domingo, 25 de marzo de 2012
Domingo de la 5ª semana de Cuaresma (B): Jesús anuncia que su muerte es causa de salvación, y también nuestros sufrimientos unidos a su Cruz
Lectura del Profeta Jeremías 31, 31-34: Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la que hice con vuestros padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: Ellos, aunque yo era su Señor, quebrantaron mi alianza -oráculo del Señor-. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días -oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: Reconoce al Señor. Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande-oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes, y no recuerde sus pecados.
Salmo 50, 3-4. 12-13. 14-15. 18-19: R/. Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad; / por tu inmensa compasión borra mi culpa, / lava del todo mi delito, / limpia mi pecado.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, / renuévame por dentro con espíritu firme; / no me arrojes lejos de tu rostro, / no me quites tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación, / afiánzame con espíritu generoso. / Enseñaré a los malvados tus caminos, / los pecadores volverán a ti.
Los sacrificios no te satisfacen, / si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, / un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias.
Carta a los Hebreos 5, 7-9: Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
Lectura del santo Evangelio según San Juan 12, 20-33: En aquel tiempo entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: -Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: -Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del cielo: -Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: -Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
Comentario: 1. Jr 31, 31-34:
Este trozo del llamado "Libro de la Consolación" de Jeremías (cap. 30-33) es un canto de esperanza. El pueblo de Israel no es fiel a sus promesas con Dios. La verdadera raíz de la amistad, de la fidelidad... no radica en promesas hechas con la boca solamente sino que nace del interior humano (=tablilla del corazón: cfr. 2, 21; 17,1). La alianza no puede consistir en el cumplimiento de una serie de leyes sino que exige una relación entre las partes sincera, nacida del interior. Por eso la novedad de esta alianza consiste en la interiorización del compromiso, en la vivencia de una religión personal, interior, por todos y cada uno de los miembros de la comunidad. El pecado humano es siempre el gran obstáculo que impide la unión con el Señor, pero el perdón va a ser el fundamento y base del nuevo pacto (Dios lava la mancha: 2, 22 y crea un corazón y espíritus nuevos: Ez. 18, 31; 36,26). Esto no quiere decir que el pueblo de ahora en adelante sea inmune a la caída, no; pero el pacto de la venganza ha dejado paso al pacto de la misericordia divina. En la Última Cena, Jesús repite estas palabras de Jeremías para indicarnos que nos hallamos ante la última y plena alianza (Lc. 22, 20; I Cor. 11, 25). Y este nuevo pacto nunca podrá ser roto por la infidelidad humana porque el Señor siempre permanece fiel y nos perdona. Lo único que nos exige es la conversión (A. Gil Modrego). La antigua alianza ha sido un fracaso y ahora se trata de alcanzar el mismo objetivo por otro camino: No se escribirá la Ley en tablas de piedra sino en el corazón (2 Cor 3,3). Cada uno, bajo la influencia de la gracia de Dios, conocerá rectamente las exigencias de su Ley (cfr. Is 54, 23; Jn 6, 45). Todos, desde el pequeño al grande, conocerán al Señor, esto es, lo reconocerán como a tal Señor y cumplirán lo que Él manda (22, 16; Os 4, 1;5,4; 6,6). Esta interiorización de alianza con todo el pueblo, sitúa al individuo en relación inmediata con Dios y da origen a una comunidad espiritual; de manera que, superando los vínculos de la sangre y las fronteras nacionales será posible a la vez el individualismo y el universalismo religioso característico de los tiempos venideros a partir del exilio en Babilonia. Con todo, este ideal se cumpliría únicamente por Cristo, el mediador de la nueva alianza (Lc 22, 20; Heb 8, 6-13). Entonces ya no será necesaria la intervención de aquellos profetas que tuvieron tan poco éxito con sus amonestaciones (5, 4s). Pero esta alianza nueva, escrita en el corazón, sólo será posible si el mismo Dios purifica antes los corazones y perdona el pecado que en ellos está grabado (17, 1). La profecía de Jeremías adquiere todo su significado en la situación crítica en la que fue pronunciada. Recordemos que eran tiempos de ruina nacional, en los que el templo con todos sus símbolos se vino abajo (“Eucaristía 1988”).
Dice la Plegaria eucarística IV: "Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación". Eso es lo que expresa el fragmento del profeta Jeremías que leemos hoy como primera lectura. Todas las alianzas históricas que Dios ha ido pactando con los hombres y, de manera especial, con el pueblo de Israel, iban orientadas a establecer, en la plenitud de los tiempos, una "nueva Alianza", no escrita en tablas de piedra, sino "escrita en los corazones". Esta interiorización y universalización de la Alianza y de la Ley ha sido posible gracias a la obra de Cristo: "Y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo". La salvación traída por Cristo posibilita que cada hombre y cada mujer pueda establecer una relación personal con Dios hecha de perdón por parte de Dios ("y no recuerde sus pecados"), y de "conocimiento o reconocimiento" por parte de los hombres ("porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande": J. Llopis).
2. Salmo 50. «Contra ti, contra ti sólo pequé». Ese es mi dolor y mi vergüenza, Señor. Sé cómo ser bueno con los demás; soy una persona atenta y amable, y me precio de serlo; soy educado y servicial, me llevo bien con todos y soy fiel a mis amigos. No hago daño a nadie, no me gusta molestar o causar pena. Y, sin embargo, a ti, y a ti sólo, sí que te he causado pena. He traicionado tu amistad y he herido tus sentimientos. «Contra ti, contra ti sólo pequé». Si les preguntas a mis amigos, a la gente que vive conmigo y trabaja a mis órdenes, si tienen algo contra mí, dirán que no, que soy una buena persona; y sí, tengo mis defectos (¿quién no los tiene?), pero en general soy fácil de tratar, no levanto la voz y soy incapaz de jugarle una mala pasada a nadie; soy persona seria y de fiar, y mis amigos saben que pueden confiar en mí en todo momento. Nadie tiene ninguna queja seria contra mí. Pero Tú sí que la tienes, Señor. He faltado a tu ley, he desobedecido tu voluntad, te he ofendido. He llegado a desconocer tu sangre y deshonrar tu muerte. Yo, que nunca le falto a nadie, te he faltado a Ti. Esa es mi triste distinción. «Contra ti, contra ti sólo pequé». Fue pasión o fue orgullo, fue envidia o fue desprecio, fue avaricia o fue egoísmo...; en cualquier caso, era yo contra Ti, porque era yo contra tu ley, tu voluntad y tu creación. He sido ingrato y he sido rebelde. He despreciado el amor de mi Padre y las órdenes de mi Creador. No tengo excusa ante Ti, Señor. «Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el tribunal me condenarás justamente». Condena justa que acepto, ya que no puedo negar la acusación ni rechazar la sentencia. «En la culpa nací; pecador me concibió mi madre: Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Confieso mi pecado y, yendo más adentro, me confieso pecador. Lo soy por nacimiento, por naturaleza, por definición. Me cuesta decirlo, pero el hecho es que yo, tal y como soy en este momento, alma y cuerpo y mente y corazón, me sé y me reconozco pecador ante Ti y ante mi conciencia. Hago el mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero. He sido concebido en pecado y llevo el peso de mi culpa a lo largo de la cuesta de mi existencia. Pero, si soy pecador, Tú eres Padre. Tú perdonas y olvidas y aceptas. A Ti vengo con fe y confianza, sabiendo que nunca rechazas a tus hijos cuando vuelven a Ti con dolor en el corazón. «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Rocíame con el hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa». Hazme sentirme limpio. Hazme sentirme perdonado, aceptado, querido. Si mi pecado ha sido contra Ti, mi reconciliación ha de venir de Ti. Dame tu paz, tu pureza y tu firmeza. Dame tu Espíritu. «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso». Dame la alegría de tu perdón para que yo pueda hablarles a otros de Ti y de tu misericordia y de tu bondad. «Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Que mi caída sea ocasión para que me levante con más fuerza; que mi alejamiento de Ti me lleve a acercarme más a Ti. Me conozco ahora mejor a mí mismo, ya que conozco mi debilidad y mi miseria; y te conozco a Ti mejor en la experiencia de tu perdón y de tu amor. Quiero contarles a otros la amargura de mi pecado y la bendición de tu perdón. Quiero proclamar ante todo el mundo la grandeza de tu misericordia. «Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a Ti». Que la dolorosa experiencia del pecado nos haga bien a todos los pecadores, Señor, a tu Iglesia entera, formada por seres sinceros que quieren acercarse a unos y a otros, y a Ti en todos, y que encuentran el negro obstáculo de la presencia del pecado sobre la tierra. Bendice a tu Pueblo, Señor. «Señor, por tu bondad, favorece a Sión; reconstruye las murallas de Jerusalén» (Carlos G. Vallés).
El salmo 50 es el salmo cuaresmal por excelencia. Merece la pena que nos detengamos en él para captar el simbolismo que lo impregna y la teología que transmite. Se le sitúa entre los salmos de súplica individual y data del final de la época monárquica. Habría sido compuesto para una liturgia penitencial presidida por el rey. Pero es obvio que ha servido de sustento a la oración de innumerables personas lo suficientemente religiosas para reconocerse en él. Desde el primer versículo es notable la orientación de esta oración. Lejos de querer declarar inocente al salmista, como hacen tantas "endechas", la súplica se dirige de entrada a Dios para pedir su misericordia, su amor. La salvación del pecador está por completo en las manos de ese Dios que el amor define radicalmente. Por supuesto, no se ignora que Dios es justo, que quiere la verdad y la sabiduría en el corazón del hombre, pero precisamente esta "justicia" de Dios se manifestará, ante todo, en el perdón concedido al pecador. Se podría decir que se trata nada menos que de su honor, ya que el pecador perdonado se convertirá en testigo de Dios: podrá mostrar a los pecadores el camino de la verdad, y "hacia Dios volverán los extraviados". El reconocimiento del pecado tiene, pues, también una dimensión profética. Forma parte de la "confesión" de las obras de Dios. Además, el salmista reconoce su falta sin rodeos. No teme contemplar ese pecado que siempre "está ante él". ¿Culpabilidad exagerada? ¿Énfasis literario? No, ya que el sentido profundo del pecado sólo existe para poder captar mejor la dimensión del perdón divino. El hombre ha pecado "contra Dios" y sólo contra Él... Sin duda, conoce las repercusiones sociales de su falta, pero en el acto litúrgico de la confesión pone el acento sobre Dios, que está en el origen de todas las cosas, tanto del perdón como del sentido último de todo pecado. ¡No se puede expresar mejor hasta qué punto está de acuerdo Dios con la vida humana y su condición existencial! La conciencia del salmista es tan viva que se reconoce "nacido en la culpa", "pecador desde el vientre de su madre". No parece que sea necesario buscar en estas expresiones una teología explícita del pecado original, y menos aún del modo como se transmite, ya que el que ora se sitúa aquí a un nivel existencial; tiene conciencia de pertenecer a una humanidad pecadora, a un pueblo pecador en el que ninguna existencia podría escapar al peso de la miseria. Lo veremos mejor cuando apele al Dios creador para que le salve de su culpa. La conciencia de pecado supera absolutamente la dosificación aparentemente justa que un juez podría hacer de las responsabilidades y las circunstancias atenuantes. Se trata nada menos que de la existencia "frente a Dios". Israel es un pueblo santo, y el pecado obstaculiza al mismo Dios. Son importantes los versículos 4, 9, 12 y 14. Si los dos primeros hacen probablemente alusión a un baño ritual de purificación, los otros interiorizan el proceso e indican que el rito es la cara visible de una profunda renovación del ser. De esta manera, el salmo se inscribe en una gran corriente de pensamiento que va desde los discípulos de Isaías hasta los evangelistas, para definir en términos de bautismo la restauración del hombre y del cosmos. Recordemos las grandes etapas de esta corriente de pensamiento. El tercer Isaías (65, 17) había anunciado la "creación de unos cielos nuevos y una tierra nueva". Jeremías había hablado de la restauración del pueblo y del individuo. Proclamaba una nueva era en la que la ley sería grabada en el corazón del hombre, subrayando así la comunión profunda que uniría a la humanidad nueva con Dios (32, 39). Ezequiel retoma la idea para hablar de una creación nueva y un espíritu nuevo (36, 25-27). Es él quien explicita mejor los lazos temáticos entre el agua y la vida. En su predicación debía de acordarse del río que, según el Génesis, ascendía del subsuelo para regar toda la superficie de la tierra. Según el profeta, llegará un día en que en la nueva Jerusalén manará una fuente que fecundará el desierto, y de la fuente brotará un torrente impetuoso en cuyas orillas nacerán árboles frutales maravillosos (cap. 47). De este modo, la vuelta de Yahvé estará marcada por la abundancia, simbolizada en los torrentes. Más tarde, el cuarto evangelio retomará este tema aplicándolo al cuerpo de Cristo, el nuevo templo. El agua es, pues, fuente de vida. Cuando el salmista suplica a Dios que le lave, lanza una llamada a la vida y a la renovación. Consiguientemente, puede imaginar el perdón como una danza de resurrección y un himno de alabanza (cfr. Ez. 37).
Interesante. Desde el versículo 10 comienza a desaparecer el concepto
y la palabra pecado y, en su sustitución, aparece y resplandece la
alegría.
Y no podía ser de otra manera. Los complejos de culpa pueblan de
tristeza el alma, una tristeza salada y amarga. Pero al despuntar la
Misericordia sobre el alma, al enterarse el hombre de que, a pesar de
sus excesos y demasías, no obstante está cercado por los brazos de la
predilección, y de que la ternura, una ternura enteramente gratuita,
inunda de perfume su casa, eran previsibles las consecuencias: la
tristeza desaparece igual que desaparecen las aves nocturnas a la
aclarada, y todo, los muros y los recintos interiores, se visten de un
aire primaveral, perfumado de gozo y alegría. Si Dios recrea el corazón del hombre borrando su pecado, hay que ver en el perdón una reanudación de toda la obra creadora. Los tiempos nuevos, manifestados por el don del Espíritu, son tiempos de resurrección y fiesta. La "confesión" es un acto en el que se manifiesta el Dios de la vida. Ante esto, ¿qué puede hacer el hombre sino maravillarse y dar gracias? ¡Proclamar la justicia de Dios! ¿Lo hará con sacrificios al modo antiguo? El salmo previene contra los cultos hipócritas en los que el corazón del hombre no queda totalmente comprometido. El hombre debe saber que el perdón de Dios no se compra, ya que supera toda medida humana. La única ofrenda que agrada a Dios es un espíritu convertido, roto y triturado: es decir, consciente de lo que es, sin pretensión de hacerse valer ante el Creador (“Dios cada día”,de Sal Terrae).
San Agustin comenta así ese espíritu quebrantado: “Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate Tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón… / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado; tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mi un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro. / Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a Él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.
Juan Pablo II comentaba: “La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50, 1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el Salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50, 12; Jr 31, 31-34; Ez 11, 19; 36, 24-28).
El salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.
El primer vocablo, hattá, significa literalmente "no dar en el blanco": el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo. El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de "torcer", "doblar". Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías: "¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!" (Is 5, 20). Precisamente por este motivo, en la Biblia la conversión se indica como un "regreso" (en hebreo shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo. La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.
Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios. Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo: "Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de Sí mismo: "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad"… algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal: "Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces" (v. 6). Luego se aprecia en el salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión: el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13). Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que "borra, lava y limpia" al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). "Aunque nuestros pecados -afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una sola cosa: que el pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia acaba".
Seguía diciendo Juan Pablo II que en ese salmo “se entra en la región tenebrosa del pecado para infundirle la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (cf. vv. 3-11). Luego se pasa a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del pecador arrepentido. Ese arrepentimiento es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes: "Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden decir: "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y en cuyo interior se entabla una lucha continua, puede decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37, 4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón: "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados"”. Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios…
Es significativo, ante todo, notar que, en el original hebreo, resuena tres veces la palabra "espíritu", invocado de Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: "Renuévame por dentro con espíritu firme; (...) no me quites tu santo espíritu; (...) afiánzame con espíritu generoso" (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido, utilizando un término litúrgico, podríamos hablar de una "epíclesis", es decir, una triple invocación del Espíritu que, como en la creación aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1, 2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.
Los Padres de la Iglesia ven en el "espíritu" invocado por el salmista la presencia eficaz del Espíritu Santo. Así, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo "que ardió con fervor en los profetas, fue insuflado (por Cristo) a los Apóstoles, y se unió al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo". Esa misma convicción manifiestan otros Padres, como Dídimo el Ciego de Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo.
También san Ambrosio, observando que el salmista habla de la alegría que invade su alma una vez recibido el Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: "La alegría y el gozo son frutos del Espíritu y nosotros nos fundamos sobre todo en el Espíritu Soberano. Por eso, los que son renovados con el Espíritu Soberano no están sujetos a la esclavitud, no son esclavos del pecado, no son indecisos, no vagan de un lado a otro, no titubean en sus opciones, sino que, cimentados sobre roca, están firmes y no vacilan".
Después de experimentar este nuevo nacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios "enseñar a los malvados los caminos" del bien (cf. Sal 50, 15), de forma que, como el hijo pródigo, puedan regresar a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, tras recorrer las sendas tenebrosas del pecado, había sentido la necesidad de atestiguar en sus Confesiones la libertad y la alegría de la salvación.
Los que han experimentado el amor misericordioso de Dios se convierten en sus testigos ardientes, sobre todo con respecto a quienes aún se hallan atrapados en las redes del pecado. Pensamos en la figura de san Pablo, que, deslumbrado por Cristo en el camino de Damasco, se transforma en un misionero incansable de la gracia divina.
El salmo al meditarlo hace que “se convierta en un oasis de meditación, donde se pueda descubrir el mal que anida en la conciencia e implorar del Señor la purificación y el perdón. En efecto, como confiesa el salmista en otra súplica, "ningún hombre vivo es inocente frente a ti" (Sal 142, 2). En el libro de Job se lee: "¿Cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo será puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!" (Jb 25, 4-6). Frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia, impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es este: Dios puede "borrar, lavar y limpiar" la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50, 2-3). Dice el Señor por boca de Isaías: "Aunque fueren vuestros pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque fueren rojos como la púrpura, como la lana quedarán" (Is 1, 18)…Es bonito también el final del salmo 50, un final lleno de esperanza, porque el orante es consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17-21). Sus labios ya están a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por eso, liberada del remordimiento (cf. v. 17). El orante testimonia de modo claro otra convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los profetas (cf. Is 1, 10-17; Am 5, 21-25; Os 6, 6): el sacrificio más agradable que sube al Señor como perfume y suave fragancia (cf. Gn 8, 21) no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el "corazón quebrantado y humillado" (Sal 50, 19).
La Imitación de Cristo, libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la misma afirmación del salmista: "La humilde contrición de los pecados es para Ti el sacrificio agradable, un perfume mucho más suave que el humo del incienso... Allí se purifica y se lava toda iniquidad".
3. En la segunda gran sección de Hebreos (1-5, 10) se desarrollan dos temas: Jesús fiel (3, 1-4, 14) y Jesús sumo sacerdote misericordioso (4, 14-5,10). Los dos subrayan la manera de ser de Jesús que le hace llevar a cabo la salvación humana. En esta forma de ser destaca un tema que aparece varias veces en la "carta": Jesús es mediador de salvación por ser semejante, igual, a los hombres. Este primer sentido del sacerdocio de Cristo no es algo cúltico, sino existencial. Es sacerdote porque es mediador, no por otra razón. Y es mediador porque es como los demás hombres. Eso es uno de los rasgos más típicos de Hebreos y que suele pasarse por alto ante la terminología sacerdotal que nos sugiere hoy día otras connotaciones, más bien de personas diferentes de las normales. Pero no es así en ese escrito. Y se subraya más porque en el momento histórico la aceptación de Jesús como Hijo de Dios era más aceptada que su dimensión humana. Era ésta la que había que destacar. En esta corta perícopa se dice una vez más que Cristo aprende a obedecer, que sufre, que clama ser salvado... es decir, dimensiones profundamente humanas. De este modo es "llevado a la consumación. Eso es expresión técnica para "ordenación sacerdotal", o sea, que Jesús es ordenado sacerdote, es constituido mediador, por su semejanza con los demás hombres. El momento cumbre de esa semejanza es la muerte. Y por la muerte salva a sus hermanos. Habla el texto de la oración con gritos y lágrimas. Muy verosímilmente se refiere a la oración del Huerto, por tanto, a cuando Jesús pide ser librado de la muerte. Curiosamente afirma el texto que fue escuchado. Y, sin embargo, sabemos que de hecho Jesús no fue liberado de la muerte. ¿Cómo puede afirmarse, entonces, esa audición de la plegaria de Cristo, de una clara oración de petición en un caso concreto? La respuesta, con toda probabilidad es que la oración de petición es escuchada no porque se concede lo que se pide sin más, sino porque Dios hace aceptar su voluntad referida al caso concreto, a quien pide algo, aunque esa voluntad no coincida con lo que se pide. Por este camino se puede reflexionar para entender en qué consiste la oración de petición, tan usada, pero tan poco entendida verdaderamente (F. Pastor).
El autor describe con palabras conmovedoras y llenas de realismo la oración y la angustia de Jesús. Evidentemente se refiere al trance de Getsemaní, cuando Jesús tuvo que experimentar en su propia carne la repugnancia natural ante una muerte que se acercaba. El que iba a ser constituido mediador y sacerdote de la nueva alianza se acercó a los hombres y bajó hasta lo más profundo de nuestro dolor. Aunque los tres evangelistas sinópticos parecen suponer que Jesús oró en Getsemaní "con gritos y lágrimas" (Mc 14, 32-42; Mt 26, 36-46; Lc 22, 40-46), es posible que el autor se haya inspirado también en otros textos bíblicos, sobre todo en los salmos. Sabemos que Jesús padeció y murió en la cruz después de su oración en Getsemaní. Si, no obstante, se dice aquí que fue escuchado, esto sólo puede tener dos sentidos igualmente válidos: que Jesús venció su repugnancia natural a la muerte y aceptó la voluntad del Padre y/o que el Padre lo libró de la muerte resucitándole al tercer día. Frecuentemente se habla en el NT de la obediencia de Jesús, pero ésta es la obediencia del Padre, que se muestra muchas veces como desobediencia a los hombres y a las leyes humanas. Por su obediencia al Padre hasta la muerte, y muerte de cruz, Jesús alcanzó una vida cumplida, perfecta, gloriosa, y fue constituido en Señor que ahora da la vida a todos cuantos le obedecen (“Eucaristía 1988”).
El cap. quinto de la carta a los hebreos, al que pertenece el texto, desarrolla una confrontación entre el ministerio del sumo sacerdote del AT y la acción salvífica de Cristo. La comparación se centra en dos elementos; la pertenencia a la humanidad y la elección. El texto tiene un parecido grande con Flp 2,6ss. Presenta a Jesús como verdadero hombre. Para ello escoge el día más oscuro de su vida. Aquél en el que con gritos y con lágrimas presentó oraciones y súplicas: la oración de Getsemaní. El objeto de este himno abarca no sólo la angustia mortal de Cristo en Getsemaní sino todo el arco de la Pasión. Desde la misión que el Padre le ha confiado se puede entender que Cristo, en cuanto hombre, haya debido aprender la obediencia a través del sufrimiento llegando hasta la muerte. Presenta una imagen de Jesús en todo igual a nosotros. Ha conocido el sufrimiento y la tentación, ha experimentado la condición humana. Desde esta imagen de Cristo sabemos cuál es el recorrido de nuestro caminar. Va del pecado a la salvación, pero pasa por el sufrimiento. Jesús fue escuchado no en orden a ser liberado de la muerte sino en orden a la superación de la muerte por la resurrección. Esa fue su perfección y por su entrada en la gloria es causa de salvación para todos los que le prestan obediencia. Ahora el camino hacia Dios es posible. Él nos ha abierto el acceso al Padre (P. Franquesa).
4. Jn 12, 20-33: Como también pasaba los dos domingos anteriores, el texto de hoy se sitúa en el marco de la Pascua, la fiesta judía por excelencia, que congregaba a gentes de los más variados países. El autor deja constancia de este hecho introduciendo a unos griegos (la traducción litúrgica ha empleado el término genérico de gentil). Pero al hacer esto, el autor nos remite a Jn. 7, 35, donde los judíos han hablado de griegos: "¿Querrá irse a la diáspora griega y enseñar a los griegos?" De la mano de esta referencia llegamos a esta otra en Jn. 10, 16: "Tengo otras ovejas que no son de este recinto; también a ésas tengo que conducirlas; escucharán mi voz y se hará un solo rebaño con un solo pastor". Los intermediarios son Felipe y Andrés, exactamente los mismos de los que se ha servido el autor para constatar la dificultad de dar de comer a la gran cantidad de gente que acudía a Jesús (Jn. 6, 5-9). La llegada de griegos para ver a Jesús es identificada con la hora de la glorificación del Hijo del Hombre. El domingo pasado escuchábamos que "lo mismo que Moisés elevó la serpiente, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre". Esta imagen es recogida explícitamente al final del texto de hoy: "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí" (v. 32). El comentario final del autor disipa toda duda sobre el sentido de la imagen: "Esto lo decía significando (dando a entender) la muerte de que iba a morir" (v. 33). El autor emplea el verbo "significar". La referencia al signo por el que los judíos preguntaban a Jesús hace dos domingos es indudable: "¿Qué signo nos muestras para obrar así?" (Jn. 2, 18). El signo era el siguiente: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré" (Jn. 2, 19). También entonces el comentario del autor disipaba toda duda sobre el sentido del signo: "Él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn.2, 21). La muerte de Jesús en cruz es, pues, el punto de mira del texto de hoy. De ella se habla empleando un símbolo espacial: elevación sobre la tierra. Y de ella se habla también empleando un símbolo agrícola: proceso de germinación de la simiente. Esta muerte es interpretada como triunfo, como glorificación de Jesús y del Padre que lo ha enviado. Una vez más aflora espontánea la referencia intertextual: "Cuando elevéis al Hijo del Hombre, entonces comprenderéis que Yo soy y que no hago nada por mí, sino que esto que digo me lo ha enseñado el Padre. Además, el que me envió está conmigo; nunca me ha dejado solo" (Jn. 8, 28-29). El texto de hoy quiere ser también reflejo de la comunión Hijo-Padre. Esta comunión puede, sin embargo, pasar desapercibida dentro del recinto (v.29). Desde fuera del recinto, en cambio, unos griegos han venido a ver a Jesús. Ellos son las otras ovejas que vienen a escuchar la voz del pastor Jesús. Desde este momento la muerte de Jesús en cruz es el triunfo, la glorificación del Hijo y del Padre. Un orden de cosas tan viejo como el mundo está siendo juzgado y condenado. El diablo, separador de hermanos (Caín contra Abel), "homicida desde el principio" (Jn. 8, 44), no tiene ya nada que hacer. Con Jesús levantado en alto empieza a dominar el sentido humano de la fraternidad (A. Benito).
Hoy estamos en el capítulo doce de una obra en la que el domingo pasado leíamos el capítulo tres. Si entre semana no hemos leído los capítulos intermedios nos será más difícil entender la situación de la que parte el texto de hoy. Esta ha sido preparada en Jn. 7, 35 (los judíos comentaban: ¿adonde querrá irse éste que no podamos nosotros encontrarlo? ¿Querrá irse con los emigrados a países griegos para enseñar a los griegos?) y en Jn. 10, 16 (Tengo otras ovejas que no son de este recinto; también a éstas tengo que conducirlas; escucharán mi voz y se hará un solo rebaño con un solo pastor). Los emigrados a países griegos, las otras ovejas están hoy aquí. Han venido a Jerusalén a celebrar la Pascua. Pero la Pascua no se celebra ya en el Templo sino donde está Jesús. El autor ha operado la eliminación-sustitución del Templo de la que hablaba hace dos domingos (cfr. Jn. 2, 13-25). Jesús es ahora el Templo. "Queremos ver a Jesús" lleva como contrapartida no querer ver el Templo. Esta situación provoca el comentario de Jesús, que comienza así: "Ha llegado la hora". En Jn/02/04 leemos: "Todavía no ha llegado mi hora". En Jn 4,23 leemos: "Pero se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad". El verbo adorar de este último texto es el mismo que aparece en el versículo inicial de hoy, aunque la traducción litúrgica no lo refleje. Estamos, pues, ante una fiesta. Esta tiene un templo: Jesús. A él acuden las gentes, sean o no judíos. Un único rebaño con un solo pastor. En esta fiesta ya no corre el agua ritual, sino el vino del banquete (cfr. bodas de Caná). Es una exaltación, una glorificación. Pero es una fiesta paradójica. Y aquí la visión interpretativa de Juan adquiere cotas grandiosas. "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Retorna el tema y el poder curativo de la serpiente levantada en alto del domingo pasado. "Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto". La imagen médica deja paso ahora a la imagen agrícola. Pero ambas expresan la misma realidad salvadora, simbolizada en el grupo de griegos reunidos para ver a Jesús, es decir, para festejar a Jesús. Ellos son el fruto, ellos son los atraídos, los verdaderos adoradores. En la pluma de Juan, el momento adquiere contornos fantásticos, como de escena cósmica. Es una construcción grandiosa, que sin embargo no niega ni escamotea el realismo y la crudeza de la situación: la muerte de Jesús. Por eso se trata de una fiesta paradójica. ¿Cómo puede ser festiva la crucifixión de un condenado? CZ/FT: Y, sin embargo, la construcción de Juan no es una broma sádica. Al contrario. Es un maravilloso canto épico, con la diferencia respecto a la épica clásica de que en Juan el canto nace del realismo de la situación, realismo que el autor promete a todos los seguidores del héroe: "El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor". Pero este mismo realismo da consciencia a la construcción. Por eso la esperanza que genera es tanto más segura: "Ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera". La muerte y todo poder mortal van a dejar de tener la última palabra (A. Benito).
Se llamaba "prosélitos de la puerta" o "temerosos de Dios" (cfr. Hech 10, 2; 13, 16; 16, 14; etc) a los gentiles que aceptaban la fe de Israel, pero no habían sido circuncidados. Podemos presumir que muchos de estos prosélitos se encontraban en Jerusalén con ocasión de la Pascua y que algunos, impresionados por lo que habían visto y oído del Nazareno, quisieron conocer más de cerca al famoso Maestro. Estos gentiles piensan que lo mejor para conseguir lo que desean es acudir primero a los discípulos de Jesús, concretamente a los que estuvieran familiarizados con su lenguaje o costumbres helenas. Felipe y Andrés (ambos llevan nombres griegos y el primero es de Betsaida, en la Decápolis, que era una región helenizada) parecen ser los más indicados.
Este episodio, que no tiene conexión alguna con lo que sigue en el relato sirve como explicación del enfado de los fariseos, que, llenos de envidia, cuchichean entre sí ante el éxito de Jesús: "Todo el mundo va detrás de él" (v. 19). Por otra parte, es como un anticipo de la propagación que tendría el evangelio entre los gentiles gracias a la misión de los Apóstoles.
Todo el clamor de la multitud y el triunfo que le acompaña no puede impedir que Jesús vaya en su interior profundamente preocupado; pues ha llegado la "hora" de su "exaltación", de su muerte y también de su verdadera glorificación en la cruz.
Es la hora señalada por el Padre para realizar la siembra necesaria, sin la que no es posible la cosecha. Y Jesús es el grano. Es preciso que muera para que se extienda por todo el mundo su obra de salvación. La cosecha que Jesús espera no es otra que la salvación del mundo por la fe en su evangelio.
Juan utiliza siempre la expresión "dar fruto" en este sentido misionero. La eficacia de la muerte de Jesús para la extensión del reino de Dios entre los hombres y los pueblos no es una eficacia automática: por lo tanto no ahorra a nadie la opción libre por el evangelio. Por eso Jesús, que ha cumplido en su vida y en su muerte la ley de la siembra, de la generosidad y la entrega, nos advierte que todos debemos hacer lo mismo que El si queremos entrar con El en la vida eterna. Pues el que sólo se cuida de sí mismo y no tiene más preocupaciones que la de salvar su vida, la pierde; en cambio, gana la vida eterna el que vive y muere por los demás.
Jesús obedeció al Padre cuando llegó su "hora". Jesús recuerda a sus discípulos que deben servirle y servir al evangelio siguiendo su camino hasta el final. Entonces también ellos llegarán al Padre, como Jesús, y el Padre les recompensará con la vida eterna. El corazón humano de Jesús se espanta y atemoriza ante la muerte: ¿qué puede hacer?, ¿acaso pedir al Padre que le libre de esa "hora" y aparte el cáliz amargo que le da a beber? Jesús pide tan sólo que se cumpla la voluntad del Padre, pues para eso ha venido al mundo. Pide que sea glorificado el nombre de Dios; es decir, que se manifieste a los hombres lo que Dios es y quiere ser para todos: el Amor. Pero esto no es posible sin la última prueba: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios entregó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él" (1 Jn 4, 9); "pues tanto amó Dios al mundo que entregó a la muerte a su Unigénito" (Jn 3, 16). Es voluntad de Dios darnos la última prueba para que creamos que es Amor, para que glorifiquemos su nombre y alcancemos la vida por Jesucristo, el Señor.
Jesús sabe que el Padre siempre le escucha, pero es preciso que los hombres sepan que el Padre está siempre con Él. Por eso vino la voz del cielo.
Todo este pasaje (versillos 25-30) recuerda la agonía de Jesús en Getsemaní y su transfiguración en el Tabor. Juan, uno de los tres testigos en ambos casos, no dice nada expresamente al respecto; pero aquí recoge veladamente la misma experiencia.
La "hora de Jesús" es también la hora del mundo. En ella se manifiesta que Dios es Amor, pero también queda al descubierto el pecado del mundo. Es la hora de la exaltación de Jesús, de su muerte y de su gloria. Es la hora del juicio contra Satanás y su ralea, pero también la hora del perdón para cuantos creen en Él. Es la hora en la que Dios convoca a todos los elegidos en torno al que es "exaltado". Pues todo lo que podemos esperar y temer es fruto y consecuencia de la victoria y del juicio que acontece en la cruz de Cristo (“Eucaristía 1988”).
La utilización del fantasma de la muerte contra la vida estaba muy lejos del genuino sentido cristiano de la vida y de la muerte. Y desde luego difícilmente podía conseguir la aceptación de la muerte, cuando más bien provocaba miedo y rechazo. Y es que no se puede aceptar cristianamente la muerte si no se acepta cristianamente la vida, es decir, si no se toma en serio la vida y el compromiso que nos une indisolublemente a la suerte de todos los hermanos. La aceptación de la muerte, como punto final de la vida, cuando se vive "fuera de este mundo", no puede tener otro sentido que un simulacro de suicidio egoísta y cicatero.
Ese sentido fantasmal de la muerte no puede nacer de la esperanza cristiana. Aunque muy bien ha podido originarse en una mala interpretación de la pasión y muerte de Jesús, que ha enfatizado los aspectos trágicos y tremendistas de la crucifixión, olvidando los sentimientos profundos del Crucificado. Jesús, en efecto, aceptó la muerte, no precisamente en cuanto fin de la vida, sino en el colmo de su amor y obediencia al Padre y de su amor y servicio a los hombres. De manera que lo que acepta es la vida, el amor, la obediencia a Dios antes que a los hombres, el servicio a los hombres antes que su propio deseo.
Sólo así puede tener sentido cristiano la aceptación de la muerte. Aceptando la vida y su compromiso. No haciendo de la vida un botín o un sálvese el que pueda y menos aún tratando de sobrevivir a costa de lo que sea y de quien sea. Sino aceptando la vida como responsabilidad y solidaridad con todos, de suerte que la vida sea un acto de servicio al prójimo.
Aceptar la muerte no es retorcerse las meninges para comprender lo incomprensible o tratar de justificar lo injustificable. No es, pues, aceptar la muerte de los otros o la muerte contra los otros. Es vivir con tal generosidad y amor a los demás que se esté dispuesto a no cejar en el empeño hasta llegar al límite, al colmo de dar la vida, minuto a minuto y toda entera, en la lucha por la justicia, por la paz y por la fraternidad universal (“Eucaristía 1982”).
Hoy resuena el grito esperado de Jesús: «Ya ha llegado la hora.» Sí, ha llegado la hora, y estamos viviendo en ella, en que la antigua alianza cede el paso a la nueva, la alianza por la sangre de Cristo. En esta nueva alianza vivimos hoy los cristianos. Pero, ¿en qué consiste realmente? ¿Cuál es su esencia? ¿En qué se distingue de la antigua? Para que todo no quede en buenas palabras, una vez más la liturgia nos urge a una profunda reflexión a partir de los textos bíblicos, para que la realidad de la alianza sea lo mismo que fue para Cristo: filial obediencia al Padre y generosa ofrenda por la liberación de los hombres (Santos Benetti).
viernes, 23 de marzo de 2012
Cuaresma 4, sábado: Jesús, el justo que sufre injustamente, y así nos salva
Libro de Jeremías 11,18-20: El Señor de los ejércitos me lo ha hecho saber y yo lo sé. Entonces tú me has hecho ver sus acciones. Y yo era como un manso cordero, llevado al matadero, sin saber que ellos urdían contra mí sus maquinaciones: "¡Destruyamos el árbol mientras tiene savia, arranquémoslo de la tierra de los vivientes, y que nadie se acuerde más de su nombre!". Señor de los ejércitos, que juzgas con justicia, que sondeas las entrañas y los corazones, ¡que yo vea tu venganza contra ellos, porque a ti he confiado mi causa!
Salmo 7,2-3.9-12: Señor, Dios mío, en Ti me refugio: sálvame de todos los que me persiguen; / líbrame, para que nadie pueda atraparme como un león, que destroza sin remedio. / El Señor es el Juez de las naciones: júzgame, Señor, conforme a mi justicia y de acuerdo con mi integridad. / ¡Que se acabe la maldad de los impíos! Tú que sondeas las mentes y los corazones, Tú que eres un Dios justo, apoya al inocente. / Mi escudo es el Dios Altísimo, que salva a los rectos de corazón. / Dios es un Juez justo y puede irritarse en cualquier momento.
Evangelio según San Juan 7,40-53: Algunos de la multitud que lo habían oído, opinaban: "Este es verdaderamente el Profeta". Otros decían: "Este es el Mesías". Pero otros preguntaban: "¿Acaso el Mesías vendrá de Galilea? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David y de Belén, el pueblo de donde era David?". Y por causa de Él, se produjo una división entre la gente. Algunos querían detenerlo, pero nadie puso las manos sobre Él. Los guardias fueron a ver a los sumos sacerdotes y a los fariseos, y estos les preguntaron: "¿Por qué no lo trajeron?". Ellos respondieron: "Nadie habló jamás como este hombre". Los fariseos respondieron: "¿También ustedes se dejaron engañar? ¿Acaso alguno de los jefes o de los fariseos ha creído en Él? En cambio, esa gente que no conoce la Ley está maldita". Nicodemo, uno de ellos, que había ido antes a ver a Jesús, les dijo: "¿Acaso nuestra Ley permite juzgar a un hombre sin escucharlo antes para saber lo que hizo?". Le respondieron: "¿Tú también eres galileo? Examina las Escrituras y verás que de Galilea no surge ningún profeta". Y cada uno regresó a su casa.
Comentario: 1-2. Jeremías utiliza la imagen del cordero manso llevado al matadero. Por el hecho de cumplir su misión y llamar al pueblo a la conversión, el profeta se ve rechazado y traicionado por sus propios hermanos. Es imagen de Jesús que, como un cordero, morirá para quitar el pecado del mundo (Misa dominical).
a) “La misma suerte de Jesús la vive Jeremías 6 siglos antes. También él fue perseguido por haber sido fiel a la Palabra de Dios. La imagen del "cordero" nos sugiere la inocencia de esa pequeña víctima que no merece ser sacrificada. Esta imagen nos sugiere la liturgia del cordero pascual, cuyo sacrificio es útil al pueblo entero.
Todo hombre que sufre es una imagen de Cristo sufriente. Todo sufrimiento, sobre todo si es llevado conscientemente y ofrecido, colabora en la redención y contribuye a salvar el mundo en unión con Jesús.
En una plegaria a Dios, Jeremías reacciona. En esa luz interior, descubre el complot que se está tramando contra él: «Señor, Tú me lo hiciste saber...» Si, por lo menos, llegara yo también a reaccionar de esa misma manera, a convertirlo todo en oración.
“Te ofrezco, Señor, en este día, mis propios sufrimientos... Te ofrezco también todo el peso de todos los sufrimientos de todos los hombres en el mundo. Ayúdales a descubrir, en lo posible, que su sufrimiento no está "perdido", sino que puede adquirir una misteriosa significación. Y que todo «viernes santo» conduce a la aurora de Pascua” (Noel Quesson).
-“Destruyamos el árbol en su vigor. Arranquémoslo de la tierra de los vivos, a fin de que se olvide su nombre”.
b) Comenta Benedicto XVI, en su Misa de inauguración de pontificado, que “era costumbre en el antiguo Oriente que los reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que el pastor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los hombres, el Dios vivo, se ha hecho Él mismo cordero, se ha puesto de la parte de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi vida por las ovejas”, dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14s.). No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.
Una de las características fundamentales del pastor debe ser amar a los hombres que le han sido confiados, tal como ama Cristo, a cuyo servicio está. “Apacienta mis ovejas”, dice Cristo a Pedro, y también a mí, en este momento. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la Palabra de Dios; el alimento de su presencia, que Él nos da en el Santísimo Sacramento. Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros”.
c) Jeremías llega a pensar incluso que “su mensaje es contraproducente, ya que provoca reacciones violentas contra el mensajero de la palabra de Dios. La salvación siempre pasará por el desconcierto, por la cruz, por la oscuridad de la fe. Pero el cristiano que se dispone a rememorar y revivir la Pascua ve, a través de la incertidumbre, la claridad y la luz de la nueva vida que el Señor instaura venciendo a la muerte” (R. de Sivatte).
El salmo 7 es muy apropiado para la lectura anterior, pues expresa la súplica del Justo por antonomasia, condenado injustamente. El Padre lo deja morir para mostrar su extremada misericordia y su amor para con los hombres, a quienes redime del pecado, conduciéndolos a la gloria eterna: «Señor, Dios mío, A Ti me acojo, líbrame de mis enemigos y perseguidores y sálvame, que no me atrapen como leones y me desgarren sin remedio. Júzgame, Señor, según mi justicia, según la inocencia que hay en mí”...
3. a) También vemos en el Evangelio cómo la persona de Jesús, ahora en cuanto a su origen, provoca discusiones y postura diversas. Se ignora lo más profundo de su personalidad: su origen divino. La vida de los hombres se decide según la actitud vivencial que tomen con respecto a Jesús. Al mismo tiempo, vemos cómo en la palabra de Jesús late la fuerza peculiar de la palabra reveladora que llega de Dios, con su fuerza persuasiva y su fascinación específica. “Jesús es presentado hoy como el nuevo Jeremías. También él es perseguido, condenado a muerte por los que se escandalizan de su mensaje. Será también «como cordero manso llevado al matadero». Confía en Dios: si Jeremías pide «Señor, a ti me acojo», Jesús en la cruz grita: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Pero Jesús muestra una entereza y un estilo diferente. Jeremías pedía a Dios que le vengara de sus enemigos. Jesús muere pidiendo a Dios que perdone a sus verdugos.
Nuestra actitud hacia Cristo se va haciendo cada vez más contemplativa. Vamos admirando su decisión radical, su fidelidad a la misión encomendada, su solidaridad con todos nosotros, en su camino hacia la cruz. Esta admiración irá creciendo a medida que nos aproximemos al Triduo Pascual” (J. Aldazábal). «Que tu amor y tu misericordia dirijan nuestros corazones, Señor» (oración). Que Jesús, « como cordero manso, llevado al matadero» (lectura), nos guíe hacia esa palabra de esperanza, por su palabra que llena de gozo: «Jamás ha hablado nadie así» (evangelio).
Seguimos en torno a la fiesta de las tiendas, con claro sentido mesiánico, y Jesús nos hace ver que el hijo del hombre (de la profecía de Daniel, el pre-existente, el que viene de Dios) es el siervo de Yahvé, el sufriente, como decimos a la Entrada: «Me cercaban olas mortales, torrentes destructores me aterraban, me envolvían las redes del abismo; en el peligro invoqué al Señor; desde su templo Él escuchó mi voz» (Sal 17,5-7). Es la manifestación de la misericordia divina, y en la Colecta así pedimos (sigue el misal anterior y, antes, del Gelasiano): «Que tu amor y tu misericordia dirijan nuestros corazones, Señor, ya que sin tu ayuda no podemos complacerte». También en la Comunión: «Hemos sido rescatados a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha» (1 Pe 1,19), a través del misterio de la Eucaristía, del que nos llegan tantos frutos de gracia, como rezamos en la Postcomunión: «Que tus santos misterios nos purifiquen, Señor, y que por su acción eficaz nos vuelvan agradables a tus ojos».
La confianza y la imagen emocionante del cordero manso, llevado al matadero que ha inspirado el canto del Siervo de Dios en Isaías (53,6-7) y le ha hecho símbolo de la Pasión del Cordero de Dios (Mt 26,63; Jn 1,29; Hch 8,32) es un icono gráfico del misterio de la redención, que es cantado por diversos Padres. San Juan Crisóstomo señala: «La sangre derramada por Cristo reproduce en nosotros la imagen del rey: no permite que se malogre la nobleza del alma; riega el alma con profusión, y le inspira el amor a la virtud. Esta sangre hace huir a los demonios, atrae a los ángeles...; esta sangre ha lavado a todo el mundo y ha facilitado el camino del cielo» (Homilía 45, sobre el Evangelio de San Juan). Y San León Magno: «Efectivamente, la encarnación del Verbo, lo mismo que la muerte y resurrección de Cristo, ha venido a ser la salvación de todos los fieles, y la sangre del único justo nos ha dado, a nosotros que la creemos derramada para la reconciliación del mundo, lo que concedió a nuestros padres, que igualmente creyeron que sería derramada».
b) También el cristiano está llamado a encarnar esos sentimientos redentores de Jesús: “Se necesitan –dice Juan Pablo II- heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa han sido los santos. Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad de la Iglesia y nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy.” De muchas manera podemos dar a conocer amablemente la figura y las enseñanzas de Jesús y de su Iglesia: con una conversación, participando en una catequesis, con el silencio que los demás valoran, escribiendo a los medios de comunicación por un trabajo acertado, insistiendo con frecuencia en las mismas ideas, esforzándonos en presentarlas en forma atrayente. Hemos de tener en cuenta que muchas veces tendremos que ir contra corriente, como han ido tantos buenos cristianos a lo largo de los siglos. Con la ayuda del Señor, seremos fuertes para no dejarnos arrastrar por errores en boga o costumbres permisivas y libertinas, que contradicen la ley moral natural y la cristiana. Siempre, y de modo especial en las situaciones más difíciles, el Espíritu Santo nos iluminará, y sabremos qué decir y cómo hemos de comportarnos (cf. Francisco Fernández Carvajal).
Cuaresma 4, viernes: Jesús va a Jerusalén y le matarán, cuando llegue su hora; es signo de contradicción, y también los cristianos sufrirán por la ver
Libro de la Sabiduría 2,1.12-22 (Sb 2, 17-20 se lee en el Domingo 25B): Ellos se dicen entre sí, razonando equivocadamente: "Breve y triste es nuestra vida, no hay remedio cuando el hombre llega a su fin ni se sabe de nadie que haya vuelto del Abismo. Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. Él se gloría de poseer el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor. Es un vivo reproche contra nuestra manera de pensar y su sola presencia nos resulta insoportable, porque lleva una vida distinta de los demás y va por caminos muy diferentes. Nos considera como algo viciado y se aparta de nuestros caminos como de las inmundicias. Él proclama dichosa la suerte final de los justos y se jacta de tener por padre a Dios. Veamos si sus palabras son verdaderas y comprobemos lo que le pasará al final. Porque si el justo es hijo de Dios, Él lo protegerá y lo librará de las manos de sus enemigos. Pongámoslo a prueba con ultrajes y tormentos, para conocer su temple y probar su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, ya que Él asegura que Dios lo visitará". Así razonan ellos, pero se equivocan, porque su malicia los ha enceguecido. No conocen los secretos de Dios, no esperan retribución por la santidad, ni valoran la recompensa de las almas puras.
Salmo 34,17-21.23: Pero el Señor rechaza a los que hacen el mal para borrar su recuerdo de la tierra. / Cuando ellos claman, el Señor los escucha y los libra de todas sus angustias. / El Señor está cerca del que sufre y salva a los que están abatidos. / El justo padece muchos males, pero el Señor lo libra de ellos. / Él cuida todos sus huesos, no se quebrará ni uno solo. / Pero el Señor rescata a sus servidores, y los que se refugian en Él no serán castigados.
Evangelio según San Juan 7,1-2.10.25-30: Después de esto, Jesús recorría la Galilea; no quería transitar por Judea porque los judíos intentaban matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas. Sin embargo, cuando sus hermanos subieron para la fiesta, también Él subió, pero en secreto, sin hacerse ver. Algunos de Jerusalén decían: "¿No es este aquel a quien querían matar? ¡Y miren cómo habla abiertamente y nadie le dice nada! ¿Habrán reconocido las autoridades que es verdaderamente el Mesías? Pero nosotros sabemos de dónde es este; en cambio, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es". Entonces Jesús, que enseñaba en el Templo, exclamó: "¿Así que ustedes me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no vine por mi propia cuenta; pero el que me envió dice la verdad, y ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco, porque vengo de Él y es Él el que me envió". Entonces quisieron detenerlo, pero nadie puso las manos sobre Él, porque todavía no había llegado su hora.
Comentario: 1. En el Libro de la Sabiduría -último del Antiguo Testamento- aparece una dinámica que luego vemos cumplirse a lo largo de los siglos y también ahora: los justos resultan incómodos en medio de una sociedad no creyente, y por tanto hay que eliminarlos. «Nos resulta incómodo, se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados... es un reproche para nuestras ideas... lleva una vida distinta de los demás». La decisión es: «lo condenaremos a muerte ignominiosa». Las fuerzas del mal, encarnadas en los impíos, quieren ahogar la fuerza de Dios que se manifiesta en la vida de los justos; los judíos fieles de Alejandría son perseguidos y despreciados por los judíos renegados y por los paganos, pero más allá de lo histórico tiene un sentido cristológico: se anuncia la pasión de Cristo (Misa dominical). Al acercarse la semana santa va siendo más frecuente la contemplación de Cristo sufriente; se ve al Mesías rodeado de odio..., acorralado. Dirán: "Si eres hijo de Dios... baja de la cruz". «¡Deja! Veamos si Elías viene a salvarle.» No puedo meditar sobre esto quedándome «ajeno» (Noel Quesson). Hemos de implicarnos en hacer ese camino de cuaresma, como recordaba san Agustín: "Si dices "ya basta", estás perdido. Aumenta siempre, progresa siempre, avanza siempre, no te pares en el camino, no vuelvas atrás, no te desvíes..."
2. Dios, como repite el salmo, «está cerca de los atribulados... el Señor se enfrenta con los malhechores... aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor». Nos mueve a confiar en Dios. Confiar en Él aun en los momentos más difíciles. Saber levantar la mirada hacia el Señor y decirle: “en tus manos encomiendo mi espíritu”, hará que nuestro Dios leal nos libre de todas nuestras angustias y dolores. Dios siempre está cercano de aquellos que le aman y le viven fieles. Y a quienes se alejaron a causa del pecado, Él no los ha abandonado, sino que ha salido, por medio de su propio Hijo, a buscarlos para llevarlos amorosamente de vuelta a Casa, para que todos vivamos como hijos en el Hijo. A pesar de que muchos nos persigan y quieran acabar con nosotros, pongamos nuestra vida totalmente en manos de Dios. Él velará por nosotros y nos llevará sanos y salvos a su Reino celestial.
3. Entre hoy y mañana leemos el capitulo 7 del evangelio de Juan. Sucede en la fiesta de las Tiendas o Tabernáculos, la fiesta del final de la cosecha, muy concurrida en Jerusalén, que duraba ocho días. La oposición de las clases dirigentes a Jesús se va enconando cada vez más, porque se presentaba como igual a Dios. Francisco de Asís se paseaba por las calles quejumbroso: "el amor no es amado... el amor no es amado... el amor no es amado..." Jesús se sabe amado, pero a su alrededor, sólo se habla de matarle; y Tú sólo hablas de este amor que te colma. Ayúdanos, Señor, a vivir como Tú, en la intimidad del Padre. Da a todos los que sufren esa paz que era la tuya. Otorga a todos los que sienten la soledad, la gracia de ser reconfortados por la presencia del Padre.
-“Buscaban, pues, prenderle..., pero nadie le ponía las manos, porque aún no había llegado su hora”. El complot se va estrechando. La Pasión se acerca. ¡Es "tu hora"! Sin ningún miedo, ciertamente. Todo sucederá según los insondables designios del Padre, a la hora por Él fijada desde toda la eternidad. Tener plena y total confianza en Dios. Ponerse en sus manos, es el secreto de la paz (Noel Quesson).
-En busca del rostro de Jesús. Estos días vemos un estudio a fondo sobre la personalidad de Jesús, en su unión al Padre. Pero –como decía Fra Angélico- “quien quiera pintar a Cristo sólo tiene un procedimiento: vivir con Cristo”. Es lo que hizo S. Juan, de cuyo ambiente nacen estas palabras que leemos en su Evangelio. Hay muchas leyendas, desde san Lucas pintor, la Verónica, y otras por el estilo, que nos hablan de la santa Faz, cuya reliquia más importante es la de Turín. Pero también es cierto que “Cristo graba su rostro en el alma de aquellos que le buscan y le aman” (Fray Justo Pérez de Urbel). San Policarpo, uno de los primeros Padres, discípulo de san Juan, ya nos dice: “la imagen carnal de Jesús nos es desconocida”. Y san Agustín, en el siglo IV: “ignoramos por completo cómo era su rostro”. Se puede decir que los iconos bizantinos, de gran belleza en mostrar un hombre de armonía y equilibrio perfectos, de paz y bondad, es imagen que coincide con la sábana santa de Turín (una persona alta, de 1.75-1.80 metros, unos 75-80 kilos, etc.). La reciente película de "El hombre que hacía milagros", de plastilina, lograba caracterizar a Jesús muy bien, pues cuando le ponemos un rostro no nos resulta cómodo. Nos es velado el rostro de Jesús, y la búsqueda no puede cesar, pues como decía la revista "Time" (6.12.2000) la figura de estos 2000 años más influyente es Jesús de Nazaret: "un hombre que vivió una vida corta, en un lugar atrasado y rural del Imperio Romano y que murió en agonía como un criminal convicto y que nunca se propuso causar ni la más mínima porción de los efectos que se han obrado en su nombre.
Juan Pablo II nos invitaba a fijar la mirada en el rostro de Cristo crucificado y hacer de su Evangelio la regla cotidiana de vida. Decía una chica que es muy difícil explicar esta experiencia: "cuando crees en el Evangelio, cuando rezas, te sientes mejor, y sería estupendo que viviéramos lo que nos enseña... el mundo sería distinto". Hay una cierta "experiencia de Dios", un "laboratorio" en el que descubrimos, aun dentro del ambiente secularizado que nos rodea, el rostro de Jesús. Sólo podemos saber cómo era Jesucristo por lo que nos dicen los Evangelios. Para muchos los libros santos son en esto muy parcos. Por el contrario, hay en ellos mucho más sobre la realidad humana de Nuestro Salvador de cuanto parece a primera vista. Y cuanto nos dicen los Sacros Biógrafos nos trazan una figura que para unos causa sorpresa, para otros fascinación y para todos admiración y, en cierto sentido, desconcierto.
Por los relatos evangélicos podemos vislumbrar que Jesús tenía una constitución física singularmente perfecta. La incesante actividad durante su vida pública, sus incontables privaciones, su predicación de todos los días, los períodos enteros que pasaba sin reposo, etc., exigían un gasto considerable de fuerzas físicas y, por lo tanto, un cuerpo sano y robusto. Nunca dan a entender, ni siquiera permiten sospechar, sus evangelistas que padeciera enfermedad alguna. Sin embargo, sí afirman que conoció el hambre (cf. Mt 4,2; Mc 3,20), la sed (cf. Jn 4,7; 19,28), la necesidad del sueño (cf. Mt 8,24), la fatiga tras el largo caminar (cf. Jn 4,6), estuvo sujeto a la muerte y su vista anticipada le causó viva repugnancia (cf. Mt 26,37-42).
En noticias incidentales, los evangelistas nos recuerdan algunas de sus actitudes y gestos. Nos dicen que a veces hablaba a las muchedumbres de pie (Jn 7,37), otras sentado (Mt 5,1) y a veces –cuando comía– se reclinaba en un diván, según costumbre de entonces (Lc 7,37ss). Solía rezar de rodillas (Lc 22,41) o postrado totalmente en tierra (Mc 14,35). Los gestos más frecuentemente descritos por los evangelistas son los de sus manos, que parten los panes para distribuirlos (Mt 14,19), que toman el cáliz consagrado y lo pasan a sus discípulos (Mt 26,27), que abrazan y bendicen a los pequeñuelos (Mc 10,16), que tocann a los enfermos (incluso a los leprosos) para curarlos (Mc 1,31; Lc 5,13), que alza a los muertos (Lc 8,54), que azotan a los vendedores del Templo y vuelcan las mesas de los cambistas de monedas (Jn 2,15), que lavan los pies de los apóstoles (Jn 13,5).
A veces nos hablan de los movimientos de todo su cuerpo, como cuando se inclina a levantar a Pedro que se hunde en las aguas (Mt 14,31), cuando se agacha a escribir con su dedo en el suelo frente a los acusadores de la mujer adúltera (Jn 8,8), cuando vuelve la espalda a alguno de sus interlocutores para demostrar su descontento (Mt 16,23). El más conmovedor de todos es el que hace en la cruz, cuando, inclinando su cabeza expiró.
Los evangelistas también nos han guardado algunos gestos de los ojos de Jesús que exteriorizaban sus sentimientos íntimos. A Pedro, cuando lo vio por vez primera, lo miró de hito en hito, es decir, fijó su vista en él como para leer hasta el fondo de su alma (Jn 1,42); más profundamente lo miró la noche de un jueves para mover su corazón después de sus negaciones (Lc 22,61). Con particular ternura miró al joven rico (Mc 10,21). A veces gustaba mirar a sus seguidores con la mirada que usan los grandes oradores al comenzar a predicar, como abarcando todo el auditorio (Lc 6,20). En sus ojos no sólo brillaba la dulzura, sino también en oportunidades podía verse el resplandor de una santa cólera (Mc 3,5). Con ellos lloró sobre Jerusalén (Lc 19,38) y también miró con tristeza por última vez los atrios del Templo antes de partir para su muerte (Mc 11,11).
¿Cómo era su voz? Anticipadamente dijo de Él Isaías: He aquí mi siervo, que yo he escogido; no contenderá, ni voceará, ni oirá ninguno su voz en las plazas públicas (Is 42 1-3; Mt 12,16-21). Era firme y severa cuando tenía que dirigir un reproche (Mt 16,1-4) o dar una orden cuyo cumplimiento exigía con especial empeño (Mc 1,25). Terrible para pronunciar un anatema (Mt 25,41); irónica y desdeñosa si quería (Lc 13,15-16), alegre (Lc 10,21), triste (Mt 26,38) o tierna (Jn 19,26), según las muchas circunstancias de su vida.
Su aspecto y apariencia externa no lo conocemos, pero podemos pensar acertadamente que tendría el “tipo” de su pueblo. Santo Tomás comentando el Salmo 44 dice simplemente: “tuvo en sumo grado aquella belleza que correspondía a su estado, la reverencia y la gracia del aspecto; de tal modo que lo divino irradiaba de su rostro”. Unamuno lo describe cifrándolo en dos versos: “Tu cuerpo de hombre con blancura de hostia / para los hombres es el evangelio” (Miguel Ángel Fuentes).
-El alma de Cristo. Jesucristo habla a veces de su alma: Mi alma está turbada (Jn 12,27). El Hijo del hombre vino a dar su alma como rescate de muchos (Mt 20,28). Los evangelistas se refieren a ella a veces diciendo que Jesús conoció en su espíritu los pensamientos secretos de los hombres (Mc 2,8), gimió en su espíritu (Mc 8,12), etc.
Si observamos la sensibilidad del alma de Jesús veremos que experimentó la mayor parte de nuestras afecciones, alegres o tristes, dulces o amargas, pero en especial las dolorosas. A pesar de lo cual, sucediese lo que sucediese, en el fondo de su alma reinaban siempre serenidad y alegría. La paz que se complacía en desear a sus apóstoles (Lc 24,36) la poseyó Él plenamente y de continuo. Aunque a veces los evangelistas anoten que sintió cierta turbación, lo vemos siempre enteramente dueño de sus impresiones, como, por ejemplo, en Getsemaní. Nunca manifiesta duda. Nunca pierde la calma, ni cuando los endemoniados interrumpían sus discursos (Mc 1,22-26), ni cuando sus adversarios lo insultaban groseramente (Mt 9,3) ni cuando intentaban poner sobre Él sus manos (Lc 4,28). Su vida pública estuvo llena de trances difíciles, inquietantes, peligrosos; pero Él nunca perdió la tranquilidad. No lo afectaron las aclamaciones populares (como al entrar triunfante en Jerusalén) ni las condenas del populacho (como cuando la turba pidió su muerte).
Tuvo una gran sensibilidad: sintió profundamente el dolor, la alegría, la tristeza. Se admiró grandemente y saltó de júbilo al ver la fe de los pequeños y las revelaciones que su Padre hace a los humildes (cf. Lc 10,21).
Su fisonomía intelectual es apabullante. Tiene una lucidez única. Su predicación es diáfana, directa. Sus parábolas son un género único, perlas de la literatura humana. El contenido de sus dichos sorprende por la altura, la penetración, la sobrenaturalidad. No menos asombrosa es la “pedagogía” de Cristo: es significativo cómo fue llevando a sus discípulos (algunos simples pescadores) a aceptar y entender los misterios más grandes de nuestra fe (su filiación divina, la trinidad de Personas, la unidad de Dios, el misterio de la inhabitación trinitaria, de la gracia, el Reino de Dios, etc.). Su oratoria demuestra una grandeza de pensamiento inigualable. Por ejemplo, aquellas palabras que dirige a la muchedumbre hablándoles de Juan Bautista: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten con elegancia están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué salisteis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino. En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él” (Mt 11,7-11). ¿Cómo no escuchar atónitos elocuencia tal? Además, sabía, como ninguno, apelar a las imágenes vivas, conocidas por sus oyentes: el soplo rápido y misterioso del viento (Jn 3,8), la fuente de agua viva (Jn 4,10), el vaso de agua fresca (Mt 10,42), el labrador que guía el arado (Lc 9,62), el hombre fuerte y armado que cuida su casa (Lc 11,21), los servidores que con la lámpara en la mano esperan la venida de su señor (Lc 18,35), el ciego que guía a otro ciego (Lc 6,39), etc. Sabía poner sobrenombres apropiados: a Simón, Cefas “piedra”, a Juan y Santiago, Boanerges, “hijos del trueno”. Sus consejos y réplicas eran penetrantes y dejaban sin voz a sus adversarios, como repetidamente nos señalan los evangelistas.
Su fisonomía moral responde más que adecuadamente a la profecía del ángel a la Virgen: Lo que nacerá de ti será santo (Lc 1,35). Brillan en Él todas las virtudes: la paciencia, la caridad, la obediencia, la humildad, la fortaleza, la templanza, la justicia. De su espíritu de abnegación y sacrificio dice San Pablo: “Christus non sibi placuit”, Cristo no buscó contentarse a Sí mismo (Rom 15,3). En Él contemplamos el más hermoso ejemplo de castidad, de pobreza (nació en una familia de pobres, vivió como pobre y murió como pobre), de obediencia. No cometió pecado, ni en su boca se encontró engaño, dice San Pedro hablando de Él (1 Pe 2,22), y lo mismo el autor de la Carta a los Hebreos (Hb 4,15). Proclamaron su inocencia el mismo Pilato lavándose las manos para no ser culpable de derramar su sangre (Mt 27,24), y el mismo Judas que lo entregó (Mt 27,4). Por eso, el mismo Cristo puede atreverse a decir a sus enemigos: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8,46); por cuanto sepamos, ninguno de ellos se atrevió a hablar. Por el contrario, muchas veces debieron reconocer sus virtudes, como cuando los fariseos envían sus discípulos a preguntarle sobre el tributo del César y comienzan confesando la “autoridad moral” de su enseñanza: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios en verdad sin hacer acepción de personas (Mt 22,16).
Pero sobre todas las cosas, sabía amar a lo grande. Tuvo muchas amistades y muy profundas (sus apóstoles, María, Marta y Lázaro; sus amigos escondidos como José de Arimatea y Nicodemo, etc.). Juan era llamado el discípulo que Jesús amaba (Jn 13,23), y a él lo hace recostar sobre su pecho en la Ultima Cena. Sabía enamorarse rápidamente de un alma limpia, como hace con el joven rico: Jesús lo miró y lo amó (Mc 10,21). Amó a los niños (Mc 9,35-36). Amó a los suyos hasta el extremo de dar la vida por ellos (Jn 13,1ss), cumpliendo así lo que Él mismo había dicho: Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por sus amigos (Jn 15,13).
Además de tener la perfección de la naturaleza divina, Jesús fue también plenamente humano, plenamente hombre como nosotros. Y ya en su misma naturaleza humana ha excedido a todo hombre. ¿Quién podrá igualarlo? Ha hecho bien Guardini al hablar de “la absoluta diversidad de Jesús”. Es enteramente como nosotros, y también es enteramente diverso de nosotros. Fue un hombre –fue “el” hombre o “el Hijo del hombre” como se autodefinía Él–, pero al mismo tiempo, ningún hombre obró como Él, ningún hombre habló como Él, ningún hombre amó como Él, ningún hombre sufrió como Él (Miguel Ángel Fuentes).
Debía ser muy fácil enamorarse de Jesucristo. Quien llega a conocerlo profundamente no puede evitarlo; y por eso Lope cantó: “No sabe qué es amor quien no te ama...” hay un texto atribuido a san Cipriano que es como si Jesús dice: “en vosotros mismos es donde me veréis, como ve un hombre su propio rostro en un espejo”.
-Se acerca la Pasión. Hoy, viernes, faltan dos semanas justas para el Viernes Santo, fijos los ojos en la Cruz de Cristo. Las lecturas de hoy parecen orientarnos ya a esa perspectiva. Algunas frases las volveremos a escuchar aquel día: «ha puesto su confianza en Dios, que le salve ahora, si es que de verdad le quiere» (Mt 27,43).
También hay en nuestro tiempo un rechazo a Jesús, a la imagen que tienen de él, porque a él no le conocen en realidad. También nosotros podemos ser si no amenazados de muerte, sí desacreditados o ignorados. No pasa nada. Jesús fue y es signo de contradicción, como hemos visto que les anunció el anciano Simeón a María y a José. Los cristianos, si somos luz y sal, podemos también resultar molestos en el ambiente en que nos movemos. Lo triste sería que no diéramos ninguna clase de testimonio, que fuéramos insípidos, incapaces de iluminar o interpelar a nadie. Ante el Triduo Pascual, ya cercano, nuestra opción por Cristo debe movernos también a la aceptación de su cruz y de su testimonio radical, si queremos en verdad celebrar la Pascua con Él (J. Aldazábal). Le pedimos hoy al Señor: «Concédenos recibir con alegría la salvación que nos otorgas y manifestarla a los hombres con nuestra propia vida» (oración).
Hoy asistimos a nuevas utopías, con motivos incluso de cienciología. A la espera de nuevos Mesías, no miramos al Salvador… «Por la fuerza de la cruz, el mundo es juzgado como reo y el crucificado, exaltado como juez poderoso» (prefacio I de la Pasión). Como decimos en la Entrada: «Oh Dios, sálvame por tu Nombre, sal por mí con tu poder. Oh Dios, escucha mi súplica, atiende a mis palabras» (Sal 53,3-4). Es la Pasión que nos da esa vida, como señala la oración de Comunión: «Por Cristo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados; el tesoro de su gracia ha sido un derroche para con nosotros» (Ef 1,7). Así pasamos de la esclavitud a la libertad, como pedimos en la Postcomunión: «Señor, así como en la vida humana nos renovamos sin cesar, haz que, abandonado el pecado que envejece nuestro espíritu, nos renovemos ahora por su gracia».
Juan Pablo I, en su primer mensaje como Papa, urgía a los cristianos a cambiar de actitud: “Queremos recordar a toda la Iglesia que la evangelización sigue siendo su principal deber... Animada por la fe, alimentada por la caridad y sostenida por el alimento celestial de la Eucaristía, la Iglesia debe estudiar todos los caminos, procurarse todos los medios, oportuna e inoportunamente (2 Tim 4, 2), para sembrar la palabra, proclamar el mensaje, anunciar la salvación que infunde en el alma la inquietud de la búsqueda de la verdad y la sostiene con la ayuda de lo alto en esta búsqueda. Si todos los hijos de la Iglesia fueran misioneros incansables del Evangelio brotaría una nueva floración de santidad y de renovación en este mundo sediento de amor y de verdad” (27-VIII-1978).
«Nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su hora» (Jn 7,30). Se refiere a la hora de la Cruz, al preciso y precioso tiempo de darse por los pecados de la entera Humanidad. Todavía no ha llegado la hora, pero ya se encuentra muy cerca, cuando sentirá —como escribía el Cardenal Wojtyla— todo «el peso de aquella hora, en la que el Siervo de Yahvé ha de cumplir la profecía de Isaías, pronunciado su “sí». Cristo —en su constante anhelo sacerdotal— habla muchísimas veces de esta hora definitiva y determinante (Mt 26,45; Mc 14,35; Lc 22,53; Jn 7,30; 12,27; 17,1). Toda la vida del Señor se verá dominada por la hora suprema y la deseará con todo el corazón: «Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me siento urgido hasta que se realice!» (Lc 12,50). Y «la víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Aquel viernes, nuestro Redentor entregará su espíritu a las manos del Padre, y desde aquel momento su misión ya cumplida pasará a ser la misión de la Iglesia y de todos sus miembros, animados por el Espíritu Santo. A partir de la hora de Getsemaní, de la muerte en la Cruz y la Resurrección, la vida empezada por Jesús «guía toda la Historia» (Catecismo de la Iglesia n. 1165). “La vida, el trabajo, la oración, la entrega de Cristo se hace presente ahora en su Iglesia: es también la hora del Cuerpo del Señor; su hora deviene nuestra hora, la de acompañarlo en la oración de Getsemaní” (Josep Vall), «siempre despiertos —como afirmaba Pascal— apoyándole en su agonía, hasta el final de los tiempos». Es la hora de actuar como miembros vivos de Cristo. Por esto, «al igual que la Pascua de Jesús, sucedida “una vez por todas” permanece siempre actual, de la misma manera la oración de la Hora de Jesús sigue presente en la Liturgia de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia n. 2746).
jueves, 22 de marzo de 2012
Fwd: RV: RV: URGENTEEEE!!!!! ESTÁ FIRMADO POR LA GUARDIA CIVIL ( POR TU ORDENADOR Y POR EL MÍO]
Enviado desde mi iPhone
Inicio del mensaje reenviado:
De: Encarnita Pons <encarnitapm@hotmail.com>
Fecha: 22 de marzo de 2012 14:28:56 GMT+01:00
Asunto: FW: RV: RV: URGENTEEEE!!!!! ESTÁ FIRMADO POR LA GUARDIA CIVIL ( POR TU ORDENADOR Y POR EL MÍO]
ENVIAR ATODO EL MUNDO
*_MUY IMPORTANTE Y URGENTE _*
POR FAVOR, HAZ CIRCULAR ESTE AVISO A TUS AMISTADES, FAMILIA, CONTACTOS !!!
En los próximos días, debes estar atent@: No abras ningún mensaje con un archivo anexo llamado: Actualizacion de Windows live, independientemente de quien te lo envíe. Es un virus que quema todo el disco duro . Este virus vendrá de una persona conocida que te tenia en su lista de direcciones.. Es por eso que debes enviar este mensaje a todos tus contactos.
Si recibes el mensaje llamado:Actualizacion de Windows live , aunque sea enviado por un amigo, no lo abras y apaga tu maquina inmediatamente. Es el peor virus anunciado por CNN. Ha sido clasificado por Microsoft
como el virus mas destructivo que haya existido . Este virus fue descubierto ayer por la tarde por Mc Afee. Y no hay arreglo aun para esta clase de virus. Este virus destruye simplemente el Sector Zero del Disco Duro
RECUERDA: SI LO ENVIAS A ELLOS, NOS BENEFICIAS A TODOS*
*Tomás González Dorribo*
Capitán de la Guardia Civil
Servicio de Telecomunicaciones / SC. Técnica*
Tlf*: 34.91.514.6381
Fax: 34.91.514.6383*
Móvil*: 34.696.90.98.76 (33478)
miércoles, 21 de marzo de 2012
Cuaresma 4, jueves: el Señor perdona nuestras idolatrías y su misericordia se manifiesta en el perdón
¡Señor!, dijo Moisés, ¿se va a encender tu ira contra tu pueblo que sacaste de Egipto con gran poder? ¿Tendrán que decir los egipcios que ‘con mala intención los sacaste para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos’...? Por favor, acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac.... Y el Señor se arrepintió de su amenaza...”
Salmo responsorial: 105, 19-20.21-22.23: «En Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba. Se olvidaron de Dios, su salvador, que había hecho prodigios en Egipto, maravillas en el país de Cam, portentos en el Mar Rojo. Dios hablaba de aniquilarlos; pero Moisés, su elegido, se puso en la brecha frente a Él, para apartar su cólera del exterminio. Acuérdate de nosotros por amor a tu pueblo».
Evangelio: Juan 5, 31-47: 31«Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros mandasteis enviados donde Juan, y él dio testimonio de la verdad. No es que yo busque testimonio de un hombre, sino que digo esto para que os salvéis. El era la lámpara que arde y alumbra y vosotros quisisteis recrearos una hora con su luz.
Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro, ni habita su palabra en vosotros, porque no creéis al que Él ha enviado.
Vosotros investigáis las escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida. La gloria no la recibo de los hombres. Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése le recibiréis. ¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que os voy a acusar yo delante del Padre. Vuestro acusador es Moisés, en quién habéis puesto vuestra esperanza. Porque, si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí.
Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?»
Comentario: Jesús aporta testimonios según las leyes judías, que sirvan para avalar una verdad: las obras divinas que realiza, y las Escrituras. Para creer, es necesario dejar que su Palabra habite en nosotros. Jesús reprocha a sus contemporáneos no haber escuchado realmente a Moisés: «si creyerais en Moisés, creeríais también en mí». “Jesús, está claro que no puedo amarte si primero no creo. La fe es muy importante, porque es el paso previo a la caridad, al amor. Por eso, he de fomentarla y cuidarla; no puedo jugar con la fe, ponerla en peligro. En otros tiempos se incitaba a los cristianos a renegar de Cristo; en nuestra época se enseña a los mismos a negar a Cristo. Entonces se impelía, ahora se enseña; entonces se usaba de la violencia, ahora de insidias; entonces se oía rugir al enemigo, ahora, presentándose con mansedumbre insinuante y rondando, difícilmente se le advierte” (San Agustín, Comentario al salmo 39).
1-2) La primera lectura (y el salmo que la glosa) nos da «precisamente» una actitud de Moisés. Al bajar de la Montaña del Sinaí, donde había estado hablando con Dios, encuentra al pueblo en adoración ante una estatua de metal, ¡un becerro! Todas las épocas, los hombres han tenido esta tentación: las «cosas de la tierra»... los «alimentos terrestres»... los «bienes temporales»... el dinero. Bienes necesarios, pero tentadores, porque pueden adueñarse como un ídolo.
-“Se han apartado de mí... Se han postrado ante un becerro”... En “El Señor de los Anillos” un protagonista, Gollum, tiene en su poder “el anillo” que da poderes, pero quien se lo pone corre un gran peligro, pues queda por él dominado. No es fácil sustraerse a esos poderes y a ese dominio, pues la codicia lleva a ponerse el anillo, hay una especial atracción en ello. Es entonces cuando el hombre, imagen de Dios, que se posee a sí mismo, es decir es libre, se rebaja hasta convertirse en esclavo de un ídolo o de los demás, alienado. La adoración al verdadero Dios es la única que no envilece ni rebaja. Sólo Tú, Señor, mereces nuestras sumisiones y nuestros sacrificios.
-“Mi ira se encenderá”. La «ira» de Dios es una imagen también, una manera de hablar: para poderlo entender, lo imaginaron como nosotros, prestamos a Dios sentimientos humanos para significar que Dios no puede pactar con el mal. Dios toma la defensa del hombre, contra sí mismo, para indicar “¡no os rebajéis de ese modo!” ¿Qué conversiones son urgentes en mi vida?
Moisés en solidaridad con sus hermanos, rezando por los pecadores, es imagen de Jesús, que intercede por todos los pecadores... Cuaresma es un tiempo en el que la plegaria de los fieles tiene una oración específica por los pecadores, pues nosotros también nos identificamos con Jesús en este punto. Es, como siempre, el tercer sentido de las lecturas: el protagonista histórico (Moisés), el típico (Cristo), el espiritual (nosotros cuando leemos la Palabra, lo hacemos en el Espíritu y nos hacemos protagonistas). En la Postcomunión pedimos: «Que esta comunión, Señor, nos purifique de todas nuestras culpas, para que se gocen en la plenitud de tu auxilio quienes están agobiados por el peso de su conciencia». ¿Cómo va el espíritu de reparación? ¿Desagravio a Dios por los que veo que se portan mal? ¿Intento ayudar a los demás, a salir de las esclavitudes en las que se encuentran? O bien ¿busco solamente la compañía de los justos? “Te ruego, Señor, en nombre de todos los hombres pecadores. Yo soy uno de ellos, me conozco. Sé también muy bien que muchos están como pegados, ligados a sus hábitos de injusticia, de egoísmo, de impureza, de orgullo, de desprecio, de violencia... ¡nuestros ídolos! y Tú, Señor, quieres liberarnos de todo esto, darnos la auténtica libertad: ¡de tal manera quieres el bien de la humanidad! Sé que Tú perdonas. Que esperas nuestras intercesiones, nuestras plegarias. Ten piedad de nosotros” (Noel Quesson).
El diálogo entre Yahvé y Moisés es entrañable. Después del pecado del pueblo, que se ha hecho un becerro de oro y le adora como si fuera su dios (pecado que describe muy bien el salmo de hoy), Yahvé habla a Moisés, que intercede ante Dios en defensa de su pueblo. Es una llamada a hacer oración, a que nosotros también hablemos con Dios, como Moisés, que es imagen de Jesús, el único que conoce al Padre, que habla cara a cara con Él.
3. Sigue el comentario de Jesús después del milagro de la piscina y de la reacción de sus enemigos; Él será el nuevo Moisés, que se sacrifica hasta el final por la humanidad, por nosotros pecadores: «Que esta comunión nos purifique de todas nuestras culpas» (comunión). Hoy vemos que se trata de aceptar a Cristo, para tener parte con Él en la vida, para sentir como Él la urgencia de la evangelización de nuestros hermanos de todo el mundo (J. Aldazábal).
"Padre, he venido a este mundo para glorificar tu nombre. He llevado a término tu obra; glorifícame". Hemos visto estos días cómo Jesús es la Luz que ilumina, da vida, refleja un Dios que es amor, que resucita y salva. En la cruz, el Enviado será objeto de burla. “Pues he aquí "la obra" que autentifica su misión: una vida entregada hasta el final. La cruz derriba los pedestales de los falsos dioses. Los dioses de los justos, de los ricos, de los satisfechos; los dioses cuyas gracias se compran y cuyos favores hay que ganarse...; esos dioses sólo sirven para ser derribados, pues no son más que becerros de oro de pacotilla, imágenes deformadas de quienes las han fabricado. Dios tendrá para siempre el rostro de un crucificado, expulsado fuera de las murallas de la ciudad, ridiculizado, injustamente condenado.
"El Padre que me ha enviado es el que da testimonio de mí". En el desierto, los hombres se habían unido a dioses conformes a sus deseos. También en el desierto, Moisés erigió otra señal, un bastón coronado por una serpiente de bronce. Señal desconcertante e irrisoria. Sin embargo, dice la Escritura que los que la miraban eran salvados. Dios, por su parte, ha erigido en el universo la única señal en la que se reconoce: una cruz plantada en el corazón del mundo. Los que la miran quedan salvados” (Dios cada día, Sal Terrae).
Los testimonios de Jesús vienen en primer lugar de Juan Bautista y de los profetas, "pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado". Estos "signos" son particularmente vivos en el evangelio de Juan; "para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo tengáis vida en su nombre" (20, 30-31): comunican vida al hombre, son de Dios (5, 17-21) (anteayer). Escuchar la voz de Dios. San Agustín dice: «¿Por qué creéis que en las Escrituras está la vida eterna? Preguntadle a ellas de quién dan testimonio y veréis cuál es la vida eterna. Por defender a Moisés ellos quieren repudiar a Cristo, diciendo que se opone a las instituciones y preceptos de Moisés. «Pero Jesús los deja convictos de su error, sirviéndose como de otra antorcha... Moisés dio testimonio de Cristo, Juan dio testimonio de Cristo y los profetas y apóstoles dieron también testimonio de Cristo... Y Él mismo, por encima de todos estos testimonios, pone el testimonio de sus obras. Y Dios da testimonio de su Hijo de otra manera: muestra a su Hijo por su Hijo mismo, y por su Hijo se muestra a Sí mismo. El hombre que logre llegar a Él no tendrá ya necesidad de antorcha y, avanzando en lo profundo, edificará sobre roca viva» (Tratado 23 sobre el Evangelio de San Juan, 2-4).
No es cuestión (como hemos visto ayer) de conocer la Escritura, sino “vivirla”, quien tiene la máxima intimidad de Dios, quiere hacer partícipes de ese gozo a los demás. Sabe de nuestros problemas, cuán terrible es para el hombre la ausencia de Dios. Es la mayor desesperación... que nada puede reemplazar. Es patente hoy, en nuestro mundo ateo, a qué vacío y soledad suele enfrentarse el hombre: “Señor Jesús, haznos descubrir la "faz" de nuestro Padre; que oigamos su "voz"”.
-“No tenéis su palabra en vosotros, porque no habéis creído”... En medio de un bello paisaje es más fácil ver la fuerza restauradora de la creación de Dios, la necesidad de trascendencia, recordaba Benedicto XVI después de visitar una casa de recuperación de drogadictos en medio del campo: “sólo Dios basta, dijo Teresa de Ávila. Si Él nos falta, el hombre debe tratar de superar por sí mismo los confines del mundo; entonces la droga se convierte para él en casi una necesidad; pero bien pronto descubre que ése es un horizonte ilusorio y una burla que el diablo hace al hombre”. Por eso proponía busca escuchar a Dios en su palabra, en la plegaria de la Iglesia, en los Sacramentos, en los testimonios de los santos. La fe necesita formarse al fuego de la lectura de la palabra de Dios, meditación pausada de las ideas que brotan en nuestro interior; es necesario para ser fieles en asumir las responsabilidades y desarrollar una personalidad armónica como hijos de Dios. También da coherencia y fortaleza, para ir contracorriente: no ahogarse en dudas, por falta de fuerzas o discrepancia entre lo que se vive y piensa. Ayuda también la reflexión a saber dar respuestas convincentes, razones de nuestra fe, y buscar las respuestas a las preguntas que se van formulando. Ayuda a hacer vida propia la que vemos en Jesús, que influya en nuestra personalidad. Porque las ideas (aunque sean de la exégesis bíblica) sin lo otro, no basta: “jamás se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con gran doctrina se puede saber todo sobre las Sagradas Escrituras, sin haberlo encontrado jamás. Caminar junto a Él, entrar en sus sentimientos, forma parte integrante del conocerlo. Pablo escribe estos sentimientos así: ‘tener el mismo amor, formar juntos una sola alma”, vivir en comunión, en concordia con los demás. Le pedimos que la Palabra de Dios habite más en nosotros; no hay formulitas mágicas para eso, es cuestión de hacer meditación, "hacer habitar la Palabra" en nosotros: fijar la mente, la imaginación en una escena evangélica... Repetir, interiorizar una frase, dejar que fluya nuestra vida al compás de esos sentimientos, para iluminar esos hechos con el amor de Dios, considerar que Dios es amor y sacará bien de aquellas circunstancias de nuestra vida, nos ayudará a amar más. Quien no ama, no conoce a Dios: “Te lo ruego, Señor. Ayúdame a amarte. Haz que yo sea "amor" de pies a cabeza, para que pueda revelar algo de ti”. Ante tanto ídolo, “uno se queda dando vueltas, siempre en lo humano, no hay modo de salir del cielo desesperante "producción-consumo"... producir para destruir... Haría falta que el hombre levantase un poco la cabeza y valorase en sí mismo sus aspiraciones al infinito, al absoluto... Encontrar a Dios. Escuchar a Dios. Contemplar a Dios” (Noel Quesson), buscar su rostro, como decimos en la antífona de entrada: «Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro» (Sal 104,3-4). Así viviremos de ese amor que recibimos, como pedimos en la Colecta (que hoy viene del Gelasiano y del Sacramentario de Bérgamo): «Padre lleno de amor, te pedimos que, purificados por la penitencia y por la práctica de las buenas obras, nos mantengamos fieles a tus mandamientos, para llegar bien dispuestos a las fiestas de Pascua». Lo mismo se insiste en la Comunión: «Meteré mi Ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo, dice el Señor» (Jer 31,33). Vemos que esa ley divina es el amor que se manifiesta en la misericordioso, ahí se manifiesta de forma máxima su omnipotencia, dice Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica, 2-2,30,4). Casiano explica que la misericordia de Dios perdona y mueve a conversión: «En ocasiones Dios no desdeña visitarnos con su gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón... Tampoco tiene a menos hacer nacer en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Más aún, su gracia se difunde en nuestros corazones para que ese toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza» (Colaciones, 4). San Gregorio Magno también ensalza la misericordia de Dios: «¡Qué grande es la misericordia de nuestro Creador! No somos ni siquiera siervos dignos, pero Él nos llama amigos. ¡Qué grande es la dignidad del hombre que es amigo de Dios!» (Homilía 27 sobre los Evangelios). «La suprema misericordia no nos abandona, ni siquiera cuando la abandonamos» (Homilía 36 sobre los Evangelios).
La fe se robustece con el estudio, con la formación. No es coherente que vaya creciendo mi cultura, mi ciencia, mi capacidad crítica, y continúe con una formación religiosa «de primera comunión»: con explicaciones de la fe que no dan respuesta a las preguntas de una vida de adulto, ni pueden contrarrestar los ataques a la fe solapados bajo un lenguaje pseudocientífico y «progresista». Por eso es importante asistir a charlas de formación, pedir consejo para leer libros interesantes sobre la doctrina y la vida cristiana. Y, desde luego, leer las Escrituras. A este respecto, explica Jacques Philippe, al introducir consejos para la práctica de la Lectio Divina: “Es fundamental hacer resonar en nuestros corazones la Palabra de Dios. Esto se lleva a cabo, por supuesto, en la asamblea litúrgica, cuando se proclama la Sagrada Escritura y se comenta en la iglesia. Pero es necesario también que cada uno de nosotros sepa reservar unos momentos personales para ponerse a la escucha de la Palabra de Dios, dejarse interpelar, orientar y moldear por ella, repitiendo las palabras de Juan Pablo II… El gran secreto de la Lectio Divina es que, cuanto mayor sea el deseo de conversión, más fecunda será la lectura de la Escritura. Son muchas las personas sencillas e ignorantes que han recibido grandes luces y poderosos estímulos a través de la Sagrada Escritura porque tenían confianza en que iban a encontrar en ella la palabra viva de Dios. Los ejemplos en la historia de la Iglesia son innumerables, entre ellos, Teresa de Lisieux que, sin embargo, nunca tuvo una Biblia completa a su disposición” (Llamados a la vida).