jueves, 15 de septiembre de 2011

Viernes de la 24ª semana de Tiempo Ordinario. El hombre de Dios procura practicar la justicia y no dejarse llevar por la codicia. Algunas mujeres acom

Viernes de la 24ª semana de Tiempo Ordinario. El hombre de Dios procura practicar la justicia y no dejarse llevar por la codicia. Algunas mujeres acompañaban a Jesús y lo ayudaban, dando un ambiente femenino necesario a la familia que es la Iglesia.

Primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 6,2c-12. Querido hermano: Esto es lo que tienes que enseñar y recomendar. Si alguno enseña otra cosa distinta, sin atenerse a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que armoniza con la piedad, es un orgulloso y un ignorante, que padece la enfermedad de plantear cuestiones inútiles y discutir atendiendo sólo a las palabras. Esto provoca envidias, polémicas, difamaciones, sospechas maliciosas, controversias propias de personas tocadas de la cabeza, sin el sentido de la verdad, que se han creído que la piedad es un medio de lucro. Es verdad que la piedad es una ganancia, cuando uno se contenta con poco. Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él. Teniendo qué comer y qué vestir nos basta. En cambio, los que buscan riquezas caen en tentaciones, trampas y mil afanes absurdos y nocivos, que hunden a los hombres en la perdición y la ruina. Porque la codicia es la raíz de todos los males, y muchos, arrastrados por ella, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo esto; practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos.

Salmo 48,6-8.9-10.17-18.19-20. R. Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
¿Por qué habré de temer los días aciagos, cuando me cerquen y acechen los malvados, que confían en su opulencia y se jactan de sus inmensas riquezas, ¿si nadie puede salvarse ni dar a Dios un rescate?
Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa.
No te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada, su fasto no bajará con él.
Aunque en vida se felicitaba: «Ponderan lo bien que lo pasas», irá a reunirse con sus antepasados, que no verán nunca la luz.

Santo evangelio según san Lucas 8,1-3. En aquel tiempo, Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él habla curado de malos espíritus y enfermedades: Maria la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.

Palabra del Señor. 1.- 1Tm 6,2-12. Entre las preocupaciones de un responsable de comunidad está también la defensa contra los falsos maestros que enseñan doctrinas desviadas o provocan divisiones. "Si alguno enseña otra cosa distinta, es un orgulloso y un ignorante". En Éfeso había algunos que "padecían la enfermedad de plantear cuestiones inútiles y discutir". Lo que provocaba "envidias, polémicas, difamaciones, controversias propias de personas tocadas de la cabeza". Hay otro tema que Pablo ataca con dureza: los que consideran que "la religión es una ganancia" y "buscan riquezas y se crean necesidades absurdas y nocivas". Para él, "la codicia es la raíz de todos los males". La actitud de Timoteo debe ser dar ejemplo con su vida personal: "practica la justicia, el amor, la paciencia, combate el buen combate de la fe".
Es un cuadro muy vivo el que Pablo presenta de una comunidad. Se ve que son viejas esas situaciones en la Iglesia. También nosotros debemos dejarnos interpelar por los avisos del apóstol respecto a la sana doctrina y al peligro de la codicia del dinero. Las desviaciones en la doctrina se producen cuando no nos atenemos "a las sanas palabras de Nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que armoniza con la piedad". ¿Mereceríamos la acusación de Pablo, que habla de la "enfermedad" de los que se dedican a plantear cuestiones inútiles, propias de "personas tocadas de la cabeza", los adictos a las discusiones, que no sirven más que para perder el tiempo y provocar divisiones? El otro peligro, el de la codicia, viene cuando alguien siente la tentación de "aprovecharse" de la religión o de algún cargo que pueda tener en la comunidad, cuando "los que buscan riquezas se crean necesidades absurdas y nocivas", que les llevan "a la perdición y a la ruina". Y, claro está, por esa apetencia insaciable, "se enredan en mil tentaciones". ¡Cuántas veces habla Pablo del peligro de la avaricia!
Según él, nos deberíamos "contentar con poco: teniendo qué comer y qué vestir nos basta". Entre los buenos ejemplos que tenemos que dar a los demás, hoy se nos recuerda nuestra firmeza en la sana doctrina, sin dejarnos llevar por ideologías peregrinas, y el autocontrol en cuestión de dinero. Dos difíciles campos en que deberíamos ir madurando.
-Hijo muy querido, te he dicho lo que debes enseñar y recomendar. Si alguno enseña otra cosa y no se atiene a las sólidas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina verdaderamente religiosa, éste tal está cegado por el orgullo y no sabe nada. Nuestra época se caracteriza por una confusión extraordinaria de opiniones. Se tiene la impresión de que no existe la «verdad». ¡Casi se puede afirmar una cosa y su contrario! Los mayores valores, los principios más sagrados, la Fe... son discutidos. Existían ya algunas desviaciones graves en tiempo de san Pablo. Este encargaba al «epíscope» -el que supervisa- que vigilase la recta expresión de la verdad: cuyo punto de referencia válido es el evangelio, las «palabras de Jesús». Vivimos en medio de intoxicaciones de todas clases, por lo tanto es preciso que los cristianos se atengan mas y más a la Palabra de Dios. La peor condenación de la «desviación doctrinal», de la «contra verdad", es, según san Pablo, que el hombre que la profiere es «un orgulloso, lleno de sí mismo y que no sabe nada». En el ámbito científico esto es evidente: si afirmo, por ejemplo, que el sol es un astro frío... ello no impide que el sol siga ardiendo... soy yo simplemente el que me equivoco, me aíslo y caigo en el ridículo de mi absurda suficiencia. Toda proporción guardada, lo mismo sucede en el orden moral y religioso: si afirmo, por ejemplo, que tal conducta es buena, cuando es mala... ello no impide al mal seguir siendo destructor.
-Es un hombre que padece la enfermedad de las «disputas» y "contiendas de palabras"; de donde proceden las envidias, las discordias, insultos, malentendidos, sospechas malignas, discusiones interminables propias de gente de mente corrompida... La «enfermedad» de que habla Pablo, es ciertamente, la de nuestra época y de nuestra Iglesia contemporánea: rivalidades, conflictos de grupos, sospechas. Señor, ayúdanos a ser hombres abiertos, comprensivos y no cerrados, porfiados, sectarios.
-Gente de inteligencia corrompida, que están privados de la verdad y que piensan que la religión es un negocio. Indirectamente, san Pablo afirma con ello un principio moral extraordinariamente lúcido: es el «interés», el «provecho» personal lo que falsea la inteligencia y hace que se tomen unas posiciones aberrantes. Efectivamente, el ansia de dinero o de placer, suele conducir a justificarlo todo. Buscad bien: detrás de la droga está el dinero... detrás de la pornografía, está el dinero... detrás de las violencias, de las opresiones sociales, del cine y de la prensa escandalosa y sensacionalista, está el dinero... Y san Pablo llega a decir que lo que distingue al verdadero sacerdote del malo es el desinterés del primero y la codicia del segundo. Partiendo de aquí, Pablo nos dará un pequeño tratado sobre el dinero. -1.° Contentarse con lo que uno tiene... Es un principio elemental de sabiduría. -2.° No hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él. ¡La caja de caudales no acompaña al féretro! -3.° Si tenemos comida y vestido, nos contentamos con esto La felicidad es cosa fácil... para los que saben vivir modestamente . -4.° Los que quieren enriquecerse caen en el lazo de una serie de codicias y de deseos absurdos... (Noel Quesson).
El desprendimiento da libertad, señala san Juan Crisóstomo: “y es que sólo es libre el que vive para Cristo. Ése está por encima de todos los males, y si no quiere hacerse él daño a sí mismo, nadie se lo puede hacer jamás. Al servidor de Cristo no se lo puede atacar. No le afecta la pérdida de dinero, porque sabe que nada trajimos a este mundo y nada podremos llevarnos. No le domina la ambición, ni el amor de la gloria, pues sabe que nuestra ciudadanía está en el cielo. Ni le apenan las injurias ni le irritan los golpes. Para el cristiano sólo hay una desgracia: ofender a Dios. Todo lo malo: pérdida de bienes, destierro de la patria, peligro de la vida, no lo tiene siquiera por mal. Y aquello de lo que todos tiemblan, el salir de este mundo, es para él más dulce que la misma vida”.
Pablo ha hablado de la debida disciplina en el culto y de la conducta que Timoteo ha de inculcar a los miembros de la comunidad. Ahora finaliza este tema dirigiéndose a los esclavos. Lo que se dice aquí nos recuerda el texto de Pablo en la carta a Tito: «Que sean sumisos a sus amos y que procuren dar satisfacción en todo, que no sean respondones, no roben, al contrario, muestren completa fidelidad y honradez...» (Tit 2,9-10). En 1 Cor 7,20-21, el Apóstol es todavía más sorprendente: «Cada uno permanezca en el estado en que Dios lo llamó. ¿Te llamó Dios de esclavo? No te importe (aunque si de hecho puedes obtener la libertad, mejor aprovéchate), porque si el Señor llama a un esclavo, el Señor le da la libertad". El contexto y la mente general de Pablo indican que probablemente debemos entender: «aprovéchate más bien» de tu esclavitud. Exegetas y traductores se preocupan por esta solemne indiferencia de Pablo a propósito de la liberación social. Por eso a menudo se traduce con frases como «aunque, francamente, si puedes obtener la libertad, aprovecha la ocasión». Pero estas traducciones tienen el peligro de ser apologías de Pablo. En realidad, el Apóstol no lo necesita. Pablo no pretendía solucionar todos los problemas propios de la teología de la liberación, sino los de la comunidad de Corinto, que entonces no podía pensar en la redención socioeconómica de los esclavos. Para Pablo, permanecer en el estado en que uno ha sido llamado ofrece una gran ventaja: demostrar que en todas partes se puede ser cristiano y no dejar ningún estamento sin este testimonio (vv 1-2). Es, pues, una cierta ventaja de la comunidad como tal, y no del esclavo, a quien no se aconseja la propia promoción. Pero tampoco debemos olvidar el principio teológico de revolución social implicado en la doctrina de Pablo. Este principio se presupone en el v 2: «Los que tengan amos fieles no los desprecien por ser hermanos». Pablo insistirá en este principio de fraternidad entre amo y esclavo en la carta a Filemón. En ella Pablo pide con fórmulas diversas que el amo Filemón trate a Onésimo como hermano (16.17.21). Si Filemón así lo hizo, ¿qué importancia tenía ya para Onésimo el ser esclavo?... Y si todos los amos cristianos lo hubieran hecho así, es indudable que en una sociedad cristiana la legislación había de cambiar pronto. Y si no cambió, quiere decir que el principio teológico de Pablo (el esclavo es el liberto del Señor y el amo es el esclavo de Cristo -1 Cor 7,22-; por tanto, son hermanos) no era sinceramente aceptado en el corazón de los amos cristianos. Y no lo fue durante siglos... Y no lo es todavía hoy, donde el amo trata a su obrero de otra manera que como hermano, es decir, en tantas y tantas llamadas hipócritamente sociedades cristianas (E. Cortés).
Debemos ser leales al Señor en todo; de tal forma que el mensaje de salvación no sufra acomodos según nuestros intereses o criterios; tampoco es válido hacer una relectura de la Palabra de Dios para hacerla decir lo que yo quiero conforme a mi ideología. Eso sería tanto como caer en el orgullo que me impide caminar con la Iglesia, para hacer mi propio camino, mi propia iglesia, paralela a la fundada por y en Cristo y sus apóstoles. Llevar a cabo la obra de Dios, proclamar su Evangelio, no puede verse como ocasión para que nosotros saquemos partido económico o de prestigio, pues esto en lugar de llevarnos a la salvación nos llevaría a la ruina y a la perdición. Si en verdad somos hombres de fe en Cristo, seamos leales a Él y a su Evangelio viviendo con rectitud, piedad, fe, amor, paciencia y mansedumbre. Que nuestra única recompensa sea vivir unidos a Cristo, aún cuando despreciados por todos y sin apoyos económicos. El Señor, que vela por nosotros, estará siempre a nuestro lado para que, convertidos en fieles testigos suyos, seamos también un testimonio del cuidado que Dios tiene de sus hijos, cuando, al buscar primero el Reino de Dios y su justicia, saben que Dios velará por ellos como un Padre amoroso que cuida de sus hijos.
2. El salmo también nos invita a esta misma actitud: "no te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada". La antífona del salmo nos ha hecho repetir la bienaventuranza de Jesús: "Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos".
Juan Pablo II comentó: “El justo tiene que afrontar «días aciagos», pues le acechan «los malvados, que confían en su opulencia» (cf Sal 48,6-7). La conclusión a la que llega el justo es formulada como una especie de proverbio, que volverá a aparecer al final del Salmo. Sintetiza nítidamente el mensaje de esta composición poética: «El hombre rico e inconsciente es como un animal que perece» (v 13). En otras palabras, las «inmensas riquezas» no son una ventaja, sino todo lo contrario. Es mejor ser pobre y estar unido a Dios.
El proverbio parece hacerse eco de la voz austera de un antiguo sabio bíblico, el Eclesiastés o Cohélet, cuando describe el destino aparentemente igual de toda criatura viviente, la muerte, que hace totalmente inútil el apego frenético a los bienes terrenos: «Como salió del vientre de su madre, desnudo volverá, como ha venido; y nada podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano» (Ecl 5,14). «Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra... Todos caminan hacia una misma meta» (Ecl 3,19.20).
Una profunda ceguera se adueña del hombre cuando cree que evitará la muerte afanándose por acumular bienes materiales: de hecho, el salmista habla de una inconciencia comparable a la de los animales. El tema será explorado también por todas las culturas y todas las espiritualidades y será expresado de manera esencial y definitiva por Jesús, cuando declara: «Guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes» (Lc 12,15). Después narra la famosa parábola del rico necio que acumula bienes sin medida sin darse cuenta de que la muerte le está acechando (cf Lc 12,16-21).
La primera parte del Salmo está totalmente centrada precisamente en esta ilusión que se apodera del corazón del rico. Está convencido de que puede «comprar» incluso la muerte, tratando así de corromperla, como ha hecho con todas las demás cosas de las que se ha apoderado: el éxito, el triunfo sobre los demás en el ámbito social y político, la prevaricación impune, la avaricia, la comodidad, los placeres. Pero el salmista no duda en calificar de necia esta ilusión. Recurre a una palabra que tiene un valor incluso financiero, «rescate»: «Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa» (vv 8-10)… Entre los Padres de la Iglesia que han comentado el Salmo 48 merece particular atención san Ambrosio, que amplía su significado gracias a una visión más amplia, a partir de la invitación inicial que hace el salmista: «Oíd esto, todas las naciones; escuchadlo, habitantes del orbe». El antiguo obispo de Milán comentaba: «Reconocemos aquí, precisamente al inicio, la voz del Señor salvador que llama los pueblos para que vengan a la Iglesia y renuncien al pecado, se conviertan en seguidores de la verdad y reconozcan la ventaja de la fe». De hecho, «todos los corazones de las diferentes generaciones han quedado contaminados por el veneno de la serpiente y la conciencia humana, esclava del pecado, no era capaz de desapegarse». Por esto el Señor, «por iniciativa suya, promete el perdón con la generosidad de su misericordia, para que el culpable deje de tener miedo y, con plena conciencia, se alegre de poder ofrecerse como siervo al Señor bueno, que ha sabido perdonar los pecados, premiar las virtudes».
En estas palabras del Salmo se escucha el eco de la invitación evangélica: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo» (Mt 11,28). Ambrosio sigue diciendo: «Como quien visita a los enfermos, como un médico que viene a curar nuestras dolorosas heridas, así nos prescribe el tratamiento, para que los hombres lo escuchen y todos corran con confianza a recibir el remedio de la curación... Llama a todos los pueblos al manantial de la sabiduría y del conocimiento, promete a todos la redención para que nadie viva en la angustia, para que nadie viva en la desesperación»”.
“El Salmo 48, de carácter sapiencial… condena la ilusión generada por la idolatría de la riqueza. Esta es una de las tentaciones constantes de la humanidad: apegándose al dinero por considerar que está dotado de una fuerza invencible, se cae en la ilusión de poder «comprar también la muerte», alejándola de uno mismo…
El Salmo 48 nos propone, por tanto, una meditación severa y realista sobre la muerte, fundamental meta ineludible de la existencia humana. Con frecuencia, tratamos de ignorar con todos los medios esta realidad, alejándola del horizonte de nuestro pensamiento. Pero este esfuerzo, además de inútil es inoportuno. La reflexión sobre la muerte, de hecho, es benéfica, pues relativiza muchas realidades secundarias que por desgracia hemos absolutizado, como es el caso precisamente de la riqueza, el éxito, el poder... Por este motivo, un sabio del Antiguo Testamento, Sirácida, advierte: «En todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado» (Sir 7,36).
En nuestro Salmo se da un paso decisivo. Si el dinero no logra «liberarnos» de la muerte (cf vv 8-9), hay uno que puede redimirnos de ese horizonte oscuro y dramático. De hecho, el salmista dice: «Pero a mí, Dios me salva, me saca de las garras del abismo» (v 16). Para el justo se abre un horizonte de esperanza y de inmortalidad. Ante la pregunta planteada al inicio del Salmo -«¿Por qué habré de temer?», v 6-, se ofrece ahora la respuesta: «No te preocupes si se enriquece un hombre» (v 17).
El justo, pobre y humillado en la historia, cuando llega a la última frontera de la vida, no tiene bienes, no tiene nada que ofrecer como «rescate» para detener la muerte y liberarse de su gélido abrazo. Pero llega entonces la gran sorpresa: el mismo Dios ofrece un rescate y arranca de las manos de la muerte a su fiel, pues Él es el único que puede vencer a la muerte, inexorable para las criaturas humanas. Por este motivo, el salmista invita a «no preocuparse», a no tener envidia del rico que se hace cada vez más arrogante en su gloria (cf ibídem), pues, llegada la muerte, será despojado de todo, no podrá llevar consigo ni oro ni plata, ni fama ni éxito (cf vv 18-19). El fiel, por el contrario, no será abandonado por el Señor, que le indicará «el camino de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (cf Sal 15, 11).
Entonces podremos pronunciar, como conclusión de la meditación sapiencial del Salmo 48, las palabras de Jesús que nos describe el verdadero tesoro que desafía a la muerte: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21).
Siguiendo las huellas de las palabras de Cristo, san Ambrosio en su «Comentario al Salmo 48» confirma de manera clara y firme la inconsistencia de las riquezas: «No son más que caducidades y se van más rápidamente de lo que han tardado en venir. Un tesoro de este tipo no es más que un sueño. Te despiertas y ya ha desaparecido, pues el hombre que logre purgar la borrachera de este mundo y apropiarse de la sobriedad de las virtudes, desprecia todo esto y no da valor al dinero».
El obispo de Milán invita, por tanto, a no dejarse atraer ingenuamente por las riqueza de la gloria humana: «¡No tengas miedo, ni siquiera cuando te des cuenta de que se a agigantado la gloria de algún linaje! Aprende a mirar a fondo con atención, y te resultará algo vacío si no tiene una brizna de la plenitud de la fe». De hecho, antes de que viniera Cristo, el hombre estaba arruinado y vacío: «La desastrosa caída del antiguo Adán nos dejó sin nada, pero hemos sido colmados por la gracia de Cristo. Él se despojó de sí mismo para llenarnos y para hacer que en la carne del hombre demore la plenitud de la virtud». San Ambrosio concluye diciendo que precisamente por este motivo, podemos exclamar ahora con san Juan: «De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia» (Jn 1,16)”. Juan Pablo II se planteaba el camino a seguir como pastor, al comenzar su pontificado en el misterio de Cristo: “Si las vías por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia -vías indicadas en su primera Encíclica por el llorado Papa Pablo VI- permanecen por largo tiempo las vías que todos nosotros debemos seguir, a la vez, en esta nueva etapa podemos justamente preguntarnos: ¿Cómo? ¿De qué modo hay que proseguir? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: «Padre sempiterno», Pater futuri saeculi? Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse, cuando, en espíritu de obediencia de fe, acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis corderos», que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una vez convertido, confirma a tus hermanos».
Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».
A través de la conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta conciencia y a través también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se expresa, se encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel «que es la cabeza», a Aquel «de quien todo procede y para quien somos nosotros», a Aquel que es al mismo tiempo «el camino, la verdad» y «la resurrección y la vida», a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre, a Aquel que debía irse de nosotros -se refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo- para que el Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad. En Él están escondidos a todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia», y la Iglesia es su Cuerpo. La Iglesia es en Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» y de esto es Él la fuente. ¡El mismo! ¡El, el Redentor!
La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de su vida. Estas palabras son escuchadas también por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están aún en condiciones de repetir con Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Él, Hijo de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono. La Iglesia no cesa jamás de revivir su muerte en Cruz y su Resurrección, que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia. En efecto, por mandato del mismo Cristo, su Maestro, la Iglesia celebra incesantemente la Eucaristía, encontrando en ella la «fuente de la vida y de la santidad», el signo eficaz de la gracia y de la reconciliación con Dios, la prenda de la vida eterna. La Iglesia vive su misterio, lo alcanza sin cansarse nunca y busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular, como si repitiese siempre a ejemplo del Apóstol: «que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado». La Iglesia permanece en la esfera del misterio de la Redención que ha llegado a ser precisamente el principio fundamental de su vida y de su misión”.
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si al final pierde su vida? Ante Dios no cuentan nuestras riquezas, ni el poder que hayamos adquirido aquí en la tierra en el aspecto político o religioso. Somos siervos, y al final, después de haber cumplido fielmente con aquello que se nos confió, lo único que podremos decir es: sólo somos siervos inútiles; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer. Sólo aquel que, identificado con Cristo, sabe administrar el poder, el dinero, los bienes materiales, para que los más desprotegidos no se nos mueran de hambre o de sed o por alguna enfermedad, podrá decir que pasó, ya desde este mundo, manifestando su amor a Dios mediante su servicio amoroso al prójimo. Entonces el Padre Dios podrá decir de nosotros: Tú eres mis hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias. Entonces Cristo podrá decirnos: Muy bien, siervo bueno y fiel; entra a tomar parte en el gozo de tu Señor.
3.- Lc 8,1-3. En el grupo que acompañaba a Jesús durante sus viajes de predicación, además de los doce apóstoles había también varias mujeres. Jesús evangelizaba. La palabra "evangelio" viene del griego: "eu", bueno, y "angelion", mensaje, noticia. La Buena Noticia. En esta misión se hacía ayudar de un grupo de discípulos. Ayer se nos hablaba de la mujer anónima, con fama de pecadora, que obtuvo el perdón y dio muestras de gratitud y amor hacia Jesús. Hoy se añade un detalle que a nosotros nos puede parecer normal, pero no lo era en su tiempo. Nunca un rabino admitía a mujeres en el grupo de sus discípulos. Jesús, Sí. Eran mujeres a las que había curado de alguna enfermedad o mal espíritu, y "le ayudaban con sus bienes". Lucas nos transmite el nombre de varias de ellas.
¡Cuántas veces aparecen las mujeres en el evangelio con una actitud positiva y admirable! Baste recordar las que estuvieron cerca de él en el momento más trágico, al pie de la cruz, junto con María, su madre. Y que luego fueron las primeras que tuvieron la alegría de ver al Resucitado y anunciarlo a los demás. Son un buen símbolo de las incontables mujeres que, a lo largo de los siglos, han dado en la Iglesia testimonio de una fe recia y generosa: religiosas, laicas, misioneras, catequistas, madres de familia, enfermeras, maestras... Que ayudaron a Jesús en vida y que colaboran eficazmente en la misión de la Iglesia, cada una desde su situación, entregando su tiempo, su trabajo y también su ayuda económica. La primera persona europea que creyó en Cristo, por la predicación de Pablo, fue una mujer: Lidia (Hch 16). Deberíamos ser más abiertos en nuestra idea teológica y social de Iglesia: no es comunidad de puros y santos, sino también de personas pecadoras y débiles, como en el evangelio se ve, tanto en cuanto a las mujeres como a los hombres (baste recordar las actuaciones de algunos de los apóstoles). No es comunidad sólo de mayores, sino también de jóvenes y niños. No sólo de hombres, sino también de mujeres. No de una sola raza o lengua, sino pluralista. En la Iglesia, aunque no se vea la posibilidad de admitir a las mujeres al ministerio ordenado (diáconos, presbíteros, obispos), es bueno que recordemos que lo principal lo tenemos en común, la fe y la misión evangelizadora. Jesús dijo: "¿quién es mi madre y mis hermanos? El que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica". Y en eso las mujeres han sido, ya desde el principio (la Virgen Maria: "hágase en mi según tu palabra") las que más ejemplo nos han dado a toda la comunidad. No serán obispos ni párrocos, como tampoco las que acompañaban a Jesús fueron elegidas y enviadas como apóstoles, pero las mujeres cristianas, religiosas o laicas, siguen realizando una misión hermosísima y meritoria en la vida de la comunidad. Es interesante recordar que, en la lenta y progresiva valoración de la mujer por parte de la Iglesia, Pablo VI nombró a dos mujeres insignes "doctoras de la Iglesia", santa Teresa de Jesús y santa Catalina de Siena, y últimamente Juan Pablo II hizo lo mismo con santa Teresa del Niño Jesús (J. Aldazábal).
Lucas es el único que menciona los nombres de las mujeres que acompañaban a Jesús a lo largo de sus viajes.
-Jesús iba caminando por pueblos y aldeas, proclamando la "Buena" Noticia. Es preciso, de vez en cuando, volver a meditar, sobre ese tema. "evangelio"... ¿"euaggelion", en griego? "buena noticia" en castellano. Así, ¡lo que Jesús proclama es algo bueno! Un predicador no debería jamás hablar sobre una cuestión de Fe, sin haber experimentado antes, en el fondo de su ser ¡de qué manera el "sujeto que se propone tratar" es algo "bueno" para el hombre! ¡El Reino de Dios es una buena noticia! Un catequista no debería jamás presentar ni una sola lección de catecismo, sin haber experimentado antes, en el fondo de sí mismo de ¡qué modo, lo que dirá a los niños, es "bueno" para ellos! Un cristiano no debería jamás hablar de su Fe a incrédulos o indiferentes sin haber valorado antes ¡cuán "buena" es para él esa Fe! De otro modo ¿cómo podría "proclamarla"?
-Lo acompañaban los doce, y algunas mujeres... El pasado martes vimos a Jesús hacer una resurrección en atención a una mujer, la viuda de Naím. Ayer Jesús rehabilitaba a una mujer, la pecadora, en casa de Simón. Ningún evangelista, sino Lucas, asignó un mayor papel a las mujeres: pensemos en la función esencial de María en los relatos de la infancia de Jesús... pensemos en el episodio de Marta y María (Lc 10, 38) que es él el único en relatarlo.
-Mujeres que Jesús había curado de malos espíritus y de enfermedades... Lucas insiste, algo machaconamente pensamos, sobre ese punto: ¡eran antiguas endemoniadas! Esta afirmación subraya que, para el Antiguo Testamento, como para muchas viejas civilizaciones, la mujer estaba marcada, por una especie de "interdicto", objeto de fuerzas misteriosas (Lc 4,38;13,16.8,43). Las mismas mujeres acabaron por someterse a esa trágica "marginación": la Samaritana, a quien Jesús pidió agua, se sorprende de que un judío se atreva a hablar a una mujer (Jn 4,9). Vemos pues que Jesús libera totalmente a la mujer: ni en su mente ni en sus actitudes concretas hace diferencia alguna entre el hombre y la mujer. El evangelista afirma que, con los Doce, había un grupo de mujeres que seguían a Jesús.
-María, "Magdalena" de sobrenombre... -¡que había sido liberada de siete demonios!-, Juana, mujer de Kuza, el intendente de Herodes... Susana... y muchas más... No olvidemos que los rabinos de la época excluían a las mujeres del círculo de sus discípulos. No olvidemos que según la organización del Judaísmo de aquel tiempo las mujeres apenas formaban parte de la comunidad: podían participar al culto de la sinagoga, pero no estaban obligadas a ello. La liturgia empezaba cuando, por lo menos, diez hombres estaban presentes, mientras que a las mujeres no se las contaba. Ahora bien, la tradición nos relata que las primeras apariciones del resucitado fueron hechas a las mujeres (Lc 24,10) y precisamente a las que Lucas anota aquí. Habiendo acompañado a Jesús desde el comienzo de su ministerio público, todo como los Doce, eran iguales a los hombres para el anuncio de la "buena nueva".
-... Que le ayudaban con sus bienes. Realismo del evangelio: se necesita dinero para poder anunciar el evangelio. Si los Doce y Jesús parecen tan libres, sin cuidados materiales, ¡es porque hay mujeres que cuidan de ellos! Trabajo capital que permite todo el resto. ¿Soy una acomplejada por mis tareas humildes? o bien ¿sé darles un valor divino? (Noel Quesson).
El grupo que sigue a Jesús es mixto. Una parte la componen los «Doce». Grupo que Jesús había constituido para que encabezara el servicio a los pobres. La otra, la compone el grupo de mujeres. Estas son de diversa procedencia y después de haber sido redimidas van tras el maestro acompañándolo en el anuncio del Reino. Fueron muchas las personas sanadas por Jesús. Pero en el evangelio sólo consta que estas mujeres lo acompañaran en su recorrido por Israel. Este grupo mixto debió causar una singular impresión en el ambiente cultural. Pues, era usual que algunas mujeres ilustres y pudientes ayudaran económicamente a algún maestro. Pero, chocaba con la mentalidad de la época que los maestros contaran con discípulas entre sus oyentes. Las mujeres que seguían a Jesús no eran personas muy ilustres. De María Magdalena se dice que expulsaron siete demonios. Esto ha tenido muchas interpretaciones, pero en todo caso lo cierto es que era una mujer marginada. Juana era esposa de un administrador de Herodes. Estaba casada con un hombre despreciado tanto por el pueblo como por los fariseos fanáticos. Susana y otras mujeres pudientes tenían fe en la labor de Jesús y, por eso, le ayudaban a financiar la actividad misionera. Estas mismas mujeres lo acompañaron, al igual que otros discípulos, durante todo el trabajo misionero. Luego, cuando la mayoría de los seguidores lo abandonaron , ellas continuaron fieles al pié de la cruz. Fueron las primeras testigos de la resurrección. Mantuvieron la fe en quien las había sanado y llamado, aunque los discípulos no les creyeran. Hoy nos preguntamos por el lugar de las mujeres en la comunidad cristiana. Si con Jesús tuvieron un lugar entre los discípulos junto a los apóstoles, cabe preguntarnos si hoy conservan ese mismo lugar (servicio bíblico latinoamericano).
¡Qué compañía llevaba Jesús en su recorrido por ciudades y poblados predicando la buena nueva del Reino de Dios! Tal vez aquel mandato que dio Jesús al que había sido exorcizado en Geraza, podría aplicarse muy bien a quienes acompañaban a Cristo: Ve a los tuyos, y dales testimonio de lo misericordioso que ha sido el Señor para contigo. Quien, a pesar de sus miserias pasadas, ha sido llamado a ir tras de Jesús y convertirse en apóstol suyo, no puede gloriarse sólo de la amistad, sino especialmente de la misericordia de Dios. Así sabrá que no va a los demás con la sabiduría humana, sino con el poder de Dios y con el testimonio de una vida que ha sido amada por Aquel que vino a salvar a los pecadores, de los cuales, cada uno puede decir: yo soy el primero. El Señor quiere que nos sólo proclamemos el Evangelio con los labios, sino que quienes tienen recursos suficientes para vivir, no cierren los ojos ante las miserias de los más desprotegidos, y que sepan que acompañar a Cristo significa también socorrerle en los pobres, en los necesitados, en los desprotegidos.
Juan Pablo II trató del tema del papel de lo femenino en la Iglesia: “El Evangelio revela y permite entender precisamente este modo de ser de la persona humana. El Evangelio ayuda a cada mujer y a cada hombre a vivirlo y, de este modo, a realizarse. Existe, en efecto, una total igualdad respecto a los dones del Espíritu Santo y las "maravillas de Dios" (Act 2,11). Y no sólo esto. Precisamente ante las "maravillas de Dios" el Apóstol-hombre siente la necesidad de recurrir a lo que es por esencia femenino, para expresar la verdad sobre su propio servicio apostólico. Así se expresa Pablo de Tarso cuando se dirige a los Gálatas con estas palabras: "Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto" (Gal 4,19). En la primera Carta a los Corintios (7,38) el apóstol anuncia la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio -doctrina constante de la Iglesia según las palabras de Cristo, como leemos en el evangelio de San Mateo (19,10-12)-, pero sin ofuscar de ningún modo la importancia de la maternidad física y espiritual. En efecto, para ilustrar la misión fundamental de la Iglesia, el Apóstol no encuentra algo mejor que la referencia a la maternidad.
Un reflejo de la misma analogía -y de la misma verdad- lo hallamos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. María es la "figura" de la Iglesia: "Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre (...) Engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre (...) a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf Rom 8,29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno". "La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios". Se trata de la maternidad "según el espíritu" en relación con los hijos y las hijas del género humano. Y tal maternidad -como ha se ha dicho- es también la "parte" de la mujer en la virginidad. La Iglesia "es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo". Esto se realiza plenamente en María. La Iglesia, por consiguiente, "a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera".
El Concilio ha confirmado que si no se recurre a la Madre de Dios no es posible comprender el misterio de la Iglesia, su realidad, su vitalidad esencial. Indirectamente hallamos aquí la referencia al paradigma bíblico de la "mujer", como se delinea claramente ya en la descripción del "principio" (cf Gen 3,15) y a lo largo del camino que va de la creación -pasando por el pecado- hasta la redención. De este modo se confirma la profunda unión entre lo que es humano y lo que constituye la economía divina de la salvación en la historia del hombre. La Biblia nos persuade del hecho de que no se puede lograr una auténtica hermenéutica del hombre, es decir, de lo que es "humano", sin una adecuada referencia a lo que es "femenino". Así sucede, de modo análogo, en la economía salvífica de Dios; si queremos comprenderla plenamente en relación con toda la historia del hombre no podemos dejar de lado, desde la óptica de nuestra fe, el misterio de la "mujer": virgen-madre-esposa”.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de ser auténticos testigos del amor misericordioso de Dios para nuestros hermanos, para que, disfrutando, no sólo de los bienes pasajeros, sino de los bienes eternos, anticipemos ya desde ahora el gozo de la Gloria que el Señor quiere comunicar a todos los que Él ama, aun cuando pareciera que viven lejos de Él, y que a nosotros nos ha confiado la misión de hacérselos cercanos. Amén.

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