Cuaresma 3, sábado: la misericordia divina se vuelca en nuestro corazón, cuando nos dejamos querer por Dios y llenar de su misericordia
Profeta Oseas 6, 1-6: “Esto dice el Señor a su pueblo, previendo cómo acudirá a Él en su aflicción: madrugarán para buscarme, y se dirán: ¡Ea, volvamos al Señor! Él nos desgarró, él nos curará; él nos hirió, él nos vendará. En dos días nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de Él. Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz…
Esto dice el Señor: Yo os herí por medio de profetas, y si os condené fue por las palabras de mi boca; y lo hice porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos”
Salmo responsorial 50, 3-4.18-19.20-21ab: Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado… / Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias. / Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptaras los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos.
Texto del Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel tiempo, Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille será ensalzado».
Comentario: 1. Hoy también es el profeta Oseas el que nos invita a convertirnos a los caminos de Dios, pero una conversión que esta vez vaya en serio, pues el pueblo volvía una y otra vez a sus desvaríos (como su mujer). Una vez más se nos dice en qué ha de consistir la conversión: no en ritos exteriores, sino en la actitud interior de la misericordia, esa es la luz del alma: «su amanecer es como la aurora y su sentencia surge como la luz». Como siempre estos días, coinciden algunas ideas de la primera lectura con el Salmo, donde se dicen de modo poético, y la central de hoy es: De ningún modo los ritos y las ceremonias nos harán ser agradables a Dios. Lo que Dios espera de nosotros es que le amemos. «Es amor lo que quiero». Un amor que se transforme en misericordia, a imagen de Dios, y que empape todos los actos de nuestras vidas, incluidos los ritos y las ceremonias, pero sobre todo nuestros actos ordinarios.
“El profeta Oseas, como todos los profetas, como Jesús, opone el amor de Dios a los ritos celebrados sin amor.
Es verdad y hay que confesarlo ¡Cuántas veces salimos de misa sin haber encontrado a Dios! ¡Sin haberle conocido y amado más! ¡Cuántas misas, a las que llegamos tarde y no se tiene tiempo de situarse en presencia del Invisible!
-Venid, volvamos al Señor. Corramos al conocimiento del Señor. El tema del «conocimiento» de Dios es muy corriente en el profeta Oseas. No hay que oponer "amor" a «conocimiento»: no va uno sin el otro. Quien conoce a otro, será más capaz de amarle. Quien ama a otro quiere conocerlo mejor. Señor, danos ese deseo de conocerte más y más. Nunca acabamos de descubrirte. Estas meditaciones de tu Palabra, regulares, reiterativas son un medio, entre otros, de conocerte mejor. Ayúdame a proseguir en ellas, no mecánicamente, sino con amor, con fidelidad. Sin formalismo. Con amor.
-Cierta como la aurora es su venida. La regularidad de los ritmos de la naturaleza era, para los semitas, un asesoramiento de la regularidad de Dios. La certeza de la llegada de la aurora al final de la noche... es una imagen de la certeza de la «venida» de Dios. Dios, una aurora. El día que viene.
-Su venida será para nosotros como el aguacero, como las lluvias tardías que riegan la tierra. Evoco en mis recuerdos las imágenes aquí propuestas. Una lluvia de primavera por la que reverdecen los prados y corren los riachuelos. Así Dios para nuestras vidas invernales y a menudo resecas... ¡es una promesa de vida!
-Vuestro amor es fugitivo como la bruma mañanera. Como el rocío que se evapora al apuntar el día. Dios espera nuestro amor; y a menudo le decepcionamos. Hoy escucho su queja... trato de oírla y me la aplico: «Tu amor, el tuyo... (aquí pongo mi nombre) es fugitivo». Ayúdame, Señor, a amarte, a corresponder a tu amor” (Noel Quesson).
Por eso nos dice hoy el profeta, para que vivamos hoy: «Ea, volvamos al Señor». Nos ha invitado a conocer mejor a Dios. A organizar nuestra vida más según las actitudes interiores -la misericordia hacia los demás- que según los actos exteriores. Entonces sí que la Cuaresma será una aurora de luz y una primavera de vida nueva.
2. El salmo "Miserere" es una de las oraciones más célebres del Salterio, “el salmo penitencial más intenso y repetido, el canto del pecado y del perdón, la meditación más profunda sobre la culpa y su gracia”, como recordaba en su comentario Juan Pablo II (en la Liturgia de las Horas lo recitamos en Laudes todos los viernes): “La tradición judía ha puesto el salmo 50 en labios de David, quien fue invitado a hacer penitencia por las palabras severas del profeta Natán (cf. versículos 1-2; 2 Samuel 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido Urías. El salmo, sin embargo, se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. v. 12; Jeremías 31,31-34; Ezequiel 11,19; 36, 24-28)”.
Su composición presenta dos horizontes: “Ante todo, aparece la región tenebrosa del pecado (cf. versículos 3-11)”, pero si “el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios se demuestra dispuesta a purificarlo radicalmente. De este modo, se pasa a la segunda parte espiritual del salmo, la luminosa de la gracia (cf. versículos 12-19). A través de la confesión de las culpas se abre de hecho para el orante un horizonte de luz en el que Dios actúa. El Señor no obra sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante: infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.
Orígenes habla en este sentido de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra mediante la obra sanadora de Cristo: "Al igual que Dios predispuso los remedios para el cuerpo de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también preparó para el alma medicinas con las palabras infusas, esparciéndolas en las divinas Escrituras... Dios otorgó también otra actividad médica de la que es primer exponente el Salvador, quien dice de sí: "No tienen necesidad de médico los sanos; sino los enfermos". Él es el médico por excelencia capaz de curar toda debilidad, toda enfermedad”. Hoy se pone el acento en este sentido, según los versículos escogidos para mostrar “una arraigada convicción del perdón divino que "borra", "lava", "limpia" al pecador (cf. versículos 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura de espíritu, lengua, labios, corazón transfigurados (cf. versículos 14-19). "Aunque nuestros pecados fueran negros como la noche -afirmaba santa Faustina Kowalska-, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Sólo hace falta una cosa: que el pecador abra al menos un poco la puerta de su corazón... el resto lo hará Dios... Todo comienza en tu misericordia y en tu misericordia termina”.
En la última parte del salmo 50 se termina el itinerario de nuestra realidad pecadora -«no es justo ante Ti ningún viviente», Señor (salmo 142, 2); «¿cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (Job 25, 4-6)- en una actitud de confianza en Dios, en su misericordia: “Frases fuertes y dramáticas que quieren mostrar con toda seriedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa para sembrar el mal y la violencia, la impureza y la mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del «Miserere», que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios «borra», «lava», «limpia» la culpa confesada con corazón contrito (Cf. Salmo 50, 2-3). Con la voz de Isaías, el Señor dice: «Así fueran vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueran rojos como el carmesí, cual la lana quedarán» (1,18)”.
El final del salmo 50 está, pues, “lleno de esperanza, pues el orante es consciente de haber sido perdonado por Dios (17-21). Su boca está a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por ello, liberada del remordimiento (17).
El orante testimonia de manera clara otra convicción, relacionada con la enseñanza reiterada por los profetas (Cf. Isaías 1, 10-17; Amós 5, 21-25; Oseas 6, 6): el sacrificio más grato que se eleva hasta el Señor como delicado perfume (Cf. Génesis 8, 21) no es el holocausto de toros o de corderos, sino más bien el «corazón quebrantado y humillado» (Salmo 50, 19)”. La «Imitación de Cristo» señala: «La contrición de los pecados es para Ti sacrificio grato, un perfume mucho más delicado que el perfume del incienso... En ella se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52,4).
“El salmo concluye de manera inesperada con una perspectiva totalmente diferente, que parece incluso contradictoria (Cf. versículos 20-21). De la última súplica de un pecador se pasa a una oración en la que se pide la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, transportándonos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, siglos después. Por otra parte, tras haber expresado en el versículo 18 el rechazo divino de las inmolaciones de los animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que a Dios le agradarán estas mismas inmolaciones.
Está claro que este pasaje final es un añadido posterior de tiempos del exilio, que en cierto sentido quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo de David. Lo hace en dos aspectos: por una parte, no quiere que el salmo se reduzca a una oración individual; era necesario pensar también en la situación penosa de toda la ciudad. Por otra parte, quiere redimensionar el rechazo divino de los sacrificios rituales; este rechazo no podía ser completo ni definitivo pues se trataba de un culto prescrito por el mismo Dios en la Torá. Quien completó el salmo tuvo una válida intuición: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de la mediación de un sacrificio. Los pecadores no son capaces de purificarse por sí mismos; no son suficientes los buenos sentimientos. Se necesita una mediación exterior eficaz. El Nuevo Testamento revelará en sentido pleno esta intuición, mostrando que, con la entrega de su vida, Cristo ha realizado una mediación de sacrificio perfecto.
En sus «Homilías sobre Ezequiel», san Gregorio Magno comprendió bien la diferencia de perspectiva que se da entre los versículos 19 y 21 del «Miserere». Propone una interpretación que podemos hacer nuestra, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, mientras que refiere el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo. Estas son las palabras de aquel gran pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una en el tiempo y otra en la eternidad; una de fatiga en la tierra, otra de recompensa en el cielo; una en la que se gana los méritos, otra en la que goza de los méritos ganados. Tanto en una como en la otra vida ofrece el sacrificio: aquí el sacrificio de la compunción y allá arriba el sacrificio de alabanza. Sobre el primer sacrificio se ha dicho: «Mi sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado» (Salmo 50, 19); sobre el segundo está escrito: «entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos» (Salmo 50, 21)… En ambos casos se ofrece la carne, pues aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que allá arriba la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. Allá arriba se ofrecerá la carne como holocausto, cuando transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no se dé ningún conflicto ni haya nada mortal, pues perdurará totalmente encendida de amor por Él, en la alabanza sin fin».
3. El Evangelio se centra en la parábola del fariseo y el publicano, dos posturas, dos actitudes que definen dos tipos personas. Jesús no compara un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo. Vuelve a resonar ese motivo… El que se enaltece a sí mismo, será humillado. El que se humilla, será enaltecido por Dios: Jesús «dijo esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás». Palabras que nos tocan a fondo, pues podemos caer en la tentación de ofrecer a Dios actos externos de Cuaresma: el ayuno, la oración, la limosna, y no darnos cuenta de que lo principal que se nos pide es algo interior: por ejemplo, la misericordia, el amor a los demás, como se nos recuerda a fondo estos días (J. Aldazábal). San Agustín dice: «El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. A los que se ensalzan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, de lejos. Las cosas elevadas las conoces desde lejos, pero en ningún modo las desconoce.
Mira de cerca la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos, ni siquiera alzaba los ojos al cielo; para no ser mirado, rehuía él mirar. No se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba... Pon atención a Quién ruega. ¿Por qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano, escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde. Escucha ahora al Juez: “En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo”».
Hoy, inmersos en la cultura de la imagen, el Evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido: “En el pasaje que contemplamos vemos que en la persona hay un nudo con tres cuerdas, de tal manera que es imposible deshacerlo si uno no tiene presentes las tres cuerdas mencionadas. La primera nos relaciona con Dios; la segunda, con los otros; y la tercera, con nosotros mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quienes se dirige Jesús «se tenían por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9) y, de esta manera, rezaban mal. ¡Las tres cuerdas están siempre relacionadas! ¿Cómo fundamentar bien estas relaciones? ¿Cuál es el secreto para deshacer el nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así mismo lo expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad es la verdad». Es cierto: la humildad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos, y nos permite presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra de ellos. Finalmente, la humildad es también la base de la relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo lleva una vida irreprochable, con las prácticas religiosas semanales e, incluso, ¡ejerce la limosna! Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos” (David Compte i Verdaguer).
Estos días nos vamos acercando al momento cumbre de la humildad de Jesús, en la Cruz: «El Señor crucificado es un testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (Juan Pablo II). Allí veremos uno de esos pecadores que rezan aprovechando, Dimas: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42), y el Señor responde con un premio “rápido”: «En verdad te digo, hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Jesús es el espejo para que nos situemos «en verdad», nos dice: «quiero amor, no sacrificio». Las páginas del Evangelio están llenas de ejemplos vivos: Magdalena, Zaqueo, Mateo… van saliendo al hilo de las lecturas de esos días pasados, y seguirán saliendo.
El peligro del fariseísmo está siempre vivo en nuestro corazón y en la Iglesia: evitar el pecado, multiplicar los sacrificios y las buenas obras, estar en regla, vivir las reglas. Estar en regla con Dios, merecer el amor de Dios, el cielo… el Señor se rodea de pecadores. Ya sabemos que el publicano era un traidor, maldito, pecador público, sanguijuela de su pueblo y que se queda con una parte de las contribuciones… "¡Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador!" -Os digo que bajó este "justificado" a su casa y no aquél.
“Le sigo con la mirada: regresa a su casa, apaciguado, curado, "justificado" por Dios, perdonado, feliz. Y ¿qué ha hecho para obtener este resultado? Ha reconocido su pecado: "Ten misericordia de mí que soy un pecador". Señor, ayúdame a saber reconocer mis pecados, mis miserias. Devuelve el valor y el ánimo a todos los desesperados. Que nadie dude de tu amor a pesar de todas las apariencias contrarias. Jesús, revélate tal como eres, a todos nosotros, pobres pecadores” (Noel Quesson).
Aunque no correspondamos bien, Dios se mueve a base de "misericordia" ("jésed" que significa también "lealtad", "fidelidad", "piedad" y "gracia"...): “Indica la dulzura de un lenguaje común, algo así como esa atmósfera de entendimiento en el amor que tienen quienes comparten unas mismas convicciones, unos mismos afectos, es decir: los que están en comunión. Cuando el Señor dice: "yo quiero jésed y no sacrificios", está refiriéndose a esa relación entrañable de proximidad y amor. Los "sacrificios" son un modo de establecer un pacto con Dios, un modo de negociar con él. Y eso es detestable para quien quiere que exista una atmósfera de amor y comunión. Por eso la "jésed" va unida a la "da-aht", que suele ser traducida por "conocimiento" de Dios”. El amor no entiende de “te doy para que me des” (“"Da-aht" alude a "estar despierto", "ser consciente, abrir los ojos, darse cuenta". El sacrifico y el holocausto tienen una lógica que puede volverse ciega y mezquina en su repetición: hago esto y Dios hará aquello. Es necesario tener "da-ath"; es preciso estar conscientes, darse cuenta de Quién es el que nos llama y con Quién estamos tratando. No es una ley anónima, no es una energía sin nombre, no es destino ciego: es el Dios vivo y verdadero y hay que saber Quién es él y qué quiere para agradarle y vivir la "jésed" que él espera de nosotros”).
El amor es lo que marca las distancias, los conceptos de lo cercano y lo lejano. “El fariseo se creía cercano y estaba muy lejos; el publicano parecía distante pero su oración, que era apenas un susurro, alcanzó los oídos del Altísimo.
Hay una relación aquí con el tema de la jésed que hemos explicado antes. El publicano no se apoya en sí mismo para hablar a Dios. Este es su gran acierto. Deja a Dios ser Dios; es consciente de quién es Aquél a quien está hablando y por eso entra en una relación de piedad desde su miseria, que no oculta.
El fariseo, por su parte, habla desde sí mismo. Apoyado en lo que cree que son sus méritos tiene bastante que admirar en su propia vida y no le queda ánimo para admirar la misericordia del Dios que lo recibe en su casa. Por lo visto, Dios existe ante todo para admirarlo a él y para aplaudirle su buena vida. En su ignorancia, este pobre habla solo; no habla con Dios”. Es el dejarse llenar de Dios y de su amor, o de amor a uno mismo. Pero tampoco podemos decir: "te alabo, Señor, porque no soy como ese ridículo fariseo...". “¿Qué solución queda, entonces? Pedir misericordia para todos: para el publicano que somos y para el fariseo que duerme en nosotros” (Fray Nelson).
El Señor se conmueve y derrocha sus gracias ante un corazón humilde. La soberbia es el mayor obstáculo que el hombre pone a la gracia divina. Y es el vicio capital más peligroso: se insinúa y tiende a infiltrarse hasta en las buenas obras, haciéndoles perder su condición y su mérito sobrenatural; su raíz está en lo más profundo del hombre (en el amor propio desordenado), y nada tan difícil de desarraigar e incluso de llegar a reconocer con claridad.
El Señor recomendará a sus discípulos: No hagáis como los fariseos. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres (Mateo 23, 5). Para ser humildes no podemos olvidar jamás que quien presencia nuestra vida y nuestras obras es el Señor, a quien hemos de procurar agradar en cada momento. La soberbia tiene manifestaciones en todos los aspectos de la vida: nos hace susceptibles e impacientes, injustos en nuestros juicios y en nuestras palabras. Se deleita en hablar de las propias acciones, luces, dificultades y sufrimientos. Inclina a compararse y creerse mejor que los demás y a negarles las buenas cualidades. Hace que nos sintamos ofendidos cuando somos humillados, o no nos obsequian como esperábamos. Nosotros, con la gracia de Dios, hemos de alejarnos de la oración del fariseo que se complacía en sí mismo, y repetir la oración del publicano: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.
Nuestra oración debe ser como la del publicano (Lucas 18, 9-14): humilde, atenta, confiada, procurando que no sea un monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, a las virtudes que creemos poseer. La humildad es el fundamento de toda nuestra relación con Dios y con los demás. Es la primera piedra de este edificio que es nuestra vida interior. La ayuda de la Virgen Santísima es nuestra mejor garantía para ir adelante en esta virtud. Cuando contemplamos su humilde ejemplo, podemos acabar nuestra oración con esta petición: “Señor, quita la soberbia de mi vida; quebranta mi amor propio, este querer afirmarme yo e imponerme a los demás. Haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo” (San Josemaría Escrivá; cf. Francisco Fernández Carvajal).
Llucià Pou Sabaté
domingo, 3 de abril de 2011
viernes, 1 de abril de 2011
Cuaresma 3, viernes: el amor de Dios está por encima de todo; dejarnos amar por Él, dejar que brote de nuestro corazón, el amor a los demás
1ª: Os 14, 2-10: Israel, vuelve al Señor, tu Dios, porque por tu culpa te ha hecho caer. Buscad palabras y volved al Señor. Decidle: Perdona todas nuestras culpas para que recobremos la felicidad y te ofrezcamos en sacrificio palabras de alabanza. Asiria no nos puede salvar; no montaremos ya en los caballos, y no diremos más «dios nuestro» a la obra de nuestras manos, pues en Ti encuentra compasión el huérfano.
Yo los curaré de su apostasía, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos. Seré como el rocío para Israel; él florecerá como el lirio y echará sus raíces como el olmo. Sus ramas se extenderán lejos, hermosas como el ramaje del olivo, y su fragancia será como la del Líbano. Volverán a sentarse en mi sombra; cultivarán el trigo, florecerán como la viña y su renombre será como el del vino del Líbano. Efraín..., ¿qué tengo yo que ver con los ídolos? Yo lo atenderé y lo protegeré. Yo soy como un pino siempre verde; de mí procede todo fruto. Que el sabio comprenda estas cosas, que el inteligente las entienda, porque los caminos del Señor son rectos; por ellos caminarán los justos, mas los injustos tropezarán en ellos.
Salmo 80: Oigo un lenguaje desconocido: / "retiré sus hombros de la carga, / y sus manos dejaron la espuerta. / Clamaste en la aflicción, y te libré, / te respondí oculto entre los truenos, / te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. / Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti; / ¡ojalá me escuchases Israel! / No tendrás un dios extraño, / no adorarás un dios extranjero; / yo soy el Señor, Dios tuyo, / que saqué del país de Egipto; / abre la boca que te la llene. ¡Ojalá me escuchase mi pueblo / y caminase Israel por mi camino!: …/ te alimentaría con flor de harina, / te saciaría con miel silvestre.
Texto del Evangelio (Mc 12,28b-34): En aquel tiempo, uno de los maestros de la Ley se acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
Comentario: 1. Oseas –después de sus desgracias, la más fuerte es la mujer amada que lo traiciona- termina su libro con ese canto a la conversión al Dios del amor. El perdón del profeta, que vuelve a tomar su esposa, es símbolo del amor que Dios tiene a su pueblo. “Israel, con quien Dios se ha desposado, se ha conducido como una mujer infiel, como una prostituta, y ha provocado el furor y los celos de su esposo divino. Este sigue queriéndola, y si la castiga, es para atraerla hacia sí y devolverle la alegría del primer amor.
Con una audacia que sorprende y una pasión que impresiona, el alma tierna y violenta de Oseas expresa por vez primera las relaciones de Dios con Israel mediante la imagen y terminología del matrimonio. Todo su mensaje tiene como tema fundamental el amor de Dios despreciado por su Pueblo.
Oseas arremete con furia mal contenida contra todo cuanto en la historia de Israel ha sido desprecio para el Señor. Sus críticas a las clases dirigentes, a los sacerdotes y a los explotadores son duras. Habla desde su propia rabia convertida ahora en símbolo: la Palabra de Dios adquiere ahora en su lengua todo el fuego pasional de un marido engañado”. Esa entrega es signo del amor de Cristo con su Iglesia; y los místicos cristianos como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz la extendieron a todas las almas fieles, esposas amadas de Cristo. Este es el contexto de las palabras que hoy meditamos. “El corazón de Oseas se ha ido vaciando poco a poco, a lo largo de trece capítulos, de toda la ira y amargura que se almacenaron en su alma. Han sido palabras en las que se mezclaron el símbolo y la realidad de su dolor. Pero no son la palabra última de su corazón creyente.
El Dios de Oseas, tan herido, tan maltratado por su pueblo, no se consume en lamentos estériles y rencorosos, sino que al final de tanto desprecio, queda brillando en este último capítulo la esperanza de que el pueblo se volverá al Señor al cabo de una larga experiencia”. Para este retorno a Dios es necesario una confesión de los equivocados caminos que se han seguido, una rectificación: "Israel, conviértete al Señor Dios tuyo porque tropezaste con tu pecado. Preparad vuestro discurso, volved al Señor y decidle: perdona del todo la iniquidad". Lo mismo que el menor de la parábola, debemos preparar nuestras palabras: "Me levantaré, iré a mi Padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo".
“La mayor falta de todas es la resistencia a encontrar a Dios en la vida diaria. El pecado es negarse a ver a Dios en la historia. Por eso la conversión esencial no consiste en hacer cosas sino en que vivamos cada acontecimiento de cada día como iniciativa de Dios.
"Rectos son los caminos del Señor: los justos andan por ellos; los pecadores tropiezan en ellos" (Os 14, 10). El camino del Señor es su Palabra viniendo a nosotros los hombres, para que el hombre pueda por ella volver a Dios”.
“La respuesta del Señor representa el triunfo del amor, del cual Oseas era el gran teólogo y poeta. Este amor gratuito de Dios será como el beso del rocío que devuelve el frescor y la vida. La más bella glosa a la teología del amor, de la conversión y del perdón, según Oseas, podría ser la parábola del padre misericordioso, que no habla solamente de la mutación de sentimientos, sino que expone además la respuesta de Dios a la conversión. El padre, lleno de gozo, acoge a aquel hijo perdido que rehace el camino: «Estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y se le ha encontrado» (Lc 15,32). Quien no encuentra el camino de Dios, quien no se deja hallar como oveja perdida, pierde el sentido de la vida” (F. Raurell).
“Oseas, en el Antiguo Testamento, era también el profeta y el poeta del amor. Ese amor es aún más hermoso. No es sólo un amor que promete la felicidad, si se es fiel. Es un amor que perdona y que pide «Volver».
-Has tropezado a causa de tu pecado... Pero ¡vuelve al Señor! El profeta Oseas vivió esa experiencia en su propio hogar. El mismo narra en su libro que su propia mujer lo había abandonado. Y cuenta cómo vio en ello una parábola del sufrimiento de Dios, abandonado por nosotros frecuentemente. Dios le pidió que aceptase de nuevo a esa mujer a pesar de haberle traicionado... para simbolizar con ello lo que Él mismo está haciendo sin parar.
Después de cada una de nuestras faltas, Dios es capaz de volver de nuevo a amarnos. Nos dice: «¡Vuelve!». Como dos esposos que se perdonan. Como dos amigos que reemprenden su amistad después de una temporada de frialdad. -Queremos reparar... No montaremos ya caballos de guerra... Eres Tú quien se apiada de nosotros. El hombre tiende siempre a querer contar con sus propias fuerzas, con «sus caballos de guerra». Pero, quebrantado, reconoce a veces, como Israel, que el único salvador es Dios.
-Entonces sanaré sus infidelidades; les amaré generosamente. Dios, amor decepcionado, es quien dice esas cosas. He de escuchar esas palabras de ternura.
-Seré como rocío para Israel que florecerá como el lirio. Hundirá sus raíces como el cedro del Líbano, cuyas ramas se desplegarán. Su belleza será la del olivo: su fragancia, la del Líbano. Volverán a sentarse a su sombra. Florecerán como la vid; su renombre será como el del vino del Líbano. Sorprendente acumulación de imágenes de prosperidad y de felicidad. Frescor. Fecundidad. Belleza. Fragancia. Flores. Solidez. Hay que "saborear" cada una de las imágenes: el rocío... el lirio... el árbol frondoso... el vino... los perfumes... las frutas... Y estamos en plena cuaresma, en medio de la cuaresma. ¡Y Dios nos promete todas esas cosas!” (Noel Quesson).
Como es propio del viernes, día penitencial por excelencia, se nos habla de la conversión: «perdona nuestra iniquidad, recibe el sacrificio de nuestros labios».
Seguimos teniendo la tentación de controlar todo, -“montar a caballo”: poner nuestra confianza en medios humanos-, tener ídolos en los que ponemos el corazón. La clave será mirar nuestro corazón y ver ¿cómo va nuestro amor? «Que sepamos dominar nuestro egoísmo y secundar las inspiraciones que nos vienen del cielo» (oración), pues el amor será el que guía nuestro caminar: «Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos» (1ª lectura), para ello tenemos la fuerza de la oración: «Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase por mi camino» (salmo). “La misma conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor”, y nos lleva a un paraíso, por haber sido capaces de recibir la Palabra de Dios en el corazón: ése es elemento fundamental, nuestra conciencia.
2. A ello nos lleva el salmo, que toma las ideas de antes, y las pone en lenguaje poético, siguiendo con la imagen de la tentación del agua, que esta semana sigue como imagen de fondo, al igual que el camino de Dios. Todo ello confluye en hacer la voluntad divina, vivir el mandamiento del amor. Juan Pablo II lo comentaba en torno a dos polos: “Por una parte, está el don divino de la libertad que se ofrece a Israel oprimido e infeliz: "Clamaste en la aflicción, y te libré" (v. 8). Se alude también a la ayuda que el Señor prestó a Israel en su camino por el desierto, es decir, al don del agua en Meribá, en un marco de dificultad y prueba.
Sin embargo, por otra parte, además del don divino, el salmista introduce otro elemento significativo. La religión bíblica no es un monólogo solitario de Dios, una acción suya destinada a permanecer estéril. Al contrario, es un diálogo, una palabra a la que sigue una respuesta, un gesto de amor que exige adhesión. Por eso, se reserva gran espacio a las invitaciones que Dios dirige a Israel.
El Señor lo invita ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (cf. Ex 20, 3-5). En el discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo "escuchar", frecuente en el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad.
Efectivamente, en nuestro salmo se repite: "Escucha, pueblo mío. (...) Ojalá me escuchases, Israel (...). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (...) Ojalá me escuchase mi pueblo" (Sal 80, 9. 12. 14).
Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32, 1-14).
La última parte del salmo (cf. vv. 14-17) tiene un tono melancólico. En efecto, Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido: "Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino" (v. 14). Con todo, esta melancolía se inspira en el amor y va unida a un deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminase por las sendas del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (cf. v. 15), y alimentarlo "con flor de harina" y saciarlo "con miel silvestre" (v. 17).
Sería un alegre banquete de pan fresquísimo, acompañado de miel que parece destilar de las rocas de la tierra prometida, representando la prosperidad y el bienestar pleno, como a menudo se repite en la Biblia (cf. Dt 6, 3; 11, 9; 26, 9. 15; 27, 3; 31, 20). Evidentemente, al abrir esta perspectiva maravillosa, el Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor tan generoso.
En la relectura cristiana, el ofrecimiento divino se manifiesta en toda su amplitud. En efecto, Orígenes nos brinda esta interpretación: el Señor "los hizo entrar en la tierra de la promesa; no los alimentó con el maná como en el desierto, sino con el grano de trigo caído en tierra (cf. Jn 12, 24-25), que resucitó... Cristo es el grano de trigo; también es la roca que en el desierto sació con su agua al pueblo de Israel. En sentido espiritual, lo sació con miel, y no con agua, para que los que crean y reciban este alimento tengan la miel en su boca".
Como siempre en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador nunca es el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no quiere juzgar y condenar, sino salvar y librar a la humanidad del mal. Sigue repitiendo las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid" (Ez 18, 23. 31-32).
La liturgia se transforma en el lugar privilegiado donde se escucha la invitación divina a la conversión, para volver al abrazo del Dios "compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34, 6)”. Esta es la memoria que debe hacer Israel: “Un pueblo que olvida sus orígenes pierde su identidad”, como pasó en Egipto hasta que los sacó el Señor. El sentido espiritual es evidente para nosotros, pues es la nueva vida que constituye la identidad que tenemos como cristianos (Carlos G. Vallés).
3. La Ley de Cristo es el amor a Dios y al prójimo. San Bernardo dice: «El amor, basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación de la misma». Esa fuente no es otra que Dios. “Hemos de aprender a amar en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo”. El amor es quien nos liberará de los ídolos de piedra hechos por nuestras manos, valores que absolutizamos: el dinero, el éxito, el placer, la comodidad, las estructuras, nuestra propia persona.
«No existe otro mandamiento mayor que éstos». Es más, es la razón de nuestra existencia: «El alma no puede vivir sin amor, siempre quiere amar alguna cosa, porque está hecha de amor, que yo por amor la creé» (Santa Catalina de Siena), nos dice el Dios que es amor todopoderoso, amor hasta el extremo, amor crucificado: «Es en la cruz donde puede contemplarse esta verdad» (Benedicto XVI). “Este Evangelio no es sólo una autorrevelación de cómo Dios mismo -en su Hijo- quiere ser amado. Con un mandamiento del Deuteronomio: «Ama al Señor, tu Dios» (Dt 6,5) y otro del Levítico: «Ama a los otros» (Lev 19,18), Jesús lleva a término la plenitud de la Ley. Él ama al Padre como Dios verdadero nacido del Dios verdadero y, como Verbo hecho hombre, crea la nueva Humanidad de los hijos de Dios, hermanos que se aman con el amor del Hijo.
La llamada de Jesús a la comunión y a la misión pide una participación en su misma naturaleza, es una intimidad en la que hay que introducirse. Jesús no reivindica nunca ser la meta de nuestra oración y amor. Da gracias al Padre y vive continuamente en su presencia. El misterio de Cristo atrae hacia el amor a Dios -invisible e inaccesible- mientras que, a la vez, es camino para reconocer, verdad en el amor y vida para el hermano visible y presente. Lo más valioso no son las ofrendas quemadas en el altar, sino Cristo que se quema como único sacrificio y ofrenda para que seamos en Él un solo altar, un solo amor.
Esta unificación de conocimiento y de amor tejida por el Espíritu Santo permite que Dios ame en nosotros y utilice todas nuestras capacidades, y a nosotros nos concede poder amar como Cristo, con su mismo amor filial y fraterno. Lo que Dios ha unido en el amor, el hombre no lo puede separar. Ésta es la grandeza de quien se somete al Reino de Dios: el amor a uno mismo ya no es obstáculo sino éxtasis para amar al único Dios y a una multitud de hermanos” (Pere Montagut).
Jesús resume hoy toda la ley en el amor: -Vuelve, Israel, al Señor, tu Dios. “El amor es esencial del evangelio y de la vida evangélica. Es la "buena nueva" que mi vida toda debería estar proclamando. ¿Amo yo, efectivamente? ¿A quién amo? ¿A quién dejo de amar? ¿Cómo se traduce este amor? ¿Quién es mi prójimo? Como tú mismo... Como tú misma...", ¡no es decir poco! ¿Cómo me amo a mí mismo/a? ¿Qué deseo yo para mí? ¿Cuáles son mis aspiraciones profundas? ¿A qué cosas estoy más aferrado? ¿Qué es lo que más me falta? Y todo esto quererlo también para mi prójimo. No debo pasar muy rápidamente sobre todas estas cuestiones. Debo tomar, sobre ellas, una decisión en este tiempo de cuaresma.
-Díjole el escriba “Muy bien, Maestro, tienes razón...” Viendo Jesús cuán atinadamente había respondido, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios." ¡Jesús felicitó a un escriba! En cualquier conversación, saber reconocer los aciertos en las intervenciones de los otros para valorarlos y estimularlos es una forma humilde de amor al prójimo, que Jesús pone aquí en práctica. "El Reino de Dios" = ¡amar!, ¡a Dios y a los hermanos! Este es también el contenido esencial de la Iglesia y que la liturgia cristiana expresa. Cada asamblea eucarística debería ser a la vez: -Un lugar de encuentro y de amor de Dios. -Un lugar de encuentro y de amor fraterno” (Noel Quesson).
La caracterización del amor, y su intensidad, si queremos que en él se cumpla la voluntad de Dios, ha de ser: “Único: dirigido al único Dios y Señor. Si se divide, entre Dios y el diablo, no es válido. De todo corazón: sin resquicio alguno, y poniendo en tensión todas las vísceras. Con toda el alma: abrazando cuerpo y espíritu, exterioridad e interioridad profunda. Con toda tu mente: que no consista en meros impulsos sino que goce de luz, de verdad, para que ideas engañosas, egoístas y manipuladoras, no turben la unidad y armonía. Y esa misma intensidad del amor habría que aplicarla gradualmente a nuestra relación mutua entre los hombres: en solidaridad, justicia, gratuidad, sacrificio, desprendimiento, cercanía. Jesús nos ha puesto las cosas muy difíciles, pero por ahí va el camino de la perfección o santidad de vida. Seamos perfectos en el amor, como nuestro Padre celestial es perfecto” (Gratis date). Como decimos en la Comunión, «Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale más que todos los sacrificios» (cf. Mc 12,33), y pedimos luego que sea prenda de lo que será: «Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía» (Postcomunión).
¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor. Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, “canales de la misericordia divina”. Nos perdona en la Confesión y se nos da en la Sagrada Eucaristía. Nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. También nos ha dado un Ángel para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo donde tendremos una felicidad sin límites y sin término. Pero amor con amor se paga. Y decimos con Francisca Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente” (Decenario al Espíritu Santo).
Dios espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros. Nuestro amor a Dios se muestra en las mil incidencias de cada día: amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. El amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los amores nobles y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y cada uno en su orden. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con quienes están junto a nosotros. Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus hijos, nuestros hermanos (Francisco Fernández Carvajal).
Este es el fondo de la conversión que se nos pide: aprender a confiar en el amor de Dios, apoyarnos ahí, roca firme, que nunca nos va a engañar, que no se va a quebrar, y al interiorizar ese don se hace vida, y el amor brota para los demás.
Llucià Pou Sabaté
Yo los curaré de su apostasía, los amaré de todo corazón, pues mi ira se ha apartado ya de ellos. Seré como el rocío para Israel; él florecerá como el lirio y echará sus raíces como el olmo. Sus ramas se extenderán lejos, hermosas como el ramaje del olivo, y su fragancia será como la del Líbano. Volverán a sentarse en mi sombra; cultivarán el trigo, florecerán como la viña y su renombre será como el del vino del Líbano. Efraín..., ¿qué tengo yo que ver con los ídolos? Yo lo atenderé y lo protegeré. Yo soy como un pino siempre verde; de mí procede todo fruto. Que el sabio comprenda estas cosas, que el inteligente las entienda, porque los caminos del Señor son rectos; por ellos caminarán los justos, mas los injustos tropezarán en ellos.
Salmo 80: Oigo un lenguaje desconocido: / "retiré sus hombros de la carga, / y sus manos dejaron la espuerta. / Clamaste en la aflicción, y te libré, / te respondí oculto entre los truenos, / te puse a prueba junto a la fuente de Meribá. / Escucha, pueblo mío, doy testimonio contra ti; / ¡ojalá me escuchases Israel! / No tendrás un dios extraño, / no adorarás un dios extranjero; / yo soy el Señor, Dios tuyo, / que saqué del país de Egipto; / abre la boca que te la llene. ¡Ojalá me escuchase mi pueblo / y caminase Israel por mi camino!: …/ te alimentaría con flor de harina, / te saciaría con miel silvestre.
Texto del Evangelio (Mc 12,28b-34): En aquel tiempo, uno de los maestros de la Ley se acercó a Jesús y le hizo esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?». Jesús le contestó: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos».
Le dijo el escriba: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Y Jesús, viendo que le había contestado con sensatez, le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios». Y nadie más se atrevía ya a hacerle preguntas.
Comentario: 1. Oseas –después de sus desgracias, la más fuerte es la mujer amada que lo traiciona- termina su libro con ese canto a la conversión al Dios del amor. El perdón del profeta, que vuelve a tomar su esposa, es símbolo del amor que Dios tiene a su pueblo. “Israel, con quien Dios se ha desposado, se ha conducido como una mujer infiel, como una prostituta, y ha provocado el furor y los celos de su esposo divino. Este sigue queriéndola, y si la castiga, es para atraerla hacia sí y devolverle la alegría del primer amor.
Con una audacia que sorprende y una pasión que impresiona, el alma tierna y violenta de Oseas expresa por vez primera las relaciones de Dios con Israel mediante la imagen y terminología del matrimonio. Todo su mensaje tiene como tema fundamental el amor de Dios despreciado por su Pueblo.
Oseas arremete con furia mal contenida contra todo cuanto en la historia de Israel ha sido desprecio para el Señor. Sus críticas a las clases dirigentes, a los sacerdotes y a los explotadores son duras. Habla desde su propia rabia convertida ahora en símbolo: la Palabra de Dios adquiere ahora en su lengua todo el fuego pasional de un marido engañado”. Esa entrega es signo del amor de Cristo con su Iglesia; y los místicos cristianos como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz la extendieron a todas las almas fieles, esposas amadas de Cristo. Este es el contexto de las palabras que hoy meditamos. “El corazón de Oseas se ha ido vaciando poco a poco, a lo largo de trece capítulos, de toda la ira y amargura que se almacenaron en su alma. Han sido palabras en las que se mezclaron el símbolo y la realidad de su dolor. Pero no son la palabra última de su corazón creyente.
El Dios de Oseas, tan herido, tan maltratado por su pueblo, no se consume en lamentos estériles y rencorosos, sino que al final de tanto desprecio, queda brillando en este último capítulo la esperanza de que el pueblo se volverá al Señor al cabo de una larga experiencia”. Para este retorno a Dios es necesario una confesión de los equivocados caminos que se han seguido, una rectificación: "Israel, conviértete al Señor Dios tuyo porque tropezaste con tu pecado. Preparad vuestro discurso, volved al Señor y decidle: perdona del todo la iniquidad". Lo mismo que el menor de la parábola, debemos preparar nuestras palabras: "Me levantaré, iré a mi Padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo".
“La mayor falta de todas es la resistencia a encontrar a Dios en la vida diaria. El pecado es negarse a ver a Dios en la historia. Por eso la conversión esencial no consiste en hacer cosas sino en que vivamos cada acontecimiento de cada día como iniciativa de Dios.
"Rectos son los caminos del Señor: los justos andan por ellos; los pecadores tropiezan en ellos" (Os 14, 10). El camino del Señor es su Palabra viniendo a nosotros los hombres, para que el hombre pueda por ella volver a Dios”.
“La respuesta del Señor representa el triunfo del amor, del cual Oseas era el gran teólogo y poeta. Este amor gratuito de Dios será como el beso del rocío que devuelve el frescor y la vida. La más bella glosa a la teología del amor, de la conversión y del perdón, según Oseas, podría ser la parábola del padre misericordioso, que no habla solamente de la mutación de sentimientos, sino que expone además la respuesta de Dios a la conversión. El padre, lleno de gozo, acoge a aquel hijo perdido que rehace el camino: «Estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y se le ha encontrado» (Lc 15,32). Quien no encuentra el camino de Dios, quien no se deja hallar como oveja perdida, pierde el sentido de la vida” (F. Raurell).
“Oseas, en el Antiguo Testamento, era también el profeta y el poeta del amor. Ese amor es aún más hermoso. No es sólo un amor que promete la felicidad, si se es fiel. Es un amor que perdona y que pide «Volver».
-Has tropezado a causa de tu pecado... Pero ¡vuelve al Señor! El profeta Oseas vivió esa experiencia en su propio hogar. El mismo narra en su libro que su propia mujer lo había abandonado. Y cuenta cómo vio en ello una parábola del sufrimiento de Dios, abandonado por nosotros frecuentemente. Dios le pidió que aceptase de nuevo a esa mujer a pesar de haberle traicionado... para simbolizar con ello lo que Él mismo está haciendo sin parar.
Después de cada una de nuestras faltas, Dios es capaz de volver de nuevo a amarnos. Nos dice: «¡Vuelve!». Como dos esposos que se perdonan. Como dos amigos que reemprenden su amistad después de una temporada de frialdad. -Queremos reparar... No montaremos ya caballos de guerra... Eres Tú quien se apiada de nosotros. El hombre tiende siempre a querer contar con sus propias fuerzas, con «sus caballos de guerra». Pero, quebrantado, reconoce a veces, como Israel, que el único salvador es Dios.
-Entonces sanaré sus infidelidades; les amaré generosamente. Dios, amor decepcionado, es quien dice esas cosas. He de escuchar esas palabras de ternura.
-Seré como rocío para Israel que florecerá como el lirio. Hundirá sus raíces como el cedro del Líbano, cuyas ramas se desplegarán. Su belleza será la del olivo: su fragancia, la del Líbano. Volverán a sentarse a su sombra. Florecerán como la vid; su renombre será como el del vino del Líbano. Sorprendente acumulación de imágenes de prosperidad y de felicidad. Frescor. Fecundidad. Belleza. Fragancia. Flores. Solidez. Hay que "saborear" cada una de las imágenes: el rocío... el lirio... el árbol frondoso... el vino... los perfumes... las frutas... Y estamos en plena cuaresma, en medio de la cuaresma. ¡Y Dios nos promete todas esas cosas!” (Noel Quesson).
Como es propio del viernes, día penitencial por excelencia, se nos habla de la conversión: «perdona nuestra iniquidad, recibe el sacrificio de nuestros labios».
Seguimos teniendo la tentación de controlar todo, -“montar a caballo”: poner nuestra confianza en medios humanos-, tener ídolos en los que ponemos el corazón. La clave será mirar nuestro corazón y ver ¿cómo va nuestro amor? «Que sepamos dominar nuestro egoísmo y secundar las inspiraciones que nos vienen del cielo» (oración), pues el amor será el que guía nuestro caminar: «Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos» (1ª lectura), para ello tenemos la fuerza de la oración: «Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase por mi camino» (salmo). “La misma conversión es obra del amor gratuito y generoso de Dios. Él sugiere las palabras, sana la infidelidad, es el rocío vivificador, el fruto procede de su gran compasión. En definitiva, triunfa su infinito Amor”, y nos lleva a un paraíso, por haber sido capaces de recibir la Palabra de Dios en el corazón: ése es elemento fundamental, nuestra conciencia.
2. A ello nos lleva el salmo, que toma las ideas de antes, y las pone en lenguaje poético, siguiendo con la imagen de la tentación del agua, que esta semana sigue como imagen de fondo, al igual que el camino de Dios. Todo ello confluye en hacer la voluntad divina, vivir el mandamiento del amor. Juan Pablo II lo comentaba en torno a dos polos: “Por una parte, está el don divino de la libertad que se ofrece a Israel oprimido e infeliz: "Clamaste en la aflicción, y te libré" (v. 8). Se alude también a la ayuda que el Señor prestó a Israel en su camino por el desierto, es decir, al don del agua en Meribá, en un marco de dificultad y prueba.
Sin embargo, por otra parte, además del don divino, el salmista introduce otro elemento significativo. La religión bíblica no es un monólogo solitario de Dios, una acción suya destinada a permanecer estéril. Al contrario, es un diálogo, una palabra a la que sigue una respuesta, un gesto de amor que exige adhesión. Por eso, se reserva gran espacio a las invitaciones que Dios dirige a Israel.
El Señor lo invita ante todo a la observancia fiel del primer mandamiento, base de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y la renuncia a los ídolos (cf. Ex 20, 3-5). En el discurso del sacerdote en nombre de Dios se repite el verbo "escuchar", frecuente en el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad.
Efectivamente, en nuestro salmo se repite: "Escucha, pueblo mío. (...) Ojalá me escuchases, Israel (...). Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer. (...) Ojalá me escuchase mi pueblo" (Sal 80, 9. 12. 14).
Sólo con su fidelidad en la escucha y en la obediencia el pueblo puede recibir plenamente los dones del Señor. Por desgracia, Dios debe constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino por el desierto, al que alude el salmo, está salpicado de estos actos de rebelión e idolatría, que alcanzarán su culmen en la fabricación del becerro de oro (cf. Ex 32, 1-14).
La última parte del salmo (cf. vv. 14-17) tiene un tono melancólico. En efecto, Dios expresa allí un deseo que aún no se ha cumplido: "Ojalá me escuchase mi pueblo, y caminase Israel por mi camino" (v. 14). Con todo, esta melancolía se inspira en el amor y va unida a un deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminase por las sendas del Señor, él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (cf. v. 15), y alimentarlo "con flor de harina" y saciarlo "con miel silvestre" (v. 17).
Sería un alegre banquete de pan fresquísimo, acompañado de miel que parece destilar de las rocas de la tierra prometida, representando la prosperidad y el bienestar pleno, como a menudo se repite en la Biblia (cf. Dt 6, 3; 11, 9; 26, 9. 15; 27, 3; 31, 20). Evidentemente, al abrir esta perspectiva maravillosa, el Señor quiere obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor tan generoso.
En la relectura cristiana, el ofrecimiento divino se manifiesta en toda su amplitud. En efecto, Orígenes nos brinda esta interpretación: el Señor "los hizo entrar en la tierra de la promesa; no los alimentó con el maná como en el desierto, sino con el grano de trigo caído en tierra (cf. Jn 12, 24-25), que resucitó... Cristo es el grano de trigo; también es la roca que en el desierto sació con su agua al pueblo de Israel. En sentido espiritual, lo sació con miel, y no con agua, para que los que crean y reciban este alimento tengan la miel en su boca".
Como siempre en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador nunca es el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no quiere juzgar y condenar, sino salvar y librar a la humanidad del mal. Sigue repitiendo las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: "¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (...) ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor. Convertíos y vivid" (Ez 18, 23. 31-32).
La liturgia se transforma en el lugar privilegiado donde se escucha la invitación divina a la conversión, para volver al abrazo del Dios "compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad" (Ex 34, 6)”. Esta es la memoria que debe hacer Israel: “Un pueblo que olvida sus orígenes pierde su identidad”, como pasó en Egipto hasta que los sacó el Señor. El sentido espiritual es evidente para nosotros, pues es la nueva vida que constituye la identidad que tenemos como cristianos (Carlos G. Vallés).
3. La Ley de Cristo es el amor a Dios y al prójimo. San Bernardo dice: «El amor, basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación de la misma». Esa fuente no es otra que Dios. “Hemos de aprender a amar en nuestra vida ordinaria: a través del espíritu de servicio, con el trabajo bien hecho, con una conversación amable, con la serenidad en los momentos difíciles, agradeciendo los dones a Dios y al prójimo”. El amor es quien nos liberará de los ídolos de piedra hechos por nuestras manos, valores que absolutizamos: el dinero, el éxito, el placer, la comodidad, las estructuras, nuestra propia persona.
«No existe otro mandamiento mayor que éstos». Es más, es la razón de nuestra existencia: «El alma no puede vivir sin amor, siempre quiere amar alguna cosa, porque está hecha de amor, que yo por amor la creé» (Santa Catalina de Siena), nos dice el Dios que es amor todopoderoso, amor hasta el extremo, amor crucificado: «Es en la cruz donde puede contemplarse esta verdad» (Benedicto XVI). “Este Evangelio no es sólo una autorrevelación de cómo Dios mismo -en su Hijo- quiere ser amado. Con un mandamiento del Deuteronomio: «Ama al Señor, tu Dios» (Dt 6,5) y otro del Levítico: «Ama a los otros» (Lev 19,18), Jesús lleva a término la plenitud de la Ley. Él ama al Padre como Dios verdadero nacido del Dios verdadero y, como Verbo hecho hombre, crea la nueva Humanidad de los hijos de Dios, hermanos que se aman con el amor del Hijo.
La llamada de Jesús a la comunión y a la misión pide una participación en su misma naturaleza, es una intimidad en la que hay que introducirse. Jesús no reivindica nunca ser la meta de nuestra oración y amor. Da gracias al Padre y vive continuamente en su presencia. El misterio de Cristo atrae hacia el amor a Dios -invisible e inaccesible- mientras que, a la vez, es camino para reconocer, verdad en el amor y vida para el hermano visible y presente. Lo más valioso no son las ofrendas quemadas en el altar, sino Cristo que se quema como único sacrificio y ofrenda para que seamos en Él un solo altar, un solo amor.
Esta unificación de conocimiento y de amor tejida por el Espíritu Santo permite que Dios ame en nosotros y utilice todas nuestras capacidades, y a nosotros nos concede poder amar como Cristo, con su mismo amor filial y fraterno. Lo que Dios ha unido en el amor, el hombre no lo puede separar. Ésta es la grandeza de quien se somete al Reino de Dios: el amor a uno mismo ya no es obstáculo sino éxtasis para amar al único Dios y a una multitud de hermanos” (Pere Montagut).
Jesús resume hoy toda la ley en el amor: -Vuelve, Israel, al Señor, tu Dios. “El amor es esencial del evangelio y de la vida evangélica. Es la "buena nueva" que mi vida toda debería estar proclamando. ¿Amo yo, efectivamente? ¿A quién amo? ¿A quién dejo de amar? ¿Cómo se traduce este amor? ¿Quién es mi prójimo? Como tú mismo... Como tú misma...", ¡no es decir poco! ¿Cómo me amo a mí mismo/a? ¿Qué deseo yo para mí? ¿Cuáles son mis aspiraciones profundas? ¿A qué cosas estoy más aferrado? ¿Qué es lo que más me falta? Y todo esto quererlo también para mi prójimo. No debo pasar muy rápidamente sobre todas estas cuestiones. Debo tomar, sobre ellas, una decisión en este tiempo de cuaresma.
-Díjole el escriba “Muy bien, Maestro, tienes razón...” Viendo Jesús cuán atinadamente había respondido, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios." ¡Jesús felicitó a un escriba! En cualquier conversación, saber reconocer los aciertos en las intervenciones de los otros para valorarlos y estimularlos es una forma humilde de amor al prójimo, que Jesús pone aquí en práctica. "El Reino de Dios" = ¡amar!, ¡a Dios y a los hermanos! Este es también el contenido esencial de la Iglesia y que la liturgia cristiana expresa. Cada asamblea eucarística debería ser a la vez: -Un lugar de encuentro y de amor de Dios. -Un lugar de encuentro y de amor fraterno” (Noel Quesson).
La caracterización del amor, y su intensidad, si queremos que en él se cumpla la voluntad de Dios, ha de ser: “Único: dirigido al único Dios y Señor. Si se divide, entre Dios y el diablo, no es válido. De todo corazón: sin resquicio alguno, y poniendo en tensión todas las vísceras. Con toda el alma: abrazando cuerpo y espíritu, exterioridad e interioridad profunda. Con toda tu mente: que no consista en meros impulsos sino que goce de luz, de verdad, para que ideas engañosas, egoístas y manipuladoras, no turben la unidad y armonía. Y esa misma intensidad del amor habría que aplicarla gradualmente a nuestra relación mutua entre los hombres: en solidaridad, justicia, gratuidad, sacrificio, desprendimiento, cercanía. Jesús nos ha puesto las cosas muy difíciles, pero por ahí va el camino de la perfección o santidad de vida. Seamos perfectos en el amor, como nuestro Padre celestial es perfecto” (Gratis date). Como decimos en la Comunión, «Amar a Dios con todo corazón y al prójimo como a ti mismo vale más que todos los sacrificios» (cf. Mc 12,33), y pedimos luego que sea prenda de lo que será: «Señor, que la acción de tu poder en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía» (Postcomunión).
¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor. Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, “canales de la misericordia divina”. Nos perdona en la Confesión y se nos da en la Sagrada Eucaristía. Nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. También nos ha dado un Ángel para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo donde tendremos una felicidad sin límites y sin término. Pero amor con amor se paga. Y decimos con Francisca Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente” (Decenario al Espíritu Santo).
Dios espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros. Nuestro amor a Dios se muestra en las mil incidencias de cada día: amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. El amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los amores nobles y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y cada uno en su orden. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con quienes están junto a nosotros. Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus hijos, nuestros hermanos (Francisco Fernández Carvajal).
Este es el fondo de la conversión que se nos pide: aprender a confiar en el amor de Dios, apoyarnos ahí, roca firme, que nunca nos va a engañar, que no se va a quebrar, y al interiorizar ese don se hace vida, y el amor brota para los demás.
Llucià Pou Sabaté
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Cuaresma 3, jueves: el camino a la felicidad es escuchar la voz de Dios, hacer su voluntad
Libro de Jeremías 7,23-28: Esta fue la orden que les di: Escuchen mi voz, así yo seré su Dios y ustedes serán mi Pueblo; sigan por el camino que yo les ordeno, a fin de que les vaya bien. Pero ellos no escucharon ni inclinaron sus oídos, sino que obraron según sus designios, según los impulsos de su corazón obstinado y perverso; se volvieron hacia atrás, no hacia adelante. Desde el día en que sus padres salieron de Egipto hasta el día de hoy, yo les envié a todos mis servidores los profetas, los envié incansablemente, día tras día. Pero ellos no me escucharon ni inclinaron sus oídos, sino que se obstinaron y obraron peor que sus padres. Tú les dirás todas estas palabras y no te escucharán: los llamarás y no te responderán. Entonces les dirás: "Esta es la nación que no ha escuchado la voz del Señor, su Dios, ni ha recibido la lección. La verdad ha desaparecido, ha sido arrancada de su boca".
Salmo 95,1-2.6-9: ¡Vengan, cantemos con júbilo al Señor, aclamemos a la Roca que nos salva! / ¡Lleguemos hasta Él dándole gracias, aclamemos con música al Señor! / ¡Entren, inclinémonos para adorarlo! ¡Doblemos la rodilla ante el Señor que nos creó! / Porque Él es nuestro Dios, y nosotros, el pueblo que Él apacienta, las ovejas conducidas por su mano. Ojalá hoy escuchen la voz del Señor: / No endurezcan su corazón como en Meribá, como en el día de Masá, en el desierto, / cuando sus padres me tentaron y provocaron, aunque habían visto mis obras.
Texto del Evangelio (Lc 11,14-23): En aquel tiempo, Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron. Pero algunos de ellos dijeron: «Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios». Otros, para ponerle a prueba, le pedían una señal del cielo. Pero Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Pues, si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino?, porque decís que yo expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama».
Comentario: 1. Jeremías proclama la voz del Señor: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”. Es una de las expresiones más perfectas de la Alianza. Una pertenencia recíproca: yo soy tuyo, tú eres mío. Marca el camino seguro, “a fin de que todo os vaya bien y seáis felices”. Siempre el mismo lazo entre la «fidelidad» a Dios y la "alegría". No es para tomarlo en un sentido material, de tener éxito: «No te prometo hacerte feliz en este mundo», decía la Virgen a Bernardita Soubirous. En efecto, es corriente ver el éxito aparente de los perversos y sin conciencia. Mientras que la gente honrada suele vivir entre mayores dificultades.
“Sin embargo, el que tiene conciencia de haber hecho todo lo que estaba de su parte, ¿no disfruta ya en este mundo de una muy íntima "felicidad" espiritual? ¡Es preciso mantener esta alegría íntima! Te ruego, Señor, por todos los que se esfuerzan en ser fieles a fin de que, aun en medio de sus pruebas, experimenten también ellos esa íntima satisfacción. Ayúdanos a no vivir nunca tristes”. La tristeza puede llegar por las penas, el mal en el mundo o nuestra vida…, pienso que igual que el dolor es síntoma del mal que no se ve (físico o moral), también puede el cuerpo venirse abajo ante algo que no puede absorber, y así entra en coma cuando el cuerpo necesita rehacerse. También el alma puede no aceptar una realidad penosa y así se llena de pena, y esa tristeza es un tiempo de rehacerse, para acoger aquella realidad con buen espíritu. Concretamente, con fe, pues nos lleva a ver las cosas como las ve Dios, y más exactamente, a que una sola cosa nos entristezca: nuestros pecados. Cuando algo malo sucede me he de plantear: “¿es por mi culpa?” Si no, no he de aceptar ese decaimiento, pues ¡bendito sea Dios!, que permite aquello; pero si he pecado –el único mal de verdad- entonces he de rehacer aquello, arreglar la falta de amor con un acto de amor. Es esa conversión la que pide el profeta:
-Pero no me escucharon ni aplicaron el oído, se volvieron de espaldas y apartaron de mí su mirada.
“Imágenes realistas. El niño enfurruñado y desobediente que, enojado, da media vuelta. Decepciones de Dios. Dios espera «mi rostro»... cara a cara. Como los que se quieren. Y yo me aparto de Él. Como los que no se quieren. Sin duda, Tú podrías HOY repetirme esas palabras. ¡Esas cosas no pasaban sólo en los tiempos de Jeremías! Perdónanos”.
-No me escucharon. Atiesaron la cerviz.
El cuello tieso. La cabeza dura. La insumisión. La rigidez. Todo lo contrario de la flexibilidad, de la espontaneidad.
-Así es la nación que no escucha la voz del Señor, su Dios.
El tema de estar a la escucha, es esencial. «Escuchar». Escuchar a Dios. Cuatro veces esta palabra se repite en esta página. “Efectivamente, Tú no nos hablas sólo en la misa o en la oración. Hay una Palabra que debo escuchar durante todas mis jornadas, en mi vida cotidiana, en mi trabajo banal, en mis encuentros, en mis responsabilidades, en los acontecimientos. Pero, con frecuencia, no sé escucharte allí. Concédeme esa atención que me falta, Señor” (Noel Quesson).
2. Va por nosotros el salmo de hoy: «ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón». Es una continuación del «Escuchad mi voz, caminad por el camino que os mando, para que os vaya bien» (1ª lectura), y por eso repite: «Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón» (salmo). Juan Pablo II lo comentó en continuidad con otros cánticos en los que el centro está constituido por la figura grandiosa de Dios, que gobierna todo el universo y dirige la historia de la humanidad. “También el salmo 95 exalta tanto al Creador de los seres como al Salvador de los pueblos… comienza con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una perspectiva universal: "cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1). Se invita a los fieles a "contar la gloria" de Dios "a los pueblos" y, luego, "a todas las naciones" para proclamar "sus maravillas" (v. 3 –que hoy no leemos-). Es más, el salmista interpela directamente a las "familias de los pueblos" (v. 7) para invitarlas a glorificar al Señor.
El salmo se halla sustancialmente constituido por dos cuadros. La primera parte (cf. vv. 1-9) comprende una solemne epifanía del Señor "en su santuario" (v. 6), es decir, en el templo de Sión. La preceden y la siguen cantos y ritos sacrificiales de la asamblea de los fieles. Fluye intensamente la alabanza ante la majestad divina: "Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)" (vv. 1-3, 7-9).
Así pues, el gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra oración personal. La “plegaria se manifiesta como un camino para conseguir la pureza de la fe, según la conocida máxima: lex orandi, lex credendi, o sea, la norma de la oración verdadera es también norma de fe, es lección sobre la verdad divina. En efecto, esta se puede descubrir precisamente a través de la íntima comunión con Dios realizada en la oración… A través de la liturgia y la oración, la fe se purifica de toda degeneración, se abandonan los ídolos a los que se sacrifica fácilmente algo de nosotros durante la vida diaria, se pasa del miedo ante la justicia trascendente de Dios a la experiencia viva de su amor”.
La relectura cristiana de este salmo que hicieron los Padres de la Iglesia les llevó a ver en él una prefiguración de la Encarnación y de la Crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo. Así, san Gregorio Nacianceno, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del 380, recoge algunas expresiones del salmo 95: "Cristo nace: glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la tierra: levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre".
“De este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que reina "hecho terrestre", reina precisamente en la humillación de la cruz. Es significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este salmo con una sugestiva integración cristológica: "El Señor reina desde el árbol de la cruz".
Por esto, ya la Carta a Bernabé enseñaba que "el reino de Jesús está en el árbol de la cruz" y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a alegrarse porque "el Señor reinó desde el árbol de la cruz".
En esta tierra floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla regis, en el que se exalta a Cristo que reina desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus. En efecto, Jesús, ya durante su existencia terrena, había afirmado: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 43-45).
Los caminos de Dios son nuestros caminos, como dice también ayer la lectura de la liturgia de las horas: «Ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas» (comunión). Está en conexión con la petición del Padrenuestro de la obediencia filial: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», que veremos ahora en el comentario del Aquinate: relaciona esta petición al don de ciencia, la ciencia que nos enseña el Espíritu Santo, es la de vivir bien, que es no hacer nuestra voluntad sino la de Dios. Por eso, por este don pedimos a Dios que se haga su voluntad así en la tierra como en el cielo. En semejante petición se pone de manifiesto el don de ciencia. Decimos a Dios: Hágase tu voluntad, esto es, que su voluntad se cumpla en nosotros. El corazón del hombre camina derecho cuando va de acuerdo con la voluntad divina, como Cristo: “He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Io 6, 38). Y cuando decimos Hágase tu voluntad, estamos pidiendo cumplir los mandamientos de Dios, que son la voluntad de Dios, que al que ama le resulta placentera: “Ha salido la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón” (Ps 96, 11). Perfecta, por honesta: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48).
Si el hilo de las lecturas de hoy es el camino bueno, de seguimiento de Dios, sobre todo queda fijado en la imagen de la roca: Dios es la roca que salva, en contraposición a la que vimos hace poco, la de la tentación, la roca de la duda, de la falta de obediencia a la fe: Es en ese camino hacia la pureza de corazón que el divino instinto toma cuerpo, y eso depende de la oración, pedir a Dios que con la luz nos enseñe la verdad, como apunta el Aquinate comentando los salmos: “Muéstrame, Señor, tus caminos”: «yo no conozco esos caminos y por tanto muéstramelos, tanto por lo que se refiere al entendimiento, cuanto al efecto». «Pide dos bienes: luz y verdad. Con los pasos de la mente y con el conocimiento, se llega a Dios. El conocimiento necesita dos cosas: luz y objeto conocido. De aquí que pida dos cosas: luz y verdad, a la que por mis propias fuerzas no puede llegar. Por eso dice: “envía tu luz y tu verdad”. Aquí es lo mismo luz y verdad, porque simbolizan a Cristo; como si dijera: Dios Padre, envía a Cristo. La luz se toma aquí por la ley». Es muy interesante ver cómo la acción divina penetra en las potencias del hombre y facultades operativas, y todo eso no sólo por esfuerzo humano de lucha interior sino que en primer lugar se debe a la misericordia divina que no niega su ayuda a quien la pide y confía: «Tres cosas se han de esperar de Dios, puesto que tres hay en el hombre: entendimiento, voluntad y virtud operativa. Por tanto, Dios instruye el entendimiento, satisface la voluntad y fortalece la virtud. Referente a lo primero, dice: le dio la ley en el camino que eligió; es decir, el hombre que teme al Señor elige el camino, a saber, el camino de servir a Dios: “servid al Señor en el temor” (Ps 2, 11); “éste es el camino, caminad en él” (Is 30, 21), y en éste instruye de qué manera ha de proceder el hombre. Jerónimo dice: “le enseñaba”, y esto lo hace refiriéndose a la ley».
El Espíritu es quien mueve el corazón en la obediencia a la voluntad de Dios, la piedad de hijo se demuestra por la obediencia a este instinto filial: “lo propio de los hijos es obedecer” (Eph 6, 1-3). El cristiano es buen hijo de Dios cuando se une a Cristo para poder con Él decir: “mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a su obra” (Io 4, 34), cumpliendo el consejo de María: “haced lo que él os diga” (Io 2, 5): en esto consiste la santidad cristiana, pues la perfecta santidad es obedecer a Cristo en todas las cosas. En esta obediencia está la felicidad del hombre, al meditar y obedecer la ley. Meditación que ha de ser activa, donde intervienen las potencias del alma.
Santo Tomás relaciona esta petición con la bienaventuranza del llanto de la que habla el Evangelio: bienaventurados los que lloran, porque serán consolados (Mt 5, 5). Se refiere a las penalidades de esta vida, también por la lucha continua que se da entre carne y espíritu, en la cual hay luchas y derrotas, y dice que la expiación cuesta a veces lágrimas, por esto dice: «”Lavaré todas las noches -refiriéndose a la oscuridad de los pecados- mi lecho, esto es, mi conciencia” (cf. Ps 6, 7). Los que lloran de esta manera, alcanzan la Patria. Dios nos lleve a ella».
Por tanto, los caminos son la ley del amor, de la obediencia a la voluntad de Dios por la gracia que Él nos da: «Tú nos conduces a la salvación a través de los acontecimientos de la vida y de tus sacramentos» (poscomunión).
3. Nos habla el Evangelio de ese combate espiritual contra las fuerzas del mal... con Cristo. -Jesús estaba expulsando a un demonio. El poseso era mudo. En cuanto salió el demonio, el mudo habló. “Cada vez que se habla de demonios en el texto evangélico, nos sentimos incómodos. Ciertamente un cristiano moderno debe desembarazarse de imágenes grotescas. No obstante, el mal no se explica totalmente en razón de la libertad humana. Estamos a veces obligados a constatar que el mal tiene raíces extremadamente profundas, y que no alcanzamos... Nos sentimos ser el juguete de fuerzas más fuertes que nuestra voluntad. Y por otra parte la amplitud del mal parece orientarnos hacia una dimensión cósmica, radical, colectiva, del imperio de Satán; hay violencias, corrientes oscuras, fuerzas destructoras que trabajan y que ningún hombre parece poder dominar. Jesús ha venido a combatir esas fuerzas malhechoras. Y, por ahí, devolvía al hombre su dignidad: el mudo empezó a hablar normalmente. La creación ha sido restaurada. Señor, sálvame de mis demonios... líbranos del mal.
-Es por el príncipe de los demonios que expulsa a los demonios, decían algunos.
A Jesús se le ha calumniado, se le ha acusado. ¡Es el colmo! El demonio es capaz de dar estos golpes: de enmascararse hasta el punto de llegar a decir que, ¡el Santo por excelencia está poseído por el demonio!
-Todo reino, dividido en partidos contrarios, quedará destruido.
El buen sentido popular que Jesús hace suyo. La unidad es una fuerza. La desunión es un fermento maléfico y destructor. Uno de los signos de Satán es la división y el no entenderse. El mundo de hoy está trágicamente marcado por este tipo de espíritu que impide a los matrimonios comprenderse; a padres e hijos hablarse; a grupos humanos enteros reconocerse.
-Pero si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros.
El dedo de Dios está ahí, cuando el mal retrocede. Yo, ¿lo sé ver? ¿Cuál es mi colaboración a ese "dedo de Dios"? ¿Pongo yo mi dedo en ello?
-Cuando un hombre fuerte y armado guarda su casa, seguros están sus bienes; pero si llega uno más fuerte que él, le vencerá y le quitará todas sus armas.
Una imagen de la vida cristiana en forma de parábola breve. Un combate, un cuerpo a cuerpo rápido, dos hombres peleándose, uno es más fuerte que el otro y lo derriba. Jesús se presenta como este "segundo hombre", más fuerte, que viene para triunfar sobre Satán. Evoco mis propios combates. ¿Sobre qué puntos la lucha resulta más difícil? Ven Jesús a combatir conmigo. Una verdadera imagen dinámica y fuerte... para una cuaresma dinámica y fuerte. No quedarme solo en el plano individual e íntimo. La dimensión del combate contra el mal es hoy colectiva: hay que combatir con otros, en equipo, y para los otros... Volvemos a encontrar aquí la dimensión cósmica de las fuerzas malhechoras, que pide una acción de envergadura.
-El que no está conmigo, está contra mí, y el que conmigo no recoge, derrama.
Fórmula intransigente. Un cierto estilo de vida: todo lo contrario del remilgo y de las medias tintas. Pero a menudo me comporto como un cristiano a medias. Escucho esta palabra tuya fuerte y abrupta: Cuaresma = energía” (Noel Quesson).
En el ritual del Bautismo hay un gesto simbólico expresivo, el «effetá», «ábrete». El ministro toca los labios del bautizado para que se abran y sepa hablar. Y toca sus oídos para que aprenda a escuchar. “Dios se ha quejado hoy de que su pueblo no le escucha. ¿Se podría quejar también de nosotros, bautizados y creyentes, de que somos sordos, de que no escuchamos lo que nos está queriendo decir en esta Cuaresma, de que no prestamos suficiente atención a su palabra? La Virgen María, maestra en esto, como en otras tantas cosas, de nuestra vida cristiana, nos ha dado la consigna que fue el programa de su vida: «hágase en mí según tu palabra»” (J. Aldazábal), que hemos comentado más arriba, en el salmo, siguiendo a Santo Tomás.
También la imagen del demonio genera hoy posturas contrapuestas: respeto y miedo, y al mismo tiempo seguimiento como protesta al camino de Dios (quizá mal entendido, con una predicación sesgada y un testimonio por nuestra parte muy pobre, de esto hablaremos otro día), pero está claro que los ritos satánicos, las "misas negras", las sectas satánicas, y cierta influencia en la música, aunque sea de modo folklórico, hacen más actual los encuentros de Jesús con Belcebú. Ante todo mal, hemos de acudir a Jesús, como decimos en la Entrada: «Yo soy la salvación del pueblo –dice el Señor–. Cuando me llamen desde el peligro, yo les escucharé y seré para siempre su Señor», y le pedimos escoger el camino del amor, de modo más intenso: Colecta (del Gregoriano): «Te pedimos humildemente que, a medida que se acerca la fiesta de nuestra salvación, vaya creciendo en intensidad nuestra entrega, para celebrar dignamente el misterio pascual», para que a su vez éste nos haga más fieles, como pedimos en la Comunión: «Tú promulgas tus decretos para que se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas»; y en la Postcomunión: «Presta benigno tu ayuda, Señor, a quienes alimentas con tus sacramentos, para que consigamos tu salvación en la celebración de estos misterios y en la vida cotidiana».
Como aplicación concreta para hoy: se ha aplicado el exorcismo al espíritu sordo y mudo a una lucha por la sinceridad y veracidad. Cuando en la oración personal no hablamos al Señor de nuestras miserias y no le suplicamos que las cure, o cuando no exponemos esas miserias nuestras en la dirección espiritual, cuando callamos porque la soberbia ha cerrado nuestros labios, la enfermedad se convierte prácticamente en incurable. El no hablar del daño que sufre el alma suele ir acompañado del no escuchar: el alma se vuelve sorda a los requerimientos de Dios, se rechazan los argumentos y las razones que podrían dar luz para retornar al buen camino. Al repetir hoy, en el Salmo responsorial de la Misa, Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón (Salmo 94), formulemos el propósito de no resistirnos a la gracia, siendo siempre muy sinceros. Para vivir una vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto modo, algo sagrado que requiere ser tratado con amor y respeto. El Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí mismo: Yo soy la verdad (Juan 14, 6), mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira (Juan 8, 44), todo lo que promete es falsedad. No podremos ser buenos cristianos si no hay sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. A los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Existe la tentación de emplear el disimulo, la verdad a medias, la mentira misma, a cambiar el nombre a los hechos. Para ser sinceros, el primer medio que hemos de emplear es la oración: es segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve, pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y la confesión, abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad. Si rechazamos al demonio mudo tendremos alegría y paz en el alma.
Quienes nos rodean han de sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan jamás, leales y fieles: la infidelidad es siempre un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y social. Sobre ella descansan el matrimonio, los contratos, la actuación de los gobernantes. El amor a la verdad nos llevará a rectificar, si nos hubiéramos equivocado; a no formarnos juicios precipitados; a buscar información objetiva, veraz y con criterio. Entonces se hará realidad la promesa de Jesús: La verdad os hará libres (Juan 8, 32; cf. Francisco Fernández Carvajal). Pedimos esta libertad para todos, en la Iglesia, pues estamos unidos para bien y para mal: todo reino dividido contra sí mismo caerá desolado. Que todos seamos uno, siendo uno con el Señor, que estemos unidos entre nosotros y con Él.
Llucià Pou Sabaté
Salmo 95,1-2.6-9: ¡Vengan, cantemos con júbilo al Señor, aclamemos a la Roca que nos salva! / ¡Lleguemos hasta Él dándole gracias, aclamemos con música al Señor! / ¡Entren, inclinémonos para adorarlo! ¡Doblemos la rodilla ante el Señor que nos creó! / Porque Él es nuestro Dios, y nosotros, el pueblo que Él apacienta, las ovejas conducidas por su mano. Ojalá hoy escuchen la voz del Señor: / No endurezcan su corazón como en Meribá, como en el día de Masá, en el desierto, / cuando sus padres me tentaron y provocaron, aunque habían visto mis obras.
Texto del Evangelio (Lc 11,14-23): En aquel tiempo, Jesús estaba expulsando un demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron. Pero algunos de ellos dijeron: «Por Beelzebul, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios». Otros, para ponerle a prueba, le pedían una señal del cielo. Pero Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Pues, si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino?, porque decís que yo expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama».
Comentario: 1. Jeremías proclama la voz del Señor: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”. Es una de las expresiones más perfectas de la Alianza. Una pertenencia recíproca: yo soy tuyo, tú eres mío. Marca el camino seguro, “a fin de que todo os vaya bien y seáis felices”. Siempre el mismo lazo entre la «fidelidad» a Dios y la "alegría". No es para tomarlo en un sentido material, de tener éxito: «No te prometo hacerte feliz en este mundo», decía la Virgen a Bernardita Soubirous. En efecto, es corriente ver el éxito aparente de los perversos y sin conciencia. Mientras que la gente honrada suele vivir entre mayores dificultades.
“Sin embargo, el que tiene conciencia de haber hecho todo lo que estaba de su parte, ¿no disfruta ya en este mundo de una muy íntima "felicidad" espiritual? ¡Es preciso mantener esta alegría íntima! Te ruego, Señor, por todos los que se esfuerzan en ser fieles a fin de que, aun en medio de sus pruebas, experimenten también ellos esa íntima satisfacción. Ayúdanos a no vivir nunca tristes”. La tristeza puede llegar por las penas, el mal en el mundo o nuestra vida…, pienso que igual que el dolor es síntoma del mal que no se ve (físico o moral), también puede el cuerpo venirse abajo ante algo que no puede absorber, y así entra en coma cuando el cuerpo necesita rehacerse. También el alma puede no aceptar una realidad penosa y así se llena de pena, y esa tristeza es un tiempo de rehacerse, para acoger aquella realidad con buen espíritu. Concretamente, con fe, pues nos lleva a ver las cosas como las ve Dios, y más exactamente, a que una sola cosa nos entristezca: nuestros pecados. Cuando algo malo sucede me he de plantear: “¿es por mi culpa?” Si no, no he de aceptar ese decaimiento, pues ¡bendito sea Dios!, que permite aquello; pero si he pecado –el único mal de verdad- entonces he de rehacer aquello, arreglar la falta de amor con un acto de amor. Es esa conversión la que pide el profeta:
-Pero no me escucharon ni aplicaron el oído, se volvieron de espaldas y apartaron de mí su mirada.
“Imágenes realistas. El niño enfurruñado y desobediente que, enojado, da media vuelta. Decepciones de Dios. Dios espera «mi rostro»... cara a cara. Como los que se quieren. Y yo me aparto de Él. Como los que no se quieren. Sin duda, Tú podrías HOY repetirme esas palabras. ¡Esas cosas no pasaban sólo en los tiempos de Jeremías! Perdónanos”.
-No me escucharon. Atiesaron la cerviz.
El cuello tieso. La cabeza dura. La insumisión. La rigidez. Todo lo contrario de la flexibilidad, de la espontaneidad.
-Así es la nación que no escucha la voz del Señor, su Dios.
El tema de estar a la escucha, es esencial. «Escuchar». Escuchar a Dios. Cuatro veces esta palabra se repite en esta página. “Efectivamente, Tú no nos hablas sólo en la misa o en la oración. Hay una Palabra que debo escuchar durante todas mis jornadas, en mi vida cotidiana, en mi trabajo banal, en mis encuentros, en mis responsabilidades, en los acontecimientos. Pero, con frecuencia, no sé escucharte allí. Concédeme esa atención que me falta, Señor” (Noel Quesson).
2. Va por nosotros el salmo de hoy: «ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón». Es una continuación del «Escuchad mi voz, caminad por el camino que os mando, para que os vaya bien» (1ª lectura), y por eso repite: «Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón» (salmo). Juan Pablo II lo comentó en continuidad con otros cánticos en los que el centro está constituido por la figura grandiosa de Dios, que gobierna todo el universo y dirige la historia de la humanidad. “También el salmo 95 exalta tanto al Creador de los seres como al Salvador de los pueblos… comienza con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una perspectiva universal: "cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1). Se invita a los fieles a "contar la gloria" de Dios "a los pueblos" y, luego, "a todas las naciones" para proclamar "sus maravillas" (v. 3 –que hoy no leemos-). Es más, el salmista interpela directamente a las "familias de los pueblos" (v. 7) para invitarlas a glorificar al Señor.
El salmo se halla sustancialmente constituido por dos cuadros. La primera parte (cf. vv. 1-9) comprende una solemne epifanía del Señor "en su santuario" (v. 6), es decir, en el templo de Sión. La preceden y la siguen cantos y ritos sacrificiales de la asamblea de los fieles. Fluye intensamente la alabanza ante la majestad divina: "Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)" (vv. 1-3, 7-9).
Así pues, el gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra oración personal. La “plegaria se manifiesta como un camino para conseguir la pureza de la fe, según la conocida máxima: lex orandi, lex credendi, o sea, la norma de la oración verdadera es también norma de fe, es lección sobre la verdad divina. En efecto, esta se puede descubrir precisamente a través de la íntima comunión con Dios realizada en la oración… A través de la liturgia y la oración, la fe se purifica de toda degeneración, se abandonan los ídolos a los que se sacrifica fácilmente algo de nosotros durante la vida diaria, se pasa del miedo ante la justicia trascendente de Dios a la experiencia viva de su amor”.
La relectura cristiana de este salmo que hicieron los Padres de la Iglesia les llevó a ver en él una prefiguración de la Encarnación y de la Crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo. Así, san Gregorio Nacianceno, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del 380, recoge algunas expresiones del salmo 95: "Cristo nace: glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la tierra: levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre".
“De este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que reina "hecho terrestre", reina precisamente en la humillación de la cruz. Es significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este salmo con una sugestiva integración cristológica: "El Señor reina desde el árbol de la cruz".
Por esto, ya la Carta a Bernabé enseñaba que "el reino de Jesús está en el árbol de la cruz" y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a alegrarse porque "el Señor reinó desde el árbol de la cruz".
En esta tierra floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla regis, en el que se exalta a Cristo que reina desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus. En efecto, Jesús, ya durante su existencia terrena, había afirmado: "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 43-45).
Los caminos de Dios son nuestros caminos, como dice también ayer la lectura de la liturgia de las horas: «Ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas» (comunión). Está en conexión con la petición del Padrenuestro de la obediencia filial: «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», que veremos ahora en el comentario del Aquinate: relaciona esta petición al don de ciencia, la ciencia que nos enseña el Espíritu Santo, es la de vivir bien, que es no hacer nuestra voluntad sino la de Dios. Por eso, por este don pedimos a Dios que se haga su voluntad así en la tierra como en el cielo. En semejante petición se pone de manifiesto el don de ciencia. Decimos a Dios: Hágase tu voluntad, esto es, que su voluntad se cumpla en nosotros. El corazón del hombre camina derecho cuando va de acuerdo con la voluntad divina, como Cristo: “He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Io 6, 38). Y cuando decimos Hágase tu voluntad, estamos pidiendo cumplir los mandamientos de Dios, que son la voluntad de Dios, que al que ama le resulta placentera: “Ha salido la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón” (Ps 96, 11). Perfecta, por honesta: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48).
Si el hilo de las lecturas de hoy es el camino bueno, de seguimiento de Dios, sobre todo queda fijado en la imagen de la roca: Dios es la roca que salva, en contraposición a la que vimos hace poco, la de la tentación, la roca de la duda, de la falta de obediencia a la fe: Es en ese camino hacia la pureza de corazón que el divino instinto toma cuerpo, y eso depende de la oración, pedir a Dios que con la luz nos enseñe la verdad, como apunta el Aquinate comentando los salmos: “Muéstrame, Señor, tus caminos”: «yo no conozco esos caminos y por tanto muéstramelos, tanto por lo que se refiere al entendimiento, cuanto al efecto». «Pide dos bienes: luz y verdad. Con los pasos de la mente y con el conocimiento, se llega a Dios. El conocimiento necesita dos cosas: luz y objeto conocido. De aquí que pida dos cosas: luz y verdad, a la que por mis propias fuerzas no puede llegar. Por eso dice: “envía tu luz y tu verdad”. Aquí es lo mismo luz y verdad, porque simbolizan a Cristo; como si dijera: Dios Padre, envía a Cristo. La luz se toma aquí por la ley». Es muy interesante ver cómo la acción divina penetra en las potencias del hombre y facultades operativas, y todo eso no sólo por esfuerzo humano de lucha interior sino que en primer lugar se debe a la misericordia divina que no niega su ayuda a quien la pide y confía: «Tres cosas se han de esperar de Dios, puesto que tres hay en el hombre: entendimiento, voluntad y virtud operativa. Por tanto, Dios instruye el entendimiento, satisface la voluntad y fortalece la virtud. Referente a lo primero, dice: le dio la ley en el camino que eligió; es decir, el hombre que teme al Señor elige el camino, a saber, el camino de servir a Dios: “servid al Señor en el temor” (Ps 2, 11); “éste es el camino, caminad en él” (Is 30, 21), y en éste instruye de qué manera ha de proceder el hombre. Jerónimo dice: “le enseñaba”, y esto lo hace refiriéndose a la ley».
El Espíritu es quien mueve el corazón en la obediencia a la voluntad de Dios, la piedad de hijo se demuestra por la obediencia a este instinto filial: “lo propio de los hijos es obedecer” (Eph 6, 1-3). El cristiano es buen hijo de Dios cuando se une a Cristo para poder con Él decir: “mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a su obra” (Io 4, 34), cumpliendo el consejo de María: “haced lo que él os diga” (Io 2, 5): en esto consiste la santidad cristiana, pues la perfecta santidad es obedecer a Cristo en todas las cosas. En esta obediencia está la felicidad del hombre, al meditar y obedecer la ley. Meditación que ha de ser activa, donde intervienen las potencias del alma.
Santo Tomás relaciona esta petición con la bienaventuranza del llanto de la que habla el Evangelio: bienaventurados los que lloran, porque serán consolados (Mt 5, 5). Se refiere a las penalidades de esta vida, también por la lucha continua que se da entre carne y espíritu, en la cual hay luchas y derrotas, y dice que la expiación cuesta a veces lágrimas, por esto dice: «”Lavaré todas las noches -refiriéndose a la oscuridad de los pecados- mi lecho, esto es, mi conciencia” (cf. Ps 6, 7). Los que lloran de esta manera, alcanzan la Patria. Dios nos lleve a ella».
Por tanto, los caminos son la ley del amor, de la obediencia a la voluntad de Dios por la gracia que Él nos da: «Tú nos conduces a la salvación a través de los acontecimientos de la vida y de tus sacramentos» (poscomunión).
3. Nos habla el Evangelio de ese combate espiritual contra las fuerzas del mal... con Cristo. -Jesús estaba expulsando a un demonio. El poseso era mudo. En cuanto salió el demonio, el mudo habló. “Cada vez que se habla de demonios en el texto evangélico, nos sentimos incómodos. Ciertamente un cristiano moderno debe desembarazarse de imágenes grotescas. No obstante, el mal no se explica totalmente en razón de la libertad humana. Estamos a veces obligados a constatar que el mal tiene raíces extremadamente profundas, y que no alcanzamos... Nos sentimos ser el juguete de fuerzas más fuertes que nuestra voluntad. Y por otra parte la amplitud del mal parece orientarnos hacia una dimensión cósmica, radical, colectiva, del imperio de Satán; hay violencias, corrientes oscuras, fuerzas destructoras que trabajan y que ningún hombre parece poder dominar. Jesús ha venido a combatir esas fuerzas malhechoras. Y, por ahí, devolvía al hombre su dignidad: el mudo empezó a hablar normalmente. La creación ha sido restaurada. Señor, sálvame de mis demonios... líbranos del mal.
-Es por el príncipe de los demonios que expulsa a los demonios, decían algunos.
A Jesús se le ha calumniado, se le ha acusado. ¡Es el colmo! El demonio es capaz de dar estos golpes: de enmascararse hasta el punto de llegar a decir que, ¡el Santo por excelencia está poseído por el demonio!
-Todo reino, dividido en partidos contrarios, quedará destruido.
El buen sentido popular que Jesús hace suyo. La unidad es una fuerza. La desunión es un fermento maléfico y destructor. Uno de los signos de Satán es la división y el no entenderse. El mundo de hoy está trágicamente marcado por este tipo de espíritu que impide a los matrimonios comprenderse; a padres e hijos hablarse; a grupos humanos enteros reconocerse.
-Pero si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros.
El dedo de Dios está ahí, cuando el mal retrocede. Yo, ¿lo sé ver? ¿Cuál es mi colaboración a ese "dedo de Dios"? ¿Pongo yo mi dedo en ello?
-Cuando un hombre fuerte y armado guarda su casa, seguros están sus bienes; pero si llega uno más fuerte que él, le vencerá y le quitará todas sus armas.
Una imagen de la vida cristiana en forma de parábola breve. Un combate, un cuerpo a cuerpo rápido, dos hombres peleándose, uno es más fuerte que el otro y lo derriba. Jesús se presenta como este "segundo hombre", más fuerte, que viene para triunfar sobre Satán. Evoco mis propios combates. ¿Sobre qué puntos la lucha resulta más difícil? Ven Jesús a combatir conmigo. Una verdadera imagen dinámica y fuerte... para una cuaresma dinámica y fuerte. No quedarme solo en el plano individual e íntimo. La dimensión del combate contra el mal es hoy colectiva: hay que combatir con otros, en equipo, y para los otros... Volvemos a encontrar aquí la dimensión cósmica de las fuerzas malhechoras, que pide una acción de envergadura.
-El que no está conmigo, está contra mí, y el que conmigo no recoge, derrama.
Fórmula intransigente. Un cierto estilo de vida: todo lo contrario del remilgo y de las medias tintas. Pero a menudo me comporto como un cristiano a medias. Escucho esta palabra tuya fuerte y abrupta: Cuaresma = energía” (Noel Quesson).
En el ritual del Bautismo hay un gesto simbólico expresivo, el «effetá», «ábrete». El ministro toca los labios del bautizado para que se abran y sepa hablar. Y toca sus oídos para que aprenda a escuchar. “Dios se ha quejado hoy de que su pueblo no le escucha. ¿Se podría quejar también de nosotros, bautizados y creyentes, de que somos sordos, de que no escuchamos lo que nos está queriendo decir en esta Cuaresma, de que no prestamos suficiente atención a su palabra? La Virgen María, maestra en esto, como en otras tantas cosas, de nuestra vida cristiana, nos ha dado la consigna que fue el programa de su vida: «hágase en mí según tu palabra»” (J. Aldazábal), que hemos comentado más arriba, en el salmo, siguiendo a Santo Tomás.
También la imagen del demonio genera hoy posturas contrapuestas: respeto y miedo, y al mismo tiempo seguimiento como protesta al camino de Dios (quizá mal entendido, con una predicación sesgada y un testimonio por nuestra parte muy pobre, de esto hablaremos otro día), pero está claro que los ritos satánicos, las "misas negras", las sectas satánicas, y cierta influencia en la música, aunque sea de modo folklórico, hacen más actual los encuentros de Jesús con Belcebú. Ante todo mal, hemos de acudir a Jesús, como decimos en la Entrada: «Yo soy la salvación del pueblo –dice el Señor–. Cuando me llamen desde el peligro, yo les escucharé y seré para siempre su Señor», y le pedimos escoger el camino del amor, de modo más intenso: Colecta (del Gregoriano): «Te pedimos humildemente que, a medida que se acerca la fiesta de nuestra salvación, vaya creciendo en intensidad nuestra entrega, para celebrar dignamente el misterio pascual», para que a su vez éste nos haga más fieles, como pedimos en la Comunión: «Tú promulgas tus decretos para que se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas»; y en la Postcomunión: «Presta benigno tu ayuda, Señor, a quienes alimentas con tus sacramentos, para que consigamos tu salvación en la celebración de estos misterios y en la vida cotidiana».
Como aplicación concreta para hoy: se ha aplicado el exorcismo al espíritu sordo y mudo a una lucha por la sinceridad y veracidad. Cuando en la oración personal no hablamos al Señor de nuestras miserias y no le suplicamos que las cure, o cuando no exponemos esas miserias nuestras en la dirección espiritual, cuando callamos porque la soberbia ha cerrado nuestros labios, la enfermedad se convierte prácticamente en incurable. El no hablar del daño que sufre el alma suele ir acompañado del no escuchar: el alma se vuelve sorda a los requerimientos de Dios, se rechazan los argumentos y las razones que podrían dar luz para retornar al buen camino. Al repetir hoy, en el Salmo responsorial de la Misa, Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón (Salmo 94), formulemos el propósito de no resistirnos a la gracia, siendo siempre muy sinceros. Para vivir una vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto modo, algo sagrado que requiere ser tratado con amor y respeto. El Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí mismo: Yo soy la verdad (Juan 14, 6), mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira (Juan 8, 44), todo lo que promete es falsedad. No podremos ser buenos cristianos si no hay sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. A los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Existe la tentación de emplear el disimulo, la verdad a medias, la mentira misma, a cambiar el nombre a los hechos. Para ser sinceros, el primer medio que hemos de emplear es la oración: es segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve, pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y la confesión, abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad. Si rechazamos al demonio mudo tendremos alegría y paz en el alma.
Quienes nos rodean han de sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan jamás, leales y fieles: la infidelidad es siempre un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y social. Sobre ella descansan el matrimonio, los contratos, la actuación de los gobernantes. El amor a la verdad nos llevará a rectificar, si nos hubiéramos equivocado; a no formarnos juicios precipitados; a buscar información objetiva, veraz y con criterio. Entonces se hará realidad la promesa de Jesús: La verdad os hará libres (Juan 8, 32; cf. Francisco Fernández Carvajal). Pedimos esta libertad para todos, en la Iglesia, pues estamos unidos para bien y para mal: todo reino dividido contra sí mismo caerá desolado. Que todos seamos uno, siendo uno con el Señor, que estemos unidos entre nosotros y con Él.
Llucià Pou Sabaté
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Voz de Dios
miércoles, 30 de marzo de 2011
Cuaresma 3, miércoles: Hemos de alabar a Dios que nos protege, en Jesús que lleva la ley a cumplimiento en la nueva ley de la libertad de los hijos de
Cuaresma 3, miércoles: Hemos de alabar a Dios que nos protege, en Jesús que lleva la ley a cumplimiento en la nueva ley de la libertad de los hijos de Dios
Deuteronomio 4,1.5-9: Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica. Así ustedes vivirán y entrarán a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres. Tengan bien presente que ha sido el Señor, mi Dios, el que me ordenó enseñarles los preceptos y las leyes que ustedes deberán cumplir en la tierra de la que van a tomar posesión. Obsérvenlos y pónganlos en práctica, porque así serán sabios y prudentes a los ojos de los pueblos, que al oír todas estas leyes, dirán: "¡Realmente es un pueblo sabio y prudente esta gran nación!". ¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros siempre que lo invocamos? ¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justas como esta Ley que hoy promulgo en presencia de ustedes? Pero presta atención y ten cuidado, para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten de tu corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos.
Salmo 147,12-13.15-16.19-20: ¡Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión! / Él reforzó los cerrojos de tus puertas y bendijo a tus hijos dentro de ti; / Envía su mensaje a la tierra, su palabra corre velozmente; / reparte la nieve como lana y esparce la escarcha como ceniza. / Revela su palabra a Jacob, sus preceptos y mandatos a Israel: / a ningún otro pueblo trató así ni le dio a conocer sus mandamientos. ¡Aleluya!
Evangelio (Mt 5,17-19): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos».
Comentario: 1. Los caminos que Dios señala son en verdad justos y sensatos, por ellos se llega a la felicidad y a la vida. Dios se dirige a los hombres como a una persona amada, por su nombre: «Escucha, Israel...» En estos días de cuaresma trato de estar «a la escucha». «Para vivir» plenamente... “Escuchar a Dios para vivir en plenitud. Ayúdame, Señor: que yo experimente, que tu Palabra escuchada sea «vida» para mí... como una respiración vital cotidiana y de ningún modo un triste deber cotidiano obligatorio”. Para así "entrar en posesión de la tierra que Dios da", en un sentido «interior», un espacio vital sagrado. “Que tu Palabra, Señor, sea mi "sabiduría", un alimento de mi espíritu. Que tus pensamientos lleguen a ser también mis pensamientos. Que tu manera de ver impregne mis modos de ver. Y todo ello en plena libertad. No como una coacción exterior obligatoria... sino como una fuente vivificante y profunda. No como un "mandamiento" tiránico y humillante... sino como una necesidad interior aceptada de buen grado”. Sin embargo, a veces dudamos: “Tú te callas, pareces estar lejos de nosotros. Pero lo sé, estás ahí. Tú me miras en este mismo momento. Te interesas por mí y estás más cerca de mí que mi propio corazón” (Noel Quesson).
2. El inicio del salmo de hoy se ha hecho famoso en parte por haber sido llevado con frecuencia a la música en latín: «Lauda, Jerusalem, Dominum». Lo comentaba así Juan Pablo II: “Estas palabras iniciales constituyen la típica invitación de los himnos de los salmos a alabar al Señor. Jerusalén, personificación del pueblo, es interpelada para que exalte y glorifique a su Dios (Cf. versículo 12).
Ante todo se menciona el motivo por el que la comunidad orante debe elevar al Señor su alabanza. Es de carácter histórico: ha sido Él, el Liberador de Israel del exilio de Babilonia, quien ha dado seguridad a su pueblo, reforzando «los cerrojos de las puertas» de la ciudad (Cf. versículo 13).
Cuando Jerusalén se derrumbó ante el asalto del ejército del rey Nabucodonosor en el año 586 a. c., el libro de las Lamentaciones presentó al mismo Señor como juez del pecado de Israel, mientras «decidió destruir la muralla de la hija de Sión... Él deshizo y rompió sus cerrojos» (Lamentaciones 2, 8.9). Ahora, el Señor vuelve a construir la ciudad santa; en el templo resurgido vuelve a bendecir a sus hijos. Se menciona así la obra realizada por Nehemías (Cf. Nehemías 3, 1-38), quien restableció los muros de Jerusalén para que volviera a ser oasis de serenidad y paz.
De hecho, la paz, «shalom», es evocada inmediatamente, pues es contenida simbólicamente en el mismo nombre de Jerusalén. El profeta Isaías ya había prometido a la ciudad: «Te pondré como gobernantes la paz, y por gobierno la justicia» (60, 17).
Pero, además de reconstruir los muros de la ciudad, de bendecirla y de pacificarla en la seguridad, Dios ofrece a Israel otros dones fundamentales: así lo describe el final del Salmo. Se recuerdan los dones de la Revelación, de la Ley de las prescripciones divinas: «Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos» (Salmo 147, 19).
De este modo, se celebra la elección de Israel y su misión única entre los pueblos: proclamar al mundo la Palabra de Dios. Es una misión profética y sacerdotal, pues «¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Deuteronomio 4, 8). A través de Israel y, por tanto, también a través de la comunidad cristiana, es decir, la Iglesia, la Palabra de Dios puede resonar en el mundo y convertirse en norma y luz de vida para todos los pueblos (Cf. Salmo 147, 20).
Hasta este momento hemos descrito el primer motivo de la alabanza que hay que elevar al Señor: es una motivación histórica, ligada a la acción liberadora y reveladora de Dios con su pueblo.
Hay, además, otra razón para exultar y alabar: es de carácter cósmico, es decir, ligada a la acción creadora de Dios. La Palabra divina irrumpe para dar vida al ser. Como un mensajero, recorre los espacios inmensos de la tierra (Cf. Salmo 147, 15). E inmediatamente hace florecer maravillas.
De este modo, llega el invierno, presentado en sus fenómenos atmosféricos con un toque de poesía: la nieve es como lana por su candor, la escarcha recuerda al polvo del desierto (Cf. versículo 16), el granizo se parece a las migajas de pan echadas al suelo, el hielo congela la tierra y bloquea la vegetación (Cf. versículo 17). Es un cuadro invernal que invita a descubrir las maravillas de la creación y que será retomado en una página sumamente pintoresca por otro libro bíblico, el Eclesiástico (43,18-20).
Ahora bien, la acción de la Palabra divina también hace reaparecer la primavera: el hielo se deshace, el viento caluroso sopla y hace discurrir las aguas (Cf. Salmo 147, 18), repitiendo así el perenne ciclo de las estaciones y, por tanto, la misma posibilidad de vida para hombres y mujeres.
Naturalmente no han faltado lecturas metafóricas de estos dones divinos: La «flor de harina» ha hecho pensar en el don del pan eucarístico. Es más, el gran escritor cristiano del siglo III, Orígenes, vio en esa harina un signo del mismo Cristo, y en particular, de la Sagrada Escritura.
Este es su comentario: «Nuestro Señor es el grano de trigo que cae a tierra y se multiplicó por nosotros. Pero este grano de trigo es superlativamente copioso. La Palabra de Dios es superlativamente copiosa, recoge en sí misma todas las delicias. Todo lo que quieres, proviene de la Palabra de Dios, como narran los judíos: cuando comían el maná sentían en su boca el sabor de lo que cada quien deseaba. Lo mismo sucede con la carne de Cristo, palabra de la enseñanza, es decir, la comprensión de las santas Escrituras: cuanto más grande es nuestro deseo, más grande es el alimento que recibimos. Si eres santo, encuentras refrigerio; si eres pecador, tormento» (Orígenes - Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los Salmos» («74 omelie sul libro dei Salmi»), Milán 1993, pp. 543-544).
Por tanto, el Señor actúa con su Palabra no sólo en la creación, sino también en la historia. Se revela con el lenguaje mudo de la naturaleza (Cf. Salmo 18, 2-7), pero se expresa de manera explícita a través de la Biblia y a través de su comunicación personal por medio de los profetas y en plenitud por medio del Hijo (Cf. Hebreos 1,1-2). Son dos dones de su amor diferentes, pero convergentes.
Por este motivo todos los días debe elevarse hacia el cielo nuestra alabanza, y por eso se reza en los Laudes de la Liturgia de las Horas, “para bendecir al Señor de la vida y de la libertad, de la existencia y de la fe, de la creación y de la redención”.
En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que irrumpe y actúa: "Él envía su mensaje a la tierra; su palabra corre veloz" (Sal 147, 15). En la literatura sapiencial veterotestamentaria la Sabiduría divina, personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (cf. Pr 8, 22-31). Estamos en un momento plural con distintas religiones, que buscan la trascendencia, la verdad, el sentido profundo de la vida. En la revelación judeo-cristiana, es Dios quien busca al hombre, le dirige su Palabra, como dice Moisés: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que le invocamos?» (Dt 4,7). El salmo nos invita a alabar a Dios («glorifica al Señor, Jerusalén») porque ha bendecido a su pueblo comunicándole su palabra: «él envía su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz... anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel: con ninguna nación obró así», sigue por tanto la idea de la primera lectura, al modo poético, como todos estos días. Y, todavía, el salmista canta que Dios «revela a Jacob su palabra, sus preceptos y sus juicios a Israel: no hizo tal con ninguna nación, ni una sola conoció sus juicios » (Sal 147,19-20). En la Entrada pedimos: «Asegura mis pasos con tu promesa. Que ninguna maldad me domine» (Sal 118,133).
3. Jesús continúa hoy con el Sermón de la montaña, pero con una nota de continuidad al Antiguo Testamento, sin quedarse en las aplicaciones circunstanciales o rituales de ceremonias, sino yendo al sentido profundo, perenne, pues entre los primeros cristianos tenían pugnas sobre si también debían vivir aquellas concreciones. Por eso nos dice: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a dar cumplimiento»… Recuerda a este respecto Benedicto XVI que del Mesías se esperaba que trajera una nueva Torá, su Torá, que es ley de libertad (como veremos al comentar las cartas a los Romanos y Gálatas). “La mayor parte del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5, 17-7, 27) está dedicada al mismo tema: tras una introducción programática, que son las Bienaventuranzas, nos presenta, por así decirlo, la Torá del Mesías”. Mateo escribió su Evangelio para judeocristianos y pensando en el mundo judío, para dar nuevo vigor al gran impulso que había llegado con Jesús. “A través de su Evangelio, Jesús habla de modo nuevo y de continuo a Israel. En el momento histórico de Mateo, habla muy especialmente a los judeocristianos, que reconocen así la novedad y la continuidad de la historia de Dios con la humanidad, comenzada con Abraham, y del cambio profundo introducido en ella por Jesús; así deben encontrar el camino de la vida”.
“Pero, ¿cómo es esa Torá del Mesías? Al comienzo, y como encabezamiento y clave de interpretación, nos encontramos, por así decirlo, con unas palabras siempre sorprendentes y que aclaran de modo inequívoco la fidelidad de Dios a sí mismo y la lealtad de Jesús a la fe de Israel: «No creáis que he venido a abolir la Ley o los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos» (Mt 5, 17-19). Es una ley de libertad, como decía Jacques Philippe en “La libertad interior”: “considero esencial que cada cristiano descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la auténtica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar dentro de nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundimos ni agobiamos del todo”. Se trata de tener un “oasis” en nuestro corazón: “el hombre conquista su libertad interior en la misma medida en que se fortalecen en él la fe, la esperanza y la caridad… el dinamismo de lo que tradicionalmente se han denominado las «virtudes teologales» constituye el centro de la vida espiritual”; esto coloca en un papel decisivo en el desempeño de nuestro crecimiento interior la virtud de la esperanza: una virtud que sólo puede cultivarse unida a la pobreza de corazón, resumida en la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Para ser dóciles a esa maravillosa renovación interior que el Espíritu Santo quiere obrar en los corazones con el fin de hacemos acceder a la gloriosa libertad de los hijos de Dios –“donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”-, es importante acudir a María: «Ofreceremos a Dios nuestra voluntad, nuestra razón, nuestra inteligencia, todo nuestro ser a través de las manos y el corazón de la Santísima Virgen. Entonces nuestro espíritu poseerá esta preciada libertad del alma, tan ajena a la ansiedad, a la tristeza, a la depresión, al encogimiento, a la pobreza de espíritu. Navegaremos en el abandono, liberándonos de nosotros mismos para atarnos a Él, el Infinito» (Madre Yvonne-Airnée de Malestroit).
Interiorizar la ley, sin formalismos. No es fácil. No he venido a "abrogar" la ley, sino a "consumarla"... samaritanos, publicanos, extranjeros, leprosos. El evangelio está lleno de controversias de Jesús con los escribas, muy aferrados a la letra de la Ley. Jesús luchaba contra todo formalismo, contra toda estrechez de miras. Sin embargo, obrando así, pero no para destruir la Ley, sino para salvarla, mejorarla para que cumpliera su fin. “Nada es pequeño delante de Dios, según el texto de la Sagrada Escritura. No hay "pequeños deberes" sobre lo que nos pide la Palabra de Dios.
"Considerar las cosas pequeñas como grandes, a causa de Jesús que es quien las hace en nosotros”(B. Pascal). Jesús nos invita a no soñar con cosas grandes: lo que a diario hacemos es a menudo pequeño, minúsculo. Todo depende de lo que nuestro corazón pone en ello.
Santa Teresa de Lisieux entró en el Carmelo a los quince años con todo el entusiasmo de su adolescencia. Lo que le esperaba fue: barrer los claustros, hacer la colada, acompañar al refectorio a una hermana vieja y enferma. Pequeñas cosas. La vida humilde, la dedicada a trabajos pesados y fáciles, es una obra de selección que requiere mucho amor.
-El que practicare y enseñare -esos mandamientos mínimos- será "grande" en el reino de los cielos.
"Las obras deslumbrantes me están prohibidas. Para dar pruebas de mi amor no tengo otro medio que el de no dejar escapar ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra; de aprovechar las más pequeñas acciones y hacerlas por amor.' (Santa Teresita) Lo que es "pequeño" a los ojos de los hombres, puede ser "grande" a los ojos de Dios.
Ayúdame, Señor, a saber apreciar cualquier cosa, como Tú. Modesta actualidad de cada día. Banalidad cotidiana enaltecida. Una vez más, Jesús insiste en el "hacer"... practicar... poner en práctica... Es fácil el ilusionarse con bellas palabras. Uno se cree bueno porque se siente capaz de hablar bien de "espiritualidad" o incluso de discutir sobre doctrina teológica... Jesús nos reconduce a la realidad de nuestros actos cotidianos. Hacer la voluntad de Dios, aun en los mínimos detalles. Esfuerzo de cuaresma (Noel Quesson), para ver, como decía san Teófilo de Antioquía: «Dios es visto por los que pueden verle; sólo necesitan tener abiertos los ojos del espíritu (...), pero algunos hombres los tienen empañados». Para poder purificar el corazón y poder ver, pedimos en la Colecta (en la nueva redacción, con elementos del Gelasiano y del Sermón 40,4 de San León Magno): «Penetrados del sentido cristiano de la Cuaresma y alimentados con tu Palabra, te pedimos, Señor, que te sirvamos fielmente con nuestras penitencias y perseveremos unidos en la plegaria». Y también en la Postcomunión: «Santifícanos, Señor, con este pan del cielo que hemos recibido, para que, libres de nuestros errores, podamos alcanzar las promesas eternas».
Llucià Pou Sabaté
Deuteronomio 4,1.5-9: Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica. Así ustedes vivirán y entrarán a tomar posesión de la tierra que les da el Señor, el Dios de sus padres. Tengan bien presente que ha sido el Señor, mi Dios, el que me ordenó enseñarles los preceptos y las leyes que ustedes deberán cumplir en la tierra de la que van a tomar posesión. Obsérvenlos y pónganlos en práctica, porque así serán sabios y prudentes a los ojos de los pueblos, que al oír todas estas leyes, dirán: "¡Realmente es un pueblo sabio y prudente esta gran nación!". ¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros siempre que lo invocamos? ¿Y qué gran nación tiene preceptos y costumbres tan justas como esta Ley que hoy promulgo en presencia de ustedes? Pero presta atención y ten cuidado, para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten de tu corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos.
Salmo 147,12-13.15-16.19-20: ¡Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión! / Él reforzó los cerrojos de tus puertas y bendijo a tus hijos dentro de ti; / Envía su mensaje a la tierra, su palabra corre velozmente; / reparte la nieve como lana y esparce la escarcha como ceniza. / Revela su palabra a Jacob, sus preceptos y mandatos a Israel: / a ningún otro pueblo trató así ni le dio a conocer sus mandamientos. ¡Aleluya!
Evangelio (Mt 5,17-19): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos».
Comentario: 1. Los caminos que Dios señala son en verdad justos y sensatos, por ellos se llega a la felicidad y a la vida. Dios se dirige a los hombres como a una persona amada, por su nombre: «Escucha, Israel...» En estos días de cuaresma trato de estar «a la escucha». «Para vivir» plenamente... “Escuchar a Dios para vivir en plenitud. Ayúdame, Señor: que yo experimente, que tu Palabra escuchada sea «vida» para mí... como una respiración vital cotidiana y de ningún modo un triste deber cotidiano obligatorio”. Para así "entrar en posesión de la tierra que Dios da", en un sentido «interior», un espacio vital sagrado. “Que tu Palabra, Señor, sea mi "sabiduría", un alimento de mi espíritu. Que tus pensamientos lleguen a ser también mis pensamientos. Que tu manera de ver impregne mis modos de ver. Y todo ello en plena libertad. No como una coacción exterior obligatoria... sino como una fuente vivificante y profunda. No como un "mandamiento" tiránico y humillante... sino como una necesidad interior aceptada de buen grado”. Sin embargo, a veces dudamos: “Tú te callas, pareces estar lejos de nosotros. Pero lo sé, estás ahí. Tú me miras en este mismo momento. Te interesas por mí y estás más cerca de mí que mi propio corazón” (Noel Quesson).
2. El inicio del salmo de hoy se ha hecho famoso en parte por haber sido llevado con frecuencia a la música en latín: «Lauda, Jerusalem, Dominum». Lo comentaba así Juan Pablo II: “Estas palabras iniciales constituyen la típica invitación de los himnos de los salmos a alabar al Señor. Jerusalén, personificación del pueblo, es interpelada para que exalte y glorifique a su Dios (Cf. versículo 12).
Ante todo se menciona el motivo por el que la comunidad orante debe elevar al Señor su alabanza. Es de carácter histórico: ha sido Él, el Liberador de Israel del exilio de Babilonia, quien ha dado seguridad a su pueblo, reforzando «los cerrojos de las puertas» de la ciudad (Cf. versículo 13).
Cuando Jerusalén se derrumbó ante el asalto del ejército del rey Nabucodonosor en el año 586 a. c., el libro de las Lamentaciones presentó al mismo Señor como juez del pecado de Israel, mientras «decidió destruir la muralla de la hija de Sión... Él deshizo y rompió sus cerrojos» (Lamentaciones 2, 8.9). Ahora, el Señor vuelve a construir la ciudad santa; en el templo resurgido vuelve a bendecir a sus hijos. Se menciona así la obra realizada por Nehemías (Cf. Nehemías 3, 1-38), quien restableció los muros de Jerusalén para que volviera a ser oasis de serenidad y paz.
De hecho, la paz, «shalom», es evocada inmediatamente, pues es contenida simbólicamente en el mismo nombre de Jerusalén. El profeta Isaías ya había prometido a la ciudad: «Te pondré como gobernantes la paz, y por gobierno la justicia» (60, 17).
Pero, además de reconstruir los muros de la ciudad, de bendecirla y de pacificarla en la seguridad, Dios ofrece a Israel otros dones fundamentales: así lo describe el final del Salmo. Se recuerdan los dones de la Revelación, de la Ley de las prescripciones divinas: «Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos» (Salmo 147, 19).
De este modo, se celebra la elección de Israel y su misión única entre los pueblos: proclamar al mundo la Palabra de Dios. Es una misión profética y sacerdotal, pues «¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Deuteronomio 4, 8). A través de Israel y, por tanto, también a través de la comunidad cristiana, es decir, la Iglesia, la Palabra de Dios puede resonar en el mundo y convertirse en norma y luz de vida para todos los pueblos (Cf. Salmo 147, 20).
Hasta este momento hemos descrito el primer motivo de la alabanza que hay que elevar al Señor: es una motivación histórica, ligada a la acción liberadora y reveladora de Dios con su pueblo.
Hay, además, otra razón para exultar y alabar: es de carácter cósmico, es decir, ligada a la acción creadora de Dios. La Palabra divina irrumpe para dar vida al ser. Como un mensajero, recorre los espacios inmensos de la tierra (Cf. Salmo 147, 15). E inmediatamente hace florecer maravillas.
De este modo, llega el invierno, presentado en sus fenómenos atmosféricos con un toque de poesía: la nieve es como lana por su candor, la escarcha recuerda al polvo del desierto (Cf. versículo 16), el granizo se parece a las migajas de pan echadas al suelo, el hielo congela la tierra y bloquea la vegetación (Cf. versículo 17). Es un cuadro invernal que invita a descubrir las maravillas de la creación y que será retomado en una página sumamente pintoresca por otro libro bíblico, el Eclesiástico (43,18-20).
Ahora bien, la acción de la Palabra divina también hace reaparecer la primavera: el hielo se deshace, el viento caluroso sopla y hace discurrir las aguas (Cf. Salmo 147, 18), repitiendo así el perenne ciclo de las estaciones y, por tanto, la misma posibilidad de vida para hombres y mujeres.
Naturalmente no han faltado lecturas metafóricas de estos dones divinos: La «flor de harina» ha hecho pensar en el don del pan eucarístico. Es más, el gran escritor cristiano del siglo III, Orígenes, vio en esa harina un signo del mismo Cristo, y en particular, de la Sagrada Escritura.
Este es su comentario: «Nuestro Señor es el grano de trigo que cae a tierra y se multiplicó por nosotros. Pero este grano de trigo es superlativamente copioso. La Palabra de Dios es superlativamente copiosa, recoge en sí misma todas las delicias. Todo lo que quieres, proviene de la Palabra de Dios, como narran los judíos: cuando comían el maná sentían en su boca el sabor de lo que cada quien deseaba. Lo mismo sucede con la carne de Cristo, palabra de la enseñanza, es decir, la comprensión de las santas Escrituras: cuanto más grande es nuestro deseo, más grande es el alimento que recibimos. Si eres santo, encuentras refrigerio; si eres pecador, tormento» (Orígenes - Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los Salmos» («74 omelie sul libro dei Salmi»), Milán 1993, pp. 543-544).
Por tanto, el Señor actúa con su Palabra no sólo en la creación, sino también en la historia. Se revela con el lenguaje mudo de la naturaleza (Cf. Salmo 18, 2-7), pero se expresa de manera explícita a través de la Biblia y a través de su comunicación personal por medio de los profetas y en plenitud por medio del Hijo (Cf. Hebreos 1,1-2). Son dos dones de su amor diferentes, pero convergentes.
Por este motivo todos los días debe elevarse hacia el cielo nuestra alabanza, y por eso se reza en los Laudes de la Liturgia de las Horas, “para bendecir al Señor de la vida y de la libertad, de la existencia y de la fe, de la creación y de la redención”.
En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que irrumpe y actúa: "Él envía su mensaje a la tierra; su palabra corre veloz" (Sal 147, 15). En la literatura sapiencial veterotestamentaria la Sabiduría divina, personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (cf. Pr 8, 22-31). Estamos en un momento plural con distintas religiones, que buscan la trascendencia, la verdad, el sentido profundo de la vida. En la revelación judeo-cristiana, es Dios quien busca al hombre, le dirige su Palabra, como dice Moisés: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahvé nuestro Dios siempre que le invocamos?» (Dt 4,7). El salmo nos invita a alabar a Dios («glorifica al Señor, Jerusalén») porque ha bendecido a su pueblo comunicándole su palabra: «él envía su mensaje a la tierra y su palabra corre veloz... anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel: con ninguna nación obró así», sigue por tanto la idea de la primera lectura, al modo poético, como todos estos días. Y, todavía, el salmista canta que Dios «revela a Jacob su palabra, sus preceptos y sus juicios a Israel: no hizo tal con ninguna nación, ni una sola conoció sus juicios » (Sal 147,19-20). En la Entrada pedimos: «Asegura mis pasos con tu promesa. Que ninguna maldad me domine» (Sal 118,133).
3. Jesús continúa hoy con el Sermón de la montaña, pero con una nota de continuidad al Antiguo Testamento, sin quedarse en las aplicaciones circunstanciales o rituales de ceremonias, sino yendo al sentido profundo, perenne, pues entre los primeros cristianos tenían pugnas sobre si también debían vivir aquellas concreciones. Por eso nos dice: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a dar cumplimiento»… Recuerda a este respecto Benedicto XVI que del Mesías se esperaba que trajera una nueva Torá, su Torá, que es ley de libertad (como veremos al comentar las cartas a los Romanos y Gálatas). “La mayor parte del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5, 17-7, 27) está dedicada al mismo tema: tras una introducción programática, que son las Bienaventuranzas, nos presenta, por así decirlo, la Torá del Mesías”. Mateo escribió su Evangelio para judeocristianos y pensando en el mundo judío, para dar nuevo vigor al gran impulso que había llegado con Jesús. “A través de su Evangelio, Jesús habla de modo nuevo y de continuo a Israel. En el momento histórico de Mateo, habla muy especialmente a los judeocristianos, que reconocen así la novedad y la continuidad de la historia de Dios con la humanidad, comenzada con Abraham, y del cambio profundo introducido en ella por Jesús; así deben encontrar el camino de la vida”.
“Pero, ¿cómo es esa Torá del Mesías? Al comienzo, y como encabezamiento y clave de interpretación, nos encontramos, por así decirlo, con unas palabras siempre sorprendentes y que aclaran de modo inequívoco la fidelidad de Dios a sí mismo y la lealtad de Jesús a la fe de Israel: «No creáis que he venido a abolir la Ley o los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos» (Mt 5, 17-19). Es una ley de libertad, como decía Jacques Philippe en “La libertad interior”: “considero esencial que cada cristiano descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la auténtica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar dentro de nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundimos ni agobiamos del todo”. Se trata de tener un “oasis” en nuestro corazón: “el hombre conquista su libertad interior en la misma medida en que se fortalecen en él la fe, la esperanza y la caridad… el dinamismo de lo que tradicionalmente se han denominado las «virtudes teologales» constituye el centro de la vida espiritual”; esto coloca en un papel decisivo en el desempeño de nuestro crecimiento interior la virtud de la esperanza: una virtud que sólo puede cultivarse unida a la pobreza de corazón, resumida en la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Para ser dóciles a esa maravillosa renovación interior que el Espíritu Santo quiere obrar en los corazones con el fin de hacemos acceder a la gloriosa libertad de los hijos de Dios –“donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”-, es importante acudir a María: «Ofreceremos a Dios nuestra voluntad, nuestra razón, nuestra inteligencia, todo nuestro ser a través de las manos y el corazón de la Santísima Virgen. Entonces nuestro espíritu poseerá esta preciada libertad del alma, tan ajena a la ansiedad, a la tristeza, a la depresión, al encogimiento, a la pobreza de espíritu. Navegaremos en el abandono, liberándonos de nosotros mismos para atarnos a Él, el Infinito» (Madre Yvonne-Airnée de Malestroit).
Interiorizar la ley, sin formalismos. No es fácil. No he venido a "abrogar" la ley, sino a "consumarla"... samaritanos, publicanos, extranjeros, leprosos. El evangelio está lleno de controversias de Jesús con los escribas, muy aferrados a la letra de la Ley. Jesús luchaba contra todo formalismo, contra toda estrechez de miras. Sin embargo, obrando así, pero no para destruir la Ley, sino para salvarla, mejorarla para que cumpliera su fin. “Nada es pequeño delante de Dios, según el texto de la Sagrada Escritura. No hay "pequeños deberes" sobre lo que nos pide la Palabra de Dios.
"Considerar las cosas pequeñas como grandes, a causa de Jesús que es quien las hace en nosotros”(B. Pascal). Jesús nos invita a no soñar con cosas grandes: lo que a diario hacemos es a menudo pequeño, minúsculo. Todo depende de lo que nuestro corazón pone en ello.
Santa Teresa de Lisieux entró en el Carmelo a los quince años con todo el entusiasmo de su adolescencia. Lo que le esperaba fue: barrer los claustros, hacer la colada, acompañar al refectorio a una hermana vieja y enferma. Pequeñas cosas. La vida humilde, la dedicada a trabajos pesados y fáciles, es una obra de selección que requiere mucho amor.
-El que practicare y enseñare -esos mandamientos mínimos- será "grande" en el reino de los cielos.
"Las obras deslumbrantes me están prohibidas. Para dar pruebas de mi amor no tengo otro medio que el de no dejar escapar ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra; de aprovechar las más pequeñas acciones y hacerlas por amor.' (Santa Teresita) Lo que es "pequeño" a los ojos de los hombres, puede ser "grande" a los ojos de Dios.
Ayúdame, Señor, a saber apreciar cualquier cosa, como Tú. Modesta actualidad de cada día. Banalidad cotidiana enaltecida. Una vez más, Jesús insiste en el "hacer"... practicar... poner en práctica... Es fácil el ilusionarse con bellas palabras. Uno se cree bueno porque se siente capaz de hablar bien de "espiritualidad" o incluso de discutir sobre doctrina teológica... Jesús nos reconduce a la realidad de nuestros actos cotidianos. Hacer la voluntad de Dios, aun en los mínimos detalles. Esfuerzo de cuaresma (Noel Quesson), para ver, como decía san Teófilo de Antioquía: «Dios es visto por los que pueden verle; sólo necesitan tener abiertos los ojos del espíritu (...), pero algunos hombres los tienen empañados». Para poder purificar el corazón y poder ver, pedimos en la Colecta (en la nueva redacción, con elementos del Gelasiano y del Sermón 40,4 de San León Magno): «Penetrados del sentido cristiano de la Cuaresma y alimentados con tu Palabra, te pedimos, Señor, que te sirvamos fielmente con nuestras penitencias y perseveremos unidos en la plegaria». Y también en la Postcomunión: «Santifícanos, Señor, con este pan del cielo que hemos recibido, para que, libres de nuestros errores, podamos alcanzar las promesas eternas».
Llucià Pou Sabaté
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martes, 29 de marzo de 2011
Cuaresma 3ª semana, martes: cuando perdonamos, nos hacemos dignos de la misericordia divina
Libro de Daniel 3,25.34-43: Él replicó: "Sin embargo, yo veo cuatro hombres que caminan libremente por el fuego sin sufrir ningún daño, y el aspecto del cuarto se asemeja a un hijo de los dioses". - «Por el honor de tu nombre, no nos desampares para siempre, no rompas tu alianza, no apartes de nosotros tu misericordia. Por Abraham, tu amigo; por Isaac, tu siervo; por Israel, tu consagrado; a quienes prometiste multiplicar su descendencia como las estrellas del cielo, como la arena de las playas marinas. Pero ahora, Señor, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso, acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados. Que éste sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro, no nos defraudes, Señor. Trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre, Señor.»
Salmo 25,4-9: Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos. / Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque tú eres mi Dios y mi salvador, y yo espero en ti todo el día. / Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor, porque son eternos. / No recuerdes los pecados ni las rebeldías de mi juventud: Por tu bondad, Señor, acuérdate de mí según tu fidelidad. / El Señor es bondadoso y recto: por eso muestra el camino a los extraviados; / Él guía a los humildes para que obren rectamente y enseña su camino a los pobres.
Texto del Evangelio (Mt 18,21-35): En aquel tiempo, Pedro se acercó y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.
Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano»
Comentario: 1. La plegaria de Daniel se apoya por entero en la «misericordia» de Dios. La época de Daniel es un período de prueba, de mucha humillación. Los judíos han sido deportados a Babilonia. Son perseguidos. No existe ninguna estructura ni institución: «ni jefe, ni profeta, ni príncipe, ni holocausto, ni sacrificio de ofrenda, ni incienso, ni siquiera un lugar para rezar. . .» En esta situación de desolación, es cuando Daniel eleva a Dios su plegaria. La historia del pueblo de Dios está jalonada de hechos parecidos. No es una historia de poder: los medios humanos han fallado a menudo... los fracasos eran habituales... Sobre ellos, los sucesos se abatían duros y desconcertantes... Y, en esa situación, la impresión turbadora de «estar abandonado de Dios»... la peor tentación para el que ha puesto en Dios su confianza. -Somos los más pequeños de todas las naciones... Humillados hoy en el mundo entero a causa de nuestros pecados. ¡Ánimo! también yo, una vez más, he de considerar mi "pequeñez". Atreverme a hacer el balance de mis mezquindades, de mis infortunios, de mis pecados. Esa lucidez es ya un inicio de plegaria. Lo pienso sosegadamente... ¿Por qué taparse la cara? ¿Por qué hacerse ilusiones?
-Para los que confían en ti, no hay confusión... Ahora nosotros te seguimos con todo nuestro corazón, te tememos y buscamos tu rostro... «Busco tu rostro, el rostro del Señor». Yo y todos los hombres tenemos necesidad de ti, Señor, buscamos tu rostro.
-Trátanos con la abundancia de tu «misericordia» y según tu gran «bondad»... Eres Tú, Señor, el que nos sugiere esa oración. Es tu propia Palabra la que repito yo cuando pronuncio esas palabras, según el profeta Daniel. Tú eres el que me inspira esos sentimientos. Gracias (Noel Quesson).
El concepto de 'misericordia' en el Antiguo Testamento fue estudiado por Juan Pablo II en la encíclica que lleva ese nombre divino de Rico en misericordia: es “una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras y sus enseñanzas, Él se estaba dirigiendo a hombres que no sólo conocían el concepto de misericordia, sino que además, en cuanto Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, habían sacado de su historia plurisecular una experiencia peculiar de la misericordia de Dios. Esta experiencia era social y comunitaria, como también individual e interior.
Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió muchas veces. Cuando, a su vez, adquiría conciencia de la propia infidelidad y a lo largo de la historia de Israel no faltaron Profetas y hombres que despertaban tal conciencia-, se apelaba a la misericordia. A este respecto, los libros del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos testimonios. Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia de los Jueces (Cfr. Jue 3, 7-0), la oración de Salomón al inaugurar el templo (Cfr. 1 Re 8, 22-53), una parte de la intervención profética de Miqueas (Cfr. Miq 7, 18-20), las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías (Cfr. Is 1, 18; 51,4-16), la súplica de los hebreos desterrados (Cfr. Bar 2, 11-3, 8), la renovación de la alianza después de la vuelta del exilio (Cfr. Neh 9).
Es significativo que los Profetas, en su predicación, pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo (Cfr.,p.e., Os 2, 21-25 y 15; Is 54, 6-8), y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve frente a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo (Cfr. Jer 31, 20; Ez 39, 25-29). En la predicación de los Profetas, la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido.
Tanto el mal físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace David, con conciencia de la gravedad de su culpa (Cfr. 2 Sm 11; 12; 24, 10). Y así lo hace también Job, después de sus rebeliones, en medio de su tremenda desventura (Job passim.). A Él se dirige igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo (Est 4, 17 ss.). En los libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos ejemplos (Cfr.,p.e.,Neh 9, 30-32; Tob 3, 2-3.11-12; 8, 16-17; 1 Mac 4, 24).
En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede comprobarse por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca la experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito, conoció sus angustias y decidió liberarlo (Cfr Ex 3, 7 ss.). En este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individualizar su amor y compasión (Cfr. Is 63, 9). Es aquí precisamente donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar en circunstancias dramáticas.
A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como 'Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad' (Ex 34, 6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él exactamente había revelado de Sí mismo (Cfr. Nm 14, 18; 2 Cr 30, ; Neh 9, 17; Sal 86, 15; Sab 15, 1; Sir 2, 11; Jl 2, 13) y para implorar su perdón.
Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para Sí, y a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos: Él es su Padre (Cfr. Is 63, 16), ya que Israel es su hijo primogénito (Cfr. Ex 4, 22); Él es también esposo de la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama, 'muy amada', porque será tratada con misericordia (Cfr. Os 2, 3).
Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera (Cfr. Os 11, 7-9; Jer 31, 20; Is 54, 7 ss). Es fácil entonces comprender por qué los salmistas, cuando desean cantar las alabanzas más sublimes al Señor, entonan himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de la fidelidad (Sal 103 y 145).
De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con Él. El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor sirviéndose de múltiples términos de significado afín entre ellos; se diferencian en su contenido peculiar, pero tienden -podríamos decir- desde angulaciones diversas hacia un único contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y, al mismo tiempo, acercarla al hombre desde distintos aspectos. El Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes viven bajo el peso del pecado al igual que a todo Israel, que se había adherido a la alianza con Dios, a recurrir a la misericordia, y les concede contar con ella: la recuerda en los momentos de caída y de desconfianza. Luego da gracias y gloria por la misericordia cada vez que se ha manifestado y cumplido, bien sea en la vida del pueblo, bien en la vida de cada individuo.
De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya el Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia es auténtica virtud en el hombre y, en Dios, significa la perfección trascendente, sin embargo el amor es más 'grande' que ella: es más grande en el sentido de que es primario y fundamental. El amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y, en definitiva, la justicia es servidora de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan claro a los salmistas y a los profetas que el término mismo de justicia terminó por significar la salvación llevada a cabo por el Señor y su misericordia (Sal 40, 11; 98, 2 ss.; Is 45, 21; 51, 5.8; 56, 1). La misericordia difiere de la justicia, pero no se opone a ella. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo del mal respecto a aquel a quien ya ha hecho donación de Sí mismo: nihil odisti eorum quae fecisti: 'nada aborreces de lo que has hecho' (Sab 11, 24). Estas palabras indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las raíces vivificantes y las razones íntimas de esta relación remontándonos al 'principio', en el misterio mismo de la creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación de Dios, que es amor' (1 Jn 4, 16).
Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de manera especial la historia del pueblo, cuyo padre espiritual es Abraham en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda gran familia humana: 'Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor' (Jer 31, 1). 'Aunque se retiren los montes..., no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará' (Is 54, 10). Esta verdad, anunciada un día a Israel, lleva dentro de sí la perspectiva de la historia entera del hombre: perspectiva que es a la vez temporal y escatológica (Jon 4, 2.11; Sal 145, 9; Sir 18, 8-14; Sab 11, 23-12, 1). Cristo revela al Padre en la misma perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo Él al apóstol Felipe estas memorables palabras: '¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre' (Jn 14, 9).
2. Pide el salmo a Dios la dirección en el camino del deber (vv. 4,5), y apela a su infinita misericordia, también para el perdón de los pecados. Cuando Dios perdona, también olvida (algo que nos cuesta mucho a los seres humanos, cuando nos han ofendido), lo que significa remisión completa y absoluta. Podemos decir como oración personal nuestra -por ejemplo, después de la comunión- el salmo de hoy: «Señor, recuerda tu misericordia, enséñame tus caminos, haz que camine con lealtad... el Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores...».
La penitencia va muy ligada a la alegría, pues la conversión atrae la misericordia divina, y se vive la alegría de los hijos de Dios; seguiremos aquí algunos puntos de san Josemaría Escrivá: «Nos engañaríamos, si supusiéramos que el ansia de buscar a Cristo, la realidad de su encuentro y de su trato, y la dulzura de su amor nos transforman en personas impecables». «Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte» «Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Ps XXIV,7): una misericordia suave (Ps CVIII,21), hermosa como nube de lluvia (Ecclo XXXV,26)».
Quizá donde con más ternura se refiere a ese caminar hacia la misericordia divina es en “La conversión de los hijos de Dios”: “¡Qué capacidad tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! … La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo… El Señor nos llama para que nos acerquemos a Él deseando ser como Él: sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos , colaborando humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado”, y después de considerar nuestras flaquezas añade: “La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto. Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Hijos de la Luz, hermanos de la luz: eso somos. Portadores de la única llama capaz de encender los corazones hechos de carne”. Es a Cristo a quien buscamos con nuestros deseos de felicidad. Él nos comprende, “permitió que le tentaran: para que así nos llenemos de ánimo y estemos seguros de la victoria. Porque Él no pierde batallas y, encontrándonos unidos a Él, nunca seremos vencidos, sino que podremos llamarnos y ser en verdad vencedores: buenos hijos de Dios. Que vivamos contentos. Yo estoy contento. No lo debiera estar, mirando mi vida, haciendo ese examen de conciencia personal que nos pide este tiempo litúrgico de la Cuaresma. Pero me siento contento, porque veo que el Señor me busca una vez más, que el Señor sigue siendo mi Padre. Sé que vosotros y yo, decididamente, con el resplandor y la ayuda de la gracia, veremos qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que arrancar, y las arrancaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos. La tarea no es fácil. Pero contamos con una guía clara, con una realidad de la que no debemos ni podemos prescindir: somos amados por Dios, y dejaremos que el Espíritu Santo actúe en nosotros y nos purifique, para poder así abrazarnos al Hijo de Dios en la Cruz, resucitando luego con Él, porque la alegría de la Resurrección está enraizada en la Cruz. María, Madre nuestra, auxilium christianorum, refugium peccatorum: intercede ante tu Hijo, para que nos envíe al Espíritu Santo, que despierte en nuestros corazones la decisión de caminar con paso firme y seguro, haciendo sonar en lo más hondo de nuestra alma la llamada que llenó de paz el martirio de uno de los primeros cristianos: veni ad Patrem , ven, vuelve a tu Padre que te espera”.
Situadas en esta dinámica está el sacramento de la penitencia: «Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino» (Es Cristo que pasa, n. 78). Podríamos ir viendo cada uno de los Sacramentos, como manifestaciones del amor paternal de Dios; de todas formas quizá es en éste -junto con el bautismo- donde más se contempla de modo inmediato la misericordia paterna de Dios.
La misericordia es propia del corazón de padre, y la teología de la filiación divina no consiste en ningún caso en promover una postura poco realista de euforia romántica o de ilusorio utopismo. Malentendidos de ese tipo contradecirían directamente su esencia. La conciencia de la filiación divina está estrechamente unida al conocimiento de nuestras debilidades y caídas, y al de sus correspondientes remedios; de modo que, por así decirlo, este nítido y sensato saber de los propios límites no necesita ser «liberado» por otros saberes teológicos. Por eso, destaca entre todas las virtudes humanas la humildad: “illum oportet crescere, me autem minui” (Jn 3, 30), para poder decir con San Pablo: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal II, 20). Es en cierto modo un «endiosamiento» (palabra que gustaba emplear san Josemaría) que es manifestación de «humildad, porque ésa es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza».
3. Pero tenemos que recordar también la segunda parte del programa: saber vivir esta misericordia, para poder recibirla: perdonar nosotros a los que nos hayan podido ofender. «Perdónanos... como nosotros perdonamos», nos atrevemos a decir cada día en el Padrenuestro. Para pedir perdón, debemos mostrar nuestra voluntad de imitar la actitud del Dios perdonador.
Se ve que esto del perdón forma parte esencial del programa de Cuaresma, porque ya ha aparecido varias veces en las lecturas. ¿Somos misericordiosos? ¿Cuánta paciencia y comprensión almacenamos en nuestro corazón? ¿Tanta como Dios, que nos ha perdonado a nosotros diez mil talentos? ¿Podría decirse de nosotros que luego no somos capaces de perdonar cuatro euros al que nos los debe? ¿Somos capaces de pedir para los pueblos del tercer mundo la condonación de sus deudas exteriores, mientras en nuestro nivel doméstico no nos decidimos a perdonar esas pequeñas deudas? Y no se trata precisamente de deudas pecuniarias.
Cuaresma, tiempo de perdón. De reconciliación en todas las direcciones, con Dios y con el prójimo. No echemos mano de excusas para no perdonar: la justicia, la pedagogía, la lección que tienen que aprender los demás. Dios nos ha perdonado sin tantas distinciones. Como David perdonó a Saúl, y José a sus hermanos, y Esteban a los que lo apedreaban, y Jesús a los que lo clavaban en la cruz.
Es el colofón del padrenuestro que hoy se vuelve a repetir de modos distintos, para que nos quede bien grabado: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que vayan primero a reconciliarse con sus hermanos. El que tenga el corazón más sano que dé el primer paso y perdone, sin poner luego cara de haber perdonado, que a veces ofende más. Sin pasar factura. Alejar de nosotros todo rencor. Perdonar con amor, sintiéndonos nosotros mismos perdonados por Dios” (J. Aldazábal).
Llucià Pou Sabaté
Salmo 25,4-9: Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos. / Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque tú eres mi Dios y mi salvador, y yo espero en ti todo el día. / Acuérdate, Señor, de tu compasión y de tu amor, porque son eternos. / No recuerdes los pecados ni las rebeldías de mi juventud: Por tu bondad, Señor, acuérdate de mí según tu fidelidad. / El Señor es bondadoso y recto: por eso muestra el camino a los extraviados; / Él guía a los humildes para que obren rectamente y enseña su camino a los pobres.
Texto del Evangelio (Mt 18,21-35): En aquel tiempo, Pedro se acercó y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.
Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano»
Comentario: 1. La plegaria de Daniel se apoya por entero en la «misericordia» de Dios. La época de Daniel es un período de prueba, de mucha humillación. Los judíos han sido deportados a Babilonia. Son perseguidos. No existe ninguna estructura ni institución: «ni jefe, ni profeta, ni príncipe, ni holocausto, ni sacrificio de ofrenda, ni incienso, ni siquiera un lugar para rezar. . .» En esta situación de desolación, es cuando Daniel eleva a Dios su plegaria. La historia del pueblo de Dios está jalonada de hechos parecidos. No es una historia de poder: los medios humanos han fallado a menudo... los fracasos eran habituales... Sobre ellos, los sucesos se abatían duros y desconcertantes... Y, en esa situación, la impresión turbadora de «estar abandonado de Dios»... la peor tentación para el que ha puesto en Dios su confianza. -Somos los más pequeños de todas las naciones... Humillados hoy en el mundo entero a causa de nuestros pecados. ¡Ánimo! también yo, una vez más, he de considerar mi "pequeñez". Atreverme a hacer el balance de mis mezquindades, de mis infortunios, de mis pecados. Esa lucidez es ya un inicio de plegaria. Lo pienso sosegadamente... ¿Por qué taparse la cara? ¿Por qué hacerse ilusiones?
-Para los que confían en ti, no hay confusión... Ahora nosotros te seguimos con todo nuestro corazón, te tememos y buscamos tu rostro... «Busco tu rostro, el rostro del Señor». Yo y todos los hombres tenemos necesidad de ti, Señor, buscamos tu rostro.
-Trátanos con la abundancia de tu «misericordia» y según tu gran «bondad»... Eres Tú, Señor, el que nos sugiere esa oración. Es tu propia Palabra la que repito yo cuando pronuncio esas palabras, según el profeta Daniel. Tú eres el que me inspira esos sentimientos. Gracias (Noel Quesson).
El concepto de 'misericordia' en el Antiguo Testamento fue estudiado por Juan Pablo II en la encíclica que lleva ese nombre divino de Rico en misericordia: es “una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras y sus enseñanzas, Él se estaba dirigiendo a hombres que no sólo conocían el concepto de misericordia, sino que además, en cuanto Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, habían sacado de su historia plurisecular una experiencia peculiar de la misericordia de Dios. Esta experiencia era social y comunitaria, como también individual e interior.
Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió muchas veces. Cuando, a su vez, adquiría conciencia de la propia infidelidad y a lo largo de la historia de Israel no faltaron Profetas y hombres que despertaban tal conciencia-, se apelaba a la misericordia. A este respecto, los libros del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos testimonios. Entre los hechos y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia de los Jueces (Cfr. Jue 3, 7-0), la oración de Salomón al inaugurar el templo (Cfr. 1 Re 8, 22-53), una parte de la intervención profética de Miqueas (Cfr. Miq 7, 18-20), las consoladoras garantías ofrecidas por Isaías (Cfr. Is 1, 18; 51,4-16), la súplica de los hebreos desterrados (Cfr. Bar 2, 11-3, 8), la renovación de la alianza después de la vuelta del exilio (Cfr. Neh 9).
Es significativo que los Profetas, en su predicación, pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo (Cfr.,p.e., Os 2, 21-25 y 15; Is 54, 6-8), y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando se ve frente a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo la gracia a su pueblo (Cfr. Jer 31, 20; Ez 39, 25-29). En la predicación de los Profetas, la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido.
Tanto el mal físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas de Israel se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace David, con conciencia de la gravedad de su culpa (Cfr. 2 Sm 11; 12; 24, 10). Y así lo hace también Job, después de sus rebeliones, en medio de su tremenda desventura (Job passim.). A Él se dirige igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo (Est 4, 17 ss.). En los libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos ejemplos (Cfr.,p.e.,Neh 9, 30-32; Tob 3, 2-3.11-12; 8, 16-17; 1 Mac 4, 24).
En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede comprobarse por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca la experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo: el Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito, conoció sus angustias y decidió liberarlo (Cfr Ex 3, 7 ss.). En este acto de salvación llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individualizar su amor y compasión (Cfr. Is 63, 9). Es aquí precisamente donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar en circunstancias dramáticas.
A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la alianza triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como 'Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad' (Ex 34, 6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él exactamente había revelado de Sí mismo (Cfr. Nm 14, 18; 2 Cr 30, ; Neh 9, 17; Sal 86, 15; Sab 15, 1; Sir 2, 11; Jl 2, 13) y para implorar su perdón.
Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para Sí, y a lo largo de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias. Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para con los suyos: Él es su Padre (Cfr. Is 63, 16), ya que Israel es su hijo primogénito (Cfr. Ex 4, 22); Él es también esposo de la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama, 'muy amada', porque será tratada con misericordia (Cfr. Os 2, 3).
Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el Señor decide acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo lo que le hace superar su cólera (Cfr. Os 11, 7-9; Jer 31, 20; Is 54, 7 ss). Es fácil entonces comprender por qué los salmistas, cuando desean cantar las alabanzas más sublimes al Señor, entonan himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de la fidelidad (Sal 103 y 145).
De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con Él. El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor sirviéndose de múltiples términos de significado afín entre ellos; se diferencian en su contenido peculiar, pero tienden -podríamos decir- desde angulaciones diversas hacia un único contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y, al mismo tiempo, acercarla al hombre desde distintos aspectos. El Antiguo Testamento anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes viven bajo el peso del pecado al igual que a todo Israel, que se había adherido a la alianza con Dios, a recurrir a la misericordia, y les concede contar con ella: la recuerda en los momentos de caída y de desconfianza. Luego da gracias y gloria por la misericordia cada vez que se ha manifestado y cumplido, bien sea en la vida del pueblo, bien en la vida de cada individuo.
De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya el Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia es auténtica virtud en el hombre y, en Dios, significa la perfección trascendente, sin embargo el amor es más 'grande' que ella: es más grande en el sentido de que es primario y fundamental. El amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y, en definitiva, la justicia es servidora de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan claro a los salmistas y a los profetas que el término mismo de justicia terminó por significar la salvación llevada a cabo por el Señor y su misericordia (Sal 40, 11; 98, 2 ss.; Is 45, 21; 51, 5.8; 56, 1). La misericordia difiere de la justicia, pero no se opone a ella. El amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo del mal respecto a aquel a quien ya ha hecho donación de Sí mismo: nihil odisti eorum quae fecisti: 'nada aborreces de lo que has hecho' (Sab 11, 24). Estas palabras indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo que debemos buscar las raíces vivificantes y las razones íntimas de esta relación remontándonos al 'principio', en el misterio mismo de la creación. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación de Dios, que es amor' (1 Jn 4, 16).
Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección, que ha plasmado de manera especial la historia del pueblo, cuyo padre espiritual es Abraham en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza, ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda gran familia humana: 'Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor' (Jer 31, 1). 'Aunque se retiren los montes..., no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará' (Is 54, 10). Esta verdad, anunciada un día a Israel, lleva dentro de sí la perspectiva de la historia entera del hombre: perspectiva que es a la vez temporal y escatológica (Jon 4, 2.11; Sal 145, 9; Sir 18, 8-14; Sab 11, 23-12, 1). Cristo revela al Padre en la misma perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran amplias páginas de los escritos del Antiguo Testamento. Al final de tal revelación, en la víspera de su muerte, dijo Él al apóstol Felipe estas memorables palabras: '¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre' (Jn 14, 9).
2. Pide el salmo a Dios la dirección en el camino del deber (vv. 4,5), y apela a su infinita misericordia, también para el perdón de los pecados. Cuando Dios perdona, también olvida (algo que nos cuesta mucho a los seres humanos, cuando nos han ofendido), lo que significa remisión completa y absoluta. Podemos decir como oración personal nuestra -por ejemplo, después de la comunión- el salmo de hoy: «Señor, recuerda tu misericordia, enséñame tus caminos, haz que camine con lealtad... el Señor es bueno y recto y enseña el camino a los pecadores...».
La penitencia va muy ligada a la alegría, pues la conversión atrae la misericordia divina, y se vive la alegría de los hijos de Dios; seguiremos aquí algunos puntos de san Josemaría Escrivá: «Nos engañaríamos, si supusiéramos que el ansia de buscar a Cristo, la realidad de su encuentro y de su trato, y la dulzura de su amor nos transforman en personas impecables». «Advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte» «Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Ps XXIV,7): una misericordia suave (Ps CVIII,21), hermosa como nube de lluvia (Ecclo XXXV,26)».
Quizá donde con más ternura se refiere a ese caminar hacia la misericordia divina es en “La conversión de los hijos de Dios”: “¡Qué capacidad tan extraña tiene el hombre para olvidarse de las cosas más maravillosas, para acostumbrarse al misterio! … La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo… El Señor nos llama para que nos acerquemos a Él deseando ser como Él: sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos , colaborando humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado”, y después de considerar nuestras flaquezas añade: “La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto. Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne, de Aquel de quien fue dicho: en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Hijos de la Luz, hermanos de la luz: eso somos. Portadores de la única llama capaz de encender los corazones hechos de carne”. Es a Cristo a quien buscamos con nuestros deseos de felicidad. Él nos comprende, “permitió que le tentaran: para que así nos llenemos de ánimo y estemos seguros de la victoria. Porque Él no pierde batallas y, encontrándonos unidos a Él, nunca seremos vencidos, sino que podremos llamarnos y ser en verdad vencedores: buenos hijos de Dios. Que vivamos contentos. Yo estoy contento. No lo debiera estar, mirando mi vida, haciendo ese examen de conciencia personal que nos pide este tiempo litúrgico de la Cuaresma. Pero me siento contento, porque veo que el Señor me busca una vez más, que el Señor sigue siendo mi Padre. Sé que vosotros y yo, decididamente, con el resplandor y la ayuda de la gracia, veremos qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que arrancar, y las arrancaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos. La tarea no es fácil. Pero contamos con una guía clara, con una realidad de la que no debemos ni podemos prescindir: somos amados por Dios, y dejaremos que el Espíritu Santo actúe en nosotros y nos purifique, para poder así abrazarnos al Hijo de Dios en la Cruz, resucitando luego con Él, porque la alegría de la Resurrección está enraizada en la Cruz. María, Madre nuestra, auxilium christianorum, refugium peccatorum: intercede ante tu Hijo, para que nos envíe al Espíritu Santo, que despierte en nuestros corazones la decisión de caminar con paso firme y seguro, haciendo sonar en lo más hondo de nuestra alma la llamada que llenó de paz el martirio de uno de los primeros cristianos: veni ad Patrem , ven, vuelve a tu Padre que te espera”.
Situadas en esta dinámica está el sacramento de la penitencia: «Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino» (Es Cristo que pasa, n. 78). Podríamos ir viendo cada uno de los Sacramentos, como manifestaciones del amor paternal de Dios; de todas formas quizá es en éste -junto con el bautismo- donde más se contempla de modo inmediato la misericordia paterna de Dios.
La misericordia es propia del corazón de padre, y la teología de la filiación divina no consiste en ningún caso en promover una postura poco realista de euforia romántica o de ilusorio utopismo. Malentendidos de ese tipo contradecirían directamente su esencia. La conciencia de la filiación divina está estrechamente unida al conocimiento de nuestras debilidades y caídas, y al de sus correspondientes remedios; de modo que, por así decirlo, este nítido y sensato saber de los propios límites no necesita ser «liberado» por otros saberes teológicos. Por eso, destaca entre todas las virtudes humanas la humildad: “illum oportet crescere, me autem minui” (Jn 3, 30), para poder decir con San Pablo: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Gal II, 20). Es en cierto modo un «endiosamiento» (palabra que gustaba emplear san Josemaría) que es manifestación de «humildad, porque ésa es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza».
3. Pero tenemos que recordar también la segunda parte del programa: saber vivir esta misericordia, para poder recibirla: perdonar nosotros a los que nos hayan podido ofender. «Perdónanos... como nosotros perdonamos», nos atrevemos a decir cada día en el Padrenuestro. Para pedir perdón, debemos mostrar nuestra voluntad de imitar la actitud del Dios perdonador.
Se ve que esto del perdón forma parte esencial del programa de Cuaresma, porque ya ha aparecido varias veces en las lecturas. ¿Somos misericordiosos? ¿Cuánta paciencia y comprensión almacenamos en nuestro corazón? ¿Tanta como Dios, que nos ha perdonado a nosotros diez mil talentos? ¿Podría decirse de nosotros que luego no somos capaces de perdonar cuatro euros al que nos los debe? ¿Somos capaces de pedir para los pueblos del tercer mundo la condonación de sus deudas exteriores, mientras en nuestro nivel doméstico no nos decidimos a perdonar esas pequeñas deudas? Y no se trata precisamente de deudas pecuniarias.
Cuaresma, tiempo de perdón. De reconciliación en todas las direcciones, con Dios y con el prójimo. No echemos mano de excusas para no perdonar: la justicia, la pedagogía, la lección que tienen que aprender los demás. Dios nos ha perdonado sin tantas distinciones. Como David perdonó a Saúl, y José a sus hermanos, y Esteban a los que lo apedreaban, y Jesús a los que lo clavaban en la cruz.
Es el colofón del padrenuestro que hoy se vuelve a repetir de modos distintos, para que nos quede bien grabado: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que vayan primero a reconciliarse con sus hermanos. El que tenga el corazón más sano que dé el primer paso y perdone, sin poner luego cara de haber perdonado, que a veces ofende más. Sin pasar factura. Alejar de nosotros todo rencor. Perdonar con amor, sintiéndonos nosotros mismos perdonados por Dios” (J. Aldazábal).
Llucià Pou Sabaté
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