que se encargaba de socorrer a los peregrinos necesitados, ayudó a San Felipe a difundir la devoción de las cuarenta horas (adoración Eucarística), durante las cuales solía dar breves reflexiones llenas de amor que conmovían a todos. Dios bendijo el trabajo de la cofradía y que pronto fundó el célebre hospital de Santa Trinita dei Pellegrini; en el año jubilar de 1575, los miembros de la cofradía atendieron ahí a 145,000 peregrinos y se encargaron, más tarde, de cuidar a los pobres durante la convalescencia. Así pues, a los treinta y cuatro años de edad, San Felipe había hecho ya grandes cosas.
Sacerdote
Su confesor estaba persuadido de que Felipe haría cosas todavía mayores si recibía la ordenación sacerdotal. Aunque el santo se resistía a ello, por humildad, acabó por seguir el consejo de su confesor. El 23 de mayo de 1551 recibió las órdenes sagradas. Tenía 36 años. Fue a vivir con el P. Rossa y otros sacerdotes a San Girolamo della Carita. A partir de ese momento, ejerció el apostolado sobre todo en el confesonario, en el que se sentaba desde la madrugada hasta mediodía, algunas veces hasta las horas de la tarde, para atender a una multitud de penitentes de toda edad y condición social. El santo tenía el poder de leer el pensamiento de sus penitentes y logró numerosas conversiones. Con paciencia analizaba cada pecado y con gran sabiduría prescribía el remedio. Con gentileza y gran compasión guiaba a los penitentes en el camino de la santidad. Enseñó a sus penitentes el valor de la mortificación y las prácticas ayudasen a crecer en humildad. Algunos recibían de penitencia mendigar por alimentos u otras prácticas de humillación. Uno de los beneficios de la guerra contra el ego es que abre la puerta a la oración. Decía: "Un hombre sin oración es un animal sin razón".  Enseñaba la importancia de llenar la mente con pensamientos santos y pensaba que para lograrlo se debía hacer lectura espiritual, especialmente de los santos. 
Celebraba con gran devoción la misa diaria cosa que muchos sacerdotes habían abandonado. Con frecuencia experimentaba el éxtasis durante la misa y se le observó levitando en algunas ocasiones. Para no llamar la atención trataba de celebrar la última misa del día, en la que había menos personas.
Conversaciones espirituales
Consideraba que era muy importante la formación. Para ayudar en el crecimiento espiritual, organizaba conversaciones espirituales en las que se oraba y se leían las vidas de los santos y misioneros. Terminaban con una visita al Santísimo Sacramento en alguna iglesia o con la asistencia a las vísperas. Eran tantos los que asistían a las conversaciones espirituales que en la iglesia de San Girolamo se construyó una gran sala para las conferencias de San Felipe y varios sacerdotes empezaron a ayudarle en la obra. El pueblo los llamaba "los Oratorianos", porque tocaban la campana para llamar a los fieles a rezar en su oratorio. Las reuniones fueron tomando estructura con oración mental, lectura del Evangelio, comentario, lectura de los santos, historia de la Iglesia y música. Músicos, incluso Giovanni Palestrina, asistieron y escribieron música para las reuniones. Los resultados fueron extraordinarios. Muchos miembros prominentes de la curia asistieron a lo que se llamaba "el oratorio".
El ejemplo de la vida y muerte heroicas de San Francisco Javier movió a San Felipe a ofrecerse como voluntario para las misiones; quiso irse a la India y unos veinte compañeros del oratorio compartían la idea. En 1557 consultó con el Padre Agustín Ghettini, un santo monje cisterciense. Después de varios días de oración, el patrón especial del Padre Ghettini, San Juan Evangelista, se le apareció y le informó que la India de Felipe sería Roma. El santo se atuvo a su consejo poniendo en Roma toda su atención.
Una de sus preocupaciones eran los carnavales en que, con el pretexto de "prepararse" para la cuaresma, se daban al libertinage. San Felipe propuso la santa diversión de visitar siete iglesias de la ciudad, una peregrinación de unas doce millas, orando, cantando y con un almuerzo al aire libre.
San Felipe tuvo muchos éxitos pero también gran oposición. Uno de estos fue el cardenal Rosaro, vicario del Papa Pablo IV. El santo fue llamado ante el cardenal acusado de formar una secta. Se le prohibió confesar y tener mas reuniones o peregrinaciones. Su pronta y completa obediencia edificó a sus simpatizantes. El santo comprendía que era Dios quien le probaba y que la solución era la oración.
El cardenal Rosario murió repentinamente. El santo no guardó ningún resentimiento hacia el cardenal ni permitía la menor crítica contra este.  
La Congregación del Oratorio (Los oratorianos)
En 1564 el Papa Pío IV pidió a San Felipe que asumiera la responsabilidad por la Iglesia de San Giovanni de los Florentinos. Fueron entonces ordenados tres de sus propios discípulos quienes también fueron a San Juan. Vivían y oraban en comunidad, bajo la dirección de San Felipe. El santo redactó una regla muy sencilla para sus jóvenes discípulos, entre los cuales se contaba el futuro historiador Baronio.
Con la bendición del Papa Gregorio XII, San Felipe y sus colaboradores adquirieron, en 1575, su propia Iglesia, Santa María de Vallicella. El Papa aprobó formalmente la Congregación del Oratorio. Era única en que los sacerdotes son seculares que viven en comunidad pero sin votos. Los miembros retenían sus propiedades pero debían contribuir en los gastos de la comunidad. Los que deseaban tomar votos estaban libres para dejar la Congregación para unirse a una orden religiosa. El instituto tenía como fin la oración, la predicación y la administración de los sacramentos. Es de notar que, aunque la congregación florecía a la sombra del Vaticano, no recibió el reconocimiento final de sus constituciones hasta 17 años después de la muerte de su fundador, en 1612.
La Iglesia de Santa María in Vallicella estaba en ruinas y resultaba demasiado pequeña. San Felipe fue además avisado en una visión que la Iglesia estaba a punto del derrumbe, siendo sostenida por la Virgen. El santo decidió demolerla y construir una más grande. Resultó que los obreros encontraron la viga principal estaba desconectada de todo apoyo. Bajo la dirección de San Felipe la excavación comenzó en el lugar donde una antigua fundación yacía escondida. Estas ruinas proveyeron la necesaria fundación para una porción de la nueva Iglesia y suficiente piedra para el resto de la base. En menos de dos años los padres se mudaron a la "Chiesa Nuova". El Papa, San Carlos Borromeo y otros distinguidos personajes de Roma contribuyeron a la obra con generosas limosnas. San Felipe tenía por amigos a varios cardenales y príncipes. Lo estimaban por su gran sentido del humor y su humildad, virtud que buscaba inculcar en sus discípulos. 
Aparición de la Virgen y curación
Fue siempre de salud delicada. En cierta ocasión, la Santísima Virgen se le apareció y le curó de una enfermedad de la vesícula. El suceso aconteció así: el santo había casi perdido el conocimiento, cuando súbitamente se incorporó, abrió los brazos v exclamó: "¡Mi hermosa Señora! "Mi santa Señora!" El médico que le asistía le tomó por el brazo, pero San Felipe le dijo: "Dejadme abrazar a mi Madre que ha venido a visitarme". Después, cayó en la cuenta de que había varios testigos y escondió el rostro entre las sábanas, como un niño, pues no le gustaba que le tomasen por santo.
Dones extraordinarios
San Felipe tenía el don de curación, devolviéndole la salud a muchos enfermos. También, en diversas ocasiones, predijo el porvenir. Vivía en estrecho contacto con lo sobrenatural y experimentaba frecuentes éxtasis. Quienes lo vieron en éxtasis dieron testimonio de que su rostro brillaba con una luz celestial.
Ultimos años
Durante sus últimos años fueron muchos los cardenales que lo tenían como consejero.  Sufrió varias enfermedades y dos años antes de morir logró renunciar a su cargo de superior, siendo sustituido por Baronio. 
Obtuvo permiso de celebrar diariamente la misa en el pequeño oratorio que estaba junto a su cuarto. Como frecuentemente era arrebatado en éxtasis durante la misa, los asistentes acabaron por tomar la costumbre de retirarse al "Agnus Dei". El acólito hacía lo mismo. Después de apagar los cirios, encender una lamparilla y colgar de la puerta un letrero para anunciar que San Felipe estaba celebrando todavía; dos horas después volvía el acólito, encendía de nuevo los cirios y la misa continuaba.
El día de Corpus Christi, 25 de mayo de 1595, el santo estaba desbordante de alegría, de suerte que su médico le dijo que nunca le había visto tan bien durante los últimos diez años. Pero San Felipe sabía perfectamente que había llegado su última hora. Confesó durante todo el día y recibió, como de costumbre, a los visitantes. Pero antes de retirarse, dijo: "A fin de cuentas, hay que morir". Hacia medianoche sufrió un ataque tan agudo, que se convocó a la comunidad. Baronio, después de leer las oraciones de los agonizantes, le pidió que se despidiese de sus hijos y los bendijese. El santo, que ya no podía hablar, levantó la mano para dar la bendición y murió un instante después. Tenía entonces ochenta años y dejaba tras de sí una obra imperecedera.
San Felipe fue canonizado en 1622
El cuerpo incorrupto de San Felipe esta en la iglesia de Santa María en Vallicella, bajo un hermoso mosaico de su visión de la Virgen María de 1594.

jueves, 24 de mayo de 2018

Viernes semana 7 de T.O, año par

Viernes de la semana 7 de tiempo ordinario; año par

Proteger a la familia
«Saliendo de allí llegó a la región de Judea, al otro lado del Jordán; y otra vez se congregó ante él la multitud y como era su costumbre, de nuevo les enseñaba. Se acercaron entonces unos fariseos que le preguntaban para tentarle, si es lícito al marido repudiar a su mujer Él les respondió: ¿Qué os mandó Moisés? Ellos dijeron: Moisés permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla. Pero Jesús les dijo: Por la dureza de vuestro corazón os escribió este precepto. Pero en el principio de la creación los hizo Dios varón y hembra: por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne. Por tanto lo que Dios unió, no lo separe el hombre. Una vez en la casa, sus discípulos volvieron a preguntarle sobre esto. Y les dice: Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra, comete adulterio contra aquélla; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Marcos 10, 1-12).
I. Jesús devuelve a su pureza original la dignidad del matrimonio, según lo instituyera Dios al principio de la Creación: los hizo varón y hembra; por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne; de modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió, no lo separe el hombre (Mateo 10, 1-2). El Magisterio de la Iglesia, custodio e intérprete de la ley natural y divina, ha enseñado de modo constante que el matrimonio fue instituido por Dios con lazo perpetuo e indisoluble. El matrimonio no es un simple contrato privado, no puede romperse por voluntad de los contrayentes. No existe razón humana, por fuerte que pueda parecer, capaz de justificar el divorcio, que es contrario a la ley natural y a la familia. Juan Pablo II alentaba a los esposos cristianos para que, aun viviendo en ambientes donde las normas de vida cristiana no sean tenidas en la debida consideración o sufran una fuerte presión contraria, sean fieles al proyecto cristiano de la vida familiar. (JUAN PABLO II, Homilía)

II. Los cristianos, al defender la indisolubilidad y santidad del matrimonio, llevamos a cabo un bien inmenso a todos, y no podemos dejarnos impresionar por las dificultades e incluso las burlas que podemos encontrar en el ambiente. La familia “tiene que ser objeto de atención y de apoyo por parte de cuantos intervienen en la vida pública. Educadores, escritores, políticos y legisladores han de tener en cuenta que gran parte de los problemas sociales, y aun personales tienen sus raíces en los fracasos o carencias de la vida familiar. Luchar contra la delincuencia juvenil o contra la prostitución, y favorecer al mismo tiempo el descrédito o el deterioro de la institución familiar es una ligereza y una contradicción” (Familiaris consortio). La ejemplaridad y la alegría de los esposos cristianos han de preceder en el  apostolado con sus hijos y otras familias, y nace de una vida santa, de la correspondencia a la vocación matrimonial.

III. Al quedar elevado al orden sobrenatural, todo amor humano se engrandece y se afianza porque, en el sacramento cristiano, el amor divino penetra en el amor humano, lo engrandece y lo santifica. Es Dios quien une con vínculo sagrado y santificante a hombre y mujer en el matrimonio; por eso, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre (Mateo 19, 3). Pidamos a la Santísima Virgen Madre del Amor Hermoso, la gracia abundante de su Hijo para la familia propia  y para todas las familias cristianas de la tierra.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
San Beda el Venerable, presbítero y doctor de la Iglesia. San Gregorio VII, papa. Santa María Magdalena de Pazzi, virgen

SAN BEDA EL VENERABLE
Doctor de la Iglesia (†735)
La Edad Media guarda numerosas sorpresas a todo el que desea correr la aventura de adentrarse por sus intimidades. Siglo oscuro y ruidos de armas. Señores feudales con sus mesnadas guerreras. Castillos defensores con puentes levadizas y celadas astutas por las encrucijadas de los caminos. Invasión de los bárbaros, en una palabra, que ha preparado este precario estado de cosas y ha liquidado una cultura decadente y cansada. Brilla ahora mucho más el ejercicio de las armas que el conocer la cultura clásica. Y entre los nobles llega a ser un timbre de gloria el ser analfabeto: "El señor no firma porque es noble", terminan algunos documentos del tiempo.
 Pero la ciencia no ha desaparecido. Se ha refugiado en los monasterios. La Iglesia, por los monjes sobre todo, es la gran y única educadora de los pueblos. Clérigo y letrado. son ahora palabras sinónimas. Para penetrar, pues, bien la Edad Media es preciso conocer también la vida apretada y fecunda de los monasterios. Entrar en ellas con el ánimo purificado y sereno, dócil y abierto a toda sugerencia. Descalzarse, previamente, de toda predisposición a lo complicado y vertiginoso, a las velocidades supersónicas y a las carreras contra reloj. Para sorprender mejor a aquellos hombres, enjambres de Dios elaborando, en, sus celdas, la miel dulcísima de las ciencias del espíritu para el bien de las almas.
 Uno de estos hombres fue Beda el Venerable, nacido en Inglaterra el año 673. Figura cumbre que iluminó con su luz todo su siglo. No sólo Inglaterra, sino toda la cristiandad. No poseemos muchos datos sobre la vida de San Beda. Con todo, no siempre se tiene la feliz circunstancia de esta ocasión. Él mismo dejó una nota, escueta y sencilla, de su vida al final de su Historia eclesiástica de Inglaterra, libro de gran aliento, objetivo y exacto, que le da derecho a ostentar el título de "padre de la historia de Inglaterra".
 "Yo, Beda, siervo de Cristo y sacerdote del monasterio de San Pedro y San Pablo de Wearmouth, nací en el pueblo de dicho monasterio, y a los siete años mis padres me pusieron bajo la dirección del abad Benito, primero, y, después, de Ceolfrido. Desde entonces toda mi vida discurrió dentro del claustro y puse todo mi afán en la meditación de las Sagradas Escrituras. Y entre la observancia de la disciplina regular y el cotidiano oficio de cantar en el coro, siempre me fue dulce el aprender, o enseñar, o escribir. Fuí ordenado diácono a los diecinueve años y sacerdote a los treinta, de manos del obispo Juan. Desde mi sacerdocio hasta ahora, en que cuento cincuenta y nueve años, me he ocupado en redactar para mi uso y de mis hermanos algunas notas sobre la Sagrada Escritura, sacadas de los Santos Padres o según su espíritu e interpretación."
 Como se ve, nada es más simple que su vida. Observar la regla y cantar el oficio divino. Todas sus delicias las ponía en aprender, enseñar y escribir. Todo su afán, meditar las Sagradas Escrituras y comentarlas para utilidad propia y de todos sus hermanos. Es decir, la regla de oro benedictina: Ora et labora. Oración y trabajo. La oración apoyando al trabajo, el trabajo nutriendo y nutriéndose de la oración. Sin estorbarse, sino al contrario, apoyándose mutuamente. "Ni el rezo estorba al trabajo ni el trabajo estorba al rezo."
 Así resolvía San Beda, en perfecto maridaje, la conocida discusión sobre la prioridad de la oración o el trabajo en la vida cristiana. San Juan de la Cruz recordaría más tarde, con notable insistencia, el lugar preeminente, la importancia básica y fontal de la oración. Como valor en sí y con vistas al apostolado exterior. "Ojalá que los hombres devorados por la actividad, que piensan remover el mundo por medio de sus predicaciones y otras obras exteriores, reflexionaran un instante. Comprenderían sin dificultad cuánto más útiles a la Iglesia y agradables al Señor serían —sin hablar del buen ejemplo que darían a su alrededor— si consagraran la mitad de su tiempo a la oración. En estas condiciones, y con una sola obra, harían un bien mayor y con menor esfuerzo que el logrado por miles de otros actos a los que entregan su existencia. La oración les merecería esta gracia... Sin ella todo se reduce a puro ruido... Se hace poco más que nada, a menudo absolutamente nada, e incluso mal."
 Pero tampoco hay que descuidar el trabajo y caer en el angelismo. No se ha de olvidar que somos hombres y que, como tales, compuestos de cuerpo y alma, hemos de salvarnos. Ni despreciar las realidades terrenas, que nosotros hemos de transformar, y de las que hemos de servirnos para saltar hasta Dios. "¿Vale la pena desperdiciar tanto tiempo en las cosas de la vida de aquí abajo? Vale la pena, vale la pena. Hubo un tiempo en que yo mismo me preguntaba: ¿Para qué luchar por la vida de esta tierra? ¿Qué me importa este mundo? Soy un exilado del cielo y siento premura por volver a mi patria. Pero, con el tiempo, he comprendido, y he cambiado de pensar. Nadie puede entrar en el cielo si anteriormente no ha vencido en la tierra, y nadie puede vencer aquí si no lucha contra el mundo con ímpetu, con paciencia y sin descanso. El hombre no posee otro trampolín que la tierra si quiere lanzarse al cielo. Si deponemos las armas estamos perdidos, aquí abajo, en la tierra, y allá arriba, en el cielo."
 ¿Qué vida es, entonces, más perfecta, la activa o la contemplativa? Santo Tomás dice que la mixta, la que participa de las dos. He aquí un gran lema : "Ofrecer a los demás el fruto de nuestra contemplación".
 Tan bien sabía unir San Beda, con tanto equilibrio, estos dos polos de su vida, trabajo y oración, que es difícil comprender, nota un autor antiguo, cómo pudo sobresalir tanto en ambos. "Si consideras sus estudios y numerosos escritos parece que nada dedicó a la oración. Si consideras su unión con Dios parece que no le quedó tiempo para sus estudios."
 El secreto está seguramente en aquellos remansos de paz y trabajo que eran los monasterios, y en saber renunciar a distracciones que desvían del fin. "Antes de decidirse, el hombre puede escoger entre muchos caminos. Pero, cuando ha tomado uno, sólo adelantará a condición de seguir en él. Quien cambia continuamente de ruta vuelve sin cesar al punto de partida... En cada encrucijada es necesario sacrificar varios caminos para seguir uno solo. El hombre no alcanzará una perfección sino sacrificando muchas otras. Algunas personas no saben sacrificar y no llegan entonces a nada."
 Esta es la gran lección que nos da San Beda. Trazarse un rumbo bien claro y seguir tras el ideal, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, con una constancia y energía indomable. Lección, esta, de necesidad apremiante, porque hoy es terrible el peligro de la dispersión. Basta girar un botón para oír, ver y sintonizar con lo que, hace un par de horas, le ha sucedido al alguacil de cualquier alcalde de Borneo. Hay que saber mil nombres de libros, deportistas, políticos, congresos y artistas de todo género. Todo parece dispuesto para ofuscar, seducir, entretener y desviar.
 El miedo del siglo XX es el acertado título de un reciente libro. "Miedo a que la técnica, la máquina, la civilización fría del fichero y la estadística, de los cerebros electrónicos y las leyes sin alma, se nos echen encima y nos asfixien, y no dejen va sitio en nuestro espíritu para el Unico Necesario. Miedo porque la gran marejada de la barbarie está ante nuestras puertas". "En Europa se la esperaba tradicionalmente viniendo de Oriente. La costumbre no se ha perdido. Pero el Oriente nunca ha irrumpido más que en una Europa descompuesta. La gran marejada de la barbarie está en nuestros corazones vacíos, en nuestras cabezas perdidas, en nuestras obras incoherentes y en nuestros actos, estúpidos por cortedad de vista. No nos quejemos mañana de los bárbaros si aceptamos hoy nuestra decadencia." Tiempos de bárbaros los de San Beda. Tiempos muy parecidos los nuestros. El y los suyos tonificaron y orientaron el mundo. He aquí, también, la tarea actual de los cristianos.
 Aquello de no morirse sin haber plantado un árbol, haber tenido un hijo y haber escrito un libro lo realizó San Beda muy cumplidamente. En cuanto a lo primero, plantar un árbol, en ningún sitio consta que no lo hiciera. En cambio, sí hablan las crónicas que trabajaba a veces en la huerta. Hijos, discípulos de su doctrina, los tuvo muy numerosos. Cuanto a escribir libros, es uno de los escritores más fecundos de materias espirituales y temas profanos.
 Todos sus enciclopédicos conocimientos los fue distribuyendo en múltiples escritos de gramática, retórica, métrica, poesía, música, aritmética, meteorología, física, cronología, filosofía, teología. San Beda sabía que nada había ajeno a la legítima curiosidad del cristiano. Toda la creación es un reflejo de la gloria de Dios. Su fina sensibilidad de alma interior descubría en todo la huella divina.
 Pero donde brilló, sobre todo, con fulgor nuevo e irreprimible la pluma de San Beda —y, en la pluma, su mente y su corazón— fue en sus homilías y en sus comentarios sobre la Sagrada Escritura. Escribió hasta sesenta libros o tratados sobre la Sagrada Escritura, según propia confesión. Todo el plan de sus estudios lo relacionaba con la interpretación de la Sagrada Escritura. A este fin dirigía sus vigilias, sus investigaciones. Para promover en su ánimo y en el de sus discípulos tan santo y laudable estudio. Tanto ha estimado sus homilías la Iglesia, que las ha introducido en la liturgia. Sobre todo en las fiestas de la Virgen, por quien Beda sentía tiernísima devoción.
 Purificaba más y más su conciencia para entender el sentido de los Libros Santos. "Porque en alma maliciosa no entrará la sabiduría ni morará en cuerpo esclavo el pecado", dice el Señor. El mismo Santo nos dice que, aun prescindiendo del bien que pudiera hacer a las almas, él ya lo había conseguido meditando las palabras del Señor, que tanto estimaba, siguiendo en esto el espíritu de San Agustín. "La palabra de Jesucristo no es menos estimable que su cuerpo, y, por tanto, las mismas precauciones que guardamos para no dejar caer al suelo el cuerpo del Señor cuando nos lo entregan debemos tomar para que no caiga de nuestro corazón la palabra de Cristo que se nos predica."
 Como era entonces corriente, más que obras nuevas, recogía todo lo bueno que los Santos Padres habían dicho, Con todo, su ciencia no era propiamente ciencia de archivo, ciencia de almacén, sino ciencia de fábrica. "Abeja laboriosa", sabía libar lo más exquisito, elaborarlo y transformarlo, para provecho propio y ajeno. "Miel virgen destilaban sus labios." Más que la ciencia poseía la sabiduría, dando a esta palabra su sentido exacto de saborear, degustar. Distinguir y escoger lo mejor. Resume admirablemente esta hambre infinita de saber la oración con que acabó uno de sus libros: "Te ruego, buen Jesús, ya que te has dignado concederme el beber dulcemente las palabras de tu ciencia, me concedas también la gracia de llegar un día hasta Ti, fuente de toda sabiduría, y estar siempre presente ante tu divino rostro".
 De esta manera no es extraño que la fama de San Beda saltase de la isla al continente y se esparciese por toda la cristiandad. Los seiscientos monjes del monasterio porfiaban por escucharle. Otros acudían de los alrededores, ávidos de saber. El papa Sergio I le llamaba a Roma. San Bonifacio, el apóstol de Alemania, escribe al monasterio de San Beda para que le envíen "alguna partícula o chispita de ese cirio de la Iglesia que encendió el Espíritu Santo, investigador sagacísimo de las Sagradas Escrituras".
 Se le llamó maestro nobilísimo, doctor eximio, cirio de Dios, sacerdote ejemplar, monje observante. Un concilio de Aquisgrán le reconoció Padre de la Iglesia. Ultimamente, en 1899, el papa León XIII dio el espaldarazo oficial y canónico a su magisterio, declarándole doctor de la Iglesia.
 Pero el nombre que más se divulgó y con el que sobre todo ha sido siempre conocido es el de Venerable. Un autor antiguo dice que, siendo tenido por un gran santo en la Iglesia, es el único entre los santos que no se llama santo, sino venerable. Y explica la razón con dos ingenuas leyendas: Estando ciego por su avanzada ancianidad y habiendo llegado, de manos de un discípulo, ante un montón de piedras, el discípulo empezó a persuadirle que había allí congregada una gran multitud, que esperaba, con gran silencio y devoción, su predicación. Entonces el Santo les dirigió un discurso elegantísimo, y, al acabar diciendo: "Por todos los siglos de los siglos", las piedras respondieron: "Amén, venerable presbítero". Después de muerto el Santo otro discípulo se disponía a preparar una inscripción para su sepulcro en un solo verso. Le faltaba una palabra y no encontraba ninguna a propósito, hasta que, cansado, se fue a dormir. Y he aquí que, a la mañana siguiente, encontró esculpido en el túmulo el verso completo, por manos angélicas: Hac sunt in fossa Bedae Venerabilis ossa. (En esta tumba yacen los restos del Venerable Beda.)
 La razón verdadera del nombre de Venerable parece ser porque se leían sus homilías en las iglesias, viviendo él. Y, al no poder llamarle santo, decían, "del Venerable Beda", por el gran aprecio que se le tenía. Luego se confirmó, al extenderse sus sublimes escritos por toda la cristiandad.
 Cargado de méritos, de años y de veneración, le llegó al Venerable la hora de morir. Un testigo ocular cuenta a su compañero, en una carta, la última enfermedad y la muerte del Santo. Pasó los últimos días dando gracias a Dios y cantando salmos. Incluso por la noche, el tiempo que le dejaba libre el sueño. A veces interrumpía el canto y se deshacía en lágrimas y lloraban todos con él.
 Durante estos días, sin dejar las lecciones que daba ni el canto de los salmos, emprendió dos obras nuevas: una traducción del Evangelio de San Juan al inglés y algunos pasajes de San Isidoro de Sevilla. Luego se agravó, pero él seguía trabajando.
 Todo el último día enseñaba y dictaba, Se apresuran por acabar el último capítulo. "Maestro, todavía falta un versículo." "Escríbelo pronto", respondió. Luego decía el discípulo: "Todo está acabado". "Sí —repuso el Santo— todo está acabado." Entonces, como gesto de delicadeza, repartió los pequeños recuerdos que le quedaban. Sobre todo a los sacerdotes para que dijesen misas por él. Pidió que le pusiesen en el suelo, vuelto hacia el lugar santo donde tantas veces había alabado a Dios. Y de este modo se puso a cantar por última vez: "Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo". Luego, tranquilamente, entregó su alma a Dios. Era el 25 de mayo de 735, víspera de la Ascensión. Contaba a la sazón sesenta y dos años.
 Experto conocedor de las Sagradas Escrituras, tuvo siempre presentes las palabras del Señor: "Caminad mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas". "Mientras tenemos tiempo obremos el bien." "Viene la noche y ya nadie puede trabajar." Así murió San Beda. Rezando y trabajando. Aprovechando hasta el último día de su vida para no presentarse con las manos vacías. Una vez más la muerte había sido un reflejo fidelísimo de la vida.
 JUSTO LÓPEZ MELÚS
SAN GREGORIO VII, papa
(† 1085)
Se llamaba Hildebrando, nombre que en Alemán significa "Espada del batallador". Al ser elegido Papa, cambió su nombre por el de Gregorio, que significa: "el que vigila". Nació de padres muy pobres en la provincia de Toscana en Italia. Muy joven fue llevado a Roma por un tío suyo que era superior de un convento de esa ciudad. Y allí le costeó los estudios, que hizo muy brillantemente, hasta el punto que uno de sus profesores exclamó que nunca había conocido una inteligencia igual. Uno de sus profesores, el P. Juan Gracián estimaba tanto a su discípulo, que cuando lo eligieron Papa con el nombre de Gregorio VI, nombró a Hildebrando como secretario.
Después de la muerte del Papa Gregorio VI, Hildebrando se fue de monje al famoso monasterio de Cluny, donde tuvo por maestros a dos grandes santos: San Odilón y San Hugo. Ya pensaba pasar el resto de su vida como monje, cuando al ser elegido Papa San León XI, que lo estimaba muchísimo, lo hizo irse a Roma y lo nombró ecónomo del Vaticano, y Tesorero del Pontífice.
Y desde entonces fue el consejero de confianza de cinco Sumos Pontífices, y el más fuerte colaborador de ellos en la tarea de reformar la Iglesia y llevarla por el camino de la santidad y de la fidelidad al evangelio.
Durante 25 año se negó a ser Pontífice, pero a la muerte del Papa Alejandro II, mientras Hildebrando dirigía los funerales, todo el pueblo y muchísimos sacerdotes empezaron a gritar: "¡Hildebrando Papa, Hildebrando Papa!" - El quiso subir a la tarima para decirles que no aceptaba, pero se le anticipó un obispo, el cual con sus elocuentes elogios convenció a los presentes de que por el momento no había otro mejor preparado para ser elegido Sumo Pontífice. El pueblo se apoderó de él casi a la fuerza y lo entronizó en el sillón reservado al Papa. Y luego los cardenales confirmaron su nombramiento diciendo: "San Pedro ha escogido a Hildebrando para que sea Papa".
Un arzobispo le escribió diciéndole: "En ti están puestos los ojos de todo el pueblo. El pueblo cristiano sabe los grandes combates que has sostenido para hacer que la Iglesia vuelva a ser santa y ahora espera oír de ti grandes cosas". Y esa esperanza no se vio frustrada.
San Gregorio se encontró con que en la Iglesia Católica había desórdenes muy graves. Los reyes y gobernantes nombraban los obispos y párrocos y los superiores de conventos y para estos puestos no se escogía a los más santos sino a los que pagaban más y a los que les permitían obedecerles más ciegamente. Y sucedió entonces que a los altos puestos de la Iglesia Católica llegaron hombres muy indignos de tales cargos, y que tenían una conducta verdaderamente desastrosa. Muchos de estos ya no observaban el celibato (la obligación de mantenerse solteros y conservando la virtud de la pureza) y vivían en unión libre y varios hasta se casaban públicamente. Y los gobernantes seguían nombrando gente indigna para los cargos eclesiásticos.
Y fue aquí donde intervino Gregorio VII con mano fuerte. Empezó destituyendo al arzobispo de Milán pues lo habían nombrado para ese cargo porque había pagado mucho dinero (simonía se llama este pecado). Luego el Papa reunió un Sínodo de obispos y sacerdotes en Roma y decretó cosas muy graves. Lo primero que hizo este pontífice fue quitar a todos los gobernantes el derecho a las investiduras, que consistía en que por el sólo hecho de que un jefe de gobierno le diera a un hombre el anillo de obispo o el título de párroco ya el otro quedaba investido de ese poder y podía ejercer dicho cargo. El Papa Gregorio decretó que a los obispos los nombraba el Papa y a los párrocos, el obispo y nadie más. Y decretó que todo el que se atreviera a nombrar a un obispo sin haber tenido antes el permiso del Sumo Pontífice quedaba excomulgado (o sea, fuera de la Iglesia Católica) y la misma pena o castigo decretó para todo el que sin ser obispo se atreviera a nombrar a alguien de párroco.
Estos decretos produjeron una verdadera revolución de todas partes. Todos los que habían sido nombrados obispos o párrocos superiores de comunidades por los gobernantes civiles sintieron que iban a perder sus cargos que les proporcionaban buenas ganancias económicas y muchos honores ante las gentes, y protestaron fuertemente y declararon que no obedecerían al Pontífice. Y los gobernantes civiles sí que se sintieron más, porque perdían la ocasión de ganar mucho dinero haciendo nombramientos.
El primero en declarase en revolución contra el Papa fue el emperador Enrique IV de Alemania que ganaba mucho dinero nombrando obispos y párrocos. Enrique declaró que no obedecería a Gregorio VII y que se declaraba contra sus mandatos. Pero al Papa no le temblaba la mano y decretó enseguida que Enrique quedaba excomulgado, y envió un mensaje a los ciudadanos de Alemania declarando que ya no les obligaba obedecer a semejante emperador. Esto produjo un efecto fulminante. En toda la nación empezó a tramarse una revolución contra Enrique y éste se sintió que iba a perder el poder.
Cuando Enrique IV se sintió perdido se fue como humilde peregrino a visitar al Papa, que estaba en el castillo de Canossa, y allá, vestido de penitente, estuvo por tres días en las puertas, entre la nieve, suplicando que el Sumo Pontífice lo recibiera y lo perdonara. Gregorio VII sospechaba que eso era un engaño hipócrita del emperador, para no perder su puesto, pero fueron tantos los ruegos de sus amigos y vecinos que al fin lo recibió, le oyó su confesión, le perdonó y le quitó la excomunión.
Y apenas Enrique se sintió sin la excomunión se volvió a Alemania y reunió un gran ejército y se lanzó contra Roma y se tomó la ciudad. El Papa quedó encerrado en el Castillo de Santángelo, pero a los pocos días llegó un ejército católico al mando de Roberto Guiscardo, lo sacó de allí y lo hizo salir de la ciudad. El Papa tuvo que irse a refugiar al Castillo de Salerno.
Mientras los enemigos del Santo Pontífice parecían triunfar por todas partes, a Gregorio le llegó la muerte, el 25 de mayo del año 1085. Sus últimas palabras que se han hecho famosas fueron: "He amado la justicia y odiado la iniquidad. Por eso muero en el destierro". Cuando él murió parecía que sus enemigos habían quedado vencedores, pero luego las ideas de este gran Pontífice se impusieron en toda la Iglesia Católica y ahora es reconocido como uno de los Papas más santos que ha tenido nuestra santa religión. Un hombre providencial que libró a la Iglesia de Cristo de ser esclavizada por los gobernantes civiles y de ser gobernada por hombres indignos.
SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZI, virgen
El Papa presenta a Santa María Magdalena de Pazzi «maestra de espiritualidad» para todos.
Carta por el IV centenario del fallecimiento de la mística de Florencia 29 mayo 2007 (ZENIT.org).
La mística italiana Santa María Magdalena de Pazzi tiene el don, para todos, «de ser maestra de espiritualidad –afirma Benedicto XVI-, particularmente para los sacerdotes», por quienes tuvo especial predilección.
En el IV centenario de la muerte de la santa carmelita, el Papa anima a que las celebraciones por este aniversario «contribuyan a dar a conocer cada vez más esta luminosa figura, que a todos manifiesta la dignidad y la belleza de la vocación cristiana».
«Igual que en vida, agarrándose a las campanas, llamaba a sus hermanas de comunidad con el grito: "¡Venid a amar al Amor!", que la gran mística, desde Florencia, desde su seminario, desde los monasterios carmelitas que se inspiran en ella, pueda todavía hoy hacer oír su voz en toda la Iglesia, difundiendo el anuncio del amor de Dios por toda criatura humana», desea el Santo Padre.
Son palabras que dirige Benedicto XVI en una carta al cardenal Ennio Antonelli, arzobispo de Florencia (Italia). El purpurado las leyó el viernes pasado, en la celebración eucarística en la catedral local por la carmelita, nacida el 2 de abril de 1566 y fallecida el 25 de mayo de 1607.
En su misiva, el Papa profundiza en la biografía de la santa florentina, «figura emblemática de un amor vivo que remite a la esencial dimensión mística de toda vida cristiana», y da gracias a Dios por el don de la religiosa, «que cada generación redescubre especialmente cercana en saber comunicar un ardiente amor por Cristo y por la Iglesia».
Bautizada con el nombre de Catalina, desde niña tuvo una especial sensibilidad por la vida sobrenatural y se sintió atraída al coloquio íntimo con Dios.
Hizo la Primera Comunión poco antes de cumplir diez años; días después se entregó para siempre al Señor con una promesa de virginidad.
De noble familia, mantuvo el deseo de asemejarse más «a su Esposo crucificado» -escribe Benedicto XVI- y maduró la decisión de dejar el mundo y entrar en el Carmelo de Santa María de los Ángeles, donde en 1583 recibió el hábito de la comunidad y el nombre de sor María Magdalena.
Al año, gravemente enferma, pidió pronunciar la profesión antes del tiempo establecido. En la Solemnidad de la Santísima Trinidad –27 de mayo de 1584-, llevada al coro en camilla, emitió para siempre ante el Señor sus votos de castidad, pobreza y obediencia.
«Desde este momento tuvo inicio una intensa época mística» -recuerda el Papa-, de la que procede la fama de los éxtasis de la joven religiosa.
También pasó por largos años de purificación interior, entre pruebas y grandes tentaciones, un contexto en el que se enmarca su ardiente compromiso por la renovación de la Iglesia.
«Como Catalina de Siena, se sintió "obligada" a escribir algunas cartas para pedir al Papa, a los cardenales de la Curia, a su arzobispo y a otras personalidades eclesiásticas un decidido empeño para la "Renovación de la Iglesia", como dice el título del manuscrito que las contiene»; fueron doce cartas dictadas en éxtasis, «tal vez nunca enviadas, pero que permanecen como testimonio de su pasión por la "Sponsa Verbi" [Esposa del Verbo, la Iglesia. Ndr]», apunta Benedicto XVI.
Su dura prueba terminó en Pentecostés de 1590; pudo entonces dedicarse con toda energía al servicio de la comunidad, en particular a la formación de las novicias.
Sor María Magdalena tuvo el don de vivir la comunión con Dios de una forma cada vez más interiorizada, convirtiéndose en punto de referencia para toda la comunidad, que hasta la fecha la sigue considerando «madre».
«El amor purificado que latía en su corazón le abrió al deseo de la plena conformidad con Cristo, su Esposo, hasta compartir con Él el desnudo padecimiento de la cruz», subraya el Papa.
La enfermedad le hizo sufrir intensamente los tres últimos años de su vida, que concluyó en la tierra el 25 de mayo de 1607. Antes de dos décadas el Papa Urbano VIII la proclamó beata. En 1669 Clemente IX la incluyó en el catálogo de los santos.
Su cuerpo incorrupto es meta de peregrinaciones constantes.
El monasterio donde la santa vivió es actualmente sede del seminario arzobispal de Florencia, que la venera como patrona. La celda que ocupó es ahora una capilla.
«Santa María Magdalena de Pazzi permanece como una presencia espiritual para las carmelitas de la antigua observancia» -señala Benedicto XVI-, quienes ven en ella «la "hermana" que recorrió enteramente la vía de la unión transformante con Dios y que indica en María la "estrella" del camino hacia la perfección».
«Para todos, esta gran santa tiene el don de ser maestra de espiritualidad, especialmente para los sacerdotes, hacia los cuales alimentó siempre una verdadera pasión»