Sábado de la 24ª semana de Tiempo Ordinario. Hemos de procurar guardar la palabra de Dios en el corazón, que nuestro corazón sea la tierra buena que dé fruto perseverando.
Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 6,13-16. Querido hermano: En presencia de Dios, que da la vida al universo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con tan noble profesión: te insisto en que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que en tiempo oportuno mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él honor e imperio eterno. Amén.
Salmo 99,2.3.4.5. R. Entrad en la presencia del Señor con vitores.
Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.
Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre.
«El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades.»
Santo evangelio según san Lucas 8,4-15. En aquel tiempo, se le juntaba a Jesús mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo. Entonces les dijo esta parábola: -«Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso y, al crecer, se secó por falta de humedad. Otro poco cayó entre zarzas, y las zarzas, creciendo al mismo tiempo, lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y, al crecer, dio fruto al ciento por uno.» Dicho esto, exclamó: -«El que tenga oídos para oír, que oiga.» Entonces le preguntaron los discípulos: -«¿Qué significa esa parábola?» Él les respondió: -«A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan. El sentido de la parábola es éste: La semilla es la palabra de Dios. Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al escucharla, reciben la palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. Lo que cayó entre zarzas son los que escuchan, pero, con los afanes y riquezas y placeres de la vida, se van ahogando y no maduran. Los de la tierra buena son los que con un corazón noble y generoso escuchan la palabra, la guardan y dan fruto perseverando.»
Comentario: 1. 1Tm 6,13-16. Concluimos hoy la lectura de esta carta de Pablo a Timoteo con una "doxología", alabanza final, y un marcado tono escatológico, de mirada hacia la venida última del Señor, quizá era un himno litúrgico, que nos dirige a hacer todo para la gloria de Dios (cf san Josemaría Escrivá, Forja 851). Con solemnidad, apelando a la presencia de Dios Creador y de Jesús, le pide Pablo a Timoteo que "guarde el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la venida del Señor".
Empezar no es difícil. Ser fieles durante un cierto tiempo, tampoco. Lo costoso es perseverar en el camino hasta el final. La solemne invitación va hoy para nosotros: convencidos de la cercanía de ese Dios que nos ha dado la vida y de ese Cristo que nos la comunica continuamente -de un modo particular en la Eucaristía- debemos esforzarnos por responder con nuestra fidelidad "hasta la venida del Señor". Sea cual sea ese "mandamiento" que Timoteo tiene que guardar (¿la sana doctrina? ¿la "verdad" de la que dio testimonio Jesús ante Pilato: Jn 18,36? ¿la gracia que ha recibido? ¿el mandamiento concreto del amor?), todos somos conscientes de que nuestra fe cristiana es un tesoro que tenemos que conservar y hacer fructificar. Y que, además, lo llevamos en frágiles vasijas de barro. Haremos muy bien en no fiarnos demasiado, para esa perseverancia, de nuestras propias fuerzas en medio de un mundo que, como en tiempo de Pablo, tampoco ahora nos ayuda mucho en nuestra fidelidad a Cristo. Nos ayudará el tener nuestros ojos fijos en ese Cristo del que Pablo gozosamente afirma que es "bienaventurado y único soberano, rey de los reyes y señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad...". En ese Cristo creemos. A ese Cristo seguimos. Y esperamos que, con su gracia, logremos serle fieles hasta el final y compartir luego para siempre su alegría y su gloria.
-Hijo muy querido, en presencia de Dios que da vida a todas las cosas... ¡Es un Dios vivo aquel frente al cual estoy! ¡Qué emoción, que profunda paz y alegría exultante nos embargaría y cuál sería nuestra respuesta de amor... si pensáramos que, efectivamente, vivimos en «presencia de Dios que nos da la vida»!
-Y en presencia de Cristo Jesús que ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio... ¡Admirable perspectiva! Nuestra modesta profesión de fe tiene como ejemplo la que Jesús mismo profirió ante Pilato: Contemplo ese «hermoso testimonio» de Jesús de pie, delante de los que le juzgan: «Mi realeza no es de este mundo... Sin embargo sí soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad... Todo el que es de la verdad, escucha mi voz...» (Jn 18,36). Toda búsqueda de la verdad, toda recta búsqueda doctrinal o moral, es una búsqueda de Jesús. Cada vez que cumplo mi deber con rectitud de vida, cada vez que afirmo mis convicciones, me asemejo a Jesús y estoy «ante Jesús». El me mira y ve que soy, a mi vez, un testigo de la verdad.
-Mira lo que te ordeno: conserva el mandato del Señor, permanece irreprochable y recto hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Ya conocemos el mandato del Señor: «Amarás». Toda la vida cristiana, y podría decirse, toda la vida humana, está aquí. «Quien ama, conoce a Dios.» «Dios es amor.» Una jornada resulta llena si está llena de amor. Una jornada resulta vacía si no ha habido amor en ella. A pesar de todas las bellas palabras, una vida «sin amor» es una vida sin Dios. Amar es manifestar a Dios, porque Dios es amor. No amar es negar a Dios, incluso si la boca habla de El. San Pablo invita a Timoteo a vivir en el amor, en el «mandato de Jesús» mientras espera la plena manifestación de Cristo, ¡cuando el amor será por fin manifiesto y perfecto!
-Manifestación que, a su debido tiempo, hará ostensible el bienaventurado y único Soberano, el Rey de los reyes y el Señor de los señores... Este es otro himno litúrgico que estalla como un grito de alegría. Constantemente el alma de san Pablo exulta y arde cuando piensa en Dios, lo que se convierte en una exclamación, un cántico, una «doxología», ¡una alabanza de gloria! En el mundo del tiempo de san Pablo, a los emperadores, a los reyes, se les divinizaba y ellos, por su parte, aceptaban esos títulos superlativos: «¡rey de reyes!» Oponiéndose valientemente a esos títulos paganos, Pablo nos enseña a poner nuestra absoluta confianza sólo en Dios: ningún poder humano, ninguna ideología merece nuestra sumisión incondicional. Sólo Dios es Dios.
-El único que posee lnmortalidad... El que habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver. A El el honor y el poder por siempre. Amén. ¡Tan evidente es que los reyes como los demás hombres son mortales! ¡Tan claro es que las civilizaciones son mortales! El único porvenir absoluto es Dios. La inmortalidad de Dios, la inaccesibilidad de Dios, la eternidad de Dios... ofrecidas en Cristo al hombre. ¿Nos damos perfecta cuenta de que en esto consiste nuestra Fe? Gracias, Señor. A Ti honor y poder eternos. Amén (Noel Quesson).
2. También el salmo nos invita a esta mirada de profunda adoración y alabanza del Señor: "aclama al Señor, tierra entera... entrad por sus puertas con acción de gracias". Juan Pablo II decía: “La tradición de Israel ha atribuido al himno de alabanza que se acaba de proclamar, salmo 99, el título de "Salmo para la todáh", es decir, para la acción de gracias en el canto litúrgico, por lo cual se adapta bien para entonarlo en las Laudes de la mañana. En los pocos versículos de este himno gozoso pueden identificarse tres elementos tan significativos, que su uso por parte de la comunidad orante cristiana resulta espiritualmente provechoso.
Está, ante todo, la exhortación apremiante a la oración, descrita claramente en dimensión litúrgica. Basta enumerar los verbos en imperativo que marcan el ritmo del salmo y a los que se unen indicaciones de orden cultual: "Aclamad..., servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores. Sabed que el Señor es Dios... Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre" (vv. 2-4). Se trata de una serie de invitaciones no sólo a entrar en el área sagrada del templo a través de puertas y atrios (cf. Sal 14,1; 23,3.7-10), sino también a aclamar a Dios con alegría. Es una especie de hilo constante de alabanza que no se rompe jamás, expresándose en una profesión continua de fe y amor. Es una alabanza que desde la tierra sube a Dios, pero que, al mismo tiempo, sostiene el ánimo del creyente.
Quisiera reservar una segunda y breve nota al comienzo mismo del canto, donde el salmista exhorta a toda la tierra a aclamar al Señor (cf v 1). Ciertamente, el salmo fijará luego su atención en el pueblo elegido, pero el horizonte implicado en la alabanza es universal, como sucede a menudo en el Salterio, en particular en los así llamados "himnos al Señor, rey" (cf Sal 95-98). El mundo y la historia no están a merced del destino, del caos o de una necesidad ciega. Por el contrario, están gobernados por un Dios misterioso, sí, pero a la vez deseoso de que la humanidad viva establemente según relaciones justas y auténticas: él "afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente. (...) Regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad" (Sal 95,10.13).
Por tanto, todos estamos en las manos de Dios, Señor y Rey, y todos lo celebramos, con la confianza de que no nos dejará caer de sus manos de Creador y Padre. Con esta luz se puede apreciar mejor el tercer elemento significativo del salmo. En efecto, en el centro de la alabanza que el salmista pone en nuestros labios hay una especie de profesión de fe, expresada a través de una serie de atributos que definen la realidad íntima de Dios. Este credo esencial contiene las siguientes afirmaciones: el Señor es Dios, el Señor es nuestro creador, nosotros somos su pueblo, el Señor es bueno, su misericordia es eterna y su fidelidad no tiene fin (cf vv 3-5).
Tenemos, ante todo, una renovada confesión de fe en el único Dios, como exige el primer mandamiento del Decálogo: "Yo soy el Señor, tu Dios. (...) No habrá para ti otros dioses delante de mí" (Ex 20,2.3). Y como se repite a menudo en la Biblia: "Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro" (Dt 4,39). Se proclama después la fe en el Dios creador, fuente del ser y de la vida. Sigue la afirmación, expresada a través de la así llamada "fórmula del pacto", de la certeza que Israel tiene de la elección divina: "Somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño" (v. 3). Es una certeza que los fieles del nuevo pueblo de Dios hacen suya, con la conciencia de constituir el rebaño que el Pastor supremo de las almas conduce a las praderas eternas del cielo (cf. 1 Pe 2,25).
Después de la proclamación de Dios uno, creador y fuente de la alianza, el retrato del Señor cantado por nuestro salmo prosigue con la meditación de tres cualidades divinas exaltadas con frecuencia en el Salterio: la bondad, el amor misericordioso (hésed) y la fidelidad. Son las tres virtudes que caracterizan la alianza de Dios con su pueblo; expresan un vínculo que no se romperá jamás, dentro del flujo de las generaciones y a pesar del río fangoso de los pecados, las rebeliones y las infidelidades humanas. Con serena confianza en el amor divino, que no faltará jamás, el pueblo de Dios se encamina a lo largo de la historia con sus tentaciones y debilidades diarias. Y esta confianza se transforma en canto, al que a veces las palabras ya no bastan, como observa san Agustín: "Cuanto más aumente la caridad, tanto más te darás cuenta de que decías y no decías. En efecto, antes de saborear ciertas cosas creías poder utilizar palabras para mostrar a Dios; al contrario, cuando has comenzado a sentir su gusto, te has dado cuenta de que no eres capaz de explicar adecuadamente lo que pruebas. Pero si te das cuenta de que no sabes expresar con palabras lo que experimentas, ¿acaso deberás por eso callarte y no alabar? (...) No, en absoluto. No serás tan ingrato. A él se deben el honor, el respeto y la mayor alabanza. (...) Escucha el salmo: "Aclama al Señor, tierra entera". Comprenderás el júbilo de toda la tierra, si tú mismo aclamas al Señor"”.
Alegría de los que entran en el templo: “El salmo 99… constituye una jubilosa invitación a alabar al Señor, pastor de su pueblo. Siete imperativos marcan toda la composición e impulsan a la comunidad fiel a celebrar, en el culto, al Dios del amor y de la alianza: aclamad, servid, entrad en su presencia, reconoced, entrad por sus puertas, dadle gracias, bendecid su nombre. Se puede pensar en una procesión litúrgica, que está a punto de entrar en el templo de Sión para realizar un rito en honor del Señor (cf. Sal 14; 23; 94). En el salmo se utilizan algunas palabras características para exaltar el vínculo de alianza que existe entre Dios e Israel. Destaca ante todo la afirmación de una plena pertenencia a Dios: "somos suyos, su pueblo" (Sal 99,3), una afirmación impregnada de orgullo y a la vez de humildad, ya que Israel se presenta como "ovejas de su rebaño" (ib.). En otros textos encontramos la expresión de la relación correspondiente: "El Señor es nuestro Dios" (cf. Sal 94,7). Luego vienen las palabras que expresan la relación de amor, la "misericordia" y "fidelidad", unidas a la "bondad" (cf. Sal 99,5), que en el original hebreo se formulan precisamente con los términos típicos del pacto que une a Israel con su Dios.
Aparecen también las coordenadas del espacio y del tiempo. En efecto, por una parte, se presenta ante nosotros la tierra entera, con sus habitantes, alabando a Dios (cf. v. 2); luego, el horizonte se reduce al área sagrada del templo de Jerusalén con sus atrios y sus puertas (cf. v. 4), donde se congrega la comunidad orante. Por otra parte, se hace referencia al tiempo en sus tres dimensiones fundamentales: el pasado de la creación ("él nos hizo", v. 3), el presente de la alianza y del culto ("somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño", v. 3) y, por último, el futuro, en el que la fidelidad misericordiosa del Señor se extiende "por todas las edades", mostrándose "eterna" (v. 5).
Consideremos ahora brevemente los siete imperativos que constituyen la larga invitación a alabar al Señor y ocupan casi todo el Salmo (cf. vv. 2-4), antes de encontrar, en el último versículo, su motivación en la exaltación de Dios, contemplado en su identidad íntima y profunda. La primera invitación es a la aclamación jubilosa, que implica a la tierra entera en el canto de alabanza al Creador. Cuando oramos, debemos sentirnos en sintonía con todos los orantes que, en lenguas y formas diversas, ensalzan al único Señor. "Pues -como dice el profeta Malaquías- desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos" (Ml 1,11).
Luego vienen algunas invitaciones de índole litúrgica y ritual: "servir", "entrar en su presencia", "entrar por las puertas" del templo. Son verbos que, aludiendo también a las audiencias reales, describen los diversos gestos que los fieles realizan cuando entran en el santuario de Sión para participar en la oración comunitaria. Después del canto cósmico, el pueblo de Dios, "las ovejas de su rebaño", su "propiedad entre todos los pueblos" (Ex 19,5), celebra la liturgia.
La invitación a "entrar por sus puertas con acción de gracias", "por sus atrios con himnos", nos recuerda un pasaje del libro Los misterios, de san Ambrosio, donde se describe a los bautizados que se acercan al altar: "El pueblo purificado se acerca al altar de Cristo, diciendo: "Entraré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud" (Sal 42,4). En efecto, abandonando los despojos del error inveterado, el pueblo, renovado en su juventud como águila, se apresura a participar en este banquete celestial. Por ello, viene y, al ver el altar sacrosanto preparado convenientemente, exclama: "El Señor es mi pastor; nada me falta; en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas" (Sal 22,1-2)".
Los otros imperativos contenidos en el salmo proponen actitudes religiosas fundamentales del orante: reconocer, dar gracias, bendecir. El verbo reconocer expresa el contenido de la profesión de fe en el único Dios. En efecto, debemos proclamar que sólo "el Señor es Dios" (Sal 99,3), luchando contra toda idolatría y contra toda soberbia y poder humanos opuestos a él. El término de los otros verbos, es decir, dar gracias y bendecir, es también "el nombre" del Señor (cf. v. 4), o sea, su persona, su presencia eficaz y salvadora. A esta luz, el salmo concluye con una solemne exaltación de Dios, que es una especie de profesión de fe: el Señor es bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, porque él está siempre dispuesto a sostenernos con su amor misericordioso. Con esta confianza el orante se abandona al abrazo de su Dios: "Gustad y ved qué bueno es el Señor -dice en otro lugar el salmista-; dichoso el que se acoge a él" (Sal 33,9; cf. 1 P 2,3).” Eusebio de Cesarea exhorta: “si no le servimos con alegría ni siquiera nos podemos atrever a presentarnos delante de Él”, y San Agustín: “este salmo de alabanza nos manda y exhorta a regocijarnos en Dios. Pero no exhorta a que quien cante sea algún determinado ángulo de la tierra o una sola morada, o una sola reunión de hombres, sino que como Él derramó su bendición por todo el orbe, de cada parte de él reclama el regocijo”.
Dios, creador de todo, se ha dignado escogernos como pueblo y rebaño suyo. Él no se ha quedado en promesas, sino que las ha cumplido manifestándonos así que su misericordia es eterna y que su fidelidad nunca se acaba. En Cristo estas promesas han llegado a su plenitud. En Él no sólo se ofrece la salvación al pueblo de la Primera Alianza, sino a toda la humanidad. Por eso nos dirigimos hacia su santuario cruzando por sus atrios entre himnos, alabándolo y bendiciéndolo. Nuestra existencia no puede convertirse en una ofensa al Señor, sino en una continua alabanza de su santo Nombre. Así, guiados por Cristo, que nos ama, podremos llegar al Santuario Eterno para alabar a nuestro Dios y Padre eternamente, disfrutando de la Gloria que nos ha reservado en Cristo.
3. Lc 8,4-15 (ver domingo 15ª). La parábola del sembrador la explica luego el mismo Jesús: la homilía la hace, por tanto, él. Lo que parecía empezar como una llamada de atención sobre la fuerza intrínseca que tiene la Palabra de Dios -una semilla que al final, y a pesar de las dificultades, "dio fruto al ciento por uno"-, se convierte en un repaso de las diversas reacciones que se pueden dar en las personas respecto a la palabra que oyen. Las situaciones son las de la semilla que cae en el camino o en terreno pedregoso o entre zarzas o en tierra buena, con suerte distinta en cada caso. Jesús es consciente de que sus parábolas pueden ser entendidas o no, según el ánimo de sus oyentes. Estas parábolas tienen siempre la suficiente claridad para que el que quiera las entienda y se dé por aludido. O para que no se sienta interpelado: "a vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino; a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan". Depende de si están o no dispuestos a dejarse adoctrinar en los caminos de Dios, que son distintos de los nuestros. Siempre será verdad lo de que "el que tenga oídos para oír, que oiga".
La Palabra de Dios es poderosa, tiene fuerza interior. Pero su fruto depende también de nosotros, porque Dios respeta nuestra libertad, no actúa violentando voluntades y quemando etapas. ¿Dónde estoy retratado yo? Cuando, por ejemplo en la Eucaristía, escucho la palabra, o sea, cuando el Sembrador, Cristo, siembra su palabra en mi campo, ¿puedo decir que cae en buen terreno, que me dejo interpelar por ella? ¿o "viene el diablo" o "los afanes y riquezas y placeres de la vida" y la ahogan, y así no llega nunca a madurar, porque no tiene raíces? ¿Qué tanto por ciento de fruto produce en nosotros la Palabra que escucho: el ciento por uno? Acoger la Palabra "con un corazón noble y generoso" y perseverar luego en su meditación y en su obediencia: ésa es la actitud que Jesús espera de nosotros, y que es la que nos conducirá a una maduración progresiva de nuestra vida cristiana y a la construcción de un edificio espiritual que resistirá a los embates que vengan (J. Aldazábal).
-Salió el sembrador a sembrar. Una parte del grano cayó: - en la vereda, lo pisaron y los pájaros se lo comieron... - en la roca y al brotar se secó por falta de humedad... - entre zarzas y éstas, brotando al mismo tiempo lo ahogaron... Una siembra lamentable, laboriosa. Todos los mesianismos judíos esperaban una manifestación brillante y rápida de Dios. Jesús parece querer rebajar su entusiasmo: el "Reino de Dios" está sujeto a los fracasos... va progresando penosamente en medio de un montón de dificultades... ¡Mucha paciencia es necesaria! Como Jesús, ¿me atrevo yo a mirar de cara las dificultades de mi vida personal... de mi medio familiar o profesional... de la vida de la Iglesia?...
-Otra parte cayó en tierra buena, brotó y dio el ciento por uno. Mateo y Marcos hablaban de rendimientos diferenciados según la calidad de la tierra: treinta por uno... sesenta por uno... ciento por uno... Lucas se contenta con un sólo rendimiento: ¡el más elevado! ¡Cada grano de trigo produce otros cien! Un buen ejemplo, una vez más, de la adaptación del evangelio: La preocupación de Lucas no ha sido solamente reproducir, palabra por palabra, los menores detalles de sus predecesores. El evangelio es viviente. Quedando a salvo lo esencial del mensaje, cada predicador le da una vida nueva. Lucas se beneficiaba de una más larga experiencia de la vida de la Iglesia y podía ya poner el acento sobre tal o cual punto, según las necesidades de la comunidad a la que se dirigía. Aquí, por ejemplo, en el crecimiento del Reino de Dios pasa del "nada" al "todo"... del fracaso total de la semilla, a su éxito total. Porque, a diferencia de Mateo y de Marcos, quiere insistir solamente sobre la perseverancia en el fracaso.
-Quien tenga oídos para oír, ¡que oiga! Jesús invita a estar atentos. Lo sabemos muy bien: se puede soslayar... no oírle. Señor, agudiza nuestras facultades de atención, de recogimiento, para poder oír.
-A vosotros, os ha sido dado el poder comprender los misterios del reino de Dios. A los demás, en cambio, se les habla en parábolas, así, viendo no ven y oyendo no entienden. Dios no es injusto; sino que respeta la libertad. "La propuesta" divina no es tan evidente que llegue a forzar nuestro asentimiento. Es uno de los Pensamientos de Pascal: "Hay claridad suficiente para alumbrar a los elegidos, y bastante oscuridad para humillarlos. Hay suficiente oscuridad para cegar a los réprobos, y bastante claridad para condenarlos y hacerlos inexcusables." "Si hay un Dios, es infinitamente incomprensible... Somos pues incapaces de conocer quién es El, ni si El es". "¿Quién censurará a los cristianos no poder dar razón de su creencia, ellos que profesan una religión de la que no pueden dar razón? Si la dieran, no serían consecuentes; y es siendo faltados de prueba que no son faltados de sentido". ¡El mismo Jesús no ha querido convencer "a la fuerza"!
-Lo que cae en buena tierra, son los que, después de haber oído la Palabra, la conservan con corazón bueno y recto, y dan fruto con su perseverancia. ¡Perseverancia! ¡Uno de los más hermosos valores del hombre! ¡Ah, no! El Reino de Dios no es un "destello" estrepitoso y súbito: viene a través de la humilde banalidad de cada día, en el aguante tenaz de las pruebas y de los fracasos. Para mejor descubrir a Dios, para entrar en sus misterios, es necesario, cada día, con perseverancia, tratar de llevar a la práctica lo que ya se ha descubierto de El: ésta es condición para entrar y adelantar en su intimidad (Noel Quesson).
Las cuatro posibles actitudes del oyente. La parábola (a) va dirigida a la multitud: es una invitación a preparar el terreno donde se siembra la semilla. Todo depende de la clase de terreno, es decir, de la disposición de los oyentes. Por eso termina con una máxima: « ¡Quien tenga oídos para oír, que escuche! » (8,8b). Hay tres clases de terreno donde la semilla se pierde. Sólo si cae en tierra fértil (8,8a), la nueva tierra prometida, llegará a dar fruto. Los cuatro terrenos se hallan en un mismo lugar, donde hay un camino, rocas, márgenes húmedos repletos de zarzas, la tierra fértil. El sembrador siembra a voleo, sin preocuparse de si una parte de la semilla se pierde. La máxima, colocada al final, nos descubre ya hacia dónde irá la explicación de la parábola. ¡No depende de cómo se siembre, sino de cómo se escuche el mensaje! De manera casi imperceptible hemos pasado de una cultura donde predominaba el escuchar a otra donde -según se piensa- predomina la letra impresa o visualizada. Afortunadamente, mientras no se demuestre lo contrario, el hombre continuará teniendo oídos. Y eso explica que las cosas leídas, donde sólo interviene la vista, no hacen el mismo efecto que las proclamadas, donde interviene la voz, el clima del auditorio, los tonos de voz de quien está hablando, el calor vital que lo acompaña, el testimonio de la persona. La fe viene por el oído, por la transmisión de la palabra que transporta unida a ella vivencias de la persona que la proclama. Tendríamos que revisar seriamente la praxis de dar a leer libros como un médico que se limita a recetar medicamentos. ¡Es todo tan impersonal...!
La reflexion de la comunidad. La explicación de la parábola (b) responde a una pregunta formulada por los discípulos. Todo lo que vendrá después irá dirigido exclusivamente a los discípulos. La adhesión a Jesús se ha traducido en ellos en una fuente de experiencias: «A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reinado de Dios» (8, 10a). La expresión «se os ha concedido», apunta a Jesús como agente de los conocimientos ya adquiridos por los discípulos. Lucas reduce al mínimo la cita de Is 6,9-10, reservando la cita in extenso para el final del libro de los Hechos (Hch 28,26-27), cuando Pablo tomará conciencia de la obstrucción sistemática de Israel al mensaje. Los discípulos, el nuevo Israel, han sido iniciados en los secretos del reinado de Dios. Poseen la clave para interpretar la enseñanza y la actividad de Jesús. El tema dominante es la manera de escuchar el mensaje (vv. 10. 12.13.14.15) y de hacerlo fructificar (v. 15).
Los del «camino» (8,12) son los que escuchan, pero no asimilan nada, porque están imbuidos de otras ideologías contrarias al designio de Dios. «El diablo» personifica la ideología del poder en todas sus facetas y concreciones.
«Los del pedregal» (8,13) son los que aceptan el mensaje con alegría, pero que no asumen a fondo ningún compromiso. Solamente han asimilado del mensaje aquello que se avenía con su ideología y expectaciones. Cuando llega la prueba, en tiempos difíciles, desertan.
La parte que cayó «entre las zarzas» (8,14) son los oyentes que no han hecho la ruptura. Siguen aferrados a las riquezas, a los placeres de la vida, a las exigencias de la sociedad de consumo, atenazados por las preocupaciones de la vida. “Abrasemos las espinas, pues son ellas las que ahogan la palabra divina. Bien lo saben los ricos, que no sólo son inútiles para la tierra. Sino también para el cielo (…) De dos fuentes nace el daño para su espíritu: de la vida de placer y de las preocupaciones. Cualqueira de las dos, por sí misma, basta para hundir el esquife del alma. Considerad, pues qué naufragio les espera cuando concurren las dos juntas. Y no os maravilléis de que el Señor llamara espinas a los placeres. Si no los reconocéis como tales, es que estáis embrigados por la pasión; los que están sanos saben muy bien que el placer punza más que una espina” (S. Juan Crisóstomo).
«La parte de la tierra fértil» son los oyentes que, «al escuchar el mensaje, lo van guardando en un corazón noble y bueno» (8,15). El fruto del reino no es instantáneo, sino que requiere constancia. Ni se trata de un fruto estacional, sino que «van dando fruto con su firmeza». Es toda una vida al servicio de los demás. Todos tenemos una parcela de 'tierra fértil/buena'. Es la lucha, como dice el Catecismo (1810): “Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, reanudada siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas”.
La existencia cristiana, desde su comienzo, tiene adversarios que acechan a todos los que quieren asumirla. Algunos ya desde ese momento inicial se dejan arrebatar la Palabra sembrada en ellos y destinada a fructificar en su corazón y en el de todos los hombres. Pero las amenazas no se reducen a este momento inicial sino que acompañan al creyente a lo largo de toda su existencia. Cada uno de ellos debe enfrentarse durante toda su vida a "pruebas", amenazas desde el exterior que llevan a considerar una pérdida el seguimiento de Jesús. Este aparece, en ciertos momentos, como amenaza para la estructura social existente que, por un sentimiento de autodefensa, puede asumir formas agresivas persiguiendo a los portadores del mensaje. Un peligro mayor que impide la producción de los frutos reside en la adopción por parte de los cristianos de un estilo de vida en contradicción con la propuesta aceptada. La actitud de desconfianza frente a Dios y la primacía de la búsqueda de posesión y del placer están presentes en el entorno en que el cristiano debe realizar su existencia. Este entorno no es totalmente exterior a la existencia del creyente. El contagio de estos valores predominantes en la sociedad es una posibilidad real que amenaza nuestra existencia, que puede impedir la obtención de la finalidad propuesta y llenar de frustración nuestra existencia. Sólo una audición y recepción de "un corazón noble y generoso" junto a una fidelidad constante y sin límites en la duración puede asegurar la llegada a la meta de la existencia (Josep Rius-Camps).
Dios espera de nosotros un corazón bueno y bien dispuesto, que nos haga dar fruto por nuestra constancia. Ya en una ocasión el Señor nos había anunciado: Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié. Dios no quiere que seamos terrenos estériles, ni que sólo nos conformemos con aceptar por momentos sus Palabra; Él nos quiere totalmente comprometidos con su Evangelio, de tal forma que, sin importar las persecuciones, manifestemos que esa Palabra es la única capaz de salvarnos y de darle un nuevo rumbo a la historia. Siempre estará el maligno acechando a la puerta de la vida de los creyentes para hacerlos tropezar, pues no quiere que creamos ni nos salvemos; al igual podrá entrar en nosotros el desaliento cuando ante las persecuciones perdamos el ánimo para no comprometernos y evitar el riesgo de ser señalados, perseguidos e incluso asesinados por el Nombre de Dios; finalmente los afanes, las riquezas y placeres de la vida nos pueden embotar de tal forma que, tal vez seamos personas que acuden constantemente a la celebración litúrgica, pero sin el compromiso, sin renovar la alianza que nos hace entrar en comunión con el Señor y nos hace fecundos en buenas obras. Permanezcamos firmemente anclados en el Señor, de tal forma que, no nosotros, sino su Espíritu en nosotros, nos haga tener la misma fecundidad salvífica que procede de Dios y que hace de su Iglesia una comunidad donde abunda la Justicia, la verdad, el amor fraterno, la paz y la alegría, fruto del Espíritu de Dios que actúa en nosotros.
Quienes nos consideramos discípulos de Cristo, nos hemos reunido en esta Eucaristía para que el Señor nos dé a conocer los secretos del Reino de Dios, pues Él sabe que somos un terreno fértil capaz de esforzarnos por hacer que su Palabra vaya poco a poco produciendo el fruto deseado. La Palabra de Dios no produce fruto de un modo violento. Hay que armarse de paciencia de ánimo para trabajar constantemente por el Señor, a pesar de que, al paso del tiempo pareciera que el cambio en el corazón de los hombres se genera con demasiada lentitud. No debemos desesperar, sabiendo que, incluso en el campo el sembrador siembra la semilla y tendrá que esperar las lluvias tempranas y tardías y, después de mucha paciencia y cuidado, finalmente podrá recoger el fruto, esfuerzo de sus desvelos. El Señor nos comunica, en esta Eucaristía, su misma Vida y su mismo Espíritu. Permitámosle crecer en nosotros. No vengamos como sordos de los oídos y del corazón; vengamos como discípulos que en verdad creen en el Señor y se dejan instruir y conducir por Él.
Quienes hemos acudido a esta celebración Eucarística hemos de examinarnos a nosotros mismos para darnos cuenta si en verdad no sólo escuchamos, sino hacemos nuestra la Palabra de Dios, de tal forma que produzca en nosotros el fruto deseado. Tal vez han pasado muchos años en nuestra vida de fe en la que se ha pronunciando continuamente la Palabra de Dios sobre nosotros, donde el Señor nos ha manifestado su voluntad, pero ¿Hemos vivido más comprometidos con esa Palabra del Señor, o sólo nos presentamos a las acciones litúrgicas por costumbre, con el corazón lleno de preocupaciones por los afanes, riquezas y placeres de la vida, embotados de tal forma que la Palabra de Dios llegue a nosotros inútilmente? El Señor quiere de nosotros personas capaces de dejarse guiar por su Espíritu, santificar por su Palabra, de tal manera que seamos constructores de un mundo que día a día se va renovando en el amor, en la verdad, en la justicia, en la solidaridad, en la misericordia. Si sólo venimos a la Eucaristía de un modo piadoso, pero faltos de deseos de trabajar para que las cosas vayan mejor en la familia y en la sociedad, tenemos que cuestionarnos si en verdad creemos en Dios y confiamos en Él, o si sólo queremos tranquilizar inútilmente nuestra conciencia. Si nuestra fe nos lleva a un verdadero compromiso con el Reino de Dios que Jesús nos anunció, debemos convertirnos en sembradores de su Palabra en todos los ambientes en que se desarrolle nuestra vida. El mundo no va a cambiar mientras no se preparen los corazones como un buen terreno para sembrar en ellos la Palabra del Señor. Quienes creemos en Cristo no podemos pasarnos la vida sentados y quejándonos porque nuestro mundo se va deteriorando cada vez más y los auténticos valores se nos pulverizan entre las manos. Tenemos que hacer nuestra la Palabra de Dios y comenzar a sembrarla con la valentía que nos viene del Espíritu, y armarnos de paciencia y constancia para que, a pesar de que el proceso de que la vida nueva brote sea demasiado lento, no confiemos en nuestros esfuerzos, sino en el Poder de Dios que es el único que hará que nuestros desvelos logren el fruto deseado.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de poder trabajar, con sinceridad, por construir el Reino de Dios, de tal forma que la salvación llegue cada día a más y más personas; y así, produciendo todos abundantes frutos de salvación hagamos de nuestro mundo un reflejo de la paz, de la alegría y del amor que se nos ha prometido en la vida eterna. Amén (www.homiliacatolica.com).
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