martes, 6 de abril de 2010

Jueves Santo, pensamientos para la meditación y visita a Monumentos al hilo de los relatos Evangelios sobre esta noche.

a) Felipe, en la intimidad de la noche del primer jueves santo, le
dice a Jesús: "Muéstranos al Padre". Conviene tener un alma fina y
delicada, para conocer con la cabeza y el corazón, un alma de oración
que juzga de todo con visión sobrenatural, ve las cosas como las ve
Dios. En la última Cena Felipe tuvo esta intervención, pregunta a
Jesús con naturalidad algo que no entiende, su alma manifiesta el
ansia de ver a Dios, de su corazón emerge un fuego de amor divino, que
pide más.
Acabada la cena, ya sin Judas, Jesús abre su corazón de un modo
entrañable, va interviniendo: Pedro reafirma su amor hasta la muerte,
Tomás le pregunta por el camino, para saber hacia dónde ir, y Felipe
va al fondo de la cuestión al decir: "Señor, muéstranos al Padre y nos
basta". Jesús le responde: "Felipe, ¿tanto tiempo que estoy con
vosotros y no me has conocido?".
Hay algo nuevo ahí. Ya había dicho, en las discusiones que recordamos
la semana pasada con los sabios del Templo: "Yo y el Padre somos uno";
aquí explicita ese misterio de la Santísima Trinidad. "Creedme: Yo
estoy en el Padre y el Padre en mí…" y les dice que rogará al Padre
para que les dé otro Paráclito... el Espíritu de la Verdad. La
revelación sobre Dios ha llegado a su punto más alto, y los apóstoles
participan de una iluminación tan intensa que dirán: "ahora sí que
hablas con claridad y no usas ninguna comparación; ahora vemos que lo
sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte".
En la oración también vamos dando pasos, tratamos a Dios con
confianza, y hoy le decimos: "¡muéstranos al Padre, muéstrate que eres
Tú, muéstranos tu Espíritu de Verdad!"
b) En la oración sacerdotal de la Ultima Cena, Jesucristo rogó por
todos los que habían de creer en su nombre, a fin de que
permaneciéramos siempre "consummati in unum", consumados en la unidad:
"que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y Yo en ti, que así ellos
sean uno en nosotros" (Jn 17). La unidad de los cristianos entre sí
está en relación con la unidad de las divinas Personas. Y los que
están más unidos en el amor, tienen una comunión más estrecha en la
Iglesia.
c) Ha sido el apóstol Pablo, en la primera Carta a los Corintios,
quien nos ha recordado lo que hizo Jesús "en la noche en que iba a ser
entregado". A la narración del hecho histórico, Pablo añadió su propio
comentario: "cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa,
anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Cor 11,26). El
mensaje del apóstol es claro: la comunidad que celebra la Cena del
Señor actualiza la Pascua. La Eucaristía no es la simple memoria de un
rito pasado, sino la viva representación del gesto supremo del
Salvador. Esta experiencia tiene que llevar a la comunidad cristiana a
convertirse en profecía del mundo nuevo, inaugurado por la Pascua. Al
contemplar en la tarde de hoy el misterio de amor que nos vuelve a
proponer la Última Cena, también nosotros tenemos que permanecer en
conmovida y silenciosa adoración.
El "escándalo" de la Eucaristía es al mismo tiempo ¡el prodigio que
nosotros, los sacerdotes, tocamos todos los días con nuestras manos en
la santa Misa! La Iglesia sigue repitiendo las palabras de Jesús y
sabe que está comprometida a hacerlo hasta el fin del mundo. En virtud
de esas palabras se realiza un admirable cambio: permanecen las
especies eucarísticas, pero el pan y el vino se convierten, según la
feliz expresión del Concilio de Trento "verdadera, real y
substancialmente" en el Cuerpo y la Sangre del Señor. La mente se
siente perdida ante un misterio tan sublime. Tantos interrogantes se
asoman al corazón del creyente que, sin embargo, encuentra paz en la
palabra de Cristo. "Si los sentidos desfallecen / la fe es suficiente
para un corazón sincero". Apoyados por esta fe, por esta luz que
ilumina nuestros pasos también en la noche de la duda y de la
dificultad, podemos proclamar: "Tantum ergo Sacramentum / veneremur
cernui – A un Sacramento tan grande / venerémoslo postrados".
d) Nuevo Cordero. La institución de la Eucaristía se remonta así al
rito pascual de la primera Alianza, que se nos describe en la página
del Éxodo acaba de proclamarse: en ella se habla del cordero "sin
defecto, macho, de un año" (Éxodo 12,5) cuyo sacrificio liberaría al
pueblo del exterminio: "La sangre será vuestra señal en las casas
donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y
no habrá entre vosotros plaga exterminadora" (12,13). Los textos
bíblicos de la Liturgia de esta tarde orientan nuestra mirada hacia el
nuevo Cordero, que con la sangre derramada libremente en la cruz ha
establecido una nueva y definitiva Alianza. La Eucaristía es presencia
sacramental de la carne inmolada y de la sangre derramada del nuevo
Cordero. En ella se ofrecen a toda la humanidad la salvación y el
amor. ¿Cómo es posible no quedar fascinados por este Misterio? Hagamos
nuestras las palabras de santo Tomás de Aquino: "Praestet fides
supplementum sensuum defectui – Que supla la fe a los defectos de los
sentidos". ¡Sí, la fe nos lleva al estupor y a la adoración!
"Los amó hasta el extremo" (Juan 13, 1). La Eucaristía constituye el
signo perenne del amor de Dios, amor que sostiene nuestro camino hacia
la plena comunión con el Padre, a través del Hijo, en el Espíritu. Es
un amor que supera la capacidad del corazón del hombre. Al detenernos
esta noche a adorar el Santísimo Sacramento y al meditar en el
misterio de la Última Cena, nos sentimos sumergidos en el océano de
amor que mana del corazón de Dios (Juan Pablo II).
e) R. Cantalamessa contaba que "en toda la tradición cristiana se ha
dado una doble manera de leer las Escrituras, resumida en letra y
Espíritu. Letra quiere decir el sentido literal o el hecho histórico
narrado; Espíritu indica el misterio escondido en el hecho histórico
que se comprende sólo a través de la fe. Dentro del sentido
espiritual, se han distinguido, a su vez, tres niveles de significado:
el significado cristológico que subraya la referencia a Cristo y a la
Iglesia, el significado moral que se refiere al actuar cristiano, y el
significado escatológico que se refiere al cumplimiento final". Este
esquema cuatripartito ha sido resumido en un dístico famoso: La letra
te enseña lo ocurrido; lo que debes creer, la alegoría. / La moral
enseña qué es lo que hay que hacer; hacia dónde tender, la anagogía.
Se puede aplicar perfectamente a la Pascua: «La Pascua puede tener un
significado histórico, uno alegórico, uno moral y uno anagógico.
Históricamente, la Pascua ocurrió cuando el ángel exterminador pasó
por Egipto; alegóricamente, cuando la Iglesia, en el bautismo, pasa de
la infidelidad a la fe; moralmente, cuando el alma, a través de la
confesión y la contrición, pasa del vicio a la virtud; anagógicamente,
cuando pasamos de la miseria de esta vida a los gozos eternos»
(Sicardo de Cremona).
*En primer lugar, pues, la dimensión histórica de la Pascua, es decir,
sobre los acontecimientos en los que encuentra su origen. "Si
habláramos de la Pascua en general, la «letra» que habría que examinar
serían las narraciones del Éxodo, que hablan de la inmolación del
cordero en Egipto; concentrándonos en la Pascua cristiana, la «letra»
son las narraciones de la pasión y resurrección de Cristo".
La letra, ¿narra verdaderamente lo ocurrido? Dicen que Marcos y,
detrás de él los demás evangelistas, han atribuido la responsabilidad
de la muerte de Cristo a los judíos para ganarse el favor del poder
político romano y tranquilizarlo ante la nueva religión. En realidad,
el motivo principal de la condena de Jesús fue de carácter político y
no religioso, es decir, a causa de la amenaza que él constituía para
el orden establecido (John Meacham). Pero la institución de la
Eucaristía no habla de motivos, o sea que es algo secundario al tema:
«Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será
entregado por vosotros». Sin embargo, con los estudios de historia en
la mano "hay que negar enérgicamente que la investigación histórica
moderna haya llegado a conclusiones diferentes de las que se sacaban
de la lectura de los Evangelios sobre la condena de Cristo". (La
interpretación política de la muerte de Jesús es una moda ideologizada
de la segunda mitad del siglo XX). Ese Jesús "revolucionario" es
imposible de sostener, pues contradice lo que él lucho durante toda su
vida. El Concilio Vaticano II corregía algún brote antisemitista que
ha contaminado también la historia: «Aunque las autoridades de los
judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo,
lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente
a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy». De
todas formas, la fe nunca ha dicho que Jesús muriera «a causa de los
pecados de los judíos», sino siempre se dice que «murió a causa de
"nuestros" pecados», no hay un pecado de una raza o pueblo, el único
colectivo que se admite –que no es pecado en sentido propio- es el
pecado original, y esto abarca también la responsabilidad de los
romanos. El "Siervo de Yahvé" que hemos leído apunta más bien a que
las injusticias son en él aplacadas, como entendió Edith Stein el
drama que se estaba gestando para ella y para su pueblo en la Alemania
de Hitler: «Allí, bajo la cruz, comprendí el destino del pueblo de
Dios. Pensé: aquellos que saben que esta es la cruz de Cristo tienen
el deber de cargar con ella, en nombre de todos los demás». Juan Pablo
II hizo petición de perdón por los sufrimientos causados por los
cristianos al pueblo de Israel.
**¿Podemos seguir creyendo todavía en las narraciones de la pasión?
"Las narraciones de la pasión, en unidades más breves y en forma oral,
circulaban en las comunidades ya mucho antes de la redacción final de
los evangelios, incluido el de Marcos. Pablo, en su carta más antigua,
escrita en torno al año 50, ofrece la misma versión fundamental de los
evangelios sobre la muerte de Cristo (Cf. 1 Tes 2,15). Sobre los
hechos acaecidos en Jerusalén poco antes de su llegada a la ciudad
debía haber sido informado mejor que nosotros, modernos, pues al
inicio había defendido los motivos de esta condena. Durante esta fase
más antigua, el cristianismo se consideraba todavía destinado
principalmente a Israel; las comunidades en las que se habían formado
las primeras tradiciones estaban constituidas en su mayoría por judíos
convertidos; Mateo se preocupa por mostrar que Jesús vino para dar
cumplimiento a la ley, no para abolir la ley". La situación posterior
de contraposición entre judíos y cristianos viene luego, al principio
se daba la polémica entre judíos creyentes (en Cristo) y judíos no
creyentes en él. Hemos visto un contraste religioso creciente entre
Jesús y un grupo influyente de judíos (fariseos, doctores de la ley,
escribas) sobre la observancia del sábado, sobre la actitud hacia los
pecadores y los publicanos, sobre lo puro y lo impuro. J. Jeremias
demostró la motivación antifarisea que se da en casi todas las
parábolas de Jesús. Las discrepancias en los detalles y puntos
oscuros, más que invalidar esos pasajes, confirman su carácter
«ingenuo», y que proceden de fuentes narrativas surgidas de la vida y
de los recuerdos de personas diferentes, que no buscan demostrar una
tesis. Un índice de honestidad de las narraciones de la Pasión lo
constituye el papel que desempeñan sus mismo autores: uno lo reniega;
otro lo traiciona, y todos huyen ignominiosamente en el momento
crucial. No se equivocaba totalmente el biblista Lucien Cerfaux cuando
decía: «Estamos persuadidos de que la manera más sencilla del
Evangelio es también la más científica».
***Jesús callaba. "Dignidad sobrehumana, calma, libertad absoluta. Ni
un solo gesto o palabra que desmienta lo que había predicado en su
evangelio, especialmente en las Bienaventuranzas. Y sin embargo no
había nada en él que se parezca al orgulloso desprecio del dolor
propio del estoico. Su reacción ante el sufrimiento y la crueldad es
humanísima: tiembla y suda sangre en Getsemaní, quisiera que se
alejara de él el cáliz, busca apoyo en sus discípulos, grita su
desolación en la cruz. Una película de hace algunos años -«La última
tentación de Jesús»- le mostraba en la cruz frente a las tentaciones
de la carne. Se constató con razón la absurdidad psicológica de esa
representación. Si Jesús pudo sentir una tentación mientras estaba
colgado de la cruz, con la carne desgarrada y los enemigos
insultándoles, no fue ciertamente la de la atracción de la carne, sino
más bien la del desdén, la de la ira, y la de los sentimientos de
venganza. El Salterio le ofrecía palabras de fuego para hacerlo:
«Levántate, Señor, destrúyelos...», pero él no cita ninguno de estos
salmos de imprecación, sólo cita el Salmo 22, que es una sentida
invocación al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?». «Al ser insultado, no respondía con insultos, al
padecer, no amenazaba», dice de él la Primera Carta de Pedro (2, 23).
¡Qué contraste si se compara con el modelo de martirio propuesto en el
libro de los Macabeos! (Cf. 2 Macabeos 7). Sería posible pasar la vida
sumergiéndose en esta perfección de la santidad de Cristo y nunca se
tocaría el fondo. Nos encontramos ante lo infinito en el orden ético.
No hay recuerdo de otra muerte semejante a ésta en la historia. Habría
que detenerse al meditar en la pasión en la santidad del protagonista
y no tanto en la maldad y vileza de quien le rodea. Quisiera subrayar
un rasgo de esta sobrehumana grandeza de Cristo en la Pasión: su
silencio. «Jesus autem tacebat» (Mateo 26, 63). Calla ante Caifás,
calla ante Pilatos que se irrita por su silencio, calla ante Herodes
que esperaba verle hacer un milagro (Cf. Lucas 23, 8). Jesús no calla
por prejuicios o por protesta. No deja sin respuesta ninguna de las
preguntas que se le dirigen cuando la verdad está en juego, pero
también en este caso se trata de palabras breves, pronunciadas sin
ira. El silencio es en sólo y únicamente amor. El silencio de Jesús en
la Pasión es la clave para comprender el silencio de Dios. Cuando el
ruido de las palabras se hace demasiado estridente, la única manera de
decir algo es callándose. El silencio de Jesús de hecho inquieta,
irrita, saca a la luz la falta de verdad de las propias palabras, como
cuando callaba ante los acusadores de la adultera. «Hay que callarse
ante aquello de lo que no se puede hablar»... «Tengo muchas cosas que
decir, o más bien una sola pero tan grande como el mar», exclama al
estar cerca de la muerte la heroína de una ópera lírica. Estas
palabras se podrían poner en labios de Jesús. Él sólo tenía una cosa
que decir, pero tan grande que los hombres no estaban preparados para
acogerla. Había tratado de decirla pronunciando, ante Pilatos, la
palabra «¡verdad!», pero conocemos el desenlace". «Adoramus te,
Christe, et benedicimus tibi, quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum»: «Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, pues con tu santa
Cruz redimiste al mundo».
f) La liturgia del Jueves Santo es una invitación a profundizar
concretamente en el misterio de la Pasión de Cristo, ya que quien
desee seguirle tiene que sentarse a su mesa y, con máximo
recogimiento, ser espectador de todo lo que aconteció 'en la noche en
que iban a entregarlo'. Y por otro lado, el mismo Señor Jesús nos da
un testimonio idóneo de la vocación al servicio del mundo y de la
Iglesia que tenemos todos los fieles cuando decide lavarle los pies a
sus discípulos. En este sentido, el Evangelio de San Juan presenta a
Jesús 'sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía
de Dios y a Dios volvía' pero que, ante cada hombre, siente tal amor
que, igual que hizo con sus discípulos, se arrodilla y le lava los
pies, como gesto inquietante de una acogida incansable. San Pablo
completa el retablo recordando a todas las comunidades cristianas lo
que él mismo recibió: que aquella memorable noche la entrega de Cristo
llegó a hacerse sacramento permanente en un pan y en un vino que
convierten en alimento su Cuerpo y Sangre para todos los que quieran
recordarle y esperar su venida al final de los tiempos, quedando
instituida la Eucaristía. La Santa Misa es entonces la celebración de
la Cena del Señor en la cuál Jesús, un día como hoy, la víspera de su
pasión, "mientras cenaba con sus discípulos tomó pan..." (Mt 28, 26).
Él quiso que, como en su última Cena, sus discípulos nos reuniéramos y
nos acordáramos de Él bendiciendo el pan y el vino: "Hagan esto en
memoria mía" (Lc 22,19). Antes de ser entregado, Cristo se entrega
como alimento. Sin embargo, en esa Cena, el Señor Jesús celebra su
muerte: lo que hizo, lo hizo como anuncio profético y ofrecimiento
anticipado y real de su muerte antes de su Pasión. Por eso "cuando
comemos de ese pan y bebemos de esa copa, proclamamos la muerte del
Señor hasta que vuelva" (1 Cor 11, 26). De aquí que podamos decir que
la Eucaristía es memorial no tanto de la Ultima Cena, sino de la
Muerte de Cristo que es Señor, y "Señor de la Muerte", es decir, el
Resucitado cuyo regreso esperamos según lo prometió Él mismo en su
despedida: " un poco y ya no me veréis y otro poco y me volveréis a
ver" (Jn 16,16). Como dice el prefacio de este día: "Cristo verdadero
y único sacerdote, se ofreció como víctima de salvación y nos mandó
perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya". Pero esta Eucaristía
debe celebrarse con características propias: como Misa "en la Cena del
Señor". En esta Misa, de manera distinta a todas las demás
Eucaristías, no celebramos "directamente" ni la muerte ni la
Resurrección de Cristo. No nos adelantamos al Viernes Santo ni a la
Noche de Pascua. Hoy celebramos la alegría de saber que esa muerte del
Señor, que no terminó en el fracaso sino en el éxito, tuvo un por qué
y para qué: fue una "entrega", un "darse", fue "por algo" o, mejor
dicho, "por alguien" y nada menos que por "nosotros y por nuestra
salvación" (Credo). "Nadie me quita la vida, había dicho Jesús, sino
que Yo la entrego libremente. Yo tengo poder para entregarla." (Jn
10,16), y hoy nos dice que fue para "remisión de los pecados" (Mt
26,28). Por eso esta Eucaristía debe celebrarse lo más solemnemente
posible, pero, en los cantos, en el mensaje, en los signos, no debe
ser ni tan festiva ni tan jubilosamente explosiva como la Noche de
Pascua, noche en que celebramos el desenlace glorioso de esta entrega,
sin el cual hubiera sido inútil; hubiera sido la entrega de uno más
que muere por los pobre y no los libera. Pero tampoco esta Misa está
llena de la solemne y contrita tristeza del Viernes Santo, porque lo
que nos interesa "subrayar"; en este momento, es que "el Padre nos
entregó a su Hijo para que tengamos vida eterna" (Jn 3, 16) y que el
Hijo se entregó voluntariamente a nosotros independientemente de que
se haya tenido que ser o no, muriendo en una cruz ignominiosa. Hoy hay
alegría y la iglesia rompe la austeridad cuaresmal cantando el
"gloria": es la alegría del que se sabe amado por Dios, pero al mismo
tiempo es sobria y dolorida, porque conocemos el precio que le
costamos a Cristo. Podríamos decir que la alegría es por nosotros y el
dolor por Él. Sin embargo predomina el gozo porque en el amor nunca
podemos hablar estrictamente de tristeza, porque el que da y se da con
amor y por amor lo hace con alegría y para dar alegría. Podemos decir
que hoy celebramos con la liturgia (1a Lectura) la Pascua, pero la de
la Noche del Éxodo (Ex 12) y no la de la llegada a la Tierra Prometida
(Jos. 5, 10-ss). Hoy inicia la fiesta de la "crisis pascual", es decir
de la lucha entre la muerte y la vida, ya que la vida nunca fue
absorbida por la muerte pero sí combatida por ella. La noche del
sábado de Gloria es el canto a la victoria pero teñida de sangre y hoy
es el himno a la lucha pero de quien lleva la victoria porque su arma
es el amor (www.elarcadenoe.org).
g) Jesús y la amistad. Encuentra un tesoro (eclesiastés), encuentra un
tesoro y encontrarás amigos: "Cum felix eris multos numerabis amicos.
Tempora, si fuerint nubila, solus eris" (Ovidio). La Amistad es clave
de la vida humano-divina. A modo y manera, de un rato de
"contemplación", mirando hacia dentro, y soñar con lo que siempre he
soñado: encontrar en el hondón de mí, ese amor desinteresado, sin
mezcla de comercio, ni nada parecido. ¡AMOR, AMOR! Un cheque en
blanco. Te quiero, porque... te quiero, sin saber por qué te quiero.
Nada te doy con vistas a que me des. No busco, ni quiero
compensaciones. Nada, solo AMOR. "No me tienes que dar porque te
quiera, / pues, aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te
quiero te quisiera".
*La amistad es la realidad más perfecta, más bella, más pura de amor.
¿Por qué? Y más o menos así nos responden algunos pensadores griegos:
el amor matrimonial no es el más perfecto. No es el prototipo del amor
humano, el modelo perfecto. El amor en el Matrimonio supone intereses
de todo tipo. Porque mi cónyuge tiene algo que yo no tengo por mi
propia naturaleza. Si soy varón, no sé, ni puedo experimentar como
siente, como piensa, como quiere, como obra la mujer. En ella puedo
aprender algo que ignoro por mi propia naturaleza de varón. En mí, al
darme en matrimonio, surge el interés natural de enriquecerme con una
experiencia que yo no poseo. En cambio, el AMOR de AMISTAD supone un
TOTAL DESINTERÉS. Si hay intereses en nuestras relaciones humanas,
puede haber alguna clase de amor, pero no el de AMISTAD. Ahí me doy,
no porque LO QUIERO (filein), como se quiere una bicicleta, un libro o
a un tío, sino porque LO AMO (ágape), es decir, porque le doy la VIDA,
si es preciso, perdiendo MI PROPIA VIDA. Eso es AMOR. Viene de A
(partícula privativa = sin). Y de MOR (mors-mortis = la muerte). AMOR
= SIN + MUERTE, luego es = VIDA. AMOR es VIDA. Si doy amor, estoy
dando mi vida. Ya sabéis quien lo hizo...
** "seis días antes, tan solo, de la Pascua, fue recibido por amigos
de verdad", que no hacen traición y que todo lo dan, todo lo entregan
y lo ponen a tu servicio. Esto "fue en Betania". Cenó con ellos, que
la cena es siempre más romántica, íntima y amorosa, porque brillan los
ojos al resplandor de la llama de las velas. Y además, aquel
anochecer, en Betania, fue un derroche de amor, de ágape, que es el
amor totalmente desinteresado, "al llenarse la estancia del perfume
caro", selecto y para tal circunstancia, con que "María ungió sus pies
y no encontró mejor paño para enjugarlos que sus propios cabellos".
Marta servía. "Lázaro, símbolo de la resurrección y de la alegría, era
uno de los comensales. María escuchaba." Los amigos escuchan. Los
demás, solo nos oyen. Antes de las horas de brutalidad y odio, la hora
de la AMISTAD y de la convivencia… "la casa se llenó de la fragancia
del perfume". Escena misteriosa y gesto insólito, excesivo, enorme, un
derroche. El salario anual de un obrero. Así lo vio y juzgó Judas. No
era amigo, no entendía las locuras de la amistad. Ratzinger indica que
"el aceite proporciona al hombre fuerza y belleza, posee una fuerza
curativa y nutritiva. En la unción de profetas, reyes y sacerdotes, es
signo de una exigencia más elevada.
El aceite de oliva —por lo que he podido apreciar— no aparece en el
Evangelio de Juan. El costoso «aceite de nardo», con el que el Señor
fue ungido por María en Betania antes de su pasión (cf. Jn 12, 3), era
considerado de origen oriental. En esta escena aparece, por una parte,
como signo de la santa prodigalidad del amor y, por otra, como
referencia a la muerte y a la resurrección".
h) Benedicto XVI hablaba del signo del vino: "Mientras el agua es un
elemento fundamental para la vida de todas las criaturas de la tierra,
el pan de trigo, el vino y el aceite de oliva son dones típicos de la
cultura mediterránea. El canto solemne de la creación, el Salmo 104,
habla en primer lugar de la hierba, que Dios ha pensado para el
ganado, y después menciona lo que Dios regala al hombre a través de la
tierra: el pan que se obtiene de la tierra, el vino que le alegra el
corazón y, finalmente, el aceite, que da brillo a su rostro. Luego
habla otra vez del pan que lo fortalece (cf. vv. 14s). Los tres
grandes dones de la tierra se han convertido, junto con el agua, en
los elementos sacramentales fundamentales de la Iglesia, en los cuales
los frutos de la creación se convierten en vehículos de la acción de
Dios en la historia, en «signos» mediante los cuales Él nos muestra su
especial cercanía". El pan "representa la bondad de la creación y del
Creador, pero al mismo tiempo la humildad de la sencillez de la vida
cotidiana. En cambio, el vino representa la fiesta; permite al hombre
sentir la magnificencia de la creación. Así, es propio de los ritos
del sábado, de la Pascua, de las bodas". Y nos deja vislumbrar algo de
la fiesta definitiva de Dios con la humanidad, a la que tienden todas
las esperanzas de Israel. «El Señor todopoderoso preparará en este
monte [Sión] para todos los pueblos un festín... un festín de vinos de
solera... de vinos refinados.» (Is 25, 6). "El pan lo encontramos en
la escena de la multiplicación de los panes, ampliamente documentada
también por los sinópticos, e inmediatamente después en el gran sermón
eucarístico del Evangelio de Juan. El don del vino nuevo se encuentra
en el centro de la boda de Caná (cf. 2, 1-12), mientras que, en sus
sermones de despedida, Jesús se presenta como la verdadera vid (cf.
15, 1-10)".
"Mientras la historia de Caná trata del fruto de la vid con su rico
simbolismo, en Juan 15 —en el contexto de los sermones de despedida—
Jesús retoma la antiquísima imagen de la vid y lleva a término la
visión que hay en ella. Para entender este sermón de Jesús es
necesario considerar al menos un texto fundamental del Antiguo
Testamento que contiene el tema de la vid y reflexionar brevemente
sobre una parábola sinóptica afín, que recoge el texto
veterotestamentario y lo transforma. En Isaías 5, 1-7 nos encontramos
una canción de la viña. Probablemente el profeta la ha cantado con
ocasión de la fiesta de las Tiendas, en el marco de la alegre
atmósfera que caracterizaba su celebración, que duraba ocho días (cf.
Dt 16, 14). Uno se puede imaginar cómo en las plazas, entre las chozas
de ramas y hojas, se ofrecía todo tipo de representaciones, y cómo el
profeta apareció entre los que celebraban la fiesta anunciándoles un
canto de amor: el canto de su amigo y su viña. Todos sabían que la
«viña» era la imagen de la esposa (cf. Q 2, 15; 7, 13); así, esperaban
algo ameno que correspondiera al clima de la fiesta. Y, en efecto, el
canto empezaba bien: el amigo tenía una viña en un suelo fértil, en el
que plantó cepas selectas, y hacía todo lo imaginable para su buen
desarrollo. Pero después cambió la situación: la viña le decepcionó y
en vez de fruto apetitoso no dio sino pequeños agracejos que no se
podían comer. Los oyentes entienden lo que eso significa: la esposa
había sido infiel, había defraudado la confianza y la esperanza, el
amor que había esperado el amigo. ¿Cómo continuará la historia? El
amigo abandona la viña al pillaje, repudia a la esposa dejándola en la
deshonra que ella misma se había ganado.
Ahora está claro: la viña, la esposa, es Israel, son los mismos
espectadores, a los que Dios ha mostrado el camino de la justicia en
la Torá; estos hombres a los que había amado y por los que había hecho
de todo, y que le han correspondido quebrantando la Ley y con un
régimen de injusticias. El canto de amor se convierte en amenaza de
juicio, finaliza con un horizonte sombrío, con la imagen del abandono
de Israel por parte de Dios, tras el cual no se ve en ese momento
promesa alguna. Se hace alusión a la situación que, en la hora
angustiosa en que se verifique, se describe en el lamento ante Dios
del Salmo 80: «Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y
la trasplantaste; le preparaste el terreno... ¿Por qué has derribado
su cerca para que la saqueen los viandantes...?» (vv. 9-13). En el
Salmo, el lamento se convierte en súplica: «Cuida esta cepa que tu
diestra plantó..., Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu
rostro y nos salve» (v. 16-20).
Tras los profundos cambios históricos que tuvieron lugar a partir del
exilio, todavía era ésta fundamentalmente la situación antigua y nueva
que Jesús se encontró en Israel, y habló al corazón de su pueblo. En
una parábola posterior, ya cercano a su pasión, retoma el canto de
Isaías modificándolo (cf. Mc 12, 1-12). Sin embargo, en sus palabras
ya no aparece la vid como imagen de Israel; Israel está ahora
representado más bien por los arrendatarios de una viña, cuyo dueño ha
marchado y reclama desde lejos los frutos que le corresponden. La
historia de la lucha siempre nueva de Dios por y con Israel se muestra
en una sucesión de «criados» que, por encargo del dueño, llegan para
recoger la renta, su parte de la vendimia. En el relato, que habla del
maltrato, más aún, del asesinato de los criados, aparece reflejada la
historia de los profetas, su sufrimiento y lo infructuoso de sus
esfuerzos.
Finalmente, en un último intento, el dueño envía a su «hijo querido»,
el heredero, quien como tal también puede reclamar la renta ante los
jueces y, por ello, cabe esperar que le presten atención. Pero ocurre
lo contrario: los viñadores matan al hijo precisamente por ser el
heredero; de esta manera, pretenden adueñarse definitivamente de la
viña. En la parábola, Jesús continúa: «¿Qué hará el dueño de la viña?
Acabará con los labradores y arrendará la viña a otros» (Mc 12, 9).
En este punto la parábola, como ocurre también en el canto de Isaías,
pasa de ser un aparente relato de acontecimientos pasados a referirse
a la situación de los oyentes. La historia se convierte de repente en
actualidad. Los oyentes lo saben: Él habla de nosotros (cf. v. 12). Al
igual que los profetas fueron maltratados y asesinados, así vosotros
me queréis matar: hablo de vosotros y de mí.
La exégesis moderna acaba aquí, trasladando así de nuevo la parábola
al pasado. Aparentemente habla sólo de lo que sucedió entonces, del
rechazo del mensaje de Jesús por parte de sus contemporáneos; de su
muerte en la cruz. Pero el Señor habla siempre en el presente y en
vista del futuro. Habla precisamente también con nosotros y de
nosotros. Si abrimos los ojos, todo lo que se dice ¿no es de hecho una
descripción de nuestro presente? ¿No es ésta la lógica de los tiempos
modernos, de nuestra época? Declaramos que Dios ha muerto y, de esta
manera, ¡nosotros mismos seremos dios! Por fin dejamos de ser
propiedad de otro y nos convertimos en los únicos dueños de nosotros
mismos y los propietarios del mundo. Por fin podemos hacer lo que nos
apetezca. Nos desembarazamos de Dios; ya no hay normas por encima de
nosotros, nosotros mismos somos la norma. La «viña» es nuestra.
Empezamos a descubrir ahora las consecuencias que está teniendo todo
esto para el hombre y para el mundo...
Regresemos al texto de la parábola. En Isaías no había en este punto
promesa alguna en perspectiva; en el Salmo, en el momento en que se
cumple la amenaza, el dolor se convierte en oración. Ésta es la
situación de Israel, de la Iglesia y de la humanidad que se repite
siempre. Una y otra vez volvemos a estar en la oscuridad de la prueba,
pudiendo clamar a Dios: «¡Restáuranos!». En las palabras de Jesús, sin
embargo, hay una promesa, una primera respuesta a la plegaria: «¡Cuida
esta cepa!». El reino se traspasa a otros siervos: esta afirmación es
tanto una amenaza de juicio como una promesa. Significa que el Señor
mantiene firmemente en sus manos su viña, y que ya no está supeditado
a los criados actuales. Esta amenaza-promesa afecta no sólo a los
círculos dominantes de los que y con los que habla Jesús. Es válida
también en el nuevo pueblo de Dios. No afecta a la Iglesia en su
conjunto, es cierto, pero sí a las Iglesias locales, siempre de nuevo,
tal como muestra la palabra del Resucitado a la Iglesia de Efeso:
«Arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera. Si no te arrepientes,
vendré a ti y arrancaré tu candelabro de su puesto.» (Ap 2,5).
Pero a la amenaza y la promesa del traspaso de la viña a otros criados
sigue una promesa mucho más importante. El Señor cita el Salmo 118,22:
«La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular».
La muerte del Hijo no es la última palabra. Aquel que han matado no
permanece en la muerte, no queda «desechado». Se convierte en un nuevo
comienzo. Jesús da a entender que El mismo será el Hijo ejecutado;
predice su crucifixión y su resurrección, y anuncia que de El, muerto
y resucitado, Dios levantará una nueva edificación, un nuevo templo en
el mundo.
Se abandona la imagen de la cepa y se reemplaza por la imagen del
edificio vivo de Dios. La cruz no es el final, sino un nuevo comienzo.
El canto de la viña no termina con el homicidio del hijo. Abre el
horizonte para una nueva acción de Dios. La relación con Juan 2, con
las palabras sobre la destrucción del templo y su nueva construcción,
es innegable. Dios no fracasa; cuando nosotros somos infieles, El
sigue siendo fiel (cf. 2 Tm 2,13). El encuentra vías nuevas y más
anchas para su amor. La cristología indirecta de las primeras
parábolas queda superada aquí gracias a una afirmación cristológica
muy clara.
La parábola de la viña en los sermones de despedida de Jesús continúa
toda la historia del pensamiento y de la reflexión bíblica sobre la
vid, dándole una mayor profundidad. «Yo soy la verdadera la vid» (Jn
15,1), dice el Señor. En estas palabras resulta importante sobre todo
el adjetivo «verdadera»". Con mucho acierto dice Charles K. Barrett:
«Fragmentos de significado a los que se alude veladamente mediante
otras vides, aparecen aquí recogidos y explicitados a través de Él. Él
es la verdadera vid». Pero el elemento esencial y de mayor relieve en
esta frase es el «Yo soy»: el Hijo mismo se identifica con la vid, Él
mismo se ha convertido en vid (hemos hablado de esto la semana pasada,
al reinterpretar Jesús en Jn 8 toda la revelación de Yahvé, como
profecía de ese "Yo soy con vosotros", que planta la tienda con la
encarnación. "Se ha dejado plantar en la tierra. Ha entrado en la vid:
el misterio de la encarnación, del que Juan habla en el Prólogo, se
retoma aquí de una manera sorprendentemente nueva. La vid ya no es una
criatura a la que Dios mira con amor, pero que no obstante puede
también arrancar y rechazar. El mismo se ha hecho vid en el Hijo, se
ha identificado para siempre y ontológicamente con la vid.
Esta vid ya nunca podrá ser arrancada, no podrá ser abandonada al
pillaje: pertenece definitivamente a Dios, a través del Hijo Dios
mismo vive en ella. La promesa se ha hecho irrevocable, la unidad
indestructible. Éste es el nuevo y gran paso histórico de Dios, que
constituye el significado más profundo de la parábola: encarnación,
muerte y resurrección se manifiestan en toda su magnitud. «Cristo
Jesús, el Hijo de Dios... no fue primero "sí" y luego "no"; en Él todo
se ha convertido en un "sí"; en Él todas las promesas de Dios han
recibido un "sí"» (2 Co 1, 19s): así es como lo expresa san Pablo.
El hecho es que la vid, mediante Cristo, es el Hijo mismo, es una
realidad nueva, aunque, una vez más, ya se encontraba preparada en la
tradición bíblica. El Salmo 80, 18 había relacionado estrechamente al
«Hijo del hombre» con la vid. Pero, puesto que ahora el Hijo se ha
convertido Él mismo en la vid, esto comporta que precisamente de este
modo sigue siendo una cosa sola con los suyos, con todos los hijos de
Dios dispersos, que El ha venido a reunir (cf. Jn 11, 52). La vid como
atributo cristológico contiene también en sí misma toda una
eclesiología. Significa la unión indisoluble de Jesús con los suyos
que, por medio de El y con Él, se convierten todos en «vid», y que su
vocación es «permanecer» en la vid. Juan no conoce la imagen de Pablo
del «cuerpo de Cristo». Sin embargo, la imagen de la vid expresa
objetivamente lo mismo: la imposibilidad de separar a Jesús de los
suyos, su ser uno con Él y en Él. Así, las palabras sobre la vid
muestran el carácter irrevocable del don concedido por Dios, que nunca
será retirado. En la encarnación Dios se ha comprometido a sí mismo;
pero al mismo tiempo estas palabras nos hablan de la exigencia de este
don, que siempre se dirige de nuevo a nosotros reclamando nuestra
respuesta". Veo relación entre esta vid plantada (Cristo) con la
revelación del "Yo soy" entre nosotros, que no nos abandona, que se
une íntimamente, está plantado íntimamente en la tierra, en la
historia nuestra, en cada persona, y no podrá ya ser arrancado...
"Como hemos dicho antes, la vid ya no puede ser arrancada, ya no puede
ser abandonada al pillaje. Pero en cambio hay que purificarla
constantemente. Purificación, fruto, permanencia, mandamiento, amor,
unidad: éstas son las grandes palabras clave de este drama del ser en
y con el Hijo en la vid, un drama que el Señor con sus palabras nos
pone ante nuestra alma. Purificación: la Iglesia y el individuo
siempre necesitan purificarse. Los actos de purificación, tan
dolorosos como necesarios, aparecen a lo largo de toda la historia, a
lo largo de toda la vida de los hombres que se han entregado a Cristo.
En estas purificaciones está siempre presente el misterio de la muerte
y la resurrección. Hay que recortar la autoexaltación del hombre y de
las instituciones; todo lo que se ha vuelto demasiado grande debe
volver de nuevo a la sencillez y a la pobreza del Señor mismo.
Solamente a través de tales actos de mortificación la fecundidad
permanece y se renueva.
La purificación tiende al fruto, nos dice el Señor. ¿Cuál es el fruto
que Él espera? Veamos en primer lugar el fruto que Él mismo ha
producido con su muerte y resurrección. Isaías y toda la tradición
profética habían dicho que Dios esperaba uvas de su viña y, con ello,
un buen vino: una imagen para indicar la justicia, la rectitud, que se
alcanza viviendo en la palabra de Dios, en la voluntad de Dios; la
misma tradición habla de que Dios, en lugar de eso, no encuentra más
que agracejos inútiles y para tirar: una imagen de la vida alejada de
la justicia de Dios y que tiende a la injusticia, la corrupción y la
violencia. La vid debe dar uva de calidad de la que se pueda obtener,
una vez recogida, prensada y fermentada, un vino de calidad.
Recordemos que la imagen de la vid aparece también en el contexto de
la Última Cena. Tras la multiplicación de los panes Jesús había
hablado del verdadero pan del cielo que Él iba a dar, ofreciendo así
una interpretación anticipada y profunda del Pan eucarístico. Resulta
difícil imaginar que con las palabras sobre la vid no aluda
tácitamente al nuevo vino selecto, al que ya se había referido en Caná
y que Él ahora nos regala: el vino que vendría de su pasión, de su
amor «hasta el extremo» (13, 1). En este sentido, también la imagen de
la vid tiene un trasfondo eucarístico; hace alusión al fruto que Jesús
trae: su amor que se entrega en la cruz, que es el vino nuevo y
selecto reservado para el banquete nupcial de Dios con los hombres.
Aunque sin citarla expresamente, la Eucaristía resulta así
comprensible en toda su grandeza y profundidad. Nos señala el fruto
que nosotros, como sarmientos, podemos y debemos producir con Cristo y
gracias a Cristo: el fruto que el Señor espera de nosotros es el amor
—el amor que acepta con Él el misterio de la cruz y se convierte en
participación de la entrega que hace de sí mismo— y también la
verdadera justicia que prepara al mundo en vista del Reino de Dios.
Purificación y fruto van unidos; sólo a través de las purificaciones
de Dios podemos producir un fruto que desemboque en el misterio
eucarístico, llevando así a las nupcias, que es el proyecto de Dios
para la historia. Fruto y amor van unidos: el fruto verdadero es el
amor que ha pasado por la cruz, por las purificaciones de Dios.
También el «permanecer» es parte de ello. En Juan 15,1-10 aparece diez
veces el verbo griego ménein (permanecer). Lo que los Padres llaman
perseverantia —el perseverar pacientemente en la comunión con el Señor
a través de todas las vicisitudes de la vida— aquí se destaca en
primer plano. Resulta fácil un primer entusiasmo, pero después viene
la constancia también en los caminos monótonos del desierto que se han
de atravesar a lo largo de la vida, la paciencia de proseguir siempre
igual aun cuando disminuye el romanticismo de la primera hora y sólo
queda el «sí» profundo y puro de la fe. Así es como se obtiene
precisamente un buen vino. Agustín vivió profundamente la fatiga de
esta paciencia después de la luz radiante del comienzo, después del
momento de la conversión, y precisamente de este modo conoció el amor
por el Señor y la inmensa alegría de haberlo encontrado.
Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es
precisamente este «permanecer», que tiene que ver profundamente con
esa fe que no se aparta del Señor. En el versículo 7 se habla de la
oración como un factor esencial de este permanecer: a quien ora se le
promete que será escuchado. Rezar en nombre de Jesús no es pedir
cualquier cosa, sino el don fundamental que, en sus sermones de
despedida, Él denomina como «la alegría», mientras que Lucas lo llama
Espíritu Santo (cf. Lc 11, 13), lo que en el fondo significa lo mismo.
Las palabras sobre el permanecer en el amor remiten al último
versículo de la oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17, 26),
vinculando así también el relato de la vid al gran tema de la unidad,
que allí el Señor presenta como una súplica al Padre.

Si nos revestimos de la humildad de Cristo, nos resultará más fácil,
entre otras cosas, trabajar por la unidad de los cristianos, ya que
paz y unidad son el cortejo natural de la humildad. Y lo son también
en el seno de la familia. El matrimonio nace de un acto de humildad.
El joven que se enamora y que pide de rodillas, como se acostumbraba
antaño, la mano de una chica, está haciendo el acto de humildad más
radical de toda su vida. Se vuelve mendigo y es como si dijera: "Dame
tu ser, que con el mío no me basta. ¡Yo no me basto a mí mismo!"
Podría decirse que Dios creó al hombre varón y mujer para que
aprendiesen a ser humildes, a salir de sí mismos, a no ser altaneros y
autosuficientes, y para que descubriesen la felicidad que existe en
depender de alguien que te ama. Que ha inscrito la humildad en nuestra
carne. ¡Pero cuántas veces, por desgracia, el orgullo vuelve a tomar
luego las riendas y le hace pagar caro al otro la necesidad inicial
que se tuvo de él o de ella! Entonces entre el hombre y la mujer se
levanta el terrible muro del orgullo y de la incomunicación que apagan
todas las alegrías. También a los esposos cristianos se dirige, en
esta tarde, la invitación a deponer al pie de la cruz todos los
resentimientos y a reconciliarse mutuamente, echándose uno a otro, si
es posible, los brazos al cuello por amor a Cristo que, en este día,
"dio muerte en él al odio" (Ef 2,16).
El "pueblo humilde" estaba representado, al pie de la cruz, por María,
a la que un texto del concilio Vaticano II llama "la primera de esos
humildes y esos pobres del Señor que esperan con confianza y que
reciben de él la salvación" (Lumen Gentium, 55.) . A ella dirigimos,
pues, nuestra oración: "Oh María, primicia del pueblo humilde y del
resto de Israel, sierva sufriente junto al Siervo sufriente, nueva Eva
obediente junto al nuevo Adán, alcánzanos de Jesús, con tu intercesión
la gracia de ser humildes. Enséñanos a 'humillarnos bajo la mano
poderosa de Dios', como te humillaste tú. Amén".

En la Misa vespertina de la Cena del Señor, re-memoramos que el cáliz de la salvación es amor hasta el extremo, que nos enseña a amar (servir, pasar del egoísmo a la donación)

El Jueves Santo se celebra: la Última Cena, el lavatorio de los pies,
la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio la oración de Jesús
en el Huerto de Getsemaní. El sacramento del servicio (lavatorio de
los pies), como mandato del Señor, se realizó siempre en este día como
expresión vivida del espíritu que tiene que animar a los seguidores
del Maestro: No vine a ser servido sino a servir. El Sacramento de la
Eucaristía, misterio de fe de una comunidad constituida por la memoria
del Señor, se realizó de manera especial el Jueves Santo, como
sacramento de la fraternidad. El sacramento del sacerdocio fue siempre
proclamado en este día, como la mediación de la presencia de
Jesucristo, el Buen Pastor.
El Éxodo nos cuenta que "dijo el Señor a Moisés y a Aarón en tierra de
Egipto: -«Este mes será para vosotros el principal de los meses; será
para vosotros el primer mes del año. Decid a toda la asamblea de
Israel: "El diez de este mes cada uno procurará un animal para su
familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para
comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el
número de personas; y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. Será
un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito.
Lo guardaréis hasta el día catorce del mes, y toda la asamblea de
Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y rociaréis las dos
jambas y el dintel de la casa donde lo hayáis comido. Esa noche
comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y
verduras amargas. Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias
en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa,
porque es la Pascua, el paso del Señor.
Esta noche pasaré por todo el país de Egipto, dando muerte a todos sus
primogénitos, de hombres y de animales; y haré justicia de todos los
dioses de Egipto. Yo soy el Señor. La sangre será vuestra señal en las
casas donde estéis; cuando vea la sangre, pasaré de largo; no os
tocará la plaga exterminadora, cuando yo pase hiriendo a Egipto. Este
día será para vosotros memorable, en él celebraréis la fiesta del
Señor, ley perpetua para todas las generaciones."»"
Esta pascua es profecía de la que hoy celebramos. Después de la Misa
podemos leer algunos pasajes como Marcos14 (32-42) y en general la
pasión del Señor, y entrar en los sentimientos de Jesús en esos
momentos de la oración del huerto: miedo y angustia ante la muerte,
tristeza y soledad, compromiso por cumplir la voluntad de Dios, amor
hacia todos nosotros. Los monumentos y la visita a iglesias (en algún
lugar la costumbre es visitar siete) es un acompañamiento a Jesús, en
momentos de ir y venir en la noche de la traición.
No sabemos si Jesús siguió la cena judía, pero en cualquier caso hacía
la cena acostumbrada y puede servirnos recordar que ésta constaba de
ocho partes: 1. Encendido de las luces de la fiesta: El que presidía
la celebración encendía las velas, todos permanecían de pie y hacían
una oración. 2. La bendición de la fiesta (Kiddush): Se sentaban todos
a la mesa. Delante del que presidía la cena, había una gran copa o
vasija de vino. Frente a los demás miembros de la familia había un
plato pequeño de agua salada y un plato con matzás, rábano o alguna
otra hierba amarga, jaroses y alguna hierba verde. Se servía la
primera copa de vino, la copa de acción de gracias, y les daban a
todos los miembros de la familia. Todos bebían la primera copa de
vino. Después el sirviente presentaba una vasija, jarra y servilleta
al que presidía la celebración, para que se lavara sus manos mientras
decía la oración. Se comían la hierba verde, el sirviente llevaba un
plato con tres matzás grandes, cada una envuelta en una servilleta. El
que presidía la ceremonia desenvolvía la pieza superior y la levantaba
en el plato. 3. La historia de la salida de Egipto (Hagadah). Se
servían la segunda copa de vino, la copa de Hagadah. Alguien de la
familia leía la salida de Egipto del libro del Éxodo, capítulo 12. El
sirviente traía el cordero pascual que debía ser macho y sin mancha y
se asaba en un asador en forma de cruz y no se le podía romper ningún
hueso. Se colocaba delante del que presidía la celebración les
preguntaba por el significado de la fiesta de Pesaj. Ellos respondían
que era el cordero pascual que nuestros padres sacrificaron al Señor
en memoria de la noche en que Yahvé pasó de largo por las casas de
nuestros padres en Egipto. Luego tomaba la pieza superior del pan
ázimo y lo sostenía en alto. Luego levantaba la hierba amarga. 4.
Oración de acción de gracias por la salida de Egipto: El que presidía
la ceremonia levantaba su copa y hacía una oración de gracias.
Colocaba la copa de vino en su lugar. Todos se ponían de pie y
recitaban el salmo 113. 5. La solemne bendición de la comida: Todos se
sentaban y se bendecía el pan ázimo y las hierbas amargas. Tomaba
primero el pan y lo bendecía. Después rompía la matzá superior en
pequeñas porciones y distribuía un trozo a cada uno de los presentes.
Ellos lo sostenían en sus manos y decían una oración. Cada persona
ponía una porción de hierba amarga y algo de jaroses entre dos trozos
de matzá y decían juntos una pequeña oración. 6. La cena pascual. 7.
Bebida de la tercera copa de vino: la copa de la bendición.- Cuando se
terminaban la cena, el que presidía tomaba la mitad grande de la matzá
en medio del plato, la partía y la distribuía a todos los ahí
reunidos. Todos sostenían la porción de matzá en sus manos mientras el
que presidía decía una oración y luego se lo comían. Se les servía la
tercera copa de vino, "la copa de la bendición". Todos se ponían de
pie y tomaban la copa de la bendición. 8. Bendición final: Se llenaban
las copas por cuarta vez. Esta cuarta copa era la "Copa de
Melquisedec". Todos levantaban sus copas y decían una oración de
alabanza a Dios. Se las tomaban y el que presidía la ceremonia
concluía la celebración con la antigua bendición del Libro de los
Números (6, 24-26; explicación de Tere Fernández).
En una meditación, Ratzinger comentaba que "la Pascua judía era y
sigue siendo una fiesta familiar. No se celebraba en el templo, sino
en la casa. Ya en el Éxodo, en el relato de la noche oscura en que
tiene lugar el paso del ángel del Señor, aparece la casa como lugar de
salvación, como refugio. Por otra parte, la noche de Egipto es imagen
de las fuerzas de la muerte, de la destrucción y del caos, que surgen
siempre de las profundidades del mundo y del hombre y amenazan con
destruir la creación «buena» y con transformar el mundo en desierto,
en lugar inhabitable. En esta situación, la casa y la familia ofrecen
protección y abrigo; en otras palabras: el mundo ha de ser
continuamente defendido contra el caos; la creación ha de ser siempre
amparada y reconstruida.
En el calendario de los nómadas, de los cuales heredó Israel la fiesta
pascual, la Pascua era el primer día del año, el día en que Israel
había de ser nuevamente defendido contra la amenaza de la nada. La
casa y la familia son como el valle en que la vida se halla protegida,
el lugar de la seguridad y de la paz; la paz del habitar juntos, que
permite vivir y guarda la creación. También en tiempos de Jesús se
celebraba la Pascua en las casas, en las familias, luego de la
inmolación de los corderos en el templo. Estaba prohibido abandonar la
ciudad de Jerusalén en la noche de Pascua. Toda la ciudad se
consideraba lugar de salvación contra la noche del caos, y sus muros
eran como diques que defendieran la creación.
Todos los años, por Pascua, Israel debía acudir en peregrinación a la
ciudad santa, para volver a sus orígenes, para ser creado de nuevo,
para recibir otra vez su salvación, su liberación y fundamento. Hay
aquí una profunda sabiduría. A lo largo de un año, un pueblo se halla
siempre en peligro de disgregarse, no sólo exteriormente, sino también
desde dentro, y de perder así las bases interiores que lo sustentan y
rigen. Tiene necesidad de volver a sus antiguos fundamentos. La Pascua
representaba este retorno anual de Israel, desde los peligros de aquel
caos que amenaza a todo pueblo a aquello que antaño lo había fundado y
que continuaba edificándolo en todo momento, a su ininterrumpida
defensa y a la nueva creación de sus orígenes. Y puesto que Israel
sabía que sobre él brillaba la estrella de la elección, era también
consciente de que su buena o malaventura traería consecuencias para el
mundo entero, que en su existencia o en su fracaso se jugaba el
destino de la tierra y de la creación.
También Jesús celebró la Pascua conformándose al espíritu de esta
prescripción: en casa, con su familia, con los apóstoles, que se
habían convertido en su nueva familia. Obrando de este modo, obedecía
también a un precepto entonces vigente, según el cual los judíos que
acudían a Jerusalén podían establecer asociaciones de peregrinos,
llamadas chaburot, que por aquella noche constituían la casa y la
familia de la Pascua. Y es así como la Pascua ha venido a ser también
una fiesta de los cristianos. Nosotros somos la chaburah de Jesús, su
familia, la que el fundó con sus compañeros de peregrinación, con los
amigos que con él recorren el camino del Evangelio a través de la
tierra y de la historia.
Como compañeros suyos de peregrinación, nosotros somos su casa, y de
esta suerte la Iglesia es la nueva familia y la nueva ciudad que es
para nosotros lo que fue Jerusalén, casa viviente que aleja las
fuerzas del mal y lugar de paz que protege a la creación y a nosotros
mismos. La Iglesia es la nueva ciudad en cuanto familia de Jesús; es
la Jerusalén viviente, cuya fe es barrera y muralla contra las fuerzas
amenazantes del caos, que se confabulan para destruir el mundo. Sus
murallas se hacen fuertes en virtud del signo de la sangre de Cristo,
es decir, en virtud del amor que llega hasta el fin y que no conoce
límites. Este amor es la potencia que lucha contra el caos; es la
fuerza creadora que funda continuamente al mundo, los pueblos y las
familias, y de este modo nos ofrece el shalom, el lugar de la paz, en
el que podemos vivir el uno con el otro, el uno para el otro, el uno
proyectado hacia el otro.
Pienso que, sobre todo en nuestro tiempo, existen sobradas razones
para reflexionar de nuevo sobre tales analogías y referencias, y para
dejar que ellas nos hablen. Porque no podemos menos de ver la fuerza
del caos; no podemos menos de ver cómo surgen, precisamente en el seno
de una sociedad desarrollada que parece saberlo y poderlo todo, las
fuerzas primordiales del caos que se oponen a lo que esa sociedad
define como progreso. Vemos cómo un pueblo que ha llegado a la cúspide
del bienestar, de la capacidad técnica y del dominio científico del
mundo, puede ser destruido desde dentro, y cómo la creación es
amenazada por las oscuras potencias que anidan en el corazón del
hombre y cuya sombra se cierne sobre el mundo.
Sabemos por experiencia que la técnica y el dinero no pueden por sí
solos alejar la capacidad destructiva del caos. Únicamente pueden
hacerlo las murallas auténticas que el Señor nos ha construido y la
nueva familia que nos ha dado. Y yo pienso que, por este motivo, la
fiesta pascual, que nosotros hemos recibido de los nómadas a través de
Israel y de Cristo, tiene también una importancia política eminente en
el más profundo de los sentidos. Nuestros pueblos de Europa tienen
necesidad de volver a sus fundamentos espirituales si no quieren
perecer, víctimas de la autodestrucción.
Esta fiesta debería volver a ser hoy una fiesta de la familia, que es
el auténtico dique puesto para defensa de la nación y de la humanidad.
Quiera Dios que alcancemos a comprender de nuevo esta admonición, de
suerte que renovemos la celebración de la familia como casa viviente,
donde la humanidad crece y se vence al caos y la nada. Pero debemos
añadir que la familia, este lugar de la humanidad, este abrigo de la
criatura, únicamente puede subsistir cuando ella misma se halla puesta
bajo el signo del Cordero, cuando es protegida por la fuerza de la fe
y congregada por el amor de Jesucristo. La familia aislada no puede
sobrevivir; se disuelve sin remedio si no se inserta en la gran
familia, que le da estabilidad y firmeza. Por esta razón, ésta ha de
ser la noche en la que rehacemos el camino que conduce a la nueva
ciudad, a la nueva familia, a la Iglesia; la noche en que de nuevo nos
adherimos a ella con el más firme de los vínculos, como a la patria
del corazón. En esta noche deberíamos aprender de esta familia de
Jesucristo a conocer mejor a la familia humana y a la humanidad que ha
de guiarnos y protegernos.
Se nos ofrece otra reflexión. Israel heredó esta fiesta del culto y de
la cultura de los nómadas. Celebraban éstos la fiesta de la primavera
el día en que iniciaban una nueva migración con sus rebaños. Lo
primero que se hacía era trazar con sangre de cordero un círculo en
torno a las tiendas. Con este gesto trataban de defenderse seguramente
contra las fuerzas de la muerte, a las que deberían enfrentarse en no
pocas ocasiones en el mundo desconocido del desierto. La ceremonia se
llevaba a cabo con las vestimentas del peregrino en el momento de la
partida, con la comida de los nómadas, el cordero, las hierbas
amargas, que sustituían a la sal, y con el pan sin levadura. Israel ha
heredado de sus tiempos de nomadismo estos elementos fundamentales en
la celebración tradicional de la fiesta, y la Pascua le ha recordado
siempre el tiempo en que era un pueblo sin hogar, un pueblo en camino
y sin patria. Esta fiesta le ha traído siempre a la memoria que, aun
cuando tenemos casa, seguimos siendo nómadas; como hombres que somos,
nunca nos hallamos definitivamente en casa, estamos siempre con el pie
en el estribo. Y pues vamos de camino y nada nos pertenece, todo
cuanto poseemos es de todos y nosotros mismos somos el uno para el
otro. La Iglesia primitiva tradujo la palabra Pascha como «paso», y
expresó de este modo el camino de Jesucristo a través de la muerte
hasta la nueva vida de la Resurrección.
Por este motivo, la Pascua ha sido siempre, y sigue siendo hoy para
nosotros, fiesta de la peregrinación; también a nosotros nos dice:
somos únicamente huéspedes en la tierra; todos somos huéspedes de
Dios. Por eso nos exhorta a sentirnos hermanos de aquellos que son
huéspedes, pues nosotros mismos no somos otra cosa que huéspedes.
Somos tan sólo huéspedes en la tierra; el Señor, que se hizo él mismo
huésped y nómada, nos pide que nos abramos a todos aquellos que en
este mundo han perdido la patria; espera de nosotros que nos pongamos
a disposición de los que sufren, de los olvidados, de los
encarcelados, de los perseguidos. El está presente en todos ellos. En
la ley de Israel, cuando se dan normas para el tiempo en que el pueblo
se establezca definitivamente en la tierra prometida, se insiste en
prescribir que los peregrinos sean tratados igual que todos; y al
hacerlo, se acude siempre a las palabras: «¡Recuerda que tú mismo
fuiste nómada y peregrino!» Somos nómadas y peregrinos. Este es el
punto de vista desde el que debemos entender la tierra, nuestra vida
misma, el ser el uno para el otro.
Estamos tan sólo de paso en la tierra, y esto nos hace recordar
nuestra más secreta y profunda condición de peregrinos; nos hace
recordar que la tierra no es nuestra meta definitiva, que estamos en
camino hacia el mundo nuevo, y que las cosas de la tierra no
constituyen la realidad última y definitiva. Apenas nos atrevemos a
decirlo, porque se nos echa en cara que los cristianos no se han
preocupado nunca de las cosas terrenas, que no se han entregado en
serio a edificar la ciudad nueva de este mundo, siempre con el
pretexto de que tenían en el otro su morada. Nada de esto es verdad.
Quien se zambulle en el mundo, aquel que ve en la tierra el único
cielo, hace de la tierra un infierno, porque la fuerza a ser lo que no
puede ser, porque quiere poseer en ella la realidad definitiva, y de
esta suerte exige algo que le enfrenta consigo mismo, con la verdad y
con los demás.
No; nos hacemos libres, libres de la codicia de poseer, justamente
cuando tomamos conciencia de nuestro ser nómadas; es entonces cuando
nos hacemos libres los unos para los otros, y es entonces también
cuando se nos confía la responsabilidad de transformar la tierra,
hasta que podamos un día depositarla en las manos de Dios. Por esta
razón, esta noche del tránsito, que nos recuerda el último y
definitivo trayecto del Señor, ha de ser para nosotros exhortación
constante a recordar nuestro último viaje y a no echar en olvido que
un día debemos abandonar todo cuanto poseemos, y que, al final de la
vida, lo que de veras cuenta no es lo que tenemos, sino únicamente lo
que somos; que, a lo último, deberemos responder sobre cómo -fundados
en la fe- hemos sido personas en este mundo, personas que se han dado
recíprocamente la paz, la patria, la familia y la nueva ciudad". En
otro lugar, dirá el Papa que Jesús no celebró la pascua con cordero.
Siguiendo la costumbre del Qumram, que no reconocía el templo de
Herodes, esperando el templo definitivo, hacían este sacrificio. Jesús
celebró siendo él mismo el Cordero de Dios, puesto que era también el
Templo de Dios, que ya había llegado a este mundo.
El Salmo nos canta: "El cáliz de la bendición es comunión con la
sangre de Cristo. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. Te ofreceré un
sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor". Este cáliz es
identificado por la tradición cristiana con «la copa de la bendición»
(1 Cor 10,16), con la «copa de la Nueva Alianza» (1 Cor 11,25; Luc
22,20): expresiones que en el Nuevo Testamento hacen referencia
precisamente a la Eucaristía. San Basilio Magno comenta las palabras:
«"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa
de la salvación". El salmista ha comprendido los muchos dones
recibidos de Dios: del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado
de la tierra y ha recibido la razón…, ha percibido después la economía
de salvación a favor del género humano, reconociendo que el Señor se
entregó a sí mismo como redención en lugar nuestro; y busca entre
todas las cosas que le pertenecen cuál es el don que puede ser digno
del Señor. ¿Qué ofreceré, por tanto, al Señor? No quiere sacrificios
ni holocaustos, sino toda mi vida. Por eso dice: "Alzaré la copa de la
salvación", llamando cáliz a los sufrimientos en el combate
espiritual, a la resistencia ante el pecado hasta la muerte. Es lo que
nos enseñó, por otro lado, nuestro salvador en el Evangelio: "Padre,
si es posible, que pase de mí este cáliz"; o cuando les dijo a los
discípulos: "¿podéis beber el cáliz que yo he de beber?", refiriéndose
claramente a la muerte que aceptaba por la salvación del mundo».

San Pablo dice a los corintios, pocos años después de morir Jesús,
cuando ellos han sido evangelizados: "Yo he recibido una tradición,
que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor
Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando
la acción de gracias, lo partió y dijo: -«Esto es mi cuerpo, que se
entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el
cáliz, después de cenar, diciendo: -«Este cáliz es la nueva alianza
sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria
mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz,
proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva".
Jesús pasó la última tarde de su vida en Jerusalén en el círculo de
sus discípulos, probablemente también en compañía de las mujeres que
habían ascendido a la ciudad santa con él. Dios es amor (1 Jn 4,8)
Nada más cierto, en el sentido del amor, como dar la vida (Jn 15,13).
Pero participar así en el destino del Maestro significa hacer, de
manera insuperable, la fraternidad humana. La cena del Señor es la
asunción, por parte de todos los cristianos, de lo que nos une más
profundamente: la vida misma del Maestro, la historia del Hijo del
Padre en la que participamos todos como hijos también y como hermanos
los unos de los otros.

El Evangelio dice: "Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús
que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a
Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo
que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de
Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y,
tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se
puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla
con que estaba ceñido.
Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los
pies?». Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora:
lo comprenderás más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los pies
jamás». Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo».
Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y
la cabeza». Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse;
está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos».
Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios
todos».
Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y
les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me
llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues
si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también
debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para
que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros»".
Seguimos con la reflexión que hacía Ratzinger: "La Pascua se celebraba
en casa. Así lo hizo también Jesús. Pero después de la comida, él se
levantó y salió fuera, rebasó los límites establecidos por la ley,
porque pasó al otro lado del torrente Cedrón, que señalaba los
confines de Jerusalén. No tuvo miedo del caos, no quiso esquivarlo, se
adentró en él hasta lo más profundo, hasta las fauces mismas de la
muerte. Jesús salió, y esto significa que, pues las murallas de la
Iglesia son la fe y el amor de Jesucristo, la Iglesia no es plaza
fortificada, sino ciudad abierta; y, en consecuencia, creer significa
salir también con Jesucristo, no temer el caos, porque Jesús es el más
fuerte, porque él penetró en ese caos, y nosotros, al afrontarlo, le
seguimos a «él». Creer significa salir fuera de los muros y, en medio
de este mundo caótico crear espacios de fe y de amor, fundados en la
fuerza de Jesucristo. El Señor salió fuera: éste es el signo de su
fuerza. Bajó a la noche de Getsemaní, a la noche de la cruz, a la
noche del sepulcro. Y pudo bajar porque, frente al poder de la muerte,
él es el más fuerte; porque su amor lleva en sí el amor de Dios, que
es más poderoso que las fuerzas de la destrucción. Su victoria, por
tanto, se hace real justamente en este salir, en el camino de la
Pasión, de suerte que, en el misterio de Getsemaní, se halla ya
presente el misterio del gozo pascual. El es el más fuerte; no hay
potencia que pueda resistírsele ni lugar que él no llene con su
presencia. Nos invita a todos a emprender el camino con él, pues donde
hay fe y amor, allí está él, allí la fuerza de la paz, que vence la
nada y la muerte.
Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, la Iglesia imita el camino
de Jesús trasladando al Santísimo desde el tabernáculo a una capilla
lateral, que representa la soledad de Getsemaní, la soledad de la
mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles; quieren
acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves
Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico. Ha de
comprometernos a vivir desde dentro su soledad, a buscarle siempre, a
él, que es el olvidado, el escarnecido, y a permanecer a su lado allí
donde los hombres se niegan a reconocerle. Este camino litúrgico nos
exhorta a buscar la soledad de la oración. Y nos invita también a
buscarle entre aquellos que están solos, de los cuales nadie se
preocupa, y renovar con él, en medio de las tinieblas, la luz de la
vida, que «él» mismo es. Porque es su camino el que ha hecho posible
que en este mundo se levante el nuevo día, la vida de la Resurrección,
que ya no conoce la noche. En la fe cristiana alcanzamos esta promesa.
Pidamos a Jesús en esta Cuaresma que haga resplandecer su luz por
encima de todas las oscuridades de este mundo; que nos haga entender,
también a nosotros, que él permanece siempre a nuestro lado en la hora
de la soledad y el vacío, en la noche de este mundo, y que así
edifica, por nuestro medio, la nueva ciudad de este mundo, el lugar de
su paz, de la nueva creación".
Joseph Ratzinger habla del lavatorio de los pies, cuando Juan, después
de acabar lo que según algunos es la primera parte de su Evangelio
(libro de los signos: c.2-12); comienza un libro de la gloria
(c.13-21), donde se acentúa con fuerza el misterio de los tres días,
el misterio pascual. Los signos anuncian e interpretan anticipadamente
la realidad de estos días, cuyo contenido principal se indica con la
palabra «gloria»: "En esta estructura, el capítulo 13 tiene una
importancia particular. La primera parte del mismo expone, a través
del gesto simbólico del lavatorio de los pies, el significado de la
vida y de la muerte de Jesús. En esta visión desaparece la frontera
entre la vida y la muerte del Señor, las cuales se presentan como un
acto único, en el que Jesús, el Hijo, lava los pies sucios del hombre.
El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a cabo el
trabajo más humilde, el más bajo quehacer del mundo, a fin de hacernos
dignos de sentarnos a la mesa, de abrirnos a la comunicación entre
nosotros y con Dios, para habituarnos al culto, a la familiaridad con
Dios.
El lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye
el sentido de la vida entera de Jesús: el levantarse de la mesa, el
despojarse de las vestiduras de gloria, el inclinarse hacia nosotros
en el misterio del perdón, el servicio de la vida y de la muerte
humanas. La vida y la muerte de Jesús no están la una al lado de la
otra; únicamente en la muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el
verdadero contenido de su vida. Vida y muerte se hacen transparentes y
revelan el acto de amor que llega hasta el extremo, un amor infinito,
que es el único lavatorio verdadero del hombre, el único lavatorio
capaz de prepararle para la comunión con Dios, es decir, capaz de
hacerle libre. El contenido del relato del lavatorio de los pies
puede, por tanto, resumirse del modo siguiente: compenetrarse, incluso
por el camino del sufrimiento, con el acto divino-humano del amor, que
por su misma esencia es purificación, es decir, liberación del
hombre". Hay algunos aspectos complementarios:
-"Si las cosas son así, la única condición de la salvación es el «sí»
al amor de Dios, que se hace posible en Jesús. Esta afirmación no
expresa en modo alguno una idea de apokatástasis general, que caería
en el error de hacer de Dios una especie de mago y que destruiría la
responsabilidad y la dignidad del hombre. El hombre es capaz de
rechazar el amor liberador; el Evangelio nos muestra dos tipos de un
rechazo semejante. El primero es el de Judas. Judas representa al
hombre que no quiere ser amado, al hombre que piensa sólo en poseer,
que vive únicamente para las cosas materiales. Por esta razón, San
Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y Jesús nos enseña
que no es posible servir a dos señores. El servicio de Dios y el de
las riquezas se excluyen entre sí; el camello no pasa por el hondón de
la aguja (Mc 10,25)".
-Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del
materialista, se da también el del hombre religioso, representado aquí
por Pedro. "Existe el peligro que San Pablo llamó «judaísmo» y que es
duramente criticado en las cartas paulinas; consiste este peligro en
que el «devoto» no quiera aceptar la realidad, es decir, no quiera
aceptar que también él tiene necesidad del perdón, que también sus
pies están sucios. El peligro que corre el devoto consiste en pensar
que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios, en no aceptar la
gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el hijo mayor en la
parábola del hijo pródigo, el riesgo de los obreros de la primera hora
(Mt 20,1-16), el peligro de aquellos que murmuran y sienten envidia
porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano significa
dejarse lavar los pies o, en otras palabras, creer".
El lavatorio de los pies es manifestación de la cristología y la
soteriología, y también de la antropología cristiana, como se ve en
tres puntos:
* Es también este lavar imagen de los sacramentos que nos sumergen en
"aguas del amor de Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y
la penitencia, constituyen juntamente el lavatorio divino, que nos
abre el camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la
vida".
** "En esta escena se interpreta también el contenido espiritual del
bautismo: el «sí» constante al amor, la fe como acto central de la
vida del espíritu".
*** "De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética
cristianas. Aceptar el lavatorio de los pies significa tomar parte en
la acción del Señor, compartirla nosotros mismos, dejarnos identificar
con este acto. Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el
lavatorio, lavar con Cristo los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si
yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro,
también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros» (13,14).
Estas palabras no son una simple aplicación moral del hecho dogmático,
sino que pertenecen al centro cristológico mismo. El amor se recibe
únicamente amando.
Según el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el
amor trinitario. Este es el «mandato nuevo, no en el sentido de un
mandamiento exterior, sino como estructura íntima de la esencia
cristiana. En este contexto, no carece de interés poner de relieve que
San Juan no habla nunca de un amor universal entre todos los hombres,
sino únicamente del amor que ha de vivirse en el interior de la
comunidad de los hermanos, es decir, de los bautizados".
No faltan teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y
hablan de una limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida
de universalidad. Es cierto que existe aquí un peligro y que se hace
necesario acudir a textos complementarios, como la parábola del
samaritano y la del juicio final. Pero, entendido en el contexto de
todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una
verdad muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el
mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas, construidas
sobre el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye
partiendo de pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo
concreto y singular para llegar a lo universal. La construcción de
espacios de fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de
San Juan o de San Benito. Con la fundación de la fraternidad de los
monjes, San Benito se nos revela como el verdadero arquitecto de la
Europa cristiana; él fue quien construyó los modelos de la nueva
ciudad, inspirados en la fraternidad de la fe. "Podemos afirmar que el
relato del lavatorio de los pies tiene un contenido muy concreto: la
estructura sacramental implica la estructura eclesial, la estructura
de la fraternidad. Esta estructura significa que los cristianos han de
estar siempre dispuestos a hacerse esclavos los unos de los otros, y
que únicamente de este modo podrán realizar la revolución cristiana y
construir la nueva ciudad".
San Agustín, a propósito del lavatorio de los pies, explica la tensión
de su vida entre contemplación y servicio cotidiano.
* Reflexiona sobre estas palabras del Señor: "Uno que se ha bañado no
necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (Jn
13,10). El bautizado, ¿por qué y en qué sentido hay necesidad de
lavarse los pies? Mientras vivimos aquí abajo, nuestros pies pisan la
tierra de este mundo: «Pues los mismos afectos humanos, sin los cuales
no hay vida en esta nuestra condición mortal, son como los pies, con
los cuales entramos en contacto con las realidades humanas; y estas
realidades nos alcanzan de tal manera, que si dijéramos que estamos
libres de pecado nos engañaríamos a nosotros mismos». "Nos lava los
pies día tras día en el momento en que nuestros labios pronuncian la
oración: perdona nuestras deudas. Todos los días, cuando rezamos el
Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una toalla y
nos lava los pies".
** Relaciona también esto con la esposa del Cantar de los Cantares,
que se encuentra en el lecho y duerme, pero su corazón vela. De
pronto, un rumor la despierta; el amado llama: «¡Abreme, hermana mía!»
La esposa se resiste: «Ya me he quitado la túnica. ¿Cómo volver a
vestirme? Ya me he lavado los pies. ¿Cómo volver a ensuciarlos?» El
amado que llama a la puerta de la esposa es Cristo, el Señor. La
esposa es la Iglesia, son las almas que aman al Señor. Pero ¿cómo
pueden ensuciarse los pies si salen al encuentro del Señor, si van a
abrirle la puerta? ¿Cómo podría ensuciarnos los pies el camino que
conduce a Cristo, el camino que lava nuestros pies? Ante semejante
paradoja, San Agustín descubre algo decisivo para su vida de pastor,
para resolver el dilema entre su deseo de oración, de silencio, de
intimidad con Dios y las exigencias del trabajo administrativo, de las
reuniones, de la vida pastoral. El obispo dice: la esposa que se
resiste a abrir son los contemplativos que buscan el retiro perfecto,
se apartan por completo del mundo y quieren vivir exclusivamente para
la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo siga su
camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma,
llama a la puerta y dice: «Tu vives entregada a la contemplación, pero
me cierras la puerta. Tú buscas la felicidad para unos pocos, mientras
fuera crece la iniquidad y el amor de la multitud se enfría...» Llama,
pues, el Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y grita:
«Aperi mihi, aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, "cuando
abrimos las puertas, cuando acudimos al trabajo apostólico, nos
ensuciamos inevitablemente los pies. Pero los ensuciamos por la causa
de Cristo, porque aguarda fuera la multitud y no hay otro modo de
llegar a ella que metiéndonos en la inmundicia del mundo, en medio de
la cual se encuentra".
Así pasó en su vida, cuando después de la conversión quiso abandonar
el mundo y vivir con sus amigos dedicado por entero a la verdad, a la
contemplación, y fue como obligado a ser sacerdote: «¡Abreme y predica
mi Nombre», parecía decirle Jesús: ponte en contacto con las miserias
de la gente, y "era precisamente así como caminaba hacia Jesús, como
se acercaba al Señor". «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la generosa
respuesta de San Agustín sobra todo comentario: «Y he aquí que me
levanto y abro. ¡Oh Cristo, lava nuestros pies: perdona nuestras
deudas, porque nuestro amor no se ha extinguido, porque también
nosotros perdonamos a nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan
contigo en el cielo los huesos humillados. Pero cuando te predicamos,
pisamos la tierra para abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si
somos reprendidos, y si alabados, nos hinchamos de orgullo. Lava
nuestros pies, que ya han sido purificados, pero que se han ensuciado
al pisar los caminos de la tierra para abrirte la puerta".

La liturgia del Jueves Santo es riquísima de contenido. Es el día
grande de la institución de la Sagrada Eucaristía, don del Cielo para
los hombres; el día de la institución del sacerdocio, nuevo regalo
divino que asegura la presencia real y actual del Sacrificio del
Calvario en todos los tiempos y lugares, haciendo posible que nos
apropiemos de sus frutos.
Se acercaba el momento en el que Jesús iba a ofrecer su vida por los
hombres. Tan grande era su amor, que en su Sabiduría infinita encontró
el modo de irse y de quedarse, al mismo tiempo. San Josemaría Escrivá,
al considerar el comportamiento de los que se ven obligados a dejar su
familia y su casa, para ganar el sustento en otra parte, comenta que
el amor del hombre recurre a un símbolo: los que se despiden se
cambian un recuerdo, quizá una fotografía... Jesucristo, perfecto Dios
y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él
mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. Bajo las
especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su
Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
¿Cómo corresponderemos a ese amor inmenso? Asistiendo con fe y
devoción a la Santa Misa, memorial vivo y actual del Sacrificio del
Calvario. Preparándonos muy bien para comulgar, con el alma bien
limpia. Visitando con frecuencia a Jesús oculto en el Sagrario (Javier
Echevarría).
Hoy, día de oración por los sacerdotes, recordamos cómo el Señor los
asiste en su ordenación: "El Señor Jesucristo, que el Padre ha
consagrado con la potencia del Espíritu Santo, esté siempre contigo
para la santificación de su pueblo y para ofrecer el Sacrificio
eucarístico". "Recibe las ofrendas del Pueblo santo para el Sacrificio
eucarístico. Date cuenta de aquello que harás, vive el misterio que ha
sido entregado en tus manos y sé imitador de Cristo, inmolado por
nosotros" (Ceremonial de la ordenación).

JUEVES SANTO : por la mañana, en la Basílica de San Pedro el Papa, como todos los obispos, celebra su Misa con su presbiterio.

El pastor, el Obispo, se reúne con sus sacerdotes y una representación
del pueblo para la consagración de los santos óleos, con los que se
realizará durante el año la celebración de los sacramentos del
Bautismo, Confirmación, Orden Sacerdotal y Unción de los Enfermos,
para que el Espíritu Santo acuda en diversas circunstancias de la
vida. Y los significados del aceite, fortaleza, agilidad, medicina,
buen olor: se relacionan con el Espíritu de Dios: «Santifícalos en la
verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los
envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que
también se consagren ellos en la verdad» (Juan 17,17ss). Cuando Jesús
dice «Yo me consagro», se dedica a Dios, y como ya es el Ungido, se
hace a la vez sacerdote y víctima, «Yo me consagro» es «Yo me
sacrifico»: se entrega al Padre por nosotros. Podemos comprender la
súplica que el Señor ha presentado al Padre por los discípulos, por
nosotros. «Conságralos en la verdad»: que entren en su sacerdocio, la
institución de su sacerdocio nuevo para la comunidad de los fieles de
todos los tiempos. «Conságralos en la verdad»: ésta es la verdadera
oración de consagración para los apóstoles. El Señor pide que Dios
mismo los atraiga hacia sí, al seno de su santidad. Pide que los
sustraiga de sí mismos y los tome como propiedad suya, para que, desde
Él, puedan desarrollar el servicio sacerdotal para el mundo. Esta
oración de Jesús aparece dos veces en forma ligeramente modificada. En
ambos casos debemos escuchar con mucha atención para empezar a
entender, al menos vagamente, la sublime realidad que se está operando
aquí. «Conságralos en la verdad». Y Jesús añade: «Tu palabra es
verdad». Por tanto, los discípulos son sumidos en lo íntimo de Dios
mediante su inmersión en la palabra de Dios. La palabra de Dios es,
por decirlo así, el baño que los purifica, el poder creador que los
transforma en el ser de Dios. Y entonces, ¿cómo están las cosas en
nuestra vida? ¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios?
¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda
ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente?
¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto
de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro
pensamiento? ¿O no es más bien nuestro pensamiento el que se amolda
una y otra vez a todo lo que se dice y se hace? ¿Acaso no son con
frecuencia las opiniones predominantes los criterios que marcan
nuestros pasos? ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en la
superficialidad de todo lo que frecuentemente se impone al hombre de
hoy? ¿Nos dejamos realmente purificar en nuestro interior por la
palabra de Dios? La humildad es estar en la verdad de nuestro ser, y
esa obediencia que se somete a la verdad, a la voluntad de Dios.
«Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad»: esta palabra de la
incorporación en el sacerdocio ilumina nuestra vida y nos llama a ser
siempre nuevamente discípulos de esa verdad que se desvela en la
palabra de Dios
Contaba Benedicto XVI: "Cristo dice de sí mismo: «Yo soy la verdad»
Conságralos en la verdad, quiere decir, pues, en lo más hondo: hazlos
una sola cosa conmigo, Cristo. Ponlos dentro de mí. Unión con Cristo,
único sacerdote, participar de él. Nos abandonamos en él. San Pablo
decía a este respecto: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive
en mí» (Gálatas 2,20). En el «sí» de la Ordenación sacerdotal hemos
hecho esta renuncia fundamental al deseo de ser autónomos, a la
«autorrealización». Pero hace falta cumplir día tras día este gran
«sí» en los muchos pequeños «sí» y en las pequeñas renuncias. Este
«sí» de los pequeños pasos, que en su conjunto constituyen el gran
«sí», sólo se podrá realizar sin amargura y autocompasión si Cristo es
verdaderamente el centro de nuestra vida. Si entramos en una verdadera
familiaridad con Él. En efecto, entonces experimentamos en medio de
las renuncias, que en un primer momento pueden causar dolor, la
alegría creciente de la amistad con Él; todos los pequeños, y a veces
también grandes signos de su amor, que continuamente nos da. «Quien se
pierde a sí mismo, se guarda». Si nos arriesgamos a perdernos a
nosotros mismos por el Señor, experimentamos lo verdadera que es su
palabra.
Estar inmersos en la Verdad, en Cristo, es un proceso que forma parte
de la oración en la que nos ejercitamos en la amistad con Él y también
aprendemos a conocerlo: en su modo de ser, pensar, actuar. Orar es un
caminar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él nuestra
vida cotidiana, nuestros logros y fracasos, nuestras dificultades y
alegrías: es un sencillo presentarnos a nosotros mismos delante de Él.
Pero para que eso no se convierta en una autocontemplación, es
importante aprender continuamente a orar rezando con la Iglesia.
Celebrar la Eucaristía quiere decir orar. Celebramos correctamente la
Eucaristía cuando entramos con nuestro pensamiento y nuestro ser en
las palabras que la Iglesia nos propone. En ellas está presente la
oración de todas las generaciones, que nos llevan consigo por el
camino hacia el Señor. Y, como sacerdotes, en la celebración
eucarística somos aquellos que, con su oración, abren paso a la
plegaria de los fieles de hoy. Si estamos unidos interiormente a las
palabras de la oración, si nos dejamos guiar y transformar por ellas,
también los fieles tienen al alcance esas palabras. Y, entonces, todos
nos hacemos realmente «un cuerpo solo y una sola alma» con Cristo.
Estar inmersos en la verdad y, así, en la santidad de Dios, también
significa para nosotros aceptar el carácter exigente de la verdad;
contraponerse tanto en las cosas grandes como en las pequeñas a la
mentira que hay en el mundo en tantas formas diferentes; aceptar la
fatiga de la verdad, para que su alegría más profunda esté presente en
nosotros. Cuando hablamos del ser consagrados en la verdad, tampoco
hemos de olvidar que, en Jesucristo, verdad y amor son una misma cosa.
Estar inmersos en Él significa afondar en su bondad, en el amor
verdadero. El amor verdadero no cuesta poco, puede ser también muy
exigente. Opone resistencia al mal, para llevar el verdadero bien al
hombre. Si nos hacemos uno con Cristo, aprendemos a reconocerlo
precisamente en los que sufren, en los pobres, en los pequeños de este
mundo; entonces nos convertimos en personas que sirven, que reconocen
a sus hermanos y hermanas, y en ellos encuentran a Él mismo.
«Conságralos en la verdad». Ésta es la primera parte de aquel dicho de
Jesús. Pero luego añade: «Y por ellos me consagro yo, para que también
se consagren ellos en la verdad» (Juan 17,19), es decir,
verdaderamente. Pienso que esta segunda parte tiene un propio
significado específico.
La víspera de mi Ordenación sacerdotal… Mis ojos se detuvieron en este
pasaje: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad». Entonces me
dí cuenta: el Señor está hablando de mí, y está hablándome a mí. Y lo
mismo me ocurrirá mañana. No somos consagrados en último término por
ritos, aunque haya necesidad de ellos. El baño en el que nos sumerge
el Señor es Él mismo, la Verdad en persona. La Ordenación sacerdotal
significa ser injertados en Él, en la Verdad. Pertenezco de un modo
nuevo a Él y, por tanto, a los otros, «para que venga su Reino».
Queridos amigos, en esta hora de la renovación de las promesas
queremos pedir al Señor que nos haga hombres de verdad, hombres de
amor, hombres de Dios. Roguémosle que nos atraiga cada vez más dentro
de sí, para que nos convirtamos verdaderamente en sacerdotes de la
Nueva Alianza. Amén".

La confesión, precepto pascual.

Antes, en la liturgia romana, se celebraba una Eucaristía para los
penitentes en la mañana del Jueves Santo, último día de Cuaresma.
Ahora podemos escoger cuando más con convenga, aunque se organizan
celebraciones de la Penitencia con confesión y absolución personal
esta semana santa. En la liturgia hispánica el gran acto penitencial
se celebra el Viernes Santo, ya dentro de la Pascua, con la
impresionante ceremonia de la "indulgencia" o "perdón" en la que el
pueblo clama centenares de veces pidiendo perdón a Dios.
Es bueno entrar en la Pascua -el paso con Cristo a la Nueva Vida-
celebrando con humildad el sacramento de la Penitencia, el sacramento
de la muerte a lo viejo y al pecado, el sacramento de la
reconciliación con Dios y con la comunidad. La Pascua debe ser
novedad total en nuestras vidas. Todo lo viejo, sobre todo el pecado,
tiene que dejar paso a la Vida que nos quiere comunicar el Resucitado
(Equipo MD1998).
La cuaresma es "el tiempo oportuno", 'el tiempo favorable' que el
señor nos concede para la renovación de nuestra vida cristiana, para
volver a él. El profeta Ezequiel nos convocaba el miércoles de ceniza
con acentos dramáticos a esta vuelta al Señor, dejando a un lado hasta
lo que es lícito y bueno.
Que Dios nos conceda experimentar un sincero dolor por nuestros
pecados y también la alegría de la reconciliación con el Padre: Señor,
Padre de misericordia y origen de todo bien, mira con amor a tu Pueblo
que oyendo tus reclamos quiere volver a ti y reconciliarse contigo,
restaura con tu misericordia a los que nos vemos sometidos al poder
del pecado y al peso de nuestras culpas. Te lo pedimos por Jesucristo,
nuestro Señor.
1. La primera cuestión es examinarme… ver si de verdad he puesto a
Dios como el centro de mi vida, si de verdad el objetivo de mi vida es
ir realizando el proyecto de Dios para el que me creó: perfeccinarme
en el amor.
¿Es esto así o en realidad son otras las cuestiones que me interesan
más: asegurarme y dusfrutar de una buena situación económica, la
salud, los estudios, el prestigio o la imagen social, el pasarlo bien,
el éxito profesional?
¿No será esto lo primero que Dios me está pidiendo? ¿No será este mi
primer paso de conversión en este momento: tomarme en serio mi
vocación cristiana de irme perfeccionando día a día en el amor,
creciendo como un hijo de Dios que cada día se parece más a su Padre?
2. La segunda cuestión para un examen es si realmente pongo los medios
para ir creciendo en el amor. Si Dios es amor y la fuente de todo
amor, si el amor viene de él y de él lo recibimos, si el amor se nos
da en y a través de la relación de amistad con Dios ¿Cómo es mi
relación con Dios? ¿cuánto tiempo estoy con él? ¿que intimidad tengo
con él? ¿Hago oración frecuente, o la dejo fácilmente? ¿En la oración
soy el único que habla, o dejo que Dios me diga cuánto me ama, dejo
espacio para experimentar su amor? ¿Que me interesa más, que Dios haga
lo que yo le pido o que yo haga lo que él me pide?
Y en este sentido está en primer lugar la participación en los
sacramentos. En los sacramentos bien celebrados, es donde actúa con
todo su poder el amor de Dios. ¿Cómo participo en la eucaristia:
activa o pasívamente? ¿Racionalmente tratando de entender o también
con el corazón tratando de unirme a Dios? ¿Vivo la comunión como
momento de identificación con Jesucristo, comulgando con sus
sentimientos, intereses, preocupaciones? ¿Dejo fácilmente la
eucaristía o no puedo vivir sin ella?

3. La tercera cuestión es el servicio. Yo, ¿De que voy: en la vida de
servidor o de que me sirvan? ¿A quién sirvo: a los de mi familia y
amigos? Eso tambión lo hacen los que no tienen la vocación de ser
hijos de Dios. ¿ni siquiera sirvo a los míos en casa?
¿Me resisto y me niego de hecho a colaborar en servicio a los demás,
por ejemplo, en el colegio de los hijos, en la universidad donde
estudio, en el trabajo, en asociaciones de participación ciudadana, en
organizadiones de ayuda al tercer Mundo, de defensa de los derechos
humanos... o en algo más cercano: la propia parroquia, que también
necesita cristianos que sirvan a la Conunidad?
4. La cuarta cuestión que nos podríamos plantear en esta celebración
es el uso de mi dinero.
¿Vivo la limosna como un deber de justicia, es decir, como devolver a
los que no tienen lo que les pertenece? ¿Hago en este sentido cálculo
de lo que puedo y no puedo gastar, de lo que conforme a mis ingresos
debo entregar, teniendo en cuenta no mis necesidades, sino las de los
más pobres? ¿Ahorro con ilusión para poder dar generoso y solidario?
¿Despilfarro? Si yo fuera pobre del Tercer Mundo, ¿qué pensaría de un
cristiano que gastara como yo gasto?

5. La última cuestión. Se refiere a la calidad de mis relaciones humanas.
¿Soy atento o descuidado con los demás? ¿Cultivo la amabilidad, la
simpatía, y mo por caer bien, sino por hacer la vida agradable a los
demás?
¿Soy rencoroso, vengativo? ¿Me resisto a hacer las paces y a
reconcilirme con alguna persona o familia? ¿Tal vez sea lo que tenga
que hacer más urgentemente?
¿Soy exigente, incomprensivo, intolerante, duro, susceptible,
irritable? ¿Me ofendo fácilmente? O por el contrario: ¿Soy
excesivamente tolerante y todo me da igual poque no me quiero meter en
complicaciones?
¿Me aprovecho de otros, de sus bienes materiales, de sus cualidades
humanas? ¿Estoy atento al cultivo de mi afectividad y sexualidad,
orientándolas hacia un amor limpio de egoísmos?
¿Soy elemento creador de paz o de discordia? O por el contrario
¿critico, murmuro, llevo chismes, difamo?
Acojámonos con plena confianza a la misericordia de Dios y confesemos
nuestros pecados para obrener su perdón: Yo confieso ante Dios
todopoderoso y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho de
pensamiento, obra y omisión.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
Por eso, ruego a Santa María, siempre virgen, a los ángeles, a los
santos y a vosotros, hermanos, que rogueis por mi ante Dios nuestro
Señor, Amen.
Con verdadero dolor de nuestros pecados y sintiendo la incapacidad de
liberarnos de ellos invoquemos a Cristo nuestro redentor: Con el ciego
Bartimeo te decimos: ¡Hijo de David, ten compasión de mi! ¡Señor, ten
piedad! ¡Señor, ten piedad!
Con el centurión te decimos: Señor, basta que tú digas una palabra y
yo quedaré sano ¡Señor ten piedad!
Con el leproso te decimos: ¡Señor, si tú quieres, puedes
curarme!.¡Señor, ten piedad!
Con los apóstoles atemorizados te decimos: ¡Señor, sálvanos que
perecemos! ¡Señor, ten piedad!
Con la mujer cacanea te decimos: ¡Señor, ayúdame! ¡Señor, ten piedad!
Con el apóstol Pedro hundiéndose en las aguas: ¡Señor, sálvame!
¡Señor, ten piedad!
Con el ladrón crucificado y arrepentido te decimos: ¡Acuérdate de mi
ahora que estás en tu reino! ¡Señor, ten piedad!
Ahora oremos como el mismo Jesucristo nos enseñó para que
perdonándonos unos otros nuestras ofensas, nos perdone Él nuestros
pecados. Padre nuestro...
Escucha, Señor a tus hijos, que se reconocen pecadores; y haz que,
liberados de toda culpa, por el ministerio tu Iglesia, puedan
agradecidos cantar tu misericordia. Por Jesucristo nuestro Señor.
Con la Confesión y absolución individual, Dios no nos otorga su perdón
como un gobernante decreta una amnistía general. Dios nos perdona con
un apretón de manos y un cálido abrazo, con una sonrisa cargada se
valoración y afecto. En una palabra, Dios nos perdona en un encuentro
entrañablemente personal. No mos privemos de este perdón y
acerquémonos a confesar nuestros pecados personales para recibir este
perdón personal (de una Javierada).

TRIDUO PASCUAL.

Entramos en los tres días de preparación a la Pascua, a la fiesta más
importante del año. El jueves se bendicen los sagrados óleos para el
bautismo, para la unción de los enfermos, y el crisma. Luego, por la
tarde, después de la misa «in cena Domini», habrá tiempo para la
adoración, como para responder a la invitación que Jesús dirigió a sus
discípulos en la dramática noche de su agonía: «Quedaos aquí y velad
conmigo» (Mateo 26,38).
El Viernes santo es un día de profunda emoción, en el que la Iglesia
nos hace volver a escuchar el relato de la pasión de Cristo. La
«adoración» de la cruz será el centro de la acción litúrgica que se
celebrará ese día, mientras la comunidad eclesial ora intensamente por
las necesidades de los creyentes y del mundo entero.
A continuación viene una fase de profundo silencio. Todo callará hasta
la noche del Sábado santo. En el centro de las tinieblas irrumpirán la
alegría y la luz con los sugestivos ritos de la Vigilia pascual y el
canto gozoso del «Aleluya». Será el encuentro, en la fe, con Cristo
resucitado, y la alegría pascual se prolongará a lo largo de los
cincuenta días que seguirán.
Recuerdo aquella canción de amor: "llegó con tres heridas: / la del
amor, / la de la muerte, / la de la vida. // Con tres heridas viene: /
la de la vida, / la del amor, / la de la muerte. // Con tres heridas
yo: / la de la vida, / la de la muerte, / la del amor". El Maestro ha
preparado estos días, en los que celebramos que "sus heridas nos han
curado" (Luis Manuel Suárez).