Tiempo ordinario XXV, domingo (A): lo más importante en la vida no son nuestros méritos sino la humildad y el amor, el árbol de la vida es acogernos al amor que Dios nos da, a su misericordia
Lectura del Profeta Isaías 55,6-9. Buscad al Señor mientras se le encuentra, / invocadlo mientras está cerca; / que el malvado abandone su camino, / y el criminal sus planes; / que regrese al Señor, y él tendrá piedad, / a nuestro Dios, que es rico en perdón.
Mis planes no son vuestros planes, / vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-. / Como el cielo es más alto que la tierra, / mis caminos son más altos que los vuestros, / mis planes, que vuestros planes.
SALMO RESPONSORIAL 144,2-3. 8-9. 17-18. R/. Cerca está el Señor de los que lo invocan.
Día tras día te bendeciré, Dios mío, / y alabaré tu nombre por siempre jamás. / Grande es el Señor y merece toda alabanza, / es incalculable su grandeza.
El Señor es clemente y misericordioso, / lento a la cólera y rico en piedad; / el Señor es bueno con todos, / es cariñoso con todas sus criaturas.
El Señor es justo en todos sus caminos, / es bondadoso en todas sus acciones; / cerca está el Señor de los que lo invocan, / de los que lo invocan sinceramente.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses 1,20c-24.27a. Hermanos: Cristo será glorificado en mi cuerpo, sea por mi vida o por mi muerte. Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Pero si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero no sé qué escoger.
Me encuentro en esta alternativa: por un lado deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero por otro quedarme en esta vida, veo que es más necesario para vosotros.
Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 20,1-16. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: E1 Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.
Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: -Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: -¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: -Nadie nos ha contratado. El les dijo: -Id también vosotros a mi viña. Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: -Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: -Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. El replicó a uno de ellos: -Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.
Comentario. 1. Is 55. 6-9. El poeta que denominamos Isaías II (cap. 40-50), recibe la misión de ser el mensajero del consuelo para el pueblo desanimado del destierro. Sentirse en el destierro parece incompatible con transmitir el mensaje de consuelo y de esperanza: "Buscad al Señor", "invocadlo" (vv 6-7) es la solución, aunque el corazón esté árido, la palabra de Dios es siempre fructífera, como agua que cae sobre los campos (vv. 10 s.). Todo es fiarnos de la palabra de Dios (A. Gil Modrego).
2. Salmo 144. Jesús es "el hombre vuelto hacia Dios". El enviado del Padre. No tiene quereres personales: está sólo para hacer la voluntad del Padre. Jesús es la expresión viviente y la encarnación de esta ternura de Dios de que habla el salmo 144: el Señor está cerca de los que lo invocan. Estar cerca de Dios. La trascendencia define al hombre: "un ser que solamente puede realizarse en dependencia de Otro". Malraux afirma lo siguiente: "El problema principal para un agnóstico de nuestro tiempo es el siguiente: puede existir una comunión sin trascendencia, y si no, ¿sobre qué puede fundar el hombre sus valores supremos? ¿Sobre qué trascendencia no revelada puede fundar su comunión? Escucho de nuevo el murmullo que escuchaba hace poco: si es para suicidarse, ¿para qué ir a la luna?". Si lo más importante de la vida es que Dios nos ama y acoger este amor, nuestra labor más primordial será esta "apertura" a esa realidad. En este largo salmo del que leemos unos versículos hoy no hay peticiones: todo es alabanza y proclamar ese amor y misericordia divinos. Hay personas que dicen "amar" a otra persona, y de hecho sólo se aman a sí mismas: todo su lenguaje, todas sus actitudes, son únicamente para "aprovecharse" del otro y no para "servirlo"... "A menudo somos también con Dios interesados egoístas". Aunque decimos a Dios "hágase tu voluntad", de hecho estamos diciendo "que mi voluntad sea hecha". La recitación frecuente de este salmo podría enseñarnos a adoptar con más frecuencia hacia Dios un verdadero lenguaje de amor, orientado hacia El, y no orientado hacia nosotros. Dime si tu oración es "contemplación", "admiración", "mirada extasiada hacia Dios"... Y te diré si tú lo amas verdaderamente. Dime si aceptas "perder el tiempo" con El y te diré si tú lo amas verdaderamente. Dime si pasas todo el tiempo hablando o si tú dejas de hablar para escuchar, y te diré si tú lo amas a El (Noel Quesson).
Al llegar al v. 8 nuestra alabanza a Dios es con una fórmula tradicional: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad». La formulación más solemne que hay en toda la Escritura es la revelación que Dios hace de sí mismo a Moisés en la cima del Sinaí: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7a). Esta convicción fundamental, que se repetirá con diversas variantes a lo largo del Antiguo Testamento, llegará a su cima en la primera carta de Juan: «Dios es amor» (lJn 4,8). Un rasgo notable del salmo es su universalismo. No hace distinciones entre los fieles al tributar la alabanza a Dios. Tampoco hace distinciones al comprender que Dios lo es de todo el mundo y de todos los vivientes. No hay discriminación de destinatarios de los favores divinos, porque ama de corazón todo lo que ha creado, hombres y criaturas, y por tanto, sacia de favores a todos los que en él esperan. La alabanza no se circunscribe a un pueblo, ni a una ciudad, ni a un lugar, el templo. El Dios universal merece una alabanza universal.
El amor y perdón están en la base de todo: el Señor sostiene y endereza a los que se caen y se doblan, da la comida y sacia a todos los seres vivos, está cerca de los que lo invocan sinceramente, satisface los deseos de sus fieles y los salva, guarda a los que lo aman, destruye a los malvados. Es el Dios de cada día, el Dios de los humildes que lo invocan en las necesidades cotidianas.
La lectura cristiana de este salmo puede tener como trasfondo la plegaria de Jesús, el padrenuestro. Santificado sea tu Nombre..., venga a nosotros tu reino..., hágase tu voluntad..., danos hoy nuestro pan de cada día..., encontrar correspondencias en algunos expresiones de este salmo: bendeciré tu nombre por siempre jamás..., descubrimos en Jesucristo la realización de estas palabras de modo más perfecto en la oración que nos enseñó (Jordi Latorre). Así también lo recordaba Benedicto XVI: se pide el reinado de Dios: “Sabemos que esta simbología regia, que tendrá un carácter central también en la predicación de Cristo, es la expresión del proyecto salvífico de Dios: él no es indiferente a la historia humana, es más, tiene el deseo de actuar con nosotros y para nosotros un designio de armonía y de paz. Toda la humanidad está también convocada a cumplir este plan para obedecer a la voluntad salvífica divina, una voluntad que se extiende a todos los «hombres», a «toda generación» y a «todos los siglos». Una acción universal, que arranca el mal del mundo y entroniza la «gloria» del Señor, es decir, su presencia personal, eficaz y trascendente. Hacia el corazón de este salmo, que aparece precisamente en el centro de la composición, se dirige la alabanza orante del salmista, que se hace portavoz de todos los fieles y que hoy querría ser portavoz de todos nosotros. La oración bíblica más alta es, de hecho, la celebración de las obras de salvación que revelan el amor del Señor por sus criaturas. El Salmo continúa exaltando «el nombre» divino, es decir, su persona (Cf. versículos 1-2), que se manifiesta en su acción histórica: se habla de «obras», «maravillas», «prodigios», «potencia», «grandeza», «justicia», «paciencia», «misericordia», «gracia», «bondad» y «ternura».Es una especie de oración en forma de letanía que proclama la entrada de Dios en las vicisitudes humanas para llevar toda la realidad creada a una plenitud salvífica. No estamos a la merced de fuerzas oscuras, ni estamos solos con nuestra libertad, sino que hemos sido confiados a la acción del Señor poderoso y amoroso, que instaurará para nosotros un designio, un «reino» (v. 11). Este «reino» no consiste en el poder o el dominio, el triunfo o la opresión, como sucede por desgracia con frecuencia con los reinos terrenos, sino que es la sede de una manifestación de piedad, ternura, bondad, de gracia, de justicia, como confirma en varias ocasiones en los versículos que contienen la alabanza.
La síntesis de este retrato divino está en el versículo 8: el Señor es «lento a la cólera y rico en piedad». Son palabras que recuerdan la presentación que el mismo Dios había hecho de sí mismo en el Sinaí, donde dijo: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6). Tenemos aquí una preparación de la profesión de fe en Dios de san Juan, el apóstol, al decirnos simplemente que Él es amor: «Deus caritas est» (Cf. 1 Juan 4,8. 16). Además de fijarse en estas bellas palabras, que nos muestran a un Dios «lento a la cólera y rico en piedad», dispuesto siempre a perdonar y ayudar, nuestra atención se concentra también en el bellísimo versículo 9: «el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas». Una palabra que hay que meditar, una palabra de consuelo, una certeza que aporta a nuestra vida. En este sentido, san Pedro Crisólogo (380-450) se expresa con estas palabras…: «"Grandes son las obras del Señor": pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la Creación, este poder es superado por la grandeza de la misericordia. De hecho, habiendo dicho el profeta: "Grandes son las obras de Dios", en otro pasaje añade: "Su misericordia es superior a todas sus obras". La misericordia, hermanos, llena el cielo, llena la tierra… Por esto la grande, generosa, única misericordia de Cristo, que reservó todo juicio para un solo día, asignó todo el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia… Por eso confía totalmente en la misericordia el profeta, que no tenía confianza en la propia justicia: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa" (Salmo 50, 3)». Y nosotros decimos también al Señor: «Piedad de mí, Dios mío, pues grande es tu misericordia».
3. Flp 1. 20c-24/27ª. La carta a los cristianos de Filipos es, quizás, una de las más personales de Pablo. Probablemente es, en su versión actual, una composición de varios escritos dirigidos por Pablo a esa comunidad. Pero ello no impide que cierto talante general discurra por las distintas secciones del escrito. Y ese talante general es, desde luego, cristológico. En Flp puede observarse mejor que en otras cartas lo que supone Xto para la persona de Pablo. Aparecen en ella más frecuentemente los sentimientos del Apóstol respecto a su Señor. A lo mejor esto se debe a que las relaciones de Pablo con los Flp eran muy buenas, que la comunidad tenía una situación relativamente tranquila y que Pablo podía abrirles su espíritu.
La frase principal es la del v. 21: vivir es Xto. Todo el sentido y la realidad de la vida de Pablo está en Xto. Sentir definitivamente la unión con Xto que ya se tiene ahora mismo es para Pablo lo mejor. Pero está dispuesto a sacrificar ese gozo en bien de sus hermanos. Lo cual nos prueba lo importante que son los demás para Pablo, como deberían serlo para todos. Dos puntos básicos: amor a Xto y amor a los demás. A partir de ahí, lo que se quiera (Federico Pastor). Desde la cárcel, Pablo padece las llagas de Jesús en su propia carne (Gál 6,17) y tiene delante la muerte o la libertad. No sabe qué escoger. Pues si la muerte es el paso de la esperanza a la posesión de Cristo y de la fe a la visión cara a cara del Señor, su vida en el mundo puede ser todavía útil a la Iglesia. Pablo deja el asunto en las manos de Dios y acepta su voluntad en cualquier caso, pues todo contribuye tanto la vida como la muerte, para bien de los que se salvan. Lo importante es que los cristianos vivan dignamente y conformen su conducta a las enseñanzas del Señor (cf. Ef 4, 1; Col 1, 10; “Eucaristía 1987”). A través del amor podremos llegar a comprender y a desear con realismo vivir el estilo de vida que vive ya Jesús. Consciente del valor de su misión, rechaza el Apóstol eso que para él es mejor, como sería el salir condenado del juicio en el que está metido. No quiere abandonar a medio hacer lo que ha comenzado. Estamos tocando niveles hondos de evangelio. El que ha llegado a desprenderse de sí mismo hasta en lo referente a su propio camino espiritual, de tal modo que es capaz de sacrificarlo en favor de los demás está ya en la mejor actitud de fe, está ya comenzando a vivir la vida de verdad, aunque aún lo haga en la contradicción de esta vida. El cristiano es ciudadano del reino de los cielos (Ef 2, 19), cuyo Señor es Jesucristo salvador (Filp 3, 20) y cuya carta de actuación es el evangelio (“Eucaristía 1978”). Escoge lo que viene, sabiendo que viene de Dios. -Para mí la vida es Cristo… Cristo será manifestado "en mi cuerpo", "mi existencia". La consecuencia que Jesús quiso se dedujera de esta parábola está expresada en el v. 15. El agravio fundamental que acaba de hacerse al dueño de la viña (Dios) es su falta de "justicia".
4. Los trabajadores se quejan… Esta misma queja fue formulada por el hijo mayor al padre del hijo pródigo (Lc 15. 29-30), agravio de los "buenos" judíos a la audición de la doctrina de la retribución (Ez 18. 25-29), reproche de Jonás ante el perdón otorgado por Dios a Nínive, la ciudad pagana (Jon 4. 2). En cada uno de estos casos, los textos oponen la justicia de Dios, tal como los hombres la conciben, y su comportamiento misericordioso, no esperado por los hombres (Lc 15. 1-2). Cristo pretende dar a entender a los oyentes de su Palabra el comportamiento misericordioso de Dios, al margen de los cauces excesivamente estrechos y de las concepciones en que le darían cabida la visión humana de la justicia y los contratos bilaterales que rigen exclusivamente las relaciones entre los hombres (Maertens-Frisque). Si pensamos distinto, tendremos que cambiar nuestro modo de pensar… "Si vuestra justicia no sobrepasa la de los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos".
Para la comprensión de este texto es absolutamente indispensable tener en cuenta el contexto precedente. Al joven que quería saber lo que tendría que hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús le ha propuesto repartir sus posesiones entre los pobres y seguirle. Oída la propuesta, es Pedro una vez más quien pregunta: "Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte; ¿qué recibiremos por ello?" Respuesta de Jesús: "Todos los que hayan dejado esposa... por causa mía, recibirán la herencia de la vida eterna. Ahora bien, muchos que son primeros, serán últimos y muchos que son últimos, serán primeros". La respuesta va dirigida exclusivamente a los discípulos y tiene una doble vertiente: promesas y llamada de atención. Por haber dejado todo, los discípulos son primeros, pero pueden ser últimos. El texto de hoy empalma con esta respuesta de Jesús, explicando y dando razón a los discípulos de la llamada de atención que se les ha hecho. De ahí que, al final, se vuelva a repetir la inversión propuesta: "Así es como los últimos serán los primeros y los primeros los últimos" (v. 16). El sentido general del texto es, pues, el de hacer ver a los discípulos que ellos pueden ser los últimos. Centrándonos ya en el texto, éste es una parábola. Por estar dirigida a los discípulos no se trata de una parábola pura. El versículo final, en efecto, ofrece la pauta para su interpretación. La horas de contratación manejadas en la parábola son las siguientes: 6 de la mañana (amanecer, hora primera, prima), 9 (media mañana, hora tercera, tercia), 12 (mediodía, hora sexta), 3 de la tarde (media tarde, hora novena, nona), 5 de la tarde (caer de la tarde, hora undécima). Los judíos computaban las horas diurnas de 6 de la mañana a 6 de la tarde. El discípulo de Jesús es; está; todo lo experimenta como don; vive asombrado de lo que es; agradece ser discípulo el mayor tiempo posible, sin preocuparle "el peso del día y el bochorno"; no se entiende a sí mismo ni actúa desde lo que está mandado ni desde el raquitismo de la ley del mínimo esfuerzo. He aquí algunos de los rasgos que conforman la talla de persona del Reino de los Cielos (A. Benito). El problema de los primeros, de los de las 6 de la mañana, arranca precisamente de su justicia, de su obligación cumplida, de su prestación, de su cumplimiento. Todo esto lo vivencian como derecho adquirido, como exigencia, como superioridad. ¡Este es el problema! La novela de Bruce Marshall, "A cada uno un denario" podría ser un animado comentario al texto de hoy.
El centro de interés lo tenemos en el v. 15: "¿No puedo hacer lo que quiero de mis bienes? ¿O has de ver con mal ojo que yo sea bueno?", y también en la recompensa, que es igual para todos. La conclusión de la parábola es, pues, la siguiente: Dios obra como el dueño de la viña en cuestión, que, por su bondad, se compadeció de aquellos hombres e hizo que, sin merecerlo, también llegase a ellos un salario desproporcionado a su trabajo. Pura gracia del Señor. ¡Así es Dios, así de bueno con los hombres! La sentencia final de los últimos y los primeros se halla en la misma línea de la parábola: los primeros son, en este caso, los fariseos y, en general, el pueblo elegido, que se creía con peculiares privilegios ante Dios y con el derecho de pasarle la factura. Jesús, con la parábola en cuestión y la sentencia final, dio el golpe de gracia a este concepto de Dios y de su retribución. Porque el escándalo por el proceder de Dios no estaba justificado desde el terreno de la justicia. ¡Lo había provocado su bondad! Pero, ¿la bondad para con el prójimo justifica esta clase de escándalos? (Edic. Marova).
El Talmud de Jerusalén contiene un relato parecido en la forma a la parábola que hemos escuchado. Se trata del discurso funerario que pronuncia un rabino al sepultar a un joven maestro de 28 años. En él se cuenta cómo un rey contrató obreros para su viña y también pagó a todos lo mismo. Pero, ante las protestas, su contestación fue: éste ha trabajado en dos horas más que vosotros en todo el día. El joven rabino difunto había hecho más en 28 años que muchos doctores en cien. Se le premiaba la cantidad de trabajo que fue capaz de realizar en poco tiempo. La forma narrativa, como se ve, es bien similar, pero el fondo es muy distinto: mientras el discurso rabínico habla de mérito, la parábola de Jesús se refiere a la gracia. En el primer caso, la causa del premio está en el trabajo de quien lo recibe; en el segundo, en la bondad del que lo otorga. En alguna ocasión, la liturgia de la misa recoge en sus oraciones: no por nuestros méritos sino conforme a tu bondad. Nos cuesta entender que los caminos del Señor son distintos a los nuestros. Dios se presenta como un amo generoso que no funciona por rentabilidad, sino por amor gratuito e inmerecido. Esta es la buena noticia del evangelio. Pero nosotros insistimos en atribuirle el metro siempre injusto de nuestra humana justicia. En vez de parecernos a él intentamos que él se parezca a nosotros con salarios, tarifas, comisiones y porcentajes. Queremos comerciar con él y que nos pague puntualmente el tiempo que le dedicamos y que prácticamente se reduce al empleado en unos ritos sin compromiso y unas oraciones sin corazón. Con una mentalidad utilitarista, muy propia de nuestro tiempo, preguntamos: ¿Para qué sirve ir a misa, si Dios nos va a querer igual? Así evidenciamos que no hemos tenido la experiencia de que Dios nos quiere y no reaccionamos en consecuencia amándole también más por encima de leyes y medidas. Dios es gratuito. Nuestra tendencia farisea (para enfado de Pablo) surge exigiendo normas cuyo cumplimiento diferencie a los buenos de los malos. Vemos absurdo y hasta injusto ser queridos todos por igual. ¡A cada uno lo suyo!, decimos como quien da un argumento incontestable con tono de protesta sindical ante Dios. Tardamos en comprender que la traducción no es: "Paz a los hombres de buena voluntad", sino: "Paz a los hombres que Dios ama". Tampoco hay conexión entre culpa y desgracia. Olvidamos que la gracia ha sustituido a la ley. Necesitamos que existan los malos para podernos calificar de buenos. De esta forma, el amor al hermano se torna imposible (“Eucaristía 1990”).
“El hombre no puede pedirle cuentas a Dios. Pero esta verdad de que todo está comprendido dentro de la libre misericordia y de la incalculable disposición de Dios, es también una verdad que nos consuela y levanta, una verdad que nos libera de una opresión. Lo que Dios dispone, aquello sobre lo que no podemos entrar en cuentas ni pleitos con él, somos en último término nosotros mismos. Tal como somos: con nuestra vida, con nuestro temperamento, con nuestro destino, con nuestra circunstancia, con nuestras taras hereditarias, con nuestros parientes, con nuestra estirpe, con todo lo que concreta y claramente somos, sin que lo podamos cambiar. Y, si entramos a menudo en el coro y en el corro de los que murmuran, de los que apuntan con el dedo a otros, en que Dios lo ha hecho de otro modo, somos en el fondo de los que no quieren aceptarse a sí mismos de manos de Dios. Y ahora podría decir que la parábola nos dice que somos nosotros los que recibimos el denario, y los que, a la vez, somos el denario. Y es así que nos recibimos a nosotros mismos con nuestro destino, con nuestra libertad, desde luego, con lo que hacemos con esta libertad; pero, a la postre, lo que recibimos somos nosotros mismos. Y hemos de recibirlo, no sólo sin murmurar; no sólo sin protestar interiormente, sino con verdadero gusto, pues ello es lo que Dios nos da al mismo tiempo que nos dice: ¿Es que no puedo yo ser bueno? De ahí que la gran hazaña de nuestra vida sea aceptarnos como un regalo incomprendido, sólo lentamente descubierto, de la eterna bondad de Dios. Porque saber que todo lo que somos y tenemos, aún lo amargo e incomprendido, es don de la bondad de Dios; sobre la que no murmuramos, sino que la aceptamos, sabiendo que si lo hacemos -y aquí vamos, una vez más, más allá de la parábola- Dios mismo se nos da juntamente con su don, y que así se nos da todo lo que podemos recibir; he ahí la sabiduría y la gran hazaña de nuestra vida cristiana” (K. Rahner).
Siguiendo a Ireneo y Orígenes, los Padres de la Iglesia mostraron su interés por la función que desempeña el tiempo en esta historia. En los sucesivos envíos de obreros vieron las grandes etapas de la historia bíblica durante las cuales Dios llama a hombres que "cuiden -dice Orígenes- la viña del culto de Dios": una primera vez, con Adán, cuando la creación del mundo; una segunda, con Noé, cuando la conclusión de una alianza universal; una tercera, con Abrahán y los Patriarcas; una cuarta, con Moisés, a quien se comunica la Ley, y una quinta, que corresponde a la undécima hora, con JC. O vieron también los principales momentos de la vida humana: algunos son llamados a trabajar en los asuntos del Reino desde la infancia o la más temprana edad; otros, al salir de la adolescencia; otros, en la edad adulta; otros todavía a una "determinada edad"; y otros, por fin, y es lo equivalente a la hora undécima, acogiendo la palabra de Dios en el momento de la muerte... (Louis Monloubou). San Gregorio Magno interpreta las diversas horas de la llamada poniéndolas en relación con las edades de la vida: "Es posible aplicar la diversidad de las horas a las diversas edades del hombre. En esta interpretación nuestra, la mañana puede representar ciertamente la infancia. Después, la tercera hora se puede entender como la adolescencia: el sol sube hacia lo alto del cielo, es decir crece el ardor de la edad. La sexta hora es la juventud: el sol está como en el medio del cielo, esto es, en esta edad se refuerza la plenitud del vigor. La ancianidad representa la hora novena, porque como el sol declina desde lo alto de su eje, así comienza a perder esta edad el ardor de la juventud. La hora undécima es la edad de aquéllos muy avanzados en los años (...). Los obreros, por tanto, son llamados a la viña a distintas horas, como para indicar que a la vida santa uno es conducido durante la infancia, otro en la juventud, otro en la ancianidad y otro en la edad más avanzada".
Con la parábola Jesús también intenta justificar, frente a los fariseos celosos, su comportamiento, su familiaridad y su preferencia con los pecadores. Él no establece diferencias entre justos y pecadores, y por ello se sienten ofendidos los justos; él no parece reconocer su situación privilegiada delante de Dios. Y, además de la situación histórica, hemos llegado a la pretensión más profunda de Jesús: la de ser el revelador del Padre, la de señalar con su venida la llegada de una hora excepcional de gracia (Bruno Maggioni).
El hombre tiene tres necesidades fundamentales: amar y ser amado, trabajar (libertad para actuar) y comprender. Por poco que las analicemos veremos que el mensaje de Jesús responde a esas tres necesidades con una profundidad inusitada.
AMAR Y SER AMADO. Esta es la primera de las tres mencionadas necesidades. A nadie hay que recordársela; el amor es tema de novelas, de conflictos, de canciones, de historias de la vida real... Pero, ¿en verdad es posible un amor mayor que el de quien da su vida por los demás? Nadie considera más héroe a quien más se preocupa de sí mismo sino a quien más se entrega; y para reconocer esto no hace falta ser creyente. Por eso, ¿hay algo más profundo y auténticamente humano que dar la vida por los demás, si llega el caso? y ¿qué otra cosa nos propone el evangelio sino esa entrega radical, incondicional y absoluta? "Quien crea conservar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida, la ganará" (Mt 10,39).
TRABAJO/RECREACION: Que es necesario trabajar para ganarse la vida no es ninguna novedad. Pero si el trabajo lo vemos sólo desde esa perspectiva, lo más fácil es caer en la rutina, en la ambición (movidos por el afán de ganar más) o, como mucho, en un loable pero pobre perfeccionismo profesional. El cristiano, en cambio, es el hombre consciente de que su trabajo es tanto un servicio al prójimo como una colaboración con Dios en la tarea de re-crear el mundo, de llevarlo adelante hasta que alcance su meta de plenitud. Así, para unos el trabajo es una dura carga que envejece, envilece y embrutece, mientras que para otros, aun sin negar el carácter de dureza que muchos trabajos tienen, es una actividad que dignifica, que eleva a la categoría de colaboradores de Dios. ¿Cuál de las dos actitudes es más humanizadora? La respuesta es evidente. (Y no es obligado el tomar esta valoración del trabajo como una forma de opio para mantener situaciones y estructuras de opresión e injusticia; puede ser y puede no ser).
COMPRENDER. Esta es la más sutil de las tres necesidades fundamentales. Para muchos, hoy día, no hay más sentido a la vida que el de "vivirla lo mejor posible" (aquí lo de mejor equivale a más cómodo, más fácil, con menos complicaciones); pero, antes o después, todo el mundo termina por preguntarse no ya el sentido de algo puntual y concreto, sino el sentido global de la vida, para encajar en él todo lo demás. Al anhelo básico de todo hombre de no morir, Jesús responde no ya con una teoría sobre la inmortalidad sino con el hecho de la resurrección. Al interrogante más profundamente humano el cristianismo da una respuesta que va incluso más allá de las expectativas del hombre. Pero es la respuesta que permite comprender el sentido de la vida, no enajenando al hombre, sino recogiendo sus mejores aspiraciones y poniendo en ellas una semilla de eternidad.
Quizás ahora nos resulte más fácil comprender el evangelio de hoy. Es buena la justicia; es necesaria... para empezar. Pero no es la meta. La meta es la fraternidad, que supera y desborda con creces la justicia. El Jesús de este Evangelio puede parecernos injusto; pero en realidad está por encima de la justicia. La justicia es humana; pero la fraternidad lo es todavía más; la generosidad, la gratuidad, el compartir son cotas más altas, más humanas que la justicia. Así, aunque en muchos sitios hemos de trabajar sinceramente por conseguir que haya justicia, no debemos pararnos ahí; cuando hayamos alcanzado la justicia, tendremos que empezar a luchar por conseguir la fraternidad.
Un último apunte sobre el evangelio de hoy: Todavía son muchos los convencidos de que en esta vida estamos para hacer méritos, sumar puntos y ganarnos la felicidad eterna. Todavía son muchos los convencidos de que es el propio esfuerzo lo que justifica al hombre ante Dios. No vamos a negar que el hombre tiene que traducir su fe en obras, que no podemos admitir aquello de "peca mucho y cree más". Pero sí hemos de aceptar lo que nos insinúa Jesús: la salvación es un regalo de Dios; por tanto, ¿quiénes somos nosotros para pedirle cuentas y juzgar su obra? (L. Gracieta).
Tres domingos seguidos, tres parábolas que hablan de la viña (c. 19-23 de Mateo). A modo de resumen, podemos ver en acoger el amor divino y su misericordia lo que constituye la fuente de la vida, aquel árbol de la vida que desde el Génesis al Apocalipsis se muestra como el don divino por excelencia. Cuando Dios prohibió comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, era para protegernos, para no encerrarnos en nuestra limitación, querer controlar –como hoy vemos- nuestros méritos, porque el Señor quiere que podamos comer del Árbol de la Vida, porque quiere invitarnos a vivir y escoger el bien que de verdad nos llena. En la supremacía del yo empezó el demonio -que quiso hacerse Dios- a hacernos caer en la tentación: “seremos como dioses”, si desconfiamos de Dios jugamos a ser diosecillos. Y empezó el orgullo en el mundo. El Señor, en la vida pública, en el despojamiento de su divinidad, en su humillación -limitarse a la condición humana- llega a desaparecer como Dios, a mostrarse vulnerable y no arreglarlo todo de golpe, sino dejar que vayan pasando, despacio, las cosas: desde los nueve meses de gestación, treinta años de vida escondida, tres años de vida pública, no acabar Él la redención y dejarlo a nuestras manos… Nos ha enseñado el camino de la humildad, de la paciencia, se ha convertido en siervo para que nosotros sepamos con el corazón manso y humilde servir como Él a todos los hombres. San Agustín, comentando este ejemplo que el Señor nos ha dado -“aprended de mí, sed mansos y humildes de corazón-”- dice: “Si me preguntas qué se lo más esencial en la religión, en la doctrina de Cristo, té responderé: lo primero, la humildad; lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad.” El enemigo del amor es siempre la soberbia, es la pasión más mala; aquel espíritu de raciocinio, sin razón, que late en lo íntimo de nuestra alma y nos dice que nosotros estamos en lo cierto, y los demás equivocados, cosa que sólo con excepción es verdad (decía San Josemaría). Pues, pidámosle: ¡Señor! ayúdanos a entender este camino de la humildad. Y también acudimos a la Virgen: ¡Madre mía, Maria!, ayudamos a aprender esta virtud, a arrancar el orgullo y descubrir esta sabiduría: que la humildad es el condimento de todas las virtudes, y nos puede servir eficazmente, al abandonarsnos a la acción de la gracia: Hay que saber deshacerse, olvidarse de uno mismo, saber arder, hasta vaciarse del todo, hablaba San J. Escrivá de aquellos árboles altos y estirados que no sirven para nada y, en cambio -por oposición-, aquellos árboles bajos, frutales, cargados bien llenos de fruto, tanto que las ramas están por romperse y las han de aguantar con estacas, porque no toquen a tierra y no se pudra la fruta. ¡Están bien cargados!, ¡tienen mucho fruto! Así nosotros, aguantándonos unos con los otros, sintiéndonos débiles, necesitados de este espaldarazo, volamos pensar que el Señor nos acompaña en todo: en las dificultades, humillaciones…, el Señor, está a nuestro lado por este camino. A veces, con dolor: “A los que yo más quiero, no les consiento una falta”, parece que nos dice.
Abrir los ojos, descubrir qué es la humildad, es el camino seguro. “Quien duda de sus virtudes y declara las ajenas, ese tiene la humildad más tierna”. Es decir: sólo cuanto sabemos abrir los ojos, ver las cosas buenas de los otros, cuando no pensamo más: “lo mío está mejor hecho, está mejor dicho que lo de los otros”, y no queramos salir siempre con nuestra, a discutir, a dar nuestra opinión siempre; sólo cuando no esté ansioso de citarme a mí mismo, hablar mal de mí mismo para que se formen una idea buena de mí, o vamos con excusas cuando una cosa la hemos hecho mal… sentiremos que somos instrumentos de Dios. ¡Pidámoslo al Señor!, pues es la gran base de toda la vida cristiana. Dice un autor -del “prefacio de l’amor supremo”-, un libro de lectura espiritual, que la psicología moderna ha descubierto, como en la fuente de muchas dificultades mentales, de muchas angustias espirituales, también hay una insuficiente adaptación del individuo a la realidad. Pero, qué es nuestra realidad?: Nuestra incorporación en Cristo. Y esto nos trae a sentirnos Cristo, vivir esta realidad que, es la humildad; y aceptarnos a nosotros mismos con todas nuestras limitaciones, adaptarnos a los otros, y entonces, seremos comprensivos.
Y aceptaremos con gusto –como hemos visto en San Pablo- todas aquellas cosas que la Providencia de Dios permite en nuestra vida: que gane o pierda el equipo de fútbol que nos gusta, que gane o pierda el partido político de turno: los que ahora mandan, que quizás no nos gustan, lo que sea; aceptar todo lo que Dios permite. Pues esto es humildad, todo lo que la Providencia permita, aceptarlo con gusto: el trabajo, las cosas que pasan… San Joan de la Cruz, que hablaba de cosas “muy altas”, decía: “La virtud, no está en las aprensiones y sentimientos de Dios… (como todos los éxtasis y todas las visiones místicas)” y así, todas estas cosas “no valen tanto como el menor acto de humildad, el cual tiene efectos de la caridad”.
La humildad es muy necesaria para la caridad, y todo ello está como en síntesis en la Eucaristía. Trabajar humildemente como un burrito, sin querer gratificaciones ni ver los frutos del trabajo propio o apropiárselos, pensar en los demás con voluntad de servicio, sin envidia, como decía el místico: “Sólo tienen pena de que no sirven a Dios como éllos”. Y no buscan encumbrarse, con más ganas de decir los pecados y faltas que no las virtudes -que también se deben decir en la dirección espiritual-… Newman lo señalaba: “Deseo humillarme en todas las cosas y no responder a las malas palabras sino con el silencio. Conservar la paciencia cuando el sufrimiento se prolonga y, todo esto, por amor a Vos y a vuestra cruz, sabiendo que de esta manera mereceré las promesas de esta vida y la eterna”. La humildad se basa en el conocimiento propio; por esto nunca tenemos motivos para pensar mal de los otros. Es la felicidad de sentirse hijo de Dios, decía san Josemaría, señalando el nexo entre las dos caras de la moneda: humildad (en la cara humana) y filiación divina (la sobrenatural), pero la misma realidad, la base de la vida cristiana.
La humildad es la base de todas las virtudes -como la filiación divina-. Como aquel leproso que pensaba: “No son mejores mis ríos, como el Tigris y l’Èufrates, que no esta porquería que hay aquí, el Jordán?”, pues el profeta le dijo de lavarse allí. Un sirviente le sugirió hacerlo, ser humilde, y se curó. A veces, tenemos miedo del propósito sencillo y fácil, y hemos de ir a la dirección espiritual, y aceptar aquel propósito pequeño: -“¡Es que yo quiero que me digan cosas muy grandes!” –“No, ¿te han dicho que reces tres jaculatòries?”, pues…, esforcémonos a rezarlas. “Humildad”, saber que con estas cosas pequeñas, saldrán las grandes. Todos traemos adentro este deseo de salvación, como Santo Pere:”¡Señor, apártate de mí, que soy un pecador!”: humildad, es este sentido de bautizarnos, de lavar el pecado, de aceptar el don de Dios; y también proclamar actos de contrición cada día, de humillación, y la confesión. Y así, con la humildad, nos hacemos santos no por nuestros méritos, sino por acoger la misericordia divina. San Felipe Neri decía: “El santo no se excusa, porque así vamos teniendo la libertad de espíritu de que nos importe muy poco si hacen una injusticia o no, si hablan bien o mal de nosotros”. Las excusas son los ladrillos que se utilizan para construir un edificio de fracasos. La verdad se proclama sola, no hace falta excusarse.
Humildad también en nuestro apostolado: cuando sale una cosa bien, dar gracias a Dios, saber que el que da luz no somos nosotros, sino Dios a través nuestro. Cuando nos vienen a ver, nos vienen a preguntar, buscan al Señor, y estamos contentos, porque el Señor hace cosas grandes cuando nosotros nos dejamos; y no desear que nos consideren en algo pues toda la gloria la queremos para Él. Así, ¿qué más nos dará tener un cargo qué otro?, ¿cómo no nos vamos a alegrar, si otros tienen cualidades?, así, estaremos muy unidos –omnes cum Petro ad Iesum per Mariam: todos con el Papa a Jesús de la mano de la Virgen-, en este tiempo pidiendo por los trabajadores de la viña –vocaciones- y el ecumenismo, que haya “un solo rebaño y un único Pastor”. Pensar continuamente en la Iglesia, en los demás; y huir del personalismo, es decir del sentirnos imprescindibles, saber dejar las cosas.
“Porque vió la humildad de su esclava”… Así la Virgen nos enseña que la humildad auténtica es la base sobrenatural de todas las virtudes, que se sintetizan en la caridad. Es la sencillez, el encanto, la seducción de la modestia, que es poner los talentos propios no para hacernos ver, sino a disposición del Señor, de la caridad que es el don de si. En las películas vemos dar la vida, hasta “morir por amor”, “dar la vida hasta la muerte” por salvar la vida de otra persona; por la persona que se ama. Hasta derramar la sangre, como hizo Jesús. Jesús no buscó la muerte, buscó dar la vida. A veces, cuanto se habla de morir de amor, yo pienso: ¡debemos dar la vida!, no dar la muerte. Dar la vida hasta el último momento. Esto es lo que hace Jesús: darla hasta la muerte! No nos fijemos con la muerte, el morir; como san Pablo fijémonos en la vida, vivir para los demás, que es mucho más bonito: “vivir”, “dar la vida” sin dejarse llevar por sin simpatías humanas, sin susceptibilitat, así el corazón vacío de sí mismo, sostenido por el Amor divino, se manifiesta en detalles de atención, de cordialidad…
sábado, 17 de septiembre de 2011
viernes, 16 de septiembre de 2011
Sábado de la 24ª semana de Tiempo Ordinario. Hemos de procurar guardar la palabra de Dios en el corazón, que nuestro corazón sea la tierra buena que d
Sábado de la 24ª semana de Tiempo Ordinario. Hemos de procurar guardar la palabra de Dios en el corazón, que nuestro corazón sea la tierra buena que dé fruto perseverando.
Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 6,13-16. Querido hermano: En presencia de Dios, que da la vida al universo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con tan noble profesión: te insisto en que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que en tiempo oportuno mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él honor e imperio eterno. Amén.
Salmo 99,2.3.4.5. R. Entrad en la presencia del Señor con vitores.
Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.
Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre.
«El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades.»
Santo evangelio según san Lucas 8,4-15. En aquel tiempo, se le juntaba a Jesús mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo. Entonces les dijo esta parábola: -«Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso y, al crecer, se secó por falta de humedad. Otro poco cayó entre zarzas, y las zarzas, creciendo al mismo tiempo, lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y, al crecer, dio fruto al ciento por uno.» Dicho esto, exclamó: -«El que tenga oídos para oír, que oiga.» Entonces le preguntaron los discípulos: -«¿Qué significa esa parábola?» Él les respondió: -«A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan. El sentido de la parábola es éste: La semilla es la palabra de Dios. Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al escucharla, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. Lo que cayó entre zarzas son los que escuchan, pero, con los afanes y riquezas y placeres de la vida, se van ahogando y no maduran. Los de la tierra buena son los que con un corazón noble y generoso escuchan la palabra, la guardan y dan fruto perseverando.»
Comentario: 1. 1Tm 6,13-16. Concluimos hoy la lectura de esta carta de Pablo a Timoteo con una "doxología", alabanza final, y un marcado tono escatológico, de mirada hacia la venida última del Señor, quizá era un himno litúrgico, que nos dirige a hacer todo para la gloria de Dios (cf san Josemaría Escrivá, Forja 851). Con solemnidad, apelando a la presencia de Dios Creador y de Jesús, le pide Pablo a Timoteo que "guarde el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la venida del Señor".
Empezar no es difícil. Ser fieles durante un cierto tiempo, tampoco. Lo costoso es perseverar en el camino hasta el final. La solemne invitación va hoy para nosotros: convencidos de la cercanía de ese Dios que nos ha dado la vida y de ese Cristo que nos la comunica continuamente -de un modo particular en la Eucaristía- debemos esforzarnos por responder con nuestra fidelidad "hasta la venida del Señor". Sea cual sea ese "mandamiento" que Timoteo tiene que guardar (¿la sana doctrina? ¿la "verdad" de la que dio testimonio Jesús ante Pilato: Jn 18,36? ¿la gracia que ha recibido? ¿el mandamiento concreto del amor?), todos somos conscientes de que nuestra fe cristiana es un tesoro que tenemos que conservar y hacer fructificar. Y que, además, lo llevamos en frágiles vasijas de barro. Haremos muy bien en no fiarnos demasiado, para esa perseverancia, de nuestras propias fuerzas en medio de un mundo que, como en tiempo de Pablo, tampoco ahora nos ayuda mucho en nuestra fidelidad a Cristo. Nos ayudará el tener nuestros ojos fijos en ese Cristo del que Pablo gozosamente afirma que es "bienaventurado y único soberano, rey de los reyes y señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad...". En ese Cristo creemos. A ese Cristo seguimos. Y esperamos que, con su gracia, logremos serle fieles hasta el final y compartir luego para siempre su alegría y su gloria.
-Hijo muy querido, en presencia de Dios que da vida a todas las cosas... ¡Es un Dios vivo aquel frente al cual estoy! ¡Qué emoción, que profunda paz y alegría exultante nos embargaría y cuál sería nuestra respuesta de amor... si pensáramos que, efectivamente, vivimos en «presencia de Dios que nos da la vida»!
-Y en presencia de Cristo Jesús que ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio... ¡Admirable perspectiva! Nuestra modesta profesión de fe tiene como ejemplo la que Jesús mismo profirió ante Pilato: Contemplo ese «hermoso testimonio» de Jesús de pie, delante de los que le juzgan: «Mi realeza no es de este mundo... Sin embargo sí soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad... Todo el que es de la verdad, escucha mi voz...» (Jn 18,36). Toda búsqueda de la verdad, toda recta búsqueda doctrinal o moral, es una búsqueda de Jesús. Cada vez que cumplo mi deber con rectitud de vida, cada vez que afirmo mis convicciones, me asemejo a Jesús y estoy «ante Jesús». El me mira y ve que soy, a mi vez, un testigo de la verdad.
-Mira lo que te ordeno: conserva el mandato del Señor, permanece irreprochable y recto hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Ya conocemos el mandato del Señor: «Amarás». Toda la vida cristiana, y podría decirse, toda la vida humana, está aquí. «Quien ama, conoce a Dios.» «Dios es amor.» Una jornada resulta llena si está llena de amor. Una jornada resulta vacía si no ha habido amor en ella. A pesar de todas las bellas palabras, una vida «sin amor» es una vida sin Dios. Amar es manifestar a Dios, porque Dios es amor. No amar es negar a Dios, incluso si la boca habla de El. San Pablo invita a Timoteo a vivir en el amor, en el «mandato de Jesús» mientras espera la plena manifestación de Cristo, ¡cuando el amor será por fin manifiesto y perfecto!
-Manifestación que, a su debido tiempo, hará ostensible el bienaventurado y único Soberano, el Rey de los reyes y el Señor de los señores... Este es otro himno litúrgico que estalla como un grito de alegría. Constantemente el alma de san Pablo exulta y arde cuando piensa en Dios, lo que se convierte en una exclamación, un cántico, una «doxología», ¡una alabanza de gloria! En el mundo del tiempo de san Pablo, a los emperadores, a los reyes, se les divinizaba y ellos, por su parte, aceptaban esos títulos superlativos: «¡rey de reyes!» Oponiéndose valientemente a esos títulos paganos, Pablo nos enseña a poner nuestra absoluta confianza sólo en Dios: ningún poder humano, ninguna ideología merece nuestra sumisión incondicional. Sólo Dios es Dios.
-El único que posee lnmortalidad... El que habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver. A El el honor y el poder por siempre. Amén. ¡Tan evidente es que los reyes como los demás hombres son mortales! ¡Tan claro es que las civilizaciones son mortales! El único porvenir absoluto es Dios. La inmortalidad de Dios, la inaccesibilidad de Dios, la eternidad de Dios... ofrecidas en Cristo al hombre. ¿Nos damos perfecta cuenta de que en esto consiste nuestra Fe? Gracias, Señor. A Ti honor y poder eternos. Amén (Noel Quesson).
2. También el salmo nos invita a esta mirada de profunda adoración y alabanza del Señor: "aclama al Señor, tierra entera... entrad por sus puertas con acción de gracias". Juan Pablo II decía: “La tradición de Israel ha atribuido al himno de alabanza que se acaba de proclamar, salmo 99, el título de "Salmo para la todáh", es decir, para la acción de gracias en el canto litúrgico, por lo cual se adapta bien para entonarlo en las Laudes de la mañana. En los pocos versículos de este himno gozoso pueden identificarse tres elementos tan significativos, que su uso por parte de la comunidad orante cristiana resulta espiritualmente provechoso.
Está, ante todo, la exhortación apremiante a la oración, descrita claramente en dimensión litúrgica. Basta enumerar los verbos en imperativo que marcan el ritmo del salmo y a los que se unen indicaciones de orden cultual: "Aclamad..., servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios... Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre" (vv. 2-4). Se trata de una serie de invitaciones no sólo a entrar en el área sagrada del templo a través de puertas y atrios (cf. Sal 14,1; 23,3.7-10), sino también a aclamar a Dios con alegría. Es una especie de hilo constante de alabanza que no se rompe jamás, expresándose en una profesión continua de fe y amor. Es una alabanza que desde la tierra sube a Dios, pero que, al mismo tiempo, sostiene el ánimo del creyente.
Quisiera reservar una segunda y breve nota al comienzo mismo del canto, donde el salmista exhorta a toda la tierra a aclamar al Señor (cf v 1). Ciertamente, el salmo fijará luego su atención en el pueblo elegido, pero el horizonte implicado en la alabanza es universal, como sucede a menudo en el Salterio, en particular en los así llamados "himnos al Señor, rey" (cf Sal 95-98). El mundo y la historia no están a merced del destino, del caos o de una necesidad ciega. Por el contrario, están gobernados por un Dios misterioso, sí, pero a la vez deseoso de que la humanidad viva establemente según relaciones justas y auténticas: él "afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente. (...) Regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad" (Sal 95,10.13).
Por tanto, todos estamos en las manos de Dios, Señor y Rey, y todos lo celebramos, con la confianza de que no nos dejará caer de sus manos de Creador y Padre. Con esta luz se puede apreciar mejor el tercer elemento significativo del salmo. En efecto, en el centro de la alabanza que el salmista pone en nuestros labios hay una especie de profesión de fe, expresada a través de una serie de atributos que definen la realidad íntima de Dios. Este credo esencial contiene las siguientes afirmaciones: el Señor es Dios, el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo, el Señor es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad no tiene fin (cf vv 3-5).
Tenemos, ante todo, una renovada confesión de fe en el único Dios, como exige el primer mandamiento del Decálogo: "Yo soy el Señor, tu Dios. (...) No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20,2.3). Y como se repite a menudo en la Biblia: "Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro" (Dt 4,39). Se proclama después la fe en el Dios creador, fuente del ser y de la vida. Sigue la afirmación, expresada a través de la así llamada "fórmula del pacto", de la certeza que Israel tiene de la elección divina: "Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño" (v. 3). Es una certeza que los fieles del nuevo pueblo de Dios hacen suya, con la conciencia de constituir el rebaño que el Pastor supremo de las almas conduce a las praderas eternas del cielo (cf. 1 Pe 2,25).
Después de la proclamación de Dios uno, creador y fuente de la alianza, el retrato del Señor cantado por nuestro salmo prosigue con la meditación de tres cualidades divinas exaltadas con frecuencia en el Salterio: la bondad, el amor misericordioso (hésed) y la fidelidad. Son las tres virtudes que caracterizan la alianza de Dios con su pueblo; expresan un vínculo que no se romperá jamás, dentro del flujo de las generaciones y a pesar del río fangoso de los pecados, las rebeliones y las infidelidades humanas. Con serena confianza en el amor divino, que no faltará jamás, el pueblo de Dios se encamina a lo largo de la historia con sus tentaciones y debilidades diarias. Y esta confianza se transforma en canto, al que a veces las palabras ya no bastan, como observa san Agustín: "Cuanto más aumente la caridad, tanto más te darás cuenta de que decías y no decías. En efecto, antes de saborear ciertas cosas creías poder utilizar palabras para mostrar a Dios; al contrario, cuando has comenzado a sentir su gusto, te has dado cuenta de que no eres capaz de explicar adecuadamente lo que pruebas. Pero si te das cuenta de que no sabes expresar con palabras lo que experimentas, ¿acaso deberás por eso callarte y no alabar? (...) No, en absoluto. No serás tan ingrato. A él se deben el honor, el respeto y la mayor alabanza. (...) Escucha el salmo: "Aclama al Señor, tierra entera". Comprenderás el júbilo de toda la tierra, si tú mismo aclamas al Señor"”.
Alegría de los que entran en el templo: “El salmo 99… constituye una jubilosa invitación a alabar al Señor, pastor de su pueblo. Siete imperativos marcan toda la composición e impulsan a la comunidad fiel a celebrar, en el culto, al Dios del amor y de la alianza: aclamad, servid, entrad en su presencia, reconoced, entrad por sus puertas, dadle gracias, bendecid su nombre. Se puede pensar en una procesión litúrgica, que está a punto de entrar en el templo de Sión para realizar un rito en honor del Señor (cf. Sal 14; 23; 94). En el salmo se utilizan algunas palabras características para exaltar el vínculo de alianza que existe entre Dios e Israel. Destaca ante todo la afirmación de una plena pertenencia a Dios: "somos suyos, su pueblo" (Sal 99,3), una afirmación impregnada de orgullo y a la vez de humildad, ya que Israel se presenta como "ovejas de su rebaño" (ib.). En otros textos encontramos la expresión de la relación correspondiente: "El Señor es nuestro Dios" (cf. Sal 94,7). Luego vienen las palabras que expresan la relación de amor, la "misericordia" y "fidelidad", unidas a la "bondad" (cf. Sal 99,5), que en el original hebreo se formulan precisamente con los términos típicos del pacto que une a Israel con su Dios.
Aparecen también las coordenadas del espacio y del tiempo. En efecto, por una parte, se presenta ante nosotros la tierra entera, con sus habitantes, alabando a Dios (cf. v. 2); luego, el horizonte se reduce al área sagrada del templo de Jerusalén con sus atrios y sus puertas (cf. v. 4), donde se congrega la comunidad orante. Por otra parte, se hace referencia al tiempo en sus tres dimensiones fundamentales: el pasado de la creación ("él nos hizo", v. 3), el presente de la alianza y del culto ("somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño", v. 3) y, por último, el futuro, en el que la fidelidad misericordiosa del Señor se extiende "por todas las edades", mostrándose "eterna" (v. 5).
Consideremos ahora brevemente los siete imperativos que constituyen la larga invitación a alabar al Señor y ocupan casi todo el Salmo (cf. vv. 2-4), antes de encontrar, en el último versículo, su motivación en la exaltación de Dios, contemplado en su identidad íntima y profunda. La primera invitación es a la aclamación jubilosa, que implica a la tierra entera en el canto de alabanza al Creador. Cuando oramos, debemos sentirnos en sintonía con todos los orantes que, en lenguas y formas diversas, ensalzan al único Señor. "Pues -como dice el profeta Malaquías- desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos" (Ml 1,11).
Luego vienen algunas invitaciones de índole litúrgica y ritual: "servir", "entrar en su presencia", "entrar por las puertas" del templo. Son verbos que, aludiendo también a las audiencias reales, describen los diversos gestos que los fieles realizan cuando entran en el santuario de Sión para participar en la oración comunitaria. Después del canto cósmico, el pueblo de Dios, "las ovejas de su rebaño", su "propiedad entre todos los pueblos" (Ex 19,5), celebra la liturgia.
La invitación a "entrar por sus puertas con acción de gracias", "por sus atrios con himnos", nos recuerda un pasaje del libro Los misterios, de san Ambrosio, donde se describe a los bautizados que se acercan al altar: "El pueblo purificado se acerca al altar de Cristo, diciendo: "Entraré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud" (Sal 42,4). En efecto, abandonando los despojos del error inveterado, el pueblo, renovado en su juventud como águila, se apresura a participar en este banquete celestial. Por ello, viene y, al ver el altar sacrosanto preparado convenientemente, exclama: "El Señor es mi pastor; nada me falta; en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas" (Sal 22,1-2)".
Los otros imperativos contenidos en el salmo proponen actitudes religiosas fundamentales del orante: reconocer, dar gracias, bendecir. El verbo reconocer expresa el contenido de la profesión de fe en el único Dios. En efecto, debemos proclamar que sólo "el Señor es Dios" (Sal 99,3), luchando contra toda idolatría y contra toda soberbia y poder humanos opuestos a él. El término de los otros verbos, es decir, dar gracias y bendecir, es también "el nombre" del Señor (cf. v. 4), o sea, su persona, su presencia eficaz y salvadora. A esta luz, el salmo concluye con una solemne exaltación de Dios, que es una especie de profesión de fe: el Señor es bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, porque él está siempre dispuesto a sostenernos con su amor misericordioso. Con esta confianza el orante se abandona al abrazo de su Dios: "Gustad y ved qué bueno es el Señor -dice en otro lugar el salmista-; dichoso el que se acoge a él" (Sal 33,9; cf. 1 P 2,3).” Eusebio de Cesarea exhorta: “si no le servimos con alegría ni siquiera nos podemos atrever a presentarnos delante de Él”, y San Agustín: “este salmo de alabanza nos manda y exhorta a regocijarnos en Dios. Pero no exhorta a que quien cante sea algún determinado ángulo de la tierra o una sola morada, o una sola reunión de hombres, sino que como Él derramó su bendición por todo el orbe, de cada parte de él reclama el regocijo”.
Dios, creador de todo, se ha dignado escogernos como pueblo y rebaño suyo. Él no se ha quedado en promesas, sino que las ha cumplido manifestándonos así que su misericordia es eterna y que su fidelidad nunca se acaba. En Cristo estas promesas han llegado a su plenitud. En Él no sólo se ofrece la salvación al pueblo de la Primera Alianza, sino a toda la humanidad. Por eso nos dirigimos hacia su santuario cruzando por sus atrios entre himnos, alabándolo y bendiciéndolo. Nuestra existencia no puede convertirse en una ofensa al Señor, sino en una continua alabanza de su santo Nombre. Así, guiados por Cristo, que nos ama, podremos llegar al Santuario Eterno para alabar a nuestro Dios y Padre eternamente, disfrutando de la Gloria que nos ha reservado en Cristo.
3. Lc 8,4-15 (ver domingo 15ª). La parábola del sembrador la explica luego el mismo Jesús: la homilía la hace, por tanto, él. Lo que parecía empezar como una llamada de atención sobre la fuerza intrínseca que tiene la Palabra de Dios -una semilla que al final, y a pesar de las dificultades, "dio fruto al ciento por uno"-, se convierte en un repaso de las diversas reacciones que se pueden dar en las personas respecto a la palabra que oyen. Las situaciones son las de la semilla que cae en el camino o en terreno pedregoso o entre zarzas o en tierra buena, con suerte distinta en cada caso. Jesús es consciente de que sus parábolas pueden ser entendidas o no, según el ánimo de sus oyentes. Estas parábolas tienen siempre la suficiente claridad para que el que quiera las entienda y se dé por aludido. O para que no se sienta interpelado: "a vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino; a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan". Depende de si están o no dispuestos a dejarse adoctrinar en los caminos de Dios, que son distintos de los nuestros. Siempre será verdad lo de que "el que tenga oídos para oír, que oiga".
La Palabra de Dios es poderosa, tiene fuerza interior. Pero su fruto depende también de nosotros, porque Dios respeta nuestra libertad, no actúa violentando voluntades y quemando etapas. ¿Dónde estoy retratado yo? Cuando, por ejemplo en la Eucaristía, escucho la palabra, o sea, cuando el Sembrador, Cristo, siembra su palabra en mi campo, ¿puedo decir que cae en buen terreno, que me dejo interpelar por ella? ¿o "viene el diablo" o "los afanes y riquezas y placeres de la vida" y la ahogan, y así no llega nunca a madurar, porque no tiene raíces? ¿Qué tanto por ciento de fruto produce en nosotros la Palabra que escucho: el ciento por uno? Acoger la Palabra "con un corazón noble y generoso" y perseverar luego en su meditación y en su obediencia: ésa es la actitud que Jesús espera de nosotros, y que es la que nos conducirá a una maduración progresiva de nuestra vida cristiana y a la construcción de un edificio espiritual que resistirá a los embates que vengan (J. Aldazábal).
-Salió el sembrador a sembrar. Una parte del grano cayó: - en la vereda, lo pisaron y los pájaros se lo comieron... - en la roca y al brotar se secó por falta de humedad... - entre zarzas y éstas, brotando al mismo tiempo lo ahogaron... Una siembra lamentable, laboriosa. Todos los mesianismos judíos esperaban una manifestación brillante y rápida de Dios. Jesús parece querer rebajar su entusiasmo: el "Reino de Dios" está sujeto a los fracasos... va progresando penosamente en medio de un montón de dificultades... ¡Mucha paciencia es necesaria! Como Jesús, ¿me atrevo yo a mirar de cara las dificultades de mi vida personal... de mi medio familiar o profesional... de la vida de la Iglesia?...
-Otra parte cayó en tierra buena, brotó y dio el ciento por uno. Mateo y Marcos hablaban de rendimientos diferenciados según la calidad de la tierra: treinta por uno... sesenta por uno... ciento por uno... Lucas se contenta con un sólo rendimiento: ¡el más elevado! ¡Cada grano de trigo produce otros cien! Un buen ejemplo, una vez más, de la adaptación del evangelio: La preocupación de Lucas no ha sido solamente reproducir, palabra por palabra, los menores detalles de sus predecesores. El evangelio es viviente. Quedando a salvo lo esencial del mensaje, cada predicador le da una vida nueva. Lucas se beneficiaba de una más larga experiencia de la vida de la Iglesia y podía ya poner el acento sobre tal o cual punto, según las necesidades de la comunidad a la que se dirigía. Aquí, por ejemplo, en el crecimiento del Reino de Dios pasa del "nada" al "todo"... del fracaso total de la semilla, a su éxito total. Porque, a diferencia de Mateo y de Marcos, quiere insistir solamente sobre la perseverancia en el fracaso.
-Quien tenga oídos para oír, ¡que oiga! Jesús invita a estar atentos. Lo sabemos muy bien: se puede soslayar... no oírle. Señor, agudiza nuestras facultades de atención, de recogimiento, para poder oír.
-A vosotros, os ha sido dado el poder comprender los misterios del reino de Dios. A los demás, en cambio, se les habla en parábolas, así, viendo no ven y oyendo no entienden. Dios no es injusto; sino que respeta la libertad. "La propuesta" divina no es tan evidente que llegue a forzar nuestro asentimiento. Es uno de los Pensamientos de Pascal: "Hay claridad suficiente para alumbrar a los elegidos, y bastante oscuridad para humillarlos. Hay suficiente oscuridad para cegar a los réprobos, y bastante claridad para condenarlos y hacerlos inexcusables." "Si hay un Dios, es infinitamente incomprensible... Somos pues incapaces de conocer quién es El, ni si El es". "¿Quién censurará a los cristianos no poder dar razón de su creencia, ellos que profesan una religión de la que no pueden dar razón? Si la dieran, no serían consecuentes; y es siendo faltados de prueba que no son faltados de sentido". ¡El mismo Jesús no ha querido convencer "a la fuerza"!
-Lo que cae en buena tierra, son los que, después de haber oído la Palabra, la conservan con corazón bueno y recto, y dan fruto con su perseverancia. ¡Perseverancia! ¡Uno de los más hermosos valores del hombre! ¡Ah, no! El Reino de Dios no es un "destello" estrepitoso y súbito: viene a través de la humilde banalidad de cada día, en el aguante tenaz de las pruebas y de los fracasos. Para mejor descubrir a Dios, para entrar en sus misterios, es necesario, cada día, con perseverancia, tratar de llevar a la práctica lo que ya se ha descubierto de El: ésta es condición para entrar y adelantar en su intimidad (Noel Quesson).
Las cuatro posibles actitudes del oyente. La parábola (a) va dirigida a la multitud: es una invitación a preparar el terreno donde se siembra la semilla. Todo depende de la clase de terreno, es decir, de la disposición de los oyentes. Por eso termina con una máxima: « ¡Quien tenga oídos para oír, que escuche! » (8,8b). Hay tres clases de terreno donde la semilla se pierde. Sólo si cae en tierra fértil (8,8a), la nueva tierra prometida, llegará a dar fruto. Los cuatro terrenos se hallan en un mismo lugar, donde hay un camino, rocas, márgenes húmedos repletos de zarzas, la tierra fértil. El sembrador siembra a voleo, sin preocuparse de si una parte de la semilla se pierde. La máxima, colocada al final, nos descubre ya hacia dónde irá la explicación de la parábola. ¡No depende de cómo se siembre, sino de cómo se escuche el mensaje! De manera casi imperceptible hemos pasado de una cultura donde predominaba el escuchar a otra donde -según se piensa- predomina la letra impresa o visualizada. Afortunadamente, mientras no se demuestre lo contrario, el hombre continuará teniendo oídos. Y eso explica que las cosas leídas, donde sólo interviene la vista, no hacen el mismo efecto que las proclamadas, donde interviene la voz, el clima del auditorio, los tonos de voz de quien está hablando, el calor vital que lo acompaña, el testimonio de la persona. La fe viene por el oído, por la transmisión de la palabra que transporta unida a ella vivencias de la persona que la proclama. Tendríamos que revisar seriamente la praxis de dar a leer libros como un médico que se limita a recetar medicamentos. ¡Es todo tan impersonal...!
La reflexion de la comunidad. La explicación de la parábola (b) responde a una pregunta formulada por los discípulos. Todo lo que vendrá después irá dirigido exclusivamente a los discípulos. La adhesión a Jesús se ha traducido en ellos en una fuente de experiencias: «A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reinado de Dios» (8, 10a). La expresión «se os ha concedido», apunta a Jesús como agente de los conocimientos ya adquiridos por los discípulos. Lucas reduce al mínimo la cita de Is 6,9-10, reservando la cita in extenso para el final del libro de los Hechos (Hch 28,26-27), cuando Pablo tomará conciencia de la obstrucción sistemática de Israel al mensaje. Los discípulos, el nuevo Israel, han sido iniciados en los secretos del reinado de Dios. Poseen la clave para interpretar la enseñanza y la actividad de Jesús. El tema dominante es la manera de escuchar el mensaje (vv. 10. 12.13.14.15) y de hacerlo fructificar (v. 15).
Los del «camino» (8,12) son los que escuchan, pero no asimilan nada, porque están imbuidos de otras ideologías contrarias al designio de Dios. «El diablo» personifica la ideología del poder en todas sus facetas y concreciones.
«Los del pedregal» (8,13) son los que aceptan el mensaje con alegría, pero que no asumen a fondo ningún compromiso. Solamente han asimilado del mensaje aquello que se avenía con su ideología y expectaciones. Cuando llega la prueba, en tiempos difíciles, desertan.
La parte que cayó «entre las zarzas» (8,14) son los oyentes que no han hecho la ruptura. Siguen aferrados a las riquezas, a los placeres de la vida, a las exigencias de la sociedad de consumo, atenazados por las preocupaciones de la vida. “Abrasemos las espinas, pues son ellas las que ahogan la palabra divina. Bien lo saben los ricos, que no sólo son inútiles para la tierra. Sino también para el cielo (…) De dos fuentes nace el daño para su espíritu: de la vida de placer y de las preocupaciones. Cualqueira de las dos, por sí misma, basta para hundir el esquife del alma. Considerad, pues qué naufragio les espera cuando concurren las dos juntas. Y no os maravilléis de que el Señor llamara espinas a los placeres. Si no los reconocéis como tales, es que estáis embrigados por la pasión; los que están sanos saben muy bien que el placer punza más que una espina” (S. Juan Crisóstomo).
«La parte de la tierra fértil» son los oyentes que, «al escuchar el mensaje, lo van guardando en un corazón noble y bueno» (8,15). El fruto del reino no es instantáneo, sino que requiere constancia. Ni se trata de un fruto estacional, sino que «van dando fruto con su firmeza». Es toda una vida al servicio de los demás. Todos tenemos una parcela de 'tierra fértil/buena'. Es la lucha, como dice el Catecismo (1810): “Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, reanudada siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas”.
La existencia cristiana, desde su comienzo, tiene adversarios que acechan a todos los que quieren asumirla. Algunos ya desde ese momento inicial se dejan arrebatar la Palabra sembrada en ellos y destinada a fructificar en su corazón y en el de todos los hombres. Pero las amenazas no se reducen a este momento inicial sino que acompañan al creyente a lo largo de toda su existencia. Cada uno de ellos debe enfrentarse durante toda su vida a "pruebas", amenazas desde el exterior que llevan a considerar una pérdida el seguimiento de Jesús. Este aparece, en ciertos momentos, como amenaza para la estructura social existente que, por un sentimiento de autodefensa, puede asumir formas agresivas persiguiendo a los portadores del mensaje. Un peligro mayor que impide la producción de los frutos reside en la adopción por parte de los cristianos de un estilo de vida en contradicción con la propuesta aceptada. La actitud de desconfianza frente a Dios y la primacía de la búsqueda de posesión y del placer están presentes en el entorno en que el cristiano debe realizar su existencia. Este entorno no es totalmente exterior a la existencia del creyente. El contagio de estos valores predominantes en la sociedad es una posibilidad real que amenaza nuestra existencia, que puede impedir la obtención de la finalidad propuesta y llenar de frustración nuestra existencia. Sólo una audición y recepción de "un corazón noble y generoso" junto a una fidelidad constante y sin límites en la duración puede asegurar la llegada a la meta de la existencia (Josep Rius-Camps).
Dios espera de nosotros un corazón bueno y bien dispuesto, que nos haga dar fruto por nuestra constancia. Ya en una ocasión el Señor nos había anunciado: Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié. Dios no quiere que seamos terrenos estériles, ni que sólo nos conformemos con aceptar por momentos sus Palabra; Él nos quiere totalmente comprometidos con su Evangelio, de tal forma que, sin importar las persecuciones, manifestemos que esa Palabra es la única capaz de salvarnos y de darle un nuevo rumbo a la historia. Siempre estará el maligno acechando a la puerta de la vida de los creyentes para hacerlos tropezar, pues no quiere que creamos ni nos salvemos; al igual podrá entrar en nosotros el desaliento cuando ante las persecuciones perdamos el ánimo para no comprometernos y evitar el riesgo de ser señalados, perseguidos e incluso asesinados por el Nombre de Dios; finalmente los afanes, las riquezas y placeres de la vida nos pueden embotar de tal forma que, tal vez seamos personas que acuden constantemente a la celebración litúrgica, pero sin el compromiso, sin renovar la alianza que nos hace entrar en comunión con el Señor y nos hace fecundos en buenas obras. Permanezcamos firmemente anclados en el Señor, de tal forma que, no nosotros, sino su Espíritu en nosotros, nos haga tener la misma fecundidad salvífica que procede de Dios y que hace de su Iglesia una comunidad donde abunda la Justicia, la verdad, el amor fraterno, la paz y la alegría, fruto del Espíritu de Dios que actúa en nosotros.
Quienes nos consideramos discípulos de Cristo, nos hemos reunido en esta Eucaristía para que el Señor nos dé a conocer los secretos del Reino de Dios, pues Él sabe que somos un terreno fértil capaz de esforzarnos por hacer que su Palabra vaya poco a poco produciendo el fruto deseado. La Palabra de Dios no produce fruto de un modo violento. Hay que armarse de paciencia de ánimo para trabajar constantemente por el Señor, a pesar de que, al paso del tiempo pareciera que el cambio en el corazón de los hombres se genera con demasiada lentitud. No debemos desesperar, sabiendo que, incluso en el campo el sembrador siembra la semilla y tendrá que esperar las lluvias tempranas y tardías y, después de mucha paciencia y cuidado, finalmente podrá recoger el fruto, esfuerzo de sus desvelos. El Señor nos comunica, en esta Eucaristía, su misma Vida y su mismo Espíritu. Permitámosle crecer en nosotros. No vengamos como sordos de los oídos y del corazón; vengamos como discípulos que en verdad creen en el Señor y se dejan instruir y conducir por Él.
Quienes hemos acudido a esta celebración Eucarística hemos de examinarnos a nosotros mismos para darnos cuenta si en verdad no sólo escuchamos, sino hacemos nuestra la Palabra de Dios, de tal forma que produzca en nosotros el fruto deseado. Tal vez han pasado muchos años en nuestra vida de fe en la que se ha pronunciando continuamente la Palabra de Dios sobre nosotros, donde el Señor nos ha manifestado su voluntad, pero ¿Hemos vivido más comprometidos con esa Palabra del Señor, o sólo nos presentamos a las acciones litúrgicas por costumbre, con el corazón lleno de preocupaciones por los afanes, riquezas y placeres de la vida, embotados de tal forma que la Palabra de Dios llegue a nosotros inútilmente? El Señor quiere de nosotros personas capaces de dejarse guiar por su Espíritu, santificar por su Palabra, de tal manera que seamos constructores de un mundo que día a día se va renovando en el amor, en la verdad, en la justicia, en la solidaridad, en la misericordia. Si sólo venimos a la Eucaristía de un modo piadoso, pero faltos de deseos de trabajar para que las cosas vayan mejor en la familia y en la sociedad, tenemos que cuestionarnos si en verdad creemos en Dios y confiamos en Él, o si sólo queremos tranquilizar inútilmente nuestra conciencia. Si nuestra fe nos lleva a un verdadero compromiso con el Reino de Dios que Jesús nos anunció, debemos convertirnos en sembradores de su Palabra en todos los ambientes en que se desarrolle nuestra vida. El mundo no va a cambiar mientras no se preparen los corazones como un buen terreno para sembrar en ellos la Palabra del Señor. Quienes creemos en Cristo no podemos pasarnos la vida sentados y quejándonos porque nuestro mundo se va deteriorando cada vez más y los auténticos valores se nos pulverizan entre las manos. Tenemos que hacer nuestra la Palabra de Dios y comenzar a sembrarla con la valentía que nos viene del Espíritu, y armarnos de paciencia y constancia para que, a pesar de que el proceso de que la vida nueva brote sea demasiado lento, no confiemos en nuestros esfuerzos, sino en el Poder de Dios que es el único que hará que nuestros desvelos logren el fruto deseado.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de poder trabajar, con sinceridad, por construir el Reino de Dios, de tal forma que la salvación llegue cada día a más y más personas; y así, produciendo todos abundantes frutos de salvación hagamos de nuestro mundo un reflejo de la paz, de la alegría y del amor que se nos ha prometido en la vida eterna. Amén (www.homiliacatolica.com).
Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 6,13-16. Querido hermano: En presencia de Dios, que da la vida al universo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con tan noble profesión: te insisto en que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que en tiempo oportuno mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él honor e imperio eterno. Amén.
Salmo 99,2.3.4.5. R. Entrad en la presencia del Señor con vitores.
Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.
Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre.
«El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades.»
Santo evangelio según san Lucas 8,4-15. En aquel tiempo, se le juntaba a Jesús mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo. Entonces les dijo esta parábola: -«Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso y, al crecer, se secó por falta de humedad. Otro poco cayó entre zarzas, y las zarzas, creciendo al mismo tiempo, lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y, al crecer, dio fruto al ciento por uno.» Dicho esto, exclamó: -«El que tenga oídos para oír, que oiga.» Entonces le preguntaron los discípulos: -«¿Qué significa esa parábola?» Él les respondió: -«A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan. El sentido de la parábola es éste: La semilla es la palabra de Dios. Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al escucharla, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. Lo que cayó entre zarzas son los que escuchan, pero, con los afanes y riquezas y placeres de la vida, se van ahogando y no maduran. Los de la tierra buena son los que con un corazón noble y generoso escuchan la palabra, la guardan y dan fruto perseverando.»
Comentario: 1. 1Tm 6,13-16. Concluimos hoy la lectura de esta carta de Pablo a Timoteo con una "doxología", alabanza final, y un marcado tono escatológico, de mirada hacia la venida última del Señor, quizá era un himno litúrgico, que nos dirige a hacer todo para la gloria de Dios (cf san Josemaría Escrivá, Forja 851). Con solemnidad, apelando a la presencia de Dios Creador y de Jesús, le pide Pablo a Timoteo que "guarde el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la venida del Señor".
Empezar no es difícil. Ser fieles durante un cierto tiempo, tampoco. Lo costoso es perseverar en el camino hasta el final. La solemne invitación va hoy para nosotros: convencidos de la cercanía de ese Dios que nos ha dado la vida y de ese Cristo que nos la comunica continuamente -de un modo particular en la Eucaristía- debemos esforzarnos por responder con nuestra fidelidad "hasta la venida del Señor". Sea cual sea ese "mandamiento" que Timoteo tiene que guardar (¿la sana doctrina? ¿la "verdad" de la que dio testimonio Jesús ante Pilato: Jn 18,36? ¿la gracia que ha recibido? ¿el mandamiento concreto del amor?), todos somos conscientes de que nuestra fe cristiana es un tesoro que tenemos que conservar y hacer fructificar. Y que, además, lo llevamos en frágiles vasijas de barro. Haremos muy bien en no fiarnos demasiado, para esa perseverancia, de nuestras propias fuerzas en medio de un mundo que, como en tiempo de Pablo, tampoco ahora nos ayuda mucho en nuestra fidelidad a Cristo. Nos ayudará el tener nuestros ojos fijos en ese Cristo del que Pablo gozosamente afirma que es "bienaventurado y único soberano, rey de los reyes y señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad...". En ese Cristo creemos. A ese Cristo seguimos. Y esperamos que, con su gracia, logremos serle fieles hasta el final y compartir luego para siempre su alegría y su gloria.
-Hijo muy querido, en presencia de Dios que da vida a todas las cosas... ¡Es un Dios vivo aquel frente al cual estoy! ¡Qué emoción, que profunda paz y alegría exultante nos embargaría y cuál sería nuestra respuesta de amor... si pensáramos que, efectivamente, vivimos en «presencia de Dios que nos da la vida»!
-Y en presencia de Cristo Jesús que ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio... ¡Admirable perspectiva! Nuestra modesta profesión de fe tiene como ejemplo la que Jesús mismo profirió ante Pilato: Contemplo ese «hermoso testimonio» de Jesús de pie, delante de los que le juzgan: «Mi realeza no es de este mundo... Sin embargo sí soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad... Todo el que es de la verdad, escucha mi voz...» (Jn 18,36). Toda búsqueda de la verdad, toda recta búsqueda doctrinal o moral, es una búsqueda de Jesús. Cada vez que cumplo mi deber con rectitud de vida, cada vez que afirmo mis convicciones, me asemejo a Jesús y estoy «ante Jesús». El me mira y ve que soy, a mi vez, un testigo de la verdad.
-Mira lo que te ordeno: conserva el mandato del Señor, permanece irreprochable y recto hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Ya conocemos el mandato del Señor: «Amarás». Toda la vida cristiana, y podría decirse, toda la vida humana, está aquí. «Quien ama, conoce a Dios.» «Dios es amor.» Una jornada resulta llena si está llena de amor. Una jornada resulta vacía si no ha habido amor en ella. A pesar de todas las bellas palabras, una vida «sin amor» es una vida sin Dios. Amar es manifestar a Dios, porque Dios es amor. No amar es negar a Dios, incluso si la boca habla de El. San Pablo invita a Timoteo a vivir en el amor, en el «mandato de Jesús» mientras espera la plena manifestación de Cristo, ¡cuando el amor será por fin manifiesto y perfecto!
-Manifestación que, a su debido tiempo, hará ostensible el bienaventurado y único Soberano, el Rey de los reyes y el Señor de los señores... Este es otro himno litúrgico que estalla como un grito de alegría. Constantemente el alma de san Pablo exulta y arde cuando piensa en Dios, lo que se convierte en una exclamación, un cántico, una «doxología», ¡una alabanza de gloria! En el mundo del tiempo de san Pablo, a los emperadores, a los reyes, se les divinizaba y ellos, por su parte, aceptaban esos títulos superlativos: «¡rey de reyes!» Oponiéndose valientemente a esos títulos paganos, Pablo nos enseña a poner nuestra absoluta confianza sólo en Dios: ningún poder humano, ninguna ideología merece nuestra sumisión incondicional. Sólo Dios es Dios.
-El único que posee lnmortalidad... El que habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver. A El el honor y el poder por siempre. Amén. ¡Tan evidente es que los reyes como los demás hombres son mortales! ¡Tan claro es que las civilizaciones son mortales! El único porvenir absoluto es Dios. La inmortalidad de Dios, la inaccesibilidad de Dios, la eternidad de Dios... ofrecidas en Cristo al hombre. ¿Nos damos perfecta cuenta de que en esto consiste nuestra Fe? Gracias, Señor. A Ti honor y poder eternos. Amén (Noel Quesson).
2. También el salmo nos invita a esta mirada de profunda adoración y alabanza del Señor: "aclama al Señor, tierra entera... entrad por sus puertas con acción de gracias". Juan Pablo II decía: “La tradición de Israel ha atribuido al himno de alabanza que se acaba de proclamar, salmo 99, el título de "Salmo para la todáh", es decir, para la acción de gracias en el canto litúrgico, por lo cual se adapta bien para entonarlo en las Laudes de la mañana. En los pocos versículos de este himno gozoso pueden identificarse tres elementos tan significativos, que su uso por parte de la comunidad orante cristiana resulta espiritualmente provechoso.
Está, ante todo, la exhortación apremiante a la oración, descrita claramente en dimensión litúrgica. Basta enumerar los verbos en imperativo que marcan el ritmo del salmo y a los que se unen indicaciones de orden cultual: "Aclamad..., servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios... Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre" (vv. 2-4). Se trata de una serie de invitaciones no sólo a entrar en el área sagrada del templo a través de puertas y atrios (cf. Sal 14,1; 23,3.7-10), sino también a aclamar a Dios con alegría. Es una especie de hilo constante de alabanza que no se rompe jamás, expresándose en una profesión continua de fe y amor. Es una alabanza que desde la tierra sube a Dios, pero que, al mismo tiempo, sostiene el ánimo del creyente.
Quisiera reservar una segunda y breve nota al comienzo mismo del canto, donde el salmista exhorta a toda la tierra a aclamar al Señor (cf v 1). Ciertamente, el salmo fijará luego su atención en el pueblo elegido, pero el horizonte implicado en la alabanza es universal, como sucede a menudo en el Salterio, en particular en los así llamados "himnos al Señor, rey" (cf Sal 95-98). El mundo y la historia no están a merced del destino, del caos o de una necesidad ciega. Por el contrario, están gobernados por un Dios misterioso, sí, pero a la vez deseoso de que la humanidad viva establemente según relaciones justas y auténticas: él "afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente. (...) Regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad" (Sal 95,10.13).
Por tanto, todos estamos en las manos de Dios, Señor y Rey, y todos lo celebramos, con la confianza de que no nos dejará caer de sus manos de Creador y Padre. Con esta luz se puede apreciar mejor el tercer elemento significativo del salmo. En efecto, en el centro de la alabanza que el salmista pone en nuestros labios hay una especie de profesión de fe, expresada a través de una serie de atributos que definen la realidad íntima de Dios. Este credo esencial contiene las siguientes afirmaciones: el Señor es Dios, el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo, el Señor es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad no tiene fin (cf vv 3-5).
Tenemos, ante todo, una renovada confesión de fe en el único Dios, como exige el primer mandamiento del Decálogo: "Yo soy el Señor, tu Dios. (...) No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20,2.3). Y como se repite a menudo en la Biblia: "Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro" (Dt 4,39). Se proclama después la fe en el Dios creador, fuente del ser y de la vida. Sigue la afirmación, expresada a través de la así llamada "fórmula del pacto", de la certeza que Israel tiene de la elección divina: "Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño" (v. 3). Es una certeza que los fieles del nuevo pueblo de Dios hacen suya, con la conciencia de constituir el rebaño que el Pastor supremo de las almas conduce a las praderas eternas del cielo (cf. 1 Pe 2,25).
Después de la proclamación de Dios uno, creador y fuente de la alianza, el retrato del Señor cantado por nuestro salmo prosigue con la meditación de tres cualidades divinas exaltadas con frecuencia en el Salterio: la bondad, el amor misericordioso (hésed) y la fidelidad. Son las tres virtudes que caracterizan la alianza de Dios con su pueblo; expresan un vínculo que no se romperá jamás, dentro del flujo de las generaciones y a pesar del río fangoso de los pecados, las rebeliones y las infidelidades humanas. Con serena confianza en el amor divino, que no faltará jamás, el pueblo de Dios se encamina a lo largo de la historia con sus tentaciones y debilidades diarias. Y esta confianza se transforma en canto, al que a veces las palabras ya no bastan, como observa san Agustín: "Cuanto más aumente la caridad, tanto más te darás cuenta de que decías y no decías. En efecto, antes de saborear ciertas cosas creías poder utilizar palabras para mostrar a Dios; al contrario, cuando has comenzado a sentir su gusto, te has dado cuenta de que no eres capaz de explicar adecuadamente lo que pruebas. Pero si te das cuenta de que no sabes expresar con palabras lo que experimentas, ¿acaso deberás por eso callarte y no alabar? (...) No, en absoluto. No serás tan ingrato. A él se deben el honor, el respeto y la mayor alabanza. (...) Escucha el salmo: "Aclama al Señor, tierra entera". Comprenderás el júbilo de toda la tierra, si tú mismo aclamas al Señor"”.
Alegría de los que entran en el templo: “El salmo 99… constituye una jubilosa invitación a alabar al Señor, pastor de su pueblo. Siete imperativos marcan toda la composición e impulsan a la comunidad fiel a celebrar, en el culto, al Dios del amor y de la alianza: aclamad, servid, entrad en su presencia, reconoced, entrad por sus puertas, dadle gracias, bendecid su nombre. Se puede pensar en una procesión litúrgica, que está a punto de entrar en el templo de Sión para realizar un rito en honor del Señor (cf. Sal 14; 23; 94). En el salmo se utilizan algunas palabras características para exaltar el vínculo de alianza que existe entre Dios e Israel. Destaca ante todo la afirmación de una plena pertenencia a Dios: "somos suyos, su pueblo" (Sal 99,3), una afirmación impregnada de orgullo y a la vez de humildad, ya que Israel se presenta como "ovejas de su rebaño" (ib.). En otros textos encontramos la expresión de la relación correspondiente: "El Señor es nuestro Dios" (cf. Sal 94,7). Luego vienen las palabras que expresan la relación de amor, la "misericordia" y "fidelidad", unidas a la "bondad" (cf. Sal 99,5), que en el original hebreo se formulan precisamente con los términos típicos del pacto que une a Israel con su Dios.
Aparecen también las coordenadas del espacio y del tiempo. En efecto, por una parte, se presenta ante nosotros la tierra entera, con sus habitantes, alabando a Dios (cf. v. 2); luego, el horizonte se reduce al área sagrada del templo de Jerusalén con sus atrios y sus puertas (cf. v. 4), donde se congrega la comunidad orante. Por otra parte, se hace referencia al tiempo en sus tres dimensiones fundamentales: el pasado de la creación ("él nos hizo", v. 3), el presente de la alianza y del culto ("somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño", v. 3) y, por último, el futuro, en el que la fidelidad misericordiosa del Señor se extiende "por todas las edades", mostrándose "eterna" (v. 5).
Consideremos ahora brevemente los siete imperativos que constituyen la larga invitación a alabar al Señor y ocupan casi todo el Salmo (cf. vv. 2-4), antes de encontrar, en el último versículo, su motivación en la exaltación de Dios, contemplado en su identidad íntima y profunda. La primera invitación es a la aclamación jubilosa, que implica a la tierra entera en el canto de alabanza al Creador. Cuando oramos, debemos sentirnos en sintonía con todos los orantes que, en lenguas y formas diversas, ensalzan al único Señor. "Pues -como dice el profeta Malaquías- desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos" (Ml 1,11).
Luego vienen algunas invitaciones de índole litúrgica y ritual: "servir", "entrar en su presencia", "entrar por las puertas" del templo. Son verbos que, aludiendo también a las audiencias reales, describen los diversos gestos que los fieles realizan cuando entran en el santuario de Sión para participar en la oración comunitaria. Después del canto cósmico, el pueblo de Dios, "las ovejas de su rebaño", su "propiedad entre todos los pueblos" (Ex 19,5), celebra la liturgia.
La invitación a "entrar por sus puertas con acción de gracias", "por sus atrios con himnos", nos recuerda un pasaje del libro Los misterios, de san Ambrosio, donde se describe a los bautizados que se acercan al altar: "El pueblo purificado se acerca al altar de Cristo, diciendo: "Entraré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud" (Sal 42,4). En efecto, abandonando los despojos del error inveterado, el pueblo, renovado en su juventud como águila, se apresura a participar en este banquete celestial. Por ello, viene y, al ver el altar sacrosanto preparado convenientemente, exclama: "El Señor es mi pastor; nada me falta; en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas" (Sal 22,1-2)".
Los otros imperativos contenidos en el salmo proponen actitudes religiosas fundamentales del orante: reconocer, dar gracias, bendecir. El verbo reconocer expresa el contenido de la profesión de fe en el único Dios. En efecto, debemos proclamar que sólo "el Señor es Dios" (Sal 99,3), luchando contra toda idolatría y contra toda soberbia y poder humanos opuestos a él. El término de los otros verbos, es decir, dar gracias y bendecir, es también "el nombre" del Señor (cf. v. 4), o sea, su persona, su presencia eficaz y salvadora. A esta luz, el salmo concluye con una solemne exaltación de Dios, que es una especie de profesión de fe: el Señor es bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, porque él está siempre dispuesto a sostenernos con su amor misericordioso. Con esta confianza el orante se abandona al abrazo de su Dios: "Gustad y ved qué bueno es el Señor -dice en otro lugar el salmista-; dichoso el que se acoge a él" (Sal 33,9; cf. 1 P 2,3).” Eusebio de Cesarea exhorta: “si no le servimos con alegría ni siquiera nos podemos atrever a presentarnos delante de Él”, y San Agustín: “este salmo de alabanza nos manda y exhorta a regocijarnos en Dios. Pero no exhorta a que quien cante sea algún determinado ángulo de la tierra o una sola morada, o una sola reunión de hombres, sino que como Él derramó su bendición por todo el orbe, de cada parte de él reclama el regocijo”.
Dios, creador de todo, se ha dignado escogernos como pueblo y rebaño suyo. Él no se ha quedado en promesas, sino que las ha cumplido manifestándonos así que su misericordia es eterna y que su fidelidad nunca se acaba. En Cristo estas promesas han llegado a su plenitud. En Él no sólo se ofrece la salvación al pueblo de la Primera Alianza, sino a toda la humanidad. Por eso nos dirigimos hacia su santuario cruzando por sus atrios entre himnos, alabándolo y bendiciéndolo. Nuestra existencia no puede convertirse en una ofensa al Señor, sino en una continua alabanza de su santo Nombre. Así, guiados por Cristo, que nos ama, podremos llegar al Santuario Eterno para alabar a nuestro Dios y Padre eternamente, disfrutando de la Gloria que nos ha reservado en Cristo.
3. Lc 8,4-15 (ver domingo 15ª). La parábola del sembrador la explica luego el mismo Jesús: la homilía la hace, por tanto, él. Lo que parecía empezar como una llamada de atención sobre la fuerza intrínseca que tiene la Palabra de Dios -una semilla que al final, y a pesar de las dificultades, "dio fruto al ciento por uno"-, se convierte en un repaso de las diversas reacciones que se pueden dar en las personas respecto a la palabra que oyen. Las situaciones son las de la semilla que cae en el camino o en terreno pedregoso o entre zarzas o en tierra buena, con suerte distinta en cada caso. Jesús es consciente de que sus parábolas pueden ser entendidas o no, según el ánimo de sus oyentes. Estas parábolas tienen siempre la suficiente claridad para que el que quiera las entienda y se dé por aludido. O para que no se sienta interpelado: "a vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino; a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan". Depende de si están o no dispuestos a dejarse adoctrinar en los caminos de Dios, que son distintos de los nuestros. Siempre será verdad lo de que "el que tenga oídos para oír, que oiga".
La Palabra de Dios es poderosa, tiene fuerza interior. Pero su fruto depende también de nosotros, porque Dios respeta nuestra libertad, no actúa violentando voluntades y quemando etapas. ¿Dónde estoy retratado yo? Cuando, por ejemplo en la Eucaristía, escucho la palabra, o sea, cuando el Sembrador, Cristo, siembra su palabra en mi campo, ¿puedo decir que cae en buen terreno, que me dejo interpelar por ella? ¿o "viene el diablo" o "los afanes y riquezas y placeres de la vida" y la ahogan, y así no llega nunca a madurar, porque no tiene raíces? ¿Qué tanto por ciento de fruto produce en nosotros la Palabra que escucho: el ciento por uno? Acoger la Palabra "con un corazón noble y generoso" y perseverar luego en su meditación y en su obediencia: ésa es la actitud que Jesús espera de nosotros, y que es la que nos conducirá a una maduración progresiva de nuestra vida cristiana y a la construcción de un edificio espiritual que resistirá a los embates que vengan (J. Aldazábal).
-Salió el sembrador a sembrar. Una parte del grano cayó: - en la vereda, lo pisaron y los pájaros se lo comieron... - en la roca y al brotar se secó por falta de humedad... - entre zarzas y éstas, brotando al mismo tiempo lo ahogaron... Una siembra lamentable, laboriosa. Todos los mesianismos judíos esperaban una manifestación brillante y rápida de Dios. Jesús parece querer rebajar su entusiasmo: el "Reino de Dios" está sujeto a los fracasos... va progresando penosamente en medio de un montón de dificultades... ¡Mucha paciencia es necesaria! Como Jesús, ¿me atrevo yo a mirar de cara las dificultades de mi vida personal... de mi medio familiar o profesional... de la vida de la Iglesia?...
-Otra parte cayó en tierra buena, brotó y dio el ciento por uno. Mateo y Marcos hablaban de rendimientos diferenciados según la calidad de la tierra: treinta por uno... sesenta por uno... ciento por uno... Lucas se contenta con un sólo rendimiento: ¡el más elevado! ¡Cada grano de trigo produce otros cien! Un buen ejemplo, una vez más, de la adaptación del evangelio: La preocupación de Lucas no ha sido solamente reproducir, palabra por palabra, los menores detalles de sus predecesores. El evangelio es viviente. Quedando a salvo lo esencial del mensaje, cada predicador le da una vida nueva. Lucas se beneficiaba de una más larga experiencia de la vida de la Iglesia y podía ya poner el acento sobre tal o cual punto, según las necesidades de la comunidad a la que se dirigía. Aquí, por ejemplo, en el crecimiento del Reino de Dios pasa del "nada" al "todo"... del fracaso total de la semilla, a su éxito total. Porque, a diferencia de Mateo y de Marcos, quiere insistir solamente sobre la perseverancia en el fracaso.
-Quien tenga oídos para oír, ¡que oiga! Jesús invita a estar atentos. Lo sabemos muy bien: se puede soslayar... no oírle. Señor, agudiza nuestras facultades de atención, de recogimiento, para poder oír.
-A vosotros, os ha sido dado el poder comprender los misterios del reino de Dios. A los demás, en cambio, se les habla en parábolas, así, viendo no ven y oyendo no entienden. Dios no es injusto; sino que respeta la libertad. "La propuesta" divina no es tan evidente que llegue a forzar nuestro asentimiento. Es uno de los Pensamientos de Pascal: "Hay claridad suficiente para alumbrar a los elegidos, y bastante oscuridad para humillarlos. Hay suficiente oscuridad para cegar a los réprobos, y bastante claridad para condenarlos y hacerlos inexcusables." "Si hay un Dios, es infinitamente incomprensible... Somos pues incapaces de conocer quién es El, ni si El es". "¿Quién censurará a los cristianos no poder dar razón de su creencia, ellos que profesan una religión de la que no pueden dar razón? Si la dieran, no serían consecuentes; y es siendo faltados de prueba que no son faltados de sentido". ¡El mismo Jesús no ha querido convencer "a la fuerza"!
-Lo que cae en buena tierra, son los que, después de haber oído la Palabra, la conservan con corazón bueno y recto, y dan fruto con su perseverancia. ¡Perseverancia! ¡Uno de los más hermosos valores del hombre! ¡Ah, no! El Reino de Dios no es un "destello" estrepitoso y súbito: viene a través de la humilde banalidad de cada día, en el aguante tenaz de las pruebas y de los fracasos. Para mejor descubrir a Dios, para entrar en sus misterios, es necesario, cada día, con perseverancia, tratar de llevar a la práctica lo que ya se ha descubierto de El: ésta es condición para entrar y adelantar en su intimidad (Noel Quesson).
Las cuatro posibles actitudes del oyente. La parábola (a) va dirigida a la multitud: es una invitación a preparar el terreno donde se siembra la semilla. Todo depende de la clase de terreno, es decir, de la disposición de los oyentes. Por eso termina con una máxima: « ¡Quien tenga oídos para oír, que escuche! » (8,8b). Hay tres clases de terreno donde la semilla se pierde. Sólo si cae en tierra fértil (8,8a), la nueva tierra prometida, llegará a dar fruto. Los cuatro terrenos se hallan en un mismo lugar, donde hay un camino, rocas, márgenes húmedos repletos de zarzas, la tierra fértil. El sembrador siembra a voleo, sin preocuparse de si una parte de la semilla se pierde. La máxima, colocada al final, nos descubre ya hacia dónde irá la explicación de la parábola. ¡No depende de cómo se siembre, sino de cómo se escuche el mensaje! De manera casi imperceptible hemos pasado de una cultura donde predominaba el escuchar a otra donde -según se piensa- predomina la letra impresa o visualizada. Afortunadamente, mientras no se demuestre lo contrario, el hombre continuará teniendo oídos. Y eso explica que las cosas leídas, donde sólo interviene la vista, no hacen el mismo efecto que las proclamadas, donde interviene la voz, el clima del auditorio, los tonos de voz de quien está hablando, el calor vital que lo acompaña, el testimonio de la persona. La fe viene por el oído, por la transmisión de la palabra que transporta unida a ella vivencias de la persona que la proclama. Tendríamos que revisar seriamente la praxis de dar a leer libros como un médico que se limita a recetar medicamentos. ¡Es todo tan impersonal...!
La reflexion de la comunidad. La explicación de la parábola (b) responde a una pregunta formulada por los discípulos. Todo lo que vendrá después irá dirigido exclusivamente a los discípulos. La adhesión a Jesús se ha traducido en ellos en una fuente de experiencias: «A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reinado de Dios» (8, 10a). La expresión «se os ha concedido», apunta a Jesús como agente de los conocimientos ya adquiridos por los discípulos. Lucas reduce al mínimo la cita de Is 6,9-10, reservando la cita in extenso para el final del libro de los Hechos (Hch 28,26-27), cuando Pablo tomará conciencia de la obstrucción sistemática de Israel al mensaje. Los discípulos, el nuevo Israel, han sido iniciados en los secretos del reinado de Dios. Poseen la clave para interpretar la enseñanza y la actividad de Jesús. El tema dominante es la manera de escuchar el mensaje (vv. 10. 12.13.14.15) y de hacerlo fructificar (v. 15).
Los del «camino» (8,12) son los que escuchan, pero no asimilan nada, porque están imbuidos de otras ideologías contrarias al designio de Dios. «El diablo» personifica la ideología del poder en todas sus facetas y concreciones.
«Los del pedregal» (8,13) son los que aceptan el mensaje con alegría, pero que no asumen a fondo ningún compromiso. Solamente han asimilado del mensaje aquello que se avenía con su ideología y expectaciones. Cuando llega la prueba, en tiempos difíciles, desertan.
La parte que cayó «entre las zarzas» (8,14) son los oyentes que no han hecho la ruptura. Siguen aferrados a las riquezas, a los placeres de la vida, a las exigencias de la sociedad de consumo, atenazados por las preocupaciones de la vida. “Abrasemos las espinas, pues son ellas las que ahogan la palabra divina. Bien lo saben los ricos, que no sólo son inútiles para la tierra. Sino también para el cielo (…) De dos fuentes nace el daño para su espíritu: de la vida de placer y de las preocupaciones. Cualqueira de las dos, por sí misma, basta para hundir el esquife del alma. Considerad, pues qué naufragio les espera cuando concurren las dos juntas. Y no os maravilléis de que el Señor llamara espinas a los placeres. Si no los reconocéis como tales, es que estáis embrigados por la pasión; los que están sanos saben muy bien que el placer punza más que una espina” (S. Juan Crisóstomo).
«La parte de la tierra fértil» son los oyentes que, «al escuchar el mensaje, lo van guardando en un corazón noble y bueno» (8,15). El fruto del reino no es instantáneo, sino que requiere constancia. Ni se trata de un fruto estacional, sino que «van dando fruto con su firmeza». Es toda una vida al servicio de los demás. Todos tenemos una parcela de 'tierra fértil/buena'. Es la lucha, como dice el Catecismo (1810): “Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, reanudada siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas”.
La existencia cristiana, desde su comienzo, tiene adversarios que acechan a todos los que quieren asumirla. Algunos ya desde ese momento inicial se dejan arrebatar la Palabra sembrada en ellos y destinada a fructificar en su corazón y en el de todos los hombres. Pero las amenazas no se reducen a este momento inicial sino que acompañan al creyente a lo largo de toda su existencia. Cada uno de ellos debe enfrentarse durante toda su vida a "pruebas", amenazas desde el exterior que llevan a considerar una pérdida el seguimiento de Jesús. Este aparece, en ciertos momentos, como amenaza para la estructura social existente que, por un sentimiento de autodefensa, puede asumir formas agresivas persiguiendo a los portadores del mensaje. Un peligro mayor que impide la producción de los frutos reside en la adopción por parte de los cristianos de un estilo de vida en contradicción con la propuesta aceptada. La actitud de desconfianza frente a Dios y la primacía de la búsqueda de posesión y del placer están presentes en el entorno en que el cristiano debe realizar su existencia. Este entorno no es totalmente exterior a la existencia del creyente. El contagio de estos valores predominantes en la sociedad es una posibilidad real que amenaza nuestra existencia, que puede impedir la obtención de la finalidad propuesta y llenar de frustración nuestra existencia. Sólo una audición y recepción de "un corazón noble y generoso" junto a una fidelidad constante y sin límites en la duración puede asegurar la llegada a la meta de la existencia (Josep Rius-Camps).
Dios espera de nosotros un corazón bueno y bien dispuesto, que nos haga dar fruto por nuestra constancia. Ya en una ocasión el Señor nos había anunciado: Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié. Dios no quiere que seamos terrenos estériles, ni que sólo nos conformemos con aceptar por momentos sus Palabra; Él nos quiere totalmente comprometidos con su Evangelio, de tal forma que, sin importar las persecuciones, manifestemos que esa Palabra es la única capaz de salvarnos y de darle un nuevo rumbo a la historia. Siempre estará el maligno acechando a la puerta de la vida de los creyentes para hacerlos tropezar, pues no quiere que creamos ni nos salvemos; al igual podrá entrar en nosotros el desaliento cuando ante las persecuciones perdamos el ánimo para no comprometernos y evitar el riesgo de ser señalados, perseguidos e incluso asesinados por el Nombre de Dios; finalmente los afanes, las riquezas y placeres de la vida nos pueden embotar de tal forma que, tal vez seamos personas que acuden constantemente a la celebración litúrgica, pero sin el compromiso, sin renovar la alianza que nos hace entrar en comunión con el Señor y nos hace fecundos en buenas obras. Permanezcamos firmemente anclados en el Señor, de tal forma que, no nosotros, sino su Espíritu en nosotros, nos haga tener la misma fecundidad salvífica que procede de Dios y que hace de su Iglesia una comunidad donde abunda la Justicia, la verdad, el amor fraterno, la paz y la alegría, fruto del Espíritu de Dios que actúa en nosotros.
Quienes nos consideramos discípulos de Cristo, nos hemos reunido en esta Eucaristía para que el Señor nos dé a conocer los secretos del Reino de Dios, pues Él sabe que somos un terreno fértil capaz de esforzarnos por hacer que su Palabra vaya poco a poco produciendo el fruto deseado. La Palabra de Dios no produce fruto de un modo violento. Hay que armarse de paciencia de ánimo para trabajar constantemente por el Señor, a pesar de que, al paso del tiempo pareciera que el cambio en el corazón de los hombres se genera con demasiada lentitud. No debemos desesperar, sabiendo que, incluso en el campo el sembrador siembra la semilla y tendrá que esperar las lluvias tempranas y tardías y, después de mucha paciencia y cuidado, finalmente podrá recoger el fruto, esfuerzo de sus desvelos. El Señor nos comunica, en esta Eucaristía, su misma Vida y su mismo Espíritu. Permitámosle crecer en nosotros. No vengamos como sordos de los oídos y del corazón; vengamos como discípulos que en verdad creen en el Señor y se dejan instruir y conducir por Él.
Quienes hemos acudido a esta celebración Eucarística hemos de examinarnos a nosotros mismos para darnos cuenta si en verdad no sólo escuchamos, sino hacemos nuestra la Palabra de Dios, de tal forma que produzca en nosotros el fruto deseado. Tal vez han pasado muchos años en nuestra vida de fe en la que se ha pronunciando continuamente la Palabra de Dios sobre nosotros, donde el Señor nos ha manifestado su voluntad, pero ¿Hemos vivido más comprometidos con esa Palabra del Señor, o sólo nos presentamos a las acciones litúrgicas por costumbre, con el corazón lleno de preocupaciones por los afanes, riquezas y placeres de la vida, embotados de tal forma que la Palabra de Dios llegue a nosotros inútilmente? El Señor quiere de nosotros personas capaces de dejarse guiar por su Espíritu, santificar por su Palabra, de tal manera que seamos constructores de un mundo que día a día se va renovando en el amor, en la verdad, en la justicia, en la solidaridad, en la misericordia. Si sólo venimos a la Eucaristía de un modo piadoso, pero faltos de deseos de trabajar para que las cosas vayan mejor en la familia y en la sociedad, tenemos que cuestionarnos si en verdad creemos en Dios y confiamos en Él, o si sólo queremos tranquilizar inútilmente nuestra conciencia. Si nuestra fe nos lleva a un verdadero compromiso con el Reino de Dios que Jesús nos anunció, debemos convertirnos en sembradores de su Palabra en todos los ambientes en que se desarrolle nuestra vida. El mundo no va a cambiar mientras no se preparen los corazones como un buen terreno para sembrar en ellos la Palabra del Señor. Quienes creemos en Cristo no podemos pasarnos la vida sentados y quejándonos porque nuestro mundo se va deteriorando cada vez más y los auténticos valores se nos pulverizan entre las manos. Tenemos que hacer nuestra la Palabra de Dios y comenzar a sembrarla con la valentía que nos viene del Espíritu, y armarnos de paciencia y constancia para que, a pesar de que el proceso de que la vida nueva brote sea demasiado lento, no confiemos en nuestros esfuerzos, sino en el Poder de Dios que es el único que hará que nuestros desvelos logren el fruto deseado.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de poder trabajar, con sinceridad, por construir el Reino de Dios, de tal forma que la salvación llegue cada día a más y más personas; y así, produciendo todos abundantes frutos de salvación hagamos de nuestro mundo un reflejo de la paz, de la alegría y del amor que se nos ha prometido en la vida eterna. Amén (www.homiliacatolica.com).
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jueves, 15 de septiembre de 2011
Viernes de la 24ª semana de Tiempo Ordinario. El hombre de Dios procura practicar la justicia y no dejarse llevar por la codicia. Algunas mujeres acom
Viernes de la 24ª semana de Tiempo Ordinario. El hombre de Dios procura practicar la justicia y no dejarse llevar por la codicia. Algunas mujeres acompañaban a Jesús y lo ayudaban, dando un ambiente femenino necesario a la familia que es la Iglesia.
Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 6,2c-12. Querido hermano: Esto es lo que tienes que enseñar y recomendar. Si alguno enseña otra cosa distinta, sin atenerse a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que armoniza con la piedad, es un orgulloso y un ignorante, que padece la enfermedad de plantear cuestiones inútiles y discutir atendiendo sólo a las palabras. Esto provoca envidias, polémicas, difamaciones, sospechas maliciosas, controversias propias de personas tocadas de la cabeza, sin el sentido de la verdad, que se han creído que la piedad es un medio de lucro. Es verdad que la piedad es una ganancia, cuando uno se contenta con poco. Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él. Teniendo qué comer y qué vestir nos basta. En cambio, los que buscan riquezas caen en tentaciones, trampas y mil afanes absurdos y nocivos, que hunden a los hombres en la perdición y la ruina. Porque la codicia es la raíz de todos los males, y muchos, arrastrados por ella, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo esto; practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos.
Salmo 48,6-8.9-10.17-18.19-20. R. Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
¿Por qué habré de temer los días aciagos, cuando me cerquen y acechen los malvados, que confían en su opulencia y se jactan de sus inmensas riquezas, ¿si nadie puede salvarse ni dar a Dios un rescate?
Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa.
No te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada, su fasto no bajará con él.
Aunque en vida se felicitaba: «Ponderan lo bien que lo pasas», irá a reunirse con sus antepasados, que no verán nunca la luz.
Santo evangelio según san Lucas 8,1-3. En aquel tiempo, Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él habla curado de malos espíritus y enfermedades: Maria la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.
Palabra del Señor. 1.- 1Tm 6,2-12. Entre las preocupaciones de un responsable de comunidad está también la defensa contra los falsos maestros que enseñan doctrinas desviadas o provocan divisiones. "Si alguno enseña otra cosa distinta, es un orgulloso y un ignorante". En Éfeso había algunos que "padecían la enfermedad de plantear cuestiones inútiles y discutir". Lo que provocaba "envidias, polémicas, difamaciones, controversias propias de personas tocadas de la cabeza". Hay otro tema que Pablo ataca con dureza: los que consideran que "la religión es una ganancia" y "buscan riquezas y se crean necesidades absurdas y nocivas". Para él, "la codicia es la raíz de todos los males". La actitud de Timoteo debe ser dar ejemplo con su vida personal: "practica la justicia, el amor, la paciencia, combate el buen combate de la fe".
Es un cuadro muy vivo el que Pablo presenta de una comunidad. Se ve que son viejas esas situaciones en la Iglesia. También nosotros debemos dejarnos interpelar por los avisos del apóstol respecto a la sana doctrina y al peligro de la codicia del dinero. Las desviaciones en la doctrina se producen cuando no nos atenemos "a las sanas palabras de Nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que armoniza con la piedad". ¿Mereceríamos la acusación de Pablo, que habla de la "enfermedad" de los que se dedican a plantear cuestiones inútiles, propias de "personas tocadas de la cabeza", los adictos a las discusiones, que no sirven más que para perder el tiempo y provocar divisiones? El otro peligro, el de la codicia, viene cuando alguien siente la tentación de "aprovecharse" de la religión o de algún cargo que pueda tener en la comunidad, cuando "los que buscan riquezas se crean necesidades absurdas y nocivas", que les llevan "a la perdición y a la ruina". Y, claro está, por esa apetencia insaciable, "se enredan en mil tentaciones". ¡Cuántas veces habla Pablo del peligro de la avaricia!
Según él, nos deberíamos "contentar con poco: teniendo qué comer y qué vestir nos basta". Entre los buenos ejemplos que tenemos que dar a los demás, hoy se nos recuerda nuestra firmeza en la sana doctrina, sin dejarnos llevar por ideologías peregrinas, y el autocontrol en cuestión de dinero. Dos difíciles campos en que deberíamos ir madurando.
-Hijo muy querido, te he dicho lo que debes enseñar y recomendar. Si alguno enseña otra cosa y no se atiene a las sólidas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina verdaderamente religiosa, éste tal está cegado por el orgullo y no sabe nada. Nuestra época se caracteriza por una confusión extraordinaria de opiniones. Se tiene la impresión de que no existe la «verdad». ¡Casi se puede afirmar una cosa y su contrario! Los mayores valores, los principios más sagrados, la Fe... son discutidos. Existían ya algunas desviaciones graves en tiempo de san Pablo. Este encargaba al «epíscope» -el que supervisa- que vigilase la recta expresión de la verdad: cuyo punto de referencia válido es el evangelio, las «palabras de Jesús». Vivimos en medio de intoxicaciones de todas clases, por lo tanto es preciso que los cristianos se atengan mas y más a la Palabra de Dios. La peor condenación de la «desviación doctrinal», de la «contra verdad", es, según san Pablo, que el hombre que la profiere es «un orgulloso, lleno de sí mismo y que no sabe nada». En el ámbito científico esto es evidente: si afirmo, por ejemplo, que el sol es un astro frío... ello no impide que el sol siga ardiendo... soy yo simplemente el que me equivoco, me aíslo y caigo en el ridículo de mi absurda suficiencia. Toda proporción guardada, lo mismo sucede en el orden moral y religioso: si afirmo, por ejemplo, que tal conducta es buena, cuando es mala... ello no impide al mal seguir siendo destructor.
-Es un hombre que padece la enfermedad de las «disputas» y "contiendas de palabras"; de donde proceden las envidias, las discordias, insultos, malentendidos, sospechas malignas, discusiones interminables propias de gente de mente corrompida... La «enfermedad» de que habla Pablo, es ciertamente, la de nuestra época y de nuestra Iglesia contemporánea: rivalidades, conflictos de grupos, sospechas. Señor, ayúdanos a ser hombres abiertos, comprensivos y no cerrados, porfiados, sectarios.
-Gente de inteligencia corrompida, que están privados de la verdad y que piensan que la religión es un negocio. Indirectamente, san Pablo afirma con ello un principio moral extraordinariamente lúcido: es el «interés», el «provecho» personal lo que falsea la inteligencia y hace que se tomen unas posiciones aberrantes. Efectivamente, el ansia de dinero o de placer, suele conducir a justificarlo todo. Buscad bien: detrás de la droga está el dinero... detrás de la pornografía, está el dinero... detrás de las violencias, de las opresiones sociales, del cine y de la prensa escandalosa y sensacionalista, está el dinero... Y san Pablo llega a decir que lo que distingue al verdadero sacerdote del malo es el desinterés del primero y la codicia del segundo. Partiendo de aquí, Pablo nos dará un pequeño tratado sobre el dinero. -1.° Contentarse con lo que uno tiene... Es un principio elemental de sabiduría. -2.° No hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él. ¡La caja de caudales no acompaña al féretro! -3.° Si tenemos comida y vestido, nos contentamos con esto La felicidad es cosa fácil... para los que saben vivir modestamente . -4.° Los que quieren enriquecerse caen en el lazo de una serie de codicias y de deseos absurdos... (Noel Quesson).
El desprendimiento da libertad, señala san Juan Crisóstomo: “y es que sólo es libre el que vive para Cristo. Ése está por encima de todos los males, y si no quiere hacerse él daño a sí mismo, nadie se lo puede hacer jamás. Al servidor de Cristo no se lo puede atacar. No le afecta la pérdida de dinero, porque sabe que nada trajimos a este mundo y nada podremos llevarnos. No le domina la ambición, ni el amor de la gloria, pues sabe que nuestra ciudadanía está en el cielo. Ni le apenan las injurias ni le irritan los golpes. Para el cristiano sólo hay una desgracia: ofender a Dios. Todo lo malo: pérdida de bienes, destierro de la patria, peligro de la vida, no lo tiene siquiera por mal. Y aquello de lo que todos tiemblan, el salir de este mundo, es para él más dulce que la misma vida”.
Pablo ha hablado de la debida disciplina en el culto y de la conducta que Timoteo ha de inculcar a los miembros de la comunidad. Ahora finaliza este tema dirigiéndose a los esclavos. Lo que se dice aquí nos recuerda el texto de Pablo en la carta a Tito: «Que sean sumisos a sus amos y que procuren dar satisfacción en todo, que no sean respondones, no roben, al contrario, muestren completa fidelidad y honradez...» (Tit 2,9-10). En 1 Cor 7,20-21, el Apóstol es todavía más sorprendente: «Cada uno permanezca en el estado en que Dios lo llamó. ¿Te llamó Dios de esclavo? No te importe (aunque si de hecho puedes obtener la libertad, mejor aprovéchate), porque si el Señor llama a un esclavo, el Señor le da la libertad". El contexto y la mente general de Pablo indican que probablemente debemos entender: «aprovéchate más bien» de tu esclavitud. Exegetas y traductores se preocupan por esta solemne indiferencia de Pablo a propósito de la liberación social. Por eso a menudo se traduce con frases como «aunque, francamente, si puedes obtener la libertad, aprovecha la ocasión». Pero estas traducciones tienen el peligro de ser apologías de Pablo. En realidad, el Apóstol no lo necesita. Pablo no pretendía solucionar todos los problemas propios de la teología de la liberación, sino los de la comunidad de Corinto, que entonces no podía pensar en la redención socioeconómica de los esclavos. Para Pablo, permanecer en el estado en que uno ha sido llamado ofrece una gran ventaja: demostrar que en todas partes se puede ser cristiano y no dejar ningún estamento sin este testimonio (vv 1-2). Es, pues, una cierta ventaja de la comunidad como tal, y no del esclavo, a quien no se aconseja la propia promoción. Pero tampoco debemos olvidar el principio teológico de revolución social implicado en la doctrina de Pablo. Este principio se presupone en el v 2: «Los que tengan amos fieles no los desprecien por ser hermanos». Pablo insistirá en este principio de fraternidad entre amo y esclavo en la carta a Filemón. En ella Pablo pide con fórmulas diversas que el amo Filemón trate a Onésimo como hermano (16.17.21). Si Filemón así lo hizo, ¿qué importancia tenía ya para Onésimo el ser esclavo?... Y si todos los amos cristianos lo hubieran hecho así, es indudable que en una sociedad cristiana la legislación había de cambiar pronto. Y si no cambió, quiere decir que el principio teológico de Pablo (el esclavo es el liberto del Señor y el amo es el esclavo de Cristo -1 Cor 7,22-; por tanto, son hermanos) no era sinceramente aceptado en el corazón de los amos cristianos. Y no lo fue durante siglos... Y no lo es todavía hoy, donde el amo trata a su obrero de otra manera que como hermano, es decir, en tantas y tantas llamadas hipócritamente sociedades cristianas (E. Cortés).
Debemos ser leales al Señor en todo; de tal forma que el mensaje de salvación no sufra acomodos según nuestros intereses o criterios; tampoco es válido hacer una relectura de la Palabra de Dios para hacerla decir lo que yo quiero conforme a mi ideología. Eso sería tanto como caer en el orgullo que me impide caminar con la Iglesia, para hacer mi propio camino, mi propia iglesia, paralela a la fundada por y en Cristo y sus apóstoles. Llevar a cabo la obra de Dios, proclamar su Evangelio, no puede verse como ocasión para que nosotros saquemos partido económico o de prestigio, pues esto en lugar de llevarnos a la salvación nos llevaría a la ruina y a la perdición. Si en verdad somos hombres de fe en Cristo, seamos leales a Él y a su Evangelio viviendo con rectitud, piedad, fe, amor, paciencia y mansedumbre. Que nuestra única recompensa sea vivir unidos a Cristo, aún cuando despreciados por todos y sin apoyos económicos. El Señor, que vela por nosotros, estará siempre a nuestro lado para que, convertidos en fieles testigos suyos, seamos también un testimonio del cuidado que Dios tiene de sus hijos, cuando, al buscar primero el Reino de Dios y su justicia, saben que Dios velará por ellos como un Padre amoroso que cuida de sus hijos.
2. El salmo también nos invita a esta misma actitud: "no te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada". La antífona del salmo nos ha hecho repetir la bienaventuranza de Jesús: "Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos".
Juan Pablo II comentó: “El justo tiene que afrontar «días aciagos», pues le acechan «los malvados, que confían en su opulencia» (cf Sal 48,6-7). La conclusión a la que llega el justo es formulada como una especie de proverbio, que volverá a aparecer al final del Salmo. Sintetiza nítidamente el mensaje de esta composición poética: «El hombre rico e inconsciente es como un animal que perece» (v 13). En otras palabras, las «inmensas riquezas» no son una ventaja, sino todo lo contrario. Es mejor ser pobre y estar unido a Dios.
El proverbio parece hacerse eco de la voz austera de un antiguo sabio bíblico, el Eclesiastés o Cohélet, cuando describe el destino aparentemente igual de toda criatura viviente, la muerte, que hace totalmente inútil el apego frenético a los bienes terrenos: «Como salió del vientre de su madre, desnudo volverá, como ha venido; y nada podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano» (Ecl 5,14). «Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra... Todos caminan hacia una misma meta» (Ecl 3,19.20).
Una profunda ceguera se adueña del hombre cuando cree que evitará la muerte afanándose por acumular bienes materiales: de hecho, el salmista habla de una inconciencia comparable a la de los animales. El tema será explorado también por todas las culturas y todas las espiritualidades y será expresado de manera esencial y definitiva por Jesús, cuando declara: «Guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes» (Lc 12,15). Después narra la famosa parábola del rico necio que acumula bienes sin medida sin darse cuenta de que la muerte le está acechando (cf Lc 12,16-21).
La primera parte del Salmo está totalmente centrada precisamente en esta ilusión que se apodera del corazón del rico. Está convencido de que puede «comprar» incluso la muerte, tratando así de corromperla, como ha hecho con todas las demás cosas de las que se ha apoderado: el éxito, el triunfo sobre los demás en el ámbito social y político, la prevaricación impune, la avaricia, la comodidad, los placeres. Pero el salmista no duda en calificar de necia esta ilusión. Recurre a una palabra que tiene un valor incluso financiero, «rescate»: «Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa» (vv 8-10)… Entre los Padres de la Iglesia que han comentado el Salmo 48 merece particular atención san Ambrosio, que amplía su significado gracias a una visión más amplia, a partir de la invitación inicial que hace el salmista: «Oíd esto, todas las naciones; escuchadlo, habitantes del orbe». El antiguo obispo de Milán comentaba: «Reconocemos aquí, precisamente al inicio, la voz del Señor salvador que llama los pueblos para que vengan a la Iglesia y renuncien al pecado, se conviertan en seguidores de la verdad y reconozcan la ventaja de la fe». De hecho, «todos los corazones de las diferentes generaciones han quedado contaminados por el veneno de la serpiente y la conciencia humana, esclava del pecado, no era capaz de desapegarse». Por esto el Señor, «por iniciativa suya, promete el perdón con la generosidad de su misericordia, para que el culpable deje de tener miedo y, con plena conciencia, se alegre de poder ofrecerse como siervo al Señor bueno, que ha sabido perdonar los pecados, premiar las virtudes».
En estas palabras del Salmo se escucha el eco de la invitación evangélica: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo» (Mt 11,28). Ambrosio sigue diciendo: «Como quien visita a los enfermos, como un médico que viene a curar nuestras dolorosas heridas, así nos prescribe el tratamiento, para que los hombres lo escuchen y todos corran con confianza a recibir el remedio de la curación... Llama a todos los pueblos al manantial de la sabiduría y del conocimiento, promete a todos la redención para que nadie viva en la angustia, para que nadie viva en la desesperación»”.
“El Salmo 48, de carácter sapiencial… condena la ilusión generada por la idolatría de la riqueza. Esta es una de las tentaciones constantes de la humanidad: apegándose al dinero por considerar que está dotado de una fuerza invencible, se cae en la ilusión de poder «comprar también la muerte», alejándola de uno mismo…
El Salmo 48 nos propone, por tanto, una meditación severa y realista sobre la muerte, fundamental meta ineludible de la existencia humana. Con frecuencia, tratamos de ignorar con todos los medios esta realidad, alejándola del horizonte de nuestro pensamiento. Pero este esfuerzo, además de inútil es inoportuno. La reflexión sobre la muerte, de hecho, es benéfica, pues relativiza muchas realidades secundarias que por desgracia hemos absolutizado, como es el caso precisamente de la riqueza, el éxito, el poder... Por este motivo, un sabio del Antiguo Testamento, Sirácida, advierte: «En todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado» (Sir 7,36).
En nuestro Salmo se da un paso decisivo. Si el dinero no logra «liberarnos» de la muerte (cf vv 8-9), hay uno que puede redimirnos de ese horizonte oscuro y dramático. De hecho, el salmista dice: «Pero a mí, Dios me salva, me saca de las garras del abismo» (v 16). Para el justo se abre un horizonte de esperanza y de inmortalidad. Ante la pregunta planteada al inicio del Salmo -«¿Por qué habré de temer?», v 6-, se ofrece ahora la respuesta: «No te preocupes si se enriquece un hombre» (v 17).
El justo, pobre y humillado en la historia, cuando llega a la última frontera de la vida, no tiene bienes, no tiene nada que ofrecer como «rescate» para detener la muerte y liberarse de su gélido abrazo. Pero llega entonces la gran sorpresa: el mismo Dios ofrece un rescate y arranca de las manos de la muerte a su fiel, pues Él es el único que puede vencer a la muerte, inexorable para las criaturas humanas. Por este motivo, el salmista invita a «no preocuparse», a no tener envidia del rico que se hace cada vez más arrogante en su gloria (cf ibídem), pues, llegada la muerte, será despojado de todo, no podrá llevar consigo ni oro ni plata, ni fama ni éxito (cf vv 18-19). El fiel, por el contrario, no será abandonado por el Señor, que le indicará «el camino de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (cf Sal 15, 11).
Entonces podremos pronunciar, como conclusión de la meditación sapiencial del Salmo 48, las palabras de Jesús que nos describe el verdadero tesoro que desafía a la muerte: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21).
Siguiendo las huellas de las palabras de Cristo, san Ambrosio en su «Comentario al Salmo 48» confirma de manera clara y firme la inconsistencia de las riquezas: «No son más que caducidades y se van más rápidamente de lo que han tardado en venir. Un tesoro de este tipo no es más que un sueño. Te despiertas y ya ha desaparecido, pues el hombre que logre purgar la borrachera de este mundo y apropiarse de la sobriedad de las virtudes, desprecia todo esto y no da valor al dinero».
El obispo de Milán invita, por tanto, a no dejarse atraer ingenuamente por las riqueza de la gloria humana: «¡No tengas miedo, ni siquiera cuando te des cuenta de que se a agigantado la gloria de algún linaje! Aprende a mirar a fondo con atención, y te resultará algo vacío si no tiene una brizna de la plenitud de la fe». De hecho, antes de que viniera Cristo, el hombre estaba arruinado y vacío: «La desastrosa caída del antiguo Adán nos dejó sin nada, pero hemos sido colmados por la gracia de Cristo. Él se despojó de sí mismo para llenarnos y para hacer que en la carne del hombre demore la plenitud de la virtud». San Ambrosio concluye diciendo que precisamente por este motivo, podemos exclamar ahora con san Juan: «De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia» (Jn 1,16)”. Juan Pablo II se planteaba el camino a seguir como pastor, al comenzar su pontificado en el misterio de Cristo: “Si las vías por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia -vías indicadas en su primera Encíclica por el llorado Papa Pablo VI- permanecen por largo tiempo las vías que todos nosotros debemos seguir, a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente preguntarnos: ¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri saeculi? Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis corderos», que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una vez convertido, confirma a tus hermanos».
Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».
A través de la conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta conciencia y a través también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se expresa, se encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel «que es la cabeza», a Aquel «de quien todo procede y para quien somos nosotros», a Aquel que es al mismo tiempo «el camino, la verdad» y «la resurrección y la vida», a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre, a Aquel que debía irse de nosotros -se refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo- para que el Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad. En Él están escondidos a todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia», y la Iglesia es su Cuerpo. La Iglesia es en Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» y de esto es Él la fuente. ¡El mismo! ¡El, el Redentor!
La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están aún en condiciones de repetir con Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella la «fuente de la vida y de la santidad», el signo eficaz de la gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol: «que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado». La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida y de su misión”.
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si al final pierde su vida? Ante Dios no cuentan nuestras riquezas, ni el poder que hayamos adquirido aquí en la tierra en el aspecto político o religioso. Somos siervos, y al final, después de haber cumplido fielmente con aquello que se nos confió, lo único que podremos decir es: sólo somos siervos inútiles; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer. Sólo aquel que, identificado con Cristo, sabe administrar el poder, el dinero, los bienes materiales, para que los más desprotegidos no se nos mueran de hambre o de sed o por alguna enfermedad, podrá decir que pasó, ya desde este mundo, manifestando su amor a Dios mediante su servicio amoroso al prójimo. Entonces el Padre Dios podrá decir de nosotros: Tú eres mis hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias. Entonces Cristo podrá decirnos: Muy bien, siervo bueno y fiel; entra a tomar parte en el gozo de tu Señor.
3.- Lc 8,1-3. En el grupo que acompañaba a Jesús durante sus viajes de predicación, además de los doce apóstoles había también varias mujeres. Jesús evangelizaba. La palabra "evangelio" viene del griego: "eu", bueno, y "angelion", mensaje, noticia. La Buena Noticia. En esta misión se hacía ayudar de un grupo de discípulos. Ayer se nos hablaba de la mujer anónima, con fama de pecadora, que obtuvo el perdón y dio muestras de gratitud y amor hacia Jesús. Hoy se añade un detalle que a nosotros nos puede parecer normal, pero no lo era en su tiempo. Nunca un rabino admitía a mujeres en el grupo de sus discípulos. Jesús, Sí. Eran mujeres a las que había curado de alguna enfermedad o mal espíritu, y "le ayudaban con sus bienes". Lucas nos transmite el nombre de varias de ellas.
¡Cuántas veces aparecen las mujeres en el evangelio con una actitud positiva y admirable! Baste recordar las que estuvieron cerca de él en el momento más trágico, al pie de la cruz, junto con María, su madre. Y que luego fueron las primeras que tuvieron la alegría de ver al Resucitado y anunciarlo a los demás. Son un buen símbolo de las incontables mujeres que, a lo largo de los siglos, han dado en la Iglesia testimonio de una fe recia y generosa: religiosas, laicas, misioneras, catequistas, madres de familia, enfermeras, maestras... Que ayudaron a Jesús en vida y que colaboran eficazmente en la misión de la Iglesia, cada una desde su situación, entregando su tiempo, su trabajo y también su ayuda económica. La primera persona europea que creyó en Cristo, por la predicación de Pablo, fue una mujer: Lidia (Hch 16). Deberíamos ser más abiertos en nuestra idea teológica y social de Iglesia: no es comunidad de puros y santos, sino también de personas pecadoras y débiles, como en el evangelio se ve, tanto en cuanto a las mujeres como a los hombres (baste recordar las actuaciones de algunos de los apóstoles). No es comunidad sólo de mayores, sino también de jóvenes y niños. No sólo de hombres, sino también de mujeres. No de una sola raza o lengua, sino pluralista. En la Iglesia, aunque no se vea la posibilidad de admitir a las mujeres al ministerio ordenado (diáconos, presbíteros, obispos), es bueno que recordemos que lo principal lo tenemos en común, la fe y la misión evangelizadora. Jesús dijo: "¿quién es mi madre y mis hermanos? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica". Y en eso las mujeres han sido, ya desde el principio (la Virgen Maria: "hágase en mi según tu palabra") las que más ejemplo nos han dado a toda la comunidad. No serán obispos ni párrocos, como tampoco las que acompañaban a Jesús fueron elegidas y enviadas como apóstoles, pero las mujeres cristianas, religiosas o laicas, siguen realizando una misión hermosísima y meritoria en la vida de la comunidad. Es interesante recordar que, en la lenta y progresiva valoración de la mujer por parte de la Iglesia, Pablo VI nombró a dos mujeres insignes "doctoras de la Iglesia", santa Teresa de Jesús y santa Catalina de Siena, y últimamente Juan Pablo II hizo lo mismo con santa Teresa del Niño Jesús (J. Aldazábal).
Lucas es el único que menciona los nombres de las mujeres que acompañaban a Jesús a lo largo de sus viajes.
-Jesús iba caminando por pueblos y aldeas, proclamando la "Buena" Noticia. Es preciso, de vez en cuando, volver a meditar, sobre ese tema. "evangelio"... ¿"euaggelion", en griego? "buena noticia" en castellano. Así, ¡lo que Jesús proclama es algo bueno! Un predicador no debería jamás hablar sobre una cuestión de Fe, sin haber experimentado antes, en el fondo de su ser ¡de qué manera el "sujeto que se propone tratar" es algo "bueno" para el hombre! ¡El Reino de Dios es una buena noticia! Un catequista no debería jamás presentar ni una sola lección de catecismo, sin haber experimentado antes, en el fondo de sí mismo de ¡qué modo, lo que dirá a los niños, es "bueno" para ellos! Un cristiano no debería jamás hablar de su Fe a incrédulos o indiferentes sin haber valorado antes ¡cuán "buena" es para él esa Fe! De otro modo ¿cómo podría "proclamarla"?
-Lo acompañaban los doce, y algunas mujeres... El pasado martes vimos a Jesús hacer una resurrección en atención a una mujer, la viuda de Naím. Ayer Jesús rehabilitaba a una mujer, la pecadora, en casa de Simón. Ningún evangelista, sino Lucas, asignó un mayor papel a las mujeres: pensemos en la función esencial de María en los relatos de la infancia de Jesús... pensemos en el episodio de Marta y María (Lc 10, 38) que es él el único en relatarlo.
-Mujeres que Jesús había curado de malos espíritus y de enfermedades... Lucas insiste, algo machaconamente pensamos, sobre ese punto: ¡eran antiguas endemoniadas! Esta afirmación subraya que, para el Antiguo Testamento, como para muchas viejas civilizaciones, la mujer estaba marcada, por una especie de "interdicto", objeto de fuerzas misteriosas (Lc 4,38;13,16.8,43). Las mismas mujeres acabaron por someterse a esa trágica "marginación": la Samaritana, a quien Jesús pidió agua, se sorprende de que un judío se atreva a hablar a una mujer (Jn 4,9). Vemos pues que Jesús libera totalmente a la mujer: ni en su mente ni en sus actitudes concretas hace diferencia alguna entre el hombre y la mujer. El evangelista afirma que, con los Doce, había un grupo de mujeres que seguían a Jesús.
-María, "Magdalena" de sobrenombre... -¡que había sido liberada de siete demonios!-, Juana, mujer de Kuza, el intendente de Herodes... Susana... y muchas más... No olvidemos que los rabinos de la época excluían a las mujeres del círculo de sus discípulos. No olvidemos que según la organización del Judaísmo de aquel tiempo las mujeres apenas formaban parte de la comunidad: podían participar al culto de la sinagoga, pero no estaban obligadas a ello. La liturgia empezaba cuando, por lo menos, diez hombres estaban presentes, mientras que a las mujeres no se las contaba. Ahora bien, la tradición nos relata que las primeras apariciones del resucitado fueron hechas a las mujeres (Lc 24,10) y precisamente a las que Lucas anota aquí. Habiendo acompañado a Jesús desde el comienzo de su ministerio público, todo como los Doce, eran iguales a los hombres para el anuncio de la "buena nueva".
-... Que le ayudaban con sus bienes. Realismo del evangelio: se necesita dinero para poder anunciar el evangelio. Si los Doce y Jesús parecen tan libres, sin cuidados materiales, ¡es porque hay mujeres que cuidan de ellos! Trabajo capital que permite todo el resto. ¿Soy una acomplejada por mis tareas humildes? o bien ¿sé darles un valor divino? (Noel Quesson).
El grupo que sigue a Jesús es mixto. Una parte la componen los «Doce». Grupo que Jesús había constituido para que encabezara el servicio a los pobres. La otra, la compone el grupo de mujeres. Estas son de diversa procedencia y después de haber sido redimidas van tras el maestro acompañándolo en el anuncio del Reino. Fueron muchas las personas sanadas por Jesús. Pero en el evangelio sólo consta que estas mujeres lo acompañaran en su recorrido por Israel. Este grupo mixto debió causar una singular impresión en el ambiente cultural. Pues, era usual que algunas mujeres ilustres y pudientes ayudaran económicamente a algún maestro. Pero, chocaba con la mentalidad de la época que los maestros contaran con discípulas entre sus oyentes. Las mujeres que seguían a Jesús no eran personas muy ilustres. De María Magdalena se dice que expulsaron siete demonios. Esto ha tenido muchas interpretaciones, pero en todo caso lo cierto es que era una mujer marginada. Juana era esposa de un administrador de Herodes. Estaba casada con un hombre despreciado tanto por el pueblo como por los fariseos fanáticos. Susana y otras mujeres pudientes tenían fe en la labor de Jesús y, por eso, le ayudaban a financiar la actividad misionera. Estas mismas mujeres lo acompañaron, al igual que otros discípulos, durante todo el trabajo misionero. Luego, cuando la mayoría de los seguidores lo abandonaron , ellas continuaron fieles al pié de la cruz. Fueron las primeras testigos de la resurrección. Mantuvieron la fe en quien las había sanado y llamado, aunque los discípulos no les creyeran. Hoy nos preguntamos por el lugar de las mujeres en la comunidad cristiana. Si con Jesús tuvieron un lugar entre los discípulos junto a los apóstoles, cabe preguntarnos si hoy conservan ese mismo lugar (servicio bíblico latinoamericano).
¡Qué compañía llevaba Jesús en su recorrido por ciudades y poblados predicando la buena nueva del Reino de Dios! Tal vez aquel mandato que dio Jesús al que había sido exorcizado en Geraza, podría aplicarse muy bien a quienes acompañaban a Cristo: Ve a los tuyos, y dales testimonio de lo misericordioso que ha sido el Señor para contigo. Quien, a pesar de sus miserias pasadas, ha sido llamado a ir tras de Jesús y convertirse en apóstol suyo, no puede gloriarse sólo de la amistad, sino especialmente de la misericordia de Dios. Así sabrá que no va a los demás con la sabiduría humana, sino con el poder de Dios y con el testimonio de una vida que ha sido amada por Aquel que vino a salvar a los pecadores, de los cuales, cada uno puede decir: yo soy el primero. El Señor quiere que nos sólo proclamemos el Evangelio con los labios, sino que quienes tienen recursos suficientes para vivir, no cierren los ojos ante las miserias de los más desprotegidos, y que sepan que acompañar a Cristo significa también socorrerle en los pobres, en los necesitados, en los desprotegidos.
Juan Pablo II trató del tema del papel de lo femenino en la Iglesia: “El Evangelio revela y permite entender precisamente este modo de ser de la persona humana. El Evangelio ayuda a cada mujer y a cada hombre a vivirlo y, de este modo, a realizarse. Existe, en efecto, una total igualdad respecto a los dones del Espíritu Santo y las "maravillas de Dios" (Act 2,11). Y no sólo esto. Precisamente ante las "maravillas de Dios" el Apóstol-hombre siente la necesidad de recurrir a lo que es por esencia femenino, para expresar la verdad sobre su propio servicio apostólico. Así se expresa Pablo de Tarso cuando se dirige a los Gálatas con estas palabras: "Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto" (Gal 4,19). En la primera Carta a los Corintios (7,38) el apóstol anuncia la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio -doctrina constante de la Iglesia según las palabras de Cristo, como leemos en el evangelio de San Mateo (19,10-12)-, pero sin ofuscar de ningún modo la importancia de la maternidad física y espiritual. En efecto, para ilustrar la misión fundamental de la Iglesia, el Apóstol no encuentra algo mejor que la referencia a la maternidad.
Un reflejo de la misma analogía -y de la misma verdad- lo hallamos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. María es la "figura" de la Iglesia: "Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre (...) Engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre (...) a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf Rom 8,29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno". "La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios". Se trata de la maternidad "según el espíritu" en relación con los hijos y las hijas del género humano. Y tal maternidad -como ha se ha dicho- es también la "parte" de la mujer en la virginidad. La Iglesia "es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo". Esto se realiza plenamente en María. La Iglesia, por consiguiente, "a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera".
El Concilio ha confirmado que si no se recurre a la Madre de Dios no es posible comprender el misterio de la Iglesia, su realidad, su vitalidad esencial. Indirectamente hallamos aquí la referencia al paradigma bíblico de la "mujer", como se delinea claramente ya en la descripción del "principio" (cf Gen 3,15) y a lo largo del camino que va de la creación -pasando por el pecado- hasta la redención. De este modo se confirma la profunda unión entre lo que es humano y lo que constituye la economía divina de la salvación en la historia del hombre. La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es "humano", sin una adecuada referencia a lo que es "femenino". Así sucede, de modo análogo, en la economía salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente en relación con toda la historia del hombre no podemos dejar de lado, desde la óptica de nuestra fe, el misterio de la "mujer": virgen-madre-esposa”.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de ser auténticos testigos del amor misericordioso de Dios para nuestros hermanos, para que, disfrutando, no sólo de los bienes pasajeros, sino de los bienes eternos, anticipemos ya desde ahora el gozo de la Gloria que el Señor quiere comunicar a todos los que Él ama, aun cuando pareciera que viven lejos de Él, y que a nosotros nos ha confiado la misión de hacérselos cercanos. Amén.
Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 6,2c-12. Querido hermano: Esto es lo que tienes que enseñar y recomendar. Si alguno enseña otra cosa distinta, sin atenerse a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que armoniza con la piedad, es un orgulloso y un ignorante, que padece la enfermedad de plantear cuestiones inútiles y discutir atendiendo sólo a las palabras. Esto provoca envidias, polémicas, difamaciones, sospechas maliciosas, controversias propias de personas tocadas de la cabeza, sin el sentido de la verdad, que se han creído que la piedad es un medio de lucro. Es verdad que la piedad es una ganancia, cuando uno se contenta con poco. Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él. Teniendo qué comer y qué vestir nos basta. En cambio, los que buscan riquezas caen en tentaciones, trampas y mil afanes absurdos y nocivos, que hunden a los hombres en la perdición y la ruina. Porque la codicia es la raíz de todos los males, y muchos, arrastrados por ella, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo esto; practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos.
Salmo 48,6-8.9-10.17-18.19-20. R. Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
¿Por qué habré de temer los días aciagos, cuando me cerquen y acechen los malvados, que confían en su opulencia y se jactan de sus inmensas riquezas, ¿si nadie puede salvarse ni dar a Dios un rescate?
Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa.
No te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada, su fasto no bajará con él.
Aunque en vida se felicitaba: «Ponderan lo bien que lo pasas», irá a reunirse con sus antepasados, que no verán nunca la luz.
Santo evangelio según san Lucas 8,1-3. En aquel tiempo, Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él habla curado de malos espíritus y enfermedades: Maria la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.
Palabra del Señor. 1.- 1Tm 6,2-12. Entre las preocupaciones de un responsable de comunidad está también la defensa contra los falsos maestros que enseñan doctrinas desviadas o provocan divisiones. "Si alguno enseña otra cosa distinta, es un orgulloso y un ignorante". En Éfeso había algunos que "padecían la enfermedad de plantear cuestiones inútiles y discutir". Lo que provocaba "envidias, polémicas, difamaciones, controversias propias de personas tocadas de la cabeza". Hay otro tema que Pablo ataca con dureza: los que consideran que "la religión es una ganancia" y "buscan riquezas y se crean necesidades absurdas y nocivas". Para él, "la codicia es la raíz de todos los males". La actitud de Timoteo debe ser dar ejemplo con su vida personal: "practica la justicia, el amor, la paciencia, combate el buen combate de la fe".
Es un cuadro muy vivo el que Pablo presenta de una comunidad. Se ve que son viejas esas situaciones en la Iglesia. También nosotros debemos dejarnos interpelar por los avisos del apóstol respecto a la sana doctrina y al peligro de la codicia del dinero. Las desviaciones en la doctrina se producen cuando no nos atenemos "a las sanas palabras de Nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que armoniza con la piedad". ¿Mereceríamos la acusación de Pablo, que habla de la "enfermedad" de los que se dedican a plantear cuestiones inútiles, propias de "personas tocadas de la cabeza", los adictos a las discusiones, que no sirven más que para perder el tiempo y provocar divisiones? El otro peligro, el de la codicia, viene cuando alguien siente la tentación de "aprovecharse" de la religión o de algún cargo que pueda tener en la comunidad, cuando "los que buscan riquezas se crean necesidades absurdas y nocivas", que les llevan "a la perdición y a la ruina". Y, claro está, por esa apetencia insaciable, "se enredan en mil tentaciones". ¡Cuántas veces habla Pablo del peligro de la avaricia!
Según él, nos deberíamos "contentar con poco: teniendo qué comer y qué vestir nos basta". Entre los buenos ejemplos que tenemos que dar a los demás, hoy se nos recuerda nuestra firmeza en la sana doctrina, sin dejarnos llevar por ideologías peregrinas, y el autocontrol en cuestión de dinero. Dos difíciles campos en que deberíamos ir madurando.
-Hijo muy querido, te he dicho lo que debes enseñar y recomendar. Si alguno enseña otra cosa y no se atiene a las sólidas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina verdaderamente religiosa, éste tal está cegado por el orgullo y no sabe nada. Nuestra época se caracteriza por una confusión extraordinaria de opiniones. Se tiene la impresión de que no existe la «verdad». ¡Casi se puede afirmar una cosa y su contrario! Los mayores valores, los principios más sagrados, la Fe... son discutidos. Existían ya algunas desviaciones graves en tiempo de san Pablo. Este encargaba al «epíscope» -el que supervisa- que vigilase la recta expresión de la verdad: cuyo punto de referencia válido es el evangelio, las «palabras de Jesús». Vivimos en medio de intoxicaciones de todas clases, por lo tanto es preciso que los cristianos se atengan mas y más a la Palabra de Dios. La peor condenación de la «desviación doctrinal», de la «contra verdad", es, según san Pablo, que el hombre que la profiere es «un orgulloso, lleno de sí mismo y que no sabe nada». En el ámbito científico esto es evidente: si afirmo, por ejemplo, que el sol es un astro frío... ello no impide que el sol siga ardiendo... soy yo simplemente el que me equivoco, me aíslo y caigo en el ridículo de mi absurda suficiencia. Toda proporción guardada, lo mismo sucede en el orden moral y religioso: si afirmo, por ejemplo, que tal conducta es buena, cuando es mala... ello no impide al mal seguir siendo destructor.
-Es un hombre que padece la enfermedad de las «disputas» y "contiendas de palabras"; de donde proceden las envidias, las discordias, insultos, malentendidos, sospechas malignas, discusiones interminables propias de gente de mente corrompida... La «enfermedad» de que habla Pablo, es ciertamente, la de nuestra época y de nuestra Iglesia contemporánea: rivalidades, conflictos de grupos, sospechas. Señor, ayúdanos a ser hombres abiertos, comprensivos y no cerrados, porfiados, sectarios.
-Gente de inteligencia corrompida, que están privados de la verdad y que piensan que la religión es un negocio. Indirectamente, san Pablo afirma con ello un principio moral extraordinariamente lúcido: es el «interés», el «provecho» personal lo que falsea la inteligencia y hace que se tomen unas posiciones aberrantes. Efectivamente, el ansia de dinero o de placer, suele conducir a justificarlo todo. Buscad bien: detrás de la droga está el dinero... detrás de la pornografía, está el dinero... detrás de las violencias, de las opresiones sociales, del cine y de la prensa escandalosa y sensacionalista, está el dinero... Y san Pablo llega a decir que lo que distingue al verdadero sacerdote del malo es el desinterés del primero y la codicia del segundo. Partiendo de aquí, Pablo nos dará un pequeño tratado sobre el dinero. -1.° Contentarse con lo que uno tiene... Es un principio elemental de sabiduría. -2.° No hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él. ¡La caja de caudales no acompaña al féretro! -3.° Si tenemos comida y vestido, nos contentamos con esto La felicidad es cosa fácil... para los que saben vivir modestamente . -4.° Los que quieren enriquecerse caen en el lazo de una serie de codicias y de deseos absurdos... (Noel Quesson).
El desprendimiento da libertad, señala san Juan Crisóstomo: “y es que sólo es libre el que vive para Cristo. Ése está por encima de todos los males, y si no quiere hacerse él daño a sí mismo, nadie se lo puede hacer jamás. Al servidor de Cristo no se lo puede atacar. No le afecta la pérdida de dinero, porque sabe que nada trajimos a este mundo y nada podremos llevarnos. No le domina la ambición, ni el amor de la gloria, pues sabe que nuestra ciudadanía está en el cielo. Ni le apenan las injurias ni le irritan los golpes. Para el cristiano sólo hay una desgracia: ofender a Dios. Todo lo malo: pérdida de bienes, destierro de la patria, peligro de la vida, no lo tiene siquiera por mal. Y aquello de lo que todos tiemblan, el salir de este mundo, es para él más dulce que la misma vida”.
Pablo ha hablado de la debida disciplina en el culto y de la conducta que Timoteo ha de inculcar a los miembros de la comunidad. Ahora finaliza este tema dirigiéndose a los esclavos. Lo que se dice aquí nos recuerda el texto de Pablo en la carta a Tito: «Que sean sumisos a sus amos y que procuren dar satisfacción en todo, que no sean respondones, no roben, al contrario, muestren completa fidelidad y honradez...» (Tit 2,9-10). En 1 Cor 7,20-21, el Apóstol es todavía más sorprendente: «Cada uno permanezca en el estado en que Dios lo llamó. ¿Te llamó Dios de esclavo? No te importe (aunque si de hecho puedes obtener la libertad, mejor aprovéchate), porque si el Señor llama a un esclavo, el Señor le da la libertad". El contexto y la mente general de Pablo indican que probablemente debemos entender: «aprovéchate más bien» de tu esclavitud. Exegetas y traductores se preocupan por esta solemne indiferencia de Pablo a propósito de la liberación social. Por eso a menudo se traduce con frases como «aunque, francamente, si puedes obtener la libertad, aprovecha la ocasión». Pero estas traducciones tienen el peligro de ser apologías de Pablo. En realidad, el Apóstol no lo necesita. Pablo no pretendía solucionar todos los problemas propios de la teología de la liberación, sino los de la comunidad de Corinto, que entonces no podía pensar en la redención socioeconómica de los esclavos. Para Pablo, permanecer en el estado en que uno ha sido llamado ofrece una gran ventaja: demostrar que en todas partes se puede ser cristiano y no dejar ningún estamento sin este testimonio (vv 1-2). Es, pues, una cierta ventaja de la comunidad como tal, y no del esclavo, a quien no se aconseja la propia promoción. Pero tampoco debemos olvidar el principio teológico de revolución social implicado en la doctrina de Pablo. Este principio se presupone en el v 2: «Los que tengan amos fieles no los desprecien por ser hermanos». Pablo insistirá en este principio de fraternidad entre amo y esclavo en la carta a Filemón. En ella Pablo pide con fórmulas diversas que el amo Filemón trate a Onésimo como hermano (16.17.21). Si Filemón así lo hizo, ¿qué importancia tenía ya para Onésimo el ser esclavo?... Y si todos los amos cristianos lo hubieran hecho así, es indudable que en una sociedad cristiana la legislación había de cambiar pronto. Y si no cambió, quiere decir que el principio teológico de Pablo (el esclavo es el liberto del Señor y el amo es el esclavo de Cristo -1 Cor 7,22-; por tanto, son hermanos) no era sinceramente aceptado en el corazón de los amos cristianos. Y no lo fue durante siglos... Y no lo es todavía hoy, donde el amo trata a su obrero de otra manera que como hermano, es decir, en tantas y tantas llamadas hipócritamente sociedades cristianas (E. Cortés).
Debemos ser leales al Señor en todo; de tal forma que el mensaje de salvación no sufra acomodos según nuestros intereses o criterios; tampoco es válido hacer una relectura de la Palabra de Dios para hacerla decir lo que yo quiero conforme a mi ideología. Eso sería tanto como caer en el orgullo que me impide caminar con la Iglesia, para hacer mi propio camino, mi propia iglesia, paralela a la fundada por y en Cristo y sus apóstoles. Llevar a cabo la obra de Dios, proclamar su Evangelio, no puede verse como ocasión para que nosotros saquemos partido económico o de prestigio, pues esto en lugar de llevarnos a la salvación nos llevaría a la ruina y a la perdición. Si en verdad somos hombres de fe en Cristo, seamos leales a Él y a su Evangelio viviendo con rectitud, piedad, fe, amor, paciencia y mansedumbre. Que nuestra única recompensa sea vivir unidos a Cristo, aún cuando despreciados por todos y sin apoyos económicos. El Señor, que vela por nosotros, estará siempre a nuestro lado para que, convertidos en fieles testigos suyos, seamos también un testimonio del cuidado que Dios tiene de sus hijos, cuando, al buscar primero el Reino de Dios y su justicia, saben que Dios velará por ellos como un Padre amoroso que cuida de sus hijos.
2. El salmo también nos invita a esta misma actitud: "no te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada". La antífona del salmo nos ha hecho repetir la bienaventuranza de Jesús: "Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos".
Juan Pablo II comentó: “El justo tiene que afrontar «días aciagos», pues le acechan «los malvados, que confían en su opulencia» (cf Sal 48,6-7). La conclusión a la que llega el justo es formulada como una especie de proverbio, que volverá a aparecer al final del Salmo. Sintetiza nítidamente el mensaje de esta composición poética: «El hombre rico e inconsciente es como un animal que perece» (v 13). En otras palabras, las «inmensas riquezas» no son una ventaja, sino todo lo contrario. Es mejor ser pobre y estar unido a Dios.
El proverbio parece hacerse eco de la voz austera de un antiguo sabio bíblico, el Eclesiastés o Cohélet, cuando describe el destino aparentemente igual de toda criatura viviente, la muerte, que hace totalmente inútil el apego frenético a los bienes terrenos: «Como salió del vientre de su madre, desnudo volverá, como ha venido; y nada podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano» (Ecl 5,14). «Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra... Todos caminan hacia una misma meta» (Ecl 3,19.20).
Una profunda ceguera se adueña del hombre cuando cree que evitará la muerte afanándose por acumular bienes materiales: de hecho, el salmista habla de una inconciencia comparable a la de los animales. El tema será explorado también por todas las culturas y todas las espiritualidades y será expresado de manera esencial y definitiva por Jesús, cuando declara: «Guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes» (Lc 12,15). Después narra la famosa parábola del rico necio que acumula bienes sin medida sin darse cuenta de que la muerte le está acechando (cf Lc 12,16-21).
La primera parte del Salmo está totalmente centrada precisamente en esta ilusión que se apodera del corazón del rico. Está convencido de que puede «comprar» incluso la muerte, tratando así de corromperla, como ha hecho con todas las demás cosas de las que se ha apoderado: el éxito, el triunfo sobre los demás en el ámbito social y político, la prevaricación impune, la avaricia, la comodidad, los placeres. Pero el salmista no duda en calificar de necia esta ilusión. Recurre a una palabra que tiene un valor incluso financiero, «rescate»: «Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa» (vv 8-10)… Entre los Padres de la Iglesia que han comentado el Salmo 48 merece particular atención san Ambrosio, que amplía su significado gracias a una visión más amplia, a partir de la invitación inicial que hace el salmista: «Oíd esto, todas las naciones; escuchadlo, habitantes del orbe». El antiguo obispo de Milán comentaba: «Reconocemos aquí, precisamente al inicio, la voz del Señor salvador que llama los pueblos para que vengan a la Iglesia y renuncien al pecado, se conviertan en seguidores de la verdad y reconozcan la ventaja de la fe». De hecho, «todos los corazones de las diferentes generaciones han quedado contaminados por el veneno de la serpiente y la conciencia humana, esclava del pecado, no era capaz de desapegarse». Por esto el Señor, «por iniciativa suya, promete el perdón con la generosidad de su misericordia, para que el culpable deje de tener miedo y, con plena conciencia, se alegre de poder ofrecerse como siervo al Señor bueno, que ha sabido perdonar los pecados, premiar las virtudes».
En estas palabras del Salmo se escucha el eco de la invitación evangélica: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo» (Mt 11,28). Ambrosio sigue diciendo: «Como quien visita a los enfermos, como un médico que viene a curar nuestras dolorosas heridas, así nos prescribe el tratamiento, para que los hombres lo escuchen y todos corran con confianza a recibir el remedio de la curación... Llama a todos los pueblos al manantial de la sabiduría y del conocimiento, promete a todos la redención para que nadie viva en la angustia, para que nadie viva en la desesperación»”.
“El Salmo 48, de carácter sapiencial… condena la ilusión generada por la idolatría de la riqueza. Esta es una de las tentaciones constantes de la humanidad: apegándose al dinero por considerar que está dotado de una fuerza invencible, se cae en la ilusión de poder «comprar también la muerte», alejándola de uno mismo…
El Salmo 48 nos propone, por tanto, una meditación severa y realista sobre la muerte, fundamental meta ineludible de la existencia humana. Con frecuencia, tratamos de ignorar con todos los medios esta realidad, alejándola del horizonte de nuestro pensamiento. Pero este esfuerzo, además de inútil es inoportuno. La reflexión sobre la muerte, de hecho, es benéfica, pues relativiza muchas realidades secundarias que por desgracia hemos absolutizado, como es el caso precisamente de la riqueza, el éxito, el poder... Por este motivo, un sabio del Antiguo Testamento, Sirácida, advierte: «En todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado» (Sir 7,36).
En nuestro Salmo se da un paso decisivo. Si el dinero no logra «liberarnos» de la muerte (cf vv 8-9), hay uno que puede redimirnos de ese horizonte oscuro y dramático. De hecho, el salmista dice: «Pero a mí, Dios me salva, me saca de las garras del abismo» (v 16). Para el justo se abre un horizonte de esperanza y de inmortalidad. Ante la pregunta planteada al inicio del Salmo -«¿Por qué habré de temer?», v 6-, se ofrece ahora la respuesta: «No te preocupes si se enriquece un hombre» (v 17).
El justo, pobre y humillado en la historia, cuando llega a la última frontera de la vida, no tiene bienes, no tiene nada que ofrecer como «rescate» para detener la muerte y liberarse de su gélido abrazo. Pero llega entonces la gran sorpresa: el mismo Dios ofrece un rescate y arranca de las manos de la muerte a su fiel, pues Él es el único que puede vencer a la muerte, inexorable para las criaturas humanas. Por este motivo, el salmista invita a «no preocuparse», a no tener envidia del rico que se hace cada vez más arrogante en su gloria (cf ibídem), pues, llegada la muerte, será despojado de todo, no podrá llevar consigo ni oro ni plata, ni fama ni éxito (cf vv 18-19). El fiel, por el contrario, no será abandonado por el Señor, que le indicará «el camino de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (cf Sal 15, 11).
Entonces podremos pronunciar, como conclusión de la meditación sapiencial del Salmo 48, las palabras de Jesús que nos describe el verdadero tesoro que desafía a la muerte: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21).
Siguiendo las huellas de las palabras de Cristo, san Ambrosio en su «Comentario al Salmo 48» confirma de manera clara y firme la inconsistencia de las riquezas: «No son más que caducidades y se van más rápidamente de lo que han tardado en venir. Un tesoro de este tipo no es más que un sueño. Te despiertas y ya ha desaparecido, pues el hombre que logre purgar la borrachera de este mundo y apropiarse de la sobriedad de las virtudes, desprecia todo esto y no da valor al dinero».
El obispo de Milán invita, por tanto, a no dejarse atraer ingenuamente por las riqueza de la gloria humana: «¡No tengas miedo, ni siquiera cuando te des cuenta de que se a agigantado la gloria de algún linaje! Aprende a mirar a fondo con atención, y te resultará algo vacío si no tiene una brizna de la plenitud de la fe». De hecho, antes de que viniera Cristo, el hombre estaba arruinado y vacío: «La desastrosa caída del antiguo Adán nos dejó sin nada, pero hemos sido colmados por la gracia de Cristo. Él se despojó de sí mismo para llenarnos y para hacer que en la carne del hombre demore la plenitud de la virtud». San Ambrosio concluye diciendo que precisamente por este motivo, podemos exclamar ahora con san Juan: «De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia» (Jn 1,16)”. Juan Pablo II se planteaba el camino a seguir como pastor, al comenzar su pontificado en el misterio de Cristo: “Si las vías por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia -vías indicadas en su primera Encíclica por el llorado Papa Pablo VI- permanecen por largo tiempo las vías que todos nosotros debemos seguir, a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente preguntarnos: ¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri saeculi? Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis corderos», que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una vez convertido, confirma a tus hermanos».
Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».
A través de la conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta conciencia y a través también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se expresa, se encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel «que es la cabeza», a Aquel «de quien todo procede y para quien somos nosotros», a Aquel que es al mismo tiempo «el camino, la verdad» y «la resurrección y la vida», a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre, a Aquel que debía irse de nosotros -se refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo- para que el Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad. En Él están escondidos a todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia», y la Iglesia es su Cuerpo. La Iglesia es en Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» y de esto es Él la fuente. ¡El mismo! ¡El, el Redentor!
La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están aún en condiciones de repetir con Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella la «fuente de la vida y de la santidad», el signo eficaz de la gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol: «que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado». La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida y de su misión”.
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si al final pierde su vida? Ante Dios no cuentan nuestras riquezas, ni el poder que hayamos adquirido aquí en la tierra en el aspecto político o religioso. Somos siervos, y al final, después de haber cumplido fielmente con aquello que se nos confió, lo único que podremos decir es: sólo somos siervos inútiles; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer. Sólo aquel que, identificado con Cristo, sabe administrar el poder, el dinero, los bienes materiales, para que los más desprotegidos no se nos mueran de hambre o de sed o por alguna enfermedad, podrá decir que pasó, ya desde este mundo, manifestando su amor a Dios mediante su servicio amoroso al prójimo. Entonces el Padre Dios podrá decir de nosotros: Tú eres mis hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias. Entonces Cristo podrá decirnos: Muy bien, siervo bueno y fiel; entra a tomar parte en el gozo de tu Señor.
3.- Lc 8,1-3. En el grupo que acompañaba a Jesús durante sus viajes de predicación, además de los doce apóstoles había también varias mujeres. Jesús evangelizaba. La palabra "evangelio" viene del griego: "eu", bueno, y "angelion", mensaje, noticia. La Buena Noticia. En esta misión se hacía ayudar de un grupo de discípulos. Ayer se nos hablaba de la mujer anónima, con fama de pecadora, que obtuvo el perdón y dio muestras de gratitud y amor hacia Jesús. Hoy se añade un detalle que a nosotros nos puede parecer normal, pero no lo era en su tiempo. Nunca un rabino admitía a mujeres en el grupo de sus discípulos. Jesús, Sí. Eran mujeres a las que había curado de alguna enfermedad o mal espíritu, y "le ayudaban con sus bienes". Lucas nos transmite el nombre de varias de ellas.
¡Cuántas veces aparecen las mujeres en el evangelio con una actitud positiva y admirable! Baste recordar las que estuvieron cerca de él en el momento más trágico, al pie de la cruz, junto con María, su madre. Y que luego fueron las primeras que tuvieron la alegría de ver al Resucitado y anunciarlo a los demás. Son un buen símbolo de las incontables mujeres que, a lo largo de los siglos, han dado en la Iglesia testimonio de una fe recia y generosa: religiosas, laicas, misioneras, catequistas, madres de familia, enfermeras, maestras... Que ayudaron a Jesús en vida y que colaboran eficazmente en la misión de la Iglesia, cada una desde su situación, entregando su tiempo, su trabajo y también su ayuda económica. La primera persona europea que creyó en Cristo, por la predicación de Pablo, fue una mujer: Lidia (Hch 16). Deberíamos ser más abiertos en nuestra idea teológica y social de Iglesia: no es comunidad de puros y santos, sino también de personas pecadoras y débiles, como en el evangelio se ve, tanto en cuanto a las mujeres como a los hombres (baste recordar las actuaciones de algunos de los apóstoles). No es comunidad sólo de mayores, sino también de jóvenes y niños. No sólo de hombres, sino también de mujeres. No de una sola raza o lengua, sino pluralista. En la Iglesia, aunque no se vea la posibilidad de admitir a las mujeres al ministerio ordenado (diáconos, presbíteros, obispos), es bueno que recordemos que lo principal lo tenemos en común, la fe y la misión evangelizadora. Jesús dijo: "¿quién es mi madre y mis hermanos? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica". Y en eso las mujeres han sido, ya desde el principio (la Virgen Maria: "hágase en mi según tu palabra") las que más ejemplo nos han dado a toda la comunidad. No serán obispos ni párrocos, como tampoco las que acompañaban a Jesús fueron elegidas y enviadas como apóstoles, pero las mujeres cristianas, religiosas o laicas, siguen realizando una misión hermosísima y meritoria en la vida de la comunidad. Es interesante recordar que, en la lenta y progresiva valoración de la mujer por parte de la Iglesia, Pablo VI nombró a dos mujeres insignes "doctoras de la Iglesia", santa Teresa de Jesús y santa Catalina de Siena, y últimamente Juan Pablo II hizo lo mismo con santa Teresa del Niño Jesús (J. Aldazábal).
Lucas es el único que menciona los nombres de las mujeres que acompañaban a Jesús a lo largo de sus viajes.
-Jesús iba caminando por pueblos y aldeas, proclamando la "Buena" Noticia. Es preciso, de vez en cuando, volver a meditar, sobre ese tema. "evangelio"... ¿"euaggelion", en griego? "buena noticia" en castellano. Así, ¡lo que Jesús proclama es algo bueno! Un predicador no debería jamás hablar sobre una cuestión de Fe, sin haber experimentado antes, en el fondo de su ser ¡de qué manera el "sujeto que se propone tratar" es algo "bueno" para el hombre! ¡El Reino de Dios es una buena noticia! Un catequista no debería jamás presentar ni una sola lección de catecismo, sin haber experimentado antes, en el fondo de sí mismo de ¡qué modo, lo que dirá a los niños, es "bueno" para ellos! Un cristiano no debería jamás hablar de su Fe a incrédulos o indiferentes sin haber valorado antes ¡cuán "buena" es para él esa Fe! De otro modo ¿cómo podría "proclamarla"?
-Lo acompañaban los doce, y algunas mujeres... El pasado martes vimos a Jesús hacer una resurrección en atención a una mujer, la viuda de Naím. Ayer Jesús rehabilitaba a una mujer, la pecadora, en casa de Simón. Ningún evangelista, sino Lucas, asignó un mayor papel a las mujeres: pensemos en la función esencial de María en los relatos de la infancia de Jesús... pensemos en el episodio de Marta y María (Lc 10, 38) que es él el único en relatarlo.
-Mujeres que Jesús había curado de malos espíritus y de enfermedades... Lucas insiste, algo machaconamente pensamos, sobre ese punto: ¡eran antiguas endemoniadas! Esta afirmación subraya que, para el Antiguo Testamento, como para muchas viejas civilizaciones, la mujer estaba marcada, por una especie de "interdicto", objeto de fuerzas misteriosas (Lc 4,38;13,16.8,43). Las mismas mujeres acabaron por someterse a esa trágica "marginación": la Samaritana, a quien Jesús pidió agua, se sorprende de que un judío se atreva a hablar a una mujer (Jn 4,9). Vemos pues que Jesús libera totalmente a la mujer: ni en su mente ni en sus actitudes concretas hace diferencia alguna entre el hombre y la mujer. El evangelista afirma que, con los Doce, había un grupo de mujeres que seguían a Jesús.
-María, "Magdalena" de sobrenombre... -¡que había sido liberada de siete demonios!-, Juana, mujer de Kuza, el intendente de Herodes... Susana... y muchas más... No olvidemos que los rabinos de la época excluían a las mujeres del círculo de sus discípulos. No olvidemos que según la organización del Judaísmo de aquel tiempo las mujeres apenas formaban parte de la comunidad: podían participar al culto de la sinagoga, pero no estaban obligadas a ello. La liturgia empezaba cuando, por lo menos, diez hombres estaban presentes, mientras que a las mujeres no se las contaba. Ahora bien, la tradición nos relata que las primeras apariciones del resucitado fueron hechas a las mujeres (Lc 24,10) y precisamente a las que Lucas anota aquí. Habiendo acompañado a Jesús desde el comienzo de su ministerio público, todo como los Doce, eran iguales a los hombres para el anuncio de la "buena nueva".
-... Que le ayudaban con sus bienes. Realismo del evangelio: se necesita dinero para poder anunciar el evangelio. Si los Doce y Jesús parecen tan libres, sin cuidados materiales, ¡es porque hay mujeres que cuidan de ellos! Trabajo capital que permite todo el resto. ¿Soy una acomplejada por mis tareas humildes? o bien ¿sé darles un valor divino? (Noel Quesson).
El grupo que sigue a Jesús es mixto. Una parte la componen los «Doce». Grupo que Jesús había constituido para que encabezara el servicio a los pobres. La otra, la compone el grupo de mujeres. Estas son de diversa procedencia y después de haber sido redimidas van tras el maestro acompañándolo en el anuncio del Reino. Fueron muchas las personas sanadas por Jesús. Pero en el evangelio sólo consta que estas mujeres lo acompañaran en su recorrido por Israel. Este grupo mixto debió causar una singular impresión en el ambiente cultural. Pues, era usual que algunas mujeres ilustres y pudientes ayudaran económicamente a algún maestro. Pero, chocaba con la mentalidad de la época que los maestros contaran con discípulas entre sus oyentes. Las mujeres que seguían a Jesús no eran personas muy ilustres. De María Magdalena se dice que expulsaron siete demonios. Esto ha tenido muchas interpretaciones, pero en todo caso lo cierto es que era una mujer marginada. Juana era esposa de un administrador de Herodes. Estaba casada con un hombre despreciado tanto por el pueblo como por los fariseos fanáticos. Susana y otras mujeres pudientes tenían fe en la labor de Jesús y, por eso, le ayudaban a financiar la actividad misionera. Estas mismas mujeres lo acompañaron, al igual que otros discípulos, durante todo el trabajo misionero. Luego, cuando la mayoría de los seguidores lo abandonaron , ellas continuaron fieles al pié de la cruz. Fueron las primeras testigos de la resurrección. Mantuvieron la fe en quien las había sanado y llamado, aunque los discípulos no les creyeran. Hoy nos preguntamos por el lugar de las mujeres en la comunidad cristiana. Si con Jesús tuvieron un lugar entre los discípulos junto a los apóstoles, cabe preguntarnos si hoy conservan ese mismo lugar (servicio bíblico latinoamericano).
¡Qué compañía llevaba Jesús en su recorrido por ciudades y poblados predicando la buena nueva del Reino de Dios! Tal vez aquel mandato que dio Jesús al que había sido exorcizado en Geraza, podría aplicarse muy bien a quienes acompañaban a Cristo: Ve a los tuyos, y dales testimonio de lo misericordioso que ha sido el Señor para contigo. Quien, a pesar de sus miserias pasadas, ha sido llamado a ir tras de Jesús y convertirse en apóstol suyo, no puede gloriarse sólo de la amistad, sino especialmente de la misericordia de Dios. Así sabrá que no va a los demás con la sabiduría humana, sino con el poder de Dios y con el testimonio de una vida que ha sido amada por Aquel que vino a salvar a los pecadores, de los cuales, cada uno puede decir: yo soy el primero. El Señor quiere que nos sólo proclamemos el Evangelio con los labios, sino que quienes tienen recursos suficientes para vivir, no cierren los ojos ante las miserias de los más desprotegidos, y que sepan que acompañar a Cristo significa también socorrerle en los pobres, en los necesitados, en los desprotegidos.
Juan Pablo II trató del tema del papel de lo femenino en la Iglesia: “El Evangelio revela y permite entender precisamente este modo de ser de la persona humana. El Evangelio ayuda a cada mujer y a cada hombre a vivirlo y, de este modo, a realizarse. Existe, en efecto, una total igualdad respecto a los dones del Espíritu Santo y las "maravillas de Dios" (Act 2,11). Y no sólo esto. Precisamente ante las "maravillas de Dios" el Apóstol-hombre siente la necesidad de recurrir a lo que es por esencia femenino, para expresar la verdad sobre su propio servicio apostólico. Así se expresa Pablo de Tarso cuando se dirige a los Gálatas con estas palabras: "Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto" (Gal 4,19). En la primera Carta a los Corintios (7,38) el apóstol anuncia la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio -doctrina constante de la Iglesia según las palabras de Cristo, como leemos en el evangelio de San Mateo (19,10-12)-, pero sin ofuscar de ningún modo la importancia de la maternidad física y espiritual. En efecto, para ilustrar la misión fundamental de la Iglesia, el Apóstol no encuentra algo mejor que la referencia a la maternidad.
Un reflejo de la misma analogía -y de la misma verdad- lo hallamos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. María es la "figura" de la Iglesia: "Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre (...) Engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre (...) a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf Rom 8,29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno". "La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios". Se trata de la maternidad "según el espíritu" en relación con los hijos y las hijas del género humano. Y tal maternidad -como ha se ha dicho- es también la "parte" de la mujer en la virginidad. La Iglesia "es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo". Esto se realiza plenamente en María. La Iglesia, por consiguiente, "a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera".
El Concilio ha confirmado que si no se recurre a la Madre de Dios no es posible comprender el misterio de la Iglesia, su realidad, su vitalidad esencial. Indirectamente hallamos aquí la referencia al paradigma bíblico de la "mujer", como se delinea claramente ya en la descripción del "principio" (cf Gen 3,15) y a lo largo del camino que va de la creación -pasando por el pecado- hasta la redención. De este modo se confirma la profunda unión entre lo que es humano y lo que constituye la economía divina de la salvación en la historia del hombre. La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es "humano", sin una adecuada referencia a lo que es "femenino". Así sucede, de modo análogo, en la economía salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente en relación con toda la historia del hombre no podemos dejar de lado, desde la óptica de nuestra fe, el misterio de la "mujer": virgen-madre-esposa”.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de ser auténticos testigos del amor misericordioso de Dios para nuestros hermanos, para que, disfrutando, no sólo de los bienes pasajeros, sino de los bienes eternos, anticipemos ya desde ahora el gozo de la Gloria que el Señor quiere comunicar a todos los que Él ama, aun cuando pareciera que viven lejos de Él, y que a nosotros nos ha confiado la misión de hacérselos cercanos. Amén.
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Practicar la justicia
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